jueves, 16 de noviembre de 2023

Los mares del Sur

La angustia en un puñado de ceniza

 

I de VI

Publicada en Barcelona, en noviembre de 1979, por Editorial Planeta, con un tiraje de 153 mil ejemplares, Los mares del Sur, novela negra del polígrafo español Manuel Vázquez Montalbán (nacido en la Ciudad Condal el 14 de junio de 1939 y fallecido en Bangkok el 18 de octubre de 2003), “obtuvo el Premio Planeta 1979, concedido por el siguiente jurado: Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol y José María Valverde.” Quien, curiosamente, en Poesías reunidas 1909-1962, volumen de T.S. Eliot publicado en Madrid, en 1978, por Alianza Editorial, tradujo (y anotó) “La Tierra Baldía” (The Waste Land, 1922), de cuyo primer poema el asesinado Carlos Stuart Pedrell había extirpado y transcrito un verso en inglés: I read, much of the night, and go south in the winter. Que Pepe Carvalho, el detective que investiga el trasfondo de su desaparición y muerte, traduce “mentalmente: Leo hasta entrada la noche/ y en invierno viajo hacia el sur”. Mientras que Valverde lo hizo así: “Yo leo, buena parte de la noche, y en invierno me voy al sur.” En este sentido, no asombra que el verso traducido por Valverde del Premio Nobel de Literatura 1948: “te enseñaré el miedo en un puñado de polvo” (I will show you fear in a handful of dust), Sergio Beser —el políglota ratón de biblioteca que consulta Carvalho— lo traduzca así, diciéndole: “Es el verso que más me gusta de todo el poema: Te enseñaré la angustia en un puñado de ceniza.”     

          

Alianza Tres núm. 40, Alianza Editorial
Tercera edición, Madrid, 1981

         
La novela Los mares del Sur —la cuarta de la Serie Carvalho— comprende 43 breves capítulos sin números ni rótulos, signados por un epígrafe del poeta italiano Salvatore Quasimodo, Premio Nobel de Literatura 1959: pi
ù nessuno mi porterà nel sud (ya nadie me llevará al sur). En este sentido, vale observar que al cadáver del cincuentón y riquísimo empresario barcelonés Carlos Stuart Pedrell, presuntamente asesinado a cuchilladas y aparecido, en enero de 1979, “en un descampado de la Trinidad”, “Le habían vaciado los bolsillos” y sólo le dejaron un papel, según se entera el detective (y el desocupado lector) en la primera entrevista que, un día de marzo, tiene con el abogado Jaime Viladecans Riutorts (“voz de lord inglés con acento de pijo de la Diagonal”) y Mima, la viuda (“una mujer de cuarenta y cinco años que hizo daño en el pecho a Carvalho”): “La viuda había sacado del bolso una arrugada hoja de agenda erosionada por mil manos. Alguien había escrito sobre ella con un rotulador: più nessuno mi porterà nel sud.” Cuyo sentido y ubicación bibliográfica en un viejo poemario de posguerra de Salvatore Quasimodo: La vita non é sogno (La vida no es sueño, 1949), le es vertida a Pepe Carvalho por el parlanchín, erudito e histriónico Sergio Beser, cuyo piso en San Cugat es una enorme, nutrida y alta biblioteca (“Parecía un Mefistófeles pelirrojo con acento valenciano”), quien hace un gastronómico, teatral y etílico dúo dinámico con un tal Enric Fuster, su compinche y paisano del Maestrazgo.

Salvatore Quasimodo 
(1901-1968)
Premio Nobel de Literatura 1959



 II de VI

La trama detectivesca de Los mares del Sur —ganadora en París del Prix International de Littérature Policière 1981— gira en torno al hallazgo del acuchillado cadáver del empresario Carlos Stuart Pedrell tras un año de su misteriosa y paradójica desaparición (pues nunca salió de España ni de Barcelona), tanto del ámbito familiar (dejó esposa y cinco pirrurris: un joven en Bali aún dependiente, dos chavales que hacen trial de montaña, un pequeño a punto de ser expulsado de un colegio jesuita, y una erógena adolescente en crisis existencial y ebullición erótica), como del alto pedorraje donde se movía con su estigma de donjuán irredento, pues según el testimonio de Francesc Artimbau, su pintor de cámara, los Stuart Pedrell “Podían cenar ahí donde estás tú [aplatanado y bebiendo en el estudio del artista], conmigo y con mi mujer algo que yo había guisado, o recibir en su casa a invitados como [Gregorio] López Bravo o [Laureano] López Rodó [distinguidos trepadores franquistas], o cualquier ministro del Opus, ¿entiendes? Eso da mucho poso. Esquiaban con el rey [Juan Carlos] y fumaban porros con poetas de izquierda en Lliteras.” (De ahí que entre los recortes de periódicos que Pepe Carvalho observa entre los libreros del despacho preferido del occiso se lean, pegadas con chinchetas, casi de cachetito: “las declaraciones de [Santiago] Carrillo sobre el abandono del leninismo por el PC español” y “la noticia de la boda de la duquesa de Alba con Jesús Aguirre, director general de Música”, sonoro y rimbombante bodorrio de nota rosa y de la chismografía del corazón, sucedido el 16 de marzo de 1978.) Urdimbre narrativa no exenta de peliculescos episodios de violencia: el preliminar robo de un auto de alta gama (no falta allí la chica noctámbula que se sopla “el flequillo a lo Oliva Newton-John”) y la trepidante persecución policíaca; la pela callejera que confronta Pepe Carvalho con tres mozalbetes cuchilleros de la barriada de San Magín; y el subrepticio y cruel degollamiento de Bleda, su perra, en su casa particular en Vallvidrera, donde el investigador privado, proclive a los excesos de la buena mesa, del buen tabaco y del buen alcohol, se dedica a condenar y a extinguir, en el fuego de la chimenea, los libros de su biblioteca.

           

Premio Planeta 1979

Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta
Primera edición, Madrid, noviembre de 1979

           
No obstante, inextricable a lo ameno, a los matices del léxico y de cierta oralidad, a la erudición no sólo literaria, pictórica, melómana, etílica y gastronómica, al registro social, idiosincrásico y político de las postrimerías del franquismo, de la reciente transición (aún consolidándose entre soterradas nostalgias dictatoriales después de “las elecciones de junio de 1977”) y del afán democrático de la época (marcado por los asesinatos de la ETA y de los GRAPO), se advierte sobremanera que el nom plus ultra que trasmina cada página es una pulsión lúdica y libertaria, de popular y docto contador de cuentos en la plaza pública, lo cual se transluce en el gozoso divertimento que marca la tónica y el modo de narrar, que comprende no sólo la conducta sexual y desinhibida de Pepe Carvalho, y, desde luego, la manera desembarazada, un tanto informal e hilarante en que investiga, observa, conjetura e interactúa con los otros, en particular con Biscuter, su escuálido y conmovedor cocinero y asistente que subsiste en la estrechez de su despacho; con su recién adquirida perra; con Charo, la puta del Barrio Chino con la que sostiene un eventual vínculo erótico y afectivo que ya lleva ocho años; e incluso con Yes, la adolescente rubia de ojos grises, hija de los Stuart Pedrell, consumidora de mota y cocaína, que prácticamente se arroja sobre el detective para que la desnude y con quien sostiene un breve y entreverado desliz lascivo, que le hace recordar un episodio de su otrora espionaje para la CIA en los Yunaites: “Una vez en su vida se había acostado con una muchacha así, en San Francisco, veinte años atrás. Era una puericultora a la que él estaba vigilando en relación con la infiltración de agentes soviéticos entre los primeros movimientos contraculturales norteamericanos.”  

