domingo, 5 de marzo de 2017

Chiquita




La reina liliputiense cubana

El cubano Antonio Orlando Rodríguez (Ciego de Ávila, junio 30 de 1956) obtuvo con Chiquita el XI Premio Alfaguara de Novela 2008. Se trata de un divertimento que posee un descomunal, hilarante y caricaturesco sentido lúdico y humorístico que impera en casi todas las páginas y en sus mil y una historias, en algunas de las cuales se transluce su estudio y análisis de la literatura infantil no sólo de América Latina y del Caribe y por ende a veces conllevan una mixtura popular muy emparentada con los cuentos para niños, adolescentes y jóvenes.


Antonio Orlando Rodríguez
En su “Nota final”, firmada en “Miami, noviembre de 2007”, el autor vierte una especie de declaración de principios: “Soy un novelista; es decir, un mentiroso profesional. Aunque este libro se inspira en la vida de Espiridiona ‘Chiquita’ Cenda, dista mucho de reproducirla con fidelidad. Se trata de una obra concebida desde la libertad absoluta que permite la ficción, así que cambié a mi antojo todo lo que quise y añadí episodios que, probablemente, a la famosa liliputiense le hubiese gustado protagonizar.
“He entremezclado sin el menor escrúpulo verdad histórica y fantasía, y dejo al lector la tarea de averiguar cuánto hay de una y de otra en las páginas de esta suerte de biografía imaginaria de un personaje real. Ahora bien, le recomiendo que no se fíe de las apariencias: algunos hechos que parecen pura fabulación están documentados en libros y periódicos de la época.”
(Alfaguara, México, 2008)
Sin embargo, pese a la broma implícita en esto último, a tales alturas del libro lo que declara resulta perogrullesco, pues inextricablemente urdidos a un enorme acopio de datos, hechos, anécdotas y personajes históricos y de la farándula (básicamente extirpados de los anales de Cuba, Estados Unidos y Europa), se desglosa con muchísimos detalles, pasajes y elementos imaginarios, maravillosos y fantásticos para conformar una novela bufa y no una biografía novelada. Así, Espiridiona Cenda del Castillo, la Chiquita del divertido y desternillante volumen de Antonio Orlando Rodríguez es, simple y llanamente, el personaje literario que lo protagoniza.
En cierta página del libro se indica la diferencia entre enanos y liliputienses (no por casualidad Lemuel Gulliver fue el seudónimo con que concursó el autor): los primeros son deformes, con la cabeza muy grande, casi sin cuello, con el pecho combado y alguna porra en la espalda; los segundos son a imagen y semejanza de las personas de talla “normal”. En este sentido, la Chiquita de la novela fue una encantadora y atractiva liliputiense, muy bien hechecita, que desde los diez años hasta su muerte midió 26 pulgadas.
Estrella de vaudeville en teatros, pero también atracción en ferias y zoológicos, sobre todo en Estados Unidos, la cubana Espiridiona Cenda del Castillo nació en Matanzas el 14 de diciembre de 1869, y murió en su casa de Far Rockaway, en Long Island, el 11 de diciembre de 1945, tres días antes de cumplir 76 años, acompañada por Rústica, su fiel y abnegada criada negra de toda la vida.
Con la falda corta, en una tarjeta postal vendida en la feria del condado
Lake, en Ohio, en 1926. Aunque por entonces estaba cerca de los cincuenta
y siete años de edad, en la dedicatoria que escribió en el reverso Chiquita
dice tener sólo cuarenta y cuatro años.
En el “Preámbulo de la novela, el supuesto albacea final (alter ego y homónimo del autor) que hizo posible la transcripción y edición de la supuesta biografía de Chiquita, puntualiza su identidad (novelística) al término de la primera nota al pie de página (cuyo conjunto, a lo largo de las hojas, también son parte de la ficción, del juego y de las bufonadas): “Todas las notas al pie de página son de Antonio Orlando Rodríguez”.
En tal prefacio el tocayo del autor dice que supo de Chiquita, por primera vez, cuando en La Habana, en 1990, Cándido Olazábal, un octogenario que “había sido corrector de pruebas de la revista Bohemia”, puso en venta su biblioteca antes de retirarse al asilo Santovenia, y que el anciano, por saber que Antonio era escritor, le ofreció las viejas cajas sobrevivientes del furibundo huracán Fox que en 1952 azotó e inundó a Mantazas y su hábitat, mismas que contenían papeles amarillentos y apolillados de lo que el joven Cándido mecanografió durante tres años (en medio de la Depresión Económica desencadenada en 1929) sobre la vida y milagros de Chiquita, oyendo la viva voz y el dictado de ésta, quien para tal cosa le brindó honorarios y cobijo en su casa de Far Rockaway.
En este sentido, el cuerpo central del volumen se desarrolla en dos vertientes alternas: los capítulos numerados con romanos, que se supone son la transcripción de las hojas otrora mecanografiadas por el joven Cándido; y los capítulos que se perdieron durante el huracán, también numerados con romanos pero entre corchetes, y que el parlanchín viejito Cándido Olazábal evocó y reconstruyó de memoria, no sin digresiones, hablándole de tú a Antonio y por ende los modismos y los giros coloquiales son más frecuentes.


Tarjeta para publicitar sus presentaciones en el Lit Brother's Free
Theatre de Pensilvania. Curiosamente, en el manuscrito no se
hace alusión a este momento de su carrera.
A esto se añaden tres anexos compilados y anotados por el tocayo del autor de la novela. Unos versos en inglés y español de la matancera quezque transcritos del folleto Chiquita “Little One”, dizque “publicado en Boston, alrededor de 1897”. La nota y listado: “Liliputienses y enanos: mientas más pequeños, más grandes”, que el húngaro F. Koltai, erudito en notable gente pequeña, publicó hacia 1926 en el Rhode Island Lady’s Magazine. Más un “Testimonio gráfico” sobre Chiquita que reproduce 19 imágenes (no muy legibles) con sus correspondientes lúdicos y jocosos pies.
Si después de tres años de trabajar en la casa de Far Rockaway, el joven Cándido está cansado y siente nostalgia de su terruño cubano y por ende se apresuran y él y Chiquita terminan la biografía en dos meses (su encomienda fue mecanografiarla no a modo de memorias autobiográficas en primera persona, sino a la manera de un narrador despersonalizado, omnisciente y ubicuo), esto coincide con los capítulos finales del volumen, cuando entre 1906 y 1909 comienza a sucederse cierto declive artístico y anímico de Chiquita. Es decir, el lector tiene la impresión de que si bien el novelista de carne y hueso no pierde la pulsión amena, fabulosa, juguetona y humorística, sí parece que también él se cansó y apresuró el paso para concluir de prisa con pequeñas anécdotas y grandes huecos y omisiones.


