lunes, 19 de junio de 2023

Redburn. Su primer viaje

Dios les ha dado derecho a venir

 

I de V

Editada por Alba Editorial, en abril de 2008 apareció en Barcelona la traducción al español que Miguel Temprano García hizo de Redburn, la tercera novela del escritor norteamericano Herman Melville (1819-1891). Según apunta el traductor en su “Nota al texto”, la edición londinense se publicó unos meses antes que la edición neoyorquina, pero con cierta censura del editor británico (ñoña y vil mojigatería que quiso “suavizar el tono de algunas de las descripciones de los compañeros de tripulación de Redburn”); por ende, “la primera edición norteamericana, publicada en 1849 por Harper & Brothers en Nueva York y basada directamente en el manuscrito de Melville, ha sido siempre la edición de referencia y también aquella en la que nos hemos basado a la hora de traducir el texto.” A lo que se añade el hecho de que si bien no se trata de una rigurosa y exhaustiva edición anotada, el traductor introdujo una serie de notas, cuyas observaciones y relevantes datos enriquecen e inciden en la comprensión y apreciación de los intríngulis de la obra.

          

Alba Clásica XCVIII, Alba Editorial
Barcelona, abril de 2008

        Redburn. Su primer viaje tiene un largo subtítulo: “Recuerdos y confesiones del hijo de un caballero, enrolado como marinero en la marina mercante”. Y se divide en 62 capítulos con rótulos y números romanos. Y está precedida por una dedicatoria que pregona a los cuatro vientos (del ahora recalentado y envirulado globo terráqueo): “Este libro está dedicado a mi hermano pequeño Thomas Melville marinero en la ruta a la China.” Vale decir que ese “hermano pequeño” quizá era su primo, el homónimo hijo de su tío Thomas Melvill (hermano mayor de su padre), quien según apunta Elizabeth Hardwick en su biografía Melville (Mondadori, 2002), “le dio una paliza a un compañero de travesía, fue castigado y sobrevivió para caer enfermo de cólera y hundirse con su barco.”

           

Vita Breve, Mondadori
Barcelona, mayo de 2002

        Por los sucesivos comentaristas se sabe, a priori y de manera preliminar, que la novela Redburn, con remanentes autobiográficos, está basada en las vivencias que Herman Melville tuvo durante su primer viaje por el mar, de Nueva York a Liverpool (y viceversa), cuatro meses durante los cuales fue grumete del barco mercante St Lawrence. Herman Melville tenía entonces 19 o 20 años, pero su personaje Redburn Wellingborough bautizado así por su tío abuelo, “el senador Wellingborough, que murió siendo miembro del Congreso en los días de la antigua Constitución” (la datada el 17 de septiembre de 1787), grumete en el barco mercante Highlander, no es un perspicaz y pícaro jovenzuelo más o menos de esa edad, sino un adolescente de buen corazón y nobles pensamientos, con un indeleble bagaje bibliográfico en su memoria, pero signado por su ingenuidad e ignorancia (no sólo del oficio y del argot de la marinería, de la estratificación laboral y severa disciplina en un barco), pero también por su consubstancial creencia en Dios e idiosincrasia puritana. Por ejemplo, en el anónimo pueblo cercano a Nueva York en las inmediaciones del río Hudson (cuyo modelo quizá sea Lansingburgh), de donde parte y radican sus hermanos y hermanas (quizá sean ocho con él) y su humilde madre viuda que para el viaje le remendó los pantalones (cuyo modelo no parece ser Maria Gansevoort, la orgullosa y gastalona madre del autor), cada domingo iba a la iglesia y era miembro de la Asociación por la Abstinencia Total Juvenil.   

  La travesía de Redburn dura también cuatro meses (entre junio y septiembre): de Nueva York a Liverpool y viceversa; alrededor de un mes de ida y otro mes de regreso. Y en el inter: la estancia en el puerto de Liverpool; período durante el cual el Higlander permanece atracado en el muelle del Príncipe. Por ende, Redburn va y viene del barco al puerto; los marineros laboran en el Higlander durante el día y duermen allí en sus literas y se alimentan en la pensión el “clíper de Baltimore”, donde también empinan el codo con la “cerveza de recuelo” (“una especie de falsa cerveza, fabricada con lo que se saca al limpiar los barriles viejos”). Y él, solitario y sin amigos, los domingos va a la iglesia y explora Liverpool en su tiempo libre (a partir de las cuatro de la tarde), al principio más o menos auxiliado por una casi inútil y anacrónica “guía de viaje” impresa en 1803, que hace una treintena de años fue de Walter Redburn, su finado padre, quien la dató el “20 de marzo de 1808” en el “Riddough’s Royal Hotel”, edificio que Redburn busca y no localiza porque fue derruido. Vagabundeos que comprenden muchos episodios (que rebasan los márgenes de una reseña perdida en la web), entre ellos su encuentro e íntima amistad con Harry Bolton, un joven femenino por naturaleza, con menor estatura que él, pero unos años mayor; sin un clavo en el bolsillo, pero con un baúl repleto de ropa en una pensión; quien se dice, con su tendencia a fantasear, “heredero de unas cinco mil libras”, que dizque ya derrochó. Con quien en una súbita y efímera escapada a Londres incursiona, disfrazado y actuando para el caso, en un lujoso y espacioso burdel homosexual (con recargada y alusiva ornamentación, que Redburn llama “el palacio de Aladino”), sin que él, por ingenuo y falto de mundo, se percate de lo que en realidad es el mercantil sitio nocturno donde se halla posando a imagen y semejanza de “un joven príncipe Esterhazy” (mientras espera ver departiendo a condes, duques y lores entre los comensales), ni del oficio (para saldar una oscura deuda) que allí ejerce Harry Bolton durante esa vaporosa y etílica noche; quien con antelación, de un modo subrepticio, velado y semejante, obtuvo unas monedas de oro en los muelles del puerto de Liverpool; dinero que le sirvió para la utilería, los alimentos, las bebidas, y el viaje en tren de ambos.

