domingo, 1 de marzo de 2020

Terra Alta

El día que no jodo a nadie, no soy feliz

I de VI
En “noviembre de 2019”, en la serie Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta publicó, en España y en México, Terra Alta, novela policíaca del escritor español Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962), ganadora del “Premio Planeta 2019, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Pere Gimferrer, Carmen Posadas, Rosa Regàs y Belén López Celada.”
Editorial Planeta Mexicana
Primera edición impresa en México
Noviembre de 2019
       Los sucesos de la novela Terra Alta se desglosan en dos partes, cada una de cinco capítulos. Y en el decurso narrativo se distinguen dos vertientes paralelas. Una es el esbozo biográfico e íntimo de Melchor Marín, el protagonista de la obra, un joven detective o policía de investigación destinado en la comisaría de “Nou Barris, un distrito de emigración situado al norte de Barcelona”, donde dizque lo persigue “una fama antitética de matón intelectual”. Pero la escandalosa fama mediática que podría convertirlo en un volátil blanco (detonada por el oportunismo gubernamental y político, inextricable al lucrativo y propagandístico negocio de los manipuladores mass media), lo sorprende de un modo imprevisto, cuando “a mediados de agosto de 2017”, “Poco después de la una de la madrugada”, se halla manejando “a veinte kilómetros de Tarragona”, donde recibe otra llamada de la comisaría que le ordena desviarse “hacia Cambrils”, pues “Parece que puede haber otro atentado terrorista”. Y, en efecto, lo hay. (En la vida real esto ocurrió horas después de los atentados en Barcelona del 17 agosto de 2017, precisamente la madrugada del 18 de agosto.) Y Melchor, que va con las pilas cargadas de adrenalina y frustración ante la imposibilidad de hallar y castigar a los criminales que violaron, torturaron y mataron a su madre, en una escena de acción peliculesca o de popular serie televisiva donde impera la ley del revólver del viejo, lejano y salvaje Oeste, balea a cuatro yihadistas con su atronadora y humeante arma de cargo (su poderosa “Walter P99 de 9 milímetros”), “mientras una frase de Los miserables no paraba de martillearle el cerebro: ‘Era un hombre que hace el bien a tiros’”. Según reporta la voz narrativa, “El balance de los ataques fue devastador: dieciséis muertos y un centenar de heridos en Barcelona; un muerto y seis heridos en Cambrils. En total, seis terroristas abatidos, cuatro de ellos por Melchor. (El resto de los terroristas de la célula que organizó los hechos, hasta llegar a doce, también resultaron muertos o apresados.) Para Melchor, en cambio, el balance fue distinto. A pesar de que desde el primer momento se intentó preservar el secreto de su identidad, a fin de evitar posibles represalias islamistas, de un día para otro se convirtió en el héroe oficial del cuerpo: le llovían felicitaciones de sus compañeros, de sus mandos policiales y de sus mandos políticos, que en seguida buscaron la forma de explotar su hazaña. Lo bautizaron como ‘el héroe de Cambrils’, y no tardaron en circular rumores sobre él: se dijo que era una mujer, se dijo que había sido legionario y que por eso era un experto en el manejo de las armas y había reaccionado como lo había hecho, se dio por supuesto que estaba adscrito a la comisaría de Cambrils.” Incluso “el gobierno catalán” filtró “a la prensa algunos datos personales y una imagen de Melchor, de espaldas y casi de perfil, recibiendo el aplauso de sus compañeros, de sus mandos y hasta del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont”.

Carles Puigdemont en la marcha contra el terrorismo en Barcelona
Sábado 26 de agosto de 2017
        Y es precisamente por el peligro que implica esa leyenda y fama mediática que Melchor acaba refugiándose en la comarca de la Terra Alta, precisamente en la pequeña comisaría de Gandesa, pueblo, donde se suele recordar y rumiar la cruenta Batalla del Ebro (julio 25-noviembre 16 de 1938) y donde promedia el consenso social y policíaco de que allí “nunca pasa nada”; y donde, en principio, sólo sus jefes: el subinspector Barrera y el sargento Blai, oficialmente saben que es “el héroe de Cambrils”.

En este sentido, la otra vertiente narrativa transcurre cuatro años después de 2017, con epicentro en Gandesa, donde Melchor, que aún no cumple 30 años de edad, tiene una pequeña hija llamada Cosette, producto de su matrimonio con Olga Ribera, nativa de la Terra Alta, lectora insaciable y bibliotecaria de la biblioteca pública (se casaron por el embarazo cuando ella tenía 40 años y él 25). Y es precisamente esa vertiente narrativa la que inicia esta novela de Javier Cercas de un modo recurrente y consabido en el género negro: la descripción de la cruenta escena de un crimen, la cual inaugura la intriga, el suspense, las pesadillas y el insomnio del lector tras formularse la implícita e ineludible pregunta: ¿quién mató a fulanito de tal? Pues un domingo de junio, poco después del amanecer, Melchor, al que le tocó guardia nocturna, recibe una llamada telefónica que le informa que “hay dos muertos en la masía de los Adell”. O sea en el hábitat de los acaudalados propietarios de Gráficas Adell, cuya masía se localiza fuera del perímetro de Gandesa, “Junto a la carretera de Vilalba dels Arcs”. 
Javier Cercas
       Así que Melchor, con la pistola en la sobaquera, va en su Opel Corsa hacia allá. Y como llega solo y antes que el sargento Blai y que el subinspector Barrera, al frente de uno de los dos patrulleros apostados en los accesos de la masía, entra a ésta, hojea los recodos de la casona de tres plantas y la espeluznante escena del crimen, que parece rubricada por un minucioso y sangriento ritual narcosatánico:

