La soledad en que vaga el hombre
I de II
“Si un hombre, llevado por su sentido de la belleza, convierte un acontecimiento... en un motivo que pasa ya a formar parte de la composición de su vida. Regresa a él, lo repite, lo varía, lo desarrolla como el compositor el tema de su sonata”, este suceso es para Milan Kundera (en buena parte de su obra narrativa y ensayística) el drama de Checoslovaquia, su territorio natal y, por ende, el de su persona. Así, en su novela La insoportable levedad del ser, publicada en checo en 1984 y en español en 1985, Milan Kundera (nacido en Brno, en 1929, y exiliado en París desde 1975) volvió a hablar de las atrocidades cometidas, en su país de origen, por el totalitarismo del imperio dizque comunista de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas). (Tusquets, Barcelona, 1985) |
Milan Kundera |
Luego de la invasión militar, a los checos Tomás, Teresa y Sabina les toca vivir el exilio en Suiza. Poco después, los dos primeros regresan a una Praga ocupada que los acoge entre los asesinatos, persecuciones y procesos burocrático-judiciales (kafkianos por antonomasia) que degradaban de su puesto de trabajo a cientos de intelectuales, artistas, cagatintas y obreros que —por algún mínimo dato o hecho estimado por los censores como prueba fehaciente de un pretérito comprometedor— eran tildados de enemigos del régimen y del statu quo. Tomás es un cirujano eminente que, antes de la invasión soviética, había publicado, en el semanario de la Unión de Escritores Checos, un ensayo en el que a partir de la resolución culpable de Edipo debatía a los comunistas que negaban su responsabilidad ante los crímenes cometidos durante la instauración stalinista del llamado socialismo; por su negativa a firmar una autocrítica de arrepentimiento, le es prohibido ejercer de cirujano y se ve impelido a emplearse como limpiador de escaparates. Y más adelante, terminará siendo el chofer del camión de una cooperativa en una provincia rural.
Teresa, quien de mesera llegó a ser fotógrafa de un periódico, por haber retratado los tanques y soldados rusos durante la invasión, ahora trabaja en la barra de un bar. Luego, por el asedio de su neurosis y crisis internas, a lo que se suma el acoso policiaco y la deshumanización e indiferencia de sus coterráneos, parte al campo junto con Tomás y ahí se convierte en cuidadora de un rebaño de vacas.
Milan Kundera |
Sabina, en cambio, es una pintora que nunca asimiló ni aceptó la estrechez de la estética kitsch del realismo socialista. Atraída por las vanguardias y por lo abstracto, busca que en sus cuadros se susciten encuentros de cosas que no tengan nada que ver entre sí (lo cual también es un cliché, practicado hasta la saciedad por surrealistas y semejanzas por el estilo); no padece una mórbida nostalgia que la orille a retornar a su ocupado país, sino que, seducida por una actitud iconoclasta en la que predomina una compulsiva y más o menos inconsciente inclinación a traicionar, va siempre tras nuevos encuentros a los cuales deja traicionados y a la deriva. Sin embargo, añora una imagen onírica y romántica que le dé sosiego: un rincón hogareño y apacible junto con sus padres perdidos durante su juventud, donde acaso ella se la madre.
En la contextualización de los protagonistas de La insoportable levedad del ser, a partir de citar y reflexionar sobre situaciones y hechos que ocurrieron en realidad, son muy significativos los conceptos y desgloses del conflicto amoroso que todos ellos viven. Tomás y Teresa configuran el amor como dificultad melodramática constante: cada uno hace un “infierno para el otro, pese a que se quieren”. Él abriga dos posturas que asume consciente e inconscientemente. Por un lado, ejerce la “amistad erótica, una relación no sentimental, en la que uno no reivindique la vida y la libertad del otro”; es decir, es un donjuan que no puede ceder ante la atracción de otros cuerpos. Por el otro, es un Tristán enredado en una serie de casualidades que, si bien pudieron suceder de distinto modo, hacen que el amor hacia Teresa lo lleve a conciliar el sueño únicamente con ella (y por ende consigo mismo) —con las amantes sólo se acuesta y padece insomnio— y lo impulsa a seguirla a donde se dirija: por Teresa retorna a la Checoslovaquia socialistoide (aún sabiendo lo que le espera) y la sigue al campo buscando hacerla feliz. Esto es así porque ella es la única mujer que logra habitar su “memoria poética”: región que “registra aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida”.
Teresa es perseguida por la incertidumbre de la inseguridad y de los celos (por ello se evade de él y regresa a la Praga ocupada). La angustia y la ansiedad que le provocan tiene una proyección en los pesadillescos símbolos que la abruman y es también en esa latitud onírica (en la que hace una lectura psicoanalítica) donde llega a desentrañar, cuando ya el traqueteo de la vida los ha envejecido, que Tomás, pese a su donjuanismo, en realidad la ha amado.
Sabina, de manera diferente y por oscuridades indomables, prefiere toda la libertad que brinda la “amistad erótica”, que es una fórmula que se adecua a su tendencia a traicionar al amante de turno; asimismo, en ese viaje continuo hacia la sorpresa y lo desconocido, sufre la zozobra de la insoportable soledad que provoca la levedad del ser.