  A través de Redburn, Harry Bolton, quien va en pos de un futuro prometedor en América, se enrola como grumete en el Highlander. Pero en el trayecto a Nueva York se revela su incompetencia e ignorancia de los hábitos y tareas de la marinería (se aterra sólo con la idea de trepar hasta la cima de la arboladura). Lo cual enfatiza su inclinación al fantaseo, pues a Redburn, entre sus mentiras para persuadirlo y encandilarlo, le dijo que había estado en Bombay, a donde supuestamente llegó como “conejillo de indias”, es decir, como guardiamarina de un barco de la Compañía de las Indias Orientales, y que por ello: “había trepado a menudo a los mástiles y aprendido a manejar las velas, por lo que no le cabía la menor duda de que no tardaría en convertirse en un consumado acróbata en el aparejo del Highlander”.

 

II de V

El libro de marras (publicado por Herman Melville a sus 30 años) es una especie de cuaderno de bitácora, diario de viaje, novela de aventuras y memorias autobiográficas, pues Redburn Wellingborough, quien es la voz narrativa, omnisciente y ubicua, si bien desglosa su narración de manera progresiva y paulatina, está evocando las circunstancias y vivencias de Su primer viaje desde la adultez, cuando ya es un experto marinero de larga data (fue cazador de ballenas en el Pacífico y quizá ha circunnavegado o casi), y con una inextricable añoranza y erudición (literaria, histórica, geográfica, cultural) que disemina a la largo de las páginas y de sus comentarios y pensamientos, continuamente salpimentados por referencias y alusiones bíblicas.

           

Allan Melvill
(1782-1832)

Retrato pintado en 1810 por John Rubens Smith

            Allan Melvill (1782-1832), el legendario padre de Herman Melville, quien murió en la ruina cuando el futuro escritor era un niño de 12 o 13 años, es el modelo, rezan los comentaristas, con que acuñó el entrañable y nostálgico bosquejo tutelar de Walter Redburn, el padre de Redburn Wellingborough, el memorioso héroe de la novela. En este sentido, en los episodios que preceden a su viaje y aventura como aprendiz de grumete a bordo del Highlander, apunta que su padre, ya “fallecido, había atravesado varias veces el Atlántico por cuestiones de negocios, pues había sido importador de Broad Street”; y que a él y a su hermano mayor les contaba anécdotas de sus viajes a través del océano, y “sobre todo de Le Havre, y de Liverpool, y de cuando subió a la cúpula de la catedral de St. Paul en Londres”.

            Pero lo que resulta singular (y algo premonitorio) es el hecho de que entre los libros de su ilustrado padre, que Redburn hojeaba en su infancia, había “dos grandes álbumes franceses verdes de estampas coloreadas que a esa edad yo apenas podía levantar. Todos los sábados mis hermanos y hermanas los sacaban del rincón donde estaban guardados y los extendíamos en el suelo para contemplarlos con infinito deleite.” Escudriñaban allí “ilustraciones de historia natural que mostraban rinocerontes y elefantes y tigres rayados; y sobre todo había una estampa de una enorme ballena, tan grande como un barco y cubierta de arpones, y tres botes que navegaban tras ella tan rápido como el viento.”

     


       Pues además de que en el trayecto de ida llega a apuntar con exultación (e idealismo y pulsión épica) sobre la vida marinera (epicentro del cosmos): “¡Dadme esta gloriosa vida oceánica, esta vida salada por el mar, esta vida salobre y espumosa, cuando el mar bufa y relincha y uno respira el mismo aire que respiran las ballenas!”, ve esos descomunales y míticos cetáceos por primera vez cuando el Highlander atraviesa los neblinosos Bancos de Terranova a lo que se añade el hecho indisoluble y quintaesencial de que él mismo fue marinero en un barco ballenero en el Pacífico

       


         Y más aún: la breve y última noticia que tuvo de Harry Bolton sobre su inesperada e infausta aventura de cazador de ballenas se la transmitió un inglés “que llevaba varios años en el Pacífico”, cuyo barco: Cazadora de Nantucket, “había tenido el privilegio de llevarlo hasta aquella parte del mundo.”