           

Manuel Vázquez Montalbán

            Paralelo a la investigación del caso Stuart Pedrell, el detective privado, por solicitud de un panadero, compungido y llorón que acude a su despacho en el ámbito de las Ramblas, localiza, en un tris, a su mujer, huida con un vasco a la Pensión Piluca; y de un modo locuaz y bufo, en el mugriento baretucho Jou-Jou (“Vengo de parte de la ETA”, le canta), incide en el alejamiento del hercúleo amante (quien para salvar el pellejo huye timorato y castañeteando la quijada) y en el regreso de ella al hogar, dulce hogar, donde la esperan sus dos niñas abandonadas, el lacrimoso cornudo, y las actividades domésticas de la panadería.  

 III de VI

Por influjo del abogado Viladecans y de los intereses empresariales de la familia y de sus poderosos socios (el estrambótico, homosexual y setentón marqués de Munt y el cincuentón Isidro Planas Ruberola, candidato y luego vicepresidente de la Patronal, la CEOE), la policía hizo mutis ante el acuchillado cadáver de Carlos Stuart Pedrell y por ello no dio con el presunto asesino o asesinos. Según el testimonio de un policía que dizque indagó el caso (contactado por Viladecans para que en privado hable con Carvalho): “La familia ha hecho lo imposible para que no siga. Dejó un tiempo prudencial y luego se movió para detener las cosas. El prestigio familiar y todo ese rollo.” Pero tres meses después del hallazgo del cadáver en un descampado de la Trinidad, Mima, su viuda, quien es la que paga al detective privado, quiere saber, le dice: “Qué hizo mi marido durante un año, durante ese año en que le creíamos en los mares del Sur y estaba quién sabe dónde y quién sabe qué burradas hacía.” Y sobre el presunto asesino, el abogado Viladecans le indica: “Bueno. Si sale el asesino, pues venga el asesino. Pero lo que nos interesa es saber qué hizo durante ese año. Comprenda que hay muchos intereses en juego.”

           


Autorretrato (1893)
Paul Gauguin

           
Gauguin en 1891

             Vale resumir que lo primero que Pepe Carvalho escucha sobre Carlos Stuart Pedrell es su obsesión por la vida y obra de Gauguin y su mítico y legendario viaje a los mares del Sur. “Él quería ser Gauguin”, le dice Mima. “Dejarlo todo y marcharse a los mares del Sur. Es decir, dejarme a mí, a sus hijos, sus negocios, su mundo social, lo que se dice todo.” Así que a través de diversos testimonios el detective constata esa obsesión; incluso al inspeccionar su despacho preferido: el “santuario” donde se recluía “A escuchar música. A leer. A recibir amigos intelectuales y artistas.” Donde observa, “pinchadas sobre las tablas [de los libreros], tarjetas postales con reproducciones de Gauguin. Y en la pared, alternados los cuadros de firma, mapas oceánicos, un inmenso Pacífico lleno de banderillas de alfiler, jalonando una ruta soñada.” Y en su abigarrado y singular escritorio de supuesto dibujante y calígrafo, además de que localiza algunos reveladores apuntes poéticos sobre esa obsesión, halla entre los “recortes de artículos”, “un poema recortado de una revista poética: Gauguin. [Que] Cuenta mediante verso libre la trayectoria de Gauguin desde que abandona su vida de burgués empleado de banca hasta que muere en las Marquesas rodeado del mundo sensorial que reprodujo en sus cuadros”. De ahí que pretendiera que el pintor Francesc Artimbau realizara un mural en su finca de Lliteras, donde “quería que le pintara algo muy primitivo, con el falso candor de Gauguin cuando pintaba a los canacos, pero trasladado a todo lo aborigen del Empordà, donde está Lliteras.” Y que en su recámara de “solitario” (desde “Hace tres años”), en la regia mansión familiar de fines del siglo XIX (heredada de una tía, incluido el elegante, flemático y culto mayordomo, conservador del inmueble que semeja un lujosísimo museo que resguarda valioso mobiliario y costosísima decoración y una repleta biblioteca de libros antiguos), exhibiera, sólo para él y su ombligo, “una excelente reproducción pintada de ¿Qué somos? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos?”, óleo sobre lienzo de Gauguin: D’où venos-nous? Que sommes-nous? Où allons-nous? (1897). Lo cual explica que la portada del libro editado por Planeta reproduzca un detalle de ese cuadro, datado así en la página legal: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?, de Paul Gauguin, Museo de Bellas Artes, Boston (foto Oronoz)”.

     


¿Qué somos? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos?
 (1897)
Paul Gauguin

            Pero además de la idílica ruta soñada y marcada con banderas en el mapa del océano Pacífico: “Abu Dhabi, Ceilán, Bangkok, Sumatra, Java, Bali, las Marquesas...”, la secretaria de ese despacho preferido, con su disfraz “de ex alumna de monjas”, le informa que su patrón tenía planeado “Un viaje a Tahití.” “A través de Aerojet. Una agencia.” Y que incluso había “solicitado cheques de viaje por una cantidad muy importante”, que “cubría los gastos de un año o más fuera del país”.

IV de VI

Pepe Carvalho descubre, en su indagatoria de sabueso rastreador y callejero, que el empresario Carlos Stuart Pedrell —miembro de la “Sociedad Anónima Tablex, dedicada a la producción de contraplacado, Industrial Lechera Argumosa, Construcciones Ibéricas S.A., consejero del Banco Atlántico, vocal de la cámara de Comercio e Industria, consejero de Construcciones y Desguaces Privasa...” y de “Quince sociedades más”—, al que se le “atribuían un buen puñado de especulaciones, pero sobre todo la de San Magín, barrio de”, llevó, oculta, una marginal vida de topo gris con el nombre de Antonio Porqueres, precisamente en La ciudad satélite de San Magín, inaugurada por Franco el 24 de junio de 1966. Según ve mientras avanza a pie: “San Magín crecía al fondo de una calle desfiladero entre acantilados de edificios diferenciables, donde coexistía el erosionado funcionalismo arquitectónico para pobres de los años cincuenta con la colmena prefabricada de los últimos años.” Se trata de una “urbanización de doce manzanas iguales, diríase que colocadas por el prodigio de una grúa omnipotente.” Y según lee en “el libro que le había prestado el morellense” Sergio Beser: “A fines de los años cincuenta, y dentro de la política de expansión especulativa del alcalde Porcioles, la sociedad Construcciones Iberisa (ver Munt, marqués de, Planas Ruberola, Stuart Pedrell) compra a bajo precio descampados, solares donde se ubicaba alguna industria venida a menos y huertos familiares del llamado camp de Sant Magí, zona dependiente del municipio de Hospitalet. Entre el camp de Sant Magí y los límites urbanos de Hospitalet quedaba una amplia zona de terreno libre con lo que se demuestra una vez más la tendencia anular de la especulación del suelo. Se compra terreno urbanizable situado bastante más allá de los límites urbanos para revaluar la zona que queda entre las nuevas urbanizaciones y el anterior límite urbano. Construcciones Iberisa construyó un barrio entero en Sant Magí y al mismo tiempo adquirió también a bajo precio los terrenos que quedaban entre el nuevo barrio y la ciudad de Hospitalet. En un segundo plan de construcciones, esa tierra de nadie también fue urbanizada y multiplicó por mil la inversión inicial de la Constructora...” “San Magín fue mayoritariamente poblado por proletariado inmigrante. El alcantarillado no quedó totalmente instalado hasta cinco años después del funcionamiento del barrio. Falta total de servicios asistenciales. Reivindicación de un ambulatorio del seguro de enfermedad. De diez a doce mil habitantes. Menuda pieza estabas hecho, Stuart Pedrell.” Comenta para sí el reflexivo detective, que también evoca un episodio de su humilde infancia cuando la topografía de la zona era un rústico territorio de contrabandistas de comestibles (y de quizá algo más).