  “Es la primera escena de un asesinato que presencia Melchor desde que llegó a la Terra Alta, pero antes presenció muchas y no recuerda nada semejante.
“Dos amasijos ensangrentados de carne roja y violácea se hallan  frente a frente, en un sofá y un sillón empapados de un líquido grumoso —mezcla de sangre, vísceras, cartílagos, piel— que ha salpicado asimismo las paredes, el suelo y hasta la campana de la chimenea. En el aire flota un violento olor a sangre, a carne atormentada y a suplicio, y una sensación rara, como si aquellas cuatro paredes hubieran preservado los aullidos del calvario al que asistieron; pero, al mismo tiempo, Melchor cree percibir en la atmósfera de la estancia —y esto quizá es lo que más le perturba— un cierto aroma de exultación o de euforia, algo que no tiene palabras con que definir o que, si las tuviese, tal vez definiría como la estela festiva de un carnaval macabro, de un rito demente, de un gozoso sacrificio humano.
“Fascinado, Melchor avanza hacia ese doble revoltijo espantoso, tratando de no pisar evidencias (en el suelo hay dos trozos de tela desgarrados y empapados de sangre, que sin duda han servido para amordazar a alguien), y, al llegar al sofá, advierte a simple vista que los dos bultos sanguinolentos son los dos cadáveres meticulosamente torturados y mutilados de un hombre y una mujer. Les han sacado los ojos, les han arrancado las uñas, los dientes y las orejas, les han cortado los pezones, les han abierto el vientre en canal y luego han descuajado sus tripas y las han esparcido alrededor. Por lo demás, sólo hay que ver el gris blanquecino de su pelo y la flacidez descarnada de sus miembros (o de lo que queda de ellos) para comprender que se trata de dos ancianos.” 
A tales cadáveres se les suma otro, el de “la criada rumana”, observada por Melchor en otra habitación y sin indicios de tortura, la cual “lleva encima un camisón color crema y una bata azul, y tiene los ojos abiertos como si hubiera visto al diablo y un orificio del tamaño de una moneda de diez centímetros en la frente, del que baja hacia la nariz y la boca un reguero perpendicular de sangre seca.” 
Para desfacer el sanguinolento y diabólico entuerto (un patrullero suelta una vomitona e incluso el subinspector Barrera), la escueta Unidad de Investigación de la Terra Alta se ve impelida a solicitar el apoyo de la Unidad de Investigación Territorial de Tortosa, cuyo jefe, el subinspector Gomà, que parece muy sagaz y profesional, es quien se pone al mando de la pesquisa y por ende conforma un equipo abocado exclusivamente a “investigar los crímenes de la masía de los Adell”. La sargento Pires, dice, “va a ser la encargada de llevar la investigación y de redactar el atestado”. Y solicita “que un policía científico de la Terra Alta centralice la recogida de pruebas a fin de entregárselas a ella”. Y para esa tarea el sargento Blai escoge a Sirvent. Y además les pide que le presten otros dos elementos de la Terra Alta; uno es Melchor, elegido por el propio Gomà, pues dizque en secreto conoce la secreta identidad y el calibre del “héroe de Cambrils”. Y como el requisito del otro es “que conozca bien la comarca y que viva aquí”, el sargento Blai escoge al caporal Salom, quien además “Es amigo de la familia.” Es decir, conoce a Rosa Adell, la hija del matrimonio asesinado; y sobre todo a Albert Ferrer, el yerno y su contemporáneo. No obstante, pese a tratarse de una colaboración entre dos unidades de investigación policial, el subinspector Gomà, en pos del secreto del sumario, excluye del grupo al subinspector Barrera y al sargento Blai, mandos de la Unidad de Investigación de la Terra Alta.  