          

Maqueta de un ballenero de Nantucket

          
No obstante, dice, “lo que probablemente contribuyó más a convertir mis vagos anhelos y ensoñaciones en el propósito de ganarme la vida en el mar fue un viejo y anticuado barco de cristal, de unos cuarenta y cinco centímetros de largo y manufactura francesa, que mi padre había llevado a casa desde Hamburgo unos treinta años antes, como regalo” al senador Wellingborough, el susodicho tío abuelo de Redburn.

       

Maqueta de la ballenera San Juan

        
Ese barco de cristal, llamado La Reine, fue devuelto al donante tras la muerte del senador Wellingborough. Y según recuerda Redburn, “Lo guardábamos en una vitrina cuadrada de cristal, a la que una de mis hermanas le quitaba el polvo todas las mañanas, y estaba sobre una mesita de té holandesa con patas en forma de garras que había en un rincón del salón. Dicho barco, tras despertar la admiración de las visitas de mi padre en la capital, se convirtió en la maravilla y el deleite de todos los habitantes del pueblo donde vivimos después, muchos de los cuales pasaban por casa de mi madre sin ningún otro propósito que ver el barco. Y ciertamente merecía aquellas largas y curiosas inspecciones a las que lo sometían.

           


        “En primer lugar, estaba fabricado todo de cristal, lo que era una gran maravilla, pues los mástiles, las vergas y los cabos estaban hechos para que se pareciesen exactamente a las partes correspondientes de un navío capaz de navegar. Tenía dos filas de cañones negros a lo largo de las dos cubiertas; y a menudo yo escudriñaba las portillas, para ver qué más había dentro, pero los agujeros eran tan pequeños y dentro estaba tan oscuro, que poco o nada pude descubrir; aunque, cuando yo era muy pequeño, daba por sentado que, si alguna vez fuera capaz de abrir el casco y romper el cristal en pedazos, descubriría sin duda algo maravilloso, tal vez algunas guineas de oro, que me han hecho falta desde que tengo memoria. Y, en ocasiones, sentía el alocado impulso de convertirme en destructor del barco de cristal, de la vitrina y de todo lo demás para hacerme con el botín; un día en que se lo di a entender de algún modo a mis hermanas, corrieron a decírselo a mi madre con gran alboroto; y después de eso, colocaron el barco por un tiempo lejos de mi alcance, sobre la repisa de la chimenea, hasta que recobrase la razón.”

           


           Esa Reine de cristal, de la que Redburn abunda en minucias y detalles de la tripulación en miniatura (¡tiene hasta “un perro de cristal, con la boca roja”, que le ladra al despensero, “mientras el capitán se fumaba un cigarro de cristal en el alcázar”!) es una sobreviviente en su viaje por el tiempo, pues según apunta, “Todavía la tenemos en la casa, aunque por desgracia muchos de sus cabos y perchas están rotos y hechos añicos... No obstante, nunca he mandado arreglarla: su mascarón de proa, un valiente guerrero con bicornio, está sumergido bocabajo entre las olas de aquel mar calamitoso... y no he querido que nadie vuelva a ponerlo en pie, hasta que lo haya hecho yo; pues entre ambos hay un vínculo secreto y mis hermanas me cuentan, todavía hoy, que se cayó de su sitio el mismo día en que partí de casa para embarcarme en este mi primer viaje.”

 

III de V

Pese a que Redburn no tiene por objetivo ser una obra didáctica, sí parece que Herman Melville, a través de la mirada, de las vivencias y aventuras de su protagonista, tiene como proyecto aleccionar al lego sobre el submundo de la marinería y su vocabulario, sobre la arquitectura de un navío mercante (incluidos los detalles y el mantenimiento del mascarón de proa: “un robusto y valiente escocés de las tierras altas”) y sobre el día a día en un enorme barco de vela de tal índole y, por ende, sobre las diversas tareas que la tripulación, rigurosamente tipificada, confronta y realiza en altamar (entonando canciones marineras), no sin conflictos, sinsabores ni peligros. En el trayecto de ida al puerto de Liverpool, aunado a su aprendizaje y oficio de grumete del Highlander (resulta hábil para trepar hasta lo alto del aparejo), e inextricable a la semblanza del capitán Riga, del oficial primero y del segundo, y de algunos marineros (entre ellos el despensero, el cocinero negro y sobre todo el patán Jackson, un despreciable y odioso energúmeno que domina y coacciona a casi toda la fauna rastrera), descuella el trato ríspido y soez con que discriminan al adolescente y novato; y los motes, las burlas y mofas con que lo humillan e impiden que se alimente y duerma como le correspondería, ya por su inexperiencia, falta de malicia y educada conducta, como por la estrambótica chaqueta de cazador que porta, cuyos grandes botones, “sobre cada uno de los cuales había un zorro tallado”, induce a que lo apoden Buttons (Botones). No obstante, también lo apodan Boots, por sus inadecuadas botas; y Jack, que “era el apodo con el que se conocía a todos los marineros”. No entraña, entonces, que Redburn anote casi con melancólica orfandad: “El mundo entonces me parecía frío y amargo como el mes de diciembre, y tan crudo como sus tormentas; no hay mayor misántropo que un muchacho decepcionado; y eso era yo con mi alma tantas veces azotada por la adversidad.”