            En su indagatoria en el barrio de San Magín, Pepe Carvalho descubre que ese mujeriego y sibarita de la alta burguesía que participó (y sacó provecho) del hacinamiento y de las deficiencias de la urbanización franquista, con la falsa identidad de Antonio Porqueres vivió en uno de esos patéticos departamentuchos, donde todavía están las cosas que dejó y por ende el detective las examina y olfatea, e incluso duerme allí una noche. Que al local de las Comisiones Obreras de San Magín —no muy distante de la iglesia donde cunden los “carteles petitorios de ya inutilizadas y superadas amnistías” (quizá entre ellos el que reza: “Libertad para Carrillo”) y “un cartel en italiano anunciado Cristo se detuvo en Éboli” (1979)— el tal Antonio Porqueres solía acudir con una joven del barrio; que allí le decían el Contable (porque hacía la contabilidad en el almacén “casa Nabuco”); y que a esa joven (activista, antinuclear, contestaria) y obrera del metal en la SEAT, le dijo que “Él estaba en contra de los Pactos de la Moncloa”. Y pese a que físicamente esa joven, bajita y cuerpo de uva, es la antípoda de las bellísimas féminas de clase alta que solía seducir y frecuentar (entre más jóvenes, mejor), ella, Ana Briongos, que allí en San Magín comparte departamento con dos amigas, todavía está embarazada del que creía se llamaba Antonio Porqueres y que pese a que por Carvalho se entera de su dramático asesinato y de que en realidad era “el constructor de San Magín”, ella ya, desde antes, estaba dispuesta a prescindir del apoyo económico y filial de él: “Yo soy la madre y el padre”, le canta sobre su notorio embarazo.   

   Y, desde luego, allí en el laberinto de San Magín, el detective da con la identidad del par de rijosos ejemplares del lumpemproletariado que acuchillaron al tal Antonio Porqueres, amante de Ana Briongos y progenitor del bebé nonato. Pero, ojo, no lo mataron ni tiraron su cadáver “en un solar, en la otra punta de la ciudad”: “Nadie le dejó tirado en ningún solar. Lo dejamos malherido y él se fue.” Puntualiza el lidercillo. Y por ende, Pepe Carvalho, quien es muy ducho para atar cabos, barajar hipótesis e inferir, supone que tal vez solicitó auxilio por teléfono. Y entre varias posibilidades opta por la más sonada de sus amantes: Lita Vilardell —acaudalada y treintañera belleza ojiazul de rancia y legendaria ascendencia esclavista—, con quien sostuvo una relación de casi diez años. Por ende, a eso de las tres de la madrugada, Carvalho la llama y de manera perentoria le solicita hablar con ella en ese preciso momento, quien, ¡oh sorpresa!, está en la cama nada menos que con Jaime Viladecans Riutorts, el elegante y exquisito abogado de la familia Stuart Pedrell, otrora condiscípulo y amigo del occiso.

     


Mujeres en la playa
 (1892)
Paul Gauguin

            Y en la charla con el detective, Lita Vilardell suelta la sopa, pese al reparo del abogado: “No se podía hacer nada”, dice. “¿Qué más da? Lo sabe todo y no sabe nada. Es su palabra contra la nuestra. No se ha equivocado en nada [...] Estábamos juntos. En la cama por más señas cuando llegó su llamada. Si me hubiese llamado desde los mismísimos mares del Sur no me habría parecido una llamada más lejana, más absurda. Primero no quise ir. Pero su voz era preocupante. Fuimos los dos a buscarle. No quería ir a ningún hospital. Le hicimos la oferta de dejarlo en la puerta y que nos diera tiempo de marcharnos. No quiso. Pedía un médico amigo. Pensamos a quién podíamos llamar. No nos dio tiempo. Se murió.”

     


Mujeres tahitianas con flores de mango (1899)
Paul Gauguin

          Así que entre ambos, compinchados para eludir el escándalo mediático que podría salpicar su imagen pública y sus intereses individuales y sociales, acordaron abandonar el cadáver acuchillado (ya desangrado) en un solar de la Trinidad y dejarle en las ropas (que no eran las suyas) esa enigmática e irónica línea en italiano: più nessuno mi porterà nel sud (ya nadie me llevará al sur: ¿la escribió Lita o Viladecans?), que quizá implique un resentimiento y una venganza personal que encubre algo comprometedor (tal vez lo dejaron morir o se les murió al no actuar con la prontitud y la decisión que requería la gravedad del herido), pues Lita Vilardell le dice al detective, en corto y cuando el abogado Viladecans ya se ha ido (luego de que proponerle un pago a cambio de que los borre de la historia): “Tal vez le sorprenda. Pero una amante puede sentirse más humillada que la mujer propia cuando se convierte en la olvidada y vieja concubina de un harén.”

 V de VI

Pepe Carvalho redacta y le entrega su informe a Mima, la viuda. (Vale puntualizar que el detective privado nunca accede al informe forense de la policía y sólo se entera que a Stuart Pedrell “Le clavaron varios navajazos. Parecían haber actuado dos manos. Una mano blanda, indecisa. Una mano firme, asesina.” Lo cual más o menos embona con la confesión del medio hermano de Ana Briongos: “El Quisquilla, el chiquito al que usted le rompió el brazo, le dio una cuchillada. A mí de pronto se me escapó el brazo y le di otra.” No obstante, no se sabe en qué partes del cuerpo le encajaron las hojas, si fueron sólo dos cuchilladas o más, si tocaron órganos vitales y si murió por esas heridas que nadie atendió: ¡ni siquiera el herido!, o por otra negligencia o daño colateral.) Y además de los pormenores que le resume de manera oral (donde salen a relucir los hechos clandestinos de Adela Vilardell y del abogado Viladecans), le dice sobre el cobro: “Hay una factura razonada en la última hoja. En total trescientas mil pesetas y a cambio tiene usted la seguridad de que nadie va a tocarles ni un céntimo del patrimonio.” Y esto parece que se lo dice como si hubiera pactado, por una buena cantidad, el silencio de Ana Briongos embarazada de Carlos Stuart Pedrell, media hermana del imprudente cuchillero principal, un mozalbete que empezó su carrera delictiva a los 14 años con el robo de una moto. Delincuente juvenil de poca monta y atavismos machistas, cuya media hermana y padre, “acomodador de un cine en La Bordeta” (cuya esposa hace la limpieza en el mismo lugar) y vecino de la barriada de San Magín, tratan de protegerlo de la policía (y del probable juicio y condena) durante la indagatoria del detective privado.

            —Es un buen negocio [le dice la viuda a Carvalho], sobre todo si la chica no reclama la paternidad de mi marido.

            “—No reclamará por la cuenta que le trae. A no ser que usted quiera poner este informe en manos de la policía y vayan en busca de su hermano. Entonces saldrá todo.

            “—Es decir...

            “—Es decir que si quiere tener la fiesta, la honra y la fortuna en paz tendrá que dejar impune este crimen.

            —Aunque no hubiera aparecido lo de la chica, yo no habría movido ni un dedo para que la policía encontrara al asesino.”

           

Maria Montez

         
Jeanne Moreau

            Pero quizá lo más llamativo de ese diálogo es que la viuda (con un “parecido compartido por Maria Montez y Jeanne Moreau”) le anuncia que viajará a los mares del Sur (en Bali aún está el mayor de sus hijos gastándose lo que ella le envía), que hará la ruta que su marido dejó trazado en el mapa. “Y en una agencia de viajes. El recorrido estaba muy bien estudiado. Conseguí que se me pasara a mí el abono y así salvé el anticipo.” Y la lúbrica cereza del pastel es que invita a Pepe Carvalho a viajar con ella. Viaje que él rechaza (pese a las comuniones onanistas donde la convoca) y que implica que no pocas féminas aprecian en él algún tipo de atractivo y refuerzo afrodisíaco. “Pon un poco de Gary Cooper en tu vida, chica, pensó Carvalho”, espejeándose en la estrella de cine al saludar de mano a la hija de los Stuart Pedrell por primera vez.