II de VI
Vale resumir que pese al protocolo y a la parafernalia detectivesca y científica, aparentemente muy chipocluda, infalible y chingonauta, la investigación policíaca fracasa. No da pie con bola para aclarar el triple crimen. Así que un día de julio, “seis semanas dedicados a éste”, el juez y el subinspector Gomà “de común acuerdo deciden cerrar el caso Adell”. Obviamente, Melchor, “el héroe de Cambrils” y justiciero héroe de la novela, no queda satisfecho y hace lo que está en su criterio y en sus manos para saltarse las normas e indagar por su cuenta.
Javier Cercas
       Y eso de saltarse las normas, en medio de la corrupción sistémica, resulta ser un repetitivo cliché que trasmina la conducta y la ética de buena parte de los protagonistas de esta novela de Javier Cercas. Por ejemplo, Melchor, con sus años carcelarios y su expediente delictivo (en el clímax de sus fechorías fue pistolero y guardaespaldas de un cártel de narcos colombianos que lo entrenó para proteger y matar a sangre fría), no hubiera podido ingresar, en Barcelona, a la escuela de policía, o sea: al Instituto de Seguridad Pública de Cataluña. Pero lo pudo hacer porque Domingo Vivales, el abogado que le contactó su madre para que lo defendiera en el juicio y que paulatinamente se convierte en su protectora e infalible figura paterna, tras cumplir su condena (luego del “tercer grado penitenciario, lo que significaba que únicamente debía dormir en prisión”), le entregó un falso “certificado de cancelación de antecedentes penales” e hizo desaparecer, sin temor al delito y como por arte de birlibirloque, su expediente “de los archivos policiales”. Y el sarcástico policía de Asuntos Internos que, como salido del retrete, lo acosó (de un modo latente y amenazante) restregándole en la cara que pasó “unos años en la cárcel”, que su “certificado de penales” es “una falsificación”, que su expediente desapareció de los archivos policiales, pero “no de los del juzgado” y ahí sigue (quizá se proponía chantajearlo o coaccionarlo para algo sucio), tras convertirse en el mediático y sonoro “héroe de Cambrils”, le anuncia que está “limpio”, que su expediente penitenciario también desapareció del juzgado (y todos tan contentos con el tejemaneje tras bambalinas de la luz pública). Así que le sorraja el muy valentón: “Si por mí fuera, te habría empapelado. Pero órdenes son órdenes.” O sea: además de que un mando chantajea, soborna o coacciona a ese policía de Asuntos Internos para que cierre el hocico, se meta la lengua por el fondillo y no mueva un dedo, un poderoso y oscuro interés sistémico opta por hacerse de la vista gorda ante el pasado delictivo del flamante, capitalizable y explotable “héroe de Cambrils”.


III de VI
En la índole literaria del policía Melchor Marín descuella el hecho de que durante su estancia “en la cárcel de Quatre Camins, muy cerca de Barcelona”, se hizo empedernido lector de novelas del siglo XIX, gracias al circunstancial magisterio e influjo del encargado de la biblioteca de la prisión, “el Francés”, un cretino (que se las da de sabihondo) que mató a martillazos a su mujer y a su amante. El caso es que por la influencia de ese verborreico, lenguaraz, iconoclasta, culocéntrico y aforístico criminal, Melchor descubre Los miserables, la celebérrima e inmortal novela de Victor Hugo, de la que se vuelve adicto. Fantasiosa y onírica adicción que se entronca con el asesinato de su madre, prostituta de oficio. La noticia, en la cárcel, se la dio el abogado Domingo Vivales: “le contó a Melchor lo que sabía: al amanecer habían encontrado el cuerpo sin vida de su madre en un descampado de La Sagrera, en Sant Andreu, todo indicaba que la muerte había tenido lugar aquella misma noche”. Y Melchor pudo ver el cadáver en la capilla ardiente: “a pesar de los esfuerzos de los embalsamadores de la funeraria, que lo habían lavado, limpiado y maquillado, la muerte había reducido a su madre a un espanto irreconocible, con el cráneo y la nariz rotos y el cuerpo tatuado de hematomas”. Algo que lo desborda de ira y rabia (restalla aullidos, relinchos, patadas y puñetazos), muy doloroso y traumático para él. 
Según dice la voz narrativa: “A raíz del asesinato de su madre, Melchor abandonó los talleres que frecuentaba y dejó de practicar deporte en las canchas de la cárcel. Se encerró en sí mismo. Engordó. No acertaba a controlar su pensamiento, así que era su pensamiento quien lo controlaba a él, un pensamiento mórbido e inalterable, obsesionado con lo que le había ocurrido. Las dos únicas actividades que aliviaban en apariencia su fijación eran las que más la alimentaban: hablar con Vivales y leer Los miserables, que en aquellos días de luto dejó de ser para él una novela y se transformó en otra cosa, una cosa sin nombre o con muchos nombres, un vademécum vital o filosófico, un libro oracular o sapiencial, un objeto de reflexión al que dar vueltas como un calidoscopio infinitamente inteligente, un espejo y un hacha.” Pero el meollo de esa envolvente lectura y relectura (“La mitad de un libro la pone el escritor, la otra la pones tú”, le rebuznó el didáctico Francés) es que Melchor decide convertirse en policía debido a la impronta del policía Javert, el eterno perseguidor de Jean Valjean. Así que Melchor “sobre todo pensaba en Javert, en la rectitud alucinada de Javert, en la integridad y el desprecio por el mal de Javert, en el sentido de la justicia de Javert, en que Javert, nunca permitiría que el asesinato de su madre quedara impune.”
Así que cuatro años después de ese impune crimen, cuando ya está asignado en la comisaría de Nou Barris, para indagar por su cuenta y riesgo (o sea: saltándose las normas), le pide a Vicente Bigara —un mosso d’esquadra que fue su compañero durante “sus prácticas de patrullero en Cornellà de Llobregat”—, que le consiga tras bambalinas, en la comisaría de Sant Andreu, copia del expediente de su madre, cosa que pudo hacer por sus contactos y porque era “treinta años mayor que” él y porque “no creía en su oficio y se burlaba del reglamento”. Según le había dicho el abogado Vivales cuando Melchor estaba en la cárcel, “su madre había sido asesinada a pedradas, pero no había sido violada”; pero ahora lee y descubre que “el fallecimiento había tenido lugar después de que la víctima hubiera sido violada varias veces, anal y vaginalmente, lo que le había provocado diversas desgarraduras en ambos orificios”. Melchor habla con el forense y con los tres testigos nombrados en el sumario: un proxeneta y dos prostitutas, las cuales “añadieron un dato decisivo, que para estupefacción de Melchor no figuraba en el expediente: la prostituta que acompañaba a su madre cuando negociaba con sus últimos clientes se llamaba Carmen Lucas.” Así que rastrea y por fin logra hallar a Carmen Lucas retirada en Llano de Molina, “una pedanía de Molina de Segura, una ciudad situada a quince kilómetros de Murcia y a seis horas en coche de Barcelona”. De quien fraternamente se despide unas horas antes de convertirse (sin buscarlo) en “el héroe de Cambrils”, el mediático y condecorable matón de terroristas. Pero Carmen sólo recuerda que el auto al que su madre esa noche se subió pasó dos veces. La primera vez no lo hizo. Carmen le preguntó “quiénes eran”; y ella le respondió que “Nadie”. “Una panda de niños bien que han salido a divertirse con el coche de papá. No me fío.” Así que le extrañó que “ya hacia las tres y media o las cuatro, con la jornada de trabajo acabándose”, se subiera. No recuerda la matrícula, pero sí que “era un coche oscuro, de gama alta y con los vidrios de las ventanillas tintados, y que dentro habían varios hombres.”