            Esto pone en tesitura de juicio el hecho de que en el decurso narrativo abundan, de un modo ineludible, las anécdotas y los episodios que ilustran sobre las peculiaridades de la maldad, de la miseria, de la deshumanización y del egocentrismo que distinguen el comportamiento del género humano a través de todos los lugares y tiempos. Por ejemplo, antes de emprender Su primer viaje, su hermano mayor, débil y frágil por un padecimiento incurable (el modelo de éste parece ser Gansevoort, el hermano mayor de Herman), le regala su chaqueta de cazador y su carabina de caza, la cual Redburn, para hacerse de un volátil dinero que no tiene, se la vende a un prestamista de nariz ganchuda, cuya avaricia, tacañería y abusivo comportamiento traza el arquetipo de la comunidad de usureros judíos asentados en esa zona neoyorquina. En Liverpool, Redburn, que desde niño es un inveterado lector, entra a una “sala de prensa” (un salón de lectura); pero además de las mezquinas miradas reprobatorias que fustigan su facha desarrapada y pobretona, un petulante tipejo lo pone de patitas en la calle. Próximo a los cercados y vigilados muelles de Liverpool, hay un vertedero donde se acumula la basura y los desechos de los barcos (botín de reventa del que, previamente, el segundo oficial ya expurgó e hizo su agosto). Redburn, que deambula por esos mugrientos lares, reporta la indigencia y las penurias de las míseras mujeres pepenadoras que pululan y hurgan allí; pero también su dureza, frialdad y seca indiferencia cuando intenta, sin lograrlo, que auxilien a la cadavérica mujer (que ellas conocen), con dos cadavéricas niñas y un cadavérico bebé, que él oyó (un tenue y quejumbroso llanto) y vislumbró, por causalidad, en un sótano abandonado del pasaje Lancelot. Redburn, en su intento por socorrer ipso facto le comunica la dramática escena (de hambre y abandono) a un policía; pero éste, que da visos de saber de qué se trata, se niega a mover un dedo: “No es asunto mío, amigo”, le dice, “Esa calle no está en mi sector.” Redburn, en su impotencia, les lleva un poco de pan y queso; y una de las chiquillas, a quien le faltan fuerzas para ingerir eso, le pide “agua”. Obviamente, Redburn sale hecho una flecha para conseguirla. Pero poco después descubre “que la bodega estaba vacía”, que en el “lugar de la mujer y las niñas había un reluciente montón de cal”. Según dice: “No pude averiguar quién se las había llevado, o dónde las dejaron, pero mis oraciones habían tenido respuesta: estaban muertas y en paz.”

           

Monumento a la hambruna en Dublín

           No asombra, entonces, que el barco mercante Highlander, que es un microcosmos que refleja el macrocosmos terrestre, no esté exento de las corruptelas, individuales y sociales, que signan las transacciones mercantiles y económicas que forran los bolsillos de unos pocos. Esto lo denota el capitán Riga con la dualidad de su postura y teatral hipocresía. Antes de partir, lúdico, dicharachero y socarrón, contrata al novato Redburn (un manejable y explotable “chico de pueblo”, ve) prometiéndole la tutoría al señor Jones, el amigo del hermano mayor que acompaña a Redburn hasta los muelles en busca de empleo y al barco, quien, pretendiendo beneficiarlo, le pregona al capitán Riga que es hijo de un caballero que fue un “acaudalado comerciante”, “de las mejores familias de América”, que “cruzó el Atlántico en varias ocasiones para atender varios negocios de suma importancia”. Pero ya en la travesía el capitán Riga se torna desdeñoso, cerrado y omiso, como si nunca hubiera visto ni oído a tal muchachillo. Y cuatro meses después, al regresar a Nueva York, una vez que uno a uno le ha pagado a toda la tripulación, finge no advertir que el par de grumetes: Redburn y Harry Bolton, están allí esperando su pactada paga, que es la menor de todas las pagas: tres dólares por mes. El capitán Riga, como si también tuviera una hedionda y repleta bacinilla colgada con una argolla en las fosas de su nariz ganchuda, vocifera los supuestos yerros y deudas de Redburn (al que sólo le adelantó tres dólares en Liverpool) y determina no pagarle nada: ni un clavo. Y a Harry Bolton, que también cobró tres dólares adelantados en Liverpool, con matizados enredos, sólo le pagará, dice, “un dólar y medio”, y por ello le entrega “seis monedas de dos chelines”. Las cuales Harry arroja “con desprecio sobre el escritorio” y exclama, antes de marcharse con Redburn: “¡Ahí tiene, capitán Riga, puede quedarse con su calderilla! Ha estado en su bolsa y me daría urticaria quedármela. Que tenga muy buenos días.”    

