El día que no jodo a nadie, no soy feliz
I de VI
En “noviembre de 2019”, en la serie Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta publicó, en España y en México, Terra Alta, novela policíaca del escritor español Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962), ganadora del “Premio Planeta 2019, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Pere Gimferrer, Carmen Posadas, Rosa Regàs y Belén López Celada.”Editorial Planeta Mexicana Primera edición impresa en México Noviembre de 2019 |
Carles Puigdemont en la marcha contra el terrorismo en Barcelona Sábado 26 de agosto de 2017 |
En este sentido, la otra vertiente narrativa transcurre cuatro años después de 2017, con epicentro en Gandesa, donde Melchor, que aún no cumple 30 años de edad, tiene una pequeña hija llamada Cosette, producto de su matrimonio con Olga Ribera, nativa de la Terra Alta, lectora insaciable y bibliotecaria de la biblioteca pública (se casaron por el embarazo cuando ella tenía 40 años y él 25). Y es precisamente esa vertiente narrativa la que inicia esta novela de Javier Cercas de un modo recurrente y consabido en el género negro: la descripción de la cruenta escena de un crimen, la cual inaugura la intriga, el suspense, las pesadillas y el insomnio del lector tras formularse la implícita e ineludible pregunta: ¿quién mató a fulanito de tal? Pues un domingo de junio, poco después del amanecer, Melchor, al que le tocó guardia nocturna, recibe una llamada telefónica que le informa que “hay dos muertos en la masía de los Adell”. O sea en el hábitat de los acaudalados propietarios de Gráficas Adell, cuya masía se localiza fuera del perímetro de Gandesa, “Junto a la carretera de Vilalba dels Arcs”.
Javier Cercas |
“Es la primera escena de un asesinato que presencia Melchor desde que llegó a la Terra Alta, pero antes presenció muchas y no recuerda nada semejante.
“Dos amasijos ensangrentados de carne roja y violácea se hallan frente a frente, en un sofá y un sillón empapados de un líquido grumoso —mezcla de sangre, vísceras, cartílagos, piel— que ha salpicado asimismo las paredes, el suelo y hasta la campana de la chimenea. En el aire flota un violento olor a sangre, a carne atormentada y a suplicio, y una sensación rara, como si aquellas cuatro paredes hubieran preservado los aullidos del calvario al que asistieron; pero, al mismo tiempo, Melchor cree percibir en la atmósfera de la estancia —y esto quizá es lo que más le perturba— un cierto aroma de exultación o de euforia, algo que no tiene palabras con que definir o que, si las tuviese, tal vez definiría como la estela festiva de un carnaval macabro, de un rito demente, de un gozoso sacrificio humano.
“Fascinado, Melchor avanza hacia ese doble revoltijo espantoso, tratando de no pisar evidencias (en el suelo hay dos trozos de tela desgarrados y empapados de sangre, que sin duda han servido para amordazar a alguien), y, al llegar al sofá, advierte a simple vista que los dos bultos sanguinolentos son los dos cadáveres meticulosamente torturados y mutilados de un hombre y una mujer. Les han sacado los ojos, les han arrancado las uñas, los dientes y las orejas, les han cortado los pezones, les han abierto el vientre en canal y luego han descuajado sus tripas y las han esparcido alrededor. Por lo demás, sólo hay que ver el gris blanquecino de su pelo y la flacidez descarnada de sus miembros (o de lo que queda de ellos) para comprender que se trata de dos ancianos.”
A tales cadáveres se les suma otro, el de “la criada rumana”, observada por Melchor en otra habitación y sin indicios de tortura, la cual “lleva encima un camisón color crema y una bata azul, y tiene los ojos abiertos como si hubiera visto al diablo y un orificio del tamaño de una moneda de diez centímetros en la frente, del que baja hacia la nariz y la boca un reguero perpendicular de sangre seca.”
