domingo, 27 de mayo de 2018

El club Dante



A la mitad del camino de la vida
en una selva oscura

El norteamericano Matthew Pearl (Nueva York, octubre 2 de 1975), autor de La sombra de Poe (Seix Barral, 2006) y del prólogo a La trilogía Dupin (Seix Barral, 2006), en 2003 publicó en inglés El club Dante, su primer best seller con el que hizo boom en los Estados Unidos (y más allá de sus fronteras), cuya traducción al español de Vicente Villacampa data de “mayo de 2004”.
(Seix Barral, México, 2004)
En la novela El club Dante, la cruenta y devastadora Guerra Civil norteamericana (1861-1865) terminó apenas hace seis meses y el asesinato del presidente Abraham Lincoln aún es noticia (recibió un disparo el 14 de abril de 1865 en un palco del Teatro Ford, en la ciudad de Washington, y murió el día 15). Y en las inmediaciones de la Universidad de Harvard, en Cambridge, no muy lejos de Boston, un grupo de emblemáticos intelectuales prepara, desde 1861, la primera traducción, del italiano al inglés, de la Divina Comedia, la obra monumental y universal de Dante Alighieri (1265-1321), probablemente escrita entre 1307 y el año de su fallecimiento. Tal grupo se denomina a sí mismo: el club Dante y cada miércoles por la noche se reúne en la casa Craigie, en Cambridge, histórica casona que muestra una “profusión de esculturas y pinturas de George Washington”, pues fue cuartel de éste al inicio de la Guerra de la Independencia (1775-1783). El club Dante está integrado por Henry Wadsworth Longfellow, poeta y figura patriarcal y tutelar que dirige y firma la traducción y quien vive en la casa Craigie; por Oliver Wendell Holmes, narrador y médico que imparte la cátedra Parkman en la facultad de Medicina de Harvard; por James Russell Lowell, poeta, profesor y cabeza de la sección de lenguas modernas y literatura en Harvard; por J.T. Fields, el exitoso y rico empresario que publicará la traducción con el rubro de su editorial; y por Georges Washington Greene, historiador enfermizo que ya chochea y tiene una particular interpretación de la vida y obra de Dante (para él, el poeta florentino sí hizo un auténtico viaje al Infierno). 
Dados los obtusos e intolerantes prejuicios protestantes, xenófobos, puritanos y antipapistas, con la figura de Augustus Manning a la cabeza —tesorero de la corporación Harvard— se entreteje una soterrada y maquiavélica conjura (que no excluye el soborno, el espionaje, el chantaje y los golpes bajos) para impedir que el profesor James Russell Lowell siga impartiendo su seminario de Dante y sobre todo para frustrar la inminente publicación en inglés de la Divina Comedia, que a toda orquesta se quiere editar como parte de los académicos e italianos festejos del sexto centenario del nacimiento del poeta florentino.
Tal virulencia intestina es trastocada cuando dos espeluznantes y escenográficos asesinatos (el de Artemus Prescott Healey, juez presidente de los tribunales de Massachusetts, y el de el reverendo Elisha Talbot, ministro de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge) brindan, para el club Dante, claros indicios de estar meticulosamente inspirados en precisos pasajes del Infierno del poeta florentino, pues las causalidades y las circunstancias propician que, sin buscarlo ni quererlo, lo sepan y se involucren en la raciocinadora, detectivesca y secreta búsqueda del criminal, a quien durante un buen tiempo suponen un erudito dantista y que, según coligen en cierto momento, compite con ellos: el club traduciendo con palabras y el asesino con sangre.
Matthew Pearl
En la segunda de forros, se dice que Matthew Pearl, “En 1998, ganó el prestigioso Premio Dante de la Sociedad Dante de Estados Unidos”, y que “es responsable de la edición para la Modern Library del Infierno de Dante, traducido por Henry Wadsworth Longfellow”. Esto no resulta gratuito, pues a lo largo de la trama el autor disemina y urde sus conocimientos de la biografía y obra de Dante, e inextricable a ello, implica una rica indagación del entorno arquitectónico y geográfico de Boston y de Cambridge en el siglo XIX, de numerosas menudencias de la historia política y social norteamericana en tal centuria, así como de atavismos racistas y religiosos, y de ciertos usos y costumbres que signaban la vida cotidiana, ya en la universidad, ya en las calles y tabernas, ya en la cárcel, ya en las iglesias y en los hogares de ayuda a los veteranos de la guerra, cuyas dantescas y sangrientas trincheras también son descritas con pelos, moscas, gusanos y señales.
La investigación detectivesca que realiza el club Dante (con sus propias polémicas y tensiones), se entrecruza con la que paralelamente efectúa el patrullero Nicholas Rey, el primer policía negro de Boston (respaldado por el jefe de la policía John Kurtz), cuyo color de piel implica desventajas oficiales (no usa uniforme y va desarmado), fricciones y agresiones frente a los racistas policías blancos, pero que paulatinamente, dado su olfato y virtud para raciocinar, se une al club Dante en la búsqueda del escurridizo criminal.
Sintéticamente hay que decir, con bombo y platillo, que Matthew Pearl —autor de El último Dickens (Alfaguara, 2009)— ha creado con El club Dante un thriller magistral, inteligente, lúdico, culto y erudito, repleto de recovecos y múltiples detalles y minucias, de suspense, misterio, enigmas y numerosas intrigas, pistas falsas y engaños al lector, con acción, escenarios peliculescos y constantes giros sorpresivos, lo cual mantiene, in crescendo, enganchado y asombrado al insaciable y desocupado lector, ya paladeando la trama, ya ansioso e insomne por descubrir, entre los posibles sospechosos, al dantesco criminal; y cuando por fin es descubierta su identidad por los miembros del club Dante —entre ellos destaca el papel del médico Oliver Wendell Holmes— (y el lector tiene acceso a los motivos intrínsecos que gestaron e incitaron el psicótico y escenográfico modus operandi del asesino en cada caso), para presenciar si lo atrapan, o quién atrapa a quién, o quién muere en el acoso y persecución (si es que alguien muere), y en resumidas cuentas cómo concluye este apasionante y dinámico artilugio novelístico, que además cuenta con ilustrativas notas del traductor.

Matthew Pearl, El club Dante. Notas y traducción del inglés al español de Vicente Villacampa. Seix Barral. 4ª reimpresión. México, noviembre de 2004. 472 pp.


jueves, 10 de mayo de 2018

Leche del sueño


Las cosas son de quien más las necesita

En abril de 2013, el Fondo de Cultura Económica publicó dos póstumas ediciones de Leche del sueño, delgado libro de la pintora y escritora británica Leonora Carrington (1917-2011), que reúne nueve cuentos para niños escritos e ilustrados por ella. Con dos mil ejemplares de tiraje, uno es la edición facsimilar de las páginas de una “Libreta” concebida, principalmente, para el divertimento infantil y doméstico del par de hijos que en la Ciudad de México tuvo con el fotógrafo húngaro Emerico Chiki Weisz (1912-2007): Gabriel (julio 14 de 1946), poeta y doctor en literatura comparada, y Pablo (noviembre 14 de 1947), pintor y médico de profesión, donde la artista escribió a mano, en español y con descuidos y fallas ortográficas y sintácticas, lo cual transluce el poco dominio que tenía del idioma. Con un estuche-caja de cartón, pastas duras forradas en piel negra y logo y rótulos repujados, la edición facsimilar de Leche del sueño (25.3 x 29.2 cm), diseñada por Miguel Venegas, está precedida por “Entre cuentos y bestias sin nombre”, breve prefacio de Gabriel Weisz firmado en “Coyoacán, 4 de diciembre de 2012”, donde le habla de tú a su madre, evoca su niñez en la casa de la calle Chihuahua y alude cierta lectura de algunos de los cuentos de la “Libreta” que su hijo Pablo, en compañía de su hijo Daniel, le hizo a su abuela Leonora cuando aún no estaba tan viejita y aún no se había “alejado a un mundo completamente ajeno”. Luego sigue el prólogo del narrador Ignacio Padilla: “Contar cuentos cóncavos”. Y a continuación figura el contenido de la “Libreta” dispuesto del siguiente modo alterno: en una página se halla la transcripción del cuento con caracteres de imprenta, supeditada lo más posible a la caprichosa manera con que lo escribió Leonora Carrington (lo cual facilita la lectura), y en la siguiente página se aprecia la reproducción facsímil de la página correspondiente, con su letra manuscrita caligrafiada con pluma con tinta sepia (más varias correcciones con lápiz que no se incluyen en la transcripción) y las ilustraciones, en sepia y/o con colores, e incluso con la reproducción de ciertas marcas, arrugas y trazos que el hojeo, el uso y el tiempo dejaron en las hojas de la “Libreta” original. Vale decir que las viñetas y dibujos, algunos contrapunteados con su letra de niña y su torpe español de chiquilla traviesa que aún no aprende a escribir bien, oscilan entre sencillos trazos infantiles (que parodian los garabatos que los niños hacen en cuadernos y paredes) e ilustraciones naïf de kindergarten o muy elaboradas con su magistral virtud y toque personal de pintora surrealista reconocida en todo el globo terráqueo. 
Detalle de la portada del estuche de la edición facsímil de Leche del sueño (FCE, 2013),
 “Libreta con textos e ilustraciones de Leonora Carrington
   