IV de VI
Ante la inicial opinión del subinspector Gomà de que los ricos suelen tener enemigos: “Cuanto más ricos, más enemigos”, el caporal Salom le contrapone y canta las supuestas bondades de los Adell, dueños de Gráficas Adell y de “media Gandesa”: “Piense que daban trabajo a mucha gente, la mitad de la comarca trabaja para ellos. Además eran personas muy religiosas. Se habían hecho del Opus Dei, aunque lo llevaban con mucha discreción. Eran así, discretos. Y austeros. Y se relacionaban con todo el mundo. Y ayudaban a la gente. No, yo creo que aquí más bien se los quería. Y a su familia también.” Pues lo que luego cobra relevancia e incide en la intriga y en la infructuosa indagación policial para desvelar la identidad de los asesinos y del autor intelectual, es que el viejo Paco Adell, ya nonagenario, no tenía amigos y era una especie de autoritario y caprichoso cacique, que además de voraz acaparador en múltiples renglones de la economía de la Terra Alta (y más allá de las fronteras españolas: en Europa y en Latinoamérica), ninguneaba y tiranizaba a todos sus subalternos, directivos y gerentes, incluidos el viejo Josep Grau, su eterno mano derecha y segundo de a bordo; y Albert Ferrer, su menospreciado yerno y decorativo consejero delegado de Gráficas Adell.
    Así que siendo la ubicua familia Adell “la más acaudalada de la comarca” (oscila hasta en las alcantarillas y el drenaje profundo), sorprende y resulta inverosímil que después de cuatro años en Gandesa “el héroe de Cambrils”, perspicaz sabueso de investigación y justiciero miserablesco, no supiera casi nada de las propiedades de los Adell y de la maligna y venenosa calaña de ese personaje (maquillado de benefactor por Salom ante el subinspector Gomà) y que sea su mujer, Olga Ribera, en la intimidad del amoroso y dulce hogar, quien le resume la negra entraña del viejo Adell. Por ejemplo, le dice que “era huérfano”, que “a su padre lo mataron en la guerra”; que “De chico se ganaba la vida recogiendo metralla en las sierras, como mi padre y como tanta gente en la comarca, después de la guerra el campo estaba sembrado de metralla. Luego Adell se hizo chatarrero, y en los años sesenta o setenta compró por cuatro duros una empresa de artes gráficas en quiebra. Ahí empezó a hacer su fortuna.” Que su padre siempre le contaba que cuando él y Adell eran amigos, éste le solía repetir: ‘Mira, Miquel, el día que no jodo a nadie, no soy feliz.’” Lo cual, por lo que luego se narra, resulta su angular declaración de ambiciosos y voraces principios empresariales y pseudoéticos. Y ante la ingenua y bobalicona observación de Melchor (que repite lo dicho por Salom a Gomà): “Por lo menos dan trabajo a mucha gente”, Olga, muy docta, le replica lo que el sabueso callejero y cibernauta debería saber al respirar, pedalear, transpirar, hacer pipí y consumir Coca-Colas en Gandesa: “Los sueldos que pagan son bajísimos, porque los pactan con los demás empresarios de la comarca, y sus fábricas ni siquiera tienen comités de empresa. Quien quiera quedarse en la Terra Alta se tiene que conformar con la miseria que les dan. Eso lo sabes tú mejor que yo [ídem Salom, que se queja y lloriquea como una desconsolada Magdalena por su bajo salario]. ¿Cuántos trabajadores forasteros deben de haber ahora mismo en la Terra Alta por cada trabajador de aquí?
   “—Tres o cuatro —contesta Melchor—. La mayoría rumanos y muchos ilegales.
   “—O sea —explica Olga—, pobre gente dispuesta a trabajar por tres veces menos dinero que los de aquí.” Y para que el cabezota entienda y no se dé furiosos topes de cabra contra la pared, añade: “Mira, Melchor”, “Los Adell son como un árbol que da mucha sombra, pero no deja crecer nada a su alrededor. Lo controlan todo. Tienen propiedades por toda la Terra Alta, y media Gandesa es suya, así que dan trabajo a la gente en sus empresas, les venden las casas donde viven y hasta los muebles con que las llenan, ¿de quién te crees que es Muebles Terra Alta? En fin, la verdad es que Adell era un cacique. Eso no es hablar mal de él, es describirlo.”

