lunes, 23 de marzo de 2015

Suicidios ejemplares



Cómo suicidarse y no morir en el intento

Enrique Vila-Matas, catalán confeso (que escribe en español), nacido en Barcelona el 31 de marzo de 1949 y casi siempre exiliado allí, dizque era apenas un humilde escritor marginal (acogido por la marginal Editorial Anagrama), snob como todos los dandys con cálculos, quien ya se tuteaba con rutilantes estrellas de la jet-set literaria de toda la aldea global y quien tuvo la suerte (dizque nomás la pura suerte) de que entre su puñado de libros (de entonces), su Historia abreviada de la literatura portátil (1985) y Una casa para siempre (1988), hubieran sido traducidos al francés, al griego, al alemán, al rumano, al italiano y al sueco; y que por lo menos en Suecia haya provocado la creación de un subterráneo y oscuro club de shandys adictos a su imaginería, hacedores de An Kan (El pato), la dizque según ellos: “primera revista portátil de Europa”.
 
Fernando Pessoa
(1888-1935)
   Su título de cuentos Suicidios ejemplares (Anagrama, Barcelona, 1991) rinde pleitesía al portugués Fernando Pessoa (1888-1935). El libro abre con una especie de declaración de principios rotulada “Viajar, perder países”, palabras del autor del Libro del desasosiego y que Enrique Vila-Matas parafrasea así: “Viajar, perder suicidios; perderlos todos”. Pero en la topografía de sus cuentos el autor los gana o accede a muchos.

Suicidios ejemplares, además, concluye con un texto breve atribuido a Mario de Sá-Carneiro (1890-1916), en donde éste le dice a Pessoa que le deja su cuaderno de versos, que haga con él lo que quiera y que si no consigue la estricnina en dosis suficientes se arrojará al metro. 
En la portada: Mario de Sa-Carneiro
(1890-1916)
  “Muerte por saudade” ocurre en Lisboa y Enrique Vila-Matas lo escribió luego de leer un texto de Antonio Tabucchi “que es como una guía de suicidios en Lisboa” y después de corroborar a través de un viaje que sí, que efectivamente Lisboa “es la ciudad ideal para el suicidio”. Puerto en el que al conocer en un suburbio al poeta Cesariny, setentón (recién abandonado por su novio travesti) que subsistía en un edificio cochambroso, lo primero que dijo fue que le habían salvado el pellejo con la visita (pues estaba apunto de arrojarse desde esa séptima planta). 

En este sentido, tal vez por toda esa atmósfera depresiva con la que Enrique Vila-Matas regresó a su exilio barcelonés y con la que escribió los cuentos en un sexto piso al borde de la tentación de dar el salto al vacío, fue por lo que decidió signar el principio y el fin de Suicidios ejemplares con la presencia de Fernando Pessoa. 
Porque si bien se ve, el nostálgico y melancólico fantasma de Pessoa, como el delirante que protagoniza “Muerte por saudade”, sigue siendo uno más de los fantasmales pobladores de ese puerto decadente que cada crepúsculo van a sentarse en una banca y que así mismo podría decirse: “Me sentaré a esperar, habrá una silla para mí en esta ciudad, y en ella se me podrá ver todos los atardeceres, callado, practicando la saudade, la mirada fija en el horizonte, esperando la muerte que ya se dibuja en mis ojos y a la que aguardaré serio y callado todo el tiempo que haga falta, sentado frente a este infinito azul de Lisboa, sabiendo que a la muerte le sienta bien la tristeza leve de una severa espera.”
     
(Anagrama, Barcelona, 1991)
        Suicidios ejemplares es un breve catálogo sobre algunos de los mil y un modos de renunciar a la vida. Sin embargo, pese a los efluvios deprimentes y entristecidos que implica el fragmento anterior, en los relatos predomina un espíritu humorístico, lúdico, socarrón, que toma distancia y juega con la invención ventrílocua del cuento. 

