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miércoles, 4 de noviembre de 2015

Vathek (Cuento árabe)




Palacio subterráneo hallado 
en el abismo de un manuscrito

                                 
I de II
Con traducción al castellano de Manuel Serrat Crespo, en 2001, en Barcelona, se imprimió —en la editorial mallorquín José J. de Olañeta, Editor— la célebre novela Vathek (Cuento árabe), que el británico William Beckford (1760-1844) escribió en francés, de cuya legendaria vida y obra, en el ámbito del español (y más allá de él), no pocos lectores han tenido noticia a través de Jorge Luis Borges (1899-1986), dado que además de comentarlo y reseñarlo en “Sobre el Vathek de William Beckford” —nota de 1946 reunida en Otras inquisiciones (Sur, Buenos Aires, 1952)—, lo prologó y antologó en dos series canónicas. Una: La Biblioteca de Babel (núm. 10, Siruela, Madrid, 1984), con traducción al español de Guillermo Carnero, la cual, con un largo prefacio de éste, había aparecido en Barcelona, en 1969, editada por Barral Editores. La otra: Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges (núm. 49, Hyspamérica, Madrid, 1985), con traducción al castellano de Manuel Serrat Crespo.
(Sur, Buenos Aires, 1952)

 
La Biblioteca de Babel, número 10
(Siruela, Madrid, 1984)

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, número 49
(Hyspamérica, Madrid, 1985)
 
(José J. de Olañeta, Editor, Barcelona, 2001)
      Además de tratarse de un libro preciosista y cuidado, cuya “portada, contraportada y guardas reproducen un fragmento de El harén, pintura de Achille Boschi, 1852-1930” —obra que se resguarda en la Mathaf Gallery, de Londres—, lo que hace singular a la presente edición de José J. de Olañeta, Editor es el hecho de que incluye el largo y laborioso prólogo que el poeta maldito Stéphane Mallarmé (1842-1898) pergeñó, ex profeso, para la edición francesa de Vathek, impresa en París, en 1876. En este sentido se puede pensar, puesto que el libro no lo precisa (eh aquí un bemol), que Serrat tradujo del francés (con algunas notas suyas) de tal histórica edición, amén de que el francés es el idioma que Beckford utilizó para escribirlo a principios de 1782. Sobre esto se suele repetir (Borges lo hace y otros comentaristas también) que Beckford lo redactó en “sólo tres días y dos noches del invierno de 1782”. Pero fue el primer borrador, pues a todas luces se revisó exhaustivamente, dada la abundancia de minucias (fantásticas, poéticas, humorísticas, librescas), armonía y calidad, más rica que en los póstumos Episodios, también escritos en francés, que permanecieron inéditos (el 1º y el 2º concluidos y el 3º inconcluso) hasta que Lewis Melville (1874-1932) halló los manuscritos en los archivos del palacio del duque de Hamilton (otrora yerno de Beckford). Primero, Melville publicó dos en The English Review (en 1909 y en 1910). Luego, prologó y editó los tres en The Episodes of Vathek (Stephen Swift and Co., Londres, 1912), traducidos al inglés por Sir Frank T. Marzials (1840-1912) y con los originales en francés en el apéndice. Pero el conjunto de Vathek y sus Episodios, en inglés, los editó Guy Chapman (1889-1972), por primera vez, en Vathek with the Episodes of Vathek (Constable and Company & Houghton Mifflin Company, Londres, 1929). Libro al que Borges, al final de su nota citada al inicio, le señala una ausencia: “la editorial Perrin, de París, ha publicado el texto original [Vathek, conte arabe, 1787], revisado y prologado por Mallarmé [en 1876]. Es raro que la laboriosa bibliografía de Chapman ignore esa revisión y ese prólogo.”