V de VI
El justiciero Melchor Marín, que tiene por norma saltarse las normas, busca en Tortosa a un tal Luciano Barón, el ex marido de Olga Ribera, y por haberla maltratado (“Le dejaba unos moretones tremendos”) le aplica una golpiza, lo humilla y lo amenaza. Y ante el caso Adell, cerrado e irresuelto, sigue investigando por su cuenta. Y por ende persuade al caporal Salom, su compañero y amigo desde que llegó a Gandesa, para que también se pase las normas por el arco del triunfo y le consiga las llaves para ingresar de noche a las oficinas de Josep Grau, puesto que lo supone “el principal sospechoso”. Así que Salom, amiguete y compinche de Albert Ferrer, sin revelare cómo lo hizo, le entrega “un llavín argentado, de cabeza rectangular y cuerpo liso”, que “abre todas las puertas de Gráficas Adell, salvo la del patio”. Y además, “una tarjeta plastificada a nombre de Albert Ferrer, con una foto tamaño carné de su dueño y dos palabras estampadas en ella: ‘Consejero delegado’”, la cual “sirve para la barrera de entrada, para la del vestíbulo y para conectar los ordenadores”. Pero cuando Melchor, tras su sigilosa y peliculesca introducción nocturna “en el polígono de La Plana, en las afueras de Gandesa”, concluye la lectura de los mensajes en la computadora de Joseph Grau, lo sorprende Albert Ferrer.
Además de que no hubo denuncia formal (dizque Salom persuadió a Ferrer para que no lo hiciera), el subinspector Barrera no le abre un expediente, pues los superiores de Melchor, el sargento Blai y el caporal Salom, lo defendieron “a ultranza”; y más aún, le dice, “Hasta el comisario Ferrer ha llamado desde la central, alguien ha debido de avisarle, por lo que sigue usted significando algo en el cuerpo...” Y en la perorata del sermón y del jalón de orejas, para que deje de saltarse la normativa y de indagar por su cuenta en ese caso cerrado por un juez, el subinspector Barrera, quien ya es un sesentón con cuarenta años de experiencia y a punto de jubilarse, le resume el punto medio y el sentido moral de su postura: “Mire, hacer justicia es bueno. Para eso nos hicimos policías. Pero lo bueno llevado al extremo se convierte en malo. Eso he aprendido en estos años. Y también otra cosa. Que la justicia no es sólo cuestión de fondo. Sobre todo, es cuestión de forma. Así que no respetar las formas de la justicia es lo mismo que no respetar la justicia. Lo comprende, ¿verdad? [...] Bueno ya lo comprenderá. Pero acuérdese de lo que le digo, Marín: la justicia absoluta puede ser la más absoluta de las injusticias.”
Referéndum independentista en Cataluña
Octubre 1 de 2017
       Ese dogma, además, coincide con la declaración de principios ontológicos que el sargento Blai vocifera en torno al histórico “referéndum independentista del 1 de octubre” de 2017, ocurrido días después del arribo del “héroe de Cambrils” a la Terra Alta, pues “cuando el Tribunal Constitucional suspendió la consulta, los jueces ordenaron a los Mossos d’Esquadra que impidieran la votación y, presionados por los políticos independentistas que habían convocado el plebiscito ilegal desde el gobierno autónomo, los mandos del cuerpo dieron a sus subordinados instrucciones soterradas pero suficientes de que no obedecieran a los jueces, o no demasiado, o no del todo. Esta discrepancia entre las órdenes explícitas de la judicatura y las órdenes implícitas de los mandos provocó tensiones en casi todas las comisarías del cuerpo; también en la de la Terra Alta. Quien más las padeció fue el sargento Blai, que se enzarzó en varios altercados verbales con compañeros de Seguridad Ciudadana partidarios de facilitar la celebración del referéndum, como mínimo de no impedirlo. Melchor y Salom asistieron a una de esas trifulcas mientras tomaban café una mañana en el comedor de la comisaría; luego, ya a solas los tres, el caporal trató de apaciguar al sargento quitando hierro a la disputa y bromeando con su condición de independentista. La broma acabó de soliviantar a Blai.” Quien en el panel de corcho de su oficina tiene (y sigue teniendo cuatro años después) “en un extremo, bien visible, una pegatina con la bandera independentista catalana”, cuya leyenda proclama a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global: “Catalonia is not Spain”. 

