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jueves, 20 de noviembre de 2025

Los crímenes de Alicia

La memoria de Carroll

(o los pelotudos de la mesa redonda)

 

I de VII

Con su novela Crímenes imperceptibles, el narrador y matemático argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, julio 29 de 1962) obtuvo en su país el Premio Planeta Argentina 2003, cuya edición príncipe se publicó ese año en Buenos Aires. Y el 4 de marzo de 2004 apareció en España con el rótulo Los crímenes de Oxford, publicada por Ediciones Destino. Título más pegajoso y sonoro y a todas luces mucho mejor, el cual sirvió de base para The Oxford Murders (2008), filme en inglés dirigido por el cineasta español Álex de la Iglesia, quien elaboró el guion a cuatro manos con Jorge Guerricaechavarría. Y de nuevo en España obtuvo el Premio Nadal de Novela 2019 con Los crímenes de Alicia, publicada en abril de ese mismo año por Editorial Planeta Mexicana en la Colección Áncora y Delfín de Ediciones Destino; en cuya cuarta de forros se lee una breve y falaz reseña (¡desde luego intrigante! y salpimentada con una alabanza de ligas mayores y estelares) que el matemático Arthur Seldom, proclive a la falacia y al sofisma, quizá pudo pergeñar y publicitar en el Oxford Times:

           

Guillermo Martínez y
Los crímenes de Alicia

         “Oxford, 1994. La Hermandad Lewis Carroll decide publicar los diarios privados del autor de Alicia en el país de las maravillas. Kristen Hill, una joven becaria, viaja para reunir los cuadernos originales y descubre la clave de una página que fue misteriosamente arrancada. Pero Kristen no logra llegar con su descubrimiento a la reunión de la Hermandad. Una serie de crímenes se desencadena con el propósito aparente de impedir, una y otra vez, que el secreto de esa página salga a la luz.

            “¿Quién quiere matar al mensajero? ¿Cuál es el verdadero patrón que se esconde tras esta sucesión de crímenes? ¿Quién y por qué está utilizando el libro de Alicia para matar?

            “Para desentrañar lo que ocurre, el célebre profesor de Lógica Arthur Seldom, también miembro de la Hermandad Lewis Carroll, y un joven estudiante de Matemáticas unen fuerzas para llegar al fondo de la intriga, y serán peligrosamente arrastrados por unos crímenes impredecibles, en una investigación que combina la intriga con lo libresco.

            “Con una prosa tersa y precisa, Guillermo Martínez, autor de Los crímenes de Oxford, ha escrito una novela fascinante que en la tradición de Borges y Umberto Eco lleva el relato policial al terreno literario.”

Umberto Eco

II de VII

Los crímenes de Alicia es continuación de Los crímenes de Oxford. Es decir, la voz narrativa es la misma voz del joven matemático argentino becado en el Instituto de Matemática de Oxford. (No obstante, ni por equivocación o descuido, dado su asumido pacto de silencio, menciona a la asesina Beth y a la abuela asesinada, ni la actividad teatral, escenográfica y manipuladora de Arthur Seldom para encubrir ese asesinato. Pero sí evoca el falaz teorema, y lógico autoelogio, con que Seldom justificó y maquilló sus oscuros actos: “El crimen perfecto no es el que queda sin resolver, sino el que se resuelve con un culpable equivocado.”) En la primera novela los hechos se desarrollan en el verano del 93 y el narrador tiene 22 años; y en la segunda tiene ya 23 e inicia en el verano del 94. En la primera ocurre un asesinato; el primero (y el único) de una supuesta serie de crímenes cometidos por un supuesto asesino serial que supuestamente, desde la sombra y el enigma, reta y confronta al profesor Arthur Seldom, supuesto “paradigma de la inteligencia” y de las matemáticas. Y en la segunda ocurre un intento de asesinato, seguido por dos asesinatos que parecen cometidos por “alguien”, que desde la sombra y el camuflaje, parece querer impedir que la Hermandad Lewis Carroll dé cauce a la exhumación y difusión de un controvertido y oculto capítulo de la vida íntima del reverendo Charles Dodgson (Lewis Carroll), y, al unísono, denunciar una elitista y clandestina red de voyeristas pedófilos. Pero en ambas novelas juega un papel protagónico el consabido dúo dinámico: el becario argentino del Instituto de Matemática y su mentor Arthur Seldom, pues desarrollan juntos (y separados) varias especulaciones y pesquisas detectivescas; más aún en la segunda. De tal modo que configuran aún más una variante (diría el profesor Borges ante un multitudinario auditorio de la UBA) de los arquetipos inaugurados en 1841 por Edgar Allan Poe con The Murders of the Rue Morgue; es decir, el brillante y marisabidillo raciocinador es, sobre todo, el lógico y matemático Arthur Seldom; y su acompañante, epígono y admirador de sus virtudes intelectuales y cognoscitivas, es quien reporta, transcribe su voz (y las otras voces) y relata al desocupado lector.

           

Borges en el catafalco de Edgar Allan Poe
(Baltimore, 1983)

           En este sentido, descuella el hecho de que en la primera novela el joven becario narre que el matemático y lógico Arthur Seldom es autor de un
best seller sobre “las series lógicas”; y en la segunda de una Estética de los razonamientos, pues en el culmen de la trama los presuntos demiurgos de la mesa redonda, es decir, los “miembros plenos” de la selecta Hermandad Lewis Carroll (entre ellos Arthur Seldom), confabulados en el Sanctum Sanctorum del Christ Church College, exponen de viva voz, y en secreto, sus inferencias y razonamientos en torno a los hechos delictivos y subrepticios que los han orillado a reunirse, de nuevo, casi al final de la obra. Y entre sus voces (incluida la raciocinadora voz del inspector Peterson y la raciocinadora voz de Kristen Hill a través de una carta post mortem) el más chipocludo y luciente raciocinador, analista y detective es, desde luego, Arthur Seldom.

 

III de VII

La novela Los crímenes de Alicia comprende veintinueve capítulos, un “Epílogo” y una nota de “Aclaraciones y agradecimientos”. Pese a su matiz realista y al recurrente palimpsesto sobre ciertos pormenores de la biografía y leyenda de Lewis Carroll y su obra fotográfica y literaria (incluidos sus legendarios y censurados diarios) es, sobre todo, una obra de ficción, extremadamente amena, que conforma un ingenioso puzle repleto de anécdotas, detalles, subtemas, digresiones, matices, vueltas de tuerca, y giros sorpresivos e inesperados. 

     

Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino
México, abril de 2019

        En la vida real pudiera ser que el Príncipe de Gales, el heredero del trono del Reino Unido, galán de la
jet set y rutilante estrella de la chismografía rosa, fuera el presidente honorario de la Hermandad Lewis Carroll. Pero resultaría muy ingenuo, desenfocado e hilarante suponer que su nominación simbólica sólo fue conseguida por Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad —según le dice el verborreico Seldom al inspector Petersen—, “para que pudiéramos impresionar a nuestros corresponsales en el exterior e intercambiar materiales con universidades y círculos carrollianos alrededor del mundo”; de tal modo que, fuera de una vieja fotografía inaugural donde se ve al entonces joven Príncipe con el pleno de la Hermandad y de que nunca ha asistido a sus reuniones, sólo usan y pronuncian “su nombre” —en el mismo tenor inverosímil— cuando deben “recurrir al escudito para pedir alguna publicación universitaria extranjera”
.

           

Lewis Carroll
(1832-1898)

          Pero lo que resulta no menos inverosímil (o quizá más aún) es la hiperrelevancia que los “miembros plenos” de la Hermandad (un conjunto de vejestorios que llevan décadas escrudiñando y analizando vertientes, escondrijos, secretos y minucias de la vida y obra de Lewis Carroll) le dan a la edición, presuntamente autorizada y definitiva, de los sobrevivientes y expurgados diarios del reverendo Charles Dodgson: nueve (de trece) cuadernos archivados y catalogados en la Casa Museo de Guildford. Y más todavía al papel sustraído de allí por la veinteañera Kristen Hill del “ítem que dice Páginas cortadas del diario”; pues aún sin haberlo visto ni leído suponen que resquebrajará y hará trizas (y quizá polvo) el sentido, la arquitectura o el rumbo de toda la bibliografía biográfica existente sobre Lewis Carroll. 

       

Última página del manuscrito de Lewis Carroll:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

          Lo cual el desocupado lector confirma cuando la frase medular de ese papel es desvelado casi al final de la novela; pero, no obstante su brevedad y banalidad (relativa al motivo de la pelea entre la madre de Alice Liddell y el diácono Charles Dodgson), le sirvió a Kristen Hill para escribir a vuela pluma o a veloz maquinazo, no una adenda o una peculiar nota al pie de página de la biografía más voluminosa y “total” de Lewis Carroll (que en la novela es la escrita por Thornton Reeves, “miembro pleno” de la Hermandad, del que ella era asistente y además compiladora de datos y folios para todos los “miembros plenos”), sino un libro de probable (o no) edición póstuma: Ina in Wonderland. 

 

Edith, Lorina y Alice Liddell
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carroll

        Ina, vale apuntarlo, era la mayor de las tres hermanas Liddell: Lorina, Alice y Edith (de 13, 10 y 8 años de edad), a quienes el diácono Charles Dodgson, profesor de lógica y de matemáticas en el Christ Church College de Oxford, les contó de manera oral e improvisada, “el 4 de julio de 1862”, remando una barca en las aguas del río Támesis (o Isis), con su amigo el reverendo Robinson Duckworth y rumbo a una excursión a Godstow, las simientes de las Aventuras subterráneas de Alicia; las cuales, luego de la versión manuscrita con portada y dibujos suyos y con un postrero retrato (en ovalito) tomado por él a la niña homónima y preferida —misma que en 1864 le enviara a su casa como regalo de Navidad—, se convertiría, en 1865, en el inmortal libro infantil traducido a todos los idiomas del globo terráqueo y desde entonces sucesivamente reeditado y vivito y coleando en los sueños, las fantasías y los recuerdos no sólo de todas las chiquillas y chiquillos del mundanal orbe: Alicia en el país de las maravillas, con las célebres ilustraciones de John Tenniel; tan únicas y distintivas que cada “miembro pleno” de la Hermandad tiene su correspondiente tarjeta donde se ve al Conejo Blanco observando su reloj de leontina.

 

El Conejo Blanco
Ilustración: John Tenniel

IV de VII

Los miembros de la Hermandad Lewis Carroll no pretenden superar las ediciones anotadas de las dos Alicias urdidas por Martin Gardner (“Las dos Alicias no son libros para niños: son libros en los que nos convertimos en niños”, reza el teorema de Virginia Woolf); sino que cada uno, como si fuera un superlativo e inigualable hermeneuta, va a revisar y a anotar, con sesudas, exhaustivas y eruditas disquisiciones, los nueve cuadernos íntimos de Charles Dodgson (será “una authoritative edition”, declara con petulancia sir Richard Ranelagh), cuyos originales obran en la Casa Museo Lewis Carroll de Guildford; y en conjunto (un monstruoso cancerbero de nueve cabezas —el número de los círculos del Infierno—), quizá, en el oscuro trasfondo de su inconsciente colectivo y mancomunado, busquen configurar a mano (por aquella llevada y traída premisa de que toda lectura reescribe el texto) una especie de Pierre Menard, autor de los diarios de Lewis Carroll; y quizá, ineludiblemente y en su chochez, terminen pareciéndose a la mejor lectora de Cien años de soledad habida y por haber, según le contó Gabo a su amigo del alma Plinio Apuleyo Mendoza: 

     

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Foto: Fina Torres

           “Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía y la señora le contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’.”

            Fisgona y caprichosa tarea de subalterno diosecillo bajuno (como retorcerle el cogote a Cronos con un lúdico pero insustancial crucigrama) que evoca el vaciadero de basuras que alude Funes el memorioso sobre las menudencias de su descomunal memoria indeleble: el recordar un día (y revivirlo minuciosamente en la memoria) le lleva exactamente un día (un funesday). Pero el non plus ultra de la quintaescencia de un escritor es la obra y no el consubstancial vaciadero de basuras que conlleva e implica el día a día de un ser humano de carne y hueso. Ese vaciadero, desde luego, puede interesar a los biógrafos, a los curiosos, fisgones y cotillas de las debilidades, de las patologías, de las fobias, de los fracasos, de las dudas, de las confesiones, de los secretos más íntimos, contradictorios, innombrables y polémicos. Pero, vale reiterarlo, lo trascendente y relevante en un escritor suele ser la obra, y no sus memorias, su autobiografía, sus entrevistas, sus cartas o sus diarios personales. No obstante, mucho depende, también, de la calidad angular, analítica y filosófica de su pensamiento y de su prosa poética (o no), y de lo que exponga y revele sobre sus creaciones artísticas y estéticas (o antiestéticas).  

Borges en Grecia

        La pretensión de ser la voz autorizada y definitiva de la memoria de Carroll trasvasada en sus diarios íntimos evoca el sentido de los consabidos versos de Borges que cantan: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa,/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo.” Lo que equivale a dar por supuesto que todo Carroll está en la palabra Carroll; tal y como ocurre con esa especie de inasible, evanescente e indeleble sustancia mágica y cognitiva que es la memoria de Shakespeare (una especie de aleph circunscrito a los días y a las noches del poeta y dramaturgo), codiciable, sobre todo, entre los especialistas y biógrafos entregados a escudriñar la vida y obra del autor de El mercader de Venecia. Según se revela en el homónimo cuento de Borges, esa especie de sustancia mágica y cognitiva se otorga y transmite sólo con decir: “¿Quieres la memoria de Shakespeare?” O algo amplificado, rimbombante y respetuoso: “Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.” Y el humanoide, el homúnculo o el especialista que la recibe únicamente debe asentirlo y pronunciar: “Acepto la memoria de Shakespeare.”