Para desfacer el sanguinolento y diabólico entuerto (un patrullero suelta una vomitona e incluso el subinspector Barrera), la escueta Unidad de Investigación de la Terra Alta se ve impelida a solicitar el apoyo de la Unidad de Investigación Territorial de Tortosa, cuyo jefe, el subinspector Gomà, que parece muy sagaz y profesional, es quien se pone al mando de la pesquisa y por ende conforma un equipo abocado exclusivamente a “investigar los crímenes de la masía de los Adell”. La sargento Pires, dice, “va a ser la encargada de llevar la investigación y de redactar el atestado”. Y solicita “que un policía científico de la Terra Alta centralice la recogida de pruebas a fin de entregárselas a ella”. Y para esa tarea el sargento Blai escoge a Sirvent. Y además les pide que le presten otros dos elementos de la Terra Alta; uno es Melchor, elegido por el propio Gomà, pues dizque en secreto conoce la secreta identidad y el calibre del “héroe de Cambrils”. Y como el requisito del otro es “que conozca bien la comarca y que viva aquí”, el sargento Blai escoge al caporal Salom, quien además “Es amigo de la familia.” Es decir, conoce a Rosa Adell, la hija del matrimonio asesinado; y sobre todo a Albert Ferrer, el yerno y su contemporáneo. No obstante, pese a tratarse de una colaboración entre dos unidades de investigación policial, el subinspector Gomà, en pos del secreto del sumario, excluye del grupo al subinspector Barrera y al sargento Blai, mandos de la Unidad de Investigación de la Terra Alta.
II de VI
Vale resumir que pese al protocolo y a la parafernalia detectivesca y científica, aparentemente muy chipocluda, infalible y chingonauta, la investigación policíaca fracasa. No da pie con bola para aclarar el triple crimen. Así que un día de julio, “seis semanas dedicados a éste”, el juez y el subinspector Gomà “de común acuerdo deciden cerrar el caso Adell”. Obviamente, Melchor, “el héroe de Cambrils” y justiciero héroe de la novela, no queda satisfecho y hace lo que está en su criterio y en sus manos para saltarse las normas e indagar por su cuenta.Javier Cercas |
III de VI
En la índole literaria del policía Melchor Marín descuella el hecho de que durante su estancia “en la cárcel de Quatre Camins, muy cerca de Barcelona”, se hizo empedernido lector de novelas del siglo XIX, gracias al circunstancial magisterio e influjo del encargado de la biblioteca de la prisión, “el Francés”, un cretino (que se las da de sabihondo) que mató a martillazos a su mujer y a su amante. El caso es que por la influencia de ese verborreico, lenguaraz, iconoclasta, culocéntrico y aforístico criminal, Melchor descubre Los miserables, la celebérrima e inmortal novela de Victor Hugo, de la que se vuelve adicto. Fantasiosa y onírica adicción que se entronca con el asesinato de su madre, prostituta de oficio. La noticia, en la cárcel, se la dio el abogado Domingo Vivales: “le contó a Melchor lo que sabía: al amanecer habían encontrado el cuerpo sin vida de su madre en un descampado de La Sagrera, en Sant Andreu, todo indicaba que la muerte había tenido lugar aquella misma noche”. Y Melchor pudo ver el cadáver en la capilla ardiente: “a pesar de los esfuerzos de los embalsamadores de la funeraria, que lo habían lavado, limpiado y maquillado, la muerte había reducido a su madre a un espanto irreconocible, con el cráneo y la nariz rotos y el cuerpo tatuado de hematomas”. Algo que lo desborda de ira y rabia (restalla aullidos, relinchos, patadas y puñetazos), muy doloroso y traumático para él. Según dice la voz narrativa: “A raíz del asesinato de su madre, Melchor abandonó los talleres que frecuentaba y dejó de practicar deporte en las canchas de la cárcel. Se encerró en sí mismo. Engordó. No acertaba a controlar su pensamiento, así que era su pensamiento quien lo controlaba a él, un pensamiento mórbido e inalterable, obsesionado con lo que le había ocurrido. Las dos únicas actividades que aliviaban en apariencia su fijación eran las que más la alimentaban: hablar con Vivales y leer Los miserables, que en aquellos días de luto dejó de ser para él una novela y se transformó en otra cosa, una cosa sin nombre o con muchos nombres, un vademécum vital o filosófico, un libro oracular o sapiencial, un objeto de reflexión al que dar vueltas como un calidoscopio infinitamente inteligente, un espejo y un hacha.” Pero el meollo de esa envolvente lectura y relectura (“La mitad de un libro la pone el escritor, la otra la pones tú”, le rebuznó el didáctico Francés) es que Melchor decide convertirse en policía debido a la impronta del policía Javert, el eterno perseguidor de Jean Valjean. Así que Melchor “sobre todo pensaba en Javert, en la rectitud alucinada de Javert, en la integridad y el desprecio por el mal de Javert, en el sentido de la justicia de Javert, en que Javert, nunca permitiría que el asesinato de su madre quedara impune.”
