lunes, 19 de junio de 2023

Redburn. Su primer viaje

Dios les ha dado derecho a venir

 

I de V

Editada por Alba Editorial, en abril de 2008 apareció en Barcelona la traducción al español que Miguel Temprano García hizo de Redburn, la tercera novela del escritor norteamericano Herman Melville (1819-1891). Según apunta el traductor en su “Nota al texto”, la edición londinense se publicó unos meses antes que la edición neoyorquina, pero con cierta censura del editor británico (ñoña y vil mojigatería que quiso “suavizar el tono de algunas de las descripciones de los compañeros de tripulación de Redburn”); por ende, “la primera edición norteamericana, publicada en 1849 por Harper & Brothers en Nueva York y basada directamente en el manuscrito de Melville, ha sido siempre la edición de referencia y también aquella en la que nos hemos basado a la hora de traducir el texto.” A lo que se añade el hecho de que si bien no se trata de una rigurosa y exhaustiva edición anotada, el traductor introdujo una serie de notas, cuyas observaciones y relevantes datos enriquecen e inciden en la comprensión y apreciación de los intríngulis de la obra.

          

Alba Clásica XCVIII, Alba Editorial
Barcelona, abril de 2008

        Redburn. Su primer viaje tiene un largo subtítulo: “Recuerdos y confesiones del hijo de un caballero, enrolado como marinero en la marina mercante”. Y se divide en 62 capítulos con rótulos y números romanos. Y está precedida por una dedicatoria que pregona a los cuatro vientos (del ahora recalentado y envirulado globo terráqueo): “Este libro está dedicado a mi hermano pequeño Thomas Melville marinero en la ruta a la China.” Vale decir que ese “hermano pequeño” quizá era su primo, el homónimo hijo de su tío Thomas Melvill (hermano mayor de su padre), quien según apunta Elizabeth Hardwick en su biografía Melville (Mondadori, 2002), “le dio una paliza a un compañero de travesía, fue castigado y sobrevivió para caer enfermo de cólera y hundirse con su barco.”

           

Vita Breve, Mondadori
Barcelona, mayo de 2002

        Por los sucesivos comentaristas se sabe, a priori y de manera preliminar, que la novela Redburn, con remanentes autobiográficos, está basada en las vivencias que Herman Melville tuvo durante su primer viaje por el mar, de Nueva York a Liverpool (y viceversa), cuatro meses durante los cuales fue grumete del barco mercante St Lawrence. Herman Melville tenía entonces 19 o 20 años, pero su personaje Redburn Wellingborough bautizado así por su tío abuelo, “el senador Wellingborough, que murió siendo miembro del Congreso en los días de la antigua Constitución” (la datada el 17 de septiembre de 1787), grumete en el barco mercante Highlander, no es un perspicaz y pícaro jovenzuelo más o menos de esa edad, sino un adolescente de buen corazón y nobles pensamientos, con un indeleble bagaje bibliográfico en su memoria, pero signado por su ingenuidad e ignorancia (no sólo del oficio y del argot de la marinería, de la estratificación laboral y severa disciplina en un barco), pero también por su consubstancial creencia en Dios e idiosincrasia puritana. Por ejemplo, en el anónimo pueblo cercano a Nueva York en las inmediaciones del río Hudson (cuyo modelo quizá sea Lansingburgh), de donde parte y radican sus hermanos y hermanas (quizá sean ocho con él) y su humilde madre viuda que para el viaje le remendó los pantalones (cuyo modelo no parece ser Maria Gansevoort, la orgullosa y gastalona madre del autor), cada domingo iba a la iglesia y era miembro de la Asociación por la Abstinencia Total Juvenil.   

  La travesía de Redburn dura también cuatro meses (entre junio y septiembre): de Nueva York a Liverpool y viceversa; alrededor de un mes de ida y otro mes de regreso. Y en el inter: la estancia en el puerto de Liverpool; período durante el cual el Higlander permanece atracado en el muelle del Príncipe. Por ende, Redburn va y viene del barco al puerto; los marineros laboran en el Higlander durante el día y duermen allí en sus literas y se alimentan en la pensión el “clíper de Baltimore”, donde también empinan el codo con la “cerveza de recuelo” (“una especie de falsa cerveza, fabricada con lo que se saca al limpiar los barriles viejos”). Y él, solitario y sin amigos, los domingos va a la iglesia y explora Liverpool en su tiempo libre (a partir de las cuatro de la tarde), al principio más o menos auxiliado por una casi inútil y anacrónica “guía de viaje” impresa en 1803, que hace una treintena de años fue de Walter Redburn, su finado padre, quien la dató el “20 de marzo de 1808” en el “Riddough’s Royal Hotel”, edificio que Redburn busca y no localiza porque fue derruido. Vagabundeos que comprenden muchos episodios (que rebasan los márgenes de una reseña perdida en la web), entre ellos su encuentro e íntima amistad con Harry Bolton, un joven femenino por naturaleza, con menor estatura que él, pero unos años mayor; sin un clavo en el bolsillo, pero con un baúl repleto de ropa en una pensión; quien se dice, con su tendencia a fantasear, “heredero de unas cinco mil libras”, que dizque ya derrochó. Con quien en una súbita y efímera escapada a Londres incursiona, disfrazado y actuando para el caso, en un lujoso y espacioso burdel homosexual (con recargada y alusiva ornamentación, que Redburn llama “el palacio de Aladino”), sin que él, por ingenuo y falto de mundo, se percate de lo que en realidad es el mercantil sitio nocturno donde se halla posando a imagen y semejanza de “un joven príncipe Esterhazy” (mientras espera ver departiendo a condes, duques y lores entre los comensales), ni del oficio (para saldar una oscura deuda) que allí ejerce Harry Bolton durante esa vaporosa y etílica noche; quien con antelación, de un modo subrepticio, velado y semejante, obtuvo unas monedas de oro en los muelles del puerto de Liverpool; dinero que le sirvió para la utilería, los alimentos, las bebidas, y el viaje en tren de ambos.

  A través de Redburn, Harry Bolton, quien va en pos de un futuro prometedor en América, se enrola como grumete en el Highlander. Pero en el trayecto a Nueva York se revela su incompetencia e ignorancia de los hábitos y tareas de la marinería (se aterra sólo con la idea de trepar hasta la cima de la arboladura). Lo cual enfatiza su inclinación al fantaseo, pues a Redburn, entre sus mentiras para persuadirlo y encandilarlo, le dijo que había estado en Bombay, a donde supuestamente llegó como “conejillo de indias”, es decir, como guardiamarina de un barco de la Compañía de las Indias Orientales, y que por ello: “había trepado a menudo a los mástiles y aprendido a manejar las velas, por lo que no le cabía la menor duda de que no tardaría en convertirse en un consumado acróbata en el aparejo del Highlander”.

 

II de V

El libro de marras (publicado por Herman Melville a sus 30 años) es una especie de cuaderno de bitácora, diario de viaje, novela de aventuras y memorias autobiográficas, pues Redburn Wellingborough, quien es la voz narrativa, omnisciente y ubicua, si bien desglosa su narración de manera progresiva y paulatina, está evocando las circunstancias y vivencias de Su primer viaje desde la adultez, cuando ya es un experto marinero de larga data (fue cazador de ballenas en el Pacífico y quizá ha circunnavegado o casi), y con una inextricable añoranza y erudición (literaria, histórica, geográfica, cultural) que disemina a la largo de las páginas y de sus comentarios y pensamientos, continuamente salpimentados por referencias y alusiones bíblicas.

           

Allan Melvill
(1782-1832)

Retrato pintado en 1810 por John Rubens Smith

            Allan Melvill (1782-1832), el legendario padre de Herman Melville, quien murió en la ruina cuando el futuro escritor era un niño de 12 o 13 años, es el modelo, rezan los comentaristas, con que acuñó el entrañable y nostálgico bosquejo tutelar de Walter Redburn, el padre de Redburn Wellingborough, el memorioso héroe de la novela. En este sentido, en los episodios que preceden a su viaje y aventura como aprendiz de grumete a bordo del Highlander, apunta que su padre, ya “fallecido, había atravesado varias veces el Atlántico por cuestiones de negocios, pues había sido importador de Broad Street”; y que a él y a su hermano mayor les contaba anécdotas de sus viajes a través del océano, y “sobre todo de Le Havre, y de Liverpool, y de cuando subió a la cúpula de la catedral de St. Paul en Londres”.