(Emecé, 2004)

                 Antes de recibirla en torno a un congreso shakespeariano, el alemán Hermann Soergel ya había redactado una “Cronología de Shakespeare” con cierta reputación en varios idiomas, incluido el español. Y Daniel Thorpe, el que le otorgó la memoria, escribió con ella “una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias.” Y ya encarrerado el gato y en posesión de la memoria de Shakespeare, antes de que terminara por anular la memoria de su identidad individual, Hermann Soergel pensó en una biografía (nunca realizada) que se sumó a su trunca traslación al alemán de Macbeth. Pero al inició, previo a la posesión de esa especie de infinitesimal aleph, refiere un aprehensivo e ilusorio anhelo que al parecer adecuarían y suscribirían los “miembros plenos” de la Hermandad (el codicioso cancerbero de nueve cabezas), poniendo Carroll donde se lee Shakespeare:

Borges y el aleph

         “Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas: [...]”.  

    Sin embargo, inextricable a la creciente, angustiosa y fóbica pérdida y anulación de su memoria personal (“Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.”), éste resume el vaciadero de basuras que implica y conlleva la posesión de la memoria de Shakespeare:

    “La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.

Borges saludando a monseñor

        “Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía [...] ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce [‘Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare’... y no]; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?”

 

Shakespeare

V de VII

Curiosamente, entre los “miembros plenos” de la conspirativa mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, no hay o no descuellan los filólogos ni los lingüistas. Arthur Seldom es lógico y matemático y al parecer también lo es Raymond Martin, el compilador de los acertijos lógicos de Charles Dodgson; y quizá también lo es Thornton Reeves, el citado biógrafo y ex condiscípulo del otrora joven Arthur Seldom, pues su joven auxiliar, Kristen Hill, no es egresada de letras inglesas, sino de matemáticas, graduada a los 19 años y ex alumna del profesor Seldom, pero con su tesis inconclusa. El doctor Albert Raggio es siquiatra y Laura, su esposa, es sicóloga y autora de “un libro muy sorprendente sobre la lógica del sueño y los simbolismos de cada animal en la historia de Alicia”. Henry Haas, un peculiar enano con “aspecto de un Peter Pan envejecido y tímido”, es el compilador de “la correspondencia de Carroll con todas sus amigas niñas”, el organizador del “archivo de todas las fotos que les sacaba a esas niñas”, y antólogo y comentarista de una iconografía de esas imágenes elegidas por su diminuto dedo flamígero. 

       

Alice Liddell como La mendiga
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carro
ll

         Pero además, cultiva en secreto una sospechosa y artística inclinación con la que emula a Lewis Carroll: con alguna juguetería (y quizá utilería) se provee de un trato amistoso con niñas menores de doce años y las retrata, pero no con la cámara y el proceso del colodión, sino a lápiz; por ende, escondida en su casa, preserva una rica galería de esos espléndidos dibujos de fina y meticulosa calidad. 

         

Xie Kitchin
(Christ Church Studio, Oxford, julio 1 de 1876)
Foto: Lewis Carroll

         Josephine Grey —anciana notoriamente decrépita (necesita auxilio y apoyo para caminar con lentitud, pero fue una intrépida corredora de autos en su juventud y ahora tiene un antiguo y abollado Bently que maneja su chofer y criado pakistaní o hindú)—, también es biógrafa del autor de Alicia, sin que se diga si es literata o matemática. No obstante, el más controvertido de esa variopinta fauna no es el supuestamente reprimido retratista de niñas con visos de pedófilo dizque encadenado por la opaca o translúcida moralina o ética de sí mismo, sino el viejo Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, pues amén de que es un escritor “muy reconocido de novelas de espionaje”, “Fue viceministro de Defensa del Reino Unido durante muchos años” (el verdadero poder tras bambalinas, colige el becario argentino). Quizá con estudios matemáticos; y quizá también con instrucción militar (y con diplomados en interrogatorios y técnicas de tortura), policíaca y leguleya, pues ante el fallido y dramático intento de matar a Kristen Hill atropellándola (en el Radcliffe se recupera con increíble celeridad del coma y de la trepanación en el cráneo, pero pierde el movimiento de las piernas y la capacidad de engendrar hijos), seguido del envenenamiento del editor de los libros de la Hermandad, de la desaparición del periodista Anderson, y de las manipuladas y retocadas fotos de niñas desnudas (y no) que “alguien”, al parecer, les remite desde la sombra y el anonimato a cada uno de los “miembros plenos” (incluido el Príncipe), se revela como una especie de arcaica y apestosa larva durmiente, espía encubierto y activo agente del M15; o sea: del servicio secreto y de la inteligencia del poder monárquico del Reino Unido, ante el cual, su eminencia Arthur Seldom, resulta ser su ineludible oreja y utilitario informante y hablantín de cabecera.  

 

VI de VII

Es tal la intrínseca codicia y el arribismo de los boludos de la mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, que con la publicación de la edición anotada y supuestamente definitiva de los nueve diarios íntimos de Charles Dodgson cavilan forrarse (de por vida) al mejor postor y al unísono traicionar y defenestrar a Leonard Hinch, “el editor de Vanished Tale y de todos los libros de la Hermandad” desde el inicio. Es decir, según le revela Arthur Seldom al becario argentino (rayando en lo inverosímil): “tuvimos una oferta difícil de rechazar de una de las editoriales más grandes de Estados Unidos. Basta decir que por el mismo trabajo que estábamos dispuestos a hacer ad honoren cada uno en nuestro tiempo libre, ahora nos ofrecen una pequeña fortuna y además, quizá más importante, un porcentaje de los royalties futuros, algo así como una renta vitalicia.” Es decir, al unísono de las especulaciones en torno al papel sustraído por Kristen Hill, los “miembros plenos” debaten si deben venderse a la editorial gringa o proseguir con su editor histórico, quien además de publicarles sus libros (entre ellos uno de Arthur Seldom: A través de los silogismos y lo que Carroll encontró allí), ha cedido “parte de los derechos para gastos de la Hermandad”. Pero en el chismorreo del ínterin, como parte de la conspiración, los “miembros plenos” han puesto en entredicho la moral y la conducta de Leonard Hinch, pues tiene fama de acosador sexual de jovencitas. No obstante, el editor, que no es “miembro pleno”, no se queda de brazos cruzados: ronda las reuniones secretas de los pelotudos de la mesa redonda en el Sanctum Sanctorum del Church Christ College; y para no verse descarrilado del negocio, hipoteca su casa e iguala la suma ofrecida por la editorial norteamericana. Mientras los boludos discuten en secreto la defenestración o no de Leonard Hinch, éste, disgustado y ansioso (y devorando bombones), dialoga con el becario argentino en un pasillo aleñado al Sanctum Sanctorum donde se observa “la colección completa” de los ilustres títulos publicados por su editorial y le resume una cáustica radiografía de lo que piensa sobre “los máximos expertos en Carroll” y sobre esos libros publicados por él:

           

Xie Kitchin y sus hermanos en San Jorge y el Dragón
(Christ Church Studio, Oxford, junio 24 de 1875)
Foto: Lewis Carroll

           “Cada uno que terminaba su librito sobre Carroll venía corriendo a mí. Me pedían, me insistían, me adulaban. Fíjese la cantidad de títulos y titulitos. Avergonzarían a cualquier otro editor: libros sobre las obras de teatro infantiles de Carroll, sobre su tartamudeo, sobre sus callos; sobre sus sermones, sobre sus cuentas de lavandería y sobre cada hojita de Oxford que pisó. Y después, por supuesto, el segundo aluvión: libros sobre los libros sobre Carroll, el catálogo de los catálogos. A todos les dije que sí. Y cuando por fin hay un libro, uno, que me permitiría recobrar algo de todo lo que perdí con ellos, así me lo agradecen: ¡al pasillo, como lacayo! ¿Sabe que tuve que hipotecar mi casa, lo único que logré comprar en toda una vida dedicada a esos malditos libros? Y todo para emparejar una oferta demencial. Es injusto: una editorial internacional tiene toda la eternidad para recuperar la inversión; a mí, en cambio, no me quedan tantos años por delante... Pero en fin —suspiró—, supongo que hay cosas mucho peores. Basta pensar en esa pobre chica [Kristen Hill]. Usted fue con Arthur al hospital [Radcliffe], ¿no es cierto? ¿Pudo verla después? Uno tiente a suponer que la gente joven se conoce toda entre sí.”

           

Beatrice Hatch
(Christ Church Studio, Oxford, marzo 24 de 1874)
Foto: Lewis Carroll

            Sin embargo, pese a su incertidumbre y malestar viperino, sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, le comunica la resolución estipulada por el pleno de los pelotudos de la mesa redonda: “Querido Leonard: me alegra decirte que la votación fue unánime. Cada uno de nosotros recordó su libro en tu colección y todo lo que te debemos.”

            No obstante, todo indica que Leonard Hinch pretende cobrarse la revancha con la bilis y las tripas de cada uno de los pelotudos, pues a través de la TV nacional y del periodista “del canal cultural universitario” que le sigue los pasos (y las ocultas y controvertidas huellas), esa noche anuncia los burlescos entretelones de su plan editorial, mismo que reporta el becario argentino desde su covacha del college:

            “Recordé de pronto que saldría en el noticiero la nota sobre la edición de los diarios y pasé los canales hasta dar con la emisora de la universidad. La nota ya estaba empezada. El periodista —que se llamaba Anderson finalmente— sostenía el grueso micrófono delante de Leonard Hinch y detrás se veían, avejentados y ruinosos, los miembros de la Hermandad. Seldom parecía casi un refuerzo juvenil entre ellos. Hinch hablaba sobre cómo se dividirían el trabajo y explicó que se irían publicando los volúmenes a razón de uno por año, con una investigación exhaustiva de todos los nombres de la época que aparecían mencionados por Carroll. El periodista preguntó, algo perplejo, cuántos años llevaría entonces todo el proyecto. Nueve volúmenes: nueve años, dijo Hinch con orgullo, y la cámara volvió a pasear, de izquierda a derecha, casi con ironía, por los rostros huesudos y descarnados, como si el hombre tras la cámara se estuviera preguntando, igual que yo, cuántos de ellos vivirían para verlo.”


Alice Liddell en 1870
Foto: Lewis Carroll


 

VII de VII

En la urdimbre de Los crímenes de Alicia, a través de las pesquisas, de los vaivenes de las pistas falsas, de las evidencias, de las deducciones, de los engaños, de los equívocos, y del coro de los argumentos y razonamientos, se desvela, casi hasta el final de la obra, el trasfondo que explica el intento de matar a Kristen Hill atropellándola (y su posterior suicidio), el envenenamiento del editor Leonard Hinch y la decapitación del periodista Anderson. (Salpimentado el embrollo con el supuesto sentimiento de culpa, quizá falso, del sofista Arthur Seldom, debido a la verborreica superstición personal de que donde mete las narices, la cuchara, la cola o la pata, ocurren cosas dramáticas y monstruosas.) Asimismo, por qué esos tres crímenes (ejecutados por distintas manos) parecen referir, y casi escenificar, anecdóticos detalles indelebles que se narran por siempre jamás en el libro de Alicia. (Lo cual da pie a que el becario argentino, ansioso por verse, otra vez, en el laberinto de la intriga y el misterio de otra supuesta serie de crímenes, le pregunte a su mentor: “¿Quiere decir que quizá sea esta la serie? ¿Muertes basadas en escenas del libro de Alicia? ¿Crímenes arrancados del País de las Maravillas?”). Y por qué, con las fotos de niñas desnudas (y no) enviadas a los pelotudos de la mesa redonda (incluido el Príncipe), parece que ese “alguien” es un cruzado, o un puritano (quizá psicótico) que ataca y protesta contra la presunta pedofilia del fotógrafo de niñas Lewis Carroll; y luego, también, contra el tráfico de pornografía infantil que produce y comercia, desde la clandestinidad y con una elitista clientela, nada menos que el editor histórico de los libros publicados por la Hermandad.    

           

Xie Kitchin dormida en el sofá (1873)
Foto: Lewis Carroll

        Pero además, en esa misma urdimbre se observa que la sustracción del papel de la Casa Museo de Guildford saca a la palestra, y pone en evidencia, la encarnizada rivalidad y las egocéntricas ambiciones de los investigadores que hurgan lo más íntimo, escabroso y morboso de los secretos de la vida privada de Lewis Carroll; es decir, Kristen Hill descubrió el papel y lo ocultó, para sí, porque al unísono de que sabía que el crédito y los intereses del copyright se los podía arrebatar y agandallar el biógrafo Thornton Reeves, ella entrevió la posibilidad de pasar a la historia primero con un artículo y luego con el libro que escribió con rapidez antes de suicidarse. Y Thornton Reeves confiesa en secreto, ante los pelotudos de la mesa redonda, que él también leyó el papel en el ítem Páginas cortadas del diario; pero ante la eminente publicación de su biografía “total” (que ya estaba en prensa), optó por omitirla. Lo cual transluce que, pese a su presunta experiencia y trayectoria, actuó como un simple mercachifle y tontorrón del octavo día. Pues nada le hubiera costado exponer en separata lo que hubiera que argumentar, enmendar y debatir, incluso contra sí mismo.

