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domingo, 1 de agosto de 2021

Hombre lento

 Apúntese al club de corazones solitarios

 

Hombre lento, novela del escritor sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de 1940), apareció en inglés, en 2005, editada en Nueva York por Peter Lampack Agency, Inc. Y ese mismo año, traducida al español por Javier Calvo, fue editada en España por Random House Mondadori y al año siguiente en México, junto con un disco compacto (coeditado con Librerías Gandhi) que reproduce el discurso que Coetzee leyó al recibir el sonoro Premio Nobel de Literatura 2003.

           


          Dispuesta en 30 capítulos numerados, Hombre lento quizá no sea la novela más light y trivial de su abultada obra narrativa. El anciano Paul Rayment, un sesentón ex fotógrafo de origen francés y coleccionista de fotografía, un día del año 2000 pedalea su bicicleta por Magill Road —una calle de Adelaida, Australia— cuando un auto lo embiste y provoca la rápida e ineludible amputación de su pierna derecha (¡el muñón queda arriba de su rodilla!). Tal doloroso y traumático drama, narrado al inicio de la novela, hace suponer que el lector accederá a las menudencias y vericuetos psicológicos, circunstanciales e inmediatos de su nueva condición física, a todas luces residual (eso parece o en cierta medida es así). Pero lo que cobra mayor relevancia a largo de las páginas y del grueso de la narración, no es el dolor ni el calvario ni la angustia ni la desventura corporal y psíquica del protagonista adaptándose a sus nuevas condiciones físicas y mentales, sino la comedia de equívocos y enredos (y hasta de Perogrullo) en que su vida sentimental, íntima y cotidiana se ve inmersa. Y más aún: hay en ello un matiz fantástico y ficticio que trastoca y trasmina el realismo de la historia y la transforma en una alegoría de la vejez y de ciertas irremediables desventuras consubstanciales a ella.

           

Literatura Mondadori número 281
Primera edición mexicana
(México, enero de 2006)

           El perder la pierna no implica para Paul Rayment enfrentarse a deficiencias médicas y sanitarias ni a embrollos burocráticos ni a la necesidad de trabajar para confrontar sus gastos. Su seguro de vida y su solvencia pecuniaria de viejo jubilado le brindan los sustentos que requiere y por ende puede proveerse de una enfermera especializada que en su cómodo departamento (con aire acondicionado) le brinda terapia física y servicio doméstico. Es así que la narración discurre por ámbitos realistas hasta el final del capítulo 12, cuando Paul Rayment le ofrece a Marijana Jokić, su diestra y eficaz enfermera croata, pagar la educación de su hijo Drago (de 16 años), desde el oneroso internado y “hasta que se gradúe como oficial de la marina”. La razón (y se lo confiesa): se ha enamorado de ella. Pero la mujer, nada más oírlo, se marcha, ipso facto, con Ljuba, su pequeña hija.

            Al día siguiente, en el capítulo 13, Marijana no regresa a trabajar, ni contesta el teléfono ni le devuelve la llamada que hace a su casa en el distrito obrero de Munno Para. Pero quien ese mismo día llega a su departamento en Coniston Terrace, Adelaida Norte, es una tal Elizabeth Costello (protagonista de la novela homónima que J.M. Coetzee publicó en 2003), quien sin invitación y sin que Paul Rayment la conozca, se instala allí (como Petra en su casa) dispuesta dizque a guiar y a dizque corregir los retorcidos renglones de su cojuda infravida de diablo cojuelo. Y es con tal intrusa y su cometido donde el sentido realista se altera y se rompe. Y esto es así porque la Costello, que también es una anciana sesentona, conoce, en buena proporción, los íntimos secretos de Paul Rayment: los que no le ha contado a nadie (como es el caso de la erógena ciega que él vio y olió en un ascensor del hospital y que luego ella, sin que él se lo pida, le contrata como sexoservidora a domicilio), y porque observa una conducta omnisciente, absurda e imposible, tanto en ciertos intríngulis y antagonismos de sus conversaciones, como por el hecho de que, pese a que se supone que es una escritora con libros y fama y a que tiene una “bonita y antigua casa” en Melbourne, opte por subsistir en los parques públicos con los inconvenientes de una desvalida y pestilente vagabunda que carece de un centavo; mientras, a imagen y semejanza de una obsesa que no tiene otra cosa en qué ocuparse para castrar al diosecillo bajuno del alado Cronos, alterna y asedia la cotidianeidad y los propósitos íntimos, secretos y personales de Paul Rayment y los espacios domésticos de su cómodo departamento.

           

Debols!llo número 342/8
Primera edición mexicana
(México, 2006)

         En medio de la efímera visita de la hetaira ciega (él paga 450 dólares por el manoseo y el servicio y previamente tiene que ponerse “una hoja de limón sobre cada ojo” y vendarse los ojos con una media de nailon de la Costello), Paul Rayment, se pregunta: “¿por qué estamos dejando que alguien a quien apenas conocemos dicte nuestras vidas?” Y en la misma tesitura pusilánime en la que él es el títere que la Costello mueve a su antojo, más adelante divaga sobre la posibilidad de que la narradora lo esté utilizando para construir un personaje de un libro en ciernes. E incluso en que tal vez ella no exista y que él ya haya muerto sin mayor pena ni gloria. Sin embargo, tal ficticio tejemaneje implica y desvela lo relevante y trascendente de la prestidigitación: que la escritora Elizabeth Costello, con su desfachatez, locura y contradicciones, es alter ego del verdadero titiritero y ventrílocuo: el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee; y que Hombre lento es sólo un artilugio literario donde el narrador, prestidigitador nato, hace y deshace a su antojo con el lelo lector del octavo día.

