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miércoles, 1 de septiembre de 2021

La Templanza

Batallas para negociar a  cara de perro

 

I de III

Editada por el consorcio Planeta, en marzo de 2015 se publicó, en España y en México, La Templanza, la tercera novela de la prolífica escritora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), que tal vez sea su obra de ficción más documentada, detallista y minuciosa, base de una homónima, bilingüe, sintética e irregular adaptación a una serie televisiva en diez episodios, estrenada en streaming, en la plataforma de Amazon Prime, el 26 de marzo de 2021, con una estructura distinta (un par de voces en off, rótulos, y dos espacios-tiempos o vertientes narrativas, paralelas y entreveradas entre sí durante dos décadas, que finalmente convergen en un mismo espacio-tiempo), y con angulares y relevantes modificaciones argumentales, añadidos y énfasis dramáticos y melodramáticos, propios del culebrón.

           

María Dueñas con La Templanza (2015)

           Dedicada a su padre (Pedro Dueñas Samper, que sabe de minas y gusta de vinos), La Templanza comprende 56 capítulos distribuidos en tres partes, cuyos rótulos aluden los epicentros geográficos, históricos y socioculturales donde transcurren los hechos decimonónicos del presente que narra la obra: “Ciudad de México”, “La Habana” y “Jerez”, los cuales se suceden entre los márgenes de un año: entre septiembre de 1861 y septiembre de 1862.   

         

El joven minero Mauro Larrea en Real de Catorce

Fotograma de La Templanza (2021)

           Oriundo de una humilde herrería de un pueblo de Castilla (donde fue un niño abandonado por su madre y “nieto sin padre reconocido de un herrero vascongado”), el viudo Mauro Larrea, fortachón y proclive a las mujeres y a los lupanares, tiene 47 años cuando en septiembre de 1861, debido a un imprevisto suceso en la estadounidense Guerra de Secesión —los sudistas ejecutaron a su fabricante yanqui “en la batalla de Manassas” (ocurrida el 21 de julio de 1861) y decomisaron la maquinaria pedida y pagada por él desde México—, aunado a un previo y pésimo cálculo empresarial (se endeudó hasta las heces e invirtió todos sus fondos), pierde la casi la totalidad de su fortuna, acumulada durante más de veinte años con la boyante y voraz extracción de la plata en varias minas mexicanas; legendariamente en Real de Catorce, donde pretendía agenciarse y monopolizar los derechos de amparo para explotar y socavar Las Tres Lunas, un prometedor yacimiento cuyo nombre quizá implique un oblicuo homenaje a la Media Luna (“toda la tierra que se puede abarcar con la mirada”), el extenso y fantasmal territorio del fantasmal cacique Pedro Páramo en el fantasmal Comala.

            Embutido y maquillado con el lastre y la acartonada coraza de los atavismos y escleróticos prejuicios que comparte con la alta, mojigata y engreída burguesía de la Ciudad de México, con el apoyo afectivo y la discreción de su hija Mariana (quien está casada y embarazada y reside en un “palacio de la calle Capuchinas”), y con el auxilio operativo de Elías Andrade, su apoderado, empieza a vender, sigilosamente, el mobiliario de la casona de descanso de su hipotecada hacienda de Tacubaya, y decide escabullirse a La Habana para eludir el bochorno, las habladurías y el mordaz chismorreo de las élites de alto pedorraje; y al unísono para encontrar el modo inmediato de multiplicar el dinero que le permita recuperar en un tris la cédula de propiedad de su residencia en el centro del país mexicano (“un viejo palacio barroco comprado a los descendientes del conde de Regla”) que, por un préstamo, se vio impelido a empeñar con su implacable y rancio enemigo: el usurero Tadeo Carrús, quien le impone unas vengativas y coercitivas reglas “al cien por ciento”: “en tres vencimientos”: el primero “de hoy a cuatro meses”; el segundo a los ocho y con el tercero cierran “la anualidad”. Pero además lo vapulea y le vomita, con odio y veneno, una perentoria amenaza: “Si en cuatro meses contados a partir de hoy no te tengo de vuelta con el primer plazo, Mauro Larrea, no voy a quedarme con tu palacio, no. [...] Lo voy a mandar volar con cargas de pólvora desde los cimientos a las azoteas, como tú mismo hacías en los socavones cuando no eras más que un vándalo sin domesticar. Y aunque sea lo último que haga, me voy a plantar en mitad de la calle de San Felipe Neri para ver cómo se desploman una a una tus paredes y cómo con ellas se hunde tu nombre y lo mucho o poco que todavía te quede de crédito y prestigio.” 