Milan Kundera |
Nota publicada en Punto y Aparte (agosto 12 de 2004)
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II de II
En la novela La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, Franz es un protagonista cuya historia trascurre paralela a la historia de los otros personajes (Tomás, Teresa, Sabina y demás). Franz no pertenece al centro de Europa, sino al Occidente. Es un soñador social (con su pátina utopista, mesiánica y redentora): “somos parte de una masa que marcha a través de los siglos”; la marcha es la historia europea que va “de revolución en revolución, de lucha en lucha”, siempre adelante (¡arriba y adelante!), para construir por fin una tierra (de nunca jamás) no muy distinta a la que visualizan “las personas de izquierda de todas las épocas y corrientes” que dan por supuesto tal kitsch histórico-político: los fracasos y los crímenes (léase genocidios y demás sangrientas pestilencias) no son más que simples tropiezos que se encaminan ineluctablemente a una fase superior de la historia donde “la igualdad, la justicia, la felicidad” serán los indicios de una fraternidad universal que gobernará al globo terráqueo. Así pues, resulta reveladora y contradictoriamente sintomático que una internacional y variopinta manifestación a la frontera de Camboya en la que participan médicos, intelectuales, artistas, parlamentarios de distintas latitudes y periodistas importantes, que aparentemente sólo pretende brindar asistencia sanitaria a ese país ocupado por las botas vietnamitas subsidiadas y manipuladas por la URSS, sea en realidad una peregrinación grotesca en la que no sólo descuellan el arribismo y oportunismo de los norteamericanos, el exhibicionismo publicitario de los solidarios artistas dizque con corazón de masa, el sectarismo de los franceses, la prensa rebuscando el ángulo sensacional que haga de la noticia una jugosa mercancía, los documentalistas filmando con narcisismo y petulancia snob, sino que al unísono puntualiza la vacuidad en que caen ciertas apelaciones abigarradas a las que se ve orillado el hombre para expresar sus críticas e inconformidades frente a la cruenta violencia militar que impone el silencio y el olvido, tanto en un país del otrora bloque socialista, como en uno que no lo es.
Ante este estrepitoso y tardío fiasco, Franz, en medio del azoro y de la soledad (como Tomás y Teresa aprehendidos el uno al otro, Sabina persiguiendo su autonomía, Simón en su creencia católica, Karenin en su índole canina) llega a concluir que el amor con la joven de las gafas constituye su vida real; es decir, el amor como refugio, como salvación, como reducto para vivir al margen o en medio de un volátil mundo plagado de contradicciones y atrocidades.
En este sentido, lo dramático de estas resoluciones es que son un tanto inciertas, fugaces y evanescentes, pues el hombre se halla inmerso en las ásperas (y a veces sangrientas o maquiavélicas) pugnas ideológicas de los diferentes kitschs que disfrazan, maquillan y antagonizan la realidad (¿o las realidades?).
Un kitsch, pontifica el docto Milan Kundera, “elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable”; es decir, y para sintetizar su tácito fundamentalismo parafraseando a Siqueiros: “no hay más ruta que la suya”. En este sentido, Milan Kundera ve los kitschs, ya sea religiosos, políticos o ambas cosas a la vez (dando por implícito que muchos de ellos son piedra angular de la codificación de un gobierno y/o de la teoría de un sistema social), más que emanados del devenir de una disertación racionalista o supuestamente racionalista, como producto de imágenes en las que impera el sentimiento, la cursilería. Por ende, el kitsch sitúa al hombre en su diminuta dimensión, en su levedad, en lo frágil y vertiginoso de su tiempo (biológico e histórico) que transita hacia la perplejidad de lo desconocido. Así, esto no únicamente implica el no saber hacia dónde camina la historia y qué hay a la vuelta de la esquina, sino que al unísono incluye el desamparo metafísico.
Milan Kundera |
“Lo que sólo ocurre una vez es como si no hubiera ocurrido.” “La vida humana acontece sólo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas. En la situación dada sólo hemos podido decidir una vez y no nos ha sido dada una segunda, una tercera, una cuarta vida para comparar las distintas decisiones.” Tal conclusión Kundera la repite una y otra vez en el espejo de la vida de los personajes de La insoportable levedad del ser; y la aplica frente a la cotidianidad de un individuo como frente a la historia, pues tanto ésta, como la vida de un único hombre, están repletas de errores y abandonadas en su insignificancia dentro del infinito vacío del solitario cosmos.
Milan Kundera (foto: Aaron Manheimer) |
Tomás, Teresa y Franz mueren a medio camino de forma súbita, casual e imprevista. No tuvieron el tiempo suficiente para evitar tantos vericuetos y equivocaciones; la plenitud del amor en lo más optimista de sus personales posibilidades se queda en el umbral; sus existencias fueron breves, casi fútiles, ligeras e irrepetibles. Mientras Sabina, quien permanece, boga en la búsqueda, quizá incierta y a todas luces frágil y fugaz.
Dado lo que parece ser la particular lucidez intelectual e imaginativa de Milan Kundera, su espíritu crítico que trastoca toda suerte de posturas morales, sociales y políticas, desde un racionalismo escéptico que enfatiza el caos social más o menos sin alternativas, aunado esto a la satisfacción egocéntrica que brinda el triunfo de ser un escritor famoso con jugosas e internacionales regalías, La insoportable levedad del ser puede apreciarse como la inocua manía de un sofista rumiante y tranquilo (a imagen y semejanza de una vaca sagrada) que elabora artificios (no exentos de cierta veracidad) desde el reposo de la escritura. Pero ¿qué es el mundo y el ser si se mira el lado oscuro de la luna y el universo se torno incisivo y asfixiante?
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser. Traducción del checo al español de Fernando de Valenzuela. Colección Andanzas (25), Tusquets Editores. Barcelona, 1985. 328 pp.