sábado, 18 de abril de 2020

La fiesta del Chivo

Eres un témpano de hielo

Editada por Alfaguara, en febrero del año 2000 apareció en México la primera edición mexicana de La fiesta del Chivo, treceava novela del escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), cuya homónima y sintética adaptación cinematográfica en inglés, estrenada en 2006 bajo la batuta de su primo Luis Llosa Urquidi, resultó aburrida, gris y somnífera, pese a la magnética presencia de la actriz italiana Isabella Rosellini, quien caracteriza a Urania Cabral. Y entre el 22 de noviembre de 2019 y el 15 de marzo de 2020, se exhibió, en el madrileño Teatro Infanta Isabel, un homónimo y minimalista montaje teatral basado en la novela de Mario Vargas Llosa, con la adaptación y el libreto de Natalio Grueso, la dirección escénica del cineasta Carlos Saura y el actor español Juan Echánove en el protagonista papel del dictador dominicano Leónidas Trujillo, alias el Chivo. 
Mario Vargas Llosa y La fiesta del Chivo (2000)
      A estas alturas del globalizado siglo XXI ya han corrido ríos de tinta (e innumerables páginas web) sobre esta novela del Premio Nobel de Literatura 2010. En este sentido, aún antes de tocarla y hojearla el lector vargaslloseano ya sabe que el tema nodal es el asesinato del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, el legendario y abyecto dictador de República Dominicana desde el 24 de mayo de 1930 hasta el día de su muerte, ocurrida 31 años después, precisamente el martes 30 de mayo de 1961. 

(New York, Macmillan Company, 1966)
       La fiesta del Chivo no compila ninguna postrera bibliografía y sólo en la página 76 desliza una críptica alusión en la voz de Urania Cabral, cuyo doloroso y traumático estigma (sucedido a mediados de mayo de 1961 cuando ella tenía 14 años y el Chivo 70) la convirtió, en Estados Unidos, en una obsesiva estudiosa y coleccionista de libros sobre la “Era Trujillo”, y por ende le apostilla a su padre (el otrora senador Agustín Cabral, colaborador y cómplice de los crímenes y trapacerías del déspota): “Lo contaba el propio Crassweller, el más conocido biógrafo de Trujillo”. Pues el periodista norteamericano Robert D. Crassweller es autor de un olvidado best seller que Bruguera publicó en Barcelona, en 1968, con un sonoro título: Trujillo. La trágica aventura del poder personal, traducido al español por Mario H. Calicchio. (La edición príncipe en inglés: Trujillo: The Life and Times of a Caribbean Dictator, Macmillan Company la publicó en Nueva York en 1966.) Viene a cuento esto porque en la minuciosa y maniática urdimbre del espléndido libro de Mario Vargas Llosa, pese a que no es una novela histórica, abundan y proliferan en ella los hechos, los datos, las idiosincrasias, los vocablos, los personajes y los episodios históricos (y los sitios y lugares extirpados de la realidad y de la historia), y por ello se entrevé que, para apuntalar y construir la verdad de las mentiras, es decir, la apretada y detallista filigrana y los innumerables pedúnculos umbelíferos de su obra, hizo una exhaustiva investigación bibliográfica, hemerográfica, documental e in situ

Primera edición mexicana
(Alfaguara, febrero de 2000)