          

El indio Santos Huesos y Mauro Larrea al llegar a La Habana
(La mulata Trinidad en un cameo)

Fotograma de La Templanza (2021)

         Seguido por su fiel y perruno criado, guardaespaldas y esbirro, el indio chichimeca de sonoro nombre español y rimbombantes apellidos de alcurnia literaria: Santos Huesos Quevedo Calderón (quien luce una folclórica y estilizada traza de folletín o historieta), el minero Mauro Larrea arriba a La Habana con tres capitales contantes y sonantes: el préstamo que le hizo Tadeo Carrús, los bolsones de cuero con el oro de su consuegra “la vieja condesa de Colima” (para que invierta y multiplique para ella en sus inciertos y aventureros negocios), y la copiosa suma monetaria de la herencia materna de una tal Carola Gorostiza, hermana menor del futuro suegro de Nico, el veinteañero y juerguista hijo de Mauro Larrea, quien por entonces anda en Francia en un período de supuesto aprendizaje “en las minas de carbón del Pas-de-Calais”; tarea impuesta por su presuntuoso y atávico padre, siempre preocupado por las apariencias conservadoras y burguesas, por el alto estatus y el qué dirán, quien no quiere que su peculiar retoño vaya por la libre, riegue el tepache y eche por la borda los intereses monetarios y sociales que implica casarse con Teresa Gorostiza Fagoaga, una joven de acaudalada dote, “descendiente de dos ramas de robusto abolengo desde el virreinato”.      

           

Editorial Planeta
Primera edición mexicana
México, marzo de 2015

        Entre las coloridas anécdotas y vivencias en La Habana (“una capital de vida licenciosa y derrochadora en la que el juego mueve querencias, designios y fortunas”) descuellan las relativas a la esclavitud y al tráfico y trata de esclavos, y a la aún improbable abolición y controvertida independencia de España; y el particular drama que sobre su abuela, esclava de origen africano, evoca doña Caridad, la obesa y mulata cuarterona que regenta la casa de huéspedes de la populosa calle de los Mercaderes (donde Mauro se aloja con su criado), quien (curiosa, cotilla y parlanchina) le canturrea un refrán habanero, propio para extranjeros recién desembarcados: “Tres cosas hay en La Habana que causan admiración: son el Morro, la Cabaña y la araña del Tacón.” Pero sobre todo destaca el hecho de que Mauro Larrea intenta que Carola Gorostiza se asocie a él y ambos inviertan en un modernísimo barco refrigerador. (Mientras, en un episodio, en la Plaza de Armas, una banda militar interpreta “los primeros compases de La Paloma de Iradier”; y en otro los paseantes corean “los primeros versos” de esa celebérrima y popular habanera que al parecer Sebastián de Iradier compuso hacia 1863: “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”; popularizada en México durante la breve presencia del emperador Maximiliano de Habsburgo y la emperatriz Carlota, la musa de la burlesca paráfrasis del “Adiós, mamá Carlota”, a quien cierto pueblo mexicano, con aliento chinaco, le canturreaba paródico, jocoso y vocinglero: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con desprecio que es un austríaco.” O también: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con cariño que es tu retrato.” Por aquello que repite el pegajoso y sentimental estribillo: “Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona.”) Pero Carola Gorostiza, por su parte, trata de involucrarlo, a espaldas de su marido, en el clandestino e inhumano negocio de un barco negrero. Y es por los equívocos de esos oscuros y subrepticios tejemanejes que sugieren un supuesto cortejo o amorío entre Mauro y Carola, que Gustavo Zayas, el cornudo esposo de ella, lo reta a una especie de “duelo de honor”, pero no a muerte con pistolas o espadas, sino en una mesa de billar, luego de verlo vencer, uno a uno, a los habituales caballeros del Café de El Louvre: “Al tocar la medianoche en el Manglar”; precisamente en la reservada mesa de billar de un pintoresco y abigarrado burdel (que tiene un baño decorado con un mural de escenas pornográficas y trazo naíf), cuya madama es una negra curvilínea y vieja ex prostituta de “ojos de miel” y “colmillo enjoyado”. “En casa de la Chucha. Una partida de billar. Si gano, no volverá a ver a mi esposa, la dejará para siempre en paz.” Y si pierde, le declara jactancioso: “Me iré. Me asentaré definitivamente en España y ella permanecerá en La Habana para lo que entre ustedes convengan. Les dejaré el terreno libre. Podrá hacerla su amante a ojos del mundo o proceder tal como les salga del alma. Jamás le importunaré.”