           

Coetzee y su alter ego

         Luego de un breve tiempo de hacerse la ofendida y desaparecida, Marijana regresa al departamento de Paul Rayment, pero no para trabajar de inmediato, sino para dejarle un folleto del Wellington Collage, el costoso internado que ha elegido su hijo Drago. Esto desencadena una tormenta doméstica en casa de los Jokić: Miroslav, el marido de Marijana, golpea a su mujer y ella se refugia en casa de su cuñada, que no la aprecia. Y Drago, con una mochila a cuestas, no tarde en pedirle refugio a Paul Rayment. Y el anciano solitario y cojo, que añora la paternidad que no procuró con nadie, le brinda cobijo en su estudio y pronto la estancia del adolescente altera el orden, la calma chicha y el sosiego budista del departamento, pues además de que a veces Marijana deja allí a la pequeña y alharaquienta Ljuba, Drago lleva a un compinche, y por ende sus charlas, pitorreos y ruidos se los tiene que soplar el vejete, aún en las horas del supuesto descanso y sueño.

            Miroslav, quien es obrero montador en una fábrica de autos, vigila, en su astrosa camioneta, en las inmediaciones del edificio donde vive Paul Rayment. Éste lo invita a hablar; y el dialogo desvela que el enojo del croata no es por ver humillado su honor de macho cabrío ante el préstamo a plazo indefinido y sin intereses que pagará el internado de su hijo Drago (el obrero Miroslav, incluso, conviene con el viejo Paul la creación bancaria de una cuenta de fideicomiso), sino los celos y la inseguridad (pese a sus 18 años de matrimonio) ante la creencia de que su mujer está “en proceso de ser embaucada, para alejarse de su corazón y de su hogar, por un cliente forrado de dinero y familiarizado con el mundo del arte y de los artistas” y que “el elegante entorno de Coniston Terrace le está enseñando a despreciar el mundo de la clase obrera de Munno”.

            Además de las abundantes digresiones y de las pinceladas y anécdotas biográficas sobre la idiosincrasia, el pasado y el presente de Paul Rayment (muy pocas sobre la Costello y los Jokić), la novela ilustra dos episodios donde el hecho de estar cojo, solo y viejo conlleva sus ineludibles inconvenientes. Una le ocurre cuando al ducharse con su andador Zimmer, éste se resbala y él “cae y se golpea en la cabeza contra la pared” y no puede levantarse. Por fortuna logra telefonear a Marijana, quien va, lo auxilia y apapacha. Él le pide que se quede toda la noche, pero ella le dice que su caída no es una urgencia médica. Y entre el debate en que el anciano cojo le reitera su amor, ella se va; pero antes le recomienda que se apoye en una amiga y que si tiene necesidades mayores que cogerle la mano, que se apunte en un “club de corazones solitarios”; y a imagen y semejanza de un vociferante y visceral escupitajo, le resume su triste y asfixiante rutina, para nada parecida a la de una curvilínea masajista de lujo diplomada en Cancún, especialista en los siete masajes para resucitar al muerto: “¿Cree que sabe cómo es ser enfermera, señor Rayment? Todos los días cuido de señoras mayores, ancianos, los lavo, les quito la porquería, mejor no digo detalles, cambio las sábanas y les cambio la ropa. Y siempre estoy oyendo ‘Haz esto, haz eso, trae esto, trae eso, no me encuentro bien, trae pastillas, trae vaso de agua, trae taza de té, trae manta, quita manta, abre ventana, cierra ventana, no me gusta esto, no me gusta eso’. Llego a casa cansada hasta los huesos, suena teléfono, a cualquier hora, mañana o noche: ‘Es urgencia, ¿puede venir...?’”

            El otro episodio le ocurre en la mañana del día siguiente. El anciano y cojuelo Paul Rayment, que no pudo dormir (la pasó “Angustiado, lleno de remordimientos, dolorido, incómodo”), al verse corroído por la necesidad de orinar y el dolor de espalda, “con medio cuerpo en la cama y medio cuerpo fuera”, “se rinde y se orina en el suelo”. Así enredado, vergonzante, húmedo y apestoso a pipí lo encuentra Drago, quien llega a recoger la bolsa con sus últimas cosas. El chaval lo auxilia con los menesteres inmediatos y Paul no puede reprimir “un acceso de llanto”, un patético y lastimoso “llanto de anciano”.

            Navegando en la solipsista burbuja de idealización amorosa y protectora que vive Paul Rayment, le escribe una carta al obrero Miroslav Jokić, donde le reitera su apoyo monetario para la educación del muchachito Drago y quizá también para sus dos hijas: la pequeña Ljuba y la adolescente Blanka. En su papel de filantrópico padrino de la familia croata, le solicita “una llave de la puerta de atrás”, pues, dice, “no albergo ningún plan para quitarle a su mujer y a sus hijos. Tan solo le pido poder rondar por ahí, abrir mi pecho, cuando esté usted ocupado en otro lugar, y derramar las bendiciones de mi corazón sobre su familia.”

           

Fotografía de Antoine Fauchery

          Pero también le solicita que el mozalbete Drago le devuelva una foto antigua de su valiosa colección (cuyo total donará, tras su muerte, a la Biblioteca Estatal de Adelaida), impresión decimonónica y original hecha por el propio Antoine Fauchery (1823-1861), nada menos, cuyo sustracción fue advertida por la fisgona Costello. Para Paul Rayment se trata de un robo, aunque no irá a la policía; mientras que la Costello colige la probabilidad de que se trate de una broma de adolescentes urdida entre Drago y su compinche. En el sitio donde estaba la impresión original, los chavales dejaron un fotomontaje, una copia manipulada en la computadora donde se aprecia el rostro de Miroslav Jokić “vestido con una camisa abierta y un sombrero, y además con bigote, codo con codo junto a aquellos mineros de Cornualles e Irlanda de cara adusta que vivieron en una época remota.”