Chiquita
En 1872, en Matanzas, el príncipe ruso Alejo Romanov de paso por Cuba con una comitiva en la que figura su viejo preceptor: el contrahecho y feo enano Arkadi Arkadievich Dragulescu, a través de sus padres le obsequia a la bebé Chiquita una cadenita de la que cuelga una diminuta esfera de oro que tiene grabados unos crípticos jeroglíficos y lo que les dice de la joya parece la cháchara de un vendedor de maleficios y pócimas mágicas, quizá médium y experto en la bola de cristal, la quiromancia y la cartomancia: “Es un talismán”. “La esfera es el mundo, pero también es Sphairos, el infinito y la perfección. Si su niña lo lleva siempre consigo, el universo será gentil con ella, la buena suerte la acompañará a donde vaya y tendrá una vida larga y feliz.” 
Pues bien, alrededor de tal objeto (cuyo oculto meollo ignoran Chiquita y su parentela) se entretejen, a lo largo de la novela, el suspense y las intrigas más relevantes, pues además de los indicios sobrenaturales: los jeroglíficos se mueven en ciertos instantes y la bolita de oro emite luz y destellos a manera de señal o de advertencia de algún peligro, ocurren varios misteriosos asesinatos (a cuyos cadáveres les clavan en la lengua trece alfileres) y el furtivo robo de la joya durante una madrugada de agosto de 1896, día en que Chiquita debuta en el neoyorquino Palacio del Placer, precisamente con un show que alude la guerra de independencia de los cubanos contra el imperio español, sangriento enfrentamiento conjurado gracias a la dizque noble y quezque desinteresada y samaritana intervención del Tío Sam.


Chiquita poseía una voz afinada y bastante más potente
de lo que su talla hacía suponer.
Si diez meses después del hurto la joya es recuperada en forma subrepticia, su intríngulis comienza a despejarse cuando a Chiquita, en la feria mundial de Omaha, en 1898, el chino Ching Ling Foo, mago y amante suyo con quien hace el amor levitando en medio de una nube, le dice que la alhaja es emblema de la secreta “secta de los pequeños” y que en algún momento le pedirán que se integre a ella; y opta por no decir una palabra más, porque no quiere aparecer muerto y con trece alfileres clavados en la lengua.
Tal requerimiento ocurre durante la noche del 14 de diciembre de 1900, día de su 31 aniversario, cuando en un ineludible viaje astral le es revelada la arcana existencia de La Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia, cuyo origen data del siglo XV, ídem la acuñación de su idioma secreto (los jeroglíficos). Y si bien sus cofrades de enanos y liliputienses otrora se infiltraron “en las cortes de emperadores, reyes y príncipes de Europa” con tal de incidir en las decisiones de los poderosos y en el rumbo de la historia, su objetivo último es apoderarse del gobierno del planeta, pero encabezado por la gente pequeña. 
Tal propósito megalómano y hegemónico es dirigido por una especie de diocescillo bajuno llamado Demiurgo (al parecer del más allá ¿subterráneo? o de un ámbito liminal entre el sueño y la vigilia o de una dimensión paralela a la nuestra); por su dedo flamígero y las conjunciones astrales Chiquita fue elegida al nacer. Es por ello que se le entregó la joya para que siempre la llevara consigo; y no es un talismán, sino el indicativo de la posición privilegiada y única que le corresponde dentro de la autoritaria, dogmática y excluyente Orden, que además le sirve para realizar las bilocaciones; es decir, que mientras el Maestro Mayor y los cuatro Artífices Superiores (quienes también tienen sus bolitas de oro) dejan su cuerpo físico en la cama o en otro sitio, éstos, con su cuerpo astral, viajan por el espacio y se reúnen y dialogan entre sí.


Medir mucho menos que los demás no significaba que pudieran
esclavizarla o arrogarse el derecho de decidir por ella.
Sin embargo, a Chiquita, pese a su designación ultraterrena y privilegiada en la jerarquía inamovible y dictatorial, la secta le importa un comino y con ello su cualidad paranormal de bilocación; y esto contrasta con el silencio y la indiferencia del Demiurgo (que al parecer se equivocó de títeres y sumos acólitos) y con la paulatina ruina y muerte de la Orden, antecedida por la extinción de un par de sectarios y cruentos desgajamientos: Los Auténticos Pequeños y Los Verdaderos Auténticos Pequeños.


¿Su última foto?


Antonio Orlando Rodríguez, Chiquita. Alfaguara. México, 2008. 510 pp.


martes, 14 de febrero de 2017

El amor en los tiempos del cólera




El valse de la diosa coronada no tiene fin

El 5 de diciembre de 1985, editado por Diana con cien mil ejemplares, apareció en Colombia El amor en los tiempos del cólera, la novela de Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014) publicada después de que el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, recibiera el Premio Nobel de Literatura. Está dedicada a Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932), su esposa desde el 21 de marzo de 1958, quien también es aludida casi al final, cuando el Nueva Fidelidad, el barco de vapor donde por el río La Magdalena viajan los enamorados ancianos Florentino Ariza y Fermina Daza, se detiene en Magangué a cargar leña. 
Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez


       
(Editorial Diana. 1ª edición. Colombia, diciembre 5 de 1985)
        La novela tiene por epígrafe un par de versos de un tal Leandro Díaz (“trovador ciego del vallenato”, según Gerald Martin) que a la letra dicen: “En adelanto van estos lugares:/ ya tienen su diosa coronada”. Pues bien, tal deidad y rutilante monarca no es otra que Fermina Daza, tildada así por Florentino Ariza con un valse: “La Diosa Coronada”, que él compuso para ella en su adolescencia y que en nocturnas serenatas solía interpretar con su solitario violín desde las lomas del cementerio de los pobres, según la dirección del viento.

Florentino Ariza (Javier Bardem) en el Portal de los Escribanos
Fotograma del filme El amor en los tiempos del cólera (2007)
      Cuando la adolescente Fermina Daza, en Fonseca (alejada por su padre del puerto de Cartagena para frustrar su clandestino noviazgo con el joven telegrafista), quiere asistir “a su primer baile de adultos”, Florentino le reitera su permiso y su íntima divisa en un telegrama que cruza “siete estaciones intermedias”: “Dígale que se lo juro por la diosa coronada”. Pero cuando a sus 17 años ella ha regresado (traída por su padre, quien la supone aliviada de esa temprana fiebre amorosa que interrumpió sus estudios con las mojas) y explora los expendios del bullanguero Portal de los Escribanos y él le sopla al oído: “Este no es un buen lugar para una diosa coronada”, la respuesta de ella, al ver su triste y fea pinta, además de que para sus adentros piensa: “¡Dios mío, pobre hombre!”, lo tunde con un duro y frío rechazo: “No, por favor”, “Olvídelo”; cuyo remate es “una carta de dos líneas: Hoy, al verlo, me di cuenta que lo nuestro no es más que una ilusión”, y la perentoria exigencia de que le devuelva las cartas y los objetos que le regaló. Pero aún así rechazado y vapuleado, la víspera de su exilio al puesto de telegrafista en Villa de Leyva, “Se puso a la media noche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de Fermina Daza el valse de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos conocían, y que fue durante tres años el emblema de su complicidad contrariada.” 

Fermina Daza (Giovanna Mezzogiorno) y Florentino Ariza (Javier Bardem)
a bordo del Nueva Fidelidad
Fotograma de la película El amor en los tiempos del cólera (2007)
       Vale adelantar que su obsesión y persistencia en el endiosamiento de Fermina Daza, ya en la ancianidad de ambos, más de 53 años después del rechazo, él con 77 años y ella con 73, en ese viaje por el río de La Magdalena a bordo del Nueva Fidelidad, cuando el amor se ha tornado algo tangible, senil y recíproco, “con el violín de la orquesta, y en medio día fue capaz de ejecutar para ella el valse de La Diosa Coronada, y lo tocó durante horas hasta que lo hicieron parar a la fuerza”.