           

Ilustración de Lewis Carroll incluida en su manuscrito:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

         Pero lo más dramático y pestilente de todo ese marasmo de condiciones y debilidades humanas es lo que manipula, ningunea, oculta y superpone sir Richard Ranelagh en su papel de operador del M15 al servicio de la presunta integridad moral del Príncipe y del poder monárquico del Reino Unido (después de todo fue como si lo hubiera ordenado la propia Reina de Corazones). El inspector Peterson, honroso (y torpón) sabueso rastreador de Scotland Yard, había descubierto que el periodista Anderson (trunco alumno de matemáticas y ex alumno de Seldom) chantajeaba por una periódica cantidad al enano Henry Haas, el secreto dibujante de niñas menores de doce años. Y Anderson, indagando el envenenamiento de Leonard Hinch, se enteró de que agentes de la policía habían hallado en la editorial una serie de fotos de niñas desnudas (con apariencia decimonónica) y una encriptada lista de clientes de alta posición social (¡el intocable alto pedorraje de los polimorfos perversos del Reino Unido!) Y estaba por publicar un reportaje sobre ello en el Oxford Times. Pero, debido a la poderosa y estratégica intervención de sir Richard Ranelagh, nunca llegó a hacerlo y su cabeza apareció decapitada en la zona del río donde otrora paseaba en barca el cuentacuentos Lewis Carroll con las tres hermanas Liddell; ámbito donde hace tiempo, un día antes de cumplir los doce años, se suicidó la hija de los Raggio, fanática lectora del libro de Alicia y onírica sabedora de las minucias de la vida y leyenda de Lewis Carroll en relación a su amistad con niñas menores de doce años; y donde el enano Henry Haas, con su inofensivo aspecto de viejecito Peter Pan que no mata una mosca ni muerde un plátano, suele deambular y fisgonear con algún juguetito para seducir alguna niñita incauta y dibujarla a placer.

           

Puente del Magdalen College de Oxford
(verano de 1861)
Foto: Lewis Carroll

          Para no involucrar ni salpicar la quesque impoluta reputación del Príncipe, nada se publicará del envío de fotos de niñas desnudas a los pelotudos de la mesa redonda, ni del consumo de pornografía infantil entre la clase pudiente del Reino Unido. No habrá más investigación policial (el inspector Peterson dice que presentará su renuncia), pero dizque se romperá la red pedófila. Sin embargo, no se revelará la identidad de los clientes (encriptada en un código inventado por Lewis Carroll); y al parecer, dado el elocuente caso omiso, tampoco se indagará ni revelará la identidad de quienes producían las imágenes para venderlas en ese exclusivo mercado negro. Ni tampoco se divulgará la verdad sobre la decapitación del periodista Anderson (le metieron en la garganta las trizas de la foto de una niña desnuda) y dónde quedó su cuerpo desaparecido; lo harán figurar como una víctima de “una célula de espionaje serbia” a la que dizque estaba investigando para un reportaje en el Oxford Times. Tampoco se dirá nada sobre el envenenamiento de Leonard Haas (era diabético y engullía bombones); ni nada sobre el intríngulis del suicidio de Kristen Hill (y quizá su libro nunca se publique, dada la influencia y el obtuso y retorcido envanecimiento del biógrafo Thornton Reeves). Para comprar su silencio y complicidad de simples y oscuros diosecillos bajunos (bajo el maquillaje de presunta “seguridad nacional” y “máximo secreto”), sir Richard Ranelagh (emisario de la monarquía y del M15) les anuncia, en la mesa redonda del Sanctum Sanctorum del Church Christ College, que los miembros de la Hermandad Lewis Carroll serán “nombrados caballeros reales como él” y las viejecitas Josephine Grey y Laura Raggio “se convertirán en Dames”.

           

Ilustración: John Tenniel

         Ante tales hechos y determinaciones irrefutables (¡Dios salve a la Reina!), resulta matemáticamente lógico que el viejo Arthur Seldom le diga a su pupilo argentino que votó en contra por ser escocés (¿será verdad?) y que su vida corre peligro, que debe irse de inmediato de Inglaterra y que él mismo puede comprarle el boleto de avión y hablar con Emily Bronson, su supervisora académica en el Instituto de Matemática. Pero el joven becario, antes de hacer las maletas e irse al día siguiente en un vuelo nocturno, hace un breve viaje en tren a Guildford, donde a las afueras del pueblo la madre de Kristen Hill cultiva su huerto contiguo a su solitaria casa, quien le transmite otros pormenores de los últimos pensamientos y actos de su única hija. Y por ello le entrega, para su sorpresa, un sobre blanco donde se lee la letra G y que contiene el papel hurtado de la Casa Museo, que Kristen le dejó de regalo junto con una breve carta de despedida. Pero el boludo tiene sus algoritmos éticos; así que antes de regresar en tren a Oxford, va a pie a la Casa Museo Lewis Carroll, no muy lejos de la cima donde se hallan los restos del castillo de Guildford, con el propósito de restituirlo en el sitio que le corresponde en el ítem Páginas cortadas del diario. De modo que lo cambia por el papel que, debido a las maquinaciones y órdenes trasbambalinas y subterráneas del decrépito pero poderoso sir Richard Ranelagh, el jipioso matemático Leyton Howard, ex alumno de Arthur Seldom y perito calígrafo de “la sección científica del Departamento de Policía”, había falsificado ex profeso (y verificado la supuesta autenticidad con el software corrido y manipulado por el becario argentino para verificar, en una mastodóntica computadora del sótano del Instituto de Matemática, la autenticidad del papel sustraído por Kristen Hill).

 

 

Guillermo Martínez, Los crímenes de Alicia. Premio Nadal de Novela 2019Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino (Editorial Planeta Mexicana). México, abril de 2019. 334 pp.    

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"Borges y yo", poema en prosa de Borges recitado por él mismo.

Les Luthiers: "Teorema de Thales" ilustrado.

Claudia Piñeiro y Guillermo Martínez conversan sobre Borges y la matemática.

jueves, 30 de octubre de 2025

Estudio en escarlata (2 de 2)

Soy un mero ejecutor de la justicia


X de XV

Las novelas (Akal, 2009), p.30

Arquetípico icono la indeleble y maleable imagen del detective Sherlock Holmes caracterizada en el cine, por primera vez, por el actor James Bragington (1888-1947) en A Study in Scarlet (1914), filme silente, británico y homónimo de la obra literaria, dirigido por el cineasta londinense George Pearson (1875-1973), cuyos negativos se perdieron o destruyeron. No obstante, en el volumen Las novelas se reproduce un fotograma que encuadra su rostro (p.30) y otro donde se le ve en cuclillas, junto al cadáver recién hallado sobre la duela de la casa deshabitada en Lauriston Gardens, examinando con su lupa un anillo matrimonial (p. 80). Pero también se le ve de pie (p. 26) en un cartel del filme (con pipa, cachucha y las manos en los bolsillos de su saco de tweed a cuadros), donde también figura, semioscuro y en formato oval, el rostro de Arthur Conan Doyle con bigote y bombín. Y, por último, hay dos fotogramas relativos a “El país de los santos”, la “Segunda parte” de Estudio en escarlata; en uno se ve, aún en el drama que los tornó sobrevivientes en el desierto salado (p. 126): a John Ferrier (Kames LeFre) y a la niña Lucy (Winnifred Pearson); y en el otro (p. 131) se aprecia un encuadre de la multitudinaria caravana de mormones (en carretas, a caballo y a pie) rumbo a Sion (el sectario enclave territorial de la futura Salt Lake City).    

     

Las novelas (Akal, 2009, p. 80

       
Las novelas (Akal, 2009), p. 26

            O sea: por implícita referencia a la edición prínceps que en noviembre de 1887 publicó A Study in Scarlet en el susodicho y misceláneo anuario, la “Primera parte” de la novela, en formato de libro en julio de 1888, se denomina en la anónima versión de Mirlo: (Reimpresión de las memorias del Dr. John H. Watson, cirujano y oficial retirado del Ejército) y en la versión de Las novelas: (Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Departamento de Sanidad del Ejército), y en ambas se divide en siete capítulos con rótulos y números romanos. La “Segunda parte” de la novela, titulada “La tierra de los santos” o “El país de los santos” (por obra y gracia del traductor o traductora que se trate), comprende, también, siete capítulos con rótulos y números romanos. No obstante, sus cinco primeros capítulos son la citada novela corta o relato largo, narrado, no por el doctor, sino por una voz anónima que, al final del quinto capítulo, remite a lo escrito por Watson en su diario. En esos capítulos se desvela el vengativo, idiosincrásico y justiciero leitmotiv del asesino Jefferson Hope; es decir, se narran y explican las intrínsecas razones de sus crímenes en el Londres de 1881 (21 años después del 4 agosto de 1860, fecha del asesinato de John Ferrier y del robo y secuestro de su hijastra Lucy) y por qué asesinó de los modos en que lo hizo. De ahí que en la versión de Mirlo les diga a sus captores liderados por el detective Sherlock Holmes: “determiné convertirme a la vez en juez, jurado y ejecutor. Ustedes habrían hecho lo mismo si hubiera algo de hombría en ustedes y se encontraran en mi lugar.” “Quizá me juzguen un asesino, pero yo considero, señores, que soy un mero ejecutor de la justicia, en no menor medida que ustedes mismos.”
         
Estudio en escarlata (Mirlo, 2016), p. 56-57

        Y en los dos últimos capítulos se continúa y concluye la interrumpida novela narrada por Watson en la “Primera parte”; de modo que el capítulo VI en Mirlo se rotula: “Continuación de las memorias del Dr. John Watson” y “El desenlace” el capítulo VII; y en el volumen de Akal el VI se titula “Continuación de las memorias de J.H. Watson, doctor en medicina” y “Conclusión” el VII.

Las novelas (Akal, 2009), p. 126

          
Émile Gaboriau

         Esta estrategia narrativa (en pos del suspense y la intriga) de incluir dos narraciones o dos historias en una novela —asumido influjo o herencia de El crimen de Orcival (Le crime d'Orcival, 1867), obra del novelista policial francés Émile Gaboriau (1832-1873), el célebre creador del célebre detective monsieur Lecoq— es semejante, pero no igual, al planteamiento narrativo que se observa en El signo de los cuatro y en El valle del terror, título más congruente con el dramático intríngulis de la obra, que se lee en Todo Sherlock Holmes; mientras que en el volumen Las novelas se titula El valle del miedo, ídem la edición de Valdemar publicada en mayo de 2011, en Madrid, con el número 7 de El Canon, nueve numerados libros en cartoné, con prólogos, traducciones y notas de Juan Antonio Molina Foix, más iconografía en blanco y negro, que en el ámbito del idioma de Cervantes parecen ser, en lo que va del siglo XXI, la más seria, minuciosa y exhaustiva versión anotada del canon.

XI de XV

Las novelas (Akal, 2009), p. 214

Veamos. La novela El signo de los cuatro
(The Sign of Four, 1890) está dividida en doce capítulos con rótulos y números romanos. Al empezar el primer capítulo el doctor Watson relata la patética adicción a la cocaína inyectada de Sherlock Holmes (refrendado su intríngulis depresivo —los días vacuos de inactividad detectivesca— al final de la obra); pero enseguida (ídem al primer encuentro en el Barts e inicial convivencia de Holmes y Watson en los aposentos de Baker Street —lo cual se narra en Estudio en escarlata—), el detective, ante el doctor, hace gala y exhibicionismo de sus cualidades superlativas para la certera, sutil y veloz observación mental, inferencia y análisis deductivo. (Esto también lo hace casi al inicio del cuento “La Liga de los Pelirrojos”; no obstante, el prestamista le pincha las presuntuosas ínfulas: “Al principio pensé que había hecho usted algo inteligente, pero ahora me doy cuenta que, después de todo, no tiene ningún mérito.”) En el segundo capítulo, Watson esboza la exposición del caso que a ambos, en Baker Street 221B, les resume Mary Morstan en torno a la desaparición de su padre ocurrida en Londres el 3 de diciembre de 1878 —hace casi una década—, vinculada a una misteriosa cita, manuscrita en un papel, recibida por ella la mañana de hoy con fecha del 7 de julio. Y del tercer capítulo al onceavo Watson narra —con giros, sorpresas, incertidumbre, fracasos, humor y acción—, la pesquisa detectivesca en torno a un sorpresivo asesinato de cuarto cerrado (y el robo de un cofre) ocurrido en una oscura y aislada casona en Upper Norwood, y el azaroso seguimiento para atrapar al par de escurridizos delincuentes (episodio que culmina con la veloz persecución en lancha por el Támesis) que resultan ser: Tonga, un horrible aborigen de piel oscura tamaño pigmeo (ejemplar de la presunta raza más pequeña de la Tierra), coludido a Jonathan Small, un rudo, ágil, fortachón y prófugo presidario inglés de piel blanca quemada por el sol, rostro peludo y barbado, y pata de palo.