Leonora Carrington con sus hijos Gabriel y Pablo
   


Emerico Chiki Weisz con sus hijos Gabriel y Pablo
Alejandro Jodorowsky
        Y por último, a modo de epílogo, la “Libreta” es cerrada por “Las cosas son de quien más las necesita”, nota evocativa y autobiográfica del polígrafo, mimo, cineasta y director teatral Alejandro Jodorowsky (Tocopilla, Chile, febrero 17 de 1929), donde alude la entrañable y nutriente amistad que cultivó, en México, con Leonora Carrington en los ya lejanos años 60 del siglo XX. Así que “cuando me iba a vivir a París [dice], me regaló un libro de cuentos escritos e ilustrados por ella, con los que había entretenido a sus hijos, Gaby y Pablo [y por ende quizá daten de los años 50]. Empasté esa reliquia; la encuaderné con tapas de cuero negro, agregándole las cartas que la Maga me había enviado.” Pasaron 20 años, se apunta en la contraportada del estuche, y “Un día [dice Jodorowsky] me vino a visitar Gaby. Movido por un sentimiento que me era incomprensible, le mostré el valioso tesoro. ‘Es una lástima que sea sólo yo el que conozca esta maravilla’, le dije. Y de pronto, como un rayo lúcido que me atravesara la cabeza y estallara en mi corazón, me di cuenta de que era absolutamente injusto que yo fuera dueño de unos cuentos que le pertenecían a él... Vi en la mirada de Gaby cuánto le dolía no poseer ese esencial recuerdo, por lo que le entregué los cuentos diciéndole: ‘Esto te pertenece, llévatelo’... Fue tan grande su emoción que simplemente apretó el libro contra su pecho en silencio y se fue. Hasta el día de hoy no lo he vuelto a ver [...] Darle a ese niño adulto los cuentos, me hizo sentir como si extrajera de mi cuerpo una víscera sagrada que él necesitaba más que yo.” 
Portada de Leche del sueño (FCE, 2013), de Leonora Carrington
Adaptación infantil en la serie
Los especiales de A la orilla del viento 
        La otra edición de Leche del sueño (18.2 x 18.1), con pastas duras, seis mil ejemplares de tiraje y sin ningún prólogo ni nota, fue publicada en la serie Los especiales de A la orilla del viento. Se trata de una atractiva y vistosa “adaptación infantil” de los nueve cuentos cuyos títulos son: “Juan sin cabeza”, “El niño Jorge”, “Humberto el Bonito”, “El monstruo de Chihuahua”, “El cuento feo de las carnitas”, “Cuento feo del té de manzanilla”, “Negro cuento de la mujer blanca”, “La gelatina y el zopilote” y “Cuento repugnante de las rosas”. Si en la edición facsimilar no se acredita al autor de la transcripción (quizá fue Eliana Pasarán, la editora), en la “adaptación infantil” tampoco se precisa quién la pergeñó (quizá fue Mariana Mendía, la editora, o tal vez Gabriel Weisz). Impresos a dos tintas y con una buena manipulación y edición de las ilustraciones creadas por Leonora Carrington (cuyo diseño es del susodicho Miguel Venegas), los nueve cuentos fueron corregidos y aumentados con algunas palabras, e incluso con notorios cambios, como es el caso de “La gelatina y el zopilote”, que en su versión manuscrita dice “jaletina”; o el caso del final de “El cuento feo de las carnitas”, cuyo humorístico detalle escatológico fue adecentado; o el caso de la conversión en moraleja del elíptico y cortante fin del “Cuento feo del té de manzanilla”. En fin.

Ilustración de Leonora Carrington en  la adaptación infantil de
“El cuento feo de las carnitas [Cuento del señor José Horna, por Norita]
   


Ilustración de Leonora Carrigton en la adaptación infantil de
“El Monstruo de Chihuahua”
   
Ilustración de Leonora Carrigton en la adaptación infantil de
“El Monstruo de Chihuahua”
     
Ilustración de Leonora Carrigton en la adaptación infantil de
“El Monstruo de Chihuahua”
      Vale observar que ni Gabriel Weisz ni Ignacio Padilla ni Alejandro Jodorowsky ni los editores revelan que cinco versiones de los nueve cuentos de la “Libreta” fueron publicadas, en 1962, en la revista S.NOB, cuyas anónimas enmiendas (quizá de Salvador Elizondo) siguen a pie juntillas las versiones manuscritas, amén de que las ilustraciones a tinta negra que las acompañan, concebidas ex profeso por Leonora Carrington para S.NOB, no son las que trazó en la “Libreta”. 

Portada de la edición facsímil de la revista S.NOB
Del número 1 al 7, junio-octubre de 1962
Dibujo de Leonora Carrigton
       
De pie:  dos jóvenes y Gabriel Weisz Carrington
Sentados: Salvador Elizondo, María Reyero, Leonora Carrington,
Marie-José y Octavio Paz
       Dirigida por Salvador Elizondo (1936-2006), la revista S.NOB sólo publicó siete números datados en 1962, cuya edición facsimilar apareció en “septiembre de 2004”, coeditada por Editorial Aldus y el FONCA del CONACULTA. Los primeros seis números se hicieron con el patrocinio del productor de cine Gustavo Alatriste (1922-2006) y el séptimo con el subsidio del británico Edward James (1907-1984), el excéntrico mecenas y coleccionista de arte que erigió las construcciones surrealistas de Las Pozas de Xilitla en la Huasteca potosina y en cuyo “Castillo”, la casona en la calle Ocampo del pueblo donde vivía su administrador Plutarco Gastélum (1914-1991), Leonora pintó en un muro un par de fantásticas figuras femeninas, desnudas y con cabeza de anubis-carnero barbado. 

Leonora Carrington pintando en un muro del “Castillo”,
la casona de Edward James en Xilitla
     Quizá no fue casualidad, pero Alejandro Jodorowsky colaboró con un artículo, en su sección “Science fiction”, en cada uno de los primeros seis números de S.NOB; mientras que Leonora Carrington también colaboró en seis números, pero del siguiente modo: el número 1 de S.NOB data del “20 de junio” y en él no publicó; el número 2 data del “27 de junio” y allí Leonora inaugura su sección “Children’s corner” con “El cuento feo de la manzanilla”; el número 3 data del “4 de julio” y en la sección “La ciudad” publicó el cuento fantástico-surrealista “De cómo fundé una industria o el sarcófago de huele”, que ella escribió en español y que posteriormente compiló en su libro El séptimo caballo y otros cuentos (Siglo XXI, México, 1992), cuya primera edición en inglés apareció en Nueva York, en 1988, publicada por E.P. Dutton; el número 4 data del “11 de julio” y en él prosigue su sección “Children’s corner” con el “Cuento negro de la mujer blanca” (cuyo ritmo suena mejor que la versión que se lee en la “adaptación infantil”); el número 5 data del “18 de julio” y en la sección “Children’s corner” figura “El cuento feo de las carnitas”, del que entre paréntesis se dice que fue escrito “en colaboración con José Horna”, lo cual puede ser cierto o una íntima broma, pues el español José Horna (1909-1963), esposo de la fotógrafa húngara Kati Horna (1912-2000), quien también colaboró en S.NOB con la sección fotográfica “Fetiche”, fueron amigos cercanos de Leonora, desde que en 1943 llegó de Nueva York a México casada con el poeta y periodista mexicano Renato Leduc (1897-1986). Y es por ello que cuando en 1946 abandonó a éste para irse con Emerico Chiki Weisz, primero se refugió en el departamento que Remedios Varo (1908-1963) y Benjamin Péret (1899-1959) tenían en la calle Gabino Barreda, en la Colonia San Rafael; pero cuando ese mismo año se casó con Chiki, festejaron la boda en la casa que los Horna tenían en la calle Tabasco de la Colonia Roma. 