       

Gary Cooper

            Recuérdese, por ejemplo, la entrega sexual y el asedio de la adolescente Yes en busca de la incestuosa figura paterna (“¿sabes que se te parece?”, le dice hojeando unas fotos de su progenitor al que supone víctima sobre todo de su odiada madre, a quien no duda en quemarle su libro favorito: La balada del café triste); o la ansiosa, desesperada y neurótica cachondería de Charo; o a Teresa Marsé, quien luego de verlo entrar en su boutique en busca de información, colgó sus “brazos del cuello de Carvalho y le introdujo la lengua hasta la campanilla”. Teresa Marsé, además de la lengua de tirabuzón y de proporcionarle algunos rumores, datos y detalles, le habla de la época en que ella “era una virtuosa esposa de honrado industrial” y asistía, al igual que el acaudalado matrimonio Stuart Pedrell, “a reuniones de matrimonios católicos dirigidos por un tal Jordi Pujol”, el célebre político y luego corrompido presidente de la Generalitat de Cataluña entre el 8 de mayo de 1980 y el 20 de diciembre de 2003.

Jordi Pujol


VI de VI

Vale observar que el curso de los acontecimientos y de la indagatoria de la muerte de Carlos Stuart Pedrell sugiere varios interrogantes: ¿por qué su instinto de autoconservación y sobrevivencia no funcionó y no fue, motu proprio, a un hospital? ¿Por qué, siendo un pachá extraordinariamente rico, sibarita y libertino, no contaba con un médico de confianza que lo auxiliara, tras bambalinas, con urgencia y discreción? ¿Ese semental y promiscuo cincuentón estaba exento del miedo a la muerte, a los padecimientos venéreos y a la crónica enfermedad? “Tenía demasiado tiempo de contemplarse el ombligo e ir de aquí para allá detrás de las mujeres”, le testimonia el marqués de Munt, el socio más opulento e incisivo de la triada (Munt-Planas-Stuart Pedrell) desde hace un cuarto de siglo, y al igual que Planas, muy interesado en que la indagatoria y el informe del detective no los raspe ni salga a la luz pública. ¿Por qué no hizo ese viaje soñado a los mares del Sur, si era su obsesión existencial de larga data y lo tenía todo meticulosamente planificado? ¿Por qué llevar esa subterránea vida gris, de topo de alcantarilla, en el paupérrimo barrio obrero de San Magín? Pues, al parecer, durante esa incógnita estancia de un año no hizo ninguna labor reivindicativa ni filantrópica. Y en ese último renglón, en la indagatoria inicial de sus actividades empresariales en más de quince sociedades, sólo descuella, como escuálidos y paupérrimos frijolillos en la sopa de letras catalanas, lo que Pepe Carvalho les comenta a Biscuter y a Charo durante la cena en el Túnel: “Lo más sorprendente es que dos de ellas son editoriales de mala muerte: una se dedica a los libros de poemas y la otra a una revista de la izquierda cultural. Por lo visto, le gustaban las obras de caridad.” Labor que el pintor Artimbau le matiza: “Stuart Pedrell ayudaba a dos editoriales de mala muerte, pero no demasiado. Cubría los déficits anuales. Una miseria para él.” Pero además le dice: “Me consta que escribía versos que nunca publicó”. ¿Acaso sería el verdadero autor del citado poema Gauguin, “recortado de una revista poética”, “cuyo nombre no le dijo nada a Carvalho”?   

           


Paul Gauguin
Autorretrato (1893)

           Pese a la íntima planificación del viaje soñado, quizá en un momento decidió no hacerlo por cierta frustración (y quizá implícita angustia) que la novela no ahonda pero sí toca brevemente, al parecer, pues el detective Pepe Carvalho, al entrevistar a Nisa Pascual —“la última teenager [adolescente] en la vida conocida de Stuart Pedrell”, quien toma una “clase de Meditación Artística” y es alta y rubia, “delgada y pecosa, con una larga trenza que le llegaba hasta las raíces del culo y un candor de virgen en los ojos grandes y azules rodeados de tantas pecas que eran pura mancha”, le dice que Carlos no se puso en contacto con ella durante su desaparición, que ella creía que se había ido de viaje a los mares del Sur... “y luego apareció muerto”. Y no contactó con ella porque, le dice:

     “[...] La verdad es que estaba muy enfadado conmigo. Me propuso que la acompañara y me negué. Si hubiera sido un viaje corto, de dos meses, yo habría ido. Pero era un viaje por tiempo indefinido. Yo le quería mucho. Era tierno, desvalido. Pero no entraba en mis planes buscar el paraíso perdido.

      “—Cuando usted no quiso acompañarle, ¿varió el proyecto?

      “—Llegó a decir que no se iba. Pero de pronto desapareció y supuse que finalmente se había decidido. Necesitaba aquel viaje. Era su obsesión. Había días en que era inaguantable [...]”   

 

Manuel Vázquez Montalbán, Los mares del Sur. Premio Planeta 1979. Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta. Primera edición: noviembre de 1979. Barcelona, 288 pp.

martes, 14 de noviembre de 2023

La cola de la serpiente

Entre cuentos chinos te veas

 (Aé, yambó, aé)

 

Dispuesta en once capítulos numerados con arábicos y publicada por Tusquets Editores en noviembre de 2011, en España y en México, con el número 690/7 de la Colección Andanzas, La cola de la serpiente es la séptima novela del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) ubicada, por la editorial, en la Serie Mario Conde, en cuyo pequeño recuadro en la portada: el logo ex profeso, se aprecia un humeante habano y un cenicero; es decir, es una novela negra o policíaca que ocurre en Cuba, cuyo protagonista es el detective Mario Conde.

    

Colección Andanzas núm. 690/7, Tusquets Editores
México, noviembre de 2011

          
En su postrera “Nota del autor”, datada en “Mantilla, enero de 2011”, Leonardo Padura dice que La cola de la serpiente fue “escrita en 1998” y “publicada en Cuba” “como complemento de un volumen que abría la novela Adiós, Hemingway” (obra revisada por el novelista y reeditada por Tusquets en “marzo de 2006” y por ende es el quinto libro de la Serie Mario Conde); y que “doce años después”, cuando decidió publicar La cola de la serpiente en Tusquets (“mi editorial española”, dice), la sometió a una serie de enmiendas y actualizaciones: “resultaba evidente que el argumento tenía un tratamiento demasiado estricto, mientras varios personajes y situaciones pedían a gritos un mayor desarrollo y la escritura mayor desenfado, más a tono con la forma del resto de las obras protagonizadas por mi personaje Mario Conde.”

           

Leonardo Padura con Montecristo

           Vale observar que en este sentido, y como recurso mercadotécnico,  Tusquets Editores (o quizá el autor), entre las páginas de La cola de la serpiente insertó cuatro asteriscos al pie de página, cuyas notas remiten a tres obras de la Serie Mario Conde: La neblina del ayer (2005), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001); estas dos últimas, además, junto con Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998), forman parte de Las cuatro estaciones, conjunto que se desarrolla en la Cuba de 1989, denominado así por Leonardo Padura y adaptado al cine por él y su esposa Lucía López Coll para la miniserie Cuatro estaciones en La Habana (2016), merecedora en 2017 del Premio Platino a la Mejor Miniserie o Teleserie Cinematográfica Iberoamericana.

