sábado, 14 de septiembre de 2019

Cuento del Conejo y el Coyote

Érase que se era un Bugs Bunny zapoteco

Más allá de los mitos, leyendas, cuentos y fábulas de la tradición oral que preserva y acuña cierto orbe de la lengua zapoteca que aún se habla y parlotea en Juchitán y alrededores (incluidas las variantes dialectales), el Cuento del Conejo y el Coyote tiene cierta fama en español, y en la literatura mexicana, por la versión que se lee en Los hombres que dispersó la danza (1929), el primer libro que publicó el escritor oaxaqueño Andrés Henestrosa (1906-2008), cuya primera edición de 200 ejemplares fue pagada por Antonieta Rivas Mercado (1900-1931), la atormentada y suicida amante de José Vasconcelos y mecenas de la cultura mexicana que auspició, entre otros menesteres, la revista Ulises (1927-1928), el Teatro de Ulises (1928), la creación del patronato y del consejo de la Orquesta Sinfónica Mexicana dirigida por Carlos Chávez (1928), y la edición de los libros Novela como nube (1928), de Gilberto Owen, y Dama de corazones (1928), de Xavier Villaurrutia. 
      
De pie: Che Estrada Menocal (piloto de carreras), Amelia Rivas Mercado,
Manuel Rodríguez Lozano, Antonieta Rivas Mercado, Xavier Villaurrutia
y Andrés Henestrosa. Sentado: Julio Castellanos y Toñito Blair Rivas.
(México, c. 1927)
           Pobrísimo, de guaraches y después de vender su burro, a los 16 años Andrés Henestrosa emigró de Juchitán a la Ciudad de México. Sólo hablaba el zapoteco y el huave y una pizca de español. (“Recibí el idioma zapoteco del seno derecho de mi madre, y del izquierdo el huave. Los demás idiomas de otros senos...”, decía el propio Henestrosa con un dejo edípico y de lúdica lujuria.) A través del pintor Manuel Rodríguez Lozano, Andrés conoció a Antonieta, quien era la más distinguida y culta de los cuatro hijos del arquitecto Antonio Rivas Mercado (1853-1927), a quien de joven en Saint-Germain-des-Prés apodaron El Oso tras derrotar, cuerpo a cuerpo, al descomunal oso de un gitano (una “noche del invierno de 1872”), pues desde los 11 años se había formado en Londres y en París, donde estudió arquitectura en l’École des Beaux-Arts e ingeniería en la Sorbona. Antonio Rivas Mercado, además, fue un controvertido director de la Academia de San Carlos (entre 1904 y 1911), defenestrado durante la larga y legendaria huelga estudiantil de la que el caricaturista y pintor José Clemente Orozco habla en su pintoresca y cáustica Autobiografía (escrita en 1942 y publicada en 1945 por la editorial de la Revista de Occidente y en 1970 por Ediciones Era). Y, entre otras cosas, constructor del actual Museo de Cera de la Ciudad de México, del Teatro Juárez de Guanajuato y de la Columna de la Independencia en la capital del país (el ombligo de México), con la que el régimen del dictador Porfirio Díaz quería (con ésta y otros monumentos y obras arquitectónicas) inmortalizar, y celebrar con gran fasto, las Fiestas del Centenario de la Independencia; columna conocida por la vox populi como El Ángel o El Ángel de la Independencia (pese a que la Victoria Alada original que la coronaba cayó y se hizo pedazos durante el terremoto del “28 de julio de 1957”) y consabido epicentro de un sinnúmero de manifestaciones y de espontáneas y ruidosas alharacas públicas y futboleras. Cuya legendaria impronta y resonancia sirvió para titular e ilustrar la portada de A la sombra del Ángel, novela biográfica (con iconografía) sobre la vida de Antonieta, escrita en inglés por Kathryn S. Blair, esposa de Donald Antonio Blair Rivas, el único hijo que tuvo Antonieta (nacido “el 9 de septiembre de 1919”), cuya primera edición en español (traducida por Leonor Tejeda) se publicó en México, en 1995, a través de Nueva Imagen.