     
Leonora Carrington el día de su boda, en 1946, en casa de los Horna
en la calle Tabasco 198, Colonia Roma, Ciudad de México
Foto: Kati Horna
     
En la ventana: Benjamin Péret y Miriam Wolf
Sentados: Kati Horna, Chiki y Leonora (día de su boda), y Gunther Gerszo
     
Día de la boda de Emerico Chiki Weisz y Leonra Carrington
Detrás: Gerardo Lizárraga, José Horna, Remedios Varo y Gunther Gerszo
Al frente: Chiki, Leonora, Benjamin Péret y Miriam Wolf
Foto: Kati Horna
        Además de las celebérrimas fotos en blanco y negro de Kati Horna que documentan tal boda, hay ejemplos de obra artística que visiblemente aluden e implican la retroalimentación y colaboración que hubo entre los miembros de ese legendario grupo de exiliados europeos (y anexas). Un ejemplo es la cuna de madera, con forma de barco de vela, que hacia 1949 diseñó, talló y ensambló José Horna, incluyendo red, cordón y argollas de metal, cuyos fantásticos decorados al óleo en la quilla los pintó Leonora Carrington. Además de que tal obra ahora pertenece al acervo del MUNAL, hay una foto de Kati Horna donde se ve a su hija, la pequeña Norita, dentro de la cuna. Viene a cuento esto porque en la edición facsimilar de la “Libreta” “El cuento feo de las carnitas” tiene por subtítulo, escrito a mano por la autora: “Cuento de señor José Horna por Norita” (sin la ele en “de”); y en la anónima corrección a lápiz (quizá de Jodorowsky), además de la raya sobre el subtítulo, se apunta: “En colaboración con José Horna”. Por ende se colige que la pequeña Norita, anunciada como intérprete por Leonora, también fue destinataria de los cuentos de la “Libreta”. De modo que en la “adaptación infantil” de Leche del sueño el subtítulo de “El cuento feo de las carnitas”, que no figura en el índice, pero sí en el interior, proclama entre paréntesis: “Cuento del señor José Horna, por Norita”.

La cuna (c. 1949)
José Horna diseñó y ensambló
(madera tallada, red, cordón y argollas de metal)
Leonora Carrington pintó al óleo
     
Norita Horna en la cuna (México, c. 1949)
Foto: Kati Horna
         Regresando al desglose de Leonora Carrington en S.NOB, en el número 6 datado el “25 de julio”, en “Children’s corner” se lee “El monstruo de Chihuahua”, pero sólo el primer párrafo, pues tal cuento se complementa con ilustraciones y fragmentos escritos a mano. El número 7 de S.NOB, el último, en mayor medida dedicado a las drogas, apareció hasta el “15 de octubre” y en “Children’s corner” figura el cuento “Juan sin cabeza”. Pero además la portada fue ilustrada con un espléndido dibujo a tinta de Leonora Carrington, que también ilustra la portada de la edición facsimilar de S.NOB (pero a dos tintas). Por si fuera poco, “Cuando cumplí cincuenta años”, el artículo autobiográfico de Edward James, donde bosqueja su conocimiento de los hongos alucinógenos de la sierra de Oaxaca y un mal viaje que tuvo en una habitación de un hotel de la Ciudad de México, está ilustrado con un retrato fotográfico sin crédito perteneciente a una serie que Kati Horna le hizo en 1962, más un dibujo de José Horna, dos de Leonora Carrington y una pésima reproducción del Cristo muerto (c. 1431) de Andrea Mantegna, pintor del Quattrocento. Vale añadir que Edward James, controvertido amigo de la pintora y coleccionista de su obra, fue quien promovió la primera muestra individual de ella en la Galería Pierre Matisse de Nueva York en 1948, cuyo folleto prologó.

Edward James (México, 1962)
Foto: Kati Horna

Ilustración de Leonora Carrigton en la adaptación infantil del
“Negro cuento de la mujer blanca”


Leonora Carrington, Leche del sueño. Edición facsimilar. Iconografía a color. Notas de Gabriel Weisz, Ignacio Padilla y Alejandro Jodorowsky. FCE. México, abril de 2013. S/n de p.

Leonora Carrington, Leche del sueño. Adaptación infantil. Iconografía a color. Los especiales de A la orilla del viento, FCE. México, abril de 2013. 45 pp.


lunes, 23 de abril de 2018

La transparencia del tiempo

La gente vive con el cuchillo en los dientes

El prolífico y celebérrimo narrador cubano Leonardo Padura Fuentes (La Habana, octubre 9 de 1955), Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015, rubrica su novela La transparencia del tiempo (Tusquets, 2018) en “Mantilla, 17 de diciembre de 2014-10 de agosto de 2017”. Y la dedica, como buena parte de sus libros, a su esposa Lucía López Coll (“ya se sabe cómo y por qué”). El protagonista de la novela es, de nuevo, el detective Mario Conde. Un detective singular, con olfato de sabueso callejero y propenso a las intuiciones y premoniciones, de Radio Bemba; es decir, sin oficina acreditada en La Habana y al margen y a la saga de las “nuevas tecnologías” (Internet, el teléfono celular, las computadoras portátiles), que tal vez sea (entre la economía informal y la boyante picaresca) “el primer detective privado cubano desde 1959” (según apostrofa la china cubana Karla Choy); cuyo ínfimo oficio, para subsistir casi en la inopia con su perro Basura II (precisamente en la casa donde nació y creció), es el de ambulante voceador y comprador de libros viejos y antiguos, cuya venta comercializa y potencia su hábil socio y negociante Yoyi el Palomo (“el ex ingeniero Jorge Reutilio Casamayor Riquelmes”), 20 o 25 años más joven que el Conde, y poseedor de un rutilante “Chevrolet Bel Air descapotable de 1957”.
  
(Tusquets, México, 2018)
        La transparencia del tiempo se desarrolla en dos vertientes narrativas entreveradas en capítulos alternos. Una se sucede, principalmente en La Habana, entre el “4 de septiembre de 2014” y el “17 de diciembre de 2014, día de San Lázaro” (capítulos numerados, con fechas y rótulos: 1, 3, 4, 6, 7, 8, 10, 11, 13, 14, 16, 17, 18, 20, más el “Epílogo”). Y es el ámbito temporal, social y existencial donde Mario Conde, a punto de cumplir los infaustos 60 años, vive y convive su día a día y donde investiga el robo de una supuesta Virgen de Regla, recién hurtada a un tal Bobby (Roberto Roque Rosell), marchante de arte y desinhibido homosexual, otrora en el clóset y contemporáneo suyo en el pre de La Víbora y en los estudios universitarios, truncos para ambos, cuando en 1978 iban “a terminar el tercer año de la carrera”.  

