La vida inútil de un ’jijo e poeta
De 1984 data la primera edición en portugués de El año de la muerte de Ricardo Reis, novela del Premio Nobel de Literatura 1998: José Saramago, nacido en Azinhaga, Santarém, Portugal, el 16 de noviembre de 1922 [muerto en Tías, isla de Lanzarote, España, el 18 de junio de 2010]. Y la primera edición en castellano, traducida del portugués por Basilio Losada, data de 1985.
João Gaspar Simões, en Vida y obra de Fernando Pessoa (FCE, 1987), apunta que su biografiado murió a los 47 años de edad, tras un cólico hepático, en el Hospital de San Luis de los Franceses, en Lisboa, Portugal, el 30 de noviembre de 1935, y que entre sus heterónimos imaginó a tres poetas (consubstanciales a la celebridad póstuma de Fernando Pessoa): Álvaro Caeiro (nacido en 1889), Álvaro de Campos (nacido en 1890) y Ricardo Reis (nacido en 1887, un año antes que Pessoa), supuestamente educado por los jesuitas, médico de profesión, monárquico expatriado que había vivido en Brasil.
João Gaspar Simões, en Vida y obra de Fernando Pessoa (FCE, 1987), apunta que su biografiado murió a los 47 años de edad, tras un cólico hepático, en el Hospital de San Luis de los Franceses, en Lisboa, Portugal, el 30 de noviembre de 1935, y que entre sus heterónimos imaginó a tres poetas (consubstanciales a la celebridad póstuma de Fernando Pessoa): Álvaro Caeiro (nacido en 1889), Álvaro de Campos (nacido en 1890) y Ricardo Reis (nacido en 1887, un año antes que Pessoa), supuestamente educado por los jesuitas, médico de profesión, monárquico expatriado que había vivido en Brasil.
José Saramago (1922-2010) |
En este sentido, con tales datos y con otros (como el hecho de que los primeros poemas del Reis de Pessoa datan del 12 de junio de 1914), José Saramago imagina en su novela El año de la muerte de Ricardo Reis que tal médico y poeta, tras vivir 16 años en Río de Janeiro, ha cruzado el océano durante 14 días a bordo del Highland Brigade, que desembarca en Lisboa el 29 de diciembre de 1935 y se instala en el Hotel Bragança, donde se registra con 48 años de edad, natural de Porto, soltero, doctor en medicina, y con última residencia en Río de Janeiro. Así, una de las primeras cosas que hace después de su llegada es ir al cementerio donde fueron enterrados los restos de Fernando Pessoa, pues la noticia del fallecimiento de éste (un telegrama que le enviara Álvaro de Campos) fue lo que lo hizo regresar a Portugal.
Pasadas las doce y media de la noche, tras vagabundear por las calles de Lisboa que frenéticamente celebran el Año Nuevo, Ricardo Reis retorna a su cuarto de hotel y descubre que allí lo espera el fantasma de Pessoa, sin lentes y con el traje negro con que fue enterrado, quien además de puntualizarle sus características de hombre muerto (no puede verse en el espejo, tiene sombra, el agua no lo moja, no puede atravesar las paredes, nadie lo ve si no quiere que lo vean, no obstante hay personas que pueden verlo pero sin determinar si es un muerto o no), sólo durante nueve meses puede ir y venir del cementerio de Prazeres donde yace en la cripta donde también está enterrada doña Dionisia, su abuela loca; y como restan ocho meses antes del “olvido total”, le dice, solamente durante ese lapso podrán encontrarse.
En la portada: Fernando Pessoa (Alfaguara, México, 1988) |
A lo largo de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis, que concluye al término de los nueve meses (un día de agosto de 1936), Reis es visitado por Pessoa diez veces; y sólo una vez Ricardo Reis lo visita en el cementerio para hablar con él, pero Fernando Pessoa no se corporifica, solamente se oye su voz. Además de que los diálogos que sostienen son de lo más intrascendentes y banales, Reis no se extraña ante el hecho de que Pessoa sea un fantasma, ni nunca comentan el equívoco de que Ricardo Reis figure ante la opinión pública como uno de los heterónimos de Pessoa (cosa que el propio Reis lee en uno de los periódicos que por entonces dieron la noticia de la muerte de Pessoa y de sus “innumerables yoes”), sino que ambos se comportan y platican como dos individuos independientes entre sí, pese a que Pessoa en un momento dice conocer muy bien los poemas que Reis escribe en secreto, es decir, sin que Pessoa los haya leído.