Florentino Ariza (Javier Bardem), Fermina Daza (Giovanna Mezzogiorno)
y Juvenal Urbino (Benjamin Bratt), protagonistas de El amor en los
tiempos del cólera
 ((2007), película dirigida por Mike Newell.
        Con una recargada y barroca mezcla de novela rosa, culebrón romántico y folletín decimonónico (mixtura salpimentada con los acentos insólitos y maravillosos característicos de la narrativa garciamarquiana e incluso con pinceladas de ciertas obsesiones temáticas: el tren amarillo, la compañía bananera, la matanza ocurrida en Ciénega en 1928, la Guerra de los Mil Días, la muerte de Simón Bolívar), El amor en los tiempos del cólera comprende seis capítulos sin títulos. Centralmente narra dos vertientes amorosas en torno a una misma mujer: Fermina Daza. Una la protagoniza Florentino Ariza, que a la postre y a lo largo de las páginas es la principal; y la otra el doctor Juvenal Urbino de la Calle, galán de rancio abolengo, con solvencia económica y estudios en París, afrancesado y culto, cuyo matrimonio con Fermina Daza dura más de medio siglo y concluye con la muerte de él al caerse de un árbol un domingo de Pentecostés (trataba de atrapar al políglota y parlanchín loro real de Paramaribo); entonces son los años 30 del siglo XX y Urbino tiene 81 años y ella 72. Y es precisamente al término del día del sepelio, “en su primera noche de viuda”, cuando Florentino Ariza le reitera su “juramento de fidelidad eterna y amor para siempre”.

     
Juvenal Urbino (Benjamin Bratt) y Fermina Daza (Giovanna Mezzogiorno)
el día de su boda
Fotograma del filme El amor en los tiempo del cólera (2007)
         Entre las peculiaridades y anacronismos de los personajes y en su índole literaria e imposible, descuellan las características físicas y ridículas de Florentino Ariza, sus fracasos, sus contradicciones y sus claroscuros. La nota sombría del doctor Juvenal Urbino, católico acérrimo, se restringe a sus amoríos con Bárbara Lynch, divorciada y doctora en teología que vive con su padre (un pastor protestante e itinerante) en una casa antillana “asentada sobre pilotes de madera en la marisma de la Mala Crianza”, ella con 28 años y Urbino con 58, casado y con un hijo y una hija (ambos casados) y la sonora reputación de ser el médico más notable de la ciudad; vínculo clandestino que fue la crisis más grave de su matrimonio y que empujó a Fermina Daza a exiliarse casi dos años en la hacienda que su prima Hildebranda Sánchez tenía cerca de Flores de María; y que al tener noticia de sus rasgos y color de piel provocó la exacerbación de sus atavismos racistas: 

“Y lo peor de todo, carajo, con una negra. Él corrigió: ‘Mulata’. Pero entonces toda precisión salía sobrando: ella había terminado.
“—Es la misma vaina —dijo—, y sólo ahora lo entiendo: era un olor de negra.” Subraya, refiriéndose a la tufarada que olía en la ropa de él.   
Florentino, por su parte, si bien a sí mismo se prometió mantenerse virgen y soltero y en espera de la oportunidad que lo redimiera ante los ojos y el amor de Fermina Daza, desde que súbitamente perdió la virginidad en el vapor que lo llevaba al exilio a Villa de Leyva (una fémina lo asalta y lo mete a su camarote y luego de desvirgarlo le ordena: “Ahora, váyase y olvídelo”, “Esto no sucedió nunca”) y tras el primer fogueo sexual con la viuda Nazaret que Tránsito Ariza, su madre, le introduce en su cuarto para que se cure de su amor malhadado, se convierte en un donjuán, incorregible y maniático, que en un cuaderno titulado Ellas empieza a anotar sus lúbricos encuentros. De modo que “Cincuenta años más tarde, cuando Fermina Daza queda libre de su condena sacramental, tenía unos veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós registros de amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ni una nota de caridad.”
“Apenas diez años antes” de la viudez de Fermina Daza, o sea: a sus 66 años y cuando ya es un vejete ricachón que preside la Compañía Fluvial del Caribe, “había asaltado a una de sus criadas detrás de la escalera principal de la casa, vestida y de pie, y en menos tiempo que un gallo filipino la dejó en estado de gracia. Tuvo que regalarle una casa amueblada para que jurara que el autor de su deshonra fue un medio novio dominical que ni siquiera la había besado, y el padre y los tíos de ella, que eran buenos macheteros de zafra, los obligaron a casarse.”
Si esto es una maquiavélica jugarreta de alguien cuya moral es pasada y ventilada por el arco del triunfo, esto es aún más grave y patético en el caso de América Vicuña. Cuando el domingo de Pentecostés muere Juvenal Urbino y Fermina Daza queda viuda, al viejo Florentino Ariza, de 76 años, sólo le queda una amante, “con catorce años cumplidos, y con todo lo que ninguna otra había tenido hasta entonces para volverlo loco de amor”. Ella es “América Vicuña. Había venido dos años antes de la localidad marítima de Puerto Padre encomendada por su familia a Florentino Ariza, su acudiente, con quien tenía un parentesco consanguíneo reconocido. La mandaban con una beca del gobierno para hacer los estudios de maestra superior, con su petate y su baulito de hojalata que parecía de una muñeca, y desde que bajó del barco con sus botines blancos y su trenza dorada, él tuvo el presentimiento atroz de que iban a hacer juntos la siesta de muchos domingos. Todavía era una niña en todo sentido, con sierras en los dientes y peladuras de la escuela primaria en las rodillas, pero él vislumbró de inmediato la clase de mujer que iba a ser muy pronto, y la cultivó para él en un lento año de sábados de circo, de domingos de parques con helados, de atardeceres infantiles con los que se ganó su confianza, se ganó su cariño, se la fue llevando de la mano con una suave astucia de abuelo bondadoso hacia el matadero clandestino.” De modo que el libertino vejestorio, a los 13 años de la niña, la “desnudaba pieza por pieza con engañifas de bebé: primero estos zapatitos para el osito, después esta camisita para el perrito, después estos calzoncitos de flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá.” Y pese a la falacia de que “ahora era una mujer hecha y derecha a la que le gustaba llevar la iniciativa” en materia sexual, América Vicuña, a sus 14 años, juega y se comporta como niña y así es tratada por la servidumbre, por el chofer y por el personal del internado (del que sale cada sábado y domingo a la casona de la Calle de las Ventanas) y por sus distantes padres, a quienes el hipócrita, abusivo, depravado y traidor de Florentino Ariza, “a fines de cada mes”, envía “sus impresiones personales sobre la conducta, el ánimo y la salud de la niña, y la buena marcha de sus estudios”.
Cuando en torno a las cuatro de la tarde de ese aciago domingo de Pentecostés muere el doctor Juvenal Urbino, Florentino estaba desnudo fornicando con América Vicuña. Al oír los dobles de las campanas de la catedral que empiezan a llamar a duelo, colige que “Tiene que ser un tiburón muy grande para que lo doblen en la catedral”. Así que el vejete, con el pálpito de que pudo morir el doctor Urbino y Fermina quedar libre, no tarda en vestirse y en devolver a la niña al internado.
El caso es que ante la viudez de Fermina y el galanteo que inicia el mismo día del entierro, Florentino Ariza corta de tajo sus acostones dominicales con América Vicuña, quien dizque está enamorada de él. 
Florentino Ariza (Javier Bardem) y Fermina Daza (Giovanna Mezzogiorno)
Fotograma del filme El amor en los tiempos del cólera (20007)
        Para reconquistar a Fermina Daza, iracunda el día que él le reitera su “juramento de fidelidad eterna y amor para siempre”, inicia la escritura de una serie de cartas (dizque “meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez, la muerte”) que acaban de encandilar a la viuda y por ende entra a su círculo doméstico y privado. Ofelia, la hija de Fermina, quien vive en Nueva Orleáns, ve entre los viejos “una forma viciosa de concubinato secreto” y por ende le grita a su hermano: “El amor es ridículo a nuestra edad”, “pero a la edad de ellos es una cochinada”. El doctor Urbino Daza no piensa lo mismo; pero no puede “disimular el desconcierto” cuando ve “que también Florentino Ariza se iba de viaje” a bordo del Nueva Fidelidad, el barco donde por fin se cumple su postergado anhelo de mutuamente amar a Fermina Daza. Viaje de nunca jamás, pues para continuar el idilio y eludir las insidias y censuras que los masacrarían tras su regreso, enarbolan la bandera amarilla del cólera, con tal de aislarse, “Toda la vida”, navegando de ida y vuelta, entre Cartagena y La Dorada, por un río acosado por los estragos de la deforestación y del deterioro de la flora y fauna. 