   

A la izquierda: Gustavo Zayas y Soledad Claydon
A la derecha: Mauro Larrea y Carola Gorostiza

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

           Vale apuntar que Gustavo Zayas también es un experto jugador (instruido en Jerez por un maestro importado de Francia y Mauro con un azaroso aprendizaje y entrenamiento en pulquerías, cantinas y burdeles de los poblados mineros); y según le dijeron los asiduos en El Louvre, “Desde que llegó a La Habana hace ya unos buenos años”, “no ha tenido rival en una mesa de billar”. O sea: es “el rey del billar habanero”. Pero Mauro Larrea, aconsejado por las inferencias y las estratégicas reflexiones del viejo sabio don Julián Calafat (el dueño de la Casa Bancaria Calafat, ubicada “en un caserón de la calle de los Oficios”, donde el minero resguarda sus posibles y las bolsas de oro de la condesa de Colima) —quien hace el papel de su consejero y padrino—, deja que Gustavo Zayas le gane la larga partida, quien desconcertado y picado lo reta de nuevo: “Una casa, una bodega y una viña [‘En el sur de España’] es lo que yo apuesto, y un monto de treinta mil duros lo que le propongo que aventure usted. Ni qué decir tiene que el valor conjunto de mis inmuebles es muy superior.” En este sentido, en esa segunda y trascendental “partida privada” (que inicia “casi a las seis de la mañana”: en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol), acuerdan que salgan los demás y sólo estén presentes don Julián Calafat y la Chucha, y el jorobado “Horacio como utilero”. Y tras decirle a la Chucha: “Yo me encargo de los gastos, negra. Tú sólo echa la moneda al aire cuando yo te diga” (“un doblón de oro” da volteretas por segunda vez “con el regio perfil de la muy españolaza Isabel II”), “El anciano recitó entonces los términos de la apuesta con la más adusta formalidad. Treinta mil duros contantes por parte de don Mauro Larrea de las Fuentes, frente a un lote compuesto por una propiedad urbana, una bodega y una viña en el muy ilustre municipio español de Jerez de la Frontera por la parte contraria, de las cuales responde don Gustavo Zayas Montalvo. ¿Están de acuerdo los dos interesados en jugarse lo descrito a cien carambolas y así lo atestigua doña María de Jesús Salazar?”

Doblón de oro de cien reales con el perfil de
Isabel II, reina de España entre 1833 y 1868


 

II de III

Al Viejo Mundo van “el Quijote de las minas y el Sancho chichimeca cabalgando de nuevo, sin rocín ni rucio que los sostuvieran”; es decir, seguido por el indio Santos Huesos, su criado, guardaespaldas y esbirro (quien es una especie de cómplice y servil esclavo sin las vejaciones y ataduras de un esclavo), Mauro Larrea viaja hasta Jerez de la Frontera a tomar posesión de sus nuevas propiedades: la casa, la bodega y la viña, que si bien están signadas por la ruina, el abandono y la desidia, el conjunto parece miliunanochezco, según la lectura que en la testamentaría hace don Amador Zarco, el viejo y obeso corredor de fincas: “Cuarenta y nueve aranzadas de viña con su caserío, pozos, aljibes y lindes correspondientes, las cuales detalló con profusión. Una bodega sita en la calle del Muro con sus naves, escritorios, almacenes y restos de dependencias, amén de varios centenares de botas —vacías muchas, pero no todas—, útiles diversos y un trabajadero de tonelería. Una casa en la calle de la Tornería con tres plantas, diecisiete estancias, patio central, patio trasero, cuartos de servicio, cocheras, caballerizas, y una extensión cercana a las mil cuatrocientas varas cuadradas, colindante por la izquierda, por la derecha y por detrás con tantos inmuebles anejos que asimismo quedaron pormenorizados.” 

 

Mauro Larrea y su sombra el indio Santos Huesos

Fotograma de La Templanza (2021)

           No obstante, pese a lo caudaloso que se entrevé y a que en Jerez el negocio del vino vive una venturosa etapa (Jerez huele “A mosto, a bodega, a soleras, a botas. Jerez siempre huele así.” Un efluvio distinto a “los aires marinos de La Habana” y al “perenne aroma a maíz tostado de las calles mexicanas”), Mauro Larrea no pretende asentarse de nuevo en España y convertirse en vinatero y bodeguero (asuntos y meollos que desconoce), sino vender de inmediato a través de ese rechoncho corredor de fincas (“Un hombretón entrado en años de cuerpo tocinero, dedos como morcillas y recio acento andaluz; vestido a la manera de un labrador opulento, con un sombrero de ala ancha y su faja negra a la cintura”) y regresar ipso facto a la Ciudad de México-Tenochtitlán para saldar su deuda con Tadeo Carrús, recuperar su palacio de la calle de San Felipe Neri, y resarcir su estatus social y pudiente de minero ricachón, concentrándose en los beneficios que multiplicará con las subterráneas vetas de Las Tres Lunas. Sin embargo, el primer obstáculo con el que tropieza es el hecho de que, según la normativa testamentaria, esas valiosas posesiones no pueden ser fragmentadas ni vendidas por separado (sólo en un lote conjunto) hasta que hayan transcurrido veinte años después de la muerte de don Matías, el autoritario patriarca fundador del patrimonio de los Montalvo. Y ese lapso se cumple dentro de once meses y medio.