William Beckford (1760-1844)

Stéphane Mallarmé (1842-1898)
(foto: Nadar)


Jorge Luis Borges en 1951
(foto: Grete Stern)

      Amén de diferenciarse por sus preámbulos, datos y notas, las distintas traducciones al español de Vathek y los Episodios discrepan y varían en el vocabulario, en la sintaxis (a veces en la semántica) y en el modo de escribir o de castellanizar numerosos vocablos (de varios idiomas) y el nombre de buena parte de los personajes e incluso los geográficos. En este sentido, además de la versión de Vathek (Cuento árabe) hecha por Serrat —donde los póstumos Episodios se enumeran así en la página 132: “Historia de los dos Príncipes amigos, Alasi y Firuz, encerrados en el palacio subterráneo”, “Historia del Príncipe Borkiarokh, encerrado en el palacio subterráneo” e “Historia del Príncipe Kalila y de la Princesa Zulkais, encerrados en el palacio subterráneo”—, destaca el Vathek, cuento árabe (Con sus tres Episodios), con traducción del francés, prefacio, notas y edición de Javier Martín Lalanda, impreso por Alianza Editorial, en Madrid, en 1993, reimpreso en 2006 con una nota del traductor en la que dice: “He efectuado algunas puntualizaciones en el presente prólogo y algunas mejoras en la traducción del tercero de los Episodios, el incompleto, así como la restitución de un breve pasaje omitido por descuido en la anterior edición.” En tal libro (al parecer el más ambicioso de los que circulan en español) las narraciones de Beckford, arbitrariamente ordenadas y urdidas bajo el globalizador rótulo: “Vathek, cuento árabe”, se titulan y se desglosan así: “Historia del califa Vathek”; “Historia del príncipe Alasi y de la princesa Firuzká”; “Interludio”; “Historia del príncipe Barkiaroj”, que además de sus particularidades, incluye cuatro relatos más: “Historia de Homaiuna”, “Historia del yinn Farukruz” (o sea, falsa historia de Barkiaroj)”, “Historia de la cuñada de Barkiaroj” e “Historia de Leilá, hija de Barkiaroj”; “Interludio” (creado por Lalanda); “Historia de la princesa Zulkais y del príncipe Kalilá”; y “Desenlace de la historia del califa Vathek”, que son los últimos párrafos de la novela Vathek (Cuento árabe) (París, 1787). 
(Alianza Editorial, Madrid, 2006)
     
(Valdemar, Madrid, 1991)
      Valdemar, por su parte, en 1991, en Madrid, con el número uno de su Colección Gótica, publicó Los Episodios de Vathek, con un vago prefacio de Agustín Izquierdo, y traducción del francés de Claudia Monflis, pero sin acreditar de qué edición lo hizo. Libro, que pese al totalizador título, sólo incluye los dos Episodios concluidos por Beckford (con algunas brevísimas notas que al parecer no son de la traductora), los cuales se rotulan, editan y desarrollan así: “Historia del Príncipe Alasi y de la princesa Firuzkah”. E “Historia del Príncipe Barkiarokh”, dividida en “Primera parte”, con tres capítulos: “Historia del Príncipe Barkiarokh”, “Historia de Homaiuna” y “Fin de la historia de Homaiuna”; y “Segunda parte”, que comprende cinco capítulos: segmento sin rótulo; “Historia de la cuñada de Barkiarokh”; segmento sin rótulo; “Historia de Leilah, hija de Barkiarokh”; y segmento sin rótulo.

     
(Valdemar, Madrid, 1999)
      Al parecer, fue una estratagema mercadotécnica el que Valdemar no incluyera el tercer
Episodio (el inconcluso) en Los Episodios de Vathek, pues en 1999, con el número 108 de su colección El Club Diógenes, publicó el título Historia de la princesa Zulkaïs y del príncipe Kalilah (El tercer episodio de Vathek), pero con las firmas de William Beckford y de Clark Ashton Smith (1893-1961). Es decir, este escritor gringo —que se carteaba con H.P. Lovecraft (1890-1937)— retomó el Episodio inconcluso, donde Beckford lo dejó, y decidió, en inglés, continuarlo y concluirlo. Así, con el título “Third Episode of Vathek” se publicó, en 1937, en el primer número de la revista Leaves, luego incluido en su libro de cuentos The Abominations of Yondo (Arkham House, 1960). La susodicha versión editada por Valdemar está traducida, de tal libro, por José María Nebreda e incluye un “Prólogo” suyo dividido en tres capítulos (los dos primeros con una mínima y vaga “Bibliografía selecta”): “Sobre William Beckford”, “Sobre Clark Ashton Smith” y “Sobre el tercer episodio de Vathek”.
Clark Ashton Smith (1893-1961)
       Según Lalanda, el primer Vathek en francés se editó en Lausana a fines de 1786, “corregido por John David Levade, con su nombre propio [el de Beckford] y sin ninguna de las notas de Henley”. Y “Al año siguiente, 1787, aparecería en París, a finales de junio, la segunda edición en francés, elaborada a partir de la edición de Lausana (con el subtítulo de ‘cuento árabe’ que no figura en ésta), corregido en la ocasión por el médico personal de Beckford, François Verdeil, quien formaba parte de su séquito, y, posiblemente, también por el librero Sébastien Mercier, al que se añadiría una selección de las notas preparadas por Henley. Las correcciones, que respondían básicamente a criterios de sencillez y claridad en el texto, fueron supervisadas por Beckford quien dejaría a su médico al cuidado de lo demás.” 