La nota discordante, que cae como una roca en la conciencia del viejo Florentino sin que lo dañe, es la telegráfica noticia de la muerte de América Vicuña, quien se suicida, a los 15 años, “con un frasco de láudano que se robó en la enfermería del colegio”. Vale observar que alguna vez “se encontró sola una tarde de sábado en el dormitorio de la Calle de las Ventanas, y sin haberlas buscado, por pura casualidad, descubrió dentro de un armario sin llave las copias mecanografiadas de la meditaciones de Florentino Ariza, y las cartas manuscritas de Fermina Daza.”
Es decir, ¡qué cólera!, pues en la muerte de América Vicuña no hay nada digno ni glorioso y por ende torna una falacia aquello que el joven Florentino le rebuznó al padre de Fermina cuando éste lo amenazó con “pegarle un tiro”: “No hay mayor gloria que morir por amor.”
      
Portada del DVD de la película El amor en los tiempos del cólera (2007)
basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera. Editorial Diana. 1ª edición. Colombia, diciembre 5 de 1985. 478 pp.

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Trailer de El amor en los tiempos del cólera (2007), película dirigida por Mike Newell, basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez.



     

lunes, 6 de febrero de 2017

Travesuras de la niña mala



El cacaseno y la mantis religiosa

(Alfaguara, 2006)
El tema medular de Travesuras de la niña mala (Alfaguara, 2006), novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936): una entreverada historia de amor que se sucede en un lapso de 38 o 39 años, podría resultar baladí y terriblemente melodramática, light y hasta cursi, pero en sus talentosas, cultas y experimentadas manos es un extraordinario divertimento sumamente ameno y placentero, salpimentado de peruanismos, modismos y palabras en francés.
     Que Ricardo Somocurcio, protagonista y voz narrativa, sea un peruano ilustrado, trotamundos y políglota, oriundo del limeño barrio de Miraflores, sintomáticamente contemporáneo del autor, deja claro que se trata de una especie de lúdico alter ego en cuyo destino, cultura e ideario Mario Vargas Llosa ha transpuesto una impronta personal (o una serie de improntas), sin que esto implique que su personaje sea autobiográfico.
      La obra inicia en el verano de 1950, cuando Ricardo Somocurcio es un quinceañero y un par de supuestas chilenitas recién llegadas trastocan la cotidianidad del grupo de adolescentes al que pertenece; al descubrirse la impostura durante una pomposa fiesta de 15 años, las escuinclas se esfuman. Pero Ricardo quedó enamorado de una, de la tal Lily, quien se movía con el mambo como ninguna otra.
      Ya por aquella época el sueño de Ricardo Somocurcio era vivir en París el resto de sus días. A sus 25 años, en 1960, ya está allí a punto de transformarse en un traductor en la UNESCO (lo que periódicamente, convertido en intérprete, lo hará viajar por Europa). Es entonces cuando inesperadamente coincide con tres revolucionarias peruanas, quienes luego de diez días en París, viajarán a Cuba para entrenarse en tácticas guerrilleras; pero en los rasgos de la camarada Arlette, una de ellas, reconoce a la falsa chilenita.
      Si en 1950 Ricardo quedó flechado y supurante ante la adolescente, el reencuentro en París preludia lo que será una larga pauta: él se siente enamorado y ella, fría y distante, sólo se entrega (o más o menos se entrega) para obtener algo a cambio, en este caso quedarse en Francia y no viajar a Cuba, lo cual no se logra negociar.
      El siguiente reencuentro, también fortuito, vuelve a ocurrir en París, en 1965, pero ahora la ex camarada es la elegante esposa de monsieur Robert Arnoux, un asesor del Director de la UNESCO. Y en una de las subrepticias reuniones lúbricas que Ricardo Somocurcio tiene con ella, ésta le vocifera su prerrogativa de batalla, más un botón de menosprecio: “Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy, muy rico y poderoso. Tú nunca lo serás, por desgracia.”
      En este sentido, la ex chilenita y ex guerrillera pronto desvalija y abandona al diplomático francés y huye de París. Así, el próximo reencuentro, inicialmente azaroso y sorpresivo, ocurre en los años 70, a 50 millas de Londres, “en el paraíso equino de Newmarket”, donde ahora ella es Mrs. Richardson, la flamante esposa de un ricachón. De tal episodio la niña mala no pudo escaparse con los bolsillos repletos, pues la guerra del divorcio prácticamente la dejó sin un clavo y huyendo a salto de mata. 
Mario Vargas Llosa
      En 1980, cuando en París él tiene 45 años, la femme fatal le informa que está en Tokio, donde se hace llamar Kuriko y es una de las rutilantes concubinas del serrallo de un tal Fukuda, un ominoso sapo y gángster de la yakuza que al parecer trafica desde África con colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte (para afrodisíacos), cuyo catálogo de nauseabundas perversiones, con la niña mala sometida y cómplice, implican el voyeurismo, el onanismo, el exhibicionismo, el sadomasoquismo, las orgías colectivas y las sonoras y pestilentes flatulencias a cuatro patas.
      A fines del parisino otoño de 1982, la peruana reaparece, pero ahora está desaliñada, pobrísima, enflaquecida y enferma. El cobijo en su pequeño departamento de la calle Joseph Granier y la cuasi recuperación física (y no tanto la mental) en una costosa clínica en Petit Clamart, no muy lejos de París, que Ricardo Somocurcio le brinda y le subsidia (endeudándose todo lo posible), le permite vivir los mejores meses de esa intermitente relación maldita, cuyo intríngulis de algún modo traza al confirmarle que él sustentará los gastos:
      “—Quién va a ser sino el cacaseno de costumbre —le dije, acomodándole las almohadas—. Tú eres mi mantis religiosa, ¿no lo sabías? Un insecto hembra que devora al macho mientras él le hace el amor. Él muere feliz, por lo visto. Mi caso, exactamente. No te preocupes por la plata. ¿No sabes que soy rico?”
       Pero la niña mala, más o menos recuperada en lo físico y en lo psicológico, sujeta a la ineludible y ciega obediencia nocturna de trepadora insaciable que la define, lo vuelve a dejar por un millonario, no sin haberle escenificado que lo quería un poquitín.
     Cuando a sus 53 o 54 años de edad Ricardo Somocurcio ahora está subsistiendo en un desvencijado habitáculo de un vetusto edificio del barrio de Lavapiés, en Madrid, y es un asiduo parroquiano del astroso cafetín Barbieri, la niña mala lo encuentra de nuevo. 
      Él ya ha vivido otras circunstancias nada venturosas, como un dizque “pequeño” ataque cerebral (que disminuyó sus facultades de intérprete y de traductor literario y por ende bajaron sus ingresos y su estatus económico); más también ha vivido una experiencia benévola: un vínculo erótico, amistoso y afectivo con una escenógrafa italiana 20 años menor que él. 
      Pero antes, aún en París, casualmente Martine (quien fuera jefa de la niña mala y quien le había dado trabajo en su empresa haciéndose de la vista gorda ante la irregularidad de sus papeles de identidad) le desveló que la peruana se había fugado nada menos que con su marido, un anciano repleto de billetes. 
     Tal decrépito magnate ya la dejó ir e incluso la indemnizó con unas acciones de la Electricidad de Francia y una onírica casita próxima a Sète, en el sur del territorio galo. Ahora, notoriamente flaca, débil y consumida por un padecimiento incurable, pretende que Ricardo Somocurcio firme los documentos para heredarle tales posesiones. 
     Al principio se resiste, pero ante el lastimoso y elocuente deterioro de la salud de la fémina, opta por hacerle caso a los profundos sentimientos (de cacaseno irremediable) que le dicta su corazón de poeta (de hecho es un eterno lector de la mejor poesía). 
      Sin embargo, tal último reencuentro sólo dura 38 días.
     Desde luego que no todo lo que ocurre en Travesuras de la niña mala está esbozado en la presente nota. Baste añadir que la feliz maestría y amenidad de Mario Vargas Llosa también se halla en un sinnúmero de anécdotas no sólo del entrañable entorno parisino de su protagonista y en el trazo de los contextos sociales, culturales y económicos de varios de sus episodios, como son las sucesivas contradicciones políticas en el Perú y la sangrienta quimera de la guerrilla, o el movimiento hippy en el Londres de los años 70; pero también se observa y disfruta en la sensualidad y el erotismo que Ricardo Somocurcio vive ante la inasible y evanescente ex chilenita.