   

Fotografía de Antoine Fauchery

         Incitado por la Costello, ella y Paul Rayment van en taxi a la casa de los Jokić a reclamar la incunable foto y a reiterar el padrinazgo de él. La actitud de Marijana, además de que vuelve a deducir con acierto las intenciones amorosas y humanas del vejete Paul, no es la de una fémina que supuestamente en Croacia estudió pintura y fue restauradora de arte, sino la estereotipada tozudez de una inculta y ramplona ama de casa que no puede distinguir entre una fotocopia y una invaluable e histórica impresión vintage; y más aún: se ofende, no por el latrocinio de Drago, sino porque según ella “aporrean la puerta como policía” y porque el padrino “ahora dice que le robamos”.  

           

Don Quijote y Sancho “volando” con Clavileño
Ilustración de Ricardo Balaca (siglo XIX)

          
A tal meollo se añaden dos corolarios. Uno es que al término de tal visita el viejo Paul Rayment descubre que Drago, con cierta ayuda de su padre, está por concluir la construcción de un triciclo (¡el auténtico velocípedo celeste!, ¡más veloz que Clavileño!), regalo y tributo para el anciano cojuelo, para que, moviéndolo con las manos, pueda desplazare en ese artefacto algo chusco y ridículo, en cuyo tubo tiene pintado “con unas letras que sugieren artísticamente el impulso del viento: ‘PR Exprés’”. La pequeña Ljuba pregunta por el significado. “PR, el Hombre Bala”, le responde Paul Rayment. Pero la niña, sonriéndole, le apostrofa la dramática e irrefutable verdad: “¡Usted no es el Hombre Bala, es el Hombre Lento!”

          

J.M. Coetzee

           
El otro corolario es que la anciana Elizabeth Costello, no sin patetismo (y sin los arquetípicos y consabidos tiempos del cólera), insiste en que ella y el anciano pueden vivir juntos, ya en Melbourne o en otro sitio, signados por “Los cuidados del amor”. Pero él se niega porque, dice, “esto no es amor. Es otra cosa. Es menos que amor.”

 

J.M. Coetzee, Hombre lento. Traducción del inglés al español de Javier Calvo. Literatura Mondadori número 281, Random House Mondadori. 1ª edición en México, 2006. 264 pp.

 