            Pero lo que resulta singular (y algo premonitorio) es el hecho de que entre los libros de su ilustrado padre, que Redburn hojeaba en su infancia, había “dos grandes álbumes franceses verdes de estampas coloreadas que a esa edad yo apenas podía levantar. Todos los sábados mis hermanos y hermanas los sacaban del rincón donde estaban guardados y los extendíamos en el suelo para contemplarlos con infinito deleite.” Escudriñaban allí “ilustraciones de historia natural que mostraban rinocerontes y elefantes y tigres rayados; y sobre todo había una estampa de una enorme ballena, tan grande como un barco y cubierta de arpones, y tres botes que navegaban tras ella tan rápido como el viento.”

     


       Pues además de que en el trayecto de ida llega a apuntar con exultación (e idealismo y pulsión épica) sobre la vida marinera (epicentro del cosmos): “¡Dadme esta gloriosa vida oceánica, esta vida salada por el mar, esta vida salobre y espumosa, cuando el mar bufa y relincha y uno respira el mismo aire que respiran las ballenas!”, ve esos descomunales y míticos cetáceos por primera vez cuando el Highlander atraviesa los neblinosos Bancos de Terranova a lo que se añade el hecho indisoluble y quintaesencial de que él mismo fue marinero en un barco ballenero en el Pacífico

       


         Y más aún: la breve y última noticia que tuvo de Harry Bolton sobre su inesperada e infausta aventura de cazador de ballenas se la transmitió un inglés “que llevaba varios años en el Pacífico”, cuyo barco: Cazadora de Nantucket, “había tenido el privilegio de llevarlo hasta aquella parte del mundo.”

          

Maqueta de un ballenero de Nantucket

          
No obstante, dice, “lo que probablemente contribuyó más a convertir mis vagos anhelos y ensoñaciones en el propósito de ganarme la vida en el mar fue un viejo y anticuado barco de cristal, de unos cuarenta y cinco centímetros de largo y manufactura francesa, que mi padre había llevado a casa desde Hamburgo unos treinta años antes, como regalo” al senador Wellingborough, el susodicho tío abuelo de Redburn.

       

Maqueta de la ballenera San Juan

        
Ese barco de cristal, llamado La Reine, fue devuelto al donante tras la muerte del senador Wellingborough. Y según recuerda Redburn, “Lo guardábamos en una vitrina cuadrada de cristal, a la que una de mis hermanas le quitaba el polvo todas las mañanas, y estaba sobre una mesita de té holandesa con patas en forma de garras que había en un rincón del salón. Dicho barco, tras despertar la admiración de las visitas de mi padre en la capital, se convirtió en la maravilla y el deleite de todos los habitantes del pueblo donde vivimos después, muchos de los cuales pasaban por casa de mi madre sin ningún otro propósito que ver el barco. Y ciertamente merecía aquellas largas y curiosas inspecciones a las que lo sometían.

           


        “En primer lugar, estaba fabricado todo de cristal, lo que era una gran maravilla, pues los mástiles, las vergas y los cabos estaban hechos para que se pareciesen exactamente a las partes correspondientes de un navío capaz de navegar. Tenía dos filas de cañones negros a lo largo de las dos cubiertas; y a menudo yo escudriñaba las portillas, para ver qué más había dentro, pero los agujeros eran tan pequeños y dentro estaba tan oscuro, que poco o nada pude descubrir; aunque, cuando yo era muy pequeño, daba por sentado que, si alguna vez fuera capaz de abrir el casco y romper el cristal en pedazos, descubriría sin duda algo maravilloso, tal vez algunas guineas de oro, que me han hecho falta desde que tengo memoria. Y, en ocasiones, sentía el alocado impulso de convertirme en destructor del barco de cristal, de la vitrina y de todo lo demás para hacerme con el botín; un día en que se lo di a entender de algún modo a mis hermanas, corrieron a decírselo a mi madre con gran alboroto; y después de eso, colocaron el barco por un tiempo lejos de mi alcance, sobre la repisa de la chimenea, hasta que recobrase la razón.”

           


           Esa Reine de cristal, de la que Redburn abunda en minucias y detalles de la tripulación en miniatura (¡tiene hasta “un perro de cristal, con la boca roja”, que le ladra al despensero, “mientras el capitán se fumaba un cigarro de cristal en el alcázar”!) es una sobreviviente en su viaje por el tiempo, pues según apunta, “Todavía la tenemos en la casa, aunque por desgracia muchos de sus cabos y perchas están rotos y hechos añicos... No obstante, nunca he mandado arreglarla: su mascarón de proa, un valiente guerrero con bicornio, está sumergido bocabajo entre las olas de aquel mar calamitoso... y no he querido que nadie vuelva a ponerlo en pie, hasta que lo haya hecho yo; pues entre ambos hay un vínculo secreto y mis hermanas me cuentan, todavía hoy, que se cayó de su sitio el mismo día en que partí de casa para embarcarme en este mi primer viaje.”

 

III de V

Pese a que Redburn no tiene por objetivo ser una obra didáctica, sí parece que Herman Melville, a través de la mirada, de las vivencias y aventuras de su protagonista, tiene como proyecto aleccionar al lego sobre el submundo de la marinería y su vocabulario, sobre la arquitectura de un navío mercante (incluidos los detalles y el mantenimiento del mascarón de proa: “un robusto y valiente escocés de las tierras altas”) y sobre el día a día en un enorme barco de vela de tal índole y, por ende, sobre las diversas tareas que la tripulación, rigurosamente tipificada, confronta y realiza en altamar (entonando canciones marineras), no sin conflictos, sinsabores ni peligros. En el trayecto de ida al puerto de Liverpool, aunado a su aprendizaje y oficio de grumete del Highlander (resulta hábil para trepar hasta lo alto del aparejo), e inextricable a la semblanza del capitán Riga, del oficial primero y del segundo, y de algunos marineros (entre ellos el despensero, el cocinero negro y sobre todo el patán Jackson, un despreciable y odioso energúmeno que domina y coacciona a casi toda la fauna rastrera), descuella el trato ríspido y soez con que discriminan al adolescente y novato; y los motes, las burlas y mofas con que lo humillan e impiden que se alimente y duerma como le correspondería, ya por su inexperiencia, falta de malicia y educada conducta, como por la estrambótica chaqueta de cazador que porta, cuyos grandes botones, “sobre cada uno de los cuales había un zorro tallado”, induce a que lo apoden Buttons (Botones). No obstante, también lo apodan Boots, por sus inadecuadas botas; y Jack, que “era el apodo con el que se conocía a todos los marineros”. No entraña, entonces, que Redburn anote casi con melancólica orfandad: “El mundo entonces me parecía frío y amargo como el mes de diciembre, y tan crudo como sus tormentas; no hay mayor misántropo que un muchacho decepcionado; y eso era yo con mi alma tantas veces azotada por la adversidad.”

            Esto pone en tesitura de juicio el hecho de que en el decurso narrativo abundan, de un modo ineludible, las anécdotas y los episodios que ilustran sobre las peculiaridades de la maldad, de la miseria, de la deshumanización y del egocentrismo que distinguen el comportamiento del género humano a través de todos los lugares y tiempos. Por ejemplo, antes de emprender Su primer viaje, su hermano mayor, débil y frágil por un padecimiento incurable (el modelo de éste parece ser Gansevoort, el hermano mayor de Herman), le regala su chaqueta de cazador y su carabina de caza, la cual Redburn, para hacerse de un volátil dinero que no tiene, se la vende a un prestamista de nariz ganchuda, cuya avaricia, tacañería y abusivo comportamiento traza el arquetipo de la comunidad de usureros judíos asentados en esa zona neoyorquina. En Liverpool, Redburn, que desde niño es un inveterado lector, entra a una “sala de prensa” (un salón de lectura); pero además de las mezquinas miradas reprobatorias que fustigan su facha desarrapada y pobretona, un petulante tipejo lo pone de patitas en la calle. Próximo a los cercados y vigilados muelles de Liverpool, hay un vertedero donde se acumula la basura y los desechos de los barcos (botín de reventa del que, previamente, el segundo oficial ya expurgó e hizo su agosto). Redburn, que deambula por esos mugrientos lares, reporta la indigencia y las penurias de las míseras mujeres pepenadoras que pululan y hurgan allí; pero también su dureza, frialdad y seca indiferencia cuando intenta, sin lograrlo, que auxilien a la cadavérica mujer (que ellas conocen), con dos cadavéricas niñas y un cadavérico bebé, que él oyó (un tenue y quejumbroso llanto) y vislumbró, por causalidad, en un sótano abandonado del pasaje Lancelot. Redburn, en su intento por socorrer ipso facto le comunica la dramática escena (de hambre y abandono) a un policía; pero éste, que da visos de saber de qué se trata, se niega a mover un dedo: “No es asunto mío, amigo”, le dice, “Esa calle no está en mi sector.” Redburn, en su impotencia, les lleva un poco de pan y queso; y una de las chiquillas, a quien le faltan fuerzas para ingerir eso, le pide “agua”. Obviamente, Redburn sale hecho una flecha para conseguirla. Pero poco después descubre “que la bodega estaba vacía”, que en el “lugar de la mujer y las niñas había un reluciente montón de cal”. Según dice: “No pude averiguar quién se las había llevado, o dónde las dejaron, pero mis oraciones habían tenido respuesta: estaban muertas y en paz.”