Mario Vargas Llosa, Travesuras de la niña mala. Alfaguara. 2ª edición mexicana. Querétaro, 2006. 376 pp.



sábado, 7 de enero de 2017

El camino de Ida




El profesorcito señor X


I de II
El camino de Ida, novela del argentino Ricardo Piglia (Adrogué, provincia de Buenos Aires, noviembre 24 de 1940-Buenos Aires, enero 6 de 2017)) editada por Anagrama en la serie Narrativas Hispánicas, apareció en Barcelona en septiembre de 2013 y un mes después en México. Emilio Renzi, el memorioso protagonista que evoca y narra los pormenores del libro, dice en el “Epílogo”: “Thomas Munk fue ejecutado el 2 de agosto de 2005, diez años después de su captura.” Tal fecha permite al lector fijar los márgenes temporales en que se desarrollan los sucesos medulares de su memoria: entre enero y septiembre de 1995, pues a lo largo de las páginas Emilio Renzi no da fechas precisas y sí datos dispersos y equívocos y a veces contradictorios, como es, por ejemplo, lo que implica la fecha del nacimiento de Nina Andropova, pues según dice en la página 88, “Había nacido en Moscú en 1920”, y luego en la página 100 afirma que “Tenía casi 80 años”. Lo cual quiere decir que el presente de su memoria ocurrió en el 2000 o casi en el 2000; pero según el “Epílogo” no es así.  “Fue Ida Brown quien me ligó a esa historia y por ella he escrito este libro”, afirma Emilio Renzi en el “Epílogo”. Y así parece por el título de la novela. Sin embargo, el meollo trascendental de su memoria y de sus digresiones y relatos es el asesino Thomas Munk y no Ida Brown, pese a su vida secreta (salpimentada de claroscuros, iconoclasia, sexo y drogas) y a su subrepticio vínculo con tal deleznable terrorista.

(Anagrama, México, 2013)
       Además del “Epílogo”, El camino de Ida comprende cuatro partes. En la primera, “El accidente”, Emilio Renzi, escritor y profesor, narra que a mediados de diciembre recibió en Buenos Aires una invitación de Ida Brown para dar clases, un semestre, en la Universidad Taylor, ubicada en un pueblo cercano a Nueva Jersey. En enero ya está allí para exponer un seminario sobre Guillermo Enrique Hudson a un reducido grupo de alumnos de doctorado. Se instala en el campus, precisamente en la casa de un profesor de filosofía que hace un año sabático en Alemania.

Ricardo Piglia
  En la Universidad Taylor, su seminario está adscrito al Departamento de Modern Culture and Films Studies y esto resulta significativo en el contexto de lo que sucede a lo largo del libro, pues además de que mucho tiene de filme hollywoodense clasificación B, abundan las lúdicas alusiones cinematográficas, como es el caso de Los pájaros (1963), de Alfred Hitchcock, cuando en la cuarta parte, en septiembre, Renzi se dirige a la cárcel, en Sacramento, para conversar con el prisionero Thomas Munk, asesino anarquista que desde hace casi 20 años, desde la clandestinidad y el anonimato, ha estado matando técnicos y científicos mediante cartas-bomba. Pero el caso es que casi recién llegado, el cincuentón Emilio Renzi inicia una furtiva relación sexual con la cuarentona Ida Brown, la cual concluye intempestivamente cuando “a las 19.00 pm del jueves 14 de marzo”, luego de recoger su correspondencia en la universidad, muere en un accidente automovilístico en el que “La quemadura en la mano derecha era el signo más extraño del caso.”    