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Vida y época de Michael K



Tan insustancial como el aire

El sudafricano John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, febrero 9 de 1940), Premio Nobel de Literatura 2003, obtuvo en Francia el Premio Fémina a la mejor novela extranjera y en 1983 su primer Booker (“el premio más prestigioso de la literatura inglesa”) con su obra Vida y época de Michael K, “el libro que le valió fama internacional”.
J.M. Coetzee
Premio Nobel de Literatura 2003
Pese al título, J.M. Coetzee no elabora la total cronología biográfica de Michael K, ni tampoco un minucioso análisis o esquema de los marcos sociopolíticos de las etapas que vive en Sudáfrica (donde nace y muere). Es decir, si bien vierte pasajes retrospectivos, anécdotas y pinceladas sobre la génesis y la genealogía del personaje, el tiempo presente de la novela y su entorno social, que es el que predomina, se constriñe alrededor de un año (o un poquitín más), entre los 31 y los 32 años del protagonista, lapso en el que su patético y lastimero itinerario traza un zigzagueante círculo concéntrico.
A sus 31 años, Michael K, quien es un jardinero en un parque circunscrito al “departamento municipal de Parques y Jardines de Ciudad del Cabo”, es requerido por Anna K, su madre enferma de hidropesía y casi desahuciada, quien (por la misericordia de sus nebulosos y luego ausentes patrones) subsiste en un cuartucho de Côte d’Azur, un edificio en Sea Point que colinda con el mar.
Después de que un sangriento accidente de tráfico provocado por un jeep del ejército convirtió la zona de Côte d’Azur en un violento y  peligroso polvorín, Anna K, ante su miseria y la enfermedad y los destrozos circunvecinos, y frente a las truncas y ominosas perspectivas del futuro inmediato y a largo plazo, decide que ambos irán a vivir a Prince Albert (no le dice a su hijo, pero ella, quien siente cercana la muerte, quiere morir allí), el distrito donde estuvo la granja en la que nació y vivió de niña. Y con ello comienza el último periplo de la triste y desventurada odisea del protagonista, cuyo objetivo entreve y fermenta con una visión onírica y paradisíaca que el tiempo y los terribles sucesos tornarán inasible: “una casa de campo encalada en el extenso veld, el humo saliendo de la chimenea, y en la puerta a su madre sonriente y sana preparada para darle la bienvenida a casa después de un largo día”.
No es fortuito que Vida y época de Michael K inicie con un epígrafe que reza: “La guerra de todos es padre y de todos es rey./ Muestra a unos dioses y a otros hombres./ Hace a unos esclavos y a otros libres.” Es decir, el drama anecdótico y personal de Michael K no estriba únicamente en ser un tipo de labio leporino, con dificultades para el habla y con un limitado coeficiente intelectual, hijo de una pobrísima criada que ya no puede caminar (quien de niño lo dejara en un orfanato hasta sus quince años), sino también en la coercitiva circunstancia de que en tal Sudáfrica del siglo XX se sucede una cruenta guerra intestina signada por el dictatorial poder militar y su consecuente dominio y restricción de las libertades individuales y sociales; por ende impera el toque de queda y proliferan los campos de concentración de todo tipo (de desplazados, de reeducación, de trabajos forzados y de castigo).
Así, Michael K, sin papeles de identidad y sin el permiso oficial para desplazarse de un lugar a otro, emprende el viaje de Ciudad del Cabo a Prince Albert llevando a su madre en una rudimentaria carreta habilitada por sus incompetentes manos; pero durante el accidentado y más o menos subrepticio trayecto Anna K muere en el hospital de Stellenbosch, por lo que él se propone llevar sus cenizas al distrito de Prince Albert, cosa que no sin peripecias y a su debido tiempo logra y en consecuencia las esparce en el fértil sitio donde supone estuvo el ámbito de la granja donde ella naciera y creciera.
Premio Booker 1983
Premio Fémina 1983
(Mondadori, 1ª edición mexicana, junio de 2006)
      Vida y época de Michael K (traducida al español por Concha Manella) se divide en tres partes. La primera está narrada por una voz omnisciente y ubicua, la cual concluye cuando un grupo de soldados, al rastrear la zona del Karaoo donde se halla la granja de los Visagie en el distrito de Prince Albert, descubren a K (casi un kafkiano insecto) subsistiendo en un rudimentario habitáculo al ras de la tierra (mal construido por él). Estúpidamente los militares creen que escamotea contactos con los guerrilleros, es decir, que cultiva las calabazas para éstos y que esconde víveres y armamento. Por ende, minan la pila y la bomba del agua, el disperso sembradío de calabazas y la abandonada y astrosa casa de los Visagie y explosionan el conjunto.
La segunda parte de la novela es contada por la voz y la perspectiva de un joven farmacéutico que en el antiguo hipódromo de Kenilworth, dispuesto a modo de campo de reeducación (con alrededor de 600 descalzos prisioneros), sirve de médico militar encargado de la escuálida enfermería, donde conoce a K (flaquísimo e incapaz de ingerir alimentos) y a quien todos llaman Michaels, gracias a que así lo reconoció y bautizó el rubio capitán Oosthuizen, quien lo identifica como fugado de Jakkalsdrif, el mísero y humillante campo de trabajo donde K estuvo recluido y donde absurdamente se le acusa de ser de los pirómanos que atacaron Prince Albert.
Tal idealista doctor se obsesiona con K y tanto sus actividades médicas y burocráticas, como sus reflexiones y divagaciones personales, denotan e implican una gran calidad humana y ética que en algunos puntos se imbrican con la postura moral y el fastidio del viejo Noël, el jefe militar del campo, quienes reveladoramente llaman “Castillo” al despótico y kafkiano cuartel general.
En la tercera y última parte de la novela, la omnisciente y ubicua voz narrativa retoma el hilo conductor. Michael K, después de tres meses en Kenilworth (esquelético, enfermo y desahuciado), se ha escapado y retorna al edificio de Côte d’Azur con la intención de introducirse en el cuartucho donde vivió su madre (quizá inconscientemente buscando refugio y sentido en el otrora seno materno). Pero antes de lograrlo, en la playa, conoce a tres vagos que se le acercan: un proxeneta y dos mujerzuelas (una de ellas con un bebé); durante la noche, el delincuente intenta robarle el saquito que guarda en su overol (pero sólo lleva semillas). Y al día siguiente una de las rameras, por lástima, lo manosea y le hace una felación, lo cual, al parecer, a sus 32 años de pálida y borrosa vida ha sido su única vivencia sexual con una hembra. 
Por último, K, sin autorización y subrepticiamente, penetra en el cuartucho de Côte d’Azur y todo sugiere que, dada su debilidad y fragilidad, vivirá los últimos estertores de sus lastimeros días de prescindible y minúsculo insecto (“el más oscuro de los oscuros”), en los que se vio impelido a esconderse en el campo, a comer aves cazadas con su resortera, raíces, bulbos, puñados de flores, lagartijas y larvas de hormigas, lo cual implica su deficiencia mental (su creciente solipsismo que colinda o se entronca con una especie de autismo) y las rémoras de su introspectiva imaginación con gérmenes de pensamiento mítico (ve los frutos y semillas que cultiva como su descendencia personal). Pero también el hecho de que como citadino ratonzuelo de fétida y oscura alcantarilla no pudo subsistir solitario en el campo, pues el bagaje práctico, cognoscitivo y comunitario de la civilización le era necesario para sobrevivir y para atacar la ignorancia, las carencias y los padecimientos que sufrió durante su estadía de bicho ermitaño. 
Viéndolo cadavérico, con su organismo negado a alimentarse y ausente en sí mismo (como preparándose para el último suspiro en el otrora reducto materno), cabe citar un pasaje de las reflexiones del médico donde lo visualiza así (casi un defectuoso, torpe y rabínico golem o un homúnculo liliputiense manufacturado por un aprendiz de alquimista que no aprobó ni de panzazo):
“Cuando miraba a Michaels, siempre me parecía que alguien había cogido un puñado de polvo, había escupido en él y le había dado la forma de un hombre rudimentario, cometiendo uno o dos errores (la boca, y sin duda el contenido de la cabeza), y olvidando uno o dos detalles (el sexo), pero logrando finalmente la forma de un hombrecillo genuino de barro, como los hombrecillos que se ven en algunas figuras de la artesanía popular salir al mundo de entre los muslos abiertos de su madre, los dedos ya torcidos, la espalda ya doblada, preparados para una vida de labranza, un ser que pasa su vida consciente inclinado sobre la tierra, que cuando llega al fin su hora cava su propia tumba, se desliza en ella y arroja la tierra pesada sobre su cabeza como una manta, sonriendo por última vez, y se vuelve dejándose llevar por el sueño, al fin en casa, mientras que, más inadvertida que nunca en algún lugar lejano, la rueda de la historia continúa girando.”


J.M. Coetzee, Vida y época de Michael K. Traducción del inglés al español de Concha Manella. Literatura Mondadori (297). 1ª edición mexicana. México, junio de 2006. 292 pp.



jueves, 14 de mayo de 2015

Desgracia



Arañas en el fondo de una botella

El narrador sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Provincia del Cabo Occidental, enero 9 de 1940), Premio Nobel de Literatura 2003, obtuvo en Francia el Premio Fémina a la mejor novela extranjera y en 1983 su primer Booker (“el premio más prestigioso de la literatura inglesa”) con Vida y época de Michael K, “el libro que le valió fama internacional”. Y con Desgracia (1999) recibió su segundo Premio Booker. 