       
        
       No obstante, en las afueras de la comisaría de Gandesa ondean paralelas, hermanadas (o rencorosas) y casi pegadas de cachetito, las banderas de España y de Cataluña.

 
      “—Me cago en Dios, Salom —dijo [Blai], agarrando al caporal de la solapa de su camisa—. Yo soy independentista desde que mi madre me parió, no como esta panda de conversos que nos gobiernan y que nos dejarán en la estacada en cuanto puedan. Pero antes que independentista soy policía y los policías estamos para hacer cumplir la ley, o sea para hacer lo que digan los jueces, no lo que nos salga de los cojones, yo me pongo en primer tiempo de saludo, me meto mi independentismo por el culo, cierro los colegios electorales y en paz. ¿Ha quedado claro?”
Referéndum independentista en Cataluña
Octubre 1 de 2017
        No obstante, pese a la orden del juez y al jalón de orejas, Melchor no ceja en investigar por su cuenta el caso Adell; más aún cuando ocurre el asesinato de Olga Ribera: un auto, que se dio a la fuga, se subió a la banqueta para atropellarla y luego falleció en el quirófano. Después del entierro, Melchor le pide a Vivales que se lleve y cuide a su hija en Barcelona; deja su casa familiar en Gandesa (que era la casa donde vivía Olga desde antes de que se casara con él) y se instala en el minimalista cuartucho de un edificio en Vilalba dels Arcs. Allí lo visita el caporal Salom, quien además de llevarle un mensaje del subinspector Barrera: que se tome el tiempo que necesite, trata de persuadirlo de que el asesinato de Olga “pudo ser cosa de islamistas”, pues dizque mucha gente sabe que él es quien mató a los terroristas en el paseo de Cambrils, y se ofrece a dizque ayudarlo a investigar. Pero Melchor opta por hacerlo solo sin tener muy claro por dónde ir. Y tras casi 24 horas sin comer ni dormir encerrado en su cuartucho, al disponerse a salir para desayunar algo, ve que en su computadora entra un mensaje anónimo titulado “La respuesta”: “La respuesta a su pregunta está en la investigación.” Y él “deduce que la pregunta a la que alude el correo es la pregunta sobre la muerte de Olga”. Así que Melchor acude al sargento Blai, a quien además de pedirle que averigüe “de quién es esa dirección de correo”, para eludir su huella informática, le pide que le permita “revisar otra vez la investigación del caso Adell”, pues Blai sí tiene autorización para husmear en el expediente. Así, durante una guardia nocturna, además de facilitarle su contraseña y de indicarle que nadie debe verlo, introduce a Melchor por la puerta trasera de la comisaría, “tumbado en el asiento trasero” de su coche. Pero Melchor, exhausto, no halla nada. Y un tanto desalentado, teclea un mensaje dirigido al remitente anónimo que lo llevó allí: “¿La investigación donde está la respuesta es la del caso Adell?” Y unas horas después, de nuevo en la computadora de su casa, lee la respuesta: “Revise las huellas dactilares”. Y otra vez con el subrepticio apoyo del sargento Blai, “restringe su búsqueda a las huellas dactilares recogidas en la masía de los Adell durante las horas siguientes al asesinato”. De modo que la ampliación de una foto de la huella encontrada en el cuarto de las alarmas de la masía le parece emborronada, quizá a propósito o por insólita torpeza. La amplía de nuevo y descubre que coincide con las huellas de Albert Ferrer. Y como Sirvent fue el policía científico de la Terra Alta formalmente encargado de reunir la recogida de pruebas para entregárselas a la sargento Pires, supone que el responsable fue Sirvent. Así que Melchor, muy airado, tras llamarlo por teléfono, va a la casa de éste en Móra d’Ebre y agarrándolo del cogote le exige explicaciones. Pero Sirvent afirma que él no fue y que sólo pudo ser Salom, quien por su experiencia como policía científico se ofreció, con autorización del subinspector Gomà, a echarles una mano ese mismo domingo de junio en que se descubrieron los cadáveres de los Adell y de la criada rumana. Y le puntualiza y revela: “El domingo Salom acabó siendo el encargado de reunir los indicios y hacérselos llegar a Pires. Y luego, al otro día, siguió supervisándolo todo. Había empezado él a hacerlo y lo mejor era que él también lo terminara. Yo me ocupé de recoger las pruebas en casa de los Adell, pero Salom las organizó en comisaría y se las mandó a Pires. Nadie más. Te digo que el único que pudo hacer esa ampliación fue él.” 