           

Monumento a la hambruna en Dublín

           No asombra, entonces, que el barco mercante Highlander, que es un microcosmos que refleja el macrocosmos terrestre, no esté exento de las corruptelas, individuales y sociales, que signan las transacciones mercantiles y económicas que forran los bolsillos de unos pocos. Esto lo denota el capitán Riga con la dualidad de su postura y teatral hipocresía. Antes de partir, lúdico, dicharachero y socarrón, contrata al novato Redburn (un manejable y explotable “chico de pueblo”, ve) prometiéndole la tutoría al señor Jones, el amigo del hermano mayor que acompaña a Redburn hasta los muelles en busca de empleo y al barco, quien, pretendiendo beneficiarlo, le pregona al capitán Riga que es hijo de un caballero que fue un “acaudalado comerciante”, “de las mejores familias de América”, que “cruzó el Atlántico en varias ocasiones para atender varios negocios de suma importancia”. Pero ya en la travesía el capitán Riga se torna desdeñoso, cerrado y omiso, como si nunca hubiera visto ni oído a tal muchachillo. Y cuatro meses después, al regresar a Nueva York, una vez que uno a uno le ha pagado a toda la tripulación, finge no advertir que el par de grumetes: Redburn y Harry Bolton, están allí esperando su pactada paga, que es la menor de todas las pagas: tres dólares por mes. El capitán Riga, como si también tuviera una hedionda y repleta bacinilla colgada con una argolla en las fosas de su nariz ganchuda, vocifera los supuestos yerros y deudas de Redburn (al que sólo le adelantó tres dólares en Liverpool) y determina no pagarle nada: ni un clavo. Y a Harry Bolton, que también cobró tres dólares adelantados en Liverpool, con matizados enredos, sólo le pagará, dice, “un dólar y medio”, y por ello le entrega “seis monedas de dos chelines”. Las cuales Harry arroja “con desprecio sobre el escritorio” y exclama, antes de marcharse con Redburn: “¡Ahí tiene, capitán Riga, puede quedarse con su calderilla! Ha estado en su bolsa y me daría urticaria quedármela. Que tenga muy buenos días.”    

     Vale añadir que esa ventajosa y alevosa falta de escrúpulos del capitán Riga no es un caso aislado, pues parece ser la norma que signa y trasmina los tejemanejes de ciertos negocios, algo turbios o negros, de la marina mercante que va y viene de Nueva York a Liverpool. Si bien, sobre todo en el trayecto de ida, Redburn relata la estratificación y el modo de vida de los marineros que laboran, duermen y se alimentan en el Highlander (incluso lo que comen y la ritual manera de hacerlo, dándole a él pescozones en el cráneo con las duras galletas de barco), no data cuál es la carga que llevan a Liverpool; pero sí las características de una carga con la que el barco regresa a Nueva York: unos quinientos inmigrantes de escasos recursos, irlandeses en su mayoría. A los que se añaden unos cuantos pasajeros de camarote, con poder pecuniario, y por ende se alimentan mucho mejor y son atendidos por un servil camarero.  

 

Caricatura en la que se retrata a los emigrantes
irlandeses como violentos y conflictivos

           Pero el Highlander no es un navío de pasajeros y los emigrantes pobres son ingeniosamente instalados en cubierta, no obstante, a merced de las inclemencias del tiempo. Y previamente, para engatusarlos (incluidos los pasajeros de camarote), los agentes, los armadores y los capitanes los engañan y no les informan, con previsión, que deben llevar alimentos para un promedio de unos dos meses, y no para un poco más de veinte días, como les dicen. Es decir, se pasan por el maloliente arco del triunfo “la ley inglesa respecto a las raciones de comida que debe llevar consigo cada emigrante que embarca en Liverpool”. De modo que llega el momento en que a todos los pasajeros se les agotan los comestibles. Por una petición en comitiva, el capitán Riga ordena que a cada pasajero de camarote (hay niños entre ellos) les briden, a cada uno, “una galleta de barco y dos patatas al día”. (Esas galletas son tan duras como piedras.) Mientras “decenas de emigrantes se paseaban por cubierta en busca de algo que devorar. Saqueaban el gallinero, se llevaban los pollos de tapadillo y los guisaban en la cocina pública [o sea: en el fogón comunitario instalado en cubierta por los emigrantes]. Hacían incursiones en la pocilga del barco y raptaban a un prometedor lechón que devoraban crudo, pues no se atrevían a deshacerse de su cuerpo de otro modo; rondaban el tabuco del cocinero, hasta que éste tenía que salir a amenazarles con un cucharón lleno de agua hirviendo; asaltaban al despensero en sus trayectos habituales del camarote a la cocina; merodeaban por el castillo de proa para robar la cesta del pan y acosaban a los marineros como mendigos de la calle [en Liverpool son legiones los indigentes], pidiéndoles un bocado en nombre de la Iglesia.

“Al final, se vieron empujados a cometer tales excesos que aquel Grande de Rusia, el capitán Riga, redactó otro ucase advirtiéndoles de que cualquier emigrante al que se encontrase culpable de robo sería atado al aparejo y azotado.”

    Pero el episodio más difícil y dramático que enfrenta el total de la población que trasporta el Highlander, y que incide en esa hambruna que empuja al robo, al saqueo, a la deshonra y a la mendicidad, ocurre veinte días después de haber dejado atrás las inmediaciones de la isla irlandesa Cape Clear. Una sucesión de tormentas que duran una semana, con furiosos vientos y mucha lluvia, obligan al resguardo. Previsiblemente, a quien peor les va es a los inmigrantes irlandeses, quienes se ven obligados a dejar la cubierta y a amontonarse en la antecámara, donde en un tris se avecina “una fiebre maligna” que, en medio de la fobia, del hambre y de las tensiones, diezma a emigrantes, pero también a marineros y a pasajeros de camarote, entre quienes figura un médico que niega serlo y no mueve un dedo por terror al contagio. Según reporta Redburn, “no me cabe la menor duda de que fue aquel repugnante confinamiento en un agujero cerrado, abarrotado y sin ventilación, unido a la falta de comida, lo que, ayudado por la falta de higiene personal, trajo una fiebre maligna.”

   

El interior de un barco ataúd

        Desencadenada la voraz epidemia, los emigrantes, apilados en la antecámara, hacen una barricada de baúles que separa a la mayoría de los primeros cuatro contagiados, postrados en literas contiguas. Ante tal medida, que según el capitán Riga no detendrá el contagio, ordena bajar a los renuentes marineros y deshacer la barrera. La orden no se logra cumplir por la valentona y retadora oposición de los emigrantes. Y Redburn, que va en la vanguardia, reporta el dantesco escenario: “La imagen que nos esperaba era ciertamente infortunada. Era como entrar en una cárcel superpoblada. Desde las hileras de literas, cientos de caras flacas y sucias se volvieron hacia nosotros, mientras sentados en los baúles había cientos de hombres sin afeitar, fumando hojas de té y contribuyendo a crear un vapor sofocante. Pero aquel vapor era mejor que el aire del lugar que, por motivos casi increíbles, era extremadamente fétido. En cada rincón, las mujeres se apiñaban unas contra otras, llorando y lamentándose; los niños les pedían pan a sus madres, que no tenían nada que darles; y los ancianos, sentados en el suelo, se recostaban contra los barriles de agua con los ojos cerrados y casi faltos de aliento.”

  Infernal escenario que, por sus detalles, resulta, quizá, más espeluznante y sobrecogedor que la súbita aparición de una especie de barco fantasma como surgido del más allá: los restos del naufragio “de un barco maderero de New Brunswick”, provincia de Canadá, que los tripulantes de Highlander vieron, demudados, en el mar de Irlanda, en su trayecto de ida al puerto de Liverpool (y que tal vez Arthur Gordon Pym pudo soñar en una nebulosa pesadilla):

 

Ilustración de Luis Scafati  en la
Narración de Arthur Gordon Pym (Zorro Rojo, 2015
)

        “Era un espectáculo siniestro: una goleta desmantelada y casi hundida que debía llevar a la deriva varias semanas. Las bordas casi habían desaparecido y, aquí y allá, se alzaban los candeleros y el codaste y partían en dos las olas que rompían sobre la cubierta casi al nivel del mar. El trinquete estaba roto a menos de un metro de la base y los restos astillados parecían el tocón de un pino tirado en medio de un bosque. Cada vez que los restos asomaban entre las olas se veía la escotilla principal abierta, pero enseguida volvía a llenarse y a sumergirse con un gorgoteo a medida que entraba en ella el agua.

En lo alto del tocón del palo mayor, a unos tres metros de la cubierta, había clavado algo parecido a una manga: supimos que eran los restos de una chaqueta que debió clavar allí la tripulación como señal y que el viento había hecho jirones.

“Atados e inclinados sobre el coronamiento, había tres objetos oscuros y verdosos que se movían al ritmo de las olas, pero por lo demás estaban inmóviles. Vi que el capitán apuntaba hacia ellos su catalejo y por fin le oí decir: ‘Deben de llevar mucho tiempo muertos’. Eran marineros que se habían atado al coronamiento para no ahogarse y habían muerto de hambre.”

 


           Pero desde la noche de los tiempos, y como por arte de birlibirloque o por la inescrutable voluntad del todopoderoso y ubicuo dedo flamígero, luego de la tormenta viene la calma; y de la negra y maligna oscuridad emerge la aurora, casi como una aleluya, como un jubiloso canto divino de angelitos alados y mofletudos vibrando en el tabernáculo. Pues “mientras los muertos partían, su lugar en las filas de la humanidad volvió a ocuparse con el nacimiento de dos niños, cuya llegada al mundo habían apresurado la plaga, el pánico y el temporal. El primer llanto de uno de aquellos niños casi coincidió con el chapoteo que hizo su padre al hundirse en el agua. Así vamos y venimos. Aunque rodeados por la muerte, sobrevivieron tanto las madres como los niños.”

 Según reporta Redburn:

“A media noche, el viento amainó y dejó mucha mar de fondo y, por primera vez en una semana, un cielo despejado y estrellado.

“En la primera guardia matutina, me senté con Harry en el molinete a contemplar las olas, que, vistas de noche, parecían auténticas montañas, sobre las que podrían haberse construido fortalezas y verdaderos valles, que podrían haber albergado pueblos, bosques y jardines. Parecía un paisaje de Suiza, pues en aquellas oscuras gargantas purpúreas rompía a menudo, como si de una avalancha se tratase, la blanca espuma de la cresta de las olas con un estruendo y burbujeo que parecía estar engullendo seres humanos.

“Al día siguiente por la tarde, cesó la mar de fondo y surcamos las olas a todo trapo desplegado, bonetas incluidas, nuestro mejor timonel a la rueda con el mismísimo capitán a su lado y una suave y alegre brisa en el coronamiento.

“Despejamos la cubierta y la frotamos hasta dejarla seca, y luego todos los emigrantes que no estaban enfermos se desparramaron por ella a inhalar el aire delicioso, extender al sol la ropa de cama húmeda y disfrutar de la generosa caridad del capitán, que últimamente había considerado apropiado aumentar la cantidad de comida que les correspondía. Varios de ellos se unieron a un grupo de marineros que entraron en la antecámara con cubos y escobas e hicieron una buena limpieza y sacaron a cubierta no sé cuántos cubos llenos de inmundicia. Aquello era más parecido a limpiar un establo que un alojamiento de hombres y mujeres. Ese día enterramos a tres [lanzándoles al mar]; al día siguiente a uno y luego la pestilencia nos abandonó, con siete convalecientes que, instalados junto a la escotilla abierta, pronto respondieron al tratamiento y tiernos cuidados del oficial.”

     El corolario que matiza esa corrupción sistémica que sin reparos morales lucra y se forra, deshumanizadamente, con los emigrantes pobres, y no tan pobres, se observa, también, en el arribo a Nueva York; pues para eludir la cuarentena de rigor y la inspección del “oficial de cuarentena”, quien por Staten Island señala su posta con “una bandera de color amarillo pálido” enarbolada en “un mástil blanco”, debió obrar algún soborno contante y sonante, pues el Highlander pasó por allí sin mayor pena ni gloria y sin que nadie inspeccionara el barco ni a los inmigrantes, y por ende Redburn apunta: “Nunca supimos por qué nos dejaron pasar sin abordarnos”.

   

Emigrantes en Ellis Island (1892)

               En este sentido, ya en las inmediaciones del puerto de Nueva York, para burlar la cuarentena y maquillar al Higlander de impoluta asepsia, se ordenó una limpieza de cabo a rabo, lo que no la eximió de una infecta cauda contaminante, frecuente en esos mares que, con el vaivén, recala en la costa. Según narra Redburn: “La antecámara se había convertido en una casa de locos: se cerraban y ataban baúles con cuerdas y por todas partes se veía a gente lavándose la cara y las manos. Mientras eso ocurría, llegó la orden del alcázar de arrojar al mar todas las camas, mantas, cabezales y hatos de paja de la antecámara. Una orden que los emigrantes recibieron con consternación primero y con ira después. Pero se les aseguró que se trataba de una medida indispensable para librarse de una posible cuarentena que podía durar largas semanas. El caso es que aceptaron a regañadientes, y almohadas y jergones acabaron yéndose por la borda. Detrás fueron viejos potes y sartenes, botellas y cestas. El mar quedó cubierto de edredones que flotaban sobre las olas, convertidos en colchones para cualquier sirena que no fuese melindrosa. Un sinfín de cosas parecidas, arrojadas por la borda desde los barcos emigrantes al acercarse al puerto de Nueva York, flotan en los Narrows y acaban depositándose en las costas de Staten Island, a lo largo de cuya playa oriental yo había paseado a menudo y especulado sobre el origen de las jarras rotas, almohadas desgarradas y cestas deshechas que encontraba a mis pies.”

 

IV de V

Redburn Wellingborough, quien ya es un hombre maduro al redactar sus pensamientos y los episodios y aventuras de Su primer viaje, no se confiesa homosexual, aunque quizá lo sea o quizá no. Qué más da. Lo que sí parece es que Herman Melville (quien al escribir no era un burro ni un inconsciente visionario del octavo día), a través de la mirada y de la perspectiva de su protagonista, confronta, de un modo revulsivo, el machismo y la atávica homofobia de su tiempo, pues a su protagonista no se le traba la lengua ni se ruboriza al describir la belleza femenina de Harry Bolton (incluida su voz dotada para el canto), ni al referir lo femenino que él observa en las piernas de Carlo (“de rodillas abajo”), un adolescente italiano de unos 14 años, algo regordete y bajo de estatura, quien viaja entre los emigrantes irlandeses y toca el organillo por gusto y para el baile colectivo, y para subsistir y desplazarse por las callejuelas y recovecos del mundanal orbe. Las interpretaciones de Carlo dan pie a que Redburn reflexione, con cierta erudición y exaltación, sobre la música y sus instrumentos; e incluso a que deslice alguna pátina homoerótica no muy críptica: “¡Toca, toca, joven italiano! Qué más da que no suenen todas las notas, hay algo en mi interior que completa la melodía. Vuelve hacia mí tus ojos pensativos y matutinos, y mientras me arrastran los dos órganos —uno tuyo y otro mío—, deja que me asome a tu mirada insondable: hacerlo es tan hermoso como mirar en los mares de Sur y contemplar los rayos deslumbrantes de los delfines.”

         


        Esto trae a colocación el matiz homoerótico que también parece subyacer en el marinero (ex “tripulante de un barco de guerra”) que exhibe, para que todos los vean, “sus preciosos pies”, “que eran particularmente pequeños”; y en la peculiar cercanía amistosa que día a día cultivan el despensero y el cocinero negro. El despensero es “un apuesto dandi mulato que había sido barbero en Broadway”, el mismo “mulato de aspecto elegante” (pisaverde al parecer) que servía (con un gran anillo) al capitán Riga en su camarote la primera vez que lo vio luciendo un “magnífico turbante”; y el señor Thompson, el cocinero negro, quizá “miembro de una de esas iglesias negras que hay en Nueva York”, trajina en su cochambrosa covacha y no sólo los domingos lee su cochambrosa y luida Biblia que, para asombro de Redburn, tiene atada “con una cinta de cuero al barril donde guardaba la grasa que espumaba del agua en la que cocía la ternera salada”. “Cada tarde, al caer el crepúsculo, aquellos dos, el cocinero y el despensero, se sentaban en un banquito de la cocina y se recostaban el uno en el otro, como hermanos siameses, para no caerse, pues el banco era muy corto, y se quedaban hasta después de oscurecer fumando una pipa y cotilleando sobre los sucesos acontecidos durante el día en el camarote.” Mullido y reconfortante idilio que preludia la consabida cercanía corporal y fraterna que, en Moby Dick (1851), cultivan Ismael, joven, blanco y protestante, y el pagano, idólatra y arponero Quiqueg, aborigen de cráneo rapado y piel oscura y tatuada.

           

Ismael y Quiqueg

         Vale añadir que, por contribuir a la tacañería y al rapaz ahorro del capitán Riga, el cocinero negro (“el doctor”) es el tripulante del Highlander que más paga recibe al retornar a Nueva York: “no había pedido ningún anticipo” y “cobró la hermosa suma de setenta dólares”. Y el color de su piel, por asociación, ilustra sobre el contraste racista que Redburn observa en Nueva York y en Liverpool: en el puerto inglés un negro puede pasear con una mujer blanca; en el puerto norteamericano sería un escándalo (y tal vez habría una vocinglera recriminación de patio de vecindad o hasta un raudo y violento linchamiento público). 

           

Monumento a lord Nelson en Liverpool
(detelle)

           Pero además, Redburn, crítico de la esclavitud y del racismo, reflexiona, en Liverpool, hojeando el monumento estatuario donde lord Nelson muere en brazos de la mítica Victoria: “Aquellas desconsoladas figuras de cautivos representan las principales victorias de Nelson, pero no podía mirar sus miembros atezados y sus grilletes sin pensar involuntariamente en cuatro esclavos africanos en el mercado de esclavos.” Y por ende piensa en la esclavitud “en Virginia y en Carolina y también en el hecho histórico de que el tráfico de esclavos africanos fue, en cierta época, el principal comercio de Liverpool, y que la prosperidad de la ciudad se suponía indisolublemente ligada a su continuación”.

 

Monumento a lord Nelson en Liverpool
(detalle)

V de V

El marinero Redburn Wellingborough, como se entrevé en lo reseñado, no se limita a evocar y a narrar los episodios y aventuras de Su primer viaje, sino que es proclive a la reflexión y al comentario, a veces circunstancial, filosófico o religioso, y a las mil y una citas y alusiones librescas y no sólo bíblicas. En sentido, descuella el hecho de que ve a la Unión Americana como “una tierra prometida”, un ámbito ecuménico, propio del american dream, en el que tienen cabida la multitud de emigrantes de todas las latitudes del globo terráqueo. Y lo hace por su intrínseca óptica idealista, humanitaria y bondadosa, inextricable al designio cosmogónico y divino en el que cree. En este sentido, desde el púlpito de libro, y como si a través de él discursara el ectoplasma del senador Wellingborough y el eco de Nostradamus, le arenga al lector norteamericano buscando su solidaridad y reconversión:

        

Herman Melville
(c. 1846-47)

Retrato al óleto de Asa Weston Twitchell

          “Dejemos a un lado esa manida polémica nacional sobre si debería permitirse que semejantes multitudes de extranjeros pobres desembarquen o no en nuestro país; olvidémosla con la idea de que, si pueden llegar hasta aquí, es que Dios les ha dado derecho a venir, aunque traigan consigo a toda Irlanda y sus miserias. Pues el mundo entero es patrimonio del mundo entero y es imposible saber quién es dueño de una piedra de la Gran Muralla China. Dejemos esa polémica a un lado y pensemos sólo en la mejor manera en la que pueden venir los emigrantes, ya que vienen, quieren venir y vendrán.”

         

Emigrantes llegando a Nueva York

             
Y si bien Redburn dice muy poco del esclavismo y del racismo en Norteamérica, y ninguna palabra sobre la destrucción civilizatoria y la sangría étnica que conllevó la conquista y paulatina colonización de esas latitudes por parte de emigrantes europeos de pellejo blanco y barba tupida (que no se limitaron a la fiebre del oro en el viejo, salvaje y lejano Oeste), argumenta, crítico de la autosegregación judía, pero con un criterio conciliador (utopista y visionario) más allá de las fronteras nacionales, sobre la población radicada en esa geografía a mediados del siglo XIX:

           

Emigrantes en Nueva York

            “Hay algo en el modo en que ha sido poblada América que, al contemplarlo, destruye para siempre en cualquier espíritu noble los prejuicios nacionales.

     “Habitada por gente de todas las naciones, todas las naciones pueden reclamarla como suya. Es imposible derramar una gota de sangre americana sin derramar la sangre del mundo entero. Ya sea inglés, francés, alemán, danés o escocés, el europeo que se mofa de un americano está llamando Racca a su propio hermano y se arriesga a ser juzgado por ello [‘...La palabra Racca, traducida del arameo, significa cabeza vacía o sin seso’]. No somos un pueblo estrecho de miras, de intolerante nacionalidad hebrea; nuestra sangre no se ha degradado en el intento de ennoblecerla con una sucesión exclusivamente limitada a nosotros mismos. No, nuestra sangre es como la corriente del Amazonas: está hecha de un millar de nobles afluentes que desembocan todos en uno. No somos tanto una nación como un mundo, pues a menos que podamos decir, como Melquisedec, que el mundo es nuestro padre, no tendremos ni padre ni madre.

“[...]

“Somos los herederos de todos los tiempos, y compartimos nuestra herencia con todas las demás naciones. En este hemisferio occidental todas las tribus y los pueblos se están uniendo en un todo confederado, y habrá un futuro en el que veamos a los hijos de Adán reunidos como en el viejo hogar del Edén.”

 

 

Herman Melville, Redburn. Su primer viaje. Traducción del inglés al español y notas de Miguel Temprano García. Colección Alba Clásica número XCVIII, Alba Editorial. Barcelona, abril de 2008. 520 pp.

           

miércoles, 14 de junio de 2023

El invitado tigre

El Tigre Amarillo gobierna a los otros 
y es el centro del mundo

I de II
Traducidos del inglés, los 16 cuentos del chino P’u Sung-Ling antologados en L’ospite tigre, aparecieron en italiano, en 1979, editados por Franco Maria Ricci con el número 17 de la serie La Biblioteca di Babele; y con el título El invitado tigre en enero de 1985 se imprimieron en español, en Madrid, con el número 12 de La Biblioteca de Babel, colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges, editada por Jacobo Siruela, en cuya segunda de forros se lee:  
La Biblioteca de Babel núm. 12
Ediciones Siruela
Madrid, enero de 1985
   “Después de algunos días pasados con Borges en Buenos Aires, el editor Franco Maria Ricci concibió la idea de una colección de literatura fantástica única en el panorama editorial contemporáneo. 
   “Cada volumen, dedicado a la obra de un escritor, sería seleccionado y prologado por el gran escritor argentino.
   “A lo largo de sus treinta títulos, el lector seguramente se verá sorprendido por una coherente reunión de textos insólitos, donde junto a las generosas fuentes orientales hallará algunos escritores secretos de Occidente y otros muy famosos que serán redescubiertos por el saber y la sensibilidad borgianos.
  “Para esta edición se ha querido respetar el diseño gráfico original, haciendo honor a la colección ideada por Ricci, así como recopilar todas las traducciones existentes de Borges para su Biblioteca personal, que será, sin duda, una apreciada rareza bibliográfica para los años futuros.”
Contraportada
  Al final, fueron 33 los títulos de La Biblioteca de Babel y no 30. Y la Biblioteca personal de Jorge Luis Borges —menos elitista por su menor costo y más popular por su distribución en estanquillos y puestos de periódicos— fue una colección de libros que la editorial argentina Hyspamérica comenzó a editar en 1984, en Buenos Aires y en Madrid, interrumpida por la muerte de Borges el 14 de junio de 1986, y que publicó 75 libros, los tres últimos sin prólogo de Borges, quien para tal colección fue asistido por María Kodama, su viuda y heredera universal de sus derechos de autor, quien colaboró con él en Breve antología anglosajona (La Ciudad, Santiago de Chile, 1978) y con fotografías en Atlas (Sudamericana, Buenos Aires, 1984). Mientras que María Esther Vázquez —amiga y amanuense de Borges, su lazarilla y ordenanza en varios viajes y colaboradora de él en Introducción a la literatura inglesa (Columba, Buenos Aires, 1965) y en Literaturas germánicas medievales (Falbo, Buenos Aires, 1965)— dice, en la “Cronología” de su libro de entrevistas Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, Madrid, 2001), que también colaboró con él en La Biblioteca di Babele. Y según apunta allí, también figura en un lujoso volumen (un lujo para bibliófilos que pujarían en Sotheby’s); según reseña: “En mayo [de 1974] aparece en Milán la más lujosa edición que se haya hecho hasta el presente de una obra de Borges. Se trata del cuento El congreso, editado por Franco Maria Ricci, en la colección I segni dell’uomo. Es un volumen encuadernado en seda (35 por 24), con letras de oro, ilustrado con casi medio centenar de miniaturas de la cosmología Tantra a todo color y pegadas. Se imprimió en caracteres bodonianos sobre papel Fabriano, hecho a mano. Fueron tirados tres mil ejemplares numerados y firmados. El volumen tiene 141 páginas y se completa con una entrevista, una cronología y una bibliografía realizadas por la autora de este libro, especialmente para esa edición.”

Jorge Luis Borges y María Esther Vázquez en Villa Silvina
Mar del Plata, febrero de 1964
Foto: Adolfo Bioy Casares
  Ante tal rareza para adinerados, quizá valga citar dos onerosos y singulares reconocimientos de entre los muchos que Borges recibió en Europa y en el continente americano. En la misma “Cronología”, María  Esther Vázquez anota que “el 21 de marzo [de 1984, Borges] parte para un viaje de cuatro meses que inicia en Palermo (Sicilia), donde lo hacen doctor honoris causa de la Universidad y recibe una rosa de oro como homenaje a la sabiduría, que pesa medio kilo”, nada menos. 

   
Borges recibe una rosa de oro en 1984
como homenaje a la sabiduría
Universidad de Palermo, Sicilia.

Foto en Album Borges (Gallimard, París, 1999),
Iconografía comentada y anotada por
Jean Pierre Bernés.
         Y “a fines de julio [del mismo año] viaja a los Estados Unidos. Allí recibe otro doctorado honoris causa y el editor italiano Franco Maria Ricci ofrece una comida en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional de Nueva York para 450 personas y en su transcurso entrega a Borges 84 libras esterlinas de oro, la primera de 1899, año del nacimiento de Borges y así sucesivamente las 83 restantes de cada uno de los años que le tocó vivir.” ¡Órale! ¡Qué paquete! Episodio del que Borges habla al término de la XVII entrevista reunida por María Esther Vázquez en su libro Borges, sus días y su tiempo, fechada en 1984:

(Punto de lectura, Madrid, 2001)
  “—Hablemos del premio que te han dado hace unas semanas en los Estados Unidos.

“—La invención es realmente extraña. Resulta que desde que yo nací, sin saberlo, sin que nadie lo supiera tampoco, he ganado una libra esterlina por año. Eso no parece excesivo, pero cuando al cabo de ochenta y cuatro años uno recibe un cofre con ochenta y cuatro monedas de oro donde de un lado está san Jorge...
“—Ahora el ex san Jorge, lo han defenestrado, lo han echado del Santoral.
“—Sí, pobre. De un lado, está el pobre ex san Jorge con su dragón; del otro efigies de Victoria, de Eduardo VII, de Jorge V, de Isabel II. Además, el oro tiene un valor mítico; ochenta y cuatro monedas de oro dan la sensación de un capital infinito.
“—Sobre todo por el valor de su antigüedad. ¿Quién, si no es un coleccionista o una señora casi centenaria, que haya conocido de niñita a la reina Victoria, puede conservar una moneda del año en que ella murió, en 1901?
“—¡Caramba! Uno piensa en la reina Victoria y la ve tan lejana en el tiempo y yo nací dos años antes de que ella muriera.
“—Bueno, pero pareces mucho más moderno que la reina Victoria.
“—¡Eso espero!
  “—¿Quién juntó esas libras esterlinas?
“—El editor italiano Franco Maria Ricci, quien dirige la revista de arte y literatura FMR, cuyo nombre corresponde a las iniciales de Ricci. A él se le ocurrió que la revista me diera ese premio rarísimo. Ahora bien, él inició la campaña de FMR, que ahora se venderá en los Estados Unidos, con una comida rarísima en la Biblioteca Nacional de Nueva York.
“—¿Tiene comedor la Biblioteca Nacional?
“No. Se habilitó en la sala de lectura. Había cuatrocientos cincuenta invitados. Él importó, conociendo lo que es la comida americana, cuatro cocineros de Parma y se comieron unos tortellinis no inferiores a los que nos había ofrecido en Italia. Hablaron muchas personas, me entregaron el premio y yo pensé: ‘Recibo un premio de Italia, un país que quiero tanto; me lo dan en Nueva York, una ciudad que quiero tanto, y me lo entrega Ricci, un viejo amigo y mecenas’. Todo parecía un sueño. Agradecí, al final de esa comida espléndida, desde una alta tarima, que me hacía recordar al patíbulo. Me sentí agradecido por lo singular de ese regalo. El cofre es muy lindo, del tamaño de un infolio y cada moneda tiene un nicho circular y las han puesto de tal manera que a veces se ve el santo y el dragón, o mejor dicho, el ex santo y el ex dragón. Pero el dragón da lástima porque san Jorge parece tan grande, tan poderoso con una gran lanza matando a un gusanito; no me parece equitativa esa lucha.” 
Jorge Luis Borges y Franco Maria Ricci
París, 1977

Foto en Un ensayo autobiográfico (E/GG/CL, Barcelona, 1999)
  Además del reconocimiento a Borges y de la sonora publicidad para la revista FMR en Estados Unidos, quizá el tributo de libras esterlinas: una rutilante y progresiva colección de 84 monedas de oro, propia de un curioso numismático y de un anticuario, haya obedecido al remanente autobiográfico implícito en “El oro de los tigres” (poema que cierra su poemario homónimo editado por Emecé en 1972 con ilustraciones de Raúl Russo) y al no siempre recordado hecho de que el niño Georgie coleccionaba libras esterlinas, según dijo en una entrevista que las jóvenes Patricia Somoza y Anna Lisa Marjak le hicieron en el departamento B del sexto piso de Maipú 994 en “marzo de 1985”, ex profesa para el número 1 de Diagonales, revista editada en México bajo la dirección de Juan García Ponce, autor del libro La errancia sin fin: Musil, Borges, Klossowski (Anagrama, Barcelona, 1981), que obtuvo el IX Premio Anagrama de Ensayo:



Borges charla con Juan García Ponce y Michelle Alban
México, diciembre de 1973
“—[...] El primer número de la revista está dedicado al oro.
“—¿El oro? Recuerdo que cuando era chico yo coleccionaba libras esterlinas. Claro, estaba el fulgor del oro. Además ese dragón. Y había una moneda argentina del mismo valor, pero,... era argentina. Claro, estaba simplemente el busto de la libertad con gorro frigio, y eso para un chico es menos interesante que un caballero y su dragón, ¿no? De modo que coleccionaba libras esterlinas. La libra esterlina se conseguía fácilmente en Buenos Aires. Valía —creo que el precio ha subido desde entonces— 12.50 pesos, y el dólar valía 2.50 —creo que ha subido también el precio desde entonces—. Increíblemente era un país muy barato éste [...]”
Moneda de 2 pesos conmemorativa del centenario de Borges
        Las entrevistadoras, sorteando cierto malhumor de Borges y su espontánea vena crítica, corrosiva y caprichosa ante el tópico que oiga, se le ocurra o evoque, les dice sin que le pregunten:

“[...] todo el mundo me hace preguntas de tipo político, y yo tengo que decir que no entiendo absolutamente nada de política, que no estoy afiliado a ningún partido, y no conozco a nadie en el gobierno, y que no me afilié nunca a ningún partido, ya que si pienso, en fin si trato de pensar, trato de hacerlo por mi cuenta propia y no por cuenta de... Además, desconfío de los políticos, ¡sobre todo en un régimen democrático! Imagínense: personas que se han dedicado a... bueno, a estar de acuerdo con el interlocutor, a hacer promesas, a entusiasmarse con todos los lugares que visitan, ¡a conseguir votos! ¡Muy triste conseguir votos! [...]”
 
Borges observa tigres en su laberinto
Ilustración de Olvaldo
        No obstante, ellas, que no son muy duchas en la obra, en el pensamiento y en la vida de Borges, encaminan su objetivo: 

Libro de sueños, antología de narrativa breve
seleccionada por  Jorge Luis Borges
(Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1976)
Contraportada
        “—Uno de los libros de poemas suyos se llama ‘El Oro de los Tigres’.

“—Es cierto. Pero ahí ‘el oro de los tigres’... No. Le voy a referir la anécdota de ese título. Yo perdí mi vista como lector en el año 55, después me puse a estudiar inglés antiguo, para distraerme de ser ciego. Luego fui perdiendo los colores. Lo primero que perdí fue el negro, así que no estoy nunca en la oscuridad, porque estar en la oscuridad sería estar cercado de negrura, de tiniebla. Yo no puedo estar porque yo no veo el negro... Luego perdí el rojo. Y vi el negro y el rojo como si fueran pardos. Luego me quedaron el azul, el verde y el amarillo. Pero el azul y el verde se hicieron grisáceos. Y luego me quedó el amarillo. Y yo recordé que cuando era chico, yo me demoraba horas y horas ante la jaula del tigre [de Bengala], en el Jardín Zoológico [de Palermo]. Y luego pensé ¡qué raro!, el primer color que realmente vi, el amarillo, el pelaje del tigre, es el último que veo, es el único color que me queda. [Según María Esther Vázquez, el amarillo era su color favorito y le gustaban las corbatas amarillas.] Pero ahora ha desaparecido también. Y ahora vivo en el centro de una neblina, tenuemente luminosa, pero sin formas; veo movimientos, veo luces... Pero cuando yo escribí ese libro yo pensé, el oro de los tigres, es decir, el amarillo, el primer color que yo vi realmente, —ya que me impresionó mucho el pelaje amarillo del tigre, y el último que veo—, porque seguí viendo amarillo durante un tiempo. Y luego lo perdí también. Ya no veo colores. En este momento yo no sabría decirle si la neblina que me rodea es... puede ser azulada, puede ser grisácea, puede ser verdosa. Yo no sé. Es tan vaga que admite cualquier color. ‘Admite’, para usar…


Norah y Georgie en el Jardín Zoológico
Tigre dibujado por el niño Georgie
        “—La misma palabra que Quevedo.

“—A la que se resignó Quevedo. Bueno, ¿a ver?
“—¿El ‘oro’ de los tigres hace referencia al color entonces?
“—Sí, exactamente, porque ¡me llamaron tanto la atención los tigres! Vuelvo a citar a Chesterton. Chesterton habla del tigre. Dice: ‘Un símbolo de terrible elegancia’. ¡Qué lindo el tigre! ¿No? Porque el tigre es elegante; cadencioso, ¿no? También el jaguar, pero el tigre, el tigre de Bengala, es elegante. Bueno, los felinos son elegantes en general; los gatos también. Yo tenía un gato que quería tanto y ha muerto hace 15 días. Pero parece que adolecía de extrema vejez. Había cumplido 12 años.” 
 
Borges y Beppo
       Felina alusión que evoca a Beppo, el célebre gato albino con “ojos de oro”, cuyo homónimo poema Borges publicó en La Nación el 5 de noviembre de 1978, luego compilado en su libro La cifra (Emecé, Buenos Aires, 1981), el cual reza a la letra:

    El gato blanco y célibe se mira
        en la lúcida luna del espejo
y no puede saber que esa blancura
y esos ojos de oro que no ha visto
nunca en la casa son su propia imagen.
¿Quién le dirá que el otro que lo observa
es apenas un sueño del espejo?
Me digo que esos gatos armoniosos,
el de cristal y el de caliente sangre,
son simulacros que concede al tiempo
un arquetipo eterno. Así lo afirma, 
sombra también, Plotino en las Ennéadas.
¿De qué Adán anterior al paraíso,
de qué divinidad indescifrable
somos los hombres un espejo roto?

     
(Emecé, Buenos Aires, 1981)
       Buscando alguna concreción sobre el oro o algo más amplio, las jóvenes le preguntan a Borges:

“—¿Y qué importancia tiene el oro en su obra, si es que la tiene?
“—...Yo creo que sin duda he usado muchas veces la palabra ‘oro’; es una palabra antigua, que no llama demasiado la atención. Sin duda la habré usado. Yo me había olvidado de ese libro El oro de los Tigres. Recuerdo que hay un poema mío en que yo agradezco muchas cosas, y entre ellas agradezco el oro y agrego ‘que resplandece en el verso’, es decir, el oro más bien como elemento poético, que como metal [...]”
Ilustración de Raúl Russo en
El oro de los tigres (Emecé, Buenos Aires, 1972),
poemario de Jorge Luis Borges
  Vale apuntar que Borges se refiere al verso que reza: “por el oro, que relumbra en los versos”, del “Otro poema de los dones”, reunido en su libro El otro, el mismo (Emecé, Buenos Aires, 1964). Mientras que datado en “East Lansing, 1972”, su  poema “El oro de los tigres” canta a la letra:


Hasta la hora del ocaso amarillo
cuántas veces habré mirado
al poderoso tigre de Bengala
ir y venir por el predestinado camino
detrás de los barrotes de hierro,
sin sospechar que eran su cárcel.
Después vendrían otros tigres,
        el tigre de fuego de Blake;
después vendrían otros oros,
el metal amoroso que era Zeus,
el anillo que cada nueve noches
engendra nueve anillos y éstos, nueve,
y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome
los otros hermosos colores
y ahora sólo me quedan
la vaga luz, la inextricable sombra
y el oro del principio.
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
del mito y de la épica,
oh un oro más preciso, tu cabello
que ansían estas manos.
 
(Emecé, Buenos Aires, 1972)

II de II
En el prólogo de El invitado tigre, Borges dice que “de P’u Sung-Ling se sabe muy poco, salvo que fue aplazado en el examen de doctorado de letras hacia 1651”; que sus apodos literarios eran Último inmortal y Fuente de los sauces; que la mayoría de los cuentos de El invitado tigre pertenecen al Liao-Chai (que para los chinos es lo que para los occidentales son Las mil y una noches); que se tradujeron de la versión inglesa que Herbert Allen Giles publicó en Londres, en 1880: Strange Stories from a Chinese Studio; y que además de los catorce cuentos de P’u Sung-Ling, traducidos de tal libro por Isabel Cardona, se incluyeron “El espejo de viento-luna” y “Sueño de Pao-Yu”, que son dos minucias de la inmensa novela Sueño del Aposento Rojo, de Tsao-Hsueh-Chin, previamente traducidos por Borges para la citada Antología de la literatura fantástica  de 1940, elaborada por él, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, donde abundan los datos lúdicos, jocosos y apócrifos, cuyo caso más notable, para el caso, es el cuento “Historia de los dos que soñaron”, dizque traducido “De la Geschichte des Abbassidenchalifats in Aegypten (1860-62) de Gustav Weil”; un —se dice— “orientalista alemán, nacido en Sulzburg, en 1808; muerto en Friburgo, en 1889”, quien —se dice— “Tradujo al alemán los Collares de Oro, de Samachari, y Las 1001 Noches”, y quezque “Publicó una biografía de Mahoma, una introducción al Corán y una historia de los pueblos islámicos.” 
     
Colección Laberinto núm. 1
Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940
       Vale decir que Gustav Weil sí existió —su versión de Las mil y una noches, con una traducción sin crédito, fue editada en España, en 2003, por Edicomunicación, en un estuche con cinco tomos amarillos y “Con más de 1450
 “Ilustraciones Originales”— y Borges lo menciona en “Los traductores de las 1001 Noches”, célebre ensayo compilado en su libro Historia de la eternidad (Viau y Zona, Buenos Aires, 1936), y que “Historia de los dos que soñaron” es un cuento de Borges que había aparecido en su libro Historia universal de la infamia (Tor, Buenos Aires, 1935) —del que en un año sólo se habían vendido 37 ejemplares, Borges dixit—, atribuido o dizque transcrito de la “noche 351” “Del Libro de las 1001 Noches”, el cual revisó, corrigió y aumentó levemente en la edición impresa por Emecé en 1954 (en la Antología de 1940 el protagonista aún se llama Yacub El Magrebí). Y así corregido y dizque transcrito o perteneciente a “la noche 351” “Del Libro de las mil y una noches”, Borges lo recopiló en el Libro de sueños (Torres Agüero, Buenos Aires, 1976), antología de narrativa breve, con un “Prólogo” suyo datado en “Buenos Aires, 27 de octubre de 1975”, donde también figuran las traducciones del inglés que hizo del “Sueño infinito de Pao Yu” y de “El espejo de Viento-y-Luna”, leídos, anota, en el “Sueño del aposento rojo (c. 1754)” de “TSAO HSUE-KING”.
(Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1976)
  En la Antología de la literatura fantástica de 1940, los textos de Tsao-Hsueh-Kin figuran titulados “El espejo de viento-y-luna” y “Sueño infinito de Pao Yu” (vale observar que en la edición revisada y aumentada de 1965 su nombre aparece como Tsao Hsue-King); pero mientras que en el escueto pie de “El espejo de viento-y-luna” se dice que las fechas del nacimiento y muerte de Tsao-Hsueh-Kin son “1719-1763”, en la telegráfica y enciclopédica ficha que precede al “Sueño infinito de Pao Yu” se dice que “Tsao-Hsueh-Kin, novelista chino, nació en la provincia de Kiangsu, circa 1719; murió en 1764. Diez años antes de su muerte, empezó a escribir la vasta novela que ha determinado su gloria: El Sueño del Aposento Rojo. Como el Kin Ping Mei y otras novelas de la escuela realista, abunda en episodios oníricos y fantásticos. Hemos compulsado las versiones de Chi-Chen Wang y del doctor Franz Kuhn.” ¿Será cierto?