         

Las novelas (Akal, 2009), p. 339

         
Y en el doceavo capítulo: “La extraña historia de Jonathan Small” 
—narrada (en Baker Street 221B) por tal prófugo inglés con pata de palo y gran tamaño, pese a que es Watson el transcriptor de los diálogos y de esa segunda narración—, se cuentan los remotos y miliunanochescos pormenores, no sólo en la India, que desvelan el oculto trasfondo de la enigmática y manuscrita frase: el signo de los cuatro; leída, por primera vez en el decurso de la obra, en un plano hallado entre los objetos y documentos que el padre de Mary Morstan dejó abandonados en el cuarto del hotel londinense donde hubiera debido encontrarse con su hija cuando era el 3 de diciembre de 1878 y ella tenía 17 años.

      En este sentido, también se desvelan los secretos del desaparecido padre de la joven Mary Morstan (incluido el equívoco de su misteriosa desaparición): otrora capitán del 34 regimiento de infantería de Bombay, asignado a la vigilancia de los presos de la colonia penitenciaria en las remotas Islas Andamán, en el Golfo de Bengala; donde se hizo socio del mayor John Sholto, soldado de Su Majestad en el mismo regimiento, cuando era el comandante de tal prisión ubicada en el puerto de Blair. Fallecido súbitamente en Londres el 28 de abril de 1882 en el dramático, fóbico y escenográfico instante en el que, sintiéndose culpable (ante la hija de su ex socio) y moribundo en el dormitorio de su casona en Upper Norwood, estaba a punto de revelarles a sus hijos gemelos: Thaddeus y Bartholomew (víctima de los criminales en septiembre de 1888) el secreto sitio donde en 1877, ya retirado del ejército, escondió, allí en su casona, el cofre hindú con el tesoro de Agra. Del cual, de manera anónima, la joven Mary Morstan recibió (sin saber de dónde ni por qué) seis perlas (raras, grandes, hermosas y muy finas), una cada año, a partir del 4 de mayo de 1882.

Las novelas (Akal, 2009), p. 309

        Véase que Mary Morstan, huérfana de madre y educada en un internado en Edimburgo, en septiembre de 1888 es una modesta institutriz de 27 años de la que Watson se enamora ipso facto, pese a su débil cuenta bancaria (unas horas antes de enterarse y suponer que se convertiría en la heredera más rica de toda Inglaterra) y pese a la debilidad de su pierna herida: descansa y cojea en el interior de Baker Street. Sin embargo, ya pasadas las tres de la madrugada, o sea: unas doce horas después de la charla con Mary Morstan, en compañía de Holmes y de Toby —un perro mestizo y rastreador— hace a pie y sin ninguna molestia ni dolor ni cansancio ni visos de la cojera, un largo rastreo detectivesco de más de seis millas hasta el amanecer y la mañana. Y es hasta después del baño y del desayuno en el interior de Baker Street 221
B cuando se entrega, por fin, a una siesta en el sofá; mientras Holmes, en su sillón, medita y ejecuta improvisaciones con el Stradivarius; violín comprado por 55 chelines a “un judío propietario de una tienda de empeños en Tottenham Court Road”, se lee en “La caja de cartón”. 
Precio de ganga no menos imaginativo y fantástico que la supuesta pieza de Chopin que al final del cuarto capítulo de Estudio en escarlata, Holmes dice haberle oído a la violinista Norman-Neruda (¡hasta la tararea!), pues los comentaristas y eruditos, además de especular de qué piececita puede tratarse, han observado hasta la saciedad que Chopin nunca compuso solos para violín y que no hay constancia de que Norman-Neruda tocara o no a Chopin. No obstante, Molina Foix apunta al final de su correspondiente nota 48, salpimentada con su propio tamiz especulativo e imaginario: “Personalmente me quedo con la tesis del ‘mendigo aficionado’ Sergi Colet (The Stranded, n.° 6/7, otoño-invierno 1996, págs. 3-7): según él se trataría del Nocturno op. 9 n.° 2, en un arreglo para violín y piano (tal vez de Pablo Sarasete, intérprete favorito de Holmes).”

Wilma Norman-Neruda, Lady Hallé


  

Las novelas (Akal, 2009), p. 343

        Obsérvese, también, que el detective, en el noveno capítulo y en torno al viril magnetismo que Watson siente ante la joven, saca a relucir su consabida y peculiar misoginia: “Nunca hay que confiar demasiado en las mujeres, ni siquiera en las mejores.” Consubstancial tara que caracteriza su eterna soltería y que ventila y reitera en el sexto capítulo de El valle del miedo: “Como usted sabe, Watson, yo no admiro mucho al género femenino”. De ahí que Watson apostille en “La aventura del detective moribundo” (The Dying Detective. A New Sherlock Holmes Story, 1913): “Las mujeres le disgustaban y desconfiaba de ellas, pero siembre se comportaba como un adversario caballeroso.” Cuyo intríngulis (quizá indicio de una reprimida, latente e inconfesable homosexualidad o impotencia) enfatiza casi al término del último capítulo de El signo de los cuatro tras enterarse de que Watson se ha comprometido con Mary, pues además de emitir un gemido muy deprimente por esto (como si le doliera el colon o la muela del juicio) y de recetarle a quemarropa: “Temía que algo así pudiera suceder. La verdad es que no puedo felicitarlo.” Le formula su ortodoxa y obtusa declaración de principios de rigurosa soltería: “el amor es algo emocional, y todo lo que es emoción se opone a la fría y verdadera razón, que yo valoro más que cualquier otra cosa. Nunca me casaré por miedo a que mediatice mi juicio.” La cual encaja y se atornilla, a modo de culebrón, con la pedante jactancia que suelta en “La aventura de la piedra Mazarino” (The Mazarin Stone, 1921): “Yo soy un cerebro, Watson. El resto de cuerpo no es más que un apéndice de este órdago. Por tanto, es el cerebro lo que debo cuidar.”

   

Las novelas (Akal, 2009), p. 253

        Descuella en la trama que, pese al origen delictivo del tesoro de Agra, Watson, Holmes y el inspector Athelney Jones dan por hecho y con antelación (ídem el gemelo Thaddeus Sholto que trata de cumplir las culposas, secretas y póstumas decisiones orales de su padre) que a Mary Morstan pertenece legítimamente la mitad; por ende los tres acuerdan que, una vez recuperado el cofre, sea Watson, el galán y confidente que hace el cortejo, quien lo lleve en un carro de alquiler, acompañado por la custodia de un policía de Scotland Yard, a la casa de la señora Cecil Forrester, donde la joven vive y sirve de institutriz, para que lo abra y vea las piezas del tesoro (un auténtico botín de pirata o de corsario inglés), cuya mitad supuestamente le corresponden. Las cuales no fueron inventariadas por la haraganería, negligencia y connivencia del inspector Athelney Jones —el responsable oficial del caso—, sólo por el hecho de que el furibundo hombretón con pata de palo arrojó la llave al agua durante la vertiginosa y nocturna fuga por el Támesis. Y ya después, luego de que Watson y el policía lo trasladen a Baker Street 221
B, donde Jonathan Small contará toda la verdad (y nada más la verdad) de su aventurera y delictiva historia, será entregado a las autoridades hasta que termine la investigación.

   Pero sobre todo hay que observar que, pese a la fecha de la cita recibida por Mary Morstan la mañana de hoy: 7 de julio, luego, menos de tres horas después de mostrarla al detective y al doctor, es septiembre de 1888. (Esto recuerda el antagonismo de las fechas que en “La Liga de los Pelirrojos” exhibe el prestamista Jabez Wilson, pues dice que transcurrieron dos meses entre el 27 de abril de 1890, fecha de la nota leída por él en el Morning Chronicle —releída por Watson en Baker Street 221B—, y el 9 de octubre de 1890, fecha de la disolución de la Liga que leyó y muestra, al detective y al doctor, escrita en un trozo de cartulina.) Sin embargo, la discrepancia más relevante y polémica es la que oscila en torno a la enigmática frase que titula a la novela de sir Arthur Conan Doyle. 

 

Las novelas (Akal, 2009), p. 255

          A la mañana siguiente de que el comandante John Sholto muriera en su cama al ver, escrutándolo a través del cristal de la ventana, el rostro iracundo y barbado del hombretón con pata de palo, los muebles y objetos de su recámara aparecen revueltos y esculcados. Nadie robo nada; pero dejaron clavado un papel en el que se lee la críptica frase: el signo de los cuatro (casi un amenazante, enigmático y terrorífico cuchillo sin hoja al que le falta el mango, diría Lichtenberg castañeteando la dentadura postiza). En la versión de Cátedra, Thaddeus Sholto lo cuenta así: “Por la mañana encontramos abierta la ventana de la habitación de nuestro padre; habían revuelto los armarios y cajones, y le habían prendido al pecho un papel arrugado, con las palabras ‘El signo de los cuatro’. Jamás supimos lo que significaba aquella frase, ni quién podía haber sido nuestro misterioso visitante.” En la versión de Alma lo hace así: “A la mañana siguiente se encontró abierta la ventana del cuarto de mi padre. Habían registrado sus armarios y sus cajas, y le habían dejado clavado en el pecho un papel que tenía escritas con mala letra las palabras ‘El signo de los cuatro’. No averiguamos nunca qué significaban estas palabras ni quién podía haber sido nuestro visitante secreto.” Y la versión de Editorial Mitre (Barcelona, 1990, traducida por Alfonso Espinet) coincide: “Por la mañana fue encontrada abierta la habitación de mi padre, sus armarios y cajones habían sido registrados y sobre el pecho se había clavado un desgarrado trozo de papel con las palabras ‘La señal de los cuatro’ garabateada en él. Nunca llegamos a saber qué significaba aquella frase ni quién había sido nuestro misterioso visitante.” Y lo mismo ocurre, con sus variantes, en la versión de Editorial Vicens Vives (Barcelona, 1ª reimpresión, 2017), traducida por Julio-César Santoyo): “Por la mañana encontramos abierta la ventana de la habitación de mi padre, revueltos los armarios y cajones, y sobre su pecho un trozo de papel con solo cinco palabras escritas: ‘El signo de los cuatro’. Nunca supimos lo que aquello quería decir, ni quién pudo ser nuestro visitante secreto. Por lo que pudimos apreciar, no habían robado nada que perteneciera a mi padre, aunque lo habían revuelto todo. Lógicamente, mi hermano y yo relacionamos ese extraño incidente con el miedo que toda la vida había obsesionado a mi padre; pero lo cierto es que para nosotros sigue siendo un completo misterio.”

      No obstante, la mortal amenaza implícita en la manuscrita y enigmática frase figura aligerada de insidia y saña en la versión de Akal (y en esto coindice con la anónima de Óptima), pues en ella se lee: “A la mañana siguiente hallaron abierta la ventana del dormitorio de mi padre; los armarios y cajones habían sido saqueados [sic], y sobre su cómoda habían fijado un pedazo roto de papel con las palabras ‘El signo de los cuatro’ garabateadas en él. Nunca supimos qué significaba aquella frase ni quién había sido el visitante secreto. Hasta donde sabemos, no robaron nada de los bienes de mi padre, aunque todo estaba revuelto.”

     

Las novelas (Akal, 2009), p. 270

        Casi sobra decir que no es lo mismo dejar la enigmática frase clavada en el pecho del cadáver del ex comandante John Sholto acostado en la cama donde murió aterrorizado, que cómodamente colocada en la cómoda de su recámara o en la mesa del laboratorio de química del muerto Bartholomew Sholto, pues en la misma versión de Akal, Holmes le reporta al inspector de Scotland Yard en torno al cadáver del gemelo Bartholomew recién descubierto por él en el cuarto cerrado por dentro (estaba junto a la mesa, sentado en una butaca de madera, tenía la cabeza caída sobre su hombro izquierdo y una horrible sonrisa inescrutable en el rostrorigor mortis y risus sardonicus, dictamina Holmes): “Este pedazo de papel, con las palabras que usted ve, estaba sobre la mesa”. Pero además, en la misma versión de Akal, Jonathan Small, el temible y feraz hombre peludo con pata de palo, en su postrera historia contradice lo anteriormente puesto —por la traductora— en el testimonio del gemelo Thaddeus Sholto, pues en la narración de sus pretéritas aventuras y hechos del presente (en torno al tesoro) que hace en el interior de Baker Street 221
B, revela: “escribí nuestro signo de los cuatro, igual que estaba en los planos [del fuerte de Agra trazados por él en 1857], y lo clavé en su pecho con un alfiler. No podía soportar la idea de que lo enterraran sin algún recuerdo de los hombres a los que había robado y engañado.” 

   

Las novelas (Akal, 2009), p. 364

      Y dejado en Babia y sin ningún clavo del tesoro (incluido su socio el capitán Arthur Morstan), condenados a trabajos forzados en la colonia penitenciaria de las islas Andamán: Jonathan Small (quien allí, en el dispensario médico, se hizo de nociones de medicina y logró fugarse con el asesinato de un guardia, el robo de un bote, y la ayuda y guía del letal aborigen tamaño pigmeo), Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar —los elementos del signo de los cuatro: un extraño jeroglífico de cuatro cruces alineadas con los brazos tocándose—, confabulados en 1857 (durante el caos social y la cruenta violencia suscitada por la Rebelión de los Cipayos) en la emboscada y asesinato del falso mercader Achmet para robarle, en un recodo del antiguo y laberíntico fuerte de Agra, el cofre de hierro repleto de piedras preciosas que un acaudalado rajá del Norte quería esconder allí ante la posibilidad de perder las riquezas de su palacio (en cuyo sótano ocultó el oro y la plata): ya fuera que triunfaran los rebeldes cipayos (a los que se alió) o el Raj de la Compañía de las Indias (el gobierno de la British East India Company que controlaba el cultivo del opio en territorio hindú y su comercio ilícito de la India a China).