A esto se añade el hecho de que Ricardo Reis actúa como si no tuviera más memoria que la que cultiva a partir de su retorno a Lisboa, como si no tuviera pasado, ni en Portugal ni en Brasil, ni ningún lazo familiar ni amistoso, como si hubiera salido de la nada o de la página de un libro, quizá de un ejemplar de la biblioteca del Highland Brigade, a la que pertenece The god of the labyrinth, novela policiaca de Herbert Quain con la que desembarcó, pues olvidó devolverla, y que a lo largo de la novela a veces lee sin que nunca la concluya, cuyo título y autor resultan un tributo de José Saramago a Jorge Luis Borges, puesto que evocan el cuento que el argentino escribió en forma de ensayo: “Examen de la obra de Herbert Quain” (sobra decir que autor y obra son imaginarios), reunido en El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, 1941) y luego en Ficciones (Sur, 1944).
Con la desbordante, exhaustiva y apretada fluidez verbal que distingue el estilo narrativo de José Saramago, el dibujo de la personalidad solitaria e individualista de Ricardo Reis, repleto de atavismos y prejuicios decimonónicos y conservadores, y el trazo de las anécdotas que desencadena su estancia de dos meses en el Hotel Bragança y luego en un segundo piso de un edificio del Alto de Santa Catarina durante el resto del tiempo de 1936 que precede a su muerte anunciada en el título, la novela El año de la muerte de Ricardo Reis abunda en digresiones y palabrería, incluso sobre cosas nimias y prescindibles. De hecho, lo que concierne a las vivencias de Ricardo Reis y a su estereotipado desasosiego de solitario existencialoide de los años 50, es un relato muy simple, lineal, sin complicaciones, y tal parece que Ricardo Reis, su inutilidad y su grisura, sólo fue el pretexto para que José Saramago, tras consultar libros de historia, periódicos y anuncios de la época, bosquejara consabidos y novelescos indicios del contexto social, político y beligerante que en 1936 masiva y tumorosamente se propagaba en Portugal y en Europa contra la “conjura roja” fermentada como secuela e influjo de la Revolución de Octubre de 1917; es decir, el fortalecimiento nacionalista, policiaco y fascistoide del gobierno del dictador Antonio de Oliveira Salazar, empeñado en destruir a los subversivos y comunistas, en simpatizar y coquetear con las andanadas y pavoneos de los camisas negras de Benito Mussolini y de los nazis de Adolf Hitler, en brindar apoyo tanto a los refugiados españoles de la derecha opuestos al triunfo (ocurrido ese año) del Frente Popular y al gobierno republicano de España, como al posterior levantamiento militar que el general Francisco Franco encabezó en Marruecos, dando inicio a la cruenta Guerra Civil de España (1936-1939).
Vale que repetir que el protagonista de El año de la muerte de Ricardo Reis, la novela de José Saramago, es un personaje gris y patético, cuyo egocentrismo y conducta moral y sexual pueden suscitar vómito y diarrea; el cual, por inocuo y solitario (esto se transluce a leguas), no justifica (y más bien resulta un absurdo kafkiano) que la ominosa policía política (policía de vigilancia y defensa del Estado) lo tome por sospechoso de subversión y le extienda un citatorio para interrogarlo sobre su itinerario y sus vínculos políticos en Brasil y en Portugal, además de que un polizonte apestoso a cebolla lo espía y le sigue los pasos.
Puesto que Ricardo Reis desembarca en Lisboa cargado de libras inglesas, se da el lujo de vivir holgadamente, a imagen y semejanza del trillado clisé de un inútil señorito o buen burgués que no necesita trabajar para vivir, lo cual no riñe con su declarada índole monárquica, antidemócrata, antisocialista y antirrevolucionaria. Tal es así, que pudiendo montar su propio consultorio, sólo se emplea de médico sustituto durante unas semanas (tres días de cada semana), y esto sólo para dar la apariencia de que trabaja; cuando el médico titular retorna a su puesto, Ricardo Reis se interesa cada vez menos por volver a desempeñar su profesión. Y día tras día, desde su arribo a Lisboa, mata lastimosa y desvergonzadamente el tiempo, ya sea deambulando por diversos sitios, leyendo la novela de Herbert Quain o los periódicos censurados por la dictadura (dizque para mantenerse informado de lo que pasa en el mundo), abandonándose a la secreta escritura de sus secretos poemas (sólo los comparte con Pessoa), de los cuales José Saramago intercala algunos versos del poeta Ricardo Reis creado por el verdadero Pessoa, extirpados de por allí y acullá.
Bien lo dice el sueco Ingmar Bergman en una página de la Linterna mágica (Tusquets, 1988), uno de sus libros de memorias: “Y pensar que crecen a menudo lirios en el culo de los cadáveres”, pues además de todo lo anterior, Ricardo Reis también mata el tiempo durmiendo la mona hasta el mediodía cuando la sirvienta (su amante) empieza a ir con menos frecuencia a su alquilado piso, y, desde luego, a través de lo que corresponde a su enredo sexual y clasista con la susodicha criada, de nombre Lidia (homónima de una de las musas de sus poemas), a la que recién llegado de Río de Janeiro conoce en el Hotel Bragança, mientras se siente estúpidamente atraído y más o menos enamorado de Marcenda, una joven de 23 años de edad, virgen e hija de un notario de Coimbra, a la que cada mes, desde hace tres años, su padre la lleva a Lisboa instalándose en el Hotel Bragança, mientras buscan que un tratamiento médico le cure la inmovilidad del brazo izquierdo.