El clan Montalvo en la bodega

Fotograma de La Templanza (2021)
   
         Siempre al tanto de las apariencias y del qué dirán, Mauro Larrea, en el ínterin de que surja el comprador del lote conjunto, se instala con su criado y folclórico matón en la deteriorada casona-palacio de la calle de la Tornería y va a echarle un vistazo a la bodega en la calle del Muro, donde lo reciben, informan y guían dos añosos ex empleados del clan Montalvo. “Llevaban ambos alpargatas desgastadas por el empedrado de las calles, pantalones de paño basto y ancha faja negra en la cintura.” Y el parlanchín de éstos le dice al “señorito”: “Servidor fue arrumbador de la casa durante treinta y seis años, y aquí mi pariente unos pocos más. Se llama Marcelino Cañada y está sordo como una tapia. Mejor hable para mí. Severiano Pontones, a mandar.” Pero, casi sin advertirlo, los planes del “señorito” de 47 años empiezan a trastocarse cuando aparece ante él la seductora figura y la seductora personalidad de Soledad Claydon, distinguida y rutilante miembro de la estirpe de los Montalvo.

 

Soledad Claydon

Fotograma de La Templanza (2021)

III de III

Atractiva, elegante y majestuosa, Soledad Claydon anda alrededor de las cuatro décadas. Aún “sin haber cumplido los dieciocho” se casó en Jerez con el británico Edward Claydon y desde entonces había residido en Londres, donde tienen cuatro hijas (Marina, Lucrecia, Brianda y Estela) que nunca aparecen ni interactúan en la novela. (“La mayor de diecinueve, la pequeña acaba de cumplir once”; “las dos pequeñas, internas en un internado católico en Surrey, y las mayores en Chelsea”, “al recaudo de unos buenos amigos”.) Su matrimonio con ese viudo marchante de vinos (treinta años mayor que ella y con un malcriado hijo de su primera esposa) fue impuesto y pactado, por interés y conveniencia, por el abuelo don Matías, el susodicho patriarca del clan Montalvo. Cuando Sol Claydon localiza a Mauro Larrea en la muy deteriorada y astrosa casona-palacio donde vivió su infancia, su adolescencia y su primera juventud, apenas hace casi dos meses que regresó de Londres y se instaló en Jerez, con su marido, en una casona ubicada en el número 5 de la Plaza del Cabildo Viejo. Sólo hasta que se vuelven cómplices a través de una serie de actos ilícitos y coercitivos con los que ambos pelean “a cara de perro” (sin excluir cierta dosis de violencia), Sol le revela a Mauro que ella, desde hace siete años, está al frente y al mando del negocio que presidía su esposo; la causa, oculta por ella ante el escrutinio de su hijastro y de la sociedad, es que desde entonces el viejo Edward Claydon está desconectado del mundo debido a una especie de locura o demencia senil, cuyos momentos críticos e inconsciencia la fémina controla y manipula con fármacos y drogas. Y como Alan Claydon, el hijo de Edward, pretendía dejar, en Londres, sin un clavo a Soledad y a sus cuatro hijas, ella hizo una serie de oscuras falsificaciones, tejemanejes, desfalcos y fraudulentos traspasos destinados a sus hijas y a su primo Luis Montalvo, el heredero de los bienes de la estirpe (la casa, la viña y la bodega); los cuales, antes de morir en Cuba y de ser enterrado en la Parroquia Mayor de Villa Clara, legó a su primo Gustavo Zayas Montalvo, mismos que éste perdió en la citada partida de billar ante el minero Mauro Larrea. (La pulsión teleológica o el quimérico non plus ultra de Gustavo Sayas era, al parecer, deshacerse de Carola Gorostiza y retornar a Jerez con suficiente parné para iniciar una onírica, ilusoria y quizá improbable reconquista amorosa.) A esto se añade el hecho de que Soledad Claydon sólo sabía con antelación (por un primer testamento) que eran sus cuatro hijas las herederas de su primo Luis y no su primo Gustavo, a quien ella parece despreciar desde lo más recóndito de su cascabelero esqueleto.