 

Las novelas (Akal, 2009), p. 336

       Fantástico tesoro oculto en un pesado cofre de hierro fundido en Benarés, disperso en la oscuridad de la noche (y perdido para siempre) por Jonathan Small durante la fuga y persecución en un margen de más de cinco millas gritando y corriendo a todo fogón por las aguas del Támesis. Incluso Holmes y Watson, desde la barca de vapor de la policía, disparan sus pistolas; Tonga, el mortífero y horripilante enano, lanza con su cerbatana un dardo invisible y venenoso que se clava entre el doctor y el detective; y Jonathan Small, con su pata de palo y vociferando maldiciones, intenta correr los cien metros en las aguas pantanosas tras encallar la Aurora. (Es obvio, para cualquiera que lea o haya leído El signo de los cuatro, que de cabo a rabo Watson, el cronista, colabora con Holmes en la pesquisa y en la acción; de ahí que descuelle y desatine el discordante comentario que Klinger apunta en la nota que, en Relatos I, precede al cuento “Escándalo en Bohemia” (A Scandal in Bohemia, 1891): En “Escándalo”, vemos por primera vez la asociación entre Holmes y Watson en acción. Watson ya no es sólo el reportero, como en Estudio en escarlata o en El signo de los cuatro [sic], y su participación es fundamental para llevar a cabo los planes de Holmes.  

 

Las novelas (Akal, 2009), p. 360

        La manzana de la discordia o sea: el cofre del tesoro de Agra, “tenía en el frente una manecilla gruesa y ancha, forjada con la forma de un Buda sentado”, reporta Watson. El hierro era grueso y pesado, por ende el vacío interior (ante la incredulidad de ciertos lectores que tampoco creen que cupiera dentro de un bulto o fardo envuelto en un chal que el falso comerciante llevaba en la mano) sólo fue descubierto cuando Watson, con un atizador, lo abrió frente a los ojos de plato de Mary Morstan. Y si bien el inventario fue pasado por alto por el listísimo Sherlock Holmes y por el inspector de Scotland Yard (el policía responsable del caso), Jonathan Small sí lo hizo en 1857 con sus cómplices, allí en el fuerte de Agra, tras el traicionero y alevoso asesinato del falso mercader. De modo que, con su memoria indeleble refrescada con la cháchara, el humo del tabaco y unos tragos de whisky and soda, resume su índole miliunanochezca en el memorioso y evocativo relato que les hace en Baker Street 221
B (nótese que el botín semeja el pelo de un gato pachón arrancado en la cueva de Alí Babá y que si entre la pedrería el Gran Mongol es tributario deudor de la fama y las dimensiones de la Piedra Lunar —el diamante homónimo de la novela que el británico Wilkie Collins publicó en 1868—, quizá sólo faltó un carbunclo azul semejante a la gema robada, en el londinense Hotel Cosmopolitan, a la condesa de Morcar; y, desde luego y ya encarrerado el gato, un diamante amarillo, idéntico a la gran piedra Mazarino, el robado diamante de la Corona con el que Holmes, ante el engreído lord Cantlemere, juega una particular versión del popular y trilero juego: dónde quedó la bolita):

Las novelas (Akal, 2009), p. 361

          “Estaba en el sitio donde el comerciante [Achmet, un sujeto pequeño, gordo y rechoncho con un gran turbante amarillo] lo había dejado caer al ser atacado por primera vez [por el larguirucho y gigantón sij con una barba negra que le llegaba casi hasta la faja]. Era el mismo cofre que ahora tienen ustedes sobre la mesa. Del tirador tallado en la tapa colgaba una cuerda de seda con una llave. Lo abrimos y la luz de la linterna brilló sobre una colección de gemas que sólo había visto en libros y con las que había soñado cuando era niño en Pershore. El resplandor nos cegaba. Después de saturar nuestros ojos con semejante visión, sacamos las joyas del cofre e hicimos una lista de ellas. Había doscientos cuarenta y tres diamantes de primera agua, incluso uno que llamaban, según creo, el Gran Mongol, del que se dice que es la segunda piedra preciosa más grande del mundo. Luego había noventa y siete hermosas esmeraldas, ciento setenta rubíes, algunos de los cuales, sin embargo, eran pequeños. Había cuarenta carbunclos, doscientos zafiros, sesenta y un ágatas, y una gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas y otras piedras preciosas cuyos nombres no conocía en aquel entonces, aunque ya me había familiarizado con ellas. Además de todo eso, había trescientas perlas muy finas, doce de las cuales estaban en una diadema de oro. A propósito, alguien había sacado estas últimas del cofre, y no estaban allí cuando lo recuperé.”

XII de XV

(Madrid, Valdemar, 2011)

La novela El valle del miedo
(The Valley of Fear) —según las ediciones de Akal y Valdemar—, o El valle del terror —según la edición de Cátedra—, se divide en dos partes, cada una con siete capítulos con rótulos y números (romanos en Akal y en Cátedra, y cardinales en Valdemar), más un “Epílogo”. Klinger y Urceloy apuntan que primero se publicó por capítulos en The Strand Magazine, entre septiembre de 1914 y mayo de 1915. Molina coincide con tales fechas y añade que las nueve entregas mensuales incluyeron 31 ilustraciones de Frank Wiles. Y más aún: dice que la edición norteamericana de la Associated Sunday Newpapers (que incluía a periódicos como Boston Post, New York Tribune, Chicago-Herald, Washington Star, Baltimore Sun, Philadelphia Press, Pittsburg Post o Rocky Mountain Tribune de Denver) se publicó en diez entregas semanales desde el 20 de septiembre al 22 de noviembre de 1914, con 12 ilustraciones de Arthur I. Keller. Y luego se editó en un libro publicado en Londres, en 1915, por Smith, Elder & Co. Klinger dice fue en junio. Molina precisa que fue el 3 de junio de 1915 y que tuvo un frontispicio de Wiles. Pero, según Klinger, “La primera edición norteamericana apareció antes, en febrero de 1915, publicada por George H. Doran Co. de Nueva York”. Molina precisa que fue el 27 de febrero de 1915 (con siete ilustraciones de Arthur I. Keller). Y, según Klinger, “Muchos cambios tuvieron lugar entre la edición de Strand Magazine y los textos norteamericanos, y algunos de ellos están específicamente señalados” en su edición publicada en inglés, en Nueva York, en 2006, por W.W. Norton & Company, Inc.; editada en Madrid, en 2009, por Akal, con la descuidada traducción, repleta de erratas, de Silvana Appeceix.

        En las ediciones de Akal, Valdemar y Cátedra la primera parte de la obra se titula “La tragedia de Birlstone”; mientras que la segunda parte en Akal se titula “Los Scowrers”, “Los batidores” en Cátedra y “Los expurgadores” en Valdemar.

       

Las novelas (Akal, 2009), p. 643

          Al inicio de “La tragedia de Birlstone”, Holmes, a la hora del desayuno en el interior de Baker Street 221
B, descifra, con el apoyo y la charla de Watson, un mensaje en clave que al detective le ha enviado un espía e informante suyo, apostado y encubierto en Birlstone, que es un pequeño caserío al norte del condado de Sussex. Por ende se enteran que la vida de un tal Douglas corre peligro. En ese punto del enigma están cuando llega Alec MacDonald, flamante inspector de Scotland Yard, quien, desconcertado y asombrado por las coincidencias que logra leer en los apuntes de Holmes, les da la noticia de que ese Douglas (habitante en la mansión de Birlstone) recién ha sido asesinado (de una manera espeluznante). Y el inspector MacDonald ha acudido a solicitar el auxilio de Holmes (y de paso el de Watson) porque esa mañana del 7 de febrero ha recibido, a través del tren de la leche, un mensaje de White Mason, el jefe de la policía del pueblo de Birlstone, donde éste le pide que acuda a Holmes para que los ayude a resolver el crimen. 
           
Las novelas (Akal, 2009), p. 656

          Así que enseguida los tres van hacia allá en ferrocarril; donde Holmes, con sus previsibles conjeturas, indagaciones, astucia y teatral sigilo tras bambalinas y no, logra desfacer el oscuro y retorcido entuerto que desvela la verdadera identidad del supuesto asesinado y el escondite del presunto asesino involuntario.

            Esto se narra en los siete capítulos de la “Primera parte”. Pero casi al final del séptimo capítulo, tras emerger, de un antiquísimo escondite intramuros, el supuesto asesinado John Douglas —quien ha leído las aventuras detectivescas de Sherlock Holmes escritas y publicadas por el doctor Watson—, le entrega a éste, por ser el cronista de las heroicas andanzas, el manojo de hojas manuscritas donde, mientras estuvo oculto durante dos días, escribió la historia del valle del terror. Y lo hace para que el doctor Watson las publique.

            

Las novelas (Akal, 2009), p. 767

           En este sentido, al inicio de los siete capítulos de la “Segunda parte” se narra, omitiendo la voz y el yo del doctor Watson, el arribo a Vermissa de un tal John McMurdo —precisamente “el 4 de febrero de 1875” (se lee al principio)—, horrendo y desabrido pueblo en territorio estadounidense que es el epicentro de un agreste y contaminado valle homónimo, cuya principal actividad económica es la explotación de las minas de hierro y de carbón. John MacMurdo, joven treintañero que dice venir huyendo de Chicago, dados sus pregonados actos delictivos (falsificación de monedas y un asesinato), se involucra en las hediondas entrañas de una sanguinaria y extorsionadora organización criminal que opera, sottovoce, en los pestilentes miasmas de una supuesta logia de mutualidad y Unión Laboral de rimbombante nombre: Antigua Orden de los Hombres Libres, cuyo centro de tertulias, francachelas y confabulaciones criminales es la taberna Casa Unión. 

         

Las novelas (Akal, 2009), p. 756

              Tres meses después de su arribo a Vermissa, McMurdo, quien interactúa con la cúpula mafiosa (y aspira a suceder al Gran Maestre, que además es concejal), se ve impelido a revelar su secreta y encubierta identidad de detective privado de la Agencia de Pinkerton, contratada por los capitalistas de las minas y del ferrocarril. Pero el encubierto detective Birdy Edwards, en la versión de Akal y en la de Valdemar; o Edwards el Pájaro, en la versión de Cátedra, lo hace a la manera del astuto detective Sherlock Holmes. Es decir, con un invisible cerco de armados policías y el apoyo estratégico de Teddy Marvin, capitán de la privada Policía del Carbón y el Hierro (el único en el pueblo que conocía su verdadera identidad), orquesta una emboscada que suscita la aprehensión (y el postrero y tácito juicio) del Gran Maestre, de los principales cabecillas de la logia y de más de 60 delincuentes (extorsionadores y asesinos).

          

A. Pinkerton, A. Lincoln y G. McClellan

     Vale resumir que ese detective —elegido para esa operación encubierta porque era el más chipocludo de la Agencia de Pinkerton— luego de su huida de los criminales de Vermissa, hizo fortuna en las minas de oro de California, donde tuvo por mujer a Ettie Shafter (de origen alemán en las versiones de Akal y Valdemar y de origen sueco en la versión de Cátedra) y estuvo asociado en la explotación minera a Cecil Barker, quien entonces lo conoció como “Jack Douglas, de Benito Canyon”; y por ende estaba viviendo, como huésped y entrañable amigo, en la antigua mansión de Birlstone cuando ocurrió el asesinato del supuesto caballero rural John Douglas, precisamente con una recortada escopeta de dos cañones que supuestamente le borró el rostro a bocajarro; no obstante, ese cadáver sin rostro son los restos Teddy Baldwin, un obstinado matón y cabecilla de la logia de Vermissa.

           

Las novelas (Akal, 2009), p. 728

       En este sentido, John McMurdo/Jack Douglas, oculto en la personalidad del cincuentón y adinerado caballero rural John Douglas, llevaba cinco años viviendo en la antigua mansión de Birlstone, felizmente casado con Ivy, veinte años menor que él, cuando ese escurridizo asesino gringo intentó matarlo con la escopeta recortada. Hubo un violento forcejeo y quien terminó muerto y sin rostro fue Teddy Baldwin; quien además de pistolero y cabecilla de la logia de Vermissa, pretendía desposar a Ettie Shafter disputándosela a John McMurdo, entonces dizque recién llegado de Chicago. Así que con el objetivo de interrumpir y terminar, por fin, con el acoso y persecución de la mafia de Vermissa, Jack Douglas, auxiliado por Cecil Barker, ataviaron el cadáver sin rostro de Teddy Baldwin con la bata de cama y las pantuflas domésticas del caballero rural John Douglas e hicieron público su supuesto asesinato.    

          En el “Epílogo” de la novela, Watson reporta que “Douglas salió absuelto por haber actuado en defensa propia”. Pero dos meses después Cecil Barker, de sorpresiva visita en Baker Street 221B, le muestra a Holmes un telegrama recién remitido desde Ciudad del Cabo, donde, tras un viaje en barco, Ivy, la esposa de Douglas, le comunica a Cecil: Jack cayó por la borda durante una tempestad a la altura de Santa Elena. Nadie sabe cómo ocurrió el accidente. Cecil Barker supone que detrás de esa supuesta caída accidental está la asesina logia de Vermissa; pero Holmes infiere que se trata de los siniestros tentáculos del profesor Moriarty. Una velada y tácita conjetura que ya había entrevisto y preconizado después del juicio a John Douglas: Sáquelo de Inglaterra a toda costa. Hay aquí fuerzas que podrían ser más peligrosas que esas de las que ha escapado. Su esposo no se encuentra seguro en Inglaterra. Le escribió a Ivy. Subterránea, ramificada y casi invisible actividad criminal que había aludido y conjeturado al inicio de la obra, cuando, con Watson, discurría en torno al mensaje cifrado y a una carta que le remitiera Porlock, su informante y espía, desde el pueblo de Birlstone.