     Vale añadir que esa ventajosa y alevosa falta de escrúpulos del capitán Riga no es un caso aislado, pues parece ser la norma que signa y trasmina los tejemanejes de ciertos negocios, algo turbios o negros, de la marina mercante que va y viene de Nueva York a Liverpool. Si bien, sobre todo en el trayecto de ida, Redburn relata la estratificación y el modo de vida de los marineros que laboran, duermen y se alimentan en el Highlander (incluso lo que comen y la ritual manera de hacerlo, dándole a él pescozones en el cráneo con las duras galletas de barco), no data cuál es la carga que llevan a Liverpool; pero sí las características de una carga con la que el barco regresa a Nueva York: unos quinientos inmigrantes de escasos recursos, irlandeses en su mayoría. A los que se añaden unos cuantos pasajeros de camarote, con poder pecuniario, y por ende se alimentan mucho mejor y son atendidos por un servil camarero.  

 

Caricatura en la que se retrata a los emigrantes
irlandeses como violentos y conflictivos

           Pero el Highlander no es un navío de pasajeros y los emigrantes pobres son ingeniosamente instalados en cubierta, no obstante, a merced de las inclemencias del tiempo. Y previamente, para engatusarlos (incluidos los pasajeros de camarote), los agentes, los armadores y los capitanes los engañan y no les informan, con previsión, que deben llevar alimentos para un promedio de unos dos meses, y no para un poco más de veinte días, como les dicen. Es decir, se pasan por el maloliente arco del triunfo “la ley inglesa respecto a las raciones de comida que debe llevar consigo cada emigrante que embarca en Liverpool”. De modo que llega el momento en que a todos los pasajeros se les agotan los comestibles. Por una petición en comitiva, el capitán Riga ordena que a cada pasajero de camarote (hay niños entre ellos) les briden, a cada uno, “una galleta de barco y dos patatas al día”. (Esas galletas son tan duras como piedras.) Mientras “decenas de emigrantes se paseaban por cubierta en busca de algo que devorar. Saqueaban el gallinero, se llevaban los pollos de tapadillo y los guisaban en la cocina pública [o sea: en el fogón comunitario instalado en cubierta por los emigrantes]. Hacían incursiones en la pocilga del barco y raptaban a un prometedor lechón que devoraban crudo, pues no se atrevían a deshacerse de su cuerpo de otro modo; rondaban el tabuco del cocinero, hasta que éste tenía que salir a amenazarles con un cucharón lleno de agua hirviendo; asaltaban al despensero en sus trayectos habituales del camarote a la cocina; merodeaban por el castillo de proa para robar la cesta del pan y acosaban a los marineros como mendigos de la calle [en Liverpool son legiones los indigentes], pidiéndoles un bocado en nombre de la Iglesia.

“Al final, se vieron empujados a cometer tales excesos que aquel Grande de Rusia, el capitán Riga, redactó otro ucase advirtiéndoles de que cualquier emigrante al que se encontrase culpable de robo sería atado al aparejo y azotado.”

    Pero el episodio más difícil y dramático que enfrenta el total de la población que trasporta el Highlander, y que incide en esa hambruna que empuja al robo, al saqueo, a la deshonra y a la mendicidad, ocurre veinte días después de haber dejado atrás las inmediaciones de la isla irlandesa Cape Clear. Una sucesión de tormentas que duran una semana, con furiosos vientos y mucha lluvia, obligan al resguardo. Previsiblemente, a quien peor les va es a los inmigrantes irlandeses, quienes se ven obligados a dejar la cubierta y a amontonarse en la antecámara, donde en un tris se avecina “una fiebre maligna” que, en medio de la fobia, del hambre y de las tensiones, diezma a emigrantes, pero también a marineros y a pasajeros de camarote, entre quienes figura un médico que niega serlo y no mueve un dedo por terror al contagio. Según reporta Redburn, “no me cabe la menor duda de que fue aquel repugnante confinamiento en un agujero cerrado, abarrotado y sin ventilación, unido a la falta de comida, lo que, ayudado por la falta de higiene personal, trajo una fiebre maligna.”

   

El interior de un barco ataúd

        Desencadenada la voraz epidemia, los emigrantes, apilados en la antecámara, hacen una barricada de baúles que separa a la mayoría de los primeros cuatro contagiados, postrados en literas contiguas. Ante tal medida, que según el capitán Riga no detendrá el contagio, ordena bajar a los renuentes marineros y deshacer la barrera. La orden no se logra cumplir por la valentona y retadora oposición de los emigrantes. Y Redburn, que va en la vanguardia, reporta el dantesco escenario: “La imagen que nos esperaba era ciertamente infortunada. Era como entrar en una cárcel superpoblada. Desde las hileras de literas, cientos de caras flacas y sucias se volvieron hacia nosotros, mientras sentados en los baúles había cientos de hombres sin afeitar, fumando hojas de té y contribuyendo a crear un vapor sofocante. Pero aquel vapor era mejor que el aire del lugar que, por motivos casi increíbles, era extremadamente fétido. En cada rincón, las mujeres se apiñaban unas contra otras, llorando y lamentándose; los niños les pedían pan a sus madres, que no tenían nada que darles; y los ancianos, sentados en el suelo, se recostaban contra los barriles de agua con los ojos cerrados y casi faltos de aliento.”