J.M. Coetzee
     Traducida del inglés al español por Miguel Martínez-Lage, la novela Desgracia se divide en 20 capítulos sin rótulos. Nacido en 1945, David Lurie, el protagonista, es un hombre blanco de 52 años que, al inicio de la obra, además de tres borrosos libros: “el primero, sobre la ópera (Boito y la leyenda de Fausto: la génesis de Mefistófeles), el segundo sobre la visión como erotismo (La visión de Richard de Saint Victor), el tercero sobre Wordsworth y la historia (Wordsworth y el peso del pasado)”, lleva ya 25 años dando clases en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo. Tras la última reforma educativa imparte varios cursos en la Facultad de Comunicación; pero el más importante para él es la “asignatura especializada”, que ese año destina a los poetas románticos. Desde hace varios años ha intentado escribir un libro crítico sobre Byron; pero tras varios fracasos aspira escribir algo musical: “Byron en Italia, una meditación sobre el amor entre los dos sexos en forma de ópera de cámara”, que en la casi postrera latitud de la novela y de los últimos aciagos sucesos, por sesiones y momentos va cobrando forma auxiliado con un “pequeño banjo de siete cuerdas”, un instrumento de juguete que de pequeña utilizó su hija Lucy.
      Tras dos matrimonios truncos, David Lurie ha regulado su vida sexual con rameras y con las jóvenes alumnas que desea y logra seducir, cuyo donjuanesco intríngulis en un pasaje le resume a su hija con el fuste de un aforismo de William Blake: “Prefiero matar a un recién nacido en su cuna antes que albergar deseos no realizados”. Y es precisamente el subrepticio y repetido affaire con Melanie Isaacs, una alumna “treinta años más joven que él”, lo que lo arrastra al fango de un linchamiento moral y ante una especie de juicio académico cuyas exigencias y prerrogativas no acepta ni comparte y por ende opta por la renuncia. Según le dice a su hija, el proceso y sus requerimientos le recordaron “a la China maoísta. Retracción, autocrítica, pedir disculpas en público. Soy un hombre chapado a la antigua, prefiero que en tal caso me pongan contra la pared y me fusilen. Así habría terminado todo.”
      Esto no es una desgracia para el gris y erudito profesor David Lurie (no tiene preocupaciones pecuniarias), sino un cambio, el preludio de la tercera edad, que empieza a corporificarse cuando en su auto, con los libros para su libreto sobre Byron, se dirige a la granja de su hija Lucy, ubicada a las afueras de “la ciudad de Salem, en la carretera de Grahamstown a Kenton, en la Provincia del Cabo Oriental”.
      Lucy radica allí desde hace seis años. Al principio la casa fue una comuna hippie; pero luego David le ayudó a comprársela y hasta hace unos meses ella la compartió con su amiga Helen, quien se fue a Johannesburgo. Lucy vive del cultivo de hortalizas y flores que los sábados vende en un puesto en el mercado de Grahamstown y tiene unas perreras, unas jaulas donde cuida canes de particulares. Puesto que David no logra engancharse en la escritura de su obra sobre Byron y le sobra tiempo, no obstante que ayuda en algunas labores, Lucy le propone, y él acepta, hacer trabajo voluntario en Liga para el bienestar de los animales, una astrosa y miserable “clínica” que regenta Bev Shaw, quien no es veterinaria (el veterinario va sólo los jueves), sino una aficionada que brinda cierta curaciones; pero sobre todo el semanal sacrificio de la proliferación de perros que nadie quiere ni reclama. 