 

Mauro Larrea y Soledad Claydon
Carola Gorostiza y Gustavo Zayas

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

              A través de la maraña novelística, el entretenido y desocupado lector (o lectora) descubre que Luis Montalvo —a quien Mauro Larrea nunca conoció con vida—, además de ser literalmente el enano de la familia (por ello lo apodan Comino o Cominillo), era frágil, acomplejado, incompetente y falto de carácter. Y que el insensato e imprevisto homicidio de su hermano mayor en un coto de caza (quien iba a ser el legatario elegido por el todopoderoso dedo flamígero del abuelo Matías), lo colocó, unos días después del casorio de Sol con Edward Claydon, como el heredero que nunca quiso ser. Oculto e innombrable crimen que signó y preludió el resquebrajamiento de la cohesión y bonanza de la estirpe de los Montalvo, y que inculpó a Gustavo y por ello el abuelo Matías lo expulsó y exilió en Cuba, la Gran Antilla, territorio de la Corona Española. Por si fuera poco el culebrón (parecido al “libreto de una opereta digna del Teatro Tacón”, que quizá rubricaría ex profeso la dramaturga cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda), Gustavo, al ver trunco su mutuo y lúdico enamoramiento con su prima Sol, aceptó, en silencio y doblando la cerviz, el castigo y la marginación por un asesinato que no cometió y por ello, antes de que el moribundo Comino falleciera en el cafetal que Gustavo poseía en Cuba (precisamente en la provincia de Las Villas), el enano decidió retribuirlo heredándole la casa, la viña y la bodega. Intríngulis en el que además, en las mientes del desahuciado Comino y a espaldas de Gustavo, incidieron las persuasivas e insinuantes cartas que desde Cuba (a Jerez) le escribía Carola Gorostiza, inextricables al coqueteo, a la voluptuosidad, y a las soterradas ambiciones pecuniarias que caracterizan a esa elegantísima y guapetona fémina con un tentador cuerpo de pecado.  

   

Carola Gorostiza

Protagonista de la serie: La Templanza (2021)

        Y si en La Habana, el minero Mauro Larrea fue testigo de que Carola Gorostiza actuaba y negociaba a espaldas de su marido, en Jerez supone que Soledad Claydon hace lo mismo cuando, al término de la visita que ella le propuso (primero en calesa y luego a caballo) para mostrarle el territorio de La Templanza, es decir: la extensión, la casa de la viña, la tierra albariza y las viñas (que parecen atrofiadas y muertas), Sol le pide que se haga pasar por su primo Luis Montalvo ante la inminente presencia de un escribano y un abogado inglés enviados por Alan Claydon a cotejar y constatar los datos de las transacciones financieras que ella manipuló. Por ello le puntualiza a priori: “Falsifiqué los documentos, las cuentas y las firmas de los dos: la de Luis y la de mi marido. Después, una parte de esas acciones y propiedades las transferí a mis propias hijas. Otras, en cambio, siguen a nombre de mi difunto primo.”     

          

Soledad Claydon y Mauro Larrea en la viña

Fotograma de La Templanza (2021)

         Para apuntarlo con brevedad y sin desvelar las numerosas menudencias, trasfondos, intrigas y vericuetos que conlleva el suspense y los vaivenes, equívocos y sucesos de la detallista y puntillosa urdimbre de la novela (en la que a veces Mauro o Soledad sueltan o contienen la última carcajada de la cumbancha), vale resumir que todo deriva en un incipiente y novelesco vínculo amoroso entre la viuda y marchante de vinos y el viudo e indiano Mauro Larrea (de ahí la ilustración de la portada). Pero también entre la mulata Trinidad con su turbante encarnado (baila yambó sobre un pie, la otrora esclava de Carola Gorostiza, quien, obligada por Mauro, tuvo que otorgarle el escamoteado documento ológrafo de manumisión) y el indio chichimeca Santos Huesos, siempre con su sarape de colores, su filoso cuchillo (pa’ lo que mande su mercé), su larga melena y el “paliacate anudado a la cabeza bajo el ala ancha del sombrero” (quizá con holgados calzones de manta cruda hasta el tobillo, descalzo o de guaraches, y tal vez con el peliculesco trotecito del indio Tizoc), quienes fincan su destino en Cuba (precisamente en Cienfuegos, donde “echaron un hijo al mundo”), a donde arrearon desde Cádiz a bordo de una fragata que transporta un cargamento de sal gorda.

     

El indio Tizoc
(Pedro Infante)