  Infernal escenario que, por sus detalles, resulta, quizá, más espeluznante y sobrecogedor que la súbita aparición de una especie de barco fantasma como surgido del más allá: los restos del naufragio “de un barco maderero de New Brunswick”, provincia de Canadá, que los tripulantes de Highlander vieron, demudados, en el mar de Irlanda, en su trayecto de ida al puerto de Liverpool (y que tal vez Arthur Gordon Pym pudo soñar en una nebulosa pesadilla):

 

Ilustración de Luis Scafati  en la
Narración de Arthur Gordon Pym (Zorro Rojo, 2015
)

        “Era un espectáculo siniestro: una goleta desmantelada y casi hundida que debía llevar a la deriva varias semanas. Las bordas casi habían desaparecido y, aquí y allá, se alzaban los candeleros y el codaste y partían en dos las olas que rompían sobre la cubierta casi al nivel del mar. El trinquete estaba roto a menos de un metro de la base y los restos astillados parecían el tocón de un pino tirado en medio de un bosque. Cada vez que los restos asomaban entre las olas se veía la escotilla principal abierta, pero enseguida volvía a llenarse y a sumergirse con un gorgoteo a medida que entraba en ella el agua.

En lo alto del tocón del palo mayor, a unos tres metros de la cubierta, había clavado algo parecido a una manga: supimos que eran los restos de una chaqueta que debió clavar allí la tripulación como señal y que el viento había hecho jirones.

“Atados e inclinados sobre el coronamiento, había tres objetos oscuros y verdosos que se movían al ritmo de las olas, pero por lo demás estaban inmóviles. Vi que el capitán apuntaba hacia ellos su catalejo y por fin le oí decir: ‘Deben de llevar mucho tiempo muertos’. Eran marineros que se habían atado al coronamiento para no ahogarse y habían muerto de hambre.”

 


           Pero desde la noche de los tiempos, y como por arte de birlibirloque o por la inescrutable voluntad del todopoderoso y ubicuo dedo flamígero, luego de la tormenta viene la calma; y de la negra y maligna oscuridad emerge la aurora, casi como una aleluya, como un jubiloso canto divino de angelitos alados y mofletudos vibrando en el tabernáculo. Pues “mientras los muertos partían, su lugar en las filas de la humanidad volvió a ocuparse con el nacimiento de dos niños, cuya llegada al mundo habían apresurado la plaga, el pánico y el temporal. El primer llanto de uno de aquellos niños casi coincidió con el chapoteo que hizo su padre al hundirse en el agua. Así vamos y venimos. Aunque rodeados por la muerte, sobrevivieron tanto las madres como los niños.”

 Según reporta Redburn:

“A media noche, el viento amainó y dejó mucha mar de fondo y, por primera vez en una semana, un cielo despejado y estrellado.

“En la primera guardia matutina, me senté con Harry en el molinete a contemplar las olas, que, vistas de noche, parecían auténticas montañas, sobre las que podrían haberse construido fortalezas y verdaderos valles, que podrían haber albergado pueblos, bosques y jardines. Parecía un paisaje de Suiza, pues en aquellas oscuras gargantas purpúreas rompía a menudo, como si de una avalancha se tratase, la blanca espuma de la cresta de las olas con un estruendo y burbujeo que parecía estar engullendo seres humanos.

“Al día siguiente por la tarde, cesó la mar de fondo y surcamos las olas a todo trapo desplegado, bonetas incluidas, nuestro mejor timonel a la rueda con el mismísimo capitán a su lado y una suave y alegre brisa en el coronamiento.

“Despejamos la cubierta y la frotamos hasta dejarla seca, y luego todos los emigrantes que no estaban enfermos se desparramaron por ella a inhalar el aire delicioso, extender al sol la ropa de cama húmeda y disfrutar de la generosa caridad del capitán, que últimamente había considerado apropiado aumentar la cantidad de comida que les correspondía. Varios de ellos se unieron a un grupo de marineros que entraron en la antecámara con cubos y escobas e hicieron una buena limpieza y sacaron a cubierta no sé cuántos cubos llenos de inmundicia. Aquello era más parecido a limpiar un establo que un alojamiento de hombres y mujeres. Ese día enterramos a tres [lanzándoles al mar]; al día siguiente a uno y luego la pestilencia nos abandonó, con siete convalecientes que, instalados junto a la escotilla abierta, pronto respondieron al tratamiento y tiernos cuidados del oficial.”

     El corolario que matiza esa corrupción sistémica que sin reparos morales lucra y se forra, deshumanizadamente, con los emigrantes pobres, y no tan pobres, se observa, también, en el arribo a Nueva York; pues para eludir la cuarentena de rigor y la inspección del “oficial de cuarentena”, quien por Staten Island señala su posta con “una bandera de color amarillo pálido” enarbolada en “un mástil blanco”, debió obrar algún soborno contante y sonante, pues el Highlander pasó por allí sin mayor pena ni gloria y sin que nadie inspeccionara el barco ni a los inmigrantes, y por ende Redburn apunta: “Nunca supimos por qué nos dejaron pasar sin abordarnos”.