      
A la derecha: Antonieta Rivas Mercado y Federico García Lorca
(Nueva York, 1929)

Foto: Emilio Amero
        Al joven Andrés Henestrosa, Antonieta le dio empleo y cobijo en su casa (“desde finales de 1927 hasta principios de 1929”; razón que explica el que Henestrosa haya hecho el papel del Caballo, en el Orfeo de Jean Cocteau, estrenado por los Ulises en el Teatro Fábregas el viernes 11 de mayo de 1928). Allí, por las noches, antes de dormir, a imagen y semejanza de la tierna mamacita que al hijito (o hijita) le narra un cuento canturreándole al oído, Antonieta le traducía y leía títulos como El libro de las selvas vírgenes de Rudyard Kipling, El decamerón negro de Leon Frobenius y Las musas lejanas, 14 tomos (nada menos) que abarcaban “mitos y leyendas de países tan remotos como Egipto, China, Alemania, India, Malasia, Francia, Rusia y Polonia”. (Dígale a Andrés que sigue siendo mi niño, le encargó Antonieta a Manuel Rodríguez Lozano al término de una carta escrita a mano, en París, el 1 de agosto de 1930.) Oyendo tales traducciones simultáneas y de viva voz, el joven Andrés Henestrosa tuvo la idea de escribir un libro basado en los mitos, leyendas y fábulas que había oído en su infancia. Así, puesto que aún no dominaba por completo la escritura del español, Antonieta redactó lo que él le dictaba. 
   
Retrato de Andrés Henestrosa (1924)
Óleo sobre tela y masonite de Manuel Rodríguez Lozano
           El 30 de noviembre de 1929, día que Andrés Henestrosa cumplió 23 años, “le entregaron el primer ejemplar impreso de Los hombres que dispersó la danza, que incluía un retrato del joven Henestrosa [quizá reproducción del óleo de 1924] y otros dos dibujos de [Manuel] Rodríguez Lozano”, el efebo homosexual y retorcido esposo de Nahui Olin (el pseudónimo de Carmen Mondragón con que la bautizó el Dr. Atl y con el que ella firmó poemarios y pinturas naif), la hermosísima hija del general Manuel Mondragón (el militar que encabezó el cuartelazo en La Ciudadela, entonces fábrica de armas y bodega de municiones, precisamente el domingo 9 de febrero de 1913, día que se desencadenó la histórica Decena trágica), quien pese a su deslumbrante belleza y fama (célebre y legendaria en el México de los años 20), terminó gorda, loca, miserable, astrosa, pestilente y vagabunda rodeada de gatos, en su casa y en la Alameda Central, donde se le solía ver mendingando, dándole de comer a los pichones y castrando al diosecillo y alado Cronos. No obstante, inmortalizada en murales, cuadros, dibujos y fotografías. 
     
Retrato de la boda de Manuel Rodríguez Lozano y Carmen Mondragón
México, agosto de 1913
Foto: Martín Ortiz
         Además de esposo de Nahui Olin, el pintor Manuel Rodríguez Lozano fue el destinatario de las 87 cartas de amor (y de algún otro papel desesperado) que Antonieta le escribiera, incluso desde París, poco antes de que en la Catedral de Notre Dame, la mañana del miércoles 11 de febrero de 1931, sentada en 
una banca que mira al altar del Crucificado, se diera, en el corazón, -con el revólver Colt 38 que fuera de José Vasconcelos (el mismo que en 1929 lo acompañó en toda la gira electoral)- el balazo que la mató, pero ya en el traslado al Hôtel-Dieu, un hospital de caridad no muy lejos de la iglesia. Y según apunta Fabienne Bradu en la biografía homónima de Antonieta que el FCE le publicó por primera vez en 1991, el cuerpo de la fémina, que aún no cumplía sus 31 años, “habitó la helada y oscura nave de la morgue durante cuatro días con sus noches, hasta que le encontraron un pedazo de tierra donde finalmente ponerla a descansar”. El lunes 16 de febrero de 1931 fue enterrada en el cementerio de Thiais, “a unos 20 kilómetros de París, sobre la carretera a Fontainebleau”. Y allí estuvo hasta 1936, cuando caducó la concesión de su tumba”, y sus restos fueron trasladados a la fosa común”.
José Vasconcelos y Antonieta Rivas Mercado
(Los Ángeles, diciembre de 1929)
        En la edición español-inglés de Los hombres que dispersó la danza impresa en México, en 1995, por el Grupo Serla, Litografía Turmex y Promotora Cultural Sacbé, prologada y anotada por Carla Zarebska, se lee algo de la génesis y tras bambalinas del libro de Andrés Henestrosa. Pero además resulta un deleite visual por la iconografía (debidamente datada en la postrera “Lista de obra”); es decir, por las reproducciones en blanco y negro y en color, entre ello las fotos de Graciela Iturbide, las viñetas de Miguel Covarrubias, el Retrato de Andrés Henestrosa (óleo sobre tela y masonite, 1924) de Manuel Rodríguez Lozano, y 16 de las láminas que el pintor Francisco Toledo hizo, hacia 1979, mediante gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel, para ilustrar, y al unísono narrar, lo que se cuenta en la fábula de la tradición oral zapoteca: Cuento del Conejo y el Coyote, pero como si se tratase de un cómic o de una historieta muda contada sólo con recuadros e imágenes. Una de las reproducciones, incluso, es la falsa portadilla de la serie (o libro de artista) donde Toledo anotó con letra manuscrita: “Este es el cuento del conejo y el coyote”.  