          Vale añadir que en ese mismo navío de carga, en una minúscula y claustrofóbica camareta, trasladan a Carola Gorostiza, secuestrada y coaccionada con una aguja hipodérmica y sin haber podido cumplimentar su cometido de hacerse con los bienes que, alega, no pertenecen a Mauro Larrea, si no a su marido (ausente en España y a quien Sol nunca volvió ver después de casarse e irse a Londres con Edward Claydon). Mientras que en otro minúsculo aposento llevan, engañado y secuestrado, al codicioso, egoísta, díscolo, lépero y agresivo Alan Claydon, quien además de haber sido desvalijado por una caterva de salteadores (al parecer rucios y analfabetas) que lo abandonaron casi desnudo en una zanja, fue blanco de un tasajo de filoso cuchillo de matancero mexicano que Sol le aplicó en el rostro y del que brotó sangre, precisamente a modo de furiosa y vengativa rúbrica y marca de fuego tras el frustrado y violento intento de obligarla a firmar unos documentos; es decir, Alan Claydon quería arrebatarle lo que consta a nombre de sus hermanastras (“las gitanas del sur de España”, las moteja), y lo que ella depositó en un lugar secreto; y, por si fuera poco, pretendía anularla e “inhabilitar a su padre”. Pero además, al ideograma de ese elocuente corte de cuchillo, se le agrega la posterior quebradura de ambos pulgares (que lleva entablillados por el doctor Manuel Ysasi), orden dada por el indiano y valentón Mauro Larrea (luego de rescatar a Sol de las manazas del hijastro) y ejecutada en el acto por su esbirro el indio Santos Huesos; cuyo primera encomienda clandestina, justiciera e ilegal —una especie de pacto de sangre que lo convirtió en la sombra de su patrón y amo, ocurrida cuando era un chamaco en el salvaje y lejano pueblo minero de Real de Catorce y apenas “llevaba un par de meses trabajando en sus pozos”—, fue sacar y ocultar los cadáveres (ultimados a golpes por el iracundo y viudo minero) de un par de briagos que asaltaron su solitaria casa con la intención de violar a la niña Mariana y a la indita Delfina, la nana del chiquillo Nico (cuya madre murió por una sepsis puerperal tras el parto en el pueblo castellano), quien “no paraba de llorar y gritar como un poseso”, “arrinconado en una esquina y medio tapado por un colchón de lana que sobre él había volcado su hermana a modo de parapeto”.

           

La madre Constanza y el indiano Mauro Larrea

Fotograma de La Templanza (2021)

        Mientras el joven naviero Antonio Fatou, la seductora marchante Soledad Claydon, el indiano Mauro Larrea, y el solterón y doctor Manuel Ysasi (entrañable amigo de la familia y otrora infeliz pretendiente de Inés Montalvo, la hermana mayor de Sol), están confabulados en Cádiz ultimando ese par de subrepticios secuestros y contrabando a La Habana que con sigilo inicia antes del alba, ocurre un incendio en Jerez (nunca se sabe qué o quién lo causó), precisamente en el convento de Santa María de Gracia, donde la Reverenda Madre de esas monjas “agustinas ermitañas” (“recluidas en la oración y el recogimiento al margen de las veleidades del resto de los humanos”) es la madre Constanza, o sea: Inés, la hermana mayor de Sol; y donde, ante las garras y el asedio de Alan Claydon, escondieron al viejo Edward, con quien de joven la monja soñó con casarse y vivir por siempre jamás en Londres; pero al hacerlo con Sol siempre la detestó y nunca la perdonó. La religiosa, casi inflexible y dura de roer, pudo ser rescatada del fuego y de los ardientes escombros gracias al arrojo del experimentado minero Mauro Larrea (en ese heroico episodio se dislocó un codo) y por ende las hermanas Montalvo pudieron darse un abrazo después de más de veinte años sin verse ni hablar, no sin que Sol le soltara, previamente, un sonoro y fugaz bofetón a su resentida hermana que se negaba a recibirla y a dialogar con ella. Y el viejo Edward Claydon, quizá en un lapso de intuitiva o mediana lucidez (o perdido en una fantasmagórica y laberíntica e infernal pesadilla), logró escabullirse del convento en llamas e introducirse en la mansión de la calle de la Tornería que ahora posee y habita el indiano Mauro Larrea. No obstante, se suicidó “sesgándose la yugular con precisión quirúrgica”. Cuando lo encuentran, después de buscarlo, tenía, “En la pechera, chorros de sangre. En la garganta, clavada, una escuadra de cristal.” [...] “Estaba sentado de espaldas a la puerta. Erguido, en una de las cabeceras de la gran mesa de los Montalvo. La misma mesa en la que se sirvió el almuerzo tras su propia boda, la misma en la que cerró tratos con el viejo don Matías degustando el mejor oloroso de la casa. La mesa en la que se rió a carcajadas con las ocurrencias de sus tremendos amigos Luis y Jacobo [los vástagos del patriarca del clan: el padre del liliputiense Comino y el padre de Sol, ambos juerguistas e irresponsables por antonomasia], e intercambió miradas galantes con dos bellezas casi adolescentes [Inés y Soledad] entre las que acabó eligiendo a la que habría de ser su mujer.”