(Mondadori, México, 2004)
      Con sus estiras y aflojas y ciertas asperezas propias de personalidades distintas, el día a día se torna rutinario hasta que se sucede la desgracia, cuyos trasfondos implican racismo y ancestral odio, tremendas diferencias idiosincrásicas entre occidentales y africanos con arraigados y anacrónicos atavismos, soterradas ambiciones por parte de Petrus, el vecino (de raza negra) que acrecienta sus tierras y que por un sueldo labora para Lucy; y lo que es peor e inescrutable para David Lurie: las oscuras y abstrusas decisiones que toma su hija y que él respeta y ante las que se mantiene alerta y a la expectativa.  
      Un trío de hombres negros irrumpen en la casa: dos adultos y un menor. Lucy es violada por los tres y David, además de un ojo cerrado, por el alcohol que le echan encima y encienden con una cerilla, sufre heridas en el cuero cabelludo y en una oreja. Matan a balazos a seis perros que había en las jaulas (sólo queda Katy, una perra bulldog). Y además de los destrozos que causan, se roban la escopeta, electrodomésticos y otras cosas del hogar, y todo el botín se lo llevan en el auto de David. 
      Lucy acepta que ante la policía denuncien los daños materiales y el robo, pero no la violación de la que fue víctima. Esto desconcierta a su padre y no le gusta, pero respeta tal postura. 
David se extraña de la ausencia de Petrus durante el ataque, de la indiferencia y la conducta taimada que muestra a su regreso (con su mujer) y colige, además del probable vínculo con los asaltantes, que “A Petrus le gustaría adueñarse de las tierras que posee Lucy”. 
      La crisis que torna ríspida la relación entre el padre y su hija se agudiza cuando durante la fiesta con que Petrus celebra la expansión de su terreno —en la que David y Lucy son los únicos blancos— aparece, como si nada hubiera ocurrido, el chico que participó en el robo y en la violación. Lucy entra en pánico y busca irse ipso facto. Y David, al increpar al chico, ve que Petrus lo defiende de inmediato, dice no conocerlo y se opone a dar parte a la policía, lo cual le indica que es cómplice de los asaltantes. Y más aún: ya en casa, Lucy expresa su postura de no denunciarlo con la policía. A esto se aúna el absurdo y grotesco hecho de que Bev Shaw desestima la preocupación de David por su hija; dice que Petrus la protegerá y que se puede confiar en él.
      Luego, tras una ida a New Brighton en donde descubren que el auto hallado por la policía no era el sustraído, ella, que no le había dicho nada de la violación, le revela detalles del racismo y del odio implícito en el ataque (lo cual prueba que no ve más allá de su nariz): “Lo hicieron con tanto odio, de una manera tan personal... Eso fue lo que más me asombró. Lo demás... Lo demás casi era de esperar. ¿Por qué me odiaban tanto? Yo ni siquiera los había visto en toda la vida?”.
      Buscando que se aleje de ese infausto lugar y se recupere, David le propone que cierre la casa y se vaya a Holanda (él pagará) —allí vivió, tiene a su madre y familia—. Pero ella se niega y vuelve a hacerlo después decirle que tal vez los violadores le estén cobrando un tributo sexual que tiene que pagar por dejarla vivir allí: “Creo que estoy en su territorio. Me han marcado. Vendrán por mí.” 
      “Ellos pretenden que seas su esclava”, le subraya David.
      “—No, no es cuestión de esclavitud. Es cuestión de sumisión, de sometimiento, de estar sojuzgada.
      “Él niega con la cabeza.
“—Esto es demasiado Lucy. Vende la propiedad. Véndele la granja a Petrus y márchate de aquí.
      “—No.”
      Menos de tres meses después de su salida, David regresa a Ciudad   del Cabo. Por asombroso que sea, en el trayecto pasa por George, la ciudad donde viven los progenitores de Melanie Isaacs; visita al padre en su despacho, quien lo invita a cenar en la casa familiar y esto favorece que les pida disculpas por el lapsus cometido con su hija (aunque en su fuero interno no se arrepiente y experimenta un erótico cosquilleo ante el atractivo de la hermana menor, una adolescente). 
      Ya entrado en la nueva rutina en Ciudad del Cabo (descubre el saqueo sucedido en su casa, recoge libros y correspondencia en su antiguo cubículo, habla con su segunda ex esposa, va a la obra donde actúa Melanie y aguanta la agresión del amante de ella, se aventura con una joven furcia, etc.), destaca el hecho de que por fin empieza a componer el libreto sobre Byron. En eso anda cuando un telefonema con Bev Shaw (quien fue su adúltera amante en la clínica mataperros) le sugiere que algo no marcha bien en la cotidianeidad de su hija. Así que “toma un avión a Port Elizabeth y alquila un coche”; maneja hasta la granja y, además de observar los cambios en el terreno colindante (el de Petrus), Lucy le dice que está embarazada, que tendrá el hijo y no habrá otro aborto. Pero además le dice que el chico violador, uno de los probables padres, ahora vive con Petrus, que es su cuñado y se llama Pollux. 
J.M. Coetzee
      Desgracia, la novela de John Maxwell Coetzee, no narra el nacimiento (o no) del bebé, ni qué sucede con Lucy (si se casa o no y qué pasa con el terreno de la granja). Es una obra que se queda en suspenso, con los finales abiertos. Pero antes de que llegar a la última página, cuando ya David ha encontrado un cuarto en Grahamstown (para estar distante pero cerca de su hija) y pasa la mayor parte del tiempo en la clínica, ya componiendo su libreto sobre Byron en compañía de un perrucho cojo y con oído musical (disfruta el banjo y la voz de David al componer), ya ayudando a Bev Shaw en su sabatino y sórdido papel de matarife de perros, se suceden dos episodios que dan indicios de la oscura y retorcida psique y catadura de Petrus y de Lucy.  
      Al confrontar a Petrus sobre el hecho de que el chico violador ahora vive en su casa y que le mintió al decirle que no sabía quién era, Petrus le dice “Usted viene a cuidar a su hija. Yo también cuido de mi hijo [...] Es un hijo, un niño. Es de mi familia, de mi pueblo.” Es decir, el tal Pollux quizá sea su vástago y no su cuñado, pues Petrus tiene dos esposas: la que no está allí (con hijos) y la de que sí está (embarazada, cabizbaja, sumisa). Y además añade: “Se casará con Lucy, solo que todavía es demasiado joven, demasiado joven para casar. Todavía es un niño.” Pero ante las objeciones de David, añade como todo un pachá polígamo: “Yo casaré con Lucy”. Y le encomienda que se lo diga, que “así habrá terminado toda esa maldad”, pues dizque “es peligroso, demasiado peligroso” que una mujer viva allí sin estar casada. 
     David le lleva el mensaje, pero le reitera que puede enviarla a Holanda. Ella, no obstante, decide seguir en ese entorno racista, machista e hiperviolento (“Solo es cuestión de tiempo que a Ettinger [su solitario vecino alemán y blanco] lo encuentren con un balazo en la espalda”, le dice ella): “Di que acepto su protección. Di que puede contar por ahí todo lo que le dé la gana acerca de nuestra relación, que yo no lo contradeciré. Si quiere que a mí se me conozca en calidad de tercera esposa suya, así ha de ser. Si quiere que pase por ser su concubina, otro tanto da lo mismo. Pero acto seguido el niño pasa a ser también hijo suyo. El niño pasa a ser parte de su familia. En cuanto a la tierra, dile que estoy dispuesta a firmar un contrato de venta y cederle la tierra con tal que la casa sea de mi propiedad [no obstante dejó de dormir en la recámara donde fue violada]. Me convertiré en la arrendataria de una pequeña parte de su tierra [...] Pero la casa seguirá siendo mía, repito. Sin mi permiso nadie entra en la casa incluido él. Y me quedo con las perreras.”