En la portada: Alegoría del mal gobierno, detalle del mural
realizado por Ambrogio Lorenzetti, entre 1337 y 1340, en el
Palacio Público de Siena, Italia.
      Con veinticuatro capítulos numerados con romanos, la poliédrica y polifónica novela La fiesta del Chivo discurre en tres vertientes principales entreveradas entre sí, cada una con numerosos e intestinos flashbacks, aunados a distintos y convergentes puntos de vista. La primera vertiente narrativa se sucede en 1996 y la protagoniza la dominicana Urania Cabral, una exitosa y políglota abogada egresada de Harvard, de 49 años y residente en Nueva York, quien después de 35 años de exilio y de no ver ni hablar con su odiado padre, intempestivamente ha hecho un vuelo a Santo Domingo para pasar allí tres días; pero sólo el último día visita a su octogenario progenitor, quien en silla de ruedas desde hace una década y sin habla por un derrame cerebral, aún subsiste (atendido por una enfermera) en la ahora vetusta y deteriorada casa donde ella vivió su infancia y el inicio de su adolescencia; lo cual da pie a que también visite a su septuagenaria tía Adelina Cabral, empobrecida y con la cadera rota, y a sus dos primas, no menos empobrecidas: Manolita y Lucindita (ésta de su misma edad) y a su sobrina Marianita, a quien nunca había visto. Encuentro, cena y charla no premeditada, cuyos tensos giros suscitan que durante esa larga sobremesa les revele y pormenorice la embarazosa y secreta razón por la cual a mediados de mayo de 1961, cuando tenía 14 años, las monjas norteamericanas del Colegio Santo Domingo la resguardaron, protegieron y auxiliaron para que de inmediato pudiera salir del país becada en Adrian, Michigan, precisamente en la “Siena Heights University que tenían allí las Dominican Nuns”, donde pasó cuatro años. Infausto secreto que al unísono explica por qué detesta a su padre desde lo más recóndito e íntimo de su ser y de su pensamiento (“yo no lo he perdonado ni lo perdonaré”), por qué nunca contestó sus cartas ni sus llamadas telefónicas; por qué optó por mantenerse ajena, callada y distante de su tía y de sus primas; por qué ha permanecido soltera; por qué siente asco y rechaza y no tolera a los hombres que intentan seducirla, poseerla y conquistarla; como ese Steve, un galán pelirrojo y canadiense que quiso casarse con ella cuando era “su compañero en el Banco Mundial” (“¿1985 o 1986?”), quien la radiografió con una sentencia que cala y no olvida: “Eres un témpano de hielo. Tú sí que no pareces dominicana. Yo lo parezco más que tú.”

   
Urania Cabral (Isabella Rosellini)
Fotograma de La fiesta del chivo (2006)
       Y por qué en el epicentro de la áspera y resentida diatriba contra su padre y contra la “Era Trujillo” (que monologa y rememora ante él) descuella su incomprensión de por qué a sus cercanos colaboradores y cómplices “Trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban”, de tal modo que sin escrúpulos y sin reparos morales le entregaban su voluntad y sus esposas o sus hijas para que sexualmente hicieran lo que el Chivo quería y como quería en la Casa de Caoba, su lujosa leonera en San Cristóbal, ciudad donde nació y se celebró el ritual fúnebre que precedió a su entierro. “Esta noche, en la Casa de Caoba, haré chillar a una hembrita como hace veinte años”, se dijo a sí mismo el autócrata fantaseando en el inminente festín sexual que lo esperaba (pese a sus penurias con la próstata y con la improbable erección), precisamente la noche del martes que murió, acribillado por las balas de los conspiradores, en la carretera de Ciudad Trujillo a San Cristóbal. 
 
Trujillo (Juan Echánove), Mario Vargas Llosa y Carlos Saura
          En este sentido, Urania se dice a sí misma ante el mudo vejestorio que es su padre, el otrora dizque inteligentísimo Cerebrito Cabral, cuya precariedad y paulatino consumo en la pobreza ella subsidia a fuego lento y a cuentagotas desde Nueva York (“Prefiero que viva así, muerto en vida, sufriendo”): “No lo entiendes Urania. Hay muchas cosas de la Era que has llegado a entender, al principio, te parecían inextricables, pero, a fuerza de leer, escuchar, cotejar y pensar, has llegado a comprender que tantos millones de personas, machacadas por la propaganda, por la falta de información, embrutecidas por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojadas de albedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. No sólo a temerlo, sino a quererlo, como llegan a querer los hijos a los padres autoritarios, a convencerse de que azotes y castigos son por su bien. Lo que nunca has llegado a entender es que los dominicanos más preparados, las cabezas del país, abogados, médicos, ingenieros, salidos a veces de muy buenas universidades de Estados Unidos o de Europa, sensibles, cultos, con experiencia, lecturas, ideas, presumiblemente un desarrollado sentido del ridículo, sentimientos, pruritos, aceptaran ser vejados de manera tan salvaje (o lo fueron todos alguna vez) como esa noche, en Barahona, don Froilán Arala.” Pues esa noche en Barahona, el Chivo, alharaquiento y vociferante epicentro de un concurrido grupúsculo de serviles machotes embriagados y fanfarrones, se jactó, en la cara de Froilán Arala, de fornicarse a su mujer: “la mejor, de todas las hembras que me tiré”. Esa fémina era muy bella y elegante y era amiga de la fallecida madre de Urania; y de niña le hacía cariños, le decía piropos y le daba regalos, pues vivía con su esposo frente a su casa y el Chivo solía visitarla para fornicársela, mientras Froilán Arala cumplía ex profeso misiones en el extranjero. 