      Pero en el Vathek que nos ocupa, Mallarmé, en su prólogo de 1876 (según Borges “está escrito en un dialecto etimológico del francés, de ingrata e imposible lectura”) apunta que la edición prínceps de Vathek en francés apareció en 1787, en París y en Lausana, de manera “Anónima” —pero, oh antagonismo: sin omitir al autor— en “una edición simultánea” impresa “por Poinçot”, al parecer apremiado por el hecho de que la traducción al inglés, urdida por Samuel Henley, se había editado en Londres, un año antes, sin autorización de Beckford. Y casi arrebatándole la autoría, pues según anota Lalanda, ignoró a Beckford “en el frontispicio y prefacio”; además de que en éste, “Henley se reconocía como traductor de un cuento árabe que le había ‘encargado cierto hombre de letras, que lo había traído, junto con otros similares, de Oriente” (quizá los Episodios en ciernes). Pero Beckford compró la mayor parte del tiraje y lo quemó, dice Miguel Martínez-Lage en el “Postfacio” de su traducción de Memorias biográficas de pintores extraordinarios (Sexto Piso, 2008), el primer libro de Beckford, escrito en inglés y publicado en 1780. No obstante, éste, “En 1808 por fin permitió que se volviera a publicar la traducción de Henley, y en 1816 él mismo publicó una edición revisada”. La cual, “tras ser traducida al francés, se publicó “en París en 1819”, apunta Lalanda.
(Sexto Piso, México, 2008)
Stéphane Mallarmé
(foto: Nadar)
       Pero Mallarmé, entre sus puntualizaciones y comentarios, afirma poseer uno de esos raros ejemplares del Vathek de 1787 (“rescatado de entre los libros de saldo”), cuyo tiraje, dice, prácticamente se esfumó y pasó desapercibida entre los lectores que pululaban en París, cuya toma de La Bastilla, sucedida el 14 de julio de 1789, fue presenciada por Beckford, según la leyenda, que también reza que en Fonthill recibió clases de música de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791).  

En 1815, 28 años después de ese fantasmal tiraje de 1787 (“la edición completa tal vez fue adquirida de nuevo por el autor” o “se dispersó”, en Francia, en “manos indiferentes”, especula Mallarmé), William Beckford volvió a editar, en Londres, su “original” en francés de Vathek, pulido y retocado, con un prólogo suyo, donde alude la susodicha y malhadada circunstancia de que “la traducción [al inglés] apareció antes que el original” y el hecho de que ha “preparado algunos episodios” que serán la “continuación de Vathek”. Mallarmé apunta que no dejaron de llegar a Francia “varios de aquellos ejemplares in octavo, encuadernados en papel tostado cabrilleante, que contienen un grabado en dulce del mal gusto británico de aquella época y alrededor de 206 páginas de texto impreso en tipos imperiales”. Por ende, reafirma categórico al término de su sexta larga nota al pie de página de su prólogo de 1876 (¡90 años después de la francesa edición prínceps en Lausana y 64 de la londinense!): “Vathek, Cuento Oriental, por WILLIAM BECKFORD, aparece hoy por primera vez ante el público francés; realmente: puesto que no hace mucho el sapiente ‘Catálogo de la Biblioteca Petit Trianon’ lo atribuía a SÉBASTIEN MERCIER, autor de Tableau de Paris. Única compensación al penoso deber que me impone mi tarea de comentador imparcial de revelar el error cometido por el sagaz señor Paul Lacroix, ¡una esperanza!, que quien pasee su mirada por el prefacio no proseguirá la lectura a través del dédalo de esta nota.”