     La otra vertiente narrativa inicia en 1989, el día que fallece, en un cuartucho en La Habana, un tal Antoni Barral, un solitario y humilde anciano en silla de ruedas, postrado ante “la imagen negra de Nuestra Señora de La Vall”; que, siendo un adolescente de 16 años, “carbonero y pastor de cabras montaraces”, en medio de los sorpresivos y cruentos embates suscitados por la Guerra Civil en España, en 1936 huyó de su caserío: Sant Jaume de la Vall, una “pequeña aldea de la Carrotxa catalana”, llevando con él, “dentro de una saca nueva de carbón”, la talla en madera de esa virgen negra con fama de milagrosa, el objeto más sagrado y valioso del pequeño villorrio y de la minúscula ermita, de la que se decía había aparecido en el interior de una encina con forma de cruz, muerta y seca por un rayo celestial.   
    Vale observar que en esa vertiente narrativa el oscilar en el tiempo es regresivo (capítulos: “2. Antoni Barral, 1989-1936”, “5. Antoni Barral, 1936”, “9. Antoni Barral, 1472”, “12. Antoni Barral, 1314-1308” y “15. Antoni Barral, 1291”). Es decir, se trata de una especie de viaje a la semilla (con cierta ascendencia de Alejo Carpentier). Y va de regreso, en flash-back, con fantástica y magnética mixtura de histórico palimpsesto, hasta el esbozo del año axial: 1291, cuando los furiosos “ejércitos de infantes y caballeros musulmanes convocados por el joven sultán Khalil al-Ashraf”, causaron la sangrienta caída de la babélica y populosa metrópoli de San Juan de Acre (puerto en el Mediterráneo en lo que ahora es Israel), y el fráter Antoni Barral, corpulento caballero de la Orden del Templo de Salomón, rescató esa virgen negra de la iglesia de San Marcos, donde había estado “desde que la imagen fuera traída de Jerusalén junto con otras reliquias cuando la urbe sagrada terminó siendo conquistada por Saladino” (lo cual ocurrió entre el 20 de septiembre y el 2 de octubre de 1181). Por si fuera poco, esa “imagen negra de Nuestra Señora”, tallada en el norte de África “en los tiempos de los últimos faraones de Egipto [c. 51 a.C.-47 a.C.] y famosa por ser pródiga en la realización de milagros”, según “contaban viejos caballeros, había sido hallada muchos años atrás entre los cimientos del que por más de un siglo había sido el cuartel general de los templarios, ubicado en el sitio preciso en donde las crónicas más fiables aseguraban se había erguido el Templo del rey Salomón y había estado en custodia el Arca de la Alianza”.  
    Frente a la inminente caída y pérdida de San Juan de Acre, el fráter Antoni Barral pensaba que sería “el último día de su vida”, no obstante “valía arriesgar la vida” por esa virgen negra. “Y así lo habían decidido él y tres de sus hermanos, cuyas espadas, durante la realización del rescate, habían hecho correr la sangre musulmana hasta que fluyó más allá de las puertas de la iglesia de San Marcos. Encargado por sus cofrades de transportar la virgen en virtud de su corpulencia, al disponerse a salir del recinto sagrado Antoni debió ver cómo sus tres compañeros de armas y juramentos, apenas puesto un pie en el atrio, caían fulminados por una lluvia de lanzas, piedras y flechas que, en cambio, pasaban por encima de su cabeza y por los lados de su cuerpo sin rozarlo, como si los proyectiles evitaran buscarlo a él, el encargado de cargar la virgen.” Halo protector y milagroso que se reitera y clarifica en la capilla del fuerte de los templarios, cuando el fráter Antoni Barral, que aún suponía “iba a ser el último día de su vida”, se postra al pie de esa virgen negra dispuesto a rezar y a “confesarle a Ella todos sus pecados”. Mientras discurre esa comunión (y paroxismo) y llega hasta él la estridencia de los musulmanes que se saben vencedores, Antoni Barral empezó “a percibir cómo su cuerpo penetraba en un refugio amable, envolvente, una condición física desconocida que lo hacía leve, a salvo de la parafernalia circundante, inmune al caos del momento final. Justo cuando se sentía más arropado en aquel refugio, con su cuerpo incluso elevado unos centímetros del suelo, recibió sobre su frente la presión nítida e inconfundible de unos dedos cálidos capaces de hacerle perder el equilibrio y caer de espaldas, provocando el retumbante sonido de sus metales ofensivos y defensivos. Tendido en el suelo abrió los ojos y comprobó que, ante él, solo estaban, en su sitio de siempre, la cruz y la figura de la Madre, con su rostro negro, brillante y hierático en el que resplandecían unas pupilas azules, casi con vida, de cuyas órbitas, podía jurarlo, en ese instante vio brotar y correr dos lágrimas. Y Antoni Barral recibió la vibrante premonición de que aún le quedaban tareas por cumplir en el Reino de este Mundo. Supo que al menos él había sido blindado por un poder superior y no moriría en esa jornada terrible en la que se celebraría la última batalla antes de que se concretara la pérdida definitiva de la que había sido por décadas la ciudad más pérfida y rutilante del mundo conocido: la ciudad que por sus muchos pecados se había condenado a sí misma. Conociendo cuál era su misión, el objetivo superior para el cual seguiría con vida, el caballero se puso de pie, se acomodó el casco y la espada y avanzó hacia el altar.” Resulta consecuente, entonces, que “el último día de existencia cristiana” de la pecaminosa, multicultural y engreída San Juan de Acre, el secreto custodio de la virgen negra, el fráter Antoni Barral, haya “visto arder [la urbe] desde el puente de mando de El Halcón del Temple, el poderoso navío [bajo las órdenes del capitán Roger de Flor] hasta el cual había llegado luego de lanzarse al mar desde los restos de las murallas de la ciudad en llamas, cuando había sido atrapado por una ola enorme e imprevista que lo depositó junto a la embarcación ya en retirada.”
 
Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
          En sus dos vertientes narrativas, con dos estilos distintos, La transparencia del tiempo es una novela signada por la intriga y el suspense. Paralelo a los sucesos del año 2014 en La Habana, el regresivo decurso narrativo que protagonizan los personajes con el mismo nombre (Antoni Barral), parece que articulan, en un ámbito de realismo mágico, aventura y translúcida documentación histórica, el itinerario de la virgen negra robada a Bobby, quien, lo jura (y perjura) por “Yemayá toca el suelo y luego se besa la yema de los dedos”, es milagrosa y a él lo curó de un cáncer en el seno. Esto es así hasta el capítulo “15. Antoni Barral, 1291”, pues en el capítulo “19. Antoni Barral, 8 de octubre de 2014”, Leonardo Padura, a través de su alter ego Mario Conde (que al día siguiente cumplirá 60 años), da un giro sorpresivo o vuelta de tuerca. Pues resulta que en realidad no se trata de la ruta histórica (real maravillosa) de la virgen negra robada a Bobby, pese a que lo parece o podría ser, dado que el propio Bobby acredita la antigüedad y el origen de esa talla en madera con dos libros que le muestra al Conde, “uno de ellos de gran formato, empastado en piel”, donde se observa una foto de la valiosa pieza y se lee: “Nuestra señora de La Vall... Escultura románica del siglo XII. Desaparecida de su ermita en 1936. Paradero desconocido.” Invaluable y antigua pieza (de museo, de coleccionista o del disperso patrimonio cultural de España) que Bobby, según le dice al Conde, heredó de su casi abuelo, “un español que había salido huyendo de la Guerra Civil” llevando consigo esa románica virgen negra, quien en su entorno inmediato y doméstico en La Habana, donde la mantuvo recluida y resguardada, la hacía pasar por su particular y milagrosa Virgen de Regla (pese a que no reproduce el consabido cliché de una popular Virgen de Regla), quien, dice Bobby, con el falso nombre de Josep Maria Bonet, fue el “segundo marido” de su abuela materna Consuelo. 
     Es decir, se trata de una historia imaginada, documentada y escrita nada menos que por el lenguaraz y ateo detective privado Mario Conde, escritor latente y frustrado, siempre onírico y deseoso de escribir un relato semejante a los relatos de Hemingway o de Salinger. Y lo hizo muy rápido, entre el “16 de septiembre de 2014” y el siguiente 8 de octubre (un día antes de su fatídico 60 aniversario), durante su convalecencia y abstinencia etílica en la casa de Tamara (su amante y compañera desde que en 1989 dejó la policía), precisamente sobre el “generoso buró de caoba” que fuera del embajador Valdemira, el padre de Tamara y de su hermana gemela Aymara, rodeado de la “bien poblada biblioteca, que él mismo había seguido nutriendo con algunas joyas caídas en sus manos de tratante de libros viejos”. Pero la escribió tecleando “la prehistórica Underwood heredada” de su padre, que es la “vieja máquina Underwood” que utilizara en el “Otoño de 1989” para escribir (luego de renunciar a la policía) el inicio de una historia que titularía Pasado perfecto, según se lee al término de Paisaje de otoño (Tusquets, 1998), novela de Leonardo Padura, perteneciente a la tetralogía “Las cuatro estaciones”, con la que en España, durante la Semana Negra de Gijón, obtuvo el Premio Internacional Dashiell Hammett 1998 y en Francia el Premio de las Islas 2000.
 