      Hay en Suicidios ejemplares una ejemplar sutileza en el manejo de la ambigüedad, en los detalles, en la entonación, en los delgados hilos que van de la locura a la lucidez y viceversa. Así, por ejemplo, es como transcurre la evocación del loco de “Muerte por saudade”, contaminado por el mal que produce el viento de la bahía, quien al parecer (¿pues se le puede creer a un demente?) ha asumido el destino de Horacio Vega, engendro de una familia en la que proliferan los suicidas.
O el caso de “Las noches del iris negro”, donde un ex futbolista y una argentina veinteañera desahuciada por un tumor en el cerebro, contagiados por el magnetismo de Port del Vent, tienen conocimiento de una secta secreta, una secta de suicidas que practica el suicidio clásico, mientras son guiados entre la tumbas por Catón, hermano de Uli, los supuestos conocedores de los trasfondos de esas muertes, y cuyas versiones antagónicas no permiten distinguir quién dice la verdad y quién la mentira, quién está loco y quién no. 
Este matiz ambiguo y difuso también se plantea en “Un invento muy práctico”, en el que la protagonista, aparentemente medio paranoica, escribe una carta a una amiga; pues cuando la concluye el lector se entera de los equívocos inventados por su psicosis y entonces tampoco sabe si en realidad existe esa amiga a la que escribió. 
O el caso de “Los amores que duran toda la vida”, en donde el escepticismo de la abuela ante su nieta, la bedel solterona y entrada en años, fanática contadora de historias inventadas (lo cual más de una vez transluce), hace pensar en la posibilidad de que haya dicho puras mentiras en torno a la existencia y el recién suicidio de su amor ideal e imposible.
     
Enrique Vila-Matas
        El desarrollo anecdótico que urde Enrique Vila-Matas envuelve hasta la médula y para demostrarlo habría que contar cada cuento de cabo a rabo y así se sabría quién está más loco: el autor o el lector. Lo cual recuerda la locura del mejor lector de Cien años de soledad (1967), según le dice Gabriel García Márquez a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba (1982): “Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro mano a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía, y la señora contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’. Me cuesta trabajo imaginar un lector mejor que es señora.”

Es el caso de “El coleccionista de tempestades”, que habla del conde de Valtellina, quien en la cripta que yace en el fondo de su castillo de Città Alta, ha construido otra especie de invención de Morel: una máquina descomunal que al reproducir las diez tempestades más activas y feroces del siglo y al hacer estallar un rayo, lo haría dormir, por los siglos de los siglos, junto al féretro donde yace la bella Vizen, su ex esposa. Sin embargo, todo sucede como lo cifra el lienzo que él pintó y que se halla junto a la chimenea y el escudo de armas de los Valtellina.
O “En busca de la pareja eléctrica”, donde el deteriorado actor que lo protagoniza, después de ser conducido a la ruina por la maldición que ronda y vive en Villa Nemo, casona habitada por fantasmas, parece que visualiza la armonía actoral si da fin a sus días terrenales.
  O “Roza Schwarzer vuelve a la vida”, en el que el estereotipo de una somnolienta vigilante de museo y soporífera ama de casa, se atreve a hacerle caso al tam-tam suicida que emite el cuadro El príncipe negro, el príncipe del país de los suicidas; pero cuando la supuesta botellita que guarda una cápsula de cianuro la ayuda a hacer el viaje a tal sitio, se da cuenta que es mejor retornar suicidándose de nuevo con la aspiración del humo azul del país de los suicidas. Y sí, retorna y se entierra de nueva cuenta en la monotonía estrecha de su vida, que es otra forma de lento pero infalible suicidio.
Enrique Vila-Matas
  O “Me dicen que diga quien soy”, en el cual se tiene noticia de cómo el mero Diablo, luego de inducir a la locura y al suicidio al exitoso pintor Panizo del Valle, ha pensado que después de tantos años de cometer tanta perrería, la mejor forma de quitarse su propia vida es haciéndose cosquillas hasta morir.


Enrique Vila-Matas, Suicidios ejemplares. Colección Narrativas Hispánicas (107), Editorial Anagrama. Barcelona, 1991. 176 pp.


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