           

Relatos I (Akal, 2022), p. 721

         Vale observar, y contrastar, que al inicio de la novela El valle del terror, Watson sí está enterado de la subterránea y diseminada actividad mafiosa, delictiva y asesina del profesor Moriarty: famoso entre los criminales y desconocido entre el público. Pero no lo está al inicio de “El problema final” (The Final Problem, 1893), cuento que cierra el libro Las memorias de Sherlock Holmes (1894), donde Conan Doyle, a través del doctor Watson, narra la muerte del detective al caer, abrazado al profesor Moriarty, al abismo de las cataratas de Reinchenbach, en Bélgica.

            Dados los legendarios, novelescos, neuróticos y cinematográficos apremios que rodearon y acosaron a Arthur Conan Doyle al darle muerte a su celebérrimo y popular personaje, decidió revivirlo, con jugosos dividendos e inusitada trascendencia, en la novela El sabueso de los Baskerville (1901-1902); pero narrando, a través del doctor Watson, una historia (también celebérrima) sucedida antes del fatídico encuentro con el profesor Moriarty en las cataratas de Reinchenbach. No obstante, la verdadera resurrección del detective Sherlock Holmes o más bien: la estratagema del engaño de su presunta muerte, la desveló y concretó el autor en “La aventura de la casa deshabitada” (The Aventure of the Empty House, 1903), según Akal, o “La aventura de la casa vacía”, según Cátedra, o “La casa desocupada”, según Valdemar, cuento que inicia el libro El regreso de Sherlock Holmes (The Return of Sherlock Holmes, 1905) y que según Jesús Urceloy fue “Publicado originalmente en la revista The Strand Magazine, en su número de octubre de 1903.” Mientras que Klinger apunta: “se publicó en el Collier’s Weekly el 26 de septiembre de 1903, y en la Strand Magazine en octubre de 1903.” Fechas que Molina también registra en la página 1095 del primer tomo de Sherlock Holmes. Cuentos completos (Valdemar, 2020). Y, por lo visto, Klinger y Molina no yerran en lo referente a la primicia en Collier’s, pues en la página xvi de la “Introducción” a El sabueso de los Baskerville (Vicens Vives, 4ª reimpresión, 1998) se aprecia, en blanco y negro, la portada de Collier’s con la celebérrima estampa del ilustrador norteamericano Frederic Dorr Steele (1873-1944), donde se ve a Sherlock Holmes asomado al precipicio de cuya mortal caída no pudo librarse su contrincante el profesor Moriarty. (Véase que un detalle de esa icónica estampa ilustra la tapa amarilla del volumen Las novelas y otro, más amplio, la sobrecubierta de Relatos I; además de que en la página 780 de Relatos II se reproduce en blanco y negro con un pie que sólo reza: “Frederick Dorr Steele, Collier’s, 1903.”) Al pie, dentro del mismo frontis de la revista Collier’s, se lee la fecha citada por Klinger y Molina: september 26 1903 y a la cabeza se anuncia (en inglés) la gran noticia y novedad del instante periodístico: En este número: El regreso de Sherlock Holmes.     

           

El sabueso de los Baskerville (Vicens Vives, 5a ed., 1998),  p. XVI

          Pero lo que aquí vale subrayar y destacar es que esa estrategia narrativa, revestida de contradicción, Arthur Conan Doyle la usa para contar la catadura de James Moriarty —profesor de matemáticas en una universidad de provincias; autor, a los 21 años, de un tratado sobre el Teorema del Binomio; reconocido, además, por su libro La dinámica de un asteroide— a quien Holmes ve como un antagonista a su misma altura intelectual. Según dice: “Mi admiración por su habilidad superó el horror que me producían sus crímenes.” De ahí que cante (para que los embebidos e insaciables lectores hagan el visco y sepan de qué lado masca la iguana y de qué tipo de deletérea alimaña y hez de la canalla se trata):

           

Las memorias (Penguin, 2023), p. 298

        “Es el Napoleón del crimen, Watson. Es el cerebro que está detrás de la mitad de los crímenes que se conocen y de todos los que se desconocen en esta gran ciudad. En un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Tiene un intelecto de primer orden. Se sienta inmóvil, como una araña en el centro de su red, una red compuesta por miles de hilos de los que conoce a la perfección cada una de sus vibraciones. Apenas hace nada él mismo, sólo planea. Pero sus agentes son numerosos y magníficamente organizados. Hay un crimen que cometer, un documento que hay que desaparecer, pongamos por caso, una casa que desvalijar, un hombre al que quitar de en medio: el asunto llega al conocimiento del profesor, se organiza el trabajo y se lleva a cabo. Pueden atrapar al agente. En ese caso se proporciona dinero para su fianza o para su defesa. Pero el poder central que emplea a este agente nunca es alcanzado, nunca se va más allá de la sospecha. Ésta es la organización cuya existencia yo había deducido, Watson, y dediqué todas mis energías a sacarla a la luz y acabar con ella.”    


XIII de XV

Arthur Conan Doyle

Al unísono de su poder imaginario y de su habilidad narrativa para el popular folletín y el suspense por entregas, Doyle, por las premuras editoriales o económicas, o por las conflictivas razones personales que argumentan, infieren o atribuyen los eruditos, no le dio relevancia a los obvios antagonismos en una misma obra. Piénsese en el notable y contradictorio desajuste en ciertas fechas que se leen, por ejemplo, en “La Liga de los Cabezas Rojas”, en Estudio en escarlata, en El signo de los cuatro y en El valle del terror. Y, por lo ya expuesto, tampoco le preocupaba la coherencia y el seguimiento narrativo entre un relato y otro. De ahí la perenne infancia de los irregulares de Baker Street. O que las heridas (y sus secuelas) sufridas por el doctor Watson en la Segunda guerra anglo-afgana (precisamente durante la Batalla de Maiwand, sucedida en la vida real el 27 de julio de 1880) sean unas en Estudio en escarlata y otras en El signo de los cuatro. En la primera novela una bala de jezail (mosquete afgano) le dio en el hombro y le destrozó el hueso y rozó la arteria subclavia y por ende la movilidad de su brazo izquierdo está reducida (Holmes ve que lo sostiene de un modo rígido y poco natural); a esto se añade que durante su convalecencia en el hospital de la base militar en Peshawar (o “Peshawur”) se contagió de tifus y pasó meses enfermo. Y en la segunda novela la bala de jezail, dice, le dio en la pierna y por ende reposa sentado cuidando su pierna herida y luego cojea al caminar, ocho años después de esa batalla, incómodo o dolorido en el interior de Baker Street 221
B; pero sólo al inicio de la obra, pues casi enseguida se involucra en el caso y a las seis de la húmeda, oscura y neblinosa tarde-noche inician la nocturna pesquisa, cuyo clímax es la caminata de rastreo durante la madrugada, más de seis millas con el perro Toby y Holmes, y sin ninguna molestia ni dolor; que tampoco muestra la segunda noche durante la persecución en lancha por el Támesis. En el “Capítulo I” de la versión de Akal, tras oír la cáustica crítica que Holmes hace de Estudio en escarlata, Watson narra: “no hice ningún comentario y permanecí sentado cuidando mi pierna herida. Me la había atravesado una bala Jezail [sic] hacía algún tiempo y, aunque no me impedía caminar, dolía con cada cambio de clima”. Y en la versión de Cátedra dice: “no hice ningún comentario y me quedé sentado, cuidando mi pierna herida. Una bala de jezail la había atravesado tiempo atrás y, aunque no me impedía caminar, me dolía insistentemente cada vez que el tiempo cambiaba”. No obstante, ¡oh sorpresa!, esa bala de jezail que atravesó su pierna ¡aún se localiza! en su miembro cuando aún convive en las habitaciones de Baker Street 221B, pues en “La aventura del aristócrata solterón” (The Noble Bachelor, 1892) reporta en la versión de Akal (por obra y gracia del demiurgo y caprichoso titiritero Conan Doyle): “la bala de jezail que me había traído alojada en uno de mis miembros, como recuerdo de mi campaña en Afganistán, palpitaba con sorda resistencia”. En la de Cátedra dice: “la bala que me había traído dentro del cuerpo como recuerdo de mi campaña de Afganistán palpitaba con monótona persistencia”. Y en la de Alma: “la bala jezail que me había traído en una de mis extremidades como recuerdo de mi campaña de Afganistán me producía un dolor sordo y persistente”. Lo cual contradice lo que narra, sobre la batalla de Maiwand, casi al inicio de Estudio en escarlata en la versión de REI: “Fui herido allí por una bala explosiva, que me destrozó el hueso, rozando la arteria, del subclavio.” O en la versión de Valdemar: “Allí fui herido en el hombro por una bala de jezail, que me hizo añicos el hueso y me rozó la arteria subclavia”. En fin, cuento de nunca acabar.

           

Holmes de clérigo

Relatos I (Akal, 2022), p. 29

             A sir Arthur Conan Doyle tampoco le preocupaba la verosimilitud a ultranza: realista y racionalista. De ahí que Watson no reconozca a Holmes cuando se disfraza (ídem el detective Lecoq). Meollo inextricable a la ilusionista metamorfosis en un histriónico tris —un lúdico e hilarante acto de prestidigitación en el escenario teatral de la página— cuando emerge del disfraz. 

       

Las aventuras (Penguin, 2023), p. 164

             Equivalente, en su fantástica eficacia y metamorfosis, al recurrente disfraz de mendigo que signa la actividad pecuniaria del acomodado Neville St. Clair, protagonista del cuento “El hombre del labio torcido” (
The Man with the Twisted Lip, 1891), según Akal, o “retorcido”, según Cátedra y Valdemar. O que ciertos detalles y datos no se ajusten a la realidad, a la historia, a la geografía, a la toponimia o a la vida real. Lo cual, a lo largo del tiempo, y por lo que se lee y transluce en el compendio de notas de los tres tomos de Akal, ha suscitado múltiples comentarios, hipótesis, conjeturas, especulaciones y debates cartesianos y eruditos, e invenciones literarias y narrativas, e incluso perogrulladas y supuestos bizantinos y desenfocados. Lo cual —además de implicar la incesante proliferación de obras de todo tipo que utilizan, y han utilizado, a Holmes y a Watson en calidad de protagonistas o personajes, por lo menos al detective— evoca otro singular fragmento de “Credo de poeta”, la citada sexta y última ponencia de Borges en la Universidad de Harvard —dicha en inglés el 10 de abril de 1968—, reunida en Arte poética. Seis conferencias (Barcelona, Crítica, 2001), con traducción al español de Justo Navarro, prefacio de Pere Gimferrer y “Edición, notas y epílogo de Calin-Andrei Mihailescu”: “podemos imaginar un día en el que don Quijote y Sancho, Sherlock Holmes y el doctor Watson seguirán existiendo, aunque todas sus aventuras hayan sido olvidadas. Pero los hombres, en otros idiomas, seguirán inventando historias para atribuírselas a esos personajes: historias que serán espejos de los personajes. Es algo, a mi entender, posible.” Lo cual embona y se multiplica ad infinitum con el diagnóstico que Borges cifra en su prólogo a La isla de las voces (Madrid, Siruela, La Biblioteca de Babel núm.15, 1985): “Sherlock Holmes y el doctor Watson han conseguido que Sir Arthur Conan Doyle sea un hombre invisible.”

Estampa reproducida en la p. 20 de
Arthur Conan Doyle. La biografía definitiva del
creador de Sherlock Holmes
 (Almuzara, 2018), de 
Eduardo Caamaño


XIV de XV

Walter Scott

Los estudiosos y eruditos de la vida y obra del polígrafo Arthur Conan Doyle suelen aludir su proclividad por la novela histórica, ya como temprano lector (por ejemplo, de Walter Scott), ya como escritor de varios libros de esa índole (que ahora casi nadie lee, mucho menos en español, incluidos los que abordan aspectos y casos del espiritismo y su historia en dos tomos). Una vertiente narrativa donde, por antonomasia, lo imaginado y lo escrito pretende verosimilitud y ser espejo de lo real, puesto que por defecto reconstruye episodios y personajes extirpados del pasado; es decir, de las fuentes documentales e históricas consultadas por el narrador-investigador, recreadas o reescritas (ineludiblemente) a modo de palimpsesto en obras que suelen tener registros de carácter social, político, biográfico, ideológico, idiosincrásico, antropológico o sociológico.