(Tusquets, México, 1998)
        En una charla sobre las vírgenes negras del Medioevo procedentes del norte de África y del Medio Oriente y su legendaria y mítica índole milagrosa, y sobre la presunta curación de Bobby gracias al poderoso influjo de la virgen negra que le robaron, el Flaco Carlos, uno de los íntimos compinches del Conde, comenta el hecho y enumera consabidos autores del “Realismo mágico”: “El que quiere creer ve y siente cosas que el descreído no ve ni siente. Por eso no me extraña que si Bobby es creyente de verdad esté convencido de que la virgen lo curó... Realismo mágico. Rulfo, García Márquez, Carpentier”. 
   
(FCE, México, 2002)
         Abrevadero latinoamericano y canónico autor cubano sobre el que Leonardo Padura tiene un erudito libro ensayístico: Un camino de medio siglo: Alejo Carpentier y la narrativa de lo real maravilloso (FCE, 2002). Que además signa La transparencia del tiempo con un epígrafe transcrito de “El camino de Santiago”, cuento de Alejo Carpentier (1904-1980) que forma parte de su trilogía cuentística Guerra del tiempo (CGE, 1958): “Dice ahora, a quien quiera oírlo, que regresa de donde nunca estuvo.” Aún lo ignoran (y se quedarían boquiabiertos y con la baba caída), pero los entrañables compinches del Conde quizá podrían ubicarlo en la vertiente del realismo mágico o de lo real maravilloso. Léase, por ejemplo, el capítulo “Antoni Barral, 1472”, donde el escudero Antoni Barral y el caballero Jaume Pallard, “Después de diez años de ausencia”, regresan al valle de donde partieron; el escudero sano y el caballero a punto de morir por la peste negra. Pero por obra y gracia de la virgen negra, oculta durante 164 años en el interior del tronco de una enorme encina con forma de cruz, seca y renegrida por un rayo, se sucede el milagro: el escudero muere atacado por la peste negra y el caballero recupera la salud y se promete “levantar en ese mismo sitio un monumento para albergar y honrar a aquella virgen milagrosa que le había devuelto la vida”. Virgen negra dejada al descubierto por un rayo divino que cae sobre la encina renegrida y seca (impacto que quiebra una de sus ramas con forma de cruz y que cae sobre él y lo deja inconsciente) y entonces comprende “el porqué de la postura orante del cadáver seco junto al árbol renegrido”. Lo que el caballero Jaume Pallard ignora es que esa virgen, negra y milagrosa, estaba oculta en el tronco del árbol con forma de cruz desde 1308, y que fue escondida allí por el sexagenario fráter Antoni Barral cuando regresaba a la aldea de la que salió siendo un adolescente; y que ese cadáver al pie del árbol recién fracturado (por el rayo divino) son los restos de un ermitaño: fray Jean de Cruzy, fallecido, “postrado” y “congelado”, en el “invierno de 1314”, con quien el proscrito ex templario convivió; pero a quien nunca reveló, pese al intercambio de confidencias, la cercana presencia de la poderosa virgen negra, rescatada por él durante la cruenta caída de San Juan de Acre en 1291. A esto se añade el inescrutable hado de que a través del tiempo los individuos que se llaman Antoni Barral se distinguen, entre los aldeanos analfabetas y romos campesinos de su entorno, por su inteligencia y valentía, por aprender a leer y a escribir, por viajar y alejarse de las tareas prescritas por la tradición. Pero, además, descuella el capítulo “Antoni Barral, 1936”, donde se relata el arrojo, la sagacidad y las aventuras marineras del astuto e intuitivo adolescente (el único jovenzuelo que sabe leer y escribir) que huye desde el Pirineo catalán hacia un destino incierto llevando consigo (y en secreto) el objeto más sagrado de su ermita y de su aldea: la talla en madera negra de Nuestra Señora de La Vall.
     Vale recapitular que ese período de abstinencia y convalecencia en casa de Tamara (que desencadena al latente escritor que lleva dentro) no se debe a una enfermedad, sino a que Mario Conde, el “14 de septiembre de 2014” recibió un balazo por parte del ratero, quien en el paupérrimo asentamiento de los orientales en San Miguel del Padrón (miserable “zona a la que le dicen las Alturas del Mirador”) había escondido la virgen negra dentro del “tronco voluminoso de un árbol, tal vez un falso laurel, del que sólo salían dos ramas que le daban una extraña forma de cruz”. Es decir, el detective por vocación Mario Conde, ineludiblemente apoyado por el mayor Manuel Palacios (y viceversa), quien es el “jefe de la sección de Delitos Mayores” de la “Central de Investigaciones Criminales”, y con quien “Veinticinco años atrás” (entre 1979 y 1989) conformó “la pareja de policías más eficientes”, logra dar con el autor intelectual del robo entre la fauna de marchantes de arte donde se mueve Bobby (Elizardo Soler, René Águila y Karla Choy), adinerados, competitivos y ambiciosos; más aún porque durante el rastreo de la pieza ocurren dos asesinatos y la misteriosa desaparición de Jordi Puigventós, un marchante catalán (y galán) recién llegado a La Habana con la obvia intención de comprar (en el mercado negro) la valiosa virgen negra. 
    Según lo acordado a través de Yoyi el Palomo (quien funge de promotor y gestor de las actividades mercantiles y profesionales de Mario Conde), Bobby debía pagarle al sabueso habanero cien dólares diarios, “más los gastos y dos mil por la virgen”. Pero, promovido por Yoyi (a petición del Conde) el día que Bobby va “a entregarle los dos mil dólares pactados”, que es el día del cumpleaños del Conde, y pese a que la virgen negra está en manos de la policía y su recuperación es incierta, el ex policía decide no aceptar el total. Iracundo, cuestiona la inmoralidad rapaz de Bobby, sus muchas mentiras y tejemanejes, la venta en Miami de cuadros falsos, y, antes de correrlo, coge del sobre “cuatro billetes de cien dólares” y le devuelve el resto diciéndole: “Me debías tres días de trabajo y gastos, nada más.”
    Ese código ético de Mario Conde (no exento de una perspectiva crítica ante los antagónicos contrastes sociales y frente a las contradicciones políticas y económicas del statu quo cubano en 2014) está en consonancia con su índole afectiva, sentimental, solidaria, generosa y desprendida. Por ejemplo, con los dólares recién recibidos, a Candito el Rojo y a Cuqui, su mujer, les lleva un envoltorio donde va un paquete de café, una bolsa de detergente y una botella de aceite de oliva. Además de que se trata de una previsible y repetitiva rutina en la que el Conde se embriaga, fuma como chacuaco y charla con sus amiguetes sobre el caso que investiga, con los dólares recién pagados, compra el ron y los ingredientes del banquete que comparte con el Conejo y el Flaco Carlos (sus compinches desde el pre de La Víbora), con tal de que Josefina, la madre éste, esa noche no se ponga el delantal. Le preocupa la magra subsistencia del Flaco Carlos y su madre Josefina (él en silla de ruedas desde hace unos 30 años y ella ya octogenaria) y por ende los apoya; la anciana lo ve y trata como si también fuera su hijo y el Conde así lo percibe. En una cafetería de nuevo cuño (“nacida sobre los restos de lo que había sido el quiosco donde de niño compraba masarreales de guayaba, pasteles de coco y jugos de melón rojo en los descansos de los interminables juegos de pelota en los cuales invirtió todas las horas posibles de su infancia”) compra cuatro hamburguesas para llevar (“y calculó que ese gasto significaba algo así como el salario de cuatro o cinco días de un compatriota proletario”); menos de dos hamburguesas son para él y más de dos son para su perro Basura II. El otrora mayor Antonio Rangel, quien fuera el jefe de la Central de Investigaciones Criminales durante la década (1979-1989) en que fue el teniente investigador Mario Conde (el mejor policía de la corporación), en 2009 sufrió “un violento derrame cerebral que le robó casi toda la movilidad y el habla”, y entonces él exigió a las hijas “encargarse del cuidado nocturno del enfermo”. Puesto que el mayor Rangel fumaba habanos de la mejor calidad (Montecristo N° 5), el Conde, cuando lo visita, suele fumar un habano frente a él para que aspire el humo. Y eso hace el “10 de septiembre de 2014”, pero no sólo para que el Viejo se deleite con esas odoríficas emanaciones, sino también para consultarlo sobre el caso que investiga; pero como el Viejo no habla, le responde levantado “ligeramente su dedo índice”. A un vagabundo, “desgreñado y sucio”, que por las calles de su barrio suele desplazarse con bolsas de plástico en los pies, le regala los zapatos que lleva puestos (vagabundo que al término de la obra, yendo “de regreso de donde nunca estuvo”, corporifica una ambigua nota de lo real maravilloso). Y pese a que egocéntricamente le duele e inquieta que el Conejo (con su mujer) deje La Habana para siempre y se asiente en Miami (donde vive su hija), el Conde le dice que cuando Bobby le pague (los dos mil dólares por el rescate de la virgen negra) cuente con ese dinero. De ahí que en el hospital (“herido de bala”) buena parte de sus seres queridos (que no son consanguíneos) lo arropen y se preocupen por su salud y bienestar. Y pese al desasosiego que para él implica cumplir 60 años, conforman un petit comité que, no sin retórica ironía “revolucionaria”, Aymara bautizó: “Comisión Organizadora del Sesenta Cumpleaños del compañero Mario Conde”. 
   