Así que cuatro años después de ese impune crimen, cuando ya está asignado en la comisaría de Nou Barris, para indagar por su cuenta y riesgo (o sea: saltándose las normas), le pide a Vicente Bigara —un mosso d’esquadra que fue su compañero durante “sus prácticas de patrullero en Cornellà de Llobregat”—, que le consiga tras bambalinas, en la comisaría de Sant Andreu, copia del expediente de su madre, cosa que pudo hacer por sus contactos y porque era “treinta años mayor que” él y porque “no creía en su oficio y se burlaba del reglamento”. Según le había dicho el abogado Vivales cuando Melchor estaba en la cárcel, “su madre había sido asesinada a pedradas, pero no había sido violada”; pero ahora lee y descubre que “el fallecimiento había tenido lugar después de que la víctima hubiera sido violada varias veces, anal y vaginalmente, lo que le había provocado diversas desgarraduras en ambos orificios”. Melchor habla con el forense y con los tres testigos nombrados en el sumario: un proxeneta y dos prostitutas, las cuales “añadieron un dato decisivo, que para estupefacción de Melchor no figuraba en el expediente: la prostituta que acompañaba a su madre cuando negociaba con sus últimos clientes se llamaba Carmen Lucas.” Así que rastrea y por fin logra hallar a Carmen Lucas retirada en Llano de Molina, “una pedanía de Molina de Segura, una ciudad situada a quince kilómetros de Murcia y a seis horas en coche de Barcelona”. De quien fraternamente se despide unas horas antes de convertirse (sin buscarlo) en “el héroe de Cambrils”, el mediático y condecorable matón de terroristas. Pero Carmen sólo recuerda que el auto al que su madre esa noche se subió pasó dos veces. La primera vez no lo hizo. Carmen le preguntó “quiénes eran”; y ella le respondió que “Nadie”. “Una panda de niños bien que han salido a divertirse con el coche de papá. No me fío.” Así que le extrañó que “ya hacia las tres y media o las cuatro, con la jornada de trabajo acabándose”, se subiera. No recuerda la matrícula, pero sí que “era un coche oscuro, de gama alta y con los vidrios de las ventanillas tintados, y que dentro habían varios hombres.”
IV de VI
Ante la inicial opinión del subinspector Gomà de que los ricos suelen tener enemigos: “Cuanto más ricos, más enemigos”, el caporal Salom le contrapone y canta las supuestas bondades de los Adell, dueños de Gráficas Adell y de “media Gandesa”: “Piense que daban trabajo a mucha gente, la mitad de la comarca trabaja para ellos. Además eran personas muy religiosas. Se habían hecho del Opus Dei, aunque lo llevaban con mucha discreción. Eran así, discretos. Y austeros. Y se relacionaban con todo el mundo. Y ayudaban a la gente. No, yo creo que aquí más bien se los quería. Y a su familia también.” Pues lo que luego cobra relevancia e incide en la intriga y en la infructuosa indagación policial para desvelar la identidad de los asesinos y del autor intelectual, es que el viejo Paco Adell, ya nonagenario, no tenía amigos y era una especie de autoritario y caprichoso cacique, que además de voraz acaparador en múltiples renglones de la economía de la Terra Alta (y más allá de las fronteras españolas: en Europa y en Latinoamérica), ninguneaba y tiranizaba a todos sus subalternos, directivos y gerentes, incluidos el viejo Josep Grau, su eterno mano derecha y segundo de a bordo; y Albert Ferrer, su menospreciado yerno y decorativo consejero delegado de Gráficas Adell.