           

Las novelas (Akal, 2009), p. 134

        En este sentido, descuella que en “La tierra de los santos” —la “Segunda parte” de Estudio en escarlata—, cuando en el desierto salado confluyen el par de solitarios supervivientes de una caravana de 20 o 21 personas (John Ferrier y la niña Lucy) y la larguísima caravana de mormones, una voz de la joven vanguardia declara que son cerca de diez mil. En la traducción de la citada edición de REI (Red Editorial Iberoamericana, 1988) un pie de página del traductor puntualiza: “Cifra exagerada. El mismo Brigham Young (cf. nota 5) asegura que, cuando llegó al Valle del Great Salt Lake en 1847, llevaba consigo 143 hombres, 3 mujeres y dos niños.” En esto Klinger coincide casi con papel calca, pues en su nota 200 apunta: “La narración del propio Brigham Young sobre el viaje en 1847 de los mormones a Great Salt Lake Valley menciona solamente 143 hombres, tres mujeres y dos niños.” Y en seguida ese mismo mormón canta (quizá con impetuosa tesitura coral de ¡gloria, gloria, aleluya!): “Somos los hijos perseguidos de Dios, los elegidos del ángel Moroni”. Y Klinger, sobre esto, comenta al inicio de su nota 201, sin apuntar quién enmendó el presunto yerro, cuándo y dónde: “El nombre aparece escrito erróneamente como ‘el ángel Merona’ en el texto de Beeton [sic] y en la edición del libro inglesa.” Mientras que en la edición tirada en México por REI ese joven mormón pregona (quizá inflando la pechuga y con un retintín de lo citado): “Somos los hijos de Dios perseguidos. Somos los elegidos del Angel Merona [sic].” Por ende, el traductor Amando Lázaro Ros apunta al inicio de la correspondiente nota al pie de página: “Probable error de Conan Doyle: el ángel revelador se llamaba Moroni, no ‘Merona’.”

         Véase que en varias traducciones al español de Estudio en escarlata se lee “ángel Moroni” sin ningún de pie página, advertencia o nota informativa; por ejemplo, en las citadas ediciones de Valdemar, Mirlo y Penguin Random House. Y en otras, también sin ningún pie de página ni comentario, se lee “ángel Merona”; por ejemplo, en la traducción de Julio Gómez de la Serna compilada en la susodicha edición de Cátedra y sin acreditarlo en uno los cuatro tomos editados en Barcelona por el Grupo Santillana a través de Editorial Óptima (5ª edición, marzo de 2002), que supuestamente reúnen La obra completa de Sherlock Holmes (más allá del canon de 60 narraciones: 4 novelas y 56 relatos). Y también se lee “Merona” en la traducción de Alejandro Pareja Rodríguez editada en 2018 por Alma Clásicos Ilustrados (junto con El signo de los cuatro e ilustraciones en blanco y negro de John Coulthart), pese a que esa empresa editorial anuncia en una preliminar frase el mercadotécnico y falaz maquillaje y antifaz: “Edición revisada y actualizada”.

       

Estudio en escarlata (REI, 1988). p.123

          
No obstante, el mismo portavoz de la larguísima caravana de mormones (próximos, sin saberlo aún, del punto fundacional y gravitacional de lo que pronto será Salt Lake City) le recita al esmirriado John Ferrier:

         “Somos de los que creen en las Sagradas Escrituras escritas con caracteres egipcios sobre planchas de oro batido que fueron puestas en las manos del santo Joseph Smith en Palmira. Venimos de Nauvoo, en el estado de Illinois, lugar en el que habíamos fundado nuestro templo. Buscamos un refugio que nos ponga a salvo de los hombres violentos e impíos, aunque sea en el corazón del desierto.”

         Fragmento que denota y transluce, junto con otros datos y minucias intertextuales —léase el “Capítulo 22” de Arthur y Sherlock. Conan Doyle y la creación de Holmes, ensayo (con múltiples anécdotas y episodios biográficos) de Michael Sims impreso en Salamanca, en 2018, por Alpha Decay— que Arthur Conan Doyle, para pergeñar la dramática y folletinesca trama de “El país de los santos” —“inspirada en un episodio de El dinamitero (1885), de R. L. Stevenson, titulado ‘Historia del Ángel de la Destrucción’ y escrito realmente por la esposa del escritor, Fanny Van de Grift”— dice Molina en su citado prefacio a la novela (y Sims op. cit.) y en la nota 2 de El dinamitero que se lee en su traducción, prologada y anotada, de los Cuentos completos de Stevenson editados en Madrid por Valdemar en 2013— sí se documentó, someramente, sobre la mitología, la leyenda negra, y la decimonónica y cruenta historia de los trashumantes pioneros de los asentamientos mormones en el norte del continente americano. Sin embargo, su esquemático relato de la conquista del Oeste por los polígamos feligreses de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días no es de carácter realista ni documental ni mucho menos histórico, sino fantástico e imaginario y en función del par de asesinatos que, en Londres y en el futuro 1881, investiga el sagaz detective Sherlock Holmes, seguido, casi con lupa y olfato de perro rastreador del octavo día, por el doctor Watson, su asombrado cronista en ciernes. De ahí que el polígamo profeta Brigham Young ejerza y dicte el credo religioso, la cerrazón comunitaria, el poder y la autoridad con inapelable voz de trueno y mano de hierro al rojo vivo (“Los Ancianos tenemos muchas novillas”, pregona el supremo machín de las esposas, como si estuviera herrando el trasero de las hembras apiladas en los rediles y harenes mormones), y que lo haga, no congratulado y concertado con las angelicales voces y el exultante y melifluo coro de los Doce Apósteles canturreándole y soplándole al oído rumbo al paraíso celestial de la vida eterna (donde quienes van ganando la veloz cabalgata de la poligamia pueden llegar a ser dioses de su propio universo), sino con la mojigatería, la idiosincrasia y el fundamentalismo atávico de los mormones machistas y polígamos, inextricables a la crueldad y a la deshumanizada maledicencia y complicidad del servil y rumiante Consejo de los Cuatro, donde, para el infortunio del viejo John Ferrier y de Lucy —su hija adoptiva y prometida del futuro asesino Jefferson Hope—, descuellan y resuenan los nefastos apellidos: Drebber y Stangerson.

Las novelas (Akal, 2009), p. 757

     
(Salamanca, Alpha Decay, 2018)

        
(Obsérvese, entre paréntesis, que el citado libro de Michael Sims no está exento de erratas y errores. Por ejemplo, en la página 260 data el 30 de agosto de 1888 el encuentro del editor norteamericano J.M. Stoddart, con Arthur Conan Doyle y Oscar Wilde, en el londinense Hotel Langham, quien en 1890 habría de publicar en Lipincott’s Monthly Magazine, revista mensual con sede en Filadelfia y sucursal en Londres: El signo de los cuatro en febrero y en julio: El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray). Pero una placa conmemorativa, desvelada el 19 de marzo de 2010 (siete años antes de la primera edición en inglés del libro de Michael Sims), precisa que la cena ocurrió el 30 de agosto de 1889. Más extraño y sorprendente es cuando en la página 269, Sims apunta: “Aunque en connivencia con varios ingleses, el asesino material de Morstan y Sholto resultaba ser un pigmeo al que Watson describe con horror y repugnancia”. Pues cualquier lector de El signo de los cuatro puede constatar que Tonga, el aborigen enano de tez y pellejo oscuro, asesinó al gemelo Bartholomew Sholto con una espina envenenada, larga y oscura, lanzada con su cerbatana y clavada sobre la oreja. Y que desde la penitenciaria en las islas Andamán sólo está compinchado con un inglés blanco y tostado por el sol: Jonathan Small, el enorme hombretón con pata palo; y lo está y lo sigue, más fiel que un perro sin destetar, porque le salvó la vida con sus conocimientos prácticos de medicina adquiridos en el dispensario de la prisión. Pero el capitán Arthur Morstan, desaparecido diez años antes: el 3 de diciembre de 1878, al parecer fue asesinado ese día por el mayor Sholto, el padre de los gemelos Thaddeus y Bartholomew. Pues hace seis años les reveló a éstos, en la secrecía e intimidad de su dormitorio, que durante el reclamo de su parte del tesoro de Agra —allí en Pondicherry Lodge, su aislada y oscura casona en Upper Norwood— el capitán Morstan sufrió un infarto y al caer hacia atrás se abrió la cabeza contra la esquina del cofre que contenía el tesoro. Y dado el implícito origen sanguinario y criminal del botín hindú que él escondía y retenía por su avaricia, y suponiendo que sería detenido, investigado y condenado por esa muerte, se deshizo del cadáver con el auxilio y la complicidad de su criado Lal Chowdar. No tema, sahib —narró que le dijo— nadie tiene que enterarse de que lo ha matado. Escondámoslo y ¿quién lo sabrá?)

       
Placa conmemorativa del 30 de agosto de 1889
Hotel Langham, Londres

         En la “Segunda parte” de El valle del terror, el encubierto y treintañero detective de la Agencia de Pinkerton, con la falsa identidad de John McMurdo, se infiltra, durante tres meses de principios de 1875, en los fétidos y cupulares miasmas de la Antigua Orden de Hombres Libres, la logia que opera y domina en el valle de Vermissa a través de las cloacas de la Casa Unión, la agrupación laboral que supuestamente defiende y procura los intereses y derechos de los jornaleros de las minas de hierro y carbón. Pero en realidad, sottovoce (ya lo tecleó el reseñista) es una organización delictiva, una mafia ramificada que actúa en la sombra con las claves, la retórica, las señas de pertenencia, la estratificación y los ritos de una sociedad secreta que, en el aterrorizado entorno social, ejecuta amenazas, extorsiones, destrozos, coacciones, incendios, robos y asesinatos.

       

Brigham Young

      
En “El país de los santos” —la “Segunda parte” de Estudio en escarlata—, en el territorio que avasalla y rodea el enclave y epicentro mormón de Salt Lake City, al unísono y como parte de la cerrazón y el autoritarismo que encabeza, fermenta y coacciona el profeta Brigham Young, también hay bandas criminales, secretas, enmascaradas y armadas, que roban mujeres, matan, hurtan bienes, destruyen, y exterminan a los críticos e iconoclastas, tal si se tratase de los sanguinarios y sádicos tentáculos al servicio del epicentro de la nomenklatura de un dictador ultramontano, del polígamo rajá de un régimen totalitario, antitolerante y terrorista cerrado a cal y canto. Según se lee en la versión de Akal:

        “[...] expresar opiniones no ortodoxas en aquellos días y en la Tierra de los Santos era algo peligroso.

          “Sí, algo peligroso, tan peligroso que hasta los hombres más santos se atrevían sólo a susurrar sus opiniones religiosas con aliento entrecortado, por miedo a que sus palabras fuesen mal interpretadas y les acarreasen un rápido castigo. Las víctimas de la persecución se habían convertido, por su propia cuenta, en perseguidores y en perseguidores de la peor calaña. Ni la Inquisición de Sevilla, ni los Vehmgericht alemanes, ni las sociedades secretas de Italia fueron capaces de poner en funcionamiento una maquinaria tan formidable como la que cubrió con sombras al estado de Utah.

           “Su invisibilidad y el misterio que la rodeaba hacían doblemente terrible a esta organización. Parecía ser omnisciente y omnipotente y, sin embargo, no se podía ver ni oír. El hombre que se enfrentaba a la Iglesia desparecía, y nadie sabía adónde se había marchado o qué le había sucedido. Su esposa e hijos lo esperaban en casa, pero ningún padre regresó jamás para contarles lo que había ocurrido a manos de los jueces secretos. La consecuencia de una palabra no meditada o un acto precipitado era la aniquilación y, sin embargo, nadie sabía de qué índole era ese poder que pendía sobre sus cabezas. No es de extrañar que los hombres viviesen temblando de miedo y que, incluso en lo más profundo de las regiones salvajes, no osaran susurrar las dudas que los oprimían.”        

        En este sentido, sobre las bandas enmascaradas y el robo de mujeres extrarradio, narra la voz anónima en la misma versión de Akal:

     

Estudio en escarlata (Mirlo, 2016), p. 124

           
“[...] Comenzaron a circular extraños rumores, rumores de inmigrantes asesinados y de campamentos saqueados en regiones donde nunca se habían visto indios. Nuevas mujeres aparecían en los harenes de los Ancianos, mujeres que languidecían y lloraban, mujeres en cuyos rostros quedaban huellas de un horror inextinguible. Viajeros rezagados en las montañas hablaban de pandillas de hombres armados, sigilosos, enmascarados, y silenciosos, que se cruzaban con ellos en la oscuridad. Estos cuentos y rumores cobran cuerpo y forma, y fueron corroborados una y otra vez, hasta que se fusionaron en un nombre definitivo. Hasta el día de hoy, en los ranchos solitarios del Oeste, el nombre de la Banda de los Danitas, o de los Ángeles Vengadores, continúa siendo siniestro y de mal agüero.”

       

Las novelas (Akal, 2009), p. 149

         
“[...] Nadie sabía quiénes pertenecían a esa sociedad despiadada. Los nombres de aquellos que tomaban parte en esos actos de sangre y de violencia, perpetrados en nombre de la religión, eran mantenidos en el más profundo silencio. El mismo amigo al que le comunicabas tus dudas con respecto al Profeta y a su misión divina podría ser uno de aquellos que regresaban de noche con fuego y espada para exigir una terrible reparación. Por eso, todos los hombres temían a su vecino y nadie hablaba de lo que le tocaba en el alma.”