Leonardo Padura y Lucía López Coll
       Vale añadir que en la sui géneris indagación detectivesca que emprende el ex policía Mario Conde, además del mayor Manuel Palacios (con reparos y estiras y aflojas), los amigos del Conde (Candito el Rojo, Yoyi el Palomo, el Conejo y el Flaco Carlos) también participan, ya sea con algún comentario, reflexión o información, o acompañándolo en uno u otro episodio peliagudo. A lo que se añade la cátedra sobre el origen de las “vírgenes negras medievales” que al Conejo y al Conde les brinda, en Regla, el sabihondo sacerdote Gonzalo Rinaldi, párroco del Santuario de la Virgen de Regla.
    Pese a la angustia, al malestar y a lo aciago que implica el inminente cumpleaños número 60 de Mario Conde, a los crímenes y a los cuestionamientos críticos sobre el panorama cubano (“En este país la gente vive con el cuchillo en los dientes, porque si no, no vive”, dictamina el escritor que no escribe Miki Cara de Jeva, quien también le dice al Condenado: “pensándolo bien, brother, aquí las cosas se han puesto tan jodidas que cualquiera hace cualquier cosa por salir a flote”), La transparencia del tiempo no es una novela depresiva ni desesperanzadora. Todo lo contrario. Además de la extraordinaria vertiente culterana e imaginativa supuestamente escrita por Mario Conde, se trata de una novela gozosa, rebosante de lúdicos pormenores, muchas veces ligera en su jocoso vocabulario repleto de cubanismos, vulgarismos, modismos y coloquialismos. Donde además de las referencias a episodios o detalles que Leonardo Padura ha tocado o narrado en sus anteriores novelas protagonizadas por Mario Conde, e incluso en La novela de mi vida (Tusquets, 2002), no faltan los episodios eróticos ni las alusiones escatológicas.


Leonardo Padura, La transparencia del tiempo. Colección Andanzas número 690/8, Serie Mario Conde, Tusquets Editores. México, febrero de 2018. 446 pp.



Guerra del tiempo

El retorno de nunca jamás


En 1962, en México, con el sello de la Compañía General de Ediciones, el cubano Alejo Carpentier (1904-1980) da a conocer El siglo de las luces, extensa novela donde imagina y explora, en el Caribe, los efectos de la Ilustración y de la Revolución Francesa. Pero en 1958, con el mismo rubro editorial, dio a conocer Guerra del tiempo, una trilogía de cuentos integrada por “El camino de Santiago”, “Viaje a la semilla” y “Semejante a la noche”; seguida de la novela El acoso, que de manera individual había publicado en 1956, en Buenos Aires, en la Editorial Losada. Los cuentos de Guerra del tiempo, además del vocabulario barroco que caracteriza a cierta narrativa suya, comparten tildes y clisés del concepto real-maravilloso que sustentó en el furibundo prólogo de su novela El reino de este mundo, publicada en México, por EDIAPSA, en 1949; sello editorial donde 1953 publicó la primera edición de su novela Los pasos perdidos.
En 1983, en México, bajo el cuidado de la narradora mexicana María Luisa Puga (1944-2004), Siglo XXI Editores publicó el tercer volumen de las Obras completas de Alejo Carpentier, dividido en tres partes: “1. Guerra del tiempo”, que comprende los tres cuentos en otro orden: “Viaje a la semilla”, “Semejante a la noche” y “El camino de Santiago”. “2. El acoso”. Y “3. Otros relatos”: “Oficio de tinieblas”, “Los fugitivos”, “Los advertidos” y “El derecho de asilo”.
       
(Siglo XXI, México, 1984, 2ª ed.)
         El cuento “Viaje a la semilla” puede ubicarse en algún lugar de La Habana. Allí, mientras un grupo de obreros comienza la demolición de una casona barroca (en cuyo traspatio hay una Ceres sobre una fuente con mascarones luídos), un viejo negro, con un cayado, fisgonea y da vueltas entre los escombros rumiando palabras indescifrables (quizá un sortilegio). Cuando los obreros concluyen la jornada del día y se van, el viejo negro, a imagen y semejanza de un mago (tal vez un Cronos-Saturno encarnado en esa versión afrocubana) “hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas”. Entonces, lo que ya era cascajo regresa a su sitio; pero también, como en un flash-back, el tiempo empieza a marchar hacia atrás. De modo que partiendo del funeral del Marqués de Capellanías, el ex dueño de la mansión, los capítulos del cuento trazan el decurso de la vida del Marqués, hasta el instante, después de su primera infancia, en que retorna al vientre materno. Pero al unísono la mansión, y todo lo que hay adentro y alrededor de ella, viajan de prisa hacia el pasado, hacia el origen. Así, cuando los obreros regresan al día siguiente descubren que su trabajo fue concluido, que en el terreno no hay nada, y que incluso “alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario”.

        
Alejo Carpentier
(1904-1980)
        El cuento “Semejante a la noche” se divide en cuatro fragmentos. En el primero, un joven guerrero de una isla griega está a punto de embarcarse en una de las cincuenta naves enviadas por el rey Agamenón. Además de su orgullo guerrero, destaca el hecho de que cree en los supuestos nobles propósitos con que se pretende rescatar a Elena de Esparta, secuestrada y humillada en Troya. Ciertos rasgos del fragmento segundo son parecidos a algunos pasajes del anterior; mas en éste el joven guerrero se halla en España, en el siglo XVI, se ha inscrito en la Casa de la Contratación y está a punto de zarpar al Nuevo Mundo. Pero además de las supuestas buenas intenciones: convertir y civilizar idólatras, como soldado de Dios y del rey, no oculta su interés personal: quizá halle algo parecido al Elixir de la Larga Vida: la Uña de la Gran Bestia y la Piedra Bezar, que dizque curan todos los males; y una variante del mito de El Dorado: la “tierra de Omeguas, una ciudad toda hecha de oro, que un buen caminador tardaba una noche y dos días en atravesar”.

        Los fragmentos tercero y cuarto son partes del mismo tiempo y del mismo relato. Corre el siglo XIX. El joven guerrero, un francés al servicio del rey de Francia, está a punto de dejar Europa rumbo a tierras americanas. Y si bien se confirma su índole mercenaria: “hacer rápida fortuna en una empresa muy pregonada”, la perfidia del conquistador, tras el rostro de la heroica y romántica empresa, es cuestionada por las palabras de Montaigne que le cita su prometida. Pero también por las que cifra un viejo soldado cuando dice, como si hablara del arquetipo de todas las guerras, que “Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo”. Y que todo eso de que era “ofendida y humillada por los troyanos”, no era más que “propaganda de guerra, alentada por Agamenón” para encubrir el verdadero propósito: ampliar el ámbito de los muchos negocios y el dominio territorial.
   
Alejo Carpentier en La Habana (1964)
Foto: Paolo Gasparini
         El cuento “El camino de Santiago” comienza en Amberes, durante un tiempo que data de las últimas décadas del siglo XVI. Juan el tambor, el protagonista, nativo de Alcalá, es otro mercenario. Se halla bajo el mando del duque de Alba, quien representa al católico poderío del imperio español sobre el reino de Flandes. 