Así que siendo la ubicua familia Adell “la más acaudalada de la comarca” (oscila hasta en las alcantarillas y el drenaje profundo), sorprende y resulta inverosímil que después de cuatro años en Gandesa “el héroe de Cambrils”, perspicaz sabueso de investigación y justiciero miserablesco, no supiera casi nada de las propiedades de los Adell y de la maligna y venenosa calaña de ese personaje (maquillado de benefactor por Salom ante el subinspector Gomà) y que sea su mujer, Olga Ribera, en la intimidad del amoroso y dulce hogar, quien le resume la negra entraña del viejo Adell. Por ejemplo, le dice que “era huérfano”, que “a su padre lo mataron en la guerra”; que “De chico se ganaba la vida recogiendo metralla en las sierras, como mi padre y como tanta gente en la comarca, después de la guerra el campo estaba sembrado de metralla. Luego Adell se hizo chatarrero, y en los años sesenta o setenta compró por cuatro duros una empresa de artes gráficas en quiebra. Ahí empezó a hacer su fortuna.” Que su padre siempre le contaba que cuando él y Adell eran amigos, éste le solía repetir: ‘Mira, Miquel, el día que no jodo a nadie, no soy feliz.’” Lo cual, por lo que luego se narra, resulta su angular declaración de ambiciosos y voraces principios empresariales y pseudoéticos. Y ante la ingenua y bobalicona observación de Melchor (que repite lo dicho por Salom a Gomà): “Por lo menos dan trabajo a mucha gente”, Olga, muy docta, le replica lo que el sabueso callejero y cibernauta debería saber al respirar, pedalear, transpirar, hacer pipí y consumir Coca-Colas en Gandesa: “Los sueldos que pagan son bajísimos, porque los pactan con los demás empresarios de la comarca, y sus fábricas ni siquiera tienen comités de empresa. Quien quiera quedarse en la Terra Alta se tiene que conformar con la miseria que les dan. Eso lo sabes tú mejor que yo [ídem Salom, que se queja y lloriquea como una desconsolada Magdalena por su bajo salario]. ¿Cuántos trabajadores forasteros deben de haber ahora mismo en la Terra Alta por cada trabajador de aquí?
“—Tres o cuatro —contesta Melchor—. La mayoría rumanos y muchos ilegales.
“—O sea —explica Olga—, pobre gente dispuesta a trabajar por tres veces menos dinero que los de aquí.” Y para que el cabezota entienda y no se dé furiosos topes de cabra contra la pared, añade: “Mira, Melchor”, “Los Adell son como un árbol que da mucha sombra, pero no deja crecer nada a su alrededor. Lo controlan todo. Tienen propiedades por toda la Terra Alta, y media Gandesa es suya, así que dan trabajo a la gente en sus empresas, les venden las casas donde viven y hasta los muebles con que las llenan, ¿de quién te crees que es Muebles Terra Alta? En fin, la verdad es que Adell era un cacique. Eso no es hablar mal de él, es describirlo.”