El rótulo de la segunda parte, “La vecina rusa”, alude a la susodicha Nina Andropova, profesora jubilada, especialista en Tolstoi, cuya casa colinda con la que ocupa Renzi, especialista en Hudson. La singular muerte de Ida Brown, especialista en Conrad y tecleadora de “tesis explosivas sobre política y cultura”, suscita que la policía local y el FBI investiguen el caso, dada la probabilidad de que tal “accidente” esté asociado a los sangrientos actos del terrorista Munk, por entonces anónimo y apodado Recycler. La reiterada presencia del FBI hace que Renzi contrate a Ralph Parker, un detective privado de la Ace Agency con oficina en Nueva York, quien indaga la vida privada y el itinerario de la formación académica de Ida Brown, quien en los años 60 hizo su doctorado en Berkeley, cuando Thomas Munk era profesor de matemáticas, pues a sus 25 años, en 1967, empezó a dar clases allí. Pero muy pronto, tras recibir la Medalla Fields por su “teorema de las decisiones”, abandonó la vida académica para recorrer los Estados Unidos en busca de un sitio donde erigir su escondrijo para fabricar bombas caseras; de modo que en 1971 anda en la frontera con México (tres años después “de la masacre de estudiantes en Tlatelolco”) y en 1975 se instala en un rincón de los bosques de Montana, cerca del poblado de Jefferson, donde construye una cabaña sin luz, sin agua y sin teléfono y donde lleva una vida idílica, con matices de Robinson Crusoe y Daniel Bonne televisivo en medio de parajes de tarjeta postal a la National Geographic.     
       La fuente de información de Ralph Parker es John Menéndez, agente del FBI que encabeza a quienes rastrean a Recycler y sus contactos. “La decisión de Menéndez de reprimir a las agrupaciones ecologistas y detener a sus líderes” induce al terrorista, a fines de mayo, a anunciar en un mensaje dirigido al New York Times que detendrá los atentados si cesa la represión contra los ecologistas y si le publican su Manifiesto sobre el capitalismo tecnológico, el cual se publica en tal diario y en The Washington Post. Tal comunicado lo firma como Freedom Club, cuyas siglas FC solían figurar en una chapita en las cartas-bomba. Pero además el Manifiesto incluye “una especie de nota al pie en la última página, escrita a mano, con un pulso firme, que podía ser considerada la exposición de un método” (por sus numerosos fans que justifican sus crímenes y proclaman en pancartas y grafitis: “Munk for President”, “Munk marca el camino”): “¡Hay que matar a todos esos bastardos tecnócratas y capitalistas!”.
En la amarillista y telenovelera efervescencia mediática que gira en torno al asesino (explotada hasta la saciedad por el show business que manipula el gran negocio de los mass media del capitalismo tecnológico)
queda claro que “la decisión de matar estaba ligada a la voluntad de hacerse oír”: “Para difundir nuestro mensaje con alguna probabilidad de tener un efecto duradero tuvimos que matar a algunas personas.” Y es la lectura del Manifiesto lo que permite a Peter, el hermano de Thomas Munk, detectar que se trata de éste y por ende, “para detener la demencial ola de crímenes”, lo denuncia. 
A mediados de junio, en su cabaña de los bosques de Montana, ocurre la detención dirigida por John Menéndez y la noticia a Renzi se la da John III subrayándole: “Era un ex alumno de Harvard”. John III, además, era su alumno “más brillante” en su seminario de Hudson y el “joven delfín de Ida con aire de estudiante de Oxford”, quien sintomáticamente “hacía su tesis sobre The Monkey Gang, la novela de Edward Abbey, con dibujos de Robert Crumb, sobre la banda de forajidos anarquistas medio punks que defendían la naturaleza matando a los que devastaban los bosques y destruyendo las máquinas excavadoras, las palas mecánicas y las motosierras”. 



II de II
En la tercera parte de la novela, “En nombre de Conrad”, el profesor Emilio Renzi (alter ego del profesor Ricardo Piglia) traza buena parte de la leyenda, la apología y el mito de Thomas Munk, ese dizque brillante “matemático formado en Harvard”, otrora profesor de matemáticas en Berkeley, nacido “en 1942” e “hijo de una acomodada familia de inmigrantes polacos”. Pero entre las múltiples falacias y sofismas que describen y exaltan el ideario anarquista, asesino y obnubilado de Thomas Munk: cree que confronta una válida y solitaria guerra contra el Estado y el capitalismo tecnológico (y lo creen sus seguidores y sus cómplices camuflados de pacifistas y ecologistas, quienes lo ven como “un nuevo Thoreau”, un “Thoreau enfurecido”), lo que descuella es que en el ejemplar de la novela de Joseph Conrad, El agente secreto (1907), que fuera de la profesora Ida Brown y que enseñó una semana antes de su muerte, el profesor Emilio Renzi descubre que los subrayados y signos de ella configuran una declaración de violentos principios anarquistas (transcribe y arma el puzle), que son los mismos que maneja Thomas Munk y supone que se trata de un mensaje cifrado que Ida le dejó un día antes de su muerte. En este sentido, el detective Ralph Parker le confirma que “Munk le dijo a su familia en 1984 que había leído la novela de Conrad una docena de veces a lo largo de los años”. Así, convencido de que la muerte de Ida Brown no fue un accidente suscitado por un infarto (según reza la versión oficial) y dado que en septiembre dará una conferencia en Berkeley (para conseguir trabajo de profesor), en agosto decide que tiene que hablar con Thomas Munk en la cárcel de Sacramento. Para ayudarlo, Parker le brida una credencial de detective de la Ace Agency y una carta donde se dice que investiga “la muerte de Ida a pedido de sus familiares” (quienes en la novela brillan por su ausencia). 
Ricardo Piglia
  En la cuarta parte, “Las manos en el fuego”, entre los objetos de su etapa de estudiante en Berkeley que Ida dejó en un guardamuebles, Emilio Renzi descubre una vieja foto donde ella está con Thomas Munk, cuya dirección en la parte posterior lo lleva al videoclub del fotógrafo Hank el Alemán, quien le dice que Munk “venía a menudo al local”, que caía por allí “cada tanto, incluso en la época en que estaba viviendo en los bosques de Montana”. En la foto, Munk tiene en la mano una película de vaqueros que según el registro fue “retirada el 13 de junio de 1975 y devuelta el 15 de junio”. “Se alojaba en el Hotel Durant [dice el Alemán] y pasaba unos días, recuperándose de la soledad. Caía acá y estudiaba muy cuidadosamente el catálogo antes de elegir una película. Imagino que le gustaba el modo en que estaba filmada la naturaleza del lugar donde él vivía. Y también porque era un romántico y admiraba a los héroes solitarios que enfrentaban ellos solos a los malvados de la sociedad.” Pero además Nancy Culler, la joven de pelo azul, ciberladrona, empleada del Alemán, poseedora de una cámara de video (que no deja de usar) y que dizque hace “una tesis sobre Los pájaros de Hitchcock”, le pide un aventón a Sacramento porque “Quería registrar lo que estaba pasando en el área y a Munk detenido, [y] quizá fuera a Montana a filmar los bosques”. “¿No veía yo [le pregunta Nancy] una relación entre el ataque irracional de los pájaros y las bombas de Munk? ¿No era la peli de Hitchcock un ejemplo de terrorismo ecológico? Los pájaros que atacan a los humanos idiotas...” Cuando el Chevy rentado por Renzi va por San Francisco, “cerca de Union Square”, Nancy le pide que entren a la tienda de mascotas que sale en Los pájaros de Hitchcock, porque allí fue comprada la lora que Munk tenía en su cabaña en el momento de su detención y ahora se exhibe, para “rematarla en subasta pública”, con un cartel que reza: “El loro de Munk”. 