   

Emigrantes en Ellis Island (1892)

               En este sentido, ya en las inmediaciones del puerto de Nueva York, para burlar la cuarentena y maquillar al Higlander de impoluta asepsia, se ordenó una limpieza de cabo a rabo, lo que no la eximió de una infecta cauda contaminante, frecuente en esos mares que, con el vaivén, recala en la costa. Según narra Redburn: “La antecámara se había convertido en una casa de locos: se cerraban y ataban baúles con cuerdas y por todas partes se veía a gente lavándose la cara y las manos. Mientras eso ocurría, llegó la orden del alcázar de arrojar al mar todas las camas, mantas, cabezales y hatos de paja de la antecámara. Una orden que los emigrantes recibieron con consternación primero y con ira después. Pero se les aseguró que se trataba de una medida indispensable para librarse de una posible cuarentena que podía durar largas semanas. El caso es que aceptaron a regañadientes, y almohadas y jergones acabaron yéndose por la borda. Detrás fueron viejos potes y sartenes, botellas y cestas. El mar quedó cubierto de edredones que flotaban sobre las olas, convertidos en colchones para cualquier sirena que no fuese melindrosa. Un sinfín de cosas parecidas, arrojadas por la borda desde los barcos emigrantes al acercarse al puerto de Nueva York, flotan en los Narrows y acaban depositándose en las costas de Staten Island, a lo largo de cuya playa oriental yo había paseado a menudo y especulado sobre el origen de las jarras rotas, almohadas desgarradas y cestas deshechas que encontraba a mis pies.”

 

IV de V

Redburn Wellingborough, quien ya es un hombre maduro al redactar sus pensamientos y los episodios y aventuras de Su primer viaje, no se confiesa homosexual, aunque quizá lo sea o quizá no. Qué más da. Lo que sí parece es que Herman Melville (quien al escribir no era un burro ni un inconsciente visionario del octavo día), a través de la mirada y de la perspectiva de su protagonista, confronta, de un modo revulsivo, el machismo y la atávica homofobia de su tiempo, pues a su protagonista no se le traba la lengua ni se ruboriza al describir la belleza femenina de Harry Bolton (incluida su voz dotada para el canto), ni al referir lo femenino que él observa en las piernas de Carlo (“de rodillas abajo”), un adolescente italiano de unos 14 años, algo regordete y bajo de estatura, quien viaja entre los emigrantes irlandeses y toca el organillo por gusto y para el baile colectivo, y para subsistir y desplazarse por las callejuelas y recovecos del mundanal orbe. Las interpretaciones de Carlo dan pie a que Redburn reflexione, con cierta erudición y exaltación, sobre la música y sus instrumentos; e incluso a que deslice alguna pátina homoerótica no muy críptica: “¡Toca, toca, joven italiano! Qué más da que no suenen todas las notas, hay algo en mi interior que completa la melodía. Vuelve hacia mí tus ojos pensativos y matutinos, y mientras me arrastran los dos órganos —uno tuyo y otro mío—, deja que me asome a tu mirada insondable: hacerlo es tan hermoso como mirar en los mares de Sur y contemplar los rayos deslumbrantes de los delfines.”

         


        Esto trae a colocación el matiz homoerótico que también parece subyacer en el marinero (ex “tripulante de un barco de guerra”) que exhibe, para que todos los vean, “sus preciosos pies”, “que eran particularmente pequeños”; y en la peculiar cercanía amistosa que día a día cultivan el despensero y el cocinero negro. El despensero es “un apuesto dandi mulato que había sido barbero en Broadway”, el mismo “mulato de aspecto elegante” (pisaverde al parecer) que servía (con un gran anillo) al capitán Riga en su camarote la primera vez que lo vio luciendo un “magnífico turbante”; y el señor Thompson, el cocinero negro, quizá “miembro de una de esas iglesias negras que hay en Nueva York”, trajina en su cochambrosa covacha y no sólo los domingos lee su cochambrosa y luida Biblia que, para asombro de Redburn, tiene atada “con una cinta de cuero al barril donde guardaba la grasa que espumaba del agua en la que cocía la ternera salada”. “Cada tarde, al caer el crepúsculo, aquellos dos, el cocinero y el despensero, se sentaban en un banquito de la cocina y se recostaban el uno en el otro, como hermanos siameses, para no caerse, pues el banco era muy corto, y se quedaban hasta después de oscurecer fumando una pipa y cotilleando sobre los sucesos acontecidos durante el día en el camarote.” Mullido y reconfortante idilio que preludia la consabida cercanía corporal y fraterna que, en Moby Dick (1851), cultivan Ismael, joven, blanco y protestante, y el pagano, idólatra y arponero Quiqueg, aborigen de cráneo rapado y piel oscura y tatuada.