 

El viejo Edward Claydon recién casado con Soledad Montalvo

Fotograma de La Templanza (2021)

          La viuda, de luto, regresó a Londres sin despedirse. Y nueve meses después, en septiembre de 1862, retorna a Jerez de la Frontera, ya sin la negra vestimenta del duelo, y ya enmendados los retorcidos y chuecos renglones de sus malabares e infracciones financieras, donde en La Templanza halla al indiano Mauro Larrea convertido en un prometedor vinatero y bodeguero, con quien hace migas y convenios para producir el amor y una firma signada por ambos en las etiquetas: “Montalvo & Larrea, Fine Sherry, se leía en ellas”.  

 

 

María Dueñas, La Templanza. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2015. 542 pp.

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"La Paloma", de Sebastián de Iradier, cantada por la soprano Olimpia Delgado Herbert.

"Adiós, mamá Carlota", canción burlesca contra la Intervención Francesa de Vicente Riva Palacio. Intérprete: Amparo Ochoa.     

Trailer oficial de La Templanza (2021).

  

martes, 22 de junio de 2021

Sira

Un grato reencuentro con la mujer que fui

 

I de VII

Editada, en España y en México, por el consorcio Planeta en abril de 2021, Sira, la quinta novela de la narradora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), continúa la saga de las vivencias y de las intrépidas aventuras de la protagonista aludida en el título, iniciada con el boom y las masivas ventas de su primera novela: El tiempo entre costuras (Temas de Hoy, junio de 2009). Vale decir, entonces, que en la presente continuación: “Sira Quiroga Martín, nacida en Madrid el 25 de junio de 1911”, quien durante la Segunda Guerra Mundial fue, en la capital española, la sagaz espía de la inteligencia británica oculta bajo el carisma de Arish Agoriuq (exitosa, elegante y atractiva modista de supuesto origen marroquí), dejó de serlo tras la capitulación del Tercer Reich, suscrita el 7 de mayo de 1945. En este sentido, el lector, entre la primera y la segunda página del capítulo 1, tiene noticia de que Sira Quiroga, un día de marzo de 1944, en un efímero y subrepticio viaje de Madrid al Peñón de Gibraltar —entonces guarnición y base del ejército británico en la guerra contra las potencias del Eje (particularmente contra los nazis)—, se casó allí, en una sencilla y secreta ceremonia, con el inglés y agente encubierto Marcus Logan, cuyo nombre real es Mark Bonnard; y por ende, además de convertirse ipso facto en súbdita del rey Jorge VI (es decir: de la corona del Imperio Británico), pasó a llamarse Sira Bonnard.

          

Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta
México, abril de 2021

          
Al igual que en El tiempo entre costuras, la voz narrativa es la voz de Sira y por ende a veces recapitula circunstancias del pasado y episodios vividos por ella en esas épocas, o evoca a sus conocidos (particularmente en 1936) y a sus padres e incluso a sí misma; pero en este caso, además de estar matizada por anglicismos y galicismos, vocablos y frases que sazonan la oralidad y la postura cosmopolita que ahora presume al hablar y al ir por aquí y por acullá, se distingue por su omnisciencia (casi de visionaria del aleph o de automatizada Encyclop
ædia Britannica o de robótica y parlante Wikipedia); es decir, Sira narra, pero su narrativa, que sigue la nervadura, la intimidad, el pálpito y la respiración de sus pasos y pensamientos en primera persona y paulatinamente, implica y conlleva un sinnúmero de datos y relevante información histórica y geográfica no sólo sobre lugares y personajes y sobre el entorno y el tiempo presente donde se va moviendo y actuando, sino también sobre el porvenir; y que para nosotros, aldeanos lectores de las laberínticas, recalentadas y enviruladas catacumbas de la segunda década del siglo XXI, es historia. Tal urdimbre, desde luego y con diestra y fina técnica de suspense, ensamblaje y palimpsesto, es obra y gracia del arte literario de María Dueñas, auténtica contadora y costurera de mil y una historias de nunca acabar (de la estirpe de Sherezade) y por ende: encantadora de rejegas y descamisadas mazacuatas prietas, cuya voz y canto, además de incidir en los sueños y en las pesadillas, encandila y apacigua a las mortíferas y agresivas bestezuelas de la noche.

María Dueñas con Sira (2021)

 

 

II de VII

Centralmente, la novela Sira se desarrolla y transcurre entre junio de 1945 y agosto de 1947; y en tal sentido comprende 83 capítulos distribuidos en cuatro partes, cuyos rótulos aluden los epicentros geográficos donde la protagonista vive, actúa e interactúa: “Palestina”, “Gran Bretaña”, “España” y “Marruecos”; a lo que se añade el “Epílogo” y la “Nota de la autora”.  