     
Pedro Henríquez Ureña y familia
        No fue el caso del célebre e ilustre don Pedro Henríquez Ureña, secretario de Educación, al inicio del gobierno del Chivo, evoca Urania, pues ante una visita e intento semejante, prefirió renunciar e irse del país. Y aunque recuerda que Trujillo visitó a su madre y ésta no quiso recibirlo sin la presencia de su honorable y distinguido consorte, no está segura de si el Chivo lo hizo con su mamá o no, pues sí fue el caso su propio padre, el otrora secretario de Estado, ministro y presidente del senado Agustín Cabral, quien a sus 14 añitos, cuando su cama aún lucía un infantil “cubrecamas azul y los animalitos de Walt Disney”, se la entregó al Jefe acicalada ex profeso para el gran festín sexual del Chivo cabrío: un “vestido de organdí rosado” y “zapatos de tacón de aguja que le aumentaban la edad”, y en el colmo del cinismo: “el collarcito de plata con una esmeralda y los aretes bañados en oro, que habían sido de mamá y que, excepcionalmente, papá le permitió ponerse para la fiesta de Trujillo”, sólo para ella y él, muy juntitos y desnudos en la secreta intimidad y penumbra de la Casa de Caoba. Donde se sucedió el previsible, sádico y dramático estupro más allá de su ingenuidad e impúber comprensión, y donde lo oyó vociferar indelebles y sonoras procacidades e insolencias, entre ellas: “Romper el coñito de una virgen excita a los hombres. A Petán, a la bestia de Petán [su criminal hermano José Arismendy], lo excita más todavía con el dedo.”
   
Trujillo y Manuel de Moya Alonzo,
modelo del personaje Manuel Alonso, quien
en la vida real fue el alcahuete del Chivo, además
de elegirle 
los trajes, las camisas, las corbatas, los
zapatos, los perfumes y las cremas especiales para
blanquear la piel
”, dice Mario Vargas Llosa en
Conversación en Princeton (Alfaguara, 2017).
       La segunda vertiente narrativa de La fiesta del Chivo discurre por el último día de la abominable y nauseabunda vida del dictador Leónidas Trujillo, desde que despierta en su cama preocupado por el bochornoso descontrol prostático que lo acosa en cualquier momento y que lo obliga a cambiarse de ropa, hasta su muerte en la carretera hecho una sangrienta y pestilente coladera por la lluvia de balas. (Antes de que los caliés del SIM hallen su chorreante cadáver en la cajuela de un auto abandonado, en el lugar del asesinato encontraron botada su apestosa prótesis dental.) Y en tal vertiente narrativa, además de su patético estado de salud (se orina en los pantalones y lo agobia la disfunción eréctil), de la semblanza de su ideario, de sus prejuicios e idiosincrasia, del impuesto culto a su persona y a su madre, y de su autoritaria y criminal inmoralidad, egolatría y megalomanía para mandar, insultar, reprimir, violar, robar, despojar, corromper, sobornar, acumular dinero, sumar propiedades, torturar, aterrorizar, asesinar y manipular el poder y a sus serviles y rastreros subordinados, se ciernen datos, hechos, asesinatos, matanzas, genocidios (por ejemplo, el exterminio de los inmigrantes haitianos, denominada Masacre del Perejil, sucedida entre el 2 y el 8 de octubre de 1937) y numerosos episodios de la sórdida historia de República Dominicana en el siglo XX, de los horrendos y corruptos miembros de la estirpe del Chivo, de sus principales colaboradores y de su biografía. 