J.M. Coetzee, Desgracia. Traducción del inglés al español de Miguel Martínez-Lage. Mondadori (138). 1ª reimpresión mexicana, 2004. 264 pp.



viernes, 26 de octubre de 2012

Foe



Esa mujer no es más que un incordio

Se ha especulado y repetido hasta la saciedad que el británico Daniel Defoe (c. 1660-1731), para urdir su celebérrimo Robinson Crusoe (1719), conoció la historia del escocés Alexander Selkirk, quien un día de la primera década del siglo XVIII fue abandonado en una isla desierta del archipiélago Juan Fernández, en el Pacífico, frente a las costas de Chile. Allí vivió cuatro años y cuatro meses. Daniel Defoe, se colige, pudo haber leído lo que se escribió sobre Alexander Selkirk y tal vez haya charlado con él. Pero el Robinson de York, el personaje de Daniel Defoe, naufraga en una isla del Caribe, cerca de la desembocadura del Río Orinoco, en el Atlántico, en la que vive 28 años.
     Siguiendo la secuela de los mil y un narradores que han escrito diversas variantes sobre el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, el narrador y ensayista sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de 1940) —Premio Nobel de Literatura 2003—, en 1986, a través de la neoyorquina Peter Lampack Agency, Inc., publicó en inglés su novela Foe, cuya traducción al español de Alejandro García Reyes publicada por Random House Mondadori, primero apareció en Barcelona, en 2004, y en México, en 2006, en la serie Debolsillo. El título Foe es homónimo del apellido paterno del narrador británico, cuya “partícula nobiliaria” —apunta Borges en su prólogo a Las venturas y desventuras de la famosa Moll Flanders—, “Daniel previsiblemente agregó”.  
J.M. Coetzee
      Foe, la novela de J.M. Coetzee, se divide en cuatro partes numeradas con romanos y está escrita desde la perspectiva de Susan Barton, una aventurera mujer británica que, un indeterminado día del siglo XVIII, naufragó en una imprecisa y pequeña isla caribeña sólo habitada por el inglés Robinson Cruso (no Crusoe) y Viernes, su esclavo negro, oriundo de África. En este sentido, en la primera parte de la obra Susan Barton da por entendido que ya regresó a Londres y que en algún momento se entrevistó con el reputado escritor Foe y por ende su voz está evocando y narrado como si se tratara de una larga carta dirigida a éste. Susan Barton, dice, se embarcó al puerto de Bahía, en el Brasil, en busca de su hija, que fue raptada. Tras dos años de búsqueda e infructuosa espera decidió retornar a Inglaterra; pero en su viaje rumbo a Lisboa en un portugués barco mercante, se sucedió un motín —al parecer “el plan de los amotinados era hacerse piratas y operar en aguas de la Hispaniola” (la isla del Caribe donde hoy se halla la República Dominicana y Haití). Ella, con el cuerpo del asesinado capitán (llevaba una lezna clavada en un ojo), de quien a bordo se convirtió en su amante, fue abandonada en un bote, en el que remando con esfuerzo logró acercarse a la isla de Cruso, a la que llegó a nado. Allí, acogida sin afecto y con elocuente distancia y numerosos silencios, vivió un poco más de un año. Robinson Cruso, según le narró con parquedad y muy pocos datos, llevaba 15 años en la isla, sólo con la compañía de su esclavo Viernes, que es mudo —al parecer los negreros africanos (moros), que tal vez lo vendieron en una plantación de Jamaica, le mutilaron la lengua cuando era un niño—; y más aún: es un deficiente mental, una especie de autista con el que es casi imposible comunicarse. Se alimentan con el pescado (que pesca Viernes con una lanza) y con huevos de pájaro que aderezan con “lechugas amargas silvestres”. Como náufrago, Cruso sólo tiene un cuchillo (su única herramienta rescatada del naufragio) y sus rústicas ropas de troglodita se las ha cosido (tiene una aguja de hueso) con las pieles de los monos que él y Viernes matan a palazos. Llama “castillo” a la diminuta choza adaptada entre las rocas de un peñasco y la mayor parte de su tiempo lo ha dedicado otear el mar y a construir, piedra por piedra, unas terrazas para el cultivo (de un quimérico orbe fundacional) en las que no se siembra nada, puesto que no hay semillas.
(Mondadori, Barcelona, 2004)
     Cruso, quien ya es un hombre viejo, sobre su pasado y lo que piensa, casi nada le cuenta a Susan. Y sólo una vez, después de una furiosa tormenta que coronó una de las fiebres que lo atacan y derrumban, exploró el cuerpo de ella. Pero luego actuó como si tal cosa no hubiera ocurrido. Y además de que no pretende engendrar un hijo con Susan, siempre se mantiene distante, parco y seco, pese a que ella busca charlar, lo procura y calienta con su cuerpo durante las fiebres. Por ende no extraña que Susan, quien dice hallarse “en la flor de la vida”, se vea aislada “en una isla en la que nadie hablaba”. En este sentido, después de que ella y Cruso (inconsciente por otra de las fiebres que lo desploman) y Viernes (que ella no olvidó) fueron inesperadamente rescatados por el John Hobart, un barco mercante inglés que se dirige a Bristol, y que Cruso muere en el trayecto y es “sepultado en el mar”, asombra y resulta revelador que, ante el señor Foe, mitifique su estancia en la isla desierta y su vínculo con Robinson Cruso y se pregone depositaria del legado de éste: “yo soy no solo quien compartió el lecho de Cruso y cerró sus ojos en el instante supremo, sino, más importante aún, aquella a quien él lego todo cuanto dejó al morir, es decir, la historia de su isla.”
     En la segunda parte de la novela, narrada a través de una serie de cartas dirigidas a Foe (se supone que algunas fueron enviadas y otras no), Susan Barton cuenta que ya está en Londres, con Viernes, pese a la aversión que le produce, no su negra piel ni su dizque índole caníbal, sino que tenga un pequeño muñón en vez de lengua. Después de haberse entrevistado con Foe con el objetivo de que escriba la historia de la isla desierta y de haber pactado la entrega de una memoria redactada por ella, vive, gracias al subsidio que le brinda él, “en una casa de habitaciones de alquiler en Clock Lane, una bocacalle de Long Acre”. Se hace llamar señora Cruso y Viernes, su supuesto lacayo, atosigado por el miedo y la extrañeza del entorno, es ubicado en un cuarto del sótano. 
     Entre la serie de anécdotas, detalles y datos que se narran en esta segunda parte, Susan deja de recibir de Foe los chelines con los que pagaba el alquiler y con los que ella y Viernes comían y por ende su miseria y sus penurias aumentan. Al buscarlo en su casa de Stoke Newington, se entera que Foe, al parecer por sus deudas, se halla huido y su residencia ocupada por un par de alguaciles. Más tarde, cuando ya éstos se han ido (no sin causar destrozos y desvalijado algunas cosas) y también la señora Trush, el ama de llaves, Susan y Viernes se instalan allí, aparentando ser la nueva ama de llaves y el jardinero. 