            La cola de la serpiente, al unísono de novela negra o policial es un divertimento, un artilugio narrativo, ligero, hilarante y muy ameno, pese al depresivo crimen y al mezquino escenario, cuyas pesquisas encabeza Mario Conde, y pese al decadente y miserable ámbito social y a los sucios embrollos que rodean al sucio hecho, los cuales remiten a un pasado repleto de otros embrollos no menos sucios, donde también figuran varias muertes y asesinatos a mansalva.

            Al igual que innumerables películas y novelas policiales, La cola de la serpiente casi inicia con la descripción en que se halla el cuerpo del presunto asesinado (con indicios crípticos, macabros y escatológicos) y, paulatinamente, no sin digresiones y vueltas de tuerca (que van cambiando las probabilidades, el sentido de los hechos y los engaños al lector), se van despejando casi todas las hipótesis y conjeturas, pues casi siempre o en este caso (como en otros), algo queda oscuro, oculto y sin resolver.

           

Editorial Verbum
(Madrid, 2014)

         Mario Conde, escritor frustrado o latente, y lector empedernido desde el Pre de La Víbora (relee una y otra vez los mismos libros en calidad de “parásito de otros escritores que sabían hacerlo bien”, dice, entre ellos: Islas en el Golfo, Conversación en la Catedral, El guardián en el trigal, El siglo de las luces y Fiebre de caballos, ¡la primera novela que Leonardo Padura publicó en Cuba en 1988!), con una perspectiva de dos décadas después, cuando ya no es policía (“ser policía era un trabajo sucio”) y se dedica a la ambulante y vocinglera compra y venta de libros antiguos y de segunda mano (La neblina del ayer), en una nueva incursión por los paupérrimos residuos de lo que alguna vez fuera el muy vivo, boyante y muy habitado Barrio Chino de La Habana, evoca el caso de un anciano chino muerto en mayo de 1989, quien vivía en el cuartucho de una astrosa, maloliente y misérrima vecindad con retretes y lavaderos comunitarios, y misérrima luz eléctrica plagada de largos e intermitentes apagones: “un solar de la calle Salud, casi esquina a Manrique, en el mismo corazón del Barrio Chino” (y de la capital cubana). Entonces tenía 35 años y era el flamante teniente investigador Mario Conde —con diez años de antigüedad en la policía—, adscrito a la Unidad Central de Investigaciones Criminales, precedida por el mayor Antonio Rangel, inveterado fumador de habanos.

            Mario Conde estaba de vacaciones y no se hubiera involucrado en tal pesquisa policial si la china mulata Patricia Chion, “teniente de policía especializada en delitos económicos”, no hubiera ido a su casa a pedirle que indagara el caso, como un favor personal, pues, le dice, “el muerto era amigo de mi padrino, Francisco..., y estoy segura de que mi papá lo conocía, aunque me dijo que no.”

            En la lúdica y deslenguada urdimbre narrativa, la presencia de Patricia Chion, mezcla de china y mulata, y con un tremendo y tentador cuerpo de pecado (herencia de su finada madre, nativa de Camagüey: la negra Micaela, “una negra oscura, de pasas duras y culo inconcebible para todo el Lejano Oriente”), implica dos cosas. Una: ella corporifica los matices erógenos del arquetipo de la mujer cubana y el clímax del erotismo, pues la novela también boga por ciertos devaneos lúbricos e íntimos de Mario Conde, en los que, no obstante, también comparece la evocación de Karina, la ingeniera pelirroja y perversa saxofonista, “con capacidad para desaparecer justo cuando Conde más la necesitaba” (Vientos de Cuaresma), y, desde luego, la imprescindible y siempre añorada y deseada Tamara (con un hijo en Italia y viuda de Rafael Morín, un ex trepador del statu quo revolucionario y oportunista profesional), la jimagua de ojos verdes recién desempacada de Milán con “el movimiento de trapiche moledor de caña de su retaguardia prodigiosa que enloqueció, enloquecía y enloquecería a Conde”, a quien conoce desde los 14 y 15 años de ella, cuando ambos eran condiscípulos del Pre de La Víbora (Pasado perfecto). Dos: el oculto intríngulis de la petición indagatoria de esa escultural Venus de La Habana, con el visto bueno del mayor Antonio Rangel, se despeja casi por completo al término de la obra.

           

Cintillo de La cola de la serpiente (Tusquets, 2011)

         En su misérrimo cuartucho (con visos de un magro síndrome de Diógenes), el raquítico cadáver de Pedro Cuang, de 78 años y “natural de Cantón”, “seguía colgado de una viga del techo” cuando lo observa el policía Mario Conde, con cuya cuerda también le ahorcaron al perruchito mestizo. “Le habían cortado el dedo índice de la mano izquierda y en el pecho, con una cuchilla o con una navaja muy afilada, le habían hecho un círculo con dos flechas que formaban una cruz, y en cada cuadrícula habían puesto unas cruces más pequeñas, como si fueran signos de sumar”. Pero además —le muestra en una bolsita el sargento Manuel Palacios, su adjunto en la investigación—, en su “mano derecha” tenía “dos chapillas de cobre” (cayeron al suelo cuando el vecino de al lado lo descubrió y tocó), cada una con “la misma marca que le habían hecho a Pedro Cuang en el cuerpo. Un círculo con dos flechas y cuatro cruces más pequeñas.”

          En el rastreo del culpable (o culpables) y de la comprensión del hermético significado de tales signos, el teniente Mario Conde y el sargento Manuel Palacios, con el chino Juan Chion (apelativo de Li Chion Tai), el padre de Patricia, oriundo de una remota aldea de Cantón, quien es cocinero de oníricos delirios chinos de un auténtico mandarín salido de una página de Las mil y una noches (“Codornices cocidas al jugo de limón y gratinadas con pulpa de albahaca, berza, jengibre y canela, por ejemplo. O masas de puerco revueltas con huevos, manzanilla, zumo de naranja y dulce y finalmente doradas a fuego lento en una sartén insondable llamada wok, sobre una capa de aceite de coco, por otro ejemplo.” “Ternera guisada en salsa agridulce, con lascas de mango, polvo de ajonjolí y trozos de piña, por ejemplo.” “Berenjenas rellenas con pato hervido en salsa de bambú y verdolaga, rociadas con maní molido y crocante, por si todavía hicieran falta más ejemplos.”) y amigo del insaciable, pantagruélico, escuálido y conmovedor Mario Conde, quien para resolver ese caso chino (que está en chino) lo auxilia de cicerone (y en calidad del “cabo Chion”) por los arcanos misterios del Barrio Chino (sugerido e inducido por su hija), y por ello van a la desvencijada casona del chino Francisco Chiú, en cuya planta alta se hallan los restos y rescoldos de la decrépita y polvorienta Sociedad Lung Con Cun Sol, de antiguo origen mítico y legendario (casi de ancestral impronta Shaolin Kung Fu): creada en tiempos remotos para que “por siempre jamás todos sus hijos, los que llevaran los apellidos ilustres de Lao, Cuang, Chion y Chiú, se protegieran mutuamente bajo la tutela divina” de sus “dioses combatientes”: “Cuang Con, Lao Pei, Chu Chi Lon y Chu Fei”. 

           


            Señalando el tapiz que los ilustra, Francisco Chiú les dice: “El de las balbas lalgas y la cala cololá... Ése es Cuang Con, o san Fan Con, como le pusielon aquí.” Es decir, es “el santo chino, el gran capitán”. O sea: se trata de una figura cubanizada y adulterada, pues “también es”, le dice, “Changó, Santa Bárbara bendita, con su manto rojo y la espada en la mano”. (Pala maltal usa espada y colta pescuezo, previamente le dijo Juan Chion.) “Mientras, sin dejar de sonreír, Francisco había tomado de la repisa que asemejaba un ara una caña de bambú cortada como un largo vaso. Dentro descansaban unas tablillas finísimas, también de bambú, con un número y una inscripción en el extremo, grabadas con tinta... ¡china!, coño, y ya las hacía sonar como una maraca para música concreta. Francisco explicó que Cuang Con era el dueño de la fortuna: cada tablilla indicaba un camino en la vida y la que llevaba un círculo con una cruz formada por dos flechas era el peor camino: el del infierno, adonde iban los traidores, los homicidas y las mujeres adúlteras. En Cuba alguna gente decía que aquél era el signo más negativo de san Fan Con y que el hombre marcado por él sólo podía esperar todas las desgracias de los dos mundos: el de los vivos y el de los muertos.” Mario Conde le pide la tablilla “que tiene la cruz” para observarla y Manuel Palacios le señala que “se parece pero no es igual” a la que le trazaron en el pecho al raquítico Pedro Cuang, pues le faltan las “cruces chiquitas”. “Con cuatlo cluces así no hay... ¿Tá extlaño, veldá, Juan?”, dice el patriarca Francisco. No obstante, el Conde, en esa atmósfera en la que su nariz de perro rastreador captura el “olor a chino” (pese a lo estropeado del sentido del olfato por su pernicioso hábito de fumador), se la pide prestada para dizque fotografiarla y porque el viejo Chiú le dijo del crimen: “Eso es cosa de paisanos que hacen blujelías de neglos y de neglos que hacen blujelías con cosas de chinos. ¿Tú vas a entendel? Pedlo Cuang la debía y alguien se la cobló, y por eso le puso la filma de san Fan Con.”

          

Leonardo Padura achinado

(“A Lucía, que me entiende
incluso cuando hablo en chino”)
          

            Mario Conde, quebrándose la cabeza por lo intrincado del crimen del caso chino, mientras extinguen un par de botellas de Chispa’e Tren, un alcohólico brebaje, con matiz de orujo, destilado en la clandestinidad en el tugurio del químico Jacinto el Mago (antípoda de su ideal e inasible “ron Santiago de tres años” de la destilería Bacardí de Santiago de Cuba, servido por el onírico barman “en un vaso grande, con algunas gotas de limón y apenas una pequeña piedra de hielo”), se lo parlotea a dos de sus compinches de siempre: el Flaco Carlos (precisamente en su casa, donde subsiste en silla de ruedas, atendido por su madre Josefina) y el mulato Candito el Rojo, el supuesto “teólogo de la tribu”, quien ve indicios de malas artes: “las flechas, el círculo y las cuatro cruces eran una firma de palo mayombe, la brujería conga, y el dedo que le habían cortado al muerto debía ser para usarlo en una nganga”. Y por ende, crudo el Conde y engullendo Duralginas, van juntos en lancha, desde el embarcadero de la Avenida del Puerto hasta el pueblo de Regla, a consultar “a Marcial Varona, el viejo ngangulero más sabio y respetado entre todos los brujos de Regla, la meca de la brujería cubana”, donde “fungía como babalao de la Regla de Ocha y muchos lo consideraban el mejor conocedor de las prácticas de la santería yoruba”. Por si fuera poco el mejunje, el “Conde vio colgado de una pared, junto al altar católico presidido por un crucifijo y por la virgen de Regla, la santa cubana de rostro negro, aquel diploma del Gran Consistorio del Grado 33 de la masonería cubana, a favor del hermano Marcial Varona.”  

   En este sentido, además de que los poderes y atributos de tal brujo están aún más repletos de aleaciones y proverbiales mixturas y mixtificaciones, según él lo que le grabaron al chino en el pecho, junto al dedo que le cortaron, es “una firma de Zarabanda”. “Zarabanda”, dice, “es nganga de brujo congo, pero también es de Oggún lucumí, o de la santería yoruba, como se dice ahora. Oggún es el dueño del monte y de los hierros, y es san Pedro, el que tiene las llaves del cielo, que también son de hierro, ¿no? Por eso Zarabanda no es palo auténtico, sino una mezcla criolla, ¿entiendes?”

 


         O sea, para percutirlo con lego tambó y maracas carnavalearas, y cantarlo con Nicolás Guillén —tal si tratase de un abstruso, maléfico, ritual y ocultista ideograma chino—: recontra sóngoro consongo: congo solongo del Songo/ baila yambó sobre un pie.

            Mario Conde y su adjunto acceden a varias revelaciones en torno al triste pasado y a las sigilosas actividades de Pedro Cuang en el ilícito negocio de las apuestas en el Barrio Chino: “trabajó como colector de apuestas” para Amancio Valdés, el banquero de un ilegal “banco de apuntación desmantelado el año anterior”, quien “tuvo un ataque al corazón y se murió a los tres días de estar preso”, junto con otros dos banqueros que cayeron en la misma redada, quienes tras ese infarto soplaron que “Amancio era el jefe del negocio y quien guardaba el dinero”. Pero también se enteran que “Pedro Cuang fue a China cuando empezó el lío y regresó cuando se murió Antonio Valdés”, quien “hasta 1959 tuvo un garito de juego en el Barrio Chino y la tapadera era un tintorería”, donde el ahorcado “trabajó treinta años hasta que se retiró en 1968”. Pero además —le informa el sargento al teniente—: “Dice el forense que a Pedro Cuang le dio un hemiplejía y que fue después cuando lo colgaron. Parece que no querían matarlo, pero cuando le dio la sirimba a lo mejor se asustaron y pensaron que era preferible callarle la boca de una vez.” Por ende, colige o intuye el Conde: “El viejo era el camino hacia el dinero de Amancio...”

   Pero también el dúo dinámico de La Habana se entera del pasado de Juan Chion y de Francisco Chiú, oriundos de la misma aldea de Catón, ya viejos y emparentados por el hecho fraterno e inextricable de que éste, como si fuera su progenitor, le financió el permiso y el viaje para viajar en barco a Cuba, y vueltos entrañables compadres porque Francisco es padrino de Patricia y Juan es padrino del homónimo hijo de Francisco. No obstante, el caso sigue en chino y más oscuro que el culo del negro Vito Manué. 

   

Confucio

        “La selpiente tiene cola y tiene cabeza. Pol la cabeza se llega a la colita, y pol la colita se llega a la cabeza. Hala la selpiente. Siemple se llega a la otla punta del animal. Pelo con cuidado..., si la coges pol la cabeza, la selpiente muelde.” Le predica Juan Chion al Conde como si le recitara un milenario, aleccionador, sabio e infalible proverbio taoísta, o una de las analectas caligrafiadas en papel china por el propio Confucio. Mientras el Conde sospecha del esquelético Francisco Chiú, pese a que es muy anciano (más anciano que Juan Chion) y parece enfermo: tenía “un color amarillento en su piel que, pensó Conde, no tenía origen étnico, sino seguramente hepático”.  

    Vestida con su uniforme de oficial de policía, la muy cachonda y escultural Patricia Chion visita al Conde con un impensable desayuno y poderes afrodisíacos que ipso facto resucitan no sólo al muerto de hambre: “El asombro del Conde se disparó cuando Patricia, luego de poner lejos el cenicero atestado, fue sacando provisiones de la bolsa y colocándolas sobre la mesa: un pan que olía a pan recién horneado, un pedazo de queso, unas lascas de jamón curado, unos pasteles (¿de coco o de guayaba?) y un termo del cual serviría dos tazas grandes de café con leche. ¿Todavía existían aquellas cosas? Conde no lo hubiera creído si no lo hubiera visto...”

   


         Y además de que en esa visita sorpresa ocurre el candente encuentro sexual, ella le revela que a su padre y a su padrino los vincula de por vida una secreta y lejana venganza de sangre: ultimaron a cuchilladas, allí en La Habana, a un griego traficante, capitán de un barco, que en un asesinato múltiple de 32 chinos engañados, robados, congelados en el frigorífico y lanzados al mar Caribe, mató a Sebastián (Fu Chion Tang), el entrañable primo de Juan Chion (y su único pariente consanguíneo en Cuba), y al hermano de Francisco Chiú. Pero además le pide, desnuda y a quemarropa, que resuelva el crimen y cuide que “no haya demasiados daños colaterales”.

            El caso comienza a desenredarse cuando, al preguntar al Narra, un chino contrabandista del Barrio Chino que oficia de chivato del Gordo Contreras —capitán y jefe de la Sección de Divisas—, le delata que Panchito Chiú, el hijo del anciano Francisco y sobrino de Juan Chion, además de cargar “un cuchillo chino”, de dárselas de “karateca octavo dan”, y de decirse “palero” (o sea: brujo o babalao) —“anda todo el día con que si Siete Rayos lo protege”—, lo oyó hablar de que “el chino viejo” (el asesinado) “tenía la pasta de Amancio el banquero”. Tras detenerlo, además de que sus huellas estaban impresas en la cuerda del ahorcado, Panchito Chiú habla del crimen. Esto desvela varios puntos oscuros: Panchito fue la silueta que a hurtadillas y con la agilidad de un trapecista huyó durante la charla con el viejo Francisco Chiú y que éste y Juan Chion escamotearon acusando un supuesto gato (fantasma o invisible); quien le dio al Conde el golpe que lo dejó inconsciente en el camastro del asesinado; que el crimen no fue una venganza o un ajuste de cuentas de la mafia que trafica cocaína, ni implicó ningún embrujo o “cazuela de palo monte”. Se trató de un vulgar e involuntario asesinato al intentar con violencia y amenazas (“Panchito le ahorcó al perro para presionarlo”) que Pedro Cuang revelara el sitio exacto donde escondía el dinero del banquero Amancio Valdés, muerto en la cárcel, en marzo de 1987, tras la redada policíaca en el Barrio Chino que desmanteló el negocio ilegal de apuestas en el que estaba involucrado.

   


           Pero el meollo del meollo es el dilema ético de Mario Conde, quien, pese a su tolerancia ante ciertas corruptelas, no es un policía duro (piensa que “el acto de aplicar la fuerza” “lo degradaba a él como ser humano”) y llega a sentirse inepto para tal rol; no obstante, en el cerco al tigresco y ágil experto en artes marciales Pachito Chiú, quien reta y empuña su cuchillo chino, el Conde, más rápido que Harry el Sucio, no duda en dispar su pistola y por ello lo hiere en una pierna, siendo la segunda vez que dispara contra alguien en su carrera de diez años de policía. Las huellas del anciano Francisco Chiú —aquejado de un terminal cáncer hepático—, impresas en la prestada tablilla de san Fan Con, revelan su presencia en el escenario del crimen. Pero el Conde, que ahora entiende el trasfondo del intríngulis de la manipulación y seducción de Patricia Chion y su encargo de que no hubiera “demasiados daños colaterales”, a través de Juan Chion le devuelve al viejo Francisco Chiú la tablilla de san Fan Con y destruye el análisis forense de las inculpatorias huellas y se muerde la viperina envenenada por la cola de la serpiente. “Aquí todos navegamos en la mierda y nadie sale ileso, nadie...”, le aguijoneó el Gordo Contreras su radiográfico apotegma existencial y policíaco.

      Lo que queda sin descubrir, no obstante, es la persona (quizá chino o china) a quien estaba destinada la fortuna del banquero Amancio Valdés —si es que estaba destinada a alguien—, pues para alguien que lee los caracteres chinos fue caligrafiado el mapa del tesoro; o sea: el plano hallado por Mario Conde en el cuarto del muerto, y que reveló el sitio exacto del cementerio chino donde estaba enterrado el cofre del tesoro que parece de estirpe pirata (y literaria): un cofre metálico repleto de “cadenas, pulseras, anillos, aretes y monedas de oro”.   

 

 

Leonardo Padura, La cola de la serpiente. Serie Mario Conde. Colección Andanzas número 690/7, Tusquets Editores. Ciudad de México, noviembre de 2011. 192 pp.

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Leonardo Padura: una historia escuálida y conmovedora (2019), documental de Náyare Menoyo Florián.

El complot mongol

   El gatillo y los competones de la alta política

Nacido en la Ciudad de México el 28 de junio de 1915 y muerto en Berna, Suiza, el 17 de septiembre de 1972, el escritor y diplomático Rafael Bernal tiene en su legado varios libros de distintos géneros; pero el más famoso, en el contexto mexicano, es su novela negra El complot mongol, cuya edición príncipe, editada por Joaquín Mortiz, data de 1969; la cual fue adaptada al cine en una homónima y gris película, de 1978, dirigida por el vasco Antonio Eceiza (1935-2011), quien la guionizó junto al mexicano Tomás Pérez Turrent (1935-2006).  Y luego en otra, de 2019, también homónima y más lograda, con guion y dirección del cineasta fracomexicano Sebastián del Amo (París, 1971).
DVD de El complot mongol (1978), película dirigida por
Antonio Eceiza, basada en la novela homónima de Rafel Bernal.
  Dividida en VI capítulos, los veloces acontecimientos de El complot mongol se desarrollan, en menos de tres días, en varios reconocibles sitios y calles del Centro Histórico de la Ciudad de México. Corre alguno de los años 60 del siglo XX; a nivel mundial se está en el contexto de la Guerra Fría y de la ruptura y beligerancia entre la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) y la China comunista de Mao Tse-tung; no se menciona la frustrada invasión a la Cuba de Fidel Castro y los barbudos, a través de Bahía de Cochinos (sucedida entre el 15 y el 19 de abril de 1961), ni la crisis de los misiles en territorio cubano (cuyo tenso clímax ocurrió entre el 15 y el 28 de octubre de 1961); pero el asesinato de John F. Kennedy, presidente de Estados Unidos, sucedido en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963, sí es un hecho tangencialmente citado y parafraseado en las páginas. (En un cuarto del hotel Magallanes, por ejemplo, aparece un rifle con mira telescópica, arma que delata al francotirador gringo que evoca al controvertido Lee Harvey Oswald, el presunto asesino de Kennedy). 

John F. Kennedy y su esposa Jackie el día de su asesinato en
Dallas, Texas, noviembre 22 de 1963.
  No obstante, El complot mongol no es una novela de intriga política ni de análisis sociológico ni de introspección psicológica ni realista en sentido estricto ni con pretensiones de gran obra artística; es, ante todo, un artilugio literario, bufo y sarcástico pero crítico; un ágil e hilarante divertimento repleto de humor negro, caricaturesco y folletinesco, donde bullen los apócopes, las palabrotas, los modismos, los chistes y los dichos del popular habla mexicano, a lo que se agrega la hilarante parodia del modo de hablar de los chinos que habitan en las calles de Dolores, el barrio chino de la Ciudad de México, donde, en la semiclandestinidad, hay casas de juego y fumaderos de opio, y donde, al parecer, se prepara nada menos que el inminente asesinato del presidente de los Estados Unidos, que en tres días estará de visita en México, y quien con el presidente mexicano inaugurará, en una plaza pública que es un parque, una “estatua de la Amistad”.