   
El panal de avispas (anverso)
(gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo para el cuento Conejo y coyote (c. 1979)
         Cabe recordar que en Xalapa, entre el 12 de marzo y el 6 de abril de 1992, en la entonces Galería del Estado, se exhibió
El mono de la tinta, mínima muestra del artista Francisco Toledo, curada por la poeta Elisa Ramírez, su ex mujer, con quien engendró dos de los cinco hijos del pintor: Benjamín y Laureana; y con quien organizó la fundación, en 1972, de la otrora célebre Casa de la Cultura de Juchitán, “situada en un convento restaurado”; breve retrospectiva que bosquejó su tarea de ilustrador de distintos y legendarios libros de artista, entre cuya obra lamentablemente no se pudo apreciar ninguna de las láminas que hizo para narrar e ilustrar el Cuento del Conejo y el Coyote, cuyos originales son propiedad de la Galería Arvil de la Ciudad de México.
Francisco Toledo y El mono de la tinta
         En Los hombres que dispersó la danza hay un capítulo que comprende cuatro fábulas, titulado “Cuatro relatos de animales”. En la primera fábula: “Dios castiga a Conejo”, éste, que resulta ser el arquetipo del embaucador, no duda en matar y desollar a otros animales (un tigre, un mono, un lagarto y una culebra) con tal de transformarse en un bicho grande y poderoso. De ahí el castigo divino que lo condena a regresar y a vivir en la Tierra, por los siglos de los siglos, “con las patas delanteras más cortas, las orejas largas y grandes y de fuera los ojos”. En la segunda fábula: “Conejo agricultor”, éste es un laborioso embustero cuyas sanguinarias trampas implican que los animales se devoren entre ellos, logrando, en el colmo de sus artimañas, que el hombre le perdone la vida en calidad de héroe bienhechor de la comunidad. En la tercera fábula: “Conejo y Coyote”, el primero, siempre astuto y mentiroso, se la pasa poniéndole burlonas, absurdas, tontas y caricaturescas trampas al segundo, que es todo un estúpido de lo más tontorrón, hasta que en el último engaño, el Conejo, mientras cabalga al Coyote, propicia que un Toro haga añicos a éste. Y en la cuarta fábula: “Conejo y Lagarto se hacen enemigos”, el primero, como todo un docto letrado, consulta libros e induce la reconstrucción de una injusticia, y desempeña el papel de un juez justiciero que beneficia al buenazo del Burro en contra del malvado Lagarto.