            La ida a Palestina al lado de Marcus Logan obedece a que él fue destinado a Jerusalén por el Servicio Secreto de la inteligencia británica. No obstante, la reclusión doméstica de Sira había iniciado en Madrid, precisamente al término de su papel de la glamurosa modista Arish Agoriuq; es decir, tras sucederse la huida de los nazis y el desmantelamiento de los edificios y casas que usurparon en España. Antes de volar a Palestina la pareja pasa por Londres, donde Sira conoce a su suegra, la viuda Lady Olivia Bonnard, con quien no hace migas y cuya antipatía es mutua y recíproca; la cual sobrevive, asistida por una decrépita sirvienta y en medio de la pobreza y de las generalizadas carencias de la postguerra, en la vetusta y deteriorada casona donde Marcus nació y vivió de niño con su padre (muerto de un infarto casi a los 54 años), con su hermana (fallecida de meningitis en la adolescencia) y con su hermano menor (“piloto de la RAF”, caído “en combate al principio de la Batalla de Francia”, sucedida entre el 10 de mayo y el 25 de junio de 1940); caserón que se halla en “The Boltons”, el nombre de la calle donde se localiza en el “área de Brompton, Kensington”. 

            Mientras Marcus Logan cumple con su secreta y escurridiza misión en Palestina, Sira, no del todo recluida en el ámbito del hotel American Colony, ubicado en las inmediaciones de Jerusalén, continúa con su insípida, vacua y gris vida doméstica, sin dar golpe en ninguna parte, con neuróticas y frustradas ganas de largarse de ahí, quizá a Marruecos, donde en Tetuán reside su madre (retirada de la costura y casada con un viudo y jubilado). Tal grisura parece empezar a desquebrajarse cuando, sin buscarlo ni preverlo, una periodista canadiense: Frances Nash, quien no habla ni escribe ni jota del español (pero usa pantalones y maneja un jeep sin capota), le propone redactar con ella notas informativas para Télam, la agencia argentina fundada en Buenos Aires apenas el 14 de abril de 1945. La canadiense se informa o investiga y escribe las notas en inglés y Sira las traduce al castellano, las cuales firman con un pseudónimo que las asocia y suena masculino (útil y sutil para trasminar los atavismos y prejuicios machistas que pululan en el boludo y pelotudo ámbito del Río de la Plata): Frances Quiroga.   

     

Sir Alan Cunningham
El último Alto Comisionado del Mandato Británico de Palestina
(Noviembre 25 de 1945-mayo 14 de 1948)


         
 Vale puntualizar y resumir que el Mandato Británico de Palestina, cuyo gobierno militarizado, con la anuencia de la Liga de las Naciones, se remonta a 1920, confronta una creciente incertidumbre, inestabilidad y violencia social, dado que en medio de la población inglesa, árabe y judía, además de oponerse a las oleadas masivas y multitudinarias de inmigrantes judíos y a que éstos construyan más asentamientos, está en contra de la creación del Estado de Israel. Por ende, los grupos armados sionistas, desde la clandestinidad y el camuflaje, cometen una serie de atentados terroristas, que pese a que algunos se focalizan en destructivos ataques contra la infraestructura operativa del Mandato, se llevan por delante a miembros de la población civil, incluida la judía. Uno de esos ataques estalla frente a las narices de Sira, pues a través del reportero radiofónico Nick Soutter, amigo de la periodista canadiense Frances Nash, estaba por iniciar un conjunto de cuatro descafeinadas y asépticas grabaciones (sobre España) en la PBS (Palestina Broadcasting Service), “emisora oficial del Mandato”, subsidiaria de la BBC (British Broadcasting Corporation), la legendaria e histórica Corporación británica de radiodifusión, institución pública con matriz en Londres desde el 18 de octubre de 1922; o sea: también es matriz de “La Voz de Londres”, que Gonzalo Alvarado, su padre, oía en Madrid: “La escuchaba por las noches en su salón de Hermosilla, con su batín y una copa de brandy. ‘Estación de Londres de la BBC emitiendo para España’, así empezaba la retransmisión que al día siguiente comentaría con sus amigos durante el aperitivo en La Gran Peña.” Es decir, la fría mañana del 19 de enero de 1946, Sira, a bordo del “Morris del PBS”, estaba llegando al edificio de dos plantas de la Broadcasting House cuando ocurrió la súbita ofensiva. Según narra Sira:

            “[...] El auto avanzaba sin prisa, yo seguía cobijada en mi abrigo y mis cálidos guantes, sumida mentalmente en los apuntes de mi patria.

            “Fue entonces, llegando a la puerta, cuando algo inesperado cruzó veloz frente a nosotros. Una sombra, una presencia rauda, resbalosa, humana. El chófer frenó en seco y me gritó algo que no logré entender, mi cuerpo se abalanzó con brusquedad hacia delante por efecto de la inercia, de manera instantánea me crