lunes, 9 de marzo de 2015

Lituma en los Andes


El cóndor pasa

I de II
El escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) obtuvo en España el Premio Planeta 1993 por su novela Lituma en los Andes. La primera reimpresión mexicana, de doscientos diez mil ejemplares, se concibió como un fulgurante éxito de ventas. Por ello, a estas alturas del siglo XXI aún resulta reprochable y reprobable la escandalosa estafa y la burla que la transnacional Editorial Planeta pergeñó en contra de los lectores-coleccionistas: como si fuese la inmoral y voraz United Fruit Company enclavada en un esquilmado y empobrecido país bananero, les vendió un libro cuyas pastas blandas a la primera de cambios se desprendieron y que se deshojó a imagen y semejanza de una apestosa baratija de rancho tropical y bicicletero, por el simple hecho de que sólo las unía (cuasi lamida de perro) una untada de goma. Mario Vargas Llosa, cuya previa fama y prestigio internacional aseguraba el remate masivo, no se lo merecía, pero tampoco los lectores que compramos la obra.
Mario Vargas Llosa
        El autor concursó con pseudónimo, pero es improbable que el jurado no reconociera su estilo y las tildes y guiños que distinguen su escritura desde hace muchos años. Tal jurado estuvo constituido por Alberto Blecua, Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol, Martín de Riquer y José María Valverde, quien fue jurado del Premio Biblioteca Breve 1962 —galardón que catapultó al entonces joven Mario Vargas Llosa a nivel internacional— y quien además prologó la primera edición de La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963) y quien le destinó un buen bosquejo (con imágenes) en el segundo volumen de su Historia de la literatura latinoamericana (Planeta, México, 1974). No obstante, no sólo se premió a un novelista con renombre mundial, sino también a una obra digna de la presea. 

      Lituma en los Andes es una novela de aventuras, reflexiva, placentera, polifónica, multianecdótica, en cuya pulsión y nervadura abundan los alientos y las expresiones coloquiales, las majaderías y los peruanismos estilizados que Mario Vargas Llosa suele manejar con destreza y magnetismo. En la variedad de los procedimientos narrativos destaca la forma de intercalar, en un mismo párrafo, dos tiempos y dos lugares distintos, presente en un buen número de sus obras, y que por igual lo identifica y esgrime con maestría. Lituma —además de protagonista— es un personaje sonoro y recurrente que habita varias de ellas, por ejemplo, en “Un visitante”, cuento de Los jefes (Editorial Rocas, Barcelona, 1959), en sus novelas La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, Barcelona, 1977), Historia de Mayta (Seix Barral, Barcelona, 1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, Barcelona, 1986) y El héroe discreto (Alfaguara, México, 2013), y en el libreto teatral La Chunga (Seix Barral, Barcelona, 1986).
     
Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos
Editorial Planeta, 
1ª reimpresión mexicana, noviembre de 1993
Ilustración de la portada:
El Minotauro (1933), grabado de Pablo Picasso
       En la presente novela, Lituma, costeño de Piura, un cabo con principios morales que termina de sargento, se halla en Naccos a cargo del puesto de la Guardia Civil, una casucha de techo de calamina y piso de tierra que comparte con su único adjunto: el guardia Tomasito Carreño. Naccos son los restos de un caserío que tuvo cierto auge cuando la mina Santa Rita era explotada. La rutina de los serruchos que lo habitan en unos barracones —indígenas que hablan el quechua y el español (puro hombre, ninguna mujer)— gira en torno a la cantinilla de Dionisio y su mujer, y la incierta construcción de una carretera. Naccos se localiza en la zona de emergencia de los Andes: el sitio donde pululan los delincuentes subversivos: los terrucos de Sendero. 

Mientras transcurren los capítulos, se desgrana una serie de episodios en los que Lituma y Tomasito Carreño sostienen un diálogo que avanza y se interrumpe noche tras noche. En la charla, con puntos suspensivos, el adjunto le cuenta al cabo los detalles de la desventura amorosa que ha llagado su vida; es decir, la plática entre ellos está entreverada por los diálogos y las escenas que otrora le sucedieron a Tomasito Carreño. Así, la dosificación y las interrupciones incitan el suspense; y dado sus lindes melodramáticos se ubican dentro de la tradición de los folletines y de las radionovelas seriadas. 
Por lo que se dice en tales conversaciones, sobre todo al mencionar a Mercedes, la piurana que erosionó al adjunto, Lituma evoca a “los inconquistables” de Piura, sus compinches, con los que asistía al burdel La Casa Verde y al barcito de La Chunga, la lesbiana, donde Josefino, uno de ellos, para seguir jugando una partida, alquiló a Meche a La Chunga. Meche era una trigueña de maravilla que Lituma conoció de churre, la cual, después de quedar depositada esa noche en el barcito, desapareció sin que nadie supiera más de su destino. 
Estos asuntos, que una y otra vez evoca Lituma, no sólo remiten —como saben lectores de Mario Vargas Llosa— a La Casa Verde y al libreto teatral La Chunga, sino que además, al término de la fragmentaria serie y de Lituma en los Andes, todo parece indicar que la Mercedes que azotó a Tomasito Carreño es la misma que el cabo Lituma conoció en Piura.
       Pero mientras tal trama se desarrolla y completa, ocurren otras historias, paralelas, cercanas y distantes a la vez. Las primeras conforman una disección del abigarramiento ideológico, quezque revolucionario, que anima y manipula la crueldad y los asesinatos (dizque juicios y ajusticiamientos populares) y los robos de los terrucos de Sendero, lo cual contrasta con los hurtos, las torturas, las desapariciones, la corrupción, los nexos con los narcos que también caracterizan a los policías y a los soldados. 
       En este sentido, hay capítulos que ejemplifican (crítica implícita) el fanatismo, la inmoralidad y la cruenta y cruel ceguera de los terrucos de Sendero: el asesinato a pedradas, cerca de Andahuaylas, de la petite Michèle y de Albert, dos franceses que viajaban por el Cusco en un bus guajolotero; ella en calidad de dama de compañía y él en el papel de un profesor estudioso de los incas y del Perú, quien había ahorrado para hacer el recorrido. La matanza de vicuñas en la reserva de Pampa Galeras. La lapidación de la señora D’Harcourt y de su discípulo amado (más otros dos de un balazo); ella era una mujer noble, tan idealista como ecologista, con 30 años de actividades humanitarias, varios libros, artículos en El Comercio, conferencias en foros internacionales, que había pugnado durante cuatro años por los auspicios de la FAO y de Holanda para la reforestación de las sierras de Huancavelica, cuyos primeros resultados se proponía verificar. La toma de Andamarca y los juicios populares y los sangrientos ajusticiamientos con que involucran, a la fuerza, a toda la población. El homicidio y el robo en la mina La Esperanza, cercana a Naccos, de donde se llevaron explosivos, dinero y medicamentos, pese a que se pagaban cupos revolucionarios.
     
Abimael Guzmán
Líder de Sendero Luminoso
        Pero aunque el lector supone que lo que orilla a esas bestiales hordas de hombres, mujeres y niños (pobremente vestidos y armados) a cometer esos asaltos y espeluznantes crímenes (que aluden los crímenes que en la vida real cometía Sendero Luminoso, la secta maoísta del Perú que lideraba el mediático Abimael Guzmán) es el hambre, la pobreza, la ignorancia y la desesperación, a Mario Vargas Llosa, a diferencia de las víctimas de su novela, no le interesó explorar ni ahondar ni particularizar en los íntimos motivos ni en las obnubiladas y ciegas razones de los terrucos de Sendero, salvo en algunos rasgos y matices y, parcialmente, en la mujer que el albino Huarcaya había dejado embarazada, la cual, al parecer, lo ajustició de un plomazo. 




II de II
Las otras historias de Lituma en los Andes (Planeta, 1993), la novela de Mario Vargas Llosa, giran en torno a tres desapariciones forzadas ocurridas en Naccos: la del mudito Tinoco; la de Demetrio Chanca (Medardo Llantac, el gobernador de Andamarca que escapó de los ajusticiamientos); y la del albino Casimiro Huarcaya. Las tres forzadas desapariciones desvelan e intrigan a Lituma. Primero supone que fueron víctimas de los sangrientos terrucos de Sendero y que muy probablemente tenían cómplices entre los serruchos que laboran en la constructora. Poco a poco, sin embargo, conjetura que tales desapariciones son diferentes de las que efectúan los terrucos. 
Sus preguntas y su necedad (más que sus investigaciones policíacas) y las casualidades: el encuentro con Stirmsson, un sabio peruanólifo que da clases en Odense, conocedor de las costumbres, de los mitos y de la historia antigua, autor de libros que habla con soltura el español, el quechua —en sus variantes cuzqueña y ayacuchana— y un poquillo de aymara; pero también el huayco (un derrumbe) que cae sobre Naccos y así acelera su exterminio. Todo ello lo enfrenta e introduce a una atmósfera enrarecida, equívoca, donde sobreviven vestigios de antiguos mitos, tradiciones y supersticiones, mistificados por la fantasía y las locuras de Dionisio y su mujer, la bruja que, según ella, lee las cartas, las hojas de coca, las manos, que puede ver el pasado y el futuro, que dizque distingue los cerros machos y los cerros hembras, qué piedras son paridoras y cuáles no, que sabe de pishtacos (diablos), de mukis (diablos de las minas), de las huacas, y en fin, de todo lo que dizque proviene y se relaciona con lo ancestral, atávico y oscuro.
Y dada sus herejías y naturaleza disoluta, ambos llegan a oficiar, entre los serruchos de la constructora, como los heresiarcas de unos cruentos ritos que dizque pretendían apaciguar a los apus (los espíritus de las montañas que se trasforman en cóndores), ofreciendo esas tres vidas en medio de una bacanal que no excluye la borrachera, el baile, el manoseo entre hombres y la antropofagia. Todo esto para que no cayera el huayco (el derrumbe) y para que no se interrumpiera la construcción ni se quedaran sin trabajo; males que, no obstante, ocurren y propician la diáspora de los últimos sobrevivientes de Naccos.
     
Mario Vargas Llosa, con su hija Morgana, en la campaña electoral
Cajamarca, agosto 12 de 1989
        Es imposible comprimir y embutir en esta azarosa ciberreseña toda la riqueza narrativa de la novela Lituma en los Andes. Allí están los capítulos que tratan de lo vivido por el mudito Tinoco; o aquellos donde confluye lo mítico y supersticioso, siempre plagado de fantasías, como son los monólogos donde la bruja, al persuadir a los serruchos, cuenta su vida y la de Dionisio. Se supone, no obstante, que algo hay de cierto en lo que saben y vivieron, puesto que Stirmsson, el sabio peruanófilo, los conoció años atrás en calidad de informantes. Sin embargo, como suele ocurrir entre los poseedores de las tradiciones orales, mucho de lo que relatan ha sido deformado por sus prejuicios y cosecha; por ejemplo, cuando la bruja supone que el sebo humano que extraen los pishtacos, cuyas reservas dizque amontonan en las grutas de los cerros de por allí, lo utilizan en Lima o en los Estados Unidos para aceitar máquinas o los cohetes que los gringos mandan a la Luna. 

Dioniso
       En tal difuso sentido es como pregonan la exaltación de su propia leyenda. Se dice que Dionisio, de joven (y así rinde tributo a la mítica pátina que implica la asonancia de su nombre que parafrasea y evoca al Dioniso de la mitología griega), a imagen y semejanza de un semidiós del sexo, del vino, de la locura, del desenfreno y de todos los placeres mundanos, era famoso en los Andes y deseado por todas la mujeres habidas y por haber. Viajaba de pueblo en pueblo, de feria en feria. Una fiesta no comenzaba sin su presencia: vendía pisco, chicha, cantaba, bailaba, se disfrazaba de oso, tocaba el charango, la quena y quizá el bombo; pero también era seguido por una circense horda de danzantes, músicos, locas, equilibristas, cuenteros, magos y fenómenos. 

De Dionisio y su cohorte se contaba lo peor: que vivían en una constante orgía, en un desenfrenado aquelarre, metiéndose unos con otros, y no sólo cuando bajaban a la playa, donde se les veía borrachos y desnudos a la luz de la Luna. De hecho, todas las fiestas patrias y las de los santos patronos de los pueblos de sus andares, en las que el baile y la bebida duraban días y noches enteras, eran desenfrenos dionisíacos, carnavalescos, promiscuos, en los que se perdían las diferencias entre indios y mestizos, ricos y pobres, hombres y mujeres, asuntos de lejanas y ancestrales resonancias griegas, del Medioevo, que con enorme erudición estudió y puntualizó el filósofo ruso Mijail Bajtin (1895-1975) en su clásico: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais (Alianza, 1987). 
(1ª reimpresión en Alianza Universidad, Madrid, 1988)
      Pero también en ciertos pasajes se leen y escuchan residuos y ecos de antiguas mitologías fundidas a leyendas no menos lejanas y muchas veces variadas y reescritas en el ubicuo e incesante palimpsesto de la historia y de la literatura, como ese episodio que refiere la leyenda de un pishtaco gigantón, un ogro comedor de carne humana, que vivía en una gruta de Quenka, exigiendo la entrega periódica de mujeres que él escogía. Timoteo Fajardo es el héroe que se introduce en ese oscuro laberinto cargado de gases y pestilencias. Allí encuentra al minotaúrico y descomunal ogro durmiendo la mona entre sus mujeres y restos de malolientes cuerpos colgados de unos ganchos, mientras en varias pailas borbotea el humeante y pestilente sebo humano. De un machetazo el valiente Timoteo Fajardo le corta la cabeza al ogro y sólo logra salir de allí gracias a un escatológico, fétido y risible hilo de Ariadna: montoncitos de su propio excremento que, para no perderse, fue dejando en el camino (a la Pulgarcito o a la Hansel y Gretel), que él puede olisquear gracias a su poderosa narizota, pero sobre todo al chupe espeso que le preparó su joven Ariadna, con quien se va de allí por siempre jamás. 

Alfarero de Juchitán (c. 1983)
Foto: Rafael Doniz
      Otro pasaje, magnético e hilarante, es el caso de la epidemia de pichulitis (mal parecido al de Priapo). A los hombres de Muquiyauyo les ardía y crecía hasta romper braguetas. No había manera de hacerlas dormir. Incluso un cura les dijo una misa e intentó exorcizarlos. Sólo Dionisio pudo conjurar el padecimiento: “organizó una procesión alegre, con baile y música. En vez de un santo, pasearon en andas una gran pichula de arcilla que modeló el mejor alfarero de Muquiyauyo. La banda le tocaba un himno marcial y las muchachas la adornaban con guirnaldas de flores. Siguiendo sus instrucciones, la zambulleron en el Mantaro. Los jóvenes atacados de la epidemia se echaron al río, también. Cuando salieron a secarse, ya eran normales, ya la tenían arrugadita y dormidita otra vez.”


Mario Vargas Llosa, Lituma en los Andes. Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta. 1ª reimpresión mexicana. México, noviembre de 1993. 320 pp.


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Enlace a "El cóndor pasa", versión de Inti Illimani.
Enlace a "El cóndor pasa", Uña Ramos en la quena.

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