Trujillo, el Papa Pío XII y Jonny Abbes
García, jefe del SIM.
(Por ejemplo, a mediados de 1954, en Ciudad del Vaticano, el Papa Pío XII lo condecoró “con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio”.) Pero también se ilustra y bosqueja la situación política, social y económica que atravesaba el país en el año 1961, cuestionado por la Iglesia católica a partir de “la Carta Pastoral del Episcopado” (leída en todas las misas dominicanas “el domingo 25 de enero de 1960”) y asfixiado por las sanciones políticas y económicas impuestas por Estados Unidos y la OEA, agudizadas después del infructuoso atentado contra Rómulo Betancourt, presidente de Venezuela, ocurrido en Caracas, con un explosivo coche bomba, el 24 de junio de 1960; y local y socialmente por la tortura y el asesinado de las hermanas Mirabal el 25 de noviembre de 1960.
   
Las hermanas Mirabal
      La tercera vertiente narrativa de La fiesta del Chivo le corresponde a los conspiradores apostados en la carretera para emboscar y matar a balazos al dictador. Y además de los motivos personales, familiares, sentimentales, vengativos, ideológicos y políticos que los han convocado en esa dispersa y variopinta conjura clandestina (de la que sin conocer todos los detalles está enterado el presidente fantoche Joaquín Balaguer, a quien el pueblo dominicano le canturrea al verlo pasar: “Balaguer, muñequito de papel”), también se dan visos del contexto represivo, criminal, sanguinario, histórico, social, pseudocultural, político y económico que oprimía y sangraba a los habitantes de República Dominicana (y por ende se amplía el funesto y ominoso panorama de la “Era Trujillo”), y de algunos frustrados intentos para derrocar al régimen, como fue la intentona de la Legión del Caribe en el verano de 1947; y el trascendente caso del Movimiento Revolucionario del 14 de Junio, apoyado e inspirado por el reciente triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959. 
     Y si bien el Chivo fue asesinado y esto resultó piedra angular para empezar a urdir una incipiente transición a la democracia, hábilmente manipulada por el entonces presidente Joaquín Balaguer (con la venia de la Iglesia católica y del nuevo cónsul norteamericano), la conspiración para matar al Chivo (con subterráneo, contrabandista y magro apoyo de la CIA) y dar con ello un golpe de Estado, no fue una estrategia milimétricamente planificada y realizada a imagen y semejanza de un infalible artilugio de relojería suiza. El grupo de vanguardia cometió garrafales errores de principiantes (pese a que había entre ellos curtidos militares y expertos tiradores) y no tenía plan B de escape, ni lugar prefijado ni alternativo para esconderse como escurridizos zorros o huir sin dejar rastros si algo fallaba, ni equipo médico ni oculta clínica médica para socorrer a los lesionados (superficialmente o de gravedad), ni las suficientes agallas para ejecutar al probable herido y evitar así la tortura y la delación que desvelara la identidad y el objetivo de los conspiradores. 
 
Ramfis y Joaquín Balaguer
     Y el general Pupo Román, el flamante jefe de las Fuerzas Armadas que iba a encabezar el golpe de Estado y la transitoria “Junta cívico-militar”, por miedo a que los trujillistas lo mataran por traidor, los traicionó a los primeros indicios y por ende los conspiradores se tornaron en el objetivo del propio general Pupo Román y más aún del coronel Johnny Abbes García, el sangriento y sádico jefe del SIM (Servicio de Inteligencia Militar), y de la cruenta y torturadora venganza de Ramfis, el hijo predilecto del Chivo, a quien tras bambalinas el presidente y acomodadizo Balaguer le hizo creer que era el todopoderoso poder tras el cómodo de la presidencia y por ende aprobó su cometido de rastrear, torturar y eliminar a los asesinos de papi. Y para ello, a través del “nuevo líder parlamentario” (el acomodadizo y arribista senador Henry Chirinos”, apodado “la Inmundicia Viviente” por el inmundo Chivo), hizo que el Congreso aprobara una “moción dando al general Ramfis Trujillo los poderes supremos de la jerarquía castrense y autoridad máxima en todas las cuestiones militares y policiales de la República”.
   