Según los soldados, lo que detiene en Amberes al duque de Alba, no es la fervorosa quema de luteranos, sino una flamenca con voz de sirena a la que le cumple los más extravagantes caprichos, tales como la serie de naranjos enanos recién desembarcados y traídos ex profeso, quizá de las Indias o del Sultanato de Ormuz, entre especias y cosméticos orientales. Pero ese navío también trae la peste en forma de ratas, que no tardan en reproducirse, en invadir, sitiar y corromper al marinaje y a la población.
       “El camino de Santiago” resulta un barroco retablo, donde los detalles y minucias, si bien se deben a la riqueza léxica y a la virtud imaginaria de Alejo Carpentier, también translucen el bagaje bibliográfico que incidió en su concepción. Así, la peste en Amberes dibuja escenas que provienen del Medievo, como si se viviera el espeluznante y apocalíptico fin del mundo, entre los constantes pecados y las excesivas tentaciones de la carne, del vino y del estómago, al unísono del inextricable horror a la muerte, al castigo divino y al Infierno. Así, si estos pasajes también evocan el ancestral arquetipo de las representaciones de la danza macabra o danza de la muerte y su eclesiástica moraleja (escenificaciones de los trashumantes cómicos de la legua en los atrios de las iglesias, en obras poéticas, muralistas, escultóricas y gráficas en las miniaturas de los libros de horas o no), resulta lógico que ante las mundanales y supuestas evidencias del castigo divino y de la apocalíptica destrucción, dentro de las pesadillescas visiones que Juan el tambor tiene en una fiebre (que él supone producto de la peste), crea ver una señal que le indica emprender el camino a Santiago de Compostela, precisamente a la catedral donde se halla el Pórtico de la Gloria y el milagroso sepulcro del apóstol Santiago el Mayor, junto a “la cadena que lo aprisionó en Jesuralén y el hacha que lo decapitó”.
       Juan el tambor, convertido en Juan el romero, emprende a pie el camino llevando un bordón, una esclavina con conchas cosidas y una jícara para el agua de los arroyos. En la ruta de los míseros hospitales, llega a ser parte de una horda de más de ochenta peregrinos, enfermos, tullidos, sucios y malolientes. Pero al llegar a Bayona nota cierta recuperación, por lo que después de remojarse, supone que le caería bien la dispensa de “un jarro de vino a orillas del Adur”. Mas con tal tintazo evoca a las mozas de Amberes, olvida su promesa, tuerce el camino, e incluso utiliza, para su provecho, el disfraz de romero. Así, al llegar a la entrada de Burgos se tropieza con una carnavalesca feria en la que abundan los supuestos fenómenos y las maravillas del Mundo Nuevo. La algarabía, un chubasco y un mesón lo hacen coincidir con un indiano embustero, en cuyo número, además del esclavo negro con el rostro con marcas de cuchillo, utiliza un mono, un papagayo y dos caimanes rellenos de paja que hace pasar como traídos del Cuzco. Entre los portentos del Mundo Nuevo que el indiano le describe a Juan el tambor, están las ciudades de oro, la Fuente de la Eterna Juventud, y lo inútil que son allí los secretos de los alquimistas que transmutan los metales en el más preciado metal. 
Bajo tal influjo, poco después se registra en la Casa de la Contratación. Pero luego en México no lo dejan pasar. Y nuevamente el indiano, con su palabrería, le dora la píldora; y de nuevo se vuelve a embarcar y finalmente arriba al puerto de San Cristóbal de La Habana.
       Lo terrible de la travesía marítima y de su estancia en la isla, resultan para Juan un infierno, quizá un castigo por no haber llegado a Santiago de Compostela; y esto es así antes y después de que un pleito de cantina lo convierte en un fugitivo que se oculta, en otra parte de la selvática ínsula, con otros réprobos: un calvinista, un judío, un esclavo negro, y un serrallo de negras africanas, entre ellas dos a las que hace sus mancebas.
       Presos en esa isla que los harta y disgusta, los europeos castran el tiempo rumiando y fantaseando la nostalgia del orbe que supuestamente vivieron y dejaron. Cierta vez, como señal premonitoria no sólo del arribo de un navío, Juan tiene otra pesadilla (originada por la fiebre) en la que se mira, desesperado, intentando entrar a la Catedral de Compostela, pero nadie le abre ni lo escucha. 
Así, cuando navega rumbo a Europa en el barco que los rescata se promete cumplir la peregrinación. Sin embargo, luego de que los católicos marinos prácticamente ejecutan al calvinista y al judío, Juan, ya en tierra, no se transforma en Juan el romero ni en Juan el tambor, sino en Juan el indiano, precisamente en la feria de Burgos, donde con el negro que conociera en la isla, también con el rostro tasajeado por un cuchillo, representan, “para holgarse de vino y mozas”, y con idéntica utilería, el mismo número que Juan, años ah, vio hacer al indiano y a su negro esclavo. 
Se trata, entonces, de un tiempo circular (o cuento de nunca acabar) en que se repiten las mismas escenas y las mismas palabras, no exentas, sin embargo, de una variante: cuando en el mesón Juan el indiano le dora la píldora a un Juan el romero idéntico al que él fue, como si se tratara de un diálogo o de un fantaseo consigo mismo, ocurre que entre los dos Juanes trazan, discuten, contrapuntean y repiten un mismo y consabido argumento, no sólo sobre las maravillas del Mundo Nuevo. 
Así, entre augurios, rumores y circunstancias parecidas e idénticas a las del pasado, los dos Juanes, junto con el negro traído de la isla, se registran en la Casa de la Contratación ante el chusco debate que cifran Santiago y Belcebú, al pie del ceño fruncido de la Virgen de los Mareantes.


Alejo Carpentier, Guerra del tiempo (“Viaje a la semilla”, “Semejante a la noche” y “El camino de Santiago”), en Obras completas de Alejo Carpentier, Vol. III, p. 7-79, México, 1984, 2ª ed.  




lunes, 16 de abril de 2018

El corazón de las tinieblas



La alegre danza de la muerte y el comercio

Los comentaristas de la vida y obra de Joseph Conrad (1857-1924) —entre ellos Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa y Sergio Pitol— suelen recordar el origen polaco de quien al parecer se llamaba Józef Teodor o Teodor Józef Konrad Nalecz Korzeniowski, el inicio de su temprana vida marinera (a los 17 años), su nacionalización británica el mismo año (1886) que obtuvo su cédula de capitán de la marina mercante inglesa, que optó por el inglés para la escritura de su obra, públicamente iniciada con su novela La locura de Almayer (1895), y que un azaroso y desventurado viaje al Congo en 1890 dio origen a El corazón de las tinieblas, que primero, en 1899, se publicó por entregas en una revista londinense y en 1902 en el libro Juventud y otras dos historias.