    Esa misma madrugada de noviembre, cinco meses después del triple asesinato, Melchor regresa a Gandesa rumbo al departamento de Salom, su supuesto amiguete, guía y compañero policial desde que hace cuatro años se instaló en esa comisaría de la Terra Alta. Con algunos golpes y sin mucho esfuerzo, Salom, regordete, de unos 47 o 48 años, viudo, solitario, pobretón y con dos hijas universitarias en Barcelona, le confiesa el móvil y los pormenores de su complicidad en el asesinato de los Adell, pagado a sicarios por Albert Ferrer. Pero niega su participación en el asesinato de Olga. Dice que Ferrer no quería matarla, sino sólo asustarlo a él para que dejara de investigar. 
Según la voz narrativa, “El interrogatorio de Salom y Ferrer se desarrolla en la comisaría de Tortosa y se prolonga durante los tres días preceptivos. Melchor no toma parte en él. Lo lleva en persona el subinspector Gomà, apoyado por la sargento Pires y el sargento Blai. Él es oficialmente quien ha resuelto el caso al dar con la pista de la ampliación defectuosa de la huella de Ferrer mientras consultaba el expediente por otro caso [¿cuál?, si no había ninguno], y acto seguido desenmascaró a Salom con la ayuda de Melchor y de Sirvent.”

VI de VI
Así como el teniente investigador Mario Conde, allá en La Habana, suele tener una infalible corazonada debajo de la tetilla izquierda, “Melchor tiene la certeza (una certeza que le desasosiega profundamente, pero que no comparte con nadie) de que en realidad el caso Adell no está del todo resuelto, o de que se ha resuelto en falso.” A tal inquietud contribuye la información que le da el sargento Blai (convertido en el mediático y pavoneante héroe del caso Adell) sobre el anónimo mensaje que recibió; “es imposible saber quién creó esa cuenta”, le dice, pero “los de la central” “están seguros de que el mensaje te lo mandaron desde una dirección de Ciudad de México”. Eso contribuye a “fortalecer la desazón que le carcome”. Por ende planea hablar con Rosa Adell; pero no lo hace porque “todavía debe de encontrarse en estado de shock por la detención de su marido [padre de sus cuatro hijas], acusado del asesinato de sus padres”. “Otro día” planea hablar con el gerente Josep Grau “sobre la filial de Gráficas Adell en México”, pero tampoco lo hace. Y luego, una noche, ya pasadas las once, a punto de abrir la puerta del edificio donde vive en Vilalba dels Arcs, lo secuestran; es decir, le dan “un golpe seco en la cabeza” y le aplican “un pinchazo en el cuello”.
La Torre Glòries
       Atado de las manos y los pies, sin celular y sin pistola, cuatro guaruras lo llevan “sentado en el asiento trasero de un coche provisto de vidrios polarizados que circula a velocidad de crucero por una autopista” rumbo a Barcelona; precisamente a una espaciosa y lujosa suite en el piso 21 del “hotel Arts”, desde donde se otea “la Torre Glòries, con su forma de supositorio”. Allí, tumbado en una otomana, lo recibe un viejo octogenario, decrépito y convaleciente, atendido como todo un pachá por enfermeras y serviles guardaespaldas lameculos. El mafioso vejestorio, que “habla con acento mexicano”, dice llamarse Daniel Armengol, y según él: “en México hasta los escuincles han oído hablar de mí” y “la gente sabe quién soy en cuanto pisa México”. Y es tan legendario y poderoso que, dice, le “atribuyen la capacidad de poner y quitar presidentes”. Quizá, pues según le dice: “Conocí a Albert Ferrer hará cosa de cuatro o cinco año, en una recepción que dio el presidente Peña Nieto en el Palacio Nacional.”