Joaquín Balaguer
      Sin desvelar las minucias y vericuetos del desenlace de tal vertiente narrativa: cómo se encumbra el astuto, camaleónico y maquiavélico presidente Joaquín Balaguer “para capear el temporal y conducir la nave dominicana hacia el puerto de la democracia” (en contubernio con la clase política, la Iglesia católica y el gobierno de los Estados Unidos), vale apuntar que, para afianzarse ante el promisorio y democrático porvenir, premia a dos sobrevivientes conspiradores: Antonio Imbert y Luis Amiama (escondidos durante seis meses, el primero en el departamento de unos diplomáticos italianos y el segundo en un clóset), a quienes recibe en el Palacio Nacional con bombo y platillo, luego de que el Congreso, con la Inmundicia Viviente en la cabeza (también apodado el Constitucionalista Beodo), ha promulgado una ley que los nombra “generales de tres estrellas del Ejército Dominicano, por los servicios extraordinarios prestados a la Nación”.
   
Mario Vargas Llosa y su primo Luis Llosa Urquidi
     Para concluir la breve y azarosa nota, hay que decir que en La fiesta del Chivo refulgen, como frijolillos saltarines en la espesa sopa de letras, algunos sorprendentes e indelebles lapsus del experimentado y diestro narrador que es Mario Vargas Llosa (proclive a los diminutivos y a las negras, lúdicas y socarronas ironías), presentes en los episodios del asesinato del dictador. Veamos. No se trata de Los siete magníficos ni mucho menos de Los siete samuráis, pero en la página 103 se lee que hay un “grupo de siete hombres apostados en la carretera a San Cristóbal, esperando a Trujillo. Porque, además de los cuatro que aguardaban en el Chevrolet [Antonio Imbert, Antonio de la Maza, Salvador Estrella Sadhalá y Amadito García Guerrero], dos kilómetros más adelante se hallaban, en un auto prestado por Estrella Sadhalá, Pedro Livio Cedeño y Huáscar Tejeda Pimentel, y, un kilómetro más adelante, solo en su propio carro, Roberto Pastoriza Neret. De este modo, le cerrarían el paso y lo acribillarían con un fuego cerrado por delante y por atrás, si dejarle escapatoria.” En este sentido, en la página 247 se lee que “El Chevrolet Biscanye de Antonio de la Maza [que es el estruendoso bólido de la cuarteta de vanguardia] volaba sobre la carretera, acortando la distancia del Chevrolet Bel Air azul claro que Amadito García Guerrero [ayudante militar del Chivo] les había descrito tantas veces.” Es decir, sin ningún convoy de escoltas, el solitario Chevrolet Bel Air azul claro es donde viaja Trujillo con su chofer, que además es su viejo guardaespaldas; y el Chevrolet Biscanye, propiedad de Antonio de la Maza, es un auto importado de Gringolandia “hacía tres meses” y reforzado ex profeso para el asesinato del dictador. No obstante, entre las páginas 248-249 se lee: 
    “En pocos segundos el Chevrolet Biscanye recuperó la distancia y continuó acercándose. ¿Y los otros? ¿Por qué Pedro Livio y Huáscar Tejeda no aparecían? Estaban apostados, en el Oldsmobile —también de Antonio de la Maza—, sólo a un par de kilómetros, ya debían de haber interceptado el auto de Trujillo. ¿Olvidó Imbert apagar y prender los faros tres veces seguidas? Tampoco aparecía Fifí Pastoriza en el viejo Mercury de Salvador, emboscado otros dos kilómetros más adelante del Oldsmobile. Ya tenían que haber hecho dos, tres, cuatro o más kilómetros. ¿Dónde estaban?” 
   Es decir, en la página 103 Pedro Livio Cedeño y Huáscar Tejeda Pimentel están en “un auto prestado por Estrella Sadhalá”; pero en la página 249 ese coche es “también de Antonio de la Maza”. Y el tal Fifí Pastoriza en la página 103 se halla “solo en su propio carro”; pero en la página 249 ese auto es el “viejo Mercury de Salvador”.  
   Curiosas contradicciones. Quizá Mario Vargas Llosa, aporreando las teclas a toda velocidad en su nuevo festín de Esopo, sintiéndose el mero Jaguar del Leoncio Prado disparando ráfagas de metralleta, estaba muy excitado, exultante y obnubilado matando al Chivo (tal vez catapultado por un potente trago de mezcal con gusano de maguey y pólvora), pues en la página 313, ya muertos el déspota y su chofer, y herido en el suelo Pedro Livio Cedeño, se lee: 
   