El sucesor de Kennedy fue Lyndon B. Johnson, quien fue presidente de Estados Unidos entre el 22 de noviembre de 1963 y el 20 de enero de 1969, y por ende podría ser el modelo del anónimo presidente gringo de la novela. En este sentido, el modelo del anónimo presidente mexicano podría ser el nefando Gustavo Días Ordaz, quien fue presidente de México entre 1 de diciembre de 1964 y el 30 de noviembre de 1970; pero también podría serlo Adolfo López Mateos, su predecesor, que fue presidente entre el 1 de diciembre de 1958 y el 30 de noviembre de 1964. En cualquier caso, el probable e inminente asesinato de un presidente de Estados Unidos en territorio mexicano, sería indagado, en primera instancia y de un modo encubierto y semiencubierto, por el Servicio Secreto gringo, por la CIA y el FBI; y en México, dado que el magnicidio ocurrirá a un lado del presidente mexicano, por la policía política, es decir, por la Dirección Federal de Seguridad, cuyo titular, entre 1964 y 1970, era el veracruzano Fernando Gutiérrez Barrios (“el hombre más informado de México”, vox poluli dixit), cuyos inicios en los sótanos de tal oscuro y negro aparato de espionaje e inteligencia, en calidad de jefe de Control e Información, se remonta a 1952. Pero en la novela de Rafael Bernal el asunto no va por ahí. Un Coronel, jefe de la policía, bajo el mando de un copetón de la alta política: el presidenciable don Rosendo del Valle, citan, con conocimiento de sus actos, a Filiberto García, un policía que en realidad es un matón, un pistolero duro y sin escrúpulos de 60 años, para que en menos de tres días indague y resuelva el caso, junto con otros dos policías, cuya declaración de principios y complicidad de sangre reza: “No se puede gobernar sin matar [...] Eso lo han aprendido ya todos los pueblos. Por eso existimos nosotros.”: Iván Mikailovich Laski, agente del Servicio Secreto de la Unión Soviética, y Richard P. Graves, agente del FBI, de quien Filiberto García dice para sus adentros, quizá evocando un filme o caricatura protagonizada por James Bond, el agente 007 con licencia para matar: “Tiene dentadura postiza. Capaz y de una muela saca una pistola en miniatura y de la otra un transmisor de radio, como en las películas de la tele.” Esto es así porque “Un alto funcionario de la embajada rusa” soltó el rumor de que desde la República Popular China se pergeñó el asesinato del presidente de Estados Unidos y que para perpetrarlo “tres terroristas al servicio de China” ya están en México. Y Filiberto García es el idóneo para el caso, puesto que además de que es asiduo y conocido en las tiendas, restaurantes, fumaderos de opio y casas de juego del barrio chino de las calles de Dolores, es un gatillero (“un fabricante de pinches muertos”) con un largo y colorido currículum. “Maté a seis posibles diablos, los únicos seis que formaban el gran cuartel comunista para la liberación de las Américas. Iban a liberar las Américas desde su cuartel en las selvas de Campeche. Seis chamacos pendejos jugado a los héroes con dos ametralladoras y unas pistolitas.” Se dice. Lo cual evoca la subterránea, clandestina y diseminada estrategia de los focos guerrilleros, bajo la férula de la URSS y Cuba, que harían la revolución comunista en América Latina, y en particular el foco guerrillero sembrado y encendido en Bolivia que derivó en la ejecución del Che Guevara el 9 de octubre de 1967.
(Joaquín Mortiz, México, abril de 2013)
  Vale puntualizar, para no desgranar todas las menudencias del carozo de la mazorca, que la novela El complot mongol, además de varios asesinatos y de los episodios de violencia, está repleta de vueltas de tuerca, giros inesperados y sorpresas. El derrotero de la investigación que protagoniza Filiberto García toma varios cauces y desenmascara, sin buscarlo ni quererlo, una cruenta y camuflada trama urdida por un par de copetones de la alta política, un dúo de ambiciosos arribistas, oriundos de Tamaulipas, incrustados en el epicentro del gobierno federal mexicano, tipificados con la patriotera labia de la más ramplona y hueca demagogia nacionalista, que, con las supuestas manos limpias, buscan adueñarse, sucesivamente, de la todopoderosa silla del águila de la presidencia de la república del partido hegemónico emanado de la Revolución Mexicana. Es decir, aprovechando el rumor surgido de la embajada rusa, planearon y maicearon, al unísono, el maquiavélico asesinato del presidente de México.

Y también sin buscarlo ni quererlo, Filiberto García colige, dados ciertos indicios en los hechos de sangre, un complot en ciernes para “llevar a Cuba dentro de la órbita de Pekín”. A lo que se añade el postrero hecho de que, acompañado por Laski, el políglota agente ruso, en una tienda del barrio chino encuentran los dólares, ocultos en latas de té, destinados a tal presunto golpe de estado en la Cuba socialista.
Rafael Bernal
(1915-1972)
  Pero paralelo a los asesinatos y a la investigación policíaca y sus sorpresas, la novela El complot mongol también narra y bosqueja detalles y aspectos de la persona y personalidad de Filiberto García (prieto de ojos verdes, con una cicatriz en el rostro), de su arraigado ideario de macho redomado y corrupto a más no poder, de su roma perspectiva y popular verborrea para cuestionar, pitorrearse, descalificar e insultar lo que lo rodea, ve y oye. Es decir, entre la voz narrativa y los diálogos, Filiberto García monologa episodios de su infancia y adolescencia en Yurécuaro, Michoacán, donde a su madre le decían la Charanda; de su paso en las huestes de la Revolución Mexicana (“la Revolución se hizo a balazos”, dice); de sus inicios como policía con órdenes de matar pollos gordos o flacos de cualquier color; de varios asesinatos del pasado en los que descuella su facilidad para asesinar fríamente y sin remordimientos; de que suele ir a la cantina La Ópera donde su reúne con el Licenciado, un abogado andrajoso y borrachín que lo auxilia, pago de por medio, en ciertas pesquisas y que lo acompaña para rezar en un postrero, solitario y patético velorio; de que vive en un inmaculado departamento de un edificio de su propiedad; de su cartera repleta de billetes; de que constantemente, en sus andanzas policíacas, está al acecho para robarse toda “la fierrada” que pueda, como es el medio millón de dólares, en billetes de cincuenta, que, según informa el agente ruso, es dinero de la República Popular China que salió de Hong Kong, la colonia británica, precisamente del Hong Kong Shangai Bank, y que ya está en México para subsidiar y operar el inminente atentado contra el presidente de Estados Unidos.


           
Rafael Bernal y su alter ego
         
            Es así que pese a su vulgar y machista concepto de la mujer (“Una mujer es como cualquier otra. Todas con agujerito.” “A las viejas hay que tomarlas una vez o dos y dejarlas. ¡Pinches viejas”!) y a que nunca se le ha hecho con una china, a partir de que Marta se instala en su departamento (Marta es una china de 25 años que era dependiente en una tienda del barrio chino), a imagen y semejanza de un adolescente ante su primera noviecita, escucha su triste historia de china huérfana susceptible de ser deportada y empieza a encandilarse por ella como si estuviera en una sentimental telenovela Palmolive, a gastar y a cavilar con lo que ocurrirá en los días después del atentado (no la toca, pese a algunos picoretes; le deja seis mil pesotes para que se vista y atilde en El Palacio de Hierro y le compra un rutilante reloj de cuatro mil morlacos) y fantasea con lo que el par de tortolitos podrán hacer si se hace con el botín de medio millón de dólares en billetes de cincuenta. En el coche se irán “a Cuautla, al Agua Hedionda o hasta Acapulco”, etcétera. Pero el inesperado asesinato de la fémina en su departamento (“Estaba en el suelo, junto a la cama, cubierta de sangre, las piernas encogidas, los ojos abiertos”) trunca esos planes. Y después de meditarlo unas horas, lo catapulta a tomar feroz venganza, la cual lo lleva a descubrir la susodicha y maquiavélica intriga para asesinar al presidente de México. Y luego, junto al agente ruso, a localizar el sitio donde se escondían los dólares para convertir a Cuba en satélite de la China comunista de Mao Tse-tung.


Rafael Bernal, El complot mongol. 2ª edición de la 1ª presentación de julio de 2011. Joaquín Mortiz. México, abril de 2013. 224 pp.

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Enlace a El complot mongol (1978), película dirigida por Antonio Eceiza, basada en la novela homónima de Rafael Bernal.