II de II
Los datos biográficos que los comentaristas brindan al lector sobre el británico William Beckford (Fonthill, septiembre 29 de 1760-Bath, mayo 2 de 1844), rezan que tuvo una privilegiada infancia rodeada de sirvientes y preceptores: su padre poseía una miliunanochesca fortuna, que el escritor heredó a los 21 años, con inmensas propiedades en las Indias Orientales y plantaciones de azúcar y esclavos negros en Jamaica. Allí, en la regia biblioteca de la mansión familiar en Fonthill, descubrió Les mille et une nuits. Contes arabes (XII genésicos tomos editados en París entre 1704 y 1717), del orientalista y numismático francés Antoine Galland (1649-1715). Pero también la Bibliothèque Orientale de Barthélemy d’Herbelot de Molainville (1625-1695), quizá la edición de Maastricht (1776), o la de La Haya (IV tomos, 1777-1799) o la de París (VI tomos, 1781-1783). Y los cuentos orientales de Voltaire (1694-1778), a quien de jovencito, hacia 1777, en Ginebra, conoció en persona (por ejemplo: “El mozo de cuerda tuerto”, “Zadig”, “Así va el mundo”, “La princesa de Babilonia”, “Las cartas de Amabed” y “El toro blanco”); bagaje (entre otra implícita bibliografía) que influyó en su imaginación a la hora de urdir y pulir la novela Vathek (Cuento árabe) (1787) y los póstumos Episodios (dos terminados y uno inconcluso), que, se apuntó en la primea entrega de la nota, sólo se editaron, en un libro, hasta 1912, y en forma conjunta (Vathek y los Episodios) hasta 1929.
La mansión familiar de William Beckford
   
Antoine Galland (1649-1715)
 
Barthélemy d’Herbelot de Molainville (1625-1695)
 
Voltaire (1694-1778)
        El Cuento árabe de William Beckford tiene por personaje principal a Vathek, noveno Califa abasí, “Vicario de Mahoma”, “hijo de Motassem y nieto de Harún al-Rachid”. En Samarra, ciudad del “Irak babilonio”, posee un gigantesco palacio al que le añade cinco inmensos palacios más, cada uno destinado al deleite de cada uno de los cinco sentidos. Allí erige una altísima torre de “once mil escalones” (ineludible asociar la mítica Torre de Babel), no para alcanzar el Cielo (en el séptimo habita Mahoma, quien no deja de observarlo ni de incidir en su destino a través de sus genios y de la asombrosa arquitectura cósmica y terráquea), sino para escrutar los astros y desvelar en ellos los secretos del destino, en particular el suyo. Imagina que un extranjero será su emisario, el cual parece corporificarse en la figura abominable de un mercader, “cuyo rostro era tan espantoso que los guardias que le detuvieron se vieron obligados a cerrar los ojos mientras le conducían al palacio”. El hombre —al que luego, sucesiva y despectivamente llama Giaur (“palabra con que los turcos designaban a los cristianos”, apunta el traductor)— le ofrece maravillosas rarezas: “pantuflas que ayudaban a los pies a caminar; cuchillos que cortaban sin el movimiento de la mano; sables que herían al menor gesto; todo enriquecido con piedras preciosas que nadie conocía”. Vathek elige unos sables cuyo resplandor impide mirarlos a simple vista y cuyos ignotos caracteres no entiende. Un violento desacuerdo suscita que el Giaur sea encerrado en la cárcel de la torre y que luego escape de allí con titánica fuerza y violencia. Vathek emite un edicto para localizarlo: “cincuenta hermosas esclavas y cincuenta cajas de albaricoques de la isla de Kirmith a quien me dé noticias del extraño”. Y otro para premiar a quien logre leer los caracteres; por ende, “Los sabios, los medio sabios y todos cuantos no eran ni una cosa ni la otra, pero creían serlo todo, fueron valerosamente a arriesgar su barba, y todos la perdieron. Los eunucos no hacían otra cosa que quemar barbas; lo que les daba un olor a chamusquina tan molesto para las mujeres del serrallo que fue necesario ofrecer a otros el empleo.” El anciano que los descifra, “cuya barba sobrepasaba en un codo y medio todas las que habían visto”, tras colocarse “sus anteojos verdes”, lee: “Fuimos hechos donde todo se hace bien; somos la menor de las maravillas de una región en la que todo es maravilloso y digno del mayor Príncipe de la tierra”. Al día siguiente, Vathek, quien se cree aludido en la inscripción, quiere volver a oír la melodiosa cantaleta, pero el anciano le revela que ha cambiado. La lectura de la nueva cifra (“¡Ay del temerario que quiere saber lo que debiera ignorar y emprender lo que supera su poder!”) suscita en Vathek uno de sus irreflexivos y característicos berrinches, con tal enojo que expulsa al anciano. Y más tarde, cuando quiere de nuevo descifrar los signos y observa “a través de un vidrio colorado” que, efectivamente, cambian día a día, se hunde en la desesperación y en una insaciable, voraz y permanente sed, un prolongado hechizo que lo derrumba y hace beber, tirado y a lengüetadas, en las aguas que corren en un paraje que semeja el “jardín del Edén” (“el valle de las cuatro fuentes”, en la cima de una montaña), y del que sólo se libra, al instante, con otro hechizo que inesperadamente el Giaur, quien dice ser indio, le brinda en “un frasco lleno de un licor rojizo”.