Traductor: Sergio Pitol
(Universidad Veracruzana, Xalapa, 2008)
        Con prólogo y traducción de Sergio Pitol, el relato o novela corta El corazón de las tinieblas se divide en tres partes numeradas con romanos. En ellas se entretejen dos ámbitos narrativos. Uno se sucede en el Támesis, en el estuario de Gravesend y a bordo del Nellie, “un bergantín de considerable tonelaje”, donde —mientras esperan el cambio de la marea que les permita continuar su ruta río arriba (si duda hacia Londres, dizque “la ciudad más grande y poderosa del universo”)— el “director de las compañías” (el “capitán y anfitrión”) y cuatro viejos camaradas, entre ellos Marlow, oyen el relato de éste en torno a su otrora aventurero, onírico y tenebroso viaje al corazón de las tinieblas, que sin precisarlo geográficamente se entiende que es el centro del continente africano, ámbito de la expoliación imperial de Europa y prototipo de la sanguinaria prepotencia y supremacía racista de una civilización más avanzadaza y poderosa sobre otra que aún oscila en la barbarie, en las supercherías primitivas y en el pensamiento mágico, y que Marlow alude así: “La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención.” No obstante, añade una falacia que resulta la antípoda ante la desquiciada, genocida, aterradora y macabra megalomanía de Kurtz: “Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrase y ofrecerse en sacrificio...”
El otro ámbito narrativo está contenido en el bosquejado: se trata del ancestral recurso de la narración dentro de la narración, pues es la remembranza y el relato (con comentarios y reflexiones) que les hace Marlow de ese viaje ocurrido en su juventud o en su madurez aún joven, cuando fue “marinero de agua dulce”. Primero incitado por el deseo de navegar un gran río descubierto y soñado en su infancia en un mapa (“una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a lo largo de una amplia región y la cola perdida en las profundidades del territorio”; el río Congo, se colige); luego, para realizarlo, apoyado y promovido por una tía que mueve sus influencias para que lo nombren capitán de un vapor fluvial de una compañía mercante que en Europa tiene su sede en una ciudad que le parece “un sepulcro blanqueado” (quizá un puerto en Bélgica o en Francia). 
Joseph Conrad
Ahora que si en el relato de Charlie Marlow —alter ego de Joseph Conrad que también aparece en su cuento “Juventud” (1902) y en sus novelas Lord Jim (1900) y Azar (1913)— descuella la lúdica ironía y el metafórico sarcasmo ante la presencia, los desfiguros y absurdos de la civilización y de los supuestos civilizados, también destaca su índole onírica e inefable: “Me parece que estoy tratando de contar un sueño..., que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en una vibración de rebelión y combate, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños [...] No, es imposible; es imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos..., solos.”
En este sentido, inextricable a la íntima soledad y a lo inasible y evanescente de la materia onírica, lo que cobra mayor relevancia es la pesadilla engendrada por la naturaleza predadora, contradictoria, irracional, asesina y antropófaga del género humano. Si el inicial leitmotiv de la aventura era satisfacer un sueño infantil, todo el trayecto, desde el inicio, apenas cruzado el Canal (de la Mancha, se deduce), tiene visos oníricos y de absurda y kafkiana pesadilla, cuyo clímax comienza a corporeizarse cuando el astroso vaporcito que capitanea Marlow, “a unas ocho millas de la Estación de Kurtz” (“cerca de tres horas de navegación”), amanece en medio de una pesadillesca bruma y poco después son atacados por las flechas de una tribu, que más tarde sabrán era la tribu de Kurtz.
        Cuando Marlow por fin arriba a la Estación Central de esa compañía europea que mueve y comercia con elefantiásicas cantidades de marfil, se encuentra con que su vaporcito está hundido en las aguas del río y por ende se aboca a rescatarlo y armarlo durante tres meses; y al unísono se incrementan los fragmentarios ecos de la leyenda que acuña la apología de Kurtz y que sobre todo rumia la horda de europeos que buscan enriquecerse en un tris, ya se trate de los blancos que pululan en la ruta o en el vaporcito o de la caterva de filibusteros que se maquilla y camufla con el sonoro nombre de “Expedición de Exploradores el Dorado”. 
Se dice que Kurtz, además de ser el más ávido acumulador de marfil de la compañía, poseía grandes atributos. “Llegará muy lejos”, le dijo a Marlow el contador (pulcro e impecable como todo un caballero inglés en medio de lo que parece un grotesco, sucio, maloliente, absurdo e inútil bausero): “Pronto será alguien en la administración. Allá arriba, en el Consejo de Europa, sabe usted..., quieren que lo sea.” Y que incluso hizo un informe por encargo de la “Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes”; que a Marlow, que lo leyó y guardó, le parece “demasiado idealista” y “muy simple, y, al final de aquella apelación patética a todos los sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpago en un cielo sereno [¡oh paradójica y radiográfica y retrovisora sentencia!]: ‘¡Exterminen a esas bestias!’”.
Pero cuando Marlow llega a la Estación Central ya repta y corre el rumor de que Kurtz está enfermo (quizá loco) y se ha convertido en algo anómalo para la compañía (se advierten catastróficas pérdidas) y por ende el director, a bordo del vaporcito, está empeñado en ir por él río arriba y descarrilarlo de su Estación, zona que ha convertido en coto personal. 
Paulatina y fragmentariamente, el relato de Marlow lo coloca en el lado opuesto del comportamiento del director y de la peste de blancos armados que infesta el vaporcito, e incluso contrario al tétrico delirio orquestado por Kurtz en su pequeño reino tribal, no obstante la tolerancia y la relativa complicidad con que lo llega a tratar durante su período convaleciente y terminal en el trayecto de regreso a bordo del vaporcito —muere en la travesía y le deja a Marlow un atado de cartas y papeles que implican que, pese a representar a un reyezuelo troglodita sin escrúpulos, no dejó de mirar a Europa ni rompió sus vínculos europeos (quizá para invertir y gastar su fortuna), más la foto de una fémina cuyo destino es la quintaesencia, el non plus ultra del melodrama romanticista—.
En el meollo de lo siniestro y oscuro de la personalidad de Kurtz, que de algún tácito modo logró persuadir y hechizar a una sanguinaria tribu de aborígenes que lo idolatra como si fuera un dios o un rey (un diminuto Leopoldo II que usa el terror, la tortura y el asesinato con tal de robar y saquear todo el marfil que pueda), destaca el hecho de que moribundo, sin asomo de culpa y muy razonable, añora el egocéntrico orbe que deja (“Mi prometida, mi Estación, mi carrera, mis ideas”).
Uno de los enigmáticos y reveladores pasajes de El corazón de las tinieblas es el episodio donde Marlow relata el acercamiento del vaporcito a la Estación de Kurtz y lo ve por primera vez, calvo y delgadísimo, casi la fantasmagórica imagen de la Muerte dirigiendo su danza macabra; Marlow, acompañado por el joven ruso vestido con harapos como de arlequín (fiel devoto de Kurtz), observa con sus prismáticos las cabezas humanas empaladas que preceden la desvencijada casa:
       “...No se veía un alma viviente en la orilla, los matorrales no se movían.
“De pronto, tras una esquina de la casa apareció un grupo de hombres, como si hubiera brotado de la tierra. Avanzaba en una masa compacta, con la hierba hasta la cintura, llevando en medio unas parihuelas improvisadas. Instantáneamente, en aquel paisaje vacío, se elevó un grito cuya estridencia atravesó el aire tranquilo como una flecha aguda que volara directamente del corazón mismo de la tierra, y, como por encanto, corrientes de seres humanos, de seres humanos desnudos, con lanzas en las manos, con arcos y escudos, con miradas y movimientos salvajes, irrumpieron en la Estación, vomitados por el bosque tenebroso y plácido. Los arbustos se movieron, la hierba se sacudió por unos momentos, luego todo quedó tranquilo, en una tensa inmovilidad.
“‘Si ahora no les dice lo que debe decirles, estamos todos perdidos’, dijo el ruso a mis espaldas. El grupo de hombres con las parihuelas se había detenido a medio camino, como petrificado. Vi que el hombre de la camilla se semiincorporaba, delgado, con un brazo en alto, apoyado en los hombros de los camilleros. ‘Esperemos que el hombre que sabe hablar tan bien del amor en general encuentre alguna razón particular para salvarnos esta vez’, dije.
“Presentía amargamente el absurdo peligro de nuestra situación, como si el estar a la merced de aquel atroz fantasma constituyera una necesidad deshonrosa. No podía oír ningún sonido, pero a través de los gemelos vi el brazo delgado extendido imperativamente, la mandíbula inferior en movimiento, los ojos de aquella aparición que brillaban sombríos a lo lejos, en su cabeza huesuda, que oscilaba con grotescas sacudidas. Kurtz..., Kurtz, eso significa pequeño en alemán, ¿no es cierto? Bueno, el nombre era tan cierto como todo lo demás en su vida y en su muerte. Parecía tener por lo menos siete pies de estatura. La manta que lo cubría cayó y su cuerpo surgió lastimoso y descarnado como de una mortaja. Podía ver la caja torácica, con las costillas bien marcadas. Era como si una imagen animada de la muerte, tallada en viejo marfil, hubiese agitado la mano amenazadoramente ante una multitud inmóvil de hombres hechos de oscuro y brillante bronce. Lo vi abrir la boca; lo que le dio un aspecto indeciblemente voraz, como si hubiera querido devorar todo el aire, toda la tierra, y todos los hombres que tenía ante sí. Una voz profunda llegó débilmente hasta el barco. Debía de haber gritado. Repentinamente cayó hacia atrás. La camilla osciló cuando los camilleros caminaron de nuevo hacia adelante, y al mismo tiempo observé que la multitud de salvajes se desvanecía con movimientos del todo imperceptibles, como si el bosque que había arrojado súbitamente aquellos seres se los hubiera tragado de nuevo, como el aliento es traído en una prolongada aspiración.”


Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas. Prólogo y traducción del inglés al español de Sergio Pitol. Serie Sergio Pitol Traductor (7), Universidad Veracruzana. Xalapa, 2008. 146 pp.

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