Vale decir que tal lora no se llama Tractatus ni Profesor ni Verloc ni Winnie ni Kurtz ni Conrad sino Daisy (quizá por la novia del pato Donald) y se distingue por sus parlamentos, con cierta lógica racional (lo cual es un lugar común entre la fauna que puebla churros y caricaturas) y por ende es la nota de realismo mágico, aunque de ningún modo supera al parlanchín y políglota loro de Paramaribo que en El amor en los tiempos del cólera (1985) suscita la muerte del octogenario doctor Juvenal Urbino. 
Cuando Emilio Renzi ya está en la cárcel de Sacramento frente a Thomas Munk, observa que su mano izquierda está “manchada de cicatrices y quemaduras”. Lo cual coincide con el testimonio de uno de sus admiradores que habló con él cuando aún no se sabía que era un asesino: “lo que me impresionó fue ver su mano quemada, la izquierda, sin vendar pero con la piel escamada, como alguien cuyo trabajo consistía en poner las manos en el fuego”. No obstante, lo que se infiere del diálogo que Renzi sostiene con Munk y de lo que luego reflexiona para sí mismo y el lector, es el hecho de que alrededor del terrorista, oculta en la masa anónima de las hordas de supuestos pacifistas y ecologistas que lo idolatran y comulgan con su leyenda, con sus cruentos asesinatos y con su Manifiesto, oscila una encubierta red de apoyo (“un ejército invisible”) que movía las cartas-bomba. Y que “La bomba a veces le explota a quien la lleva” (“las bombas de tiempo accionan al romperse el papel que envuelve la caja o el libro hueco donde han sido instaladas”) y por ende Ida Brown, de la que Munk dice: “fue una mujer valiente. Nosotros la tenemos en cuenta” (pero sin confirmar si colaboró con él o no), “Posiblemente ese día transportaba una de las cartas” y le explotó en su torpe mano derecha, pues era zurda. O quizá fue asesinada porque sabía demasiado, pues según deduce y le dice Renzi a Munk buscando una respuesta y confirmación que no recibe: “Ida habría descubierto por azar en la novela de Conrad ciertas relaciones con su modo de actuar. Una coincidencia, quizá, y, para no denunciarlo, le habría escrito una carta previniéndolo [...] No sé qué le diría ella en la carta, pero por lo poco que la conocí puedo asegurar que no iba a delatarlo sin avisarle antes, sin decirle que lo había descubierto e incluso sin proponerle que escapara, que dejara de hacer lo que hacía.”
“En el siglo XXI el héroe será el Terrorista”, ironiza Nina Andropova cuando el Manifiesto de Recycler se propaga como explosivo reguero de pólvora y se vuelve la comidilla de estudiantes alimentados con churros hollywoodenses, de aprendices de escritor que admiran su estilo y de la opinión pública. Pero es obvio que en los Estados Unidos de la vida real (los del todopoderoso imperio del dinero, de las armas, de la CIA y del espionaje global) muy pocos elevarían a la categoría de héroe a Osama bin Laden ni a los yihadistas de Al Qaeda que el 11 de septiembre de 2001 perpetraron el ataque a las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, ni al par de rusos que el 15 de abril de 2013 ejecutaron el atentado de la maratón de Boston, ni a Timothy MacVeigh, quien el 19 de abril de 1995 hizo explosionar el Edificio Federal Alfred P. Murrah de Oklahoma, ni al tristemente célebre Unabomber (el matemático Theodore Kacynski), el obvio y palimpséstico modelo de la leyenda y biografía del terrorista Recycler (el matemático Thomas Munk).  
     
Ricardo Piglia
        Pero ¿por qué el escritor y profesor Emilio Renzi (proclive a las citas librescas, a los devaneos literarios, a las generalizaciones y con ciertos trastornos neuróticos y psicológicos) se impresiona y se explaya tanto con la leyenda, el itinerario, “la vida oculta”, la “pasión por el secreto”, y el falaz ideario anarquista de ese psicótico, megalómano y frío asesino que dizque posee un coeficiente más allá del promedio normal? No porque comulgue con él: “Hubiera usado la integridad para no matar a gente inocente”, le replica en la cárcel. Quizá porque a sí mismo se observa extraordinario (pese a sus dos divorcios) y con un coeficiente mucho más allá de la mediocridad porteña que lo rodea y alude en el íncipit signado por lo que parece su personal “teoría de conjuntos”, matizada por su particular “teorema de las decisiones”: “En aquel tiempo vivía varias vidas, me movía en secuencias autónomas: la serie de los amigos, del amor, del alcohol, de la política, de los perros, de los bares, de las caminatas nocturnas. Escribía guiones que no se filmaban, traducía múltiples novelas policiales que parecían ser siempre la misma, redactaba áridos libros de filosofía (¡o de psicoanálisis!) que firmaban otros. Estaba perdido, desconectado, hasta que por fin —por azar, de golpe, inesperadamente— terminé enseñando en los Estados Unidos, involucrado en un acontecimiento del que quiero dejar un testimonio.”



Ricardo Piglia, El camino de Ida. Panorama de Narrativas núm. 517, Editorial Anagrama. México, octubre de 2013. 296 pp.



miércoles, 7 de diciembre de 2016

Cinco esquinas

Lamer los zapatos que los patean

Editada por Alfaguara, la primera edición mexicana de la novela Cinco esquinas apareció en “marzo de 2016”, lo cual coincidió, de manera publicitaria y celebratoria, con el 80 aniversario de Mario Vargas Llosa, su autor, pues nació en Arequipa, Perú, el 28 de marzo de 1936.
Primera edición en México: marzo de 2016
      El novelista y Premio Nobel de Literatura 2010 preludia su libro con una declaración de principios que reza: “Cinco esquinas es una obra de ficción en la que, para la creación de algunos personajes, el autor se ha inspirado en la personalidad de seres auténticos, con los que, además, comparten nombre, aunque a lo largo de toda la novela son tratados como seres de ficción. El autor ha asumido en todo momento libertad absoluta en el relato, sin que los hechos que se narran se correspondan con la realidad.” En este sentido, Mario Vargas Llosa se cura en salud para utilizar y contar lo que se le antoje (y como se le antoje) y para que de manera inapelable no se le objete que en la histórica caída de Alberto Fujimori y de Vladimiro Montesinos (y en el encarcelamiento de ambos) no “fue clave” la supuesta revelación periodística que se narra en su novela. Revelación que dizque se destapa en un semanario populachero, de índole escandalosa y amarillista, que se edita en una Lima asediada por la violencia, los apagones, los secuestros, la delincuencia común, la abundante pobreza, el terrorismo de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, el toque de queda, la represión, y el sanguinario y genocida manejo de los mass media que orquesta y manipula “el todopoderoso Doctor”, nada menos que “el jefe del Servicio de Inteligencia” de la dictadura, de quien la vox populi dictamina: es “el que manda y hace y deshace”, pese a que Fujimori sea el presidente.  
 
Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa,
una pareja de película.
         No obstante los crímenes y actos delictivos que se aluden y se narran, Cinco esquinas es un divertimento, una novela lúdica, gozosa, ligera, amena, salpimentada con episodios pornoeróticos y no exenta de peruanismos, modismos y vulgarismos (entertainment químicamente puro, fácilmente adaptable y explotable por la churrería cinematográfica hollywoodense o no); con un cariz, no de alta literatura, sino de literatura popular, que recuerda el tremendismo de los radioteatros que urde Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977). De sobra es consabido que Mario Vargas Llosa es un consumado maestro de la intriga y del suspense, de modo que esto lo despliega, entreteje y dosifica desde la primera a la última página, que concluye con un final ambiguo y abierto a la especulación del lector.  
  Dividida en veintidós capítulos con rótulos y numerados con romanos, los sucesos que se narran en Cinco esquinas se ubican entre las postrimerías del régimen de Fujimori y tres años después (cuando gobierna “el cholo Toledo”, y el chino Fujimori y el Doctor ya están en la cárcel, y también los líderes terroristas: Abimael Guzmán, cabecilla de Sendero Luminoso, y Víctor Polay, cabecilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru). Los hechos centrales giran en torno al chantaje y la coacción monetaria que Rolando Garro, el repulsivo y fétido director de Destapes (un pobretón semanario amarillista que exhibe y explota las zonas oscuras del mundillo de la farándula y del espectáculo) intenta endilgarle al ingeniero Enrique Cárdenas, “uno de los hombres más poderosos del Perú”, cuya riqueza ha acumulado en el ámbito de la minería. “Las fotos de Chosica”, una veintena de imágenes de una orgía clandestina ocurrida hará unos dos años y medio, son el arma con que el gacetillero pretende chantajear y hacer fortuna. Enrique Cárdenas se niega a “invertir” en Destapes y con insultos pone de patitas en la calle a Rolado Garro; quien días después de publicar las fotos en su semanario aparece asesinado “en Cinco Esquinas, uno de los barrios más violentos de Lima, con asaltos, peleas y palizas por doquier”; por lo que parece “normal” que el cadáver de Garro luzca numerosas puñaladas en el cuerpo y el rostro destrozado a pedradas.
   Ante la opinión pública de Lima y del Perú, el ingeniero Enrique Cárdenas figura como el rico y poderoso que mandó a matar al periodista Rolando Garro. Paradójicamente, Julieta Leguizamón, alias la Retaquita, oscura redactora estrella de Destapes, también cree esto y lo denuncia ante las autoridades; es decir, no infiere ni logra entrever la mano negra y asesina del Doctor. Presunto responsable del asesinato de Rolando Garro, el ingeniero Enrique Cárdenas es detenido por la policía y encerrado en una cárcel, primero en un separo solitario y luego en una hedionda y hacinada celda colectiva en la que predominan y dominan los homosexuales de baja ralea; donde de un modo inverosímil lee una filosófica sentencia versificada escrita con corrección y no con las infalibles y consabidas faltas de ortografía: “Y cuando esperaba el bien,/ Sobrevino el mal;/ Cuando esperaba la luz, vino/ La oscuridad”.
   Paralelo al dilema del ingeniero Enrique Cárdenas, Marisa, su bellísima esposa gringa, y Chabela, la no menos bella esposa de Luciano Casasbellas, su enriquecido e influyente abogado y su mejor amigo desde chicos, inician, favorecidas por el toque de queda, una cachonda y subrepticia relación lésbica (que a la postre se trasforma en triángulo sexual).
   A través de tres hombres camuflados de civil, el temible Doctor hace llevar a la Retaquita, encapuchada, hasta su búnker oculto en Playa Arica, donde le anuncia y ordena que va a trabajar para él y que Destapes reaparecerá con ella de directora. Lo cual implica, además de la bonanza económica que le permitirá dejar su minúsculo agujero en Cinco Esquinas y cambiarse a una casa amueblada en Miraflores, que ella hará lo que él mande para desacreditar a opositores políticos y críticos del régimen y que no dejará de meter las narices en la bacinica mediática, es decir, en lo que se publique en el semanario: “Fíjate tú misma cuánto quieres ganar como directora. Nosotros nos veremos poco. Yo quiero aprobar el número armado antes de que vaya a la imprenta y yo pondré los titulares.” Y además de advertirle que tendrán “una comunicación semanal, por teléfono, o, si el asunto es delicado, a través” del capitán Félix Madueño (quien hace trabajos secretos, cruentos y sucios para el Doctor), le reitera y recalca su imperativa amenaza (de muerte): “Pero no olvides la lección: yo perdono todo, salvo a los traidores. Exijo una lealtad absoluta a mis colaboradores. ¿Entendido, Retaquita? Hasta pronto, pues, y buena suerte.”
   Vale observar que “apenas unos mesecitos” después del asesinato de Rolando Garro, meses en los que la Retaquita ha cumplido con obediencia perruna las imperativas órdenes del Doctor y ya vive en Miraflores, ella, en calidad de directora de Destapes, con enorme inverosimilitud, decide darle vuelta a la tortilla y traicionar a su patrón, “jefe del Servicio de Inteligencia de Fujimori”, pese a que de primera mano sabe que no le tiembla la sanguinaria manaza para ordenar, ipso facto, el asesinato encubierto de los colaboradores que lo traicionan. En este sentido, con la confabulación del fóbico, tontorrón y frágil fotógrafo de Destapes (autor de las fotos de la orgía de Chosica) y de una vulnerable redactora del semanario, jugándose el pellejo, preparan un número especial, donde, además de la apología del supuesto periodismo de Rolando Garro y de supuestamente redimir su imagen y memoria y de relatar su cuestionable proceder ante el ingeniero Enrique Cárdenas, hacen la crónica del asesinato del ex director de Destapes ordenada por el Doctor, de la calumniosa inculpación de tal crimen, supuestamente realizado por un anciano pobrísimo y amnésico (Juan Peineta, otrora sensiblero y popular declamador de poemas e infausto cómico en “Los Tres Chistosos”, programa de América Televisión), y donde además la Retaquita narra cómo grabó las inculpatorias conversaciones que tuvo con el “jefe del Servicio de Inteligencia”; material (37 grabaciones) que fue entregado a la Fiscalía de la Nación y al Poder Judicial con el objetivo de que “el asesino de Rolando Garro sea juzgado y sentenciado merecidamente por su luctuoso proceder”. Cosa que, según la novela, se logró, además de incidir en la caída del Doctor y del chino Fujimori. Es decir, lo inverosímil también radica en que los curtidos y serviles esbirros del siniestro Doctor no hayan espiado a la Retaquita ni detenido la impresión del semanario ni confiscado el tiraje y su distribución, ni que la hayan cacheado con rigor y por ende ella pudo grabarlo a sus anchas, pues solía esconder la pequeña grabadora entre los pechos. A esto se añade que el Doctor no haya respondido ipso facto; es decir, no ordenó el asesinato inmediato de la Retaquita y sus colaboradores (simulando un atraco, por ejemplo), ni provocó ningún incendio en Destapes ni hizo colocar alguna estruendosa carga explosiva que peliculescamente hiciera polvo el conjunto. 
    Así que tres años después de las fotos de Chosica, la Retaquita, siguiendo los pasos de su mentor, heroína y oronda ahora tiene su propio programa televisivo: La hora de la Retaquita, de la misma índole vulgar, populachera, amarillista y chismográfica que cultivaba Rolando Garro, al que, también increíblemente, se ha vuelto aficionado (y admirador de la diminuta e intrépida “periodista”) nada menos que el riquísimo ingeniero Enrique Cárdenas, supuestamente culto, libertino en secreto, refinado y coleccionista de arte en sus ámbitos íntimos y domésticos, y pese a que la denuncia de ella lo privó de la libertad e hizo vivir y experimentar terribles horas de pánico, angustia y desesperación en la cárcel, y un inconfesable y bochornoso episodio en la celda colectiva plagada de nauseabundos y mafiosos homosexuales.
     
El Premio Nobel y la Reina de Corazones,
estrellas del periodismo rosa.
         Cabe observar que del capítulo uno al diecinueve la novela Cinco esquinas desarrolla la serie de las historias de una manera progresiva y alterna; y sólo en el capítulo veinte, “Un remolino”, Mario Vargas Llosa hace uso de un recurso narrativo que, muchas veces, ha utilizado con maestría y mayor complejidad: de un modo polifónico y fragmentario en un mismo párrafo (y párrafo tras párrafo) intercala voces, lugares y tiempos; es decir, narra diálogos, hechos y episodios que se suceden entre sus distintos personajes. El capítulo veintiuno esboza, literalmente, el contenido de la citada “Edición extraordinaria de Destapes”. Y la pregunta que titula al capítulo veintidós (el último): “¿Happy end?”, implica el susodicho final ambiguo y abierto a la especulación del lector, relativa al trasfondo e intríngulis del referido triángulo sexual (y quizá algo más o no).

Mario Vargas Llosa, Cinco esquinas. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2016. 320 pp.