(Debolsillo, México, 2006) 
    Queda claro que a Susan Barton, que sabe escribir y lo hace con el papel, la tinta y la pluma del señor Foe, no le falta imaginación ni poder reflexivo ni que incluso raye en perogrulladas. Sin embargo, se dice no apta para escribir, con arte narrativo, su historia de la isla desierta que, según divaga, los sacará de aprietos cuando Foe la termine de escribir y la publique y se haga rico y famoso con ella. Para alimentarse, vende objetos de la casa y en los intentos de comunicarse con Viernes y de enseñarle algún tipo de escritura y de lenguaje (incluso con la flauta con la que él, desde la isla, suele repetir y repetir sólo seis monótonas notas), resulta más que obvia la deficiencia mental del africano y la psicosis que lo induce a vestirse con las togas de Foe y a ejecutar así una serie de danzas circulares (que recuerdan la danza sufí de los derviches turcos). No extraña, entonces, que ante las infructuosas conversaciones con Viernes, Susan le diga: “hablar contigo es como hacerlo con las paredes”. Y que reporte en una de sus cartas: “Le hablo a Viernes como esas viejas que hablan a los gatos, por pura soledad, hasta que al final la gente les pone el sambenito de brujas y las evita por la calle.”
      Frente a la casa de Foe observa a una joven que vigila. Cuando Susan la increpa y la hace pasar, la muchacha dice llamarse como ella y ser su hija. Susan no cae en la fársica trampa que, deduce, fue dispuesta por Foe desde su escondite. Pero lo que sí toma con determinación es el destino de Viernes. En una bolsita que le cuelga, le guarda el papel, escrito y firmado por ella, donde el supuesto Robinson Cruso, amo del esclavo, le otorga la libertad; y con él, vestido con una de las togas de Foe, emprenden, ambos descalzaos, el camino al puerto de Bristol donde embarcará a Viernes rumbo a África (en la ruta vende algunos libros sustraídos de la biblioteca). Pero ya allí, tras varios intentos, entreve lo que los marineros pretenden: apoderarse de Viernes y venderlo como esclavo. Según apunta en la misiva: “Una mujer puede tener un hijo no deseado y criarlo sin amor, pero siempre estará, no obstante, dispuesta a defenderlo con su vida. Y esa es, por así decirlo, la relación que se ha establecido entre Viernes y yo. Yo no lo quiero, pero es mío. Por eso es por lo que sigue en Inglaterra aún aquí.”
     En la tercera parte de la novela, Susan Barton, con Viernes, sucios y desarrapados, están de nuevo en Londres y ella ha localizado a Foe, gracias a su ex ama de llaves y al escuincle que le hace los mandados. Foe vive oculto en la buhardilla de una mísera vivienda en Whitechapel y no tarda en aparecer por allí el chiquillo (quien es enviado por la comida) y luego su falsa hija con su dizque antigua niñera (pero Susan rechaza el timo). Y al día siguiente, tras dormir y fornicar con Foe, ante un nuevo frustrante intento enseñar a escribir y leer a Viernes, ella le expresa su hartazgo contándole un cuento: “Una vez un hombre se encontró a un anciano que esperaba a la orilla de un río y, compadecido por él, se ofreció a llevarle al otro lado. Después de pasarle a cuestas, sano y salvo, a través de la corriente, al llegar a la orilla opuesta se arrodilló para que pudiera bajarse. Pero el viejo se negó a desmontar: y no sólo eso, sino que, apretando entre sus rodillas el cuello de su porteador, empezó a golpearle en los costados y, en pocas palabras, acabó convirtiéndose en una bestia de carga. Llegaba hasta quitarle la comida de la boca, y habría seguido montándole hasta causarle la muerte si el otro no se hubiera librado de él mediante una estratagema.” Al oírla, Foe reconoce que “Es una de las aventuras de Simbad el Marino”. Y ella, encarnación de Sherezada, le responde: “Sea, pues: yo soy Simbad el Marino y Viernes el tirano que llevo montado sobre mis hombros. Paseo en su compañía, como con él, me observa mientras duermo. ¡Si no consigo librarme de él acabaré asfixiándome!”
     Pero lo relevante de la tercera parte de la novela es el hecho de que Foe quiere escribir (y al parecer lo esta haciendo) una historia de ficción, con aventuras inventadas, distinta a la historia de la isla desierta contada por Susan Barton en sus diálogos, en su memoria y en sus cartas, y que ella pretende sea una obra testimonial y fidedigna. Y lo que ella le expresa refleja, que además de escribir y de poseer una cultura literaria no muy común en las mujeres de la época, que tiene muy clara la idea y la estructura del libro que quiere que escriba él. Y el lector se pregunta ¿por qué no lo escribe ella?, ¿qué la detiene?
      La cuarta y última parte de la novela, que es muy breve, es una especie de onírico corolario que proyecta ciertos sueños y pesadillas que persiguen a Susan Barton.  


J.M. Coetzee, Foe. Traducción del inglés al español de Alejandro García Reyes. Debolsillo (342/7). 1ª ed. en México, marzo de 2006. 160 pp.