En Samarra todo parece ir de mil amores y Vathek comparte su cotidianidad con el Giaur, incluso “la hora del Diván”, entre los visires y “oficiales de la Corona”. Pero un nuevo enredo, matizado por la burla y el poder del Giaur, provoca que los conjurados del Diván tundan a éste con patadas y golpes (“en cuanto le deban un golpe todos parecían verse obligados a repetirlo”). El Giaur soporta los puntapiés y trancazos, pero empieza a rodar “como si fuera una bola”. Y todos los habitantes del palacio (sultanas, eunucos, guardias, áulicos y demás) corren tras la bola para golpearla. Y después de corretear por todos los rincones y espacios del palacio, el Giaur, convertido en bola, sale a las calles de Samarra, donde todos los habitantes (ancianos, hombres, mujeres y niños) comienzan a perseguirlo. La bola toma “el camino de la llanura de Catul”, quedando “desierta la ciudad”, y se dirige al “valle al pie de la montaña de las cuatro fuentes”. Y ante el pasmo de los circunstantes, la bola, que ha subido “por una alta colina”, se deja caer y rueda por un abismo, donde “desapareció como un rayo”.
La aturdida multitud regresa a Samarra; Vathek ordena levantar sus tiendas en el valle. Y cada noche va al borde del abismo donde cayó el Giaur. “Una noche, mientras hacía su solitario paseo por el llano, la luna y las estrellas se eclipsaron de pronto; espesas tinieblas reemplazaron la luz y escuchó, brotando de la tierra que temblaba, la voz del Giaur, gritando en un estruendo más poderoso que el trueno: ¿Quieres entregarte a mí, adorar las influencias terrestres y renunciar a Mahoma?; con estas condiciones te abriré el palacio de fuego subterráneo. Allí, bajo inmensas bóvedas, verás los tesoros que las estrellas te han prometido; de allí saqué mis sables; allí reposa Suleimán, hijo de Daúd, rodeado de los talismanes que subyugan al mundo.” El Califa se compromete con todo. “De inmediato el cielo se esclareció y, a la luz de los planetas que parecían inflamados, Vathek vio entreabierta la tierra. En sus profundidades apareció un portal de ébano. El indio, tendido delante, mantenía en su mano una llave de oro y la hacía sonar contra las cerraduras.” 
      Pero no será fácil que el portal de ébano se abra para Vathek. Le exige “la sangre de cincuenta niños” elegidos entre los vástagos de sus visires y de “los grandes de la Corte”. Tal crimen no sacia la sed del Giaur, entre otros incidentes que subrayan el carácter maldito y asesino de Vathek y sus funestas aspiraciones de ser el más poderoso y rico, no muy distintas de las que procrea Carathis, su maquiavélica y brujeril madre, quien orquesta, para el Giaur, un macabro sacrificio en la cima de la torre, el cual provoca un incendio y la participación de 140 que hombres de Samarra que intentan apagarlo, pero mueren ahorcados por la cohorte de mudos y negras tuertas a los órdenes de Carathis. 
El Giaur le remite a Vathek su beneplácito, en cuyo pergamino le ordena que, acompañado por una nutrida y suntuosa caravana, tome “el camino de Istakhar” (la antigua Persépolis), donde recibirá los tesoros y poderes que desea y sueña, pero no debe aceptar “asilo alguno”.