El Jaguar (Juan Manuel Ochoa)
Cadete del Colegio Militar Leoncio Prado
Fotograma de La ciudad y los perros (1985)
    “Las sombras de sus amigos se afanaban, sacando el carro del Chivo fuera de la autopista. Los sentía jadear. Fifí Pastoriza silbó: ‘Quedó hecho una coladera, coño’.
 
Mezcal con gusano de maguey
      “Cuando sus amigos lo cargaron para meterlo en el Chevrolet Bel Air, el dolor fue tan vivo que perdió el sentido. Pero, por pocos segundos, pues cuando recuperó la conciencia aún no partían. Estaba en el asiento de atrás, Salvador le había pasado el brazo sobre el hombro y lo apoyaba en su pecho como una almohada. Reconoció, en el volante, a Tony Imbert, y, a su lado, a Antonio de la Maza. ¿Cómo estás, Pedro Livio? Quiso decirles: ‘Con ese pájaro muerto, mejor’, pero emitió sólo un murmullo.”
   Como ya habrá advertido el paciente y desocupado lector, el lapsus radica en que a Pedro Livio no lo subieron al coche del Chivo, sino al Chevrolet Biscanye de Antonio de la Maza, pues en ese momento el carro del dictador ya está afuera de la carretera. Incluso esto se sabe unos párrafos antes, pues en la página 312 Pedro Livio Cedeño, herido y tirado en el asfalto, “Percibió las siluetas de sus amigos cargando un bulto y echándolo en el baúl del Chevrolet de Antonio. ¡Trujillo, coño! Lo habían conseguido. No sintió alegría; más bien, alivio.” Y esto se hace así porque desde la página 173 se sabe que el pactado objetivo de la red de conspiradores es llevar el cadáver del Chivo ante los ojos del general Pupo Román, para que éste encabece el golpe de Estado y la “Junta cívico-militar”. 
   Y pese a que en la página 382 se reitera que el coche del Chivo es “el Chevrolet Bel Air 1957, color azul claro, de cuatro puertas, en el que siempre iba a San Cristóbal”, en la página 405 cambia de color: “En el kilómetro siete, cuando, en los haces de luz de las linternas de Moreno y Pou, [el general Pupo Román] reconoció el Chevrolet negro perforado, sus vidrios pulverizados y manchas de sangre en el asfalto entre los añicos y cascotes, supo que el atentado había tenido éxito. Sólo podía estar muerto luego de semejante balacera.”
 
Mario Vargas Llosa y La fiesta del Chivo (2000)
      En fin, qué lío. “Songo le dio a Borondongo/ Borondongo le dio a Bernabé/ Bernabé le pegó a Muchilanga le echó burundanga/ les jinchan los pies, Monina”. De cualquier manera: “El pueblo celebra/ con gran entusiasmo/ la Fiesta del Chivo/ el treinta de mayo.” Se lee en los versos de Mataron al Chivo, popular “Merengue dominicano” (que sin cesar cantaba jubiloso en la radio dominicana el Negrito Macabí con la Orquesta de Antonio Morel), que a manera de epígrafe preludia esta magnífica novela de Mario Vargas Llosa. “Mabambelé practica el amor/ Defiende al humano/ Porque ese es tu hermano, se vive mejor”.



Mario Vargas Llosa, La fiesta del Chivo. Primera edición en Alfaguara México. México, febrero de 2000. 520 pp.


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"Burundanga" (1953), Celia Cruz y la Sonora Matancera.
"Mataron al Chivo", canta el Negrito Macabí con la Orquesta de Antonio Morel.
La fiesta del Chivo, documental de Univisión sobre la dictadura de Trujillo.
La fiesta del Chivo (2006), trailer de la película basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa.
La fiesta del Chivo (2019), fragmento de un ensayo de la versión teatral basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa.
La ciudad y los perros (1985), trailer de la película basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa.

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