V de VI
El justiciero Melchor Marín, que tiene por norma saltarse las normas, busca en Tortosa a un tal Luciano Barón, el ex marido de Olga Ribera, y por haberla maltratado (“Le dejaba unos moretones tremendos”) le aplica una golpiza, lo humilla y lo amenaza. Y ante el caso Adell, cerrado e irresuelto, sigue investigando por su cuenta. Y por ende persuade al caporal Salom, su compañero y amigo desde que llegó a Gandesa, para que también se pase las normas por el arco del triunfo y le consiga las llaves para ingresar de noche a las oficinas de Josep Grau, puesto que lo supone “el principal sospechoso”. Así que Salom, amiguete y compinche de Albert Ferrer, sin revelare cómo lo hizo, le entrega “un llavín argentado, de cabeza rectangular y cuerpo liso”, que “abre todas las puertas de Gráficas Adell, salvo la del patio”. Y además, “una tarjeta plastificada a nombre de Albert Ferrer, con una foto tamaño carné de su dueño y dos palabras estampadas en ella: ‘Consejero delegado’”, la cual “sirve para la barrera de entrada, para la del vestíbulo y para conectar los ordenadores”. Pero cuando Melchor, tras su sigilosa y peliculesca introducción nocturna “en el polígono de La Plana, en las afueras de Gandesa”, concluye la lectura de los mensajes en la computadora de Joseph Grau, lo sorprende Albert Ferrer.Además de que no hubo denuncia formal (dizque Salom persuadió a Ferrer para que no lo hiciera), el subinspector Barrera no le abre un expediente, pues los superiores de Melchor, el sargento Blai y el caporal Salom, lo defendieron “a ultranza”; y más aún, le dice, “Hasta el comisario Ferrer ha llamado desde la central, alguien ha debido de avisarle, por lo que sigue usted significando algo en el cuerpo...” Y en la perorata del sermón y del jalón de orejas, para que deje de saltarse la normativa y de indagar por su cuenta en ese caso cerrado por un juez, el subinspector Barrera, quien ya es un sesentón con cuarenta años de experiencia y a punto de jubilarse, le resume el punto medio y el sentido moral de su postura: “Mire, hacer justicia es bueno. Para eso nos hicimos policías. Pero lo bueno llevado al extremo se convierte en malo. Eso he aprendido en estos años. Y también otra cosa. Que la justicia no es sólo cuestión de fondo. Sobre todo, es cuestión de forma. Así que no respetar las formas de la justicia es lo mismo que no respetar la justicia. Lo comprende, ¿verdad? [...] Bueno ya lo comprenderá. Pero acuérdese de lo que le digo, Marín: la justicia absoluta puede ser la más absoluta de las injusticias.”
Referéndum independentista en Cataluña Octubre 1 de 2017 |
No obstante, en las afueras de la comisaría de Gandesa ondean paralelas, hermanadas (o rencorosas) y casi pegadas de cachetito, las banderas de España y de Cataluña.
“—Me cago en Dios, Salom —dijo [Blai], agarrando al caporal de la solapa de su camisa—. Yo soy independentista desde que mi madre me parió, no como esta panda de conversos que nos gobiernan y que nos dejarán en la estacada en cuanto puedan. Pero antes que independentista soy policía y los policías estamos para hacer cumplir la ley, o sea para hacer lo que digan los jueces, no lo que nos salga de los cojones, yo me pongo en primer tiempo de saludo, me meto mi independentismo por el culo, cierro los colegios electorales y en paz. ¿Ha quedado claro?”
Referéndum independentista en Cataluña Octubre 1 de 2017 |
Esa misma madrugada de noviembre, cinco meses después del triple asesinato, Melchor regresa a Gandesa rumbo al departamento de Salom, su supuesto amiguete, guía y compañero policial desde que hace cuatro años se instaló en esa comisaría de la Terra Alta. Con algunos golpes y sin mucho esfuerzo, Salom, regordete, de unos 47 o 48 años, viudo, solitario, pobretón y con dos hijas universitarias en Barcelona, le confiesa el móvil y los pormenores de su complicidad en el asesinato de los Adell, pagado a sicarios por Albert Ferrer. Pero niega su participación en el asesinato de Olga. Dice que Ferrer no quería matarla, sino sólo asustarlo a él para que dejara de investigar.
Según la voz narrativa, “El interrogatorio de Salom y Ferrer se desarrolla en la comisaría de Tortosa y se prolonga durante los tres días preceptivos. Melchor no toma parte en él. Lo lleva en persona el subinspector Gomà, apoyado por la sargento Pires y el sargento Blai. Él es oficialmente quien ha resuelto el caso al dar con la pista de la ampliación defectuosa de la huella de Ferrer mientras consultaba el expediente por otro caso [¿cuál?, si no había ninguno], y acto seguido desenmascaró a Salom con la ayuda de Melchor y de Sirvent.”