   
El dueño mete al conejo en una red (anverso)
(gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo para el cuento Conejo y coyote (c. 1979)
       En contraste con “Conejo y Coyote”, la susodicha tercera fábula escrita por Andrés Henestrosa (con Antonieta Rivas Mercado de amanuense y correctora de su incipiente escritura del español), la presente versión del Cuento del Conejo y el Coyote fue adaptada, de una variante de la tradición oral zapoteca, por Gloria de la Cruz y Víctor de la Cruz, en una serie de fragmentos alternos escritos en zapoteco y en español. La primera edición, coeditada por la SEP y Salvat, apareció en 1979 dentro de la serie Libros del Rincón de la Editorial Colibrí. Y de 1998 data la primera edición en la efímera serie infantil Circo de Arte de la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA, “con un tiraje de 5 000 ejemplares”, cuyo pequeño formato es muy parecido al formato de la serie Círculo de Arte, donde Francisco Toledo, en 2014, publicó un porno bestiario titulado Francisco Toledo para adultos (una mínima muestra de su prolífica y polimorfa iconografía pornoerótica). El principal atractivo y gancho visual (desde los forros) lo constituyen las ilustraciones que el pintor hizo a partir de tal fábula de la tradición oral zapoteca. Y si bien en la página legal se dice que son una cortesía de la Galería Arvil y que el fotografiado lo realizó Jesús Sánchez Uribe, al pequeño lector (o lectora) no se le informa sobre las características técnicas de las láminas originales, lo cual, incluso desde una perspectiva pedagógica, es cuestionable.
(CONACULTA, 1998)
Ilustraciones de Francisco Toledo
       Ante la versión del Cuento del Conejo y el Coyote editada en la serie Circo de Arte, cabe suponer que sería mucho mejor oírlo con las inflexiones y variantes que implica la tradición oral, ya en zapoteco o en un español salpicado de palabras en zapoteco, pues así como está escrito en español: una serie de fríos fragmentos (alternos y telegráficos) que se ciñen a las imágenes de Toledo, parece urdido para los mal llevados y traídos niños del octavo día (la prole estigmatizada con el síndrome de Down), o para los que están aprendiendo a deletrear, pero (se infiere) dizque sin una pizca de imaginación (lo cual es poco probable) y quesque además (se infiere) muy lejanos del avasallador bombardeo de las televisadas caricaturas, de los filmes fantásticos, de los violentos y ferozmente competitivos videojuegos (ahora infestando los teléfonos celulares de los chiquillos, y chiquillas, y por ende trastocando su maleable idiosincrasia), y de los mil y un cuentos, mil y una veces mejores que éste (¡oh sacrilegio de huitlacoche!), pese a su ancestral, mítica y mestiza raíz zapoteca. Por lo cual, no obstante las espléndidas ilustraciones de Francisco Toledo, quizá resultaba un pésimo regalo de reyes, de cumpleaños, de Navidad, de buena conducta o de puro gusto. Además de que en las librerías de Educal de entonces (la red de librerías oficiales del CONACULTA distribuidas sólo en algunos lugares del país mexicano), pese a que es un minúsculo, flaco y subsidiado librito de 40 páginas, lo vendían a 45 duros pesos (ahora lo venderían a 140 duros), más duros e improbables si la madre era una teca de a pie; es decir, una juchiteca vendedora de totopos, de iguanas o de camarón seco en el mercado de Juchitán. O el padre un mísero campesino o un harapiento pescador zapoteco.

El conejo en el huerto de chiles (anverso)
(g
ouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo del cuento Conejo y coyote (c. 1979)
        Al igual que en la versión de Andrés Henestrosa, en la presente variante al vivillo, mentiroso y tramposo Conejo le gusta robar y engullir los chiles que cultiva un campesino. Pero si cae en la trampa que el campesino le siembra con un negro monigote construido con cera de abejas, se la pasa poniéndole trampas al Coyote, su eterno perseguidor, siempre burlándose y riéndose de él por todas las tonterías que comete y le cree, dejando ver con ello que es un reverendo e incorregible burro de lo más burro. Y si en la versión de Andrés Henestrosa el Conejo propicia que el Coyote sea hecho trizas por un Toro que lo embiste, aquí, subiendo por una escalera, el Conejo se instala por siempre jamás en la Luna, de ahí la poética y postrera razón que explica por qué, por los siglos de los siglos, “el Coyote mira mucho hacia el cielo”.

   
El conejo llega a la luna y el coyote lo busca en el cielo (revés)
(gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo para el cuento Conejo y coyote (c. 1979)
         Vale apuntar que en 2008, en la Ciudad de México, el Cuento del Conejo y el Coyote fue publicado por el FCE en dos colecciones y con mayor formato: Tezontle (coeditado con la Galería Arvil y en versión trilingüe: zapoteco, español e inglés) y Clásicos (versión bilingüe: zapoteco y español). Y si bien las ilustraciones en color son reproducciones fotográficas de las láminas originales que el pintor Francisco Toledo hizo hacia 1979 mediante gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel, y que son propiedad de la Galería Arvil, la versión del relato, con sus propias variantes en fragmentos en zapoteco y en español, es de la poeta Natalia Toledo, hija del artista, quien dice en los tres últimos párrafos de su prefacio: 
        “De la tradición maravillosa de contar que tenemos los indígenas proviene el Cuento del Conejo y el Coyote, que pertenece a todos, porque todos lo recreamos en nuestras palabras cuando lo volvemos a contar y así lo conservamos para las nuevas generaciones.
        “Como las estadísticas indican que en un futuro mediato desaparecerán muchas de las lenguas originarias de México, yo estoy enseñándole a hablar zapoteco a mi loro Nguengue, para que cuando no queden hablantes del didxazá [El idioma de las nubes, el idioma de los zapotecas] sobrevuele los tejados y arroje desde las alturas, mientras soñamos, las lecciones que aprendió.
       “Quiero contarles, a mi manera, la historia de Conejo y Coyote, inspirada, a su vez, en la versión que me contó mi padre [Francisco Toledo] cuando yo tenía ocho años, a la orilla del río de las nutrias, en una casa con un cielo lleno de murciélagos.”
El conejo le tira pitahayas al coyote (anverso)
(gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo para el cuento Conejo y coyote (c. 1979)
        Vale añadir, por último, que la privilegiada y entrañable colaboración de Natalia Toledo con su padre comprende (por el momento) otros dos libros destinados al pequeño lector (y al chiquillo o chiquilla que todos llevamos dentro), ambos con textos en zapoteco y español, e ilustraciones en color de Francisco Toledo. Uno es Ba’du’ qui ñapa luuna’. El niño que no tuvo cama, coeditado, en 2013, en la colección Alas y Raíces, por el CONACULTA y la Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca; en cuya “Presentación” evoca la poeta:

“Mi bisabuelo paterno fue zapatero, se llamaba Benjamín Apolinaria, Min Puli, tuvo ocho hijos: Felicitas, Manuel, Cado, Felipa, Máximo, Flórida, Mexa y Francisco, mi abuelo. De todos, la tía Felicitas fue la única que se hizo zapatera, era algo único, porque en todo el pueblo no hubo ninguna mujer que se dedicara a hacer un trabajo considerado de hombres.
Francisco Toledo y su hija Natalia
(Juchitán, 1975)
Foto: Elisa Ramírez
       “Esta historia que se va a contar es la de mi abuelo. Él se la contó a mi papá y mi papá, que también se llama Francisco, nos la contó a sus hijos y así sucesivamente. Esta es la forma más efectiva que tenemos los zapotecas para desgranar las palabras y conservarlas en la memoria, así sobrevivirán hasta que la tierra abrace el cielo. Cuando yo la escuché tuve un sueño, una flor se estiraba de mi corazón a mi oído y me decía: ‘ponla sobre el papel’ y eso hice, sólo que pensé que tenía que contarla mi abuelo porque es a él al que le sucedió. Siéntense y paren orejas.”

Toledo jalando un papalote
         El otro libro, también bilingüe: zapoteco y español, se publicó, en 2005, en la colección Los especiales de A la orilla del viento, coeditado por el FCE y el Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca; se titula Guendaguti ñee sisi. La Muerte pies ligeros, y en su prefacio dice Natalia Toledo a quien quiera parar orejas y oírlo:

Natalia y su padre Francisco Toledo
Foto: Trino Maldonado
        “Escribí esta historia a partir de unos grabados que hizo el pintor Francisco Toledo sobre la muerte brincando el mecate con distintos animales de la región del Istmo de Tehuantepec, de donde él y yo somos.

“Quise escribir este cuento en zapoteco, mi lengua natal. Cuando me preguntan qué hablo, yo contesto ‘nube’. Se preguntarán cómo se puede hablar nube, bueno, los zapotecas dicen que su lengua desciende de las nubes; diixa’ significa ‘palabra’ y za, ‘nube’, y así como las nubes dibujan diversas formas de animales y objetos en el cielo, los zapotecas sabemos dibujar con las palabras.
“Me divertí mucho escribiendo este cuento, y espero que los niños zapotecas, chinantecos, mixes, mixtecos, mazatecos y los que hablan español también lo disfruten, pues cada lengua contiene su propio universo y su misterio.”


Francisco Toledo entre los niños


Andrés Henestrosa, Los hombres que dispersó la danza. Edición y prólogo de Carla Zarebska. Textos en español e inglés. Iconografía en color y en blanco y negro de Francisco Toledo, Graciela Iturbide y otros. Grupo Serla/Litografía Turmex/Promotora Cultural Sacbé. México, noviembre de 1995. 140 pp.
Cuento del Conejo y el Coyote. Texto en zapoteco y en español adaptado por Gloria de la Cruz y Víctor de la Cruz. Ilustraciones a color de Francisco Toledo. Serie infantil Circo de Arte, DGP del CONACULTA. México, noviembre de 1998. 40 pp.
Didxaguca’ sti’ Lexu ne Gueu’. Cuento del Conejo y el Coyote. Presentación de Josefina Vázquez Mota. Introducción de Natalia Toledo. Textos en zapoteco y en español. Versión de Natalia Toledo. Ilustraciones en color de Francisco Toledo. Colección Clásicos, FCE. México, agosto de 2008. 43 pp. 

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