En la ruta a Istakhar, gran parte de la caravana es devorada por las bestias y las llamas, y Vathek, siempre execrable, contradictorio, egocéntrico y homicida, acepta el alivio y el refugio que le ofrece el emir Fakreddín, un fiel y filántropo musulmán. Durante esa estancia, Vathek conoce y se enamora de Nuronihar, hija del emir, comprometida desde niña con su primo Gulchenruz. Nuronihar también se siente atraída por Vathek y, al unísono, por los tesoros y poderes del Palacio de Fuego Subterráneo que le son revelados en una visión. Así que no duda en abandonar a su padre (que termina ciego y calvo) y al infantil de Gulchenruz, quien de las garras del Giaur es rescatado por un Genio que vive en el ciclópeo nido de un ave Roc, el cual le otorga “el don de la perpetua infancia”, para que así conviva con los 50 escuincles salvados del sacrificio que les propinó Vathek, prole que educa “en nidos colocados por encima de las nubes”, bajo la protección de Alá y Mahoma.
En la urdimbre fantástica y en el cúmulo de las mil y una maravillas (incluidas las horrorosísimas, cruentas y terroríficas), movimientos rápidos, giros sorpresivos, suspense, epifanías, detalles y pasajes visuales, caricaturesco humor y fábula (que harían las delicias de las narrados gráficos e incluso cinematográficos), descuellan las postreras imágenes que circundan y penetran la colosal arquitectura del Palacio de Fuego Subterráneo al que finalmente, por la grieta que se abre en las ruinas de Istakhar, bajan Vathek y Nuronihar. Allí, tras cruzar el portal de ébano y descender por el hondísimo Abismo, observan tesoros, manjares y bailarines lascivos, pero también una pesadillesca “multitud de hombres y mujeres que llevaban la mano derecha sobre el corazón, no prestaban atención a objeto alguno y mantenían un profundo silencio. Todos estaban pálidos como cadáveres y sus ojos, hundidos en sus rostros, parecían las fosforescencias que se perciben de noche en los cementerios. Unos espumeaban de rabia y corrían por todos lados, como tigres heridos por un dardo envenenado; todos se evitaban, y, aunque en medio de una muchedumbre, cada uno erraba al azar como si estuviera solo.” También descubren que el poderoso Giaur sólo es un simple Divo (“Los Divos”, dice una nota del traductor, “son cierto tipo de diablos o ángeles maléficos entre los musulmanes”), un vil instrumento del verdadero monarca de tal infernal inframundo: Eblis (“Caudillo de los espíritus rebelados contra Allah”, apunta el traductor, que “Corresponde al Luzbel cristiano”), el cual los recibe y cuenta entre sus adoradores y por ende les otorga tesoros y poderes que podrán gozar en el laberíntico Palacio hasta que les dicte su condena eterna. 
   
William Beckford
       Mientras Vathek y Nuronihar deambulan entre el silencioso y pesadillesco gentío, unas voces los atraen a un cuarto cuadrado donde conversan cinco jóvenes (cuatro príncipes y una princesa en la presente versión) quienes como ellos se hallan en “la horrible espera”, les dice uno, “puesto que no lleváis todavía la mano derecha sobre el corazón”. Así, en la espera de la sentencia final, se disponen a narrarse entre sí las historias de los crímenes y atrocidades que los llevaron a tal Palacio de Fuego Subterráneo, con las que Beckford pensaba urdir los Episodios de una unidad narrativa; más otro: “Historia de Motassem” (el padre de Vathek) que, se dice, fue destruido por “pederástico” y “putesco”.



William Beckford, Vathek (Cuento árabe). Prólogo de Stéphane Mallarmé. Traducción al español y notas de Manuel Serrat Crespo. Colección Torre de Viento (20), José J. de Olañeta, Editor. Barcelona, 2001. 136 pp.