VI de VI
Así como el teniente investigador Mario Conde, allá en La Habana, suele tener una infalible corazonada debajo de la tetilla izquierda, “Melchor tiene la certeza (una certeza que le desasosiega profundamente, pero que no comparte con nadie) de que en realidad el caso Adell no está del todo resuelto, o de que se ha resuelto en falso.” A tal inquietud contribuye la información que le da el sargento Blai (convertido en el mediático y pavoneante héroe del caso Adell) sobre el anónimo mensaje que recibió; “es imposible saber quién creó esa cuenta”, le dice, pero “los de la central” “están seguros de que el mensaje te lo mandaron desde una dirección de Ciudad de México”. Eso contribuye a “fortalecer la desazón que le carcome”. Por ende planea hablar con Rosa Adell; pero no lo hace porque “todavía debe de encontrarse en estado de shock por la detención de su marido [padre de sus cuatro hijas], acusado del asesinato de sus padres”. “Otro día” planea hablar con el gerente Josep Grau “sobre la filial de Gráficas Adell en México”, pero tampoco lo hace. Y luego, una noche, ya pasadas las once, a punto de abrir la puerta del edificio donde vive en Vilalba dels Arcs, lo secuestran; es decir, le dan “un golpe seco en la cabeza” y le aplican “un pinchazo en el cuello”.La Torre Glòries |
Los tres “magníficos”: Emilio Lozoya Austin, Javier Duarte y Enrique Peña Nieto |
Peña Nieto aplaude las triquiñuelas y chanchullos de Emilio Lozoya |
Ese impune asesinato que demudó a los lugareños de Bot (oprimidos bajo la bota de la violenta y sanguinaria dictadura franquista) hizo “que huyeran de la Terra Alta, su madre ingresó en el sanatorio psiquiátrico de Tarragona y, como sus tíos” eran muy humildes, “él ingresó en un orfanato”. Y “Su madre murió de tuberculosis año y medio más tarde.”
Según le puntualiza el documentado mafioso a Melchor, el único “delito” de su padre fue haber sido “el único miembro del Ayuntamiento republicano que volvió al pueblo después de la guerra”. Es decir, su padre, “un militante de Esquerra Republicana”, “había aceptado ser concejal del Ayuntamiento”. Y huyó de Bot “en la primavera del treinta y ocho” cuando los franquistas entraron “al caer el frente de Aragón”. Según el mafioso, su padre “se pasó el resto de la guerra en Barcelona, trabajando en la construcción de refugios antiaéreos y, cuando la guerra terminó, se marchó a Francia”, donde estuvo “tres años”. Según le comenta a Melchor, “hizo muy bien en marcharse, porque al volver al pueblo, los rebeldes [franquistas] responsabilizaron de los asesinatos [de la gente de derechas] a todos los republicanos que estaban en el Ayuntamiento, aunque sabían muy bien que la decisión de a quién matar y a quién no la habían tomado los comités de los partidos, no ellos. El problema fue que no encontraron a nadie a quien responsabilizar, porque toda la gente que había tenido alguna relación política o sindical con la República se había marchado, igual que había hecho mi padre. Estaban asustados, creían que los franquistas volvían para vengarse, y tenían razón.” No obstante, su crédulo padre volvió a Bot porque se tragó “la propaganda franquista, esa que decía que los republicanos que no tuvieran las manos manchas de sangre no tenían nada que temer, y que podían volver a casa sin que nadie los molestase.”
Javier Cercas |
Luego de revelarle toda la verdad y nada más que la verdad (eso parece), el gánster mexicano deja ir a Melchor sin que nadie lo toque ni lo despeine, incluso los gorilas le devuelven su pistola y el celular. Y enredado en sus cavilaciones miserablescas: denunciar al viejo o no denunciarlo, lo más probable es que no lo haga, y no sólo por el notorio y patético estado terminal del parlanchín vejestorio, que, según le dijo, recién llegó a Barcelona y se instalará en Bot, lugar donde nació en 1936, y donde vivieron y yacen sus mayores.