           

Ismael y Quiqueg

         Vale añadir que, por contribuir a la tacañería y al rapaz ahorro del capitán Riga, el cocinero negro (“el doctor”) es el tripulante del Highlander que más paga recibe al retornar a Nueva York: “no había pedido ningún anticipo” y “cobró la hermosa suma de setenta dólares”. Y el color de su piel, por asociación, ilustra sobre el contraste racista que Redburn observa en Nueva York y en Liverpool: en el puerto inglés un negro puede pasear con una mujer blanca; en el puerto norteamericano sería un escándalo (y tal vez habría una vocinglera recriminación de patio de vecindad o hasta un raudo y violento linchamiento público). 

           

Monumento a lord Nelson en Liverpool
(detelle)

           Pero además, Redburn, crítico de la esclavitud y del racismo, reflexiona, en Liverpool, hojeando el monumento estatuario donde lord Nelson muere en brazos de la mítica Victoria: “Aquellas desconsoladas figuras de cautivos representan las principales victorias de Nelson, pero no podía mirar sus miembros atezados y sus grilletes sin pensar involuntariamente en cuatro esclavos africanos en el mercado de esclavos.” Y por ende piensa en la esclavitud “en Virginia y en Carolina y también en el hecho histórico de que el tráfico de esclavos africanos fue, en cierta época, el principal comercio de Liverpool, y que la prosperidad de la ciudad se suponía indisolublemente ligada a su continuación”.

 

Monumento a lord Nelson en Liverpool
(detalle)

V de V

El marinero Redburn Wellingborough, como se entrevé en lo reseñado, no se limita a evocar y a narrar los episodios y aventuras de Su primer viaje, sino que es proclive a la reflexión y al comentario, a veces circunstancial, filosófico o religioso, y a las mil y una citas y alusiones librescas y no sólo bíblicas. En sentido, descuella el hecho de que ve a la Unión Americana como “una tierra prometida”, un ámbito ecuménico, propio del american dream, en el que tienen cabida la multitud de emigrantes de todas las latitudes del globo terráqueo. Y lo hace por su intrínseca óptica idealista, humanitaria y bondadosa, inextricable al designio cosmogónico y divino en el que cree. En este sentido, desde el púlpito de libro, y como si a través de él discursara el ectoplasma del senador Wellingborough y el eco de Nostradamus, le arenga al lector norteamericano buscando su solidaridad y reconversión:

        

Herman Melville
(c. 1846-47)

Retrato al óleto de Asa Weston Twitchell

          “Dejemos a un lado esa manida polémica nacional sobre si debería permitirse que semejantes multitudes de extranjeros pobres desembarquen o no en nuestro país; olvidémosla con la idea de que, si pueden llegar hasta aquí, es que Dios les ha dado derecho a venir, aunque traigan consigo a toda Irlanda y sus miserias. Pues el mundo entero es patrimonio del mundo entero y es imposible saber quién es dueño de una piedra de la Gran Muralla China. Dejemos esa polémica a un lado y pensemos sólo en la mejor manera en la que pueden venir los emigrantes, ya que vienen, quieren venir y vendrán.”

         

Emigrantes llegando a Nueva York

             
Y si bien Redburn dice muy poco del esclavismo y del racismo en Norteamérica, y ninguna palabra sobre la destrucción civilizatoria y la sangría étnica que conllevó la conquista y paulatina colonización de esas latitudes por parte de emigrantes europeos de pellejo blanco y barba tupida (que no se limitaron a la fiebre del oro en el viejo, salvaje y lejano Oeste), argumenta, crítico de la autosegregación judía, pero con un criterio conciliador (utopista y visionario) más allá de las fronteras nacionales, sobre la población radicada en esa geografía a mediados del siglo XIX:

           

Emigrantes en Nueva York

            “Hay algo en el modo en que ha sido poblada América que, al contemplarlo, destruye para siempre en cualquier espíritu noble los prejuicios nacionales.

     “Habitada por gente de todas las naciones, todas las naciones pueden reclamarla como suya. Es imposible derramar una gota de sangre americana sin derramar la sangre del mundo entero. Ya sea inglés, francés, alemán, danés o escocés, el europeo que se mofa de un americano está llamando Racca a su propio hermano y se arriesga a ser juzgado por ello [‘...La palabra Racca, traducida del arameo, significa cabeza vacía o sin seso’]. No somos un pueblo estrecho de miras, de intolerante nacionalidad hebrea; nuestra sangre no se ha degradado en el intento de ennoblecerla con una sucesión exclusivamente limitada a nosotros mismos. No, nuestra sangre es como la corriente del Amazonas: está hecha de un millar de nobles afluentes que desembocan todos en uno. No somos tanto una nación como un mundo, pues a menos que podamos decir, como Melquisedec, que el mundo es nuestro padre, no tendremos ni padre ni madre.

“[...]

“Somos los herederos de todos los tiempos, y compartimos nuestra herencia con todas las demás naciones. En este hemisferio occidental todas las tribus y los pueblos se están uniendo en un todo confederado, y habrá un futuro en el que veamos a los hijos de Adán reunidos como en el viejo hogar del Edén.”

 

 

Herman Melville, Redburn. Su primer viaje. Traducción del inglés al español y notas de Miguel Temprano García. Colección Alba Clásica número XCVIII, Alba Editorial. Barcelona, abril de 2008. 520 pp.

           

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