         Sobre ese letal y terrorista meollo comenta Lázaro Ros en un pie de página de su citada traducción impresa en México, en 1988, por REI:

            “El público lector inglés de 1887 creía a pies juntillas todos estos ‘extraños rumores’ sobre los mormones. La Inglaterra victoriana estaba convencida de que los mormones robaban a las jóvenes sirvientas inglesas para sacarlas del país y convertirlas en esclavas blancas en los harenes mormones. La intransigencia y fanatismo de éstos alimentaron también la literatura norteamericana de la época. Piénsese, por ejemplo, en los capítulos 12-14 de El peregrino de la estrella [The Star Rover, 1915], de Jack London [1876-1916], o en Los jinetes de la pradera roja [Riders of the Purple Sage, 1912], de Zane Grey [1872-1939].”


XV de XV

Las novelas (Akal, 2009), p. 131

En “La tierra de los santos”, cuando en el desierto salado confluyen el par de sobrevivientes de una caravana de 20 o 21 personas y la larguísima fila de mormones polígamos en pos de Sion (ya sea el 4 de mayo de 1845 o de 1847), Lucy es una niña de unos cinco años. Y en un promedio de trece o quince años después —dado que en ambas versiones la fecha del asesinato del viejo John Ferrier es datada el
4 de agosto de 1860—, Lucy se ha convertido en una joven atractiva que, por su belleza y encanto, el profeta Brigham Young (estereotipo de irascible gallito alfa) apostrofa: la flor de Utah. (Era una mujer adorable, con una cara por la que un hombre estaría dispuesto a morir y matar, sin duda.)  

             En ese inicial encuentro y para dizque cobijarlos entre la secta de sus feligreses, Brigham Young les antepuso una condición inapelable que, aún antes del tácito e implícito bautismo, convirtió en mormones a la niña y a su padre adoptivo. En la versión de Akal el autoritario profeta “Miró a los dos náufragos y les dirigió unas palabras solemnes:

            “—Sólo podemos llevaros con nosotros si abrazáis nuestro credo. No dejaremos entrar a ningún lobo en nuestro rebaño. Mejor sería que vuestros huesos se blanqueen en esta región salvaje antes de que os convirtáis en esa pequeña mancha de descomposición que termina corrompiendo toda la fruta. ¿Vendréis con nosotros bajo esos términos?

         “—Iré con ustedes bajo cualquier condición —contestó Ferrier con tanto énfasis, que los Ancianos no pudieron ocultar su sonrisa. Sólo el líder retuvo su expresión severa e imponente.”

            En ese lapso de trece o quince años, John Ferrier obtuvo un terreno y construyó una casa de troncos en la que ha vivido y vive con su hija; y dada su laboriosidad y empeño se convirtió en uno de los hombres más ricos en el entorno de Salt Lake City o en el más rico. Pero el meollo es que por estar metido hasta las cejas y las heces entre la comunidad mormona, está muy enterado de los prejuicios y atavismos religiosos y del comportamiento polígamo, cerril, hostil, violento y reprimido de la fanática grey y sus líderes, y, por ende y por su obligación acordada al inicio, resulta previsible que se comporte y camufle a imagen y semejanza de un mormón más: ha ido al templo erigido en el centro de Salt Lake City y ha contribuido con el fondo común; no obstante, no tuvo mujer, ni mucho menos se hizo de un harén como el resto de sus compañeros. Y lo peor: ese año fatal de 1860, antes de que en el horizonte de Salt Lake City aparezca galopando el joven Jefferson Hope —cazador, aventurero y explorador de minas—, John Ferrier está decidido a no permitir que su hija adoptiva se case con un mormón. Pues, dice la voz narrativa: “Un casamiento semejante no era un verdadero casamiento para él, sino una vergüenza y una desgracia.”

             

Estudio en escarlata (Mirlo, 2016), p. 112-113

          Ante tal corrosiva perspectiva e íntima postura ética e ideológica, resulta absurdo y antagónico que, con su hija, no se haya ido motu proprio de Salt Lake City. Pero el caso es que el joven Jefferson Hope, con la previa anuencia paterna —dado que es cristiano pero no mormón— se compromete con Lucy: en dos meses regresará para el casorio y la marcha de allí, pues en ese breve tiempo, casi por arte de birlibirloque, hará fortuna en unas minas de plata en Nevada. Pero un día o unos días después de haberse ido a caballo con sus socios, Brigham Young, sin previo aviso, se presenta en la casa de troncos de John Ferrier —muy enterado de la amistad que media entre su hija y el gentil— para anteponerle una decisión, dice, del Consejo de los Cuatro, luego de echarle en cara que no tiene esposas y que Lucy está obligada a cumplir con “el mandamiento décimo tercero del código del santo Joseph Smith”, cuyo dogma dizque reza: Todas las doncellas pertenecientes a la verdadera fe deben casarse con uno de los elegidos, ya que la que se casa con un gentil comete un grave pecado.

         O sea: Lucy está obligada a casarse con un mormón y por ende tendrá que casarse con el hijo del hermano Drebber o con el hijo del hermano Stangerson, ancianos del dogmático y autoritario Consejo de los Cuatro. Y dado que John Ferrier le pide una prórroga para que Lucy dizque piense con quién, Brigham Young, quesque magnánimo, le otorga un mes para elegir. Pero en el instante de irse con el ceño fruncido, ladra y escupe su malévola y apestosa verborrea con una incendiaria amenaza en la que repite las estentóreas palabras que le vociferara en su primer encuentro en el desierto salado. Según se lee en la versión de Akal (con sus infalibles yerros y erratas):

            “Ya estaba saliendo por la puerta, cuando dio media vuelta, con el rostro rojo y ojos relampagueantes:

           

Las novelas (Akal, 2009), p. 153

           “—¡Sería mejor para ustedes, John Ferrier —tronó—, que los dos yacieran ahora como esqueletos blanqueados sobre la Sierra Blanco [sic] a que opusiesen sus débiles voluntades a las ordenes [sic] de los Cuatro Santos!”

           

Estudio en escarlata (Mirlo, 2016), p. 102-103

          Al día siguiente de esa aciaga visita de mal agüero, John Ferrier va de su rancho a Salt Lake City para enviarle un mensaje a Jefferson Hope a través de un amigo que viaja a Nevada, donde le resume lo ocurrido y le pide que acuda en auxilio de Lucy y de él. Pero al regresar a su casa de troncos, ve en la entrada un par de caballos y en el interior descubre entrometidos a dos jóvenes jinetes, quienes con su frívolo pavoneo y engreída cháchara le restriegan que son hijos de los hermanos Drebber y Stangerson, ancianos del Consejo; que el junior Drebber tiene siete esposas y el junior Stangerson cuatro; y que están allí para que él y Lucy “decidan” con quién de ellos se va a casar. El viejo John Ferrier —ríspido, agreste y enfurecido— casi los echa por la ventana, o los tunde con la fusta que lleva en la mano o les dispara en el culo con el arma que tiene en el piso de arriba. Pero el caso es que antes de largarse a todo galope, los jinetes del Apocalipsis lo amenazan con su fanática palabrería mormona, intolerante e influyente, casi de sádica maldición bíblica. En la versión de Akal se lee así:

           

Las novelas (Akal, 2009), p. 157

            “—¡Usted pagará por esto! —gritó Stangerson, pálido de ira—. Ha desafiado al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Se arrepentirá de ello hasta el fin de sus días.

            “—La mano del Señor caerá con fuerza sobre usted —amenazó el joven Drebber—. ¡Él se alzará y lo azotará!”

            Al día siguiente, pese a que el viejo John Ferrier revisó y cerró la casa, descubre, al despertarse en la cama y a la altura de su pecho, un papel prendido en la colcha con un alfiler. Allí lee una perentoria advertencia. En la versión de REI se lee así:

            Se te dan veintinueve días para que te corrijas, y después...

            “Los puntos suspensivos inspiraban mayor miedo que cualquier amenaza. Lo que a John Ferrier produjo vivo desasosiego fue el pensar cómo pudo ser introducido aquel aviso en su habitación, porque la servidumbre dormía en una dependencia apartada de la casa y las puertas y ventanas se hallaban bien cerradas. Arrugó en su mano el papel y nada dijo a su hija, pero aquel incidente le heló el corazón. Estaba claro que los veintinueve días eran los que restaban del mes que Young le había prometido. ¿De qué servían la fortaleza y el valor contra un enemigo armado de poderes tan misteriosos? La misma mano que había prendido el alfiler habría podido atravesarle el corazón, él no hubiera sabido nunca quién lo había matado.”

           

Las novelas (Akal, 2009), p. 159

         A la mañana siguiente, mientras John Ferrier y Lucy desayunan, ella lanza un grito al descubrir en el techo el número 28 garrapateado quizá con un palo quemado. El viejo, pese al miedo, no le revela nada de la sigilosa, entrometida e invisible asechanza. Pero a la mañana siguiente halla el número 27 pintado en la parte exterior de la puerta de la casa. Así —angustiado, armado, famélico, insomne y fóbico in crescendo— cada día descubre, en alguna parte de su casa, un número de la cuenta regresiva. Mas al llegar al penúltimo, o sea: a la noche del día en que aparece el número 2, llega, por fin, Jefferson Hope oculto en la oscuridad y arrastrándose pecho tierra: mugroso, exhausto y hambriento.

         

Las novelas (Akal, 2009), p. 163

           
Jefferson Hope tuvo que desplazarse así, reptando a la mazacuata prieta, porque la casa está vigilada por mormones armados y a caballo; pero también así están vigilados los caminos que llevan a Salt Lake City. Es decir, burló la red de centinelas, pues nadie se acerca ni se aleja sin la autorización del Consejo; y quien lo hace debe cantar el santo y seña con palabras y frases clave. Y Jefferson Hope pudo hacerlo por su oído de animal de caza camuflado en la floresta y por su habilidad adquirida en sus desplazamientos de aventurero y cazador en territorios salvajes (de hecho viste con el atavío de un cazador), aunada a la sagacidad adquirida durante los años vividos entre los indios washoe. De modo que, con su plan, logra sacar de la casa de troncos a Lucy y a su padre y guiarlos hasta un recoveco de la Cañada del Águila, donde dejó ocultos una mula y dos caballos para el duro y peligroso viaje por las montañas rumbo a Carson City, en Nevada, donde, supone, podrán descansar durante el resto de sus vidas.

            Así que a la mitad del segundo día de fuga, para proveerse de los víveres que ya les faltan, Jefferson Hope deja a Lucy y a su futuro suegro refugiados en un recodo en el que enciende una hoguera y se aleja con la escopeta en la búsqueda de alguna presa. Así, anda un buen tiempo a pie sin hallar nada, hasta que le da a un enorme borrego cimarrón al que le corta una pierna y un trozo del costado. Pero al emprender el regreso al sitio donde dejó a Lucy y a su padre, advierte que, pese a su experiencia, ha perdido la orientación. (O sea: no sólo al mejor cazador se le escapa la liebre, sino que también pierde el rumbo.) De modo que tarda unas cinco horas en orientarse y regresar al punto de partida. Y cuando llega, nadie responde a sus llamadas. Ve que no está Lucy ni su padre ni las bestias. Sólo quedan las débiles brazas del fuego, que aviva y del que enciende una antorcha que le permite descubrir, acogotado, un túmulo en el que alguien clavó un palo con un papel que canta el epitafio (y la advertencia y amenaza al forastero): “John Ferrier, habitante de Salt Lake City, muerto el 4 de agosto de 1860”.

           

Las novelas (Akal, 2009), p. 173

           Allí mismo, Jefferson Hope jura venganza. Mugriento, cadavérico y en harapos, tarda seis días en retornar a pie hasta la Cañada del Águila, en cuyo ámbito ve acercarse a caballo a un tal Cowper, un mormón al que le había hecho algún favor en varias ocasiones. Cowper, tras reconocerlo, le dice (en la versión de Akal):

            “—¡Es una locura que haya vuelto! —exclamó—. Con sólo hablarle, mi vida corre peligro. Los Cuatro Santos han emitido una orden de arresto contra usted por haber ayudado a que los Ferrier se escaparan.”

            Y pese a que Cowper le dice: “Aquí, incluso las rocas tiene oídos y los árboles, ojos”, le informa lo peliagudo, doloroso y trascendente: Drebber y Stangerson fueron parte de la cuadrilla que rastreó la pista de la fuga; que el joven Stangerson fue quien mató al viejo John Ferrier y por ese mérito (y pese a que sólo tiene cuatro esposas) suponía que Lucy le sería dada a él. Pero el profeta Brigham Young optó por el joven Drebber (quien tiene siete esposas y más dinero); que ayer fue la boda (de ahí las banderas que adornan el templo que Jefferson ve en lontananza). Pero Lucy no durará mucho, le dice, porque él vio la muerte en sus ojos. Parece más un fantasma que una mujer.

         

Estudio en escarlata (Mirlo, 2016), p. 157

         Y, en efecto, el vaticinio se cumple: luego de un mes, muere Lucy 
Ferrier (de tristeza, depresión, angustia, orfandad, abandono, soledad, insomnio e inanición, se infiere). De modo que con su sucio aspecto de rupestre y bélico salvaje, durante el velorio en el que sólo están las siete esposas de Drebber, súbitamente Jefferson Hope se introduce en la habitación y le quita el anillo matrimonial al cadáver de Lucy y se lo lleva. Oculto en la montaña y acechando, intenta, más de una vez, liquidar a sus odiados y repulsivos contrincantes. Pero sólo logra conjurar su venganza en Londres, más de veinte años después, luego de una serie de vicisitudes y contratiempos, y de una larga y dificultosa persecución (por Estados Unidos, el continente europeo, San Petersburgo y Londres) esbozada por la anónima voz narrativa de “El país de los santos”.