Pese al hermenéutico y demiúrgico preludio de Borges, resulta imposible eludir la incertidumbre de que En el invitado tigre se está accediendo a minúsculos recodos transfigurados no sólo por la investidura idiomática, estilística, cultural e idiosincrásica del orbe hispano y occidental, sino sobre todo porque se trata de versiones trasladadas del añejo inglés decimonónico, que en sus momentos fueron obtenidas de una remota y extraña lengua, ineludiblemente modificada por el paso del tiempo y por las variantes lingüísticas y dialectales. Esto se acentúa aún más porque Isabel Cardona asienta en una de sus postreras notas que los relatos del Liao-Chai provienen de una literatura oral que tradicionalmente se practicaba en los mercados y en los salones de té; y que el sello particular de P’u Sung-Ling son la sátira y la crítica; que todos sus cuentos llevan un comentario al final y que por razones que la traductora no apuntó, Herbert Allen Giles se los extirpó a los incluidos en El invitado tigre, menos a uno: “El riachuelo de dinero”, cuya brevedad reza a la letra: 
“El doméstico de cierto caballero estaba un día en el jardín de su señor, cuando descubrió un riachuelo de dinero de dos o tres pies de ancho y de aproximadamente la misma profundidad. Inmediatamente cogió dos puñados; después se abalanzó sobre el riachuelo para así intentar asegurarse el resto. Sin embargo cuando se levantó vio que todo se había deslizado bajo él, no quedando más que lo que tenía en sus manos.
“‘¡Ah!’, dice el comentarista, ‘el dinero es un medio idóneo para circular, y no está destinado a que un hombre repose sobre él y lo guarde todo para sí.’”
Jorge Luis Borges en su habitación monacal en el
departamento B del sexto piso de Maipú 994.

Foto en Album Borges (Gallimard, París, 1999)
  No pudiendo sortear los laberínticos ambages y las idiosincrásicas paradojas que implican la pátina del tiempo y el tamiz de las mil y una traducciones, el lector cuadernícola de ahora mira los caracteres impresos en las páginas: ¡qué distancia del grafismo de la antigua caligrafía china! (no obstante se puede atrapar el conjunto en un puño con un solo pase y meterlo en la diminuta faltriquera que normalmente se usa para guardar el polvo celeste). Hace tres inflexiones y continúa tras encender nueve pajuelas de incienso.

Tigre dibujado por el niño Georgie
 
Cuento del niño Jorge Luis Borges, publicado con el seudónimo Nemo, en 1913,
en la revista del Colegio Nacional Manuel Belgrano de Buenos Aires.
Georgie en 1911
  La principal maravilla de los cuentos reunidos en El invitado tigre es su mágico poder para convertir en niño (o niña) a quien se interna en ellos. El lector escucha a un eterno abuelo (que encarna el inmortal espíritu del tigre Borges) enriquecido con la milenaria sabiduría de los moralistas y filósofos chinos, quien le habla al pequeño nieto (o nieta) mientras el crepúsculo se desvanece en el amarillo horizonte de los sueños, allá, muy lejos, en la milenaria China del lejano Oriente, en el Pabellón de la Límpida Soledad, donde alguien, quizá un copista o un onírico simulacro de Ts'ui Pên (o el propio Ts'ui Pên), copia o compone 
“un volumen cíclico, circular”, laberíntico e infinito. En este sentido, oyendo y soñando lo oído podría ocurrirle exactamente lo que le sucedió a Chuang Tzu, según se lee en la Antología de 1940: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.” Breve cuento dizque tomado “Del libro de Chuang Tzu (300 A.C.)” Que también se lee en Cuentos breves y extraordinarios (Raigal, Buenos Aires, 1955), antología de Borges y Bioy, y en el susodicho Libro de sueños, pero de otra manera y con el rótulo: “El sueño de Chuang Tzu”, dizque traducido de “HERBERT ALLEN GILES, Chuang Tzu (1888)”: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.” Fórmula más sintética, más eufónica y más poética que la anterior, que Edmundo Valadés compiló (sin acreditar al traductor) en su antología El libro de la imaginación (FCE, México, 1976), y que resulta insuperable, incluso, ante la versión que Octavio Paz tradujo y publicó en Chuang-Tzu (Siruela, Madrid, 1997), breve libro con una nota preliminar suya datada en “México, abril de 1996”, donde la titula: “Sueño y realidad”, sin precisar de qué idioma lo tradujo (inglés o francés) ni de qué libro: “Soñé que era una mariposa. Volaba en el jardín de rama en rama. Sólo tenía conciencia de mi existencia de mariposa y no la tenía de mi personalidad de hombre. Desperté. Y ahora no sé si soñaba que era una mariposa o si soy una mariposa que sueña que es Chuang-Tzu.”
   
(Siruela, Madrid, 1997)
        En El invitado tigre se pueden enumerar varios elementos fantásticos que una y otra vez se repiten: el deambular de los muertos como si fueran vivos; el tránsito de la vida, a través del sueño, a la región de los muertos y de ésta a la primera; las revelaciones y presagios que en los sueños se dan, a una persona o a varias, sobre un mismo hecho; la transformación de humanos en tigres; el arrancarle la cabeza o el corazón a alguien, volverle a pegar su miembro o el de otra persona y que vuelva a vivir; los poderes y los objetos mágicos de los sacerdotes (taoístas, budistas o confucianos), anacoretas y mendigos. Pero en tales vertientes se urde una crítica a la corrupta burocracia que opera en la administración del poder y en la impartición de la justicia, tanto en la tierra, como en el ámbito de los muertos.
Borges, Tigre
  Sin embargo, lo que descuella, cuando no sólo se trata de un malabar de la imaginación, es la moraleja (idealista, ingenua, maniquea) que su alegoría implica. Si los cuentos son una forma de sermón, de jalón de orejas o de recordatorio ético (teológico y gnoseológico) sobre las fuerzas del bien y del mal que se debaten a través de sus cohortes y manifestaciones, son también maneras de destacar los designios inamovibles e inescrutables de la voluntad divina, y la venturosa suerte de quienes en vida fueron buenos; es decir, de los que supieron vivir en la piedad filial y en el justo medio que cifran, por ejemplo, las doctrinas confucianas en torno al concepto de lo que tiene que ser el hombre superior: “será educado y justo, poseerá la virtud como algo imbricado en su naturaleza y permanecerá siempre en el Justo Medio. Esta idea del Justo Medio indica la necesidad de moderación en todo, hasta en lo bueno.” No sorprenda, entonces, que las conductas de los personajes sean definidas por emociones, pasiones o posturas que los tornan arquetipos de una sola pieza: la bondad, la maldad, la venganza, la envidia, los celos, la imprudencia, la abnegación.

Primera edición en Emecé
(Buenos Aires, 1954)
  La Biblioteca de Babel implica y expresa ciertos gustos literarios de Borges y al unísono desvela algunos abrevaderos de su escritura. Al observar los vaticinios y las confluencias oníricas que se suceden en los cuentos de El invitado tigre, es imposible no evocar, por ejemplo, la susodicha “Historia de los dos que soñaron”, que narra la suerte de Mohamed El Magrebí, un hombre “magnánimo y liberal” que despilfarró su rica herencia, a quien un hombre le revela la oscura ruta de su destino en medio de un sueño que lo induce a viajar desde El Cairo al lejano Isfaján, en Persia, donde inesperadamente, apaleado y en la cárcel, escucha el sueño del capitán de los serenos en cuyo meollo oye y observa el punto exacto de su casa paterna en El Cario en donde el problema de su vida y de su pobreza se resuelve. O el caso del “Sueño de Pao-Yu”, donde un hombre en un sueño se encuentra a otro que es él (un onírico espejo frente al onírico espejo condenado a repetirse ad infinitum); por ende, prefigura a “El otro”, cuento de Borges reunido en El libro de arena (Emecé, Buenos Aires, 1975), donde el personaje Borges, ciego y anciano, se encuentra y dialoga con otro —que es él de jovencito y con el don de la vista— en un sitio que es a la vez dos lugares y dos tiempos distintos: el viejo está en la onírica realidad (“frente al río Charles”, “al norte de Boston, en Cambridge”) y el joven en un sueño (frente al Ródano, en Ginebra, Suiza).



P’u Sung-Ling, El invitado tigre. Traducción del inglés al español de Isabel Cardona y Jorge Luis Borges. Dirección, antología y prólogo de Jorge Luis Borges. La Biblioteca de Babel núm. 12, Ediciones Siruela. Madrid, enero de 1985. 112 pp. 


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Enlace a "Borges y yo", poema en prosa recitado por él mismo.