Fernando Pessoa (1888-1935) |
Si Ricardo Reis, más o menos a escondidas, sexualmente se desahoga con la camarera Lidia, a la señorita Marcenda (bella para él) le escribe en secreto poemas y cartas cursis, la espera ansiosamente como un trivial, onanista y eterno adolescente burgués, e incluso, con tal de hacerse el encontradizo, el muy ateo emprende un viaje en autobús a Fátima confundido entre los miserables y dolientes peregrinos que buscan alivio ante la imagen de la Virgen. Sin embargo, si no la encuentra allí, su enamoramiento y pseudoseducción fracasa estrepitosamente, pues Marcenda rechaza a Reis cuando le pide matrimonio, al parecer por cierta androfobia y miedo a la infelicidad.
De un modo ideal, a Lidia, la camarera del Hotel Bragança, el lector puede imaginarla con los nutritivos y sensuales rasgos que la actriz Jeanne Moreau luce en su caracterización de Célestine, la protagonista de Diario de una camarera (1964), el filme de Luis Buñuel ubicado en la Francia de 1928. Pero como se trata de una mujer acostumbrada a la rudeza del trabajo doméstico y semianalfabeta, quizá sus rasgos sean más o menos parecidos a los de la pobre y fea Marianne (Muni), la tonta y lacrimosa criada que a la fuerza se fornica el ridículo donjuán de la casa: Monsieur Monteil (Michel Piccoli).
En el Hotel Bragança, Ricardo Reis se enreda con Lidia debido a una recíproca atracción carnal; pero nunca pierden la perspectiva (mucho menos él) de que se trata de una relación clandestina entre un señor doctor y una simple criada, a quien el ñoño y megalómano de Ricardo Reis ve como un sencillo ejemplar de la clase trabajadora y, por lo tanto, por debajo de su cultura, de su nivel pecuniario y de su posición social.
De modo que durante los dos meses en el Hotel Bragança sostienen una serie de encuentros más o menos ocultos, que sin embargo se vuelven la comidilla de los empleados y del untuoso y servil gerente. Esto y el citatorio de la policía tornan el ambiente irrespirable (incluso en el restaurante del hotel), por lo que Ricardo Reis se ve impelido a buscar otro sitio, que resulta ser el segundo piso del edificio del Alto de Santa Catarina, a donde Lidia va durante sus días libres para hacer la limpieza y a acostarse con Reis, a quien siempre trata con el respeto y la distancia que una criada le debe a un señor doctor.
Hay destacar que el sentido práctico de Lidia, su calidad moral y sus conjeturas frente a los sucesos del orbe (en particular los de Portugal, pues su joven hermano es un marino comunista que muere durante un intento subversivo), están muy por encima del egocentrismo y de los atavismos decimonónicos y de clase pudiente de Ricardo Reis. Así que cuando Lidia le da la noticia de que está embarazada, ella decide tener el hijo, ya sea que Reis lo reconozca o no. Ricardo Reis, el médico, el poeta, el culto, el docto bicho que a todas luces sabía que la mujer podía quedar embarazada, como un cobarde evita casarse con ella debido a que se trata de una simple criada, y no tarda mucho en eludir la paternidad del futuro bebé.
Así, el bueno para nada de Ricardo Reis, que se niega a trabajar de médico, una y otra vez duerme hasta el mediodía; incluso una vez se queda dormido en el retrete, entre otras formas de castrar sin misericordia al dios Cronos, y el piso y él paulatinamente se tornan más sucios, malolientes y desaliñados. “No tengo trabajo ni ganas de buscarlo, mi vida transcurre entre esta casa, el restaurante y un banco de jardín, es como si no tuviera otra cosa qué hacer más que esperar la muerte”, se dice.
Fantasea, además, con regresar a Brasil. Y asiste como un absurdo e inútil curioso a un mitin masivo convocado por los sindicatos de la derecha nacionalista adheridos al régimen de Salazar (entre cuya fauna vociferante descuellan los invitados de honor: de la falange española, de los nazis de Alemania, y de los fascistas de Italia).
La fácil huida de su personal e inútil vida gris (no de lo que ocurre en Portugal, en España y en toda Europa) y por ende de las responsabilidades que engendró con Lidia y con el futuro hijo de ambos, es la huida de un triste cobarde. Y la emprende precisamente cuando Pessoa, el día de agosto de 1936, dado que se han cumplido los nueve meses de su índole fantasmal, va a despedirse de Ricardo Reis y entonces éste opta por seguirlo al cementerio, al más allá.
José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis. Traducción del portugués al castellano de Basilio Losada. Alfaguara. México, 1998. 432 pp.