 
Los tres magníficos”:
Emilio Lozoya Austin, Javier Duarte y Enrique Peña Nieto
      Pero previo a lo que el vejete le narra in extenso con pelos y señales (y sin temor a que lo delate con las autoridades), Melchor infiere que fue él quien le envió los anónimos mensajes con los que pudo resolver el caso Adell. Y para compensarlo (incluso por la pérdida de Olga, que no fue cosa suya), el todopoderoso capo mexicano ha decidido revelarle el intrínseco y secreto motivo que hizo que decidiera organizar la rocambolesca tortura y el asesinato de los ancianos Adell manipulando a Albert Ferrer, de quien dice: “es un hombre transparente, no sabe engañar, su sonrisita de arribista lo delata, otro pendejo como el presidente Peña Nieto, peor que Peña Nieto, el hombre más manipulable del mundo, porque no hay nadie más manipulable que un arribista.”
Peña Nieto aplaude las triquiñuelas y chanchullos de Emilio Lozoya
       Según afirma el mafioso vejestorio, “Peña Nieto es un pendejo, pero cuando estaba en el poder, no paraba de pedirme favores, y yo era incapaz de negárselos. Es uno de los muchos inconvenientes que tiene ser un patriota, ¿sabe usted? El caso es que aquel día el presidente me pidió que asistiera a una recepción de empresarios españoles interesados en México, la mayor parte gente que ya había invertido en el país y a la que había que seducir para que invirtiera más y colaborara con empresas mexicanas. Una vaina de ese estilo. No sé quién me presentó a Ferrer, pero recuerdo muy bien que me lo presentó como consejero delegado de Gráficas Adell, una importante empresa de artes gráficas catalana que había fundado una filial en Puebla.” Y ante el retintín del apellido Adell, el mafioso descubre en el diálogo, con táctica de ajedrecista de parque público, que el suegro de Albert Ferrer es Francisco Adell, el dueño de Gráficas Adell. Y en esa identidad es donde radica el mortífero quid de la cruenta venganza y del embrollo criminal, pues en 1942, cuando Armengol tenía 6 años y Adell una década más, en el corazón de Bot, un pueblo de la Terra Alta, mató a tiros al autor de sus días: “Un día su padre y su madre caminaban cogidos del brazo por la plaza del pueblo. Era domingo, la plaza estaba llena y su padre acababa de regresar a Bot tras cuatro años de exilio. De repente, alguien gritó su nombre, y un muchacho levantó la pistola que empuñaba en una mano, pronunció unas palabras que nadie entendió o que todo el mundo quiso olvidar al instante, y le descerrajó un tiro en la cabeza al padre de Armengol. Luego, de pie junto al cuerpo tendido en la tierra, lo remató de dos tiros. Todo eso ocurrió a la vista del pueblo entero, sin que nadie moviera un músculo para impedirlo, como si todos estuvieran paralizados por el miedo o como si aquello no fuera un asesinato sino una ceremonia.” 

    Ese impune asesinato que demudó a los lugareños de Bot (oprimidos bajo la bota de la violenta y sanguinaria dictadura franquista) hizo “que huyeran de la Terra Alta, su madre ingresó en el sanatorio psiquiátrico de Tarragona y, como sus tíos” eran muy humildes, “él ingresó en un orfanato”. Y “Su madre murió de tuberculosis año y medio más tarde.”
    Según le puntualiza el documentado mafioso a Melchor, el único “delito” de su padre fue haber sido “el único miembro del Ayuntamiento republicano que volvió al pueblo después de la guerra”. Es decir, su padre, “un militante de Esquerra Republicana”, “había aceptado ser concejal del Ayuntamiento”. Y huyó de Bot “en la primavera del treinta y ocho” cuando los franquistas entraron “al caer el frente de Aragón”. Según el mafioso, su padre “se pasó el resto de la guerra en Barcelona, trabajando en la construcción de refugios antiaéreos y, cuando la guerra terminó, se marchó a Francia”, donde estuvo “tres años”. Según le comenta a Melchor, “hizo muy bien en marcharse, porque al volver al pueblo, los rebeldes [franquistas] responsabilizaron de los asesinatos [de la gente de derechas] a todos los republicanos que estaban en el Ayuntamiento, aunque sabían muy bien que la decisión de a quién matar y a quién no la habían tomado los comités de los partidos, no ellos. El problema fue que no encontraron a nadie a quien responsabilizar, porque toda la gente que había tenido alguna relación política o sindical con la República se había marchado, igual que había hecho mi padre. Estaban asustados, creían que los franquistas volvían para vengarse, y tenían razón.” No obstante, su crédulo padre volvió a Bot porque se tragó “la propaganda franquista, esa que decía que los republicanos que no tuvieran las manos manchas de sangre no tenían nada que temer, y que podían volver a casa sin que nadie los molestase.”
   
Javier Cercas
       

        Pero el adolescente Francisco Adell, al matar a sangre fría al padre de Domingo Armengol, vengó el impune asesinato de su padre, que era un humilde “jornalero que trabajaba para el hombre más rico del pueblo, el propietario de Ca Paladella”. Según narra Armengol, “En las primeras jornadas de la guerra los republicanos locales fusilaron a doce o trece personas a un kilómetro de Corbera d’Ebre, en una larga recta de la carretera por la que, conjetura el viejo, Melchor ha debido de pasar mil veces, y en la que hasta hace poco tiempo una cruz recordaba los asesinatos. Entre esas doce o trece personas, paisanos de los criminales, convecinos suyos, se hallaba el padre de Francisco Adell. No se sabe a ciencia cierta por qué lo mataron: quizá porque era fiel como un perro a su amo y, como no encontraron al amo, lo mataron a él; quizá porque era católico y los domingos iba a misa; quizá porque alguien quería vengarse de él.”
    Luego de revelarle toda la verdad y nada más que la verdad (eso parece), el gánster mexicano deja ir a Melchor sin que nadie lo toque ni lo despeine, incluso los gorilas le devuelven su pistola y el celular. Y enredado en sus cavilaciones miserablescas: denunciar al viejo o no denunciarlo, lo más probable es que no lo haga, y no sólo por el notorio y patético estado terminal del parlanchín vejestorio, que, según le dijo, recién llegó a Barcelona y se instalará en Bot, lugar donde nació en 1936, y donde vivieron y yacen sus mayores.


Javier Cercas, Terra Alta. Serie Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta Mexicana. 1ª edición impresa en México, noviembre de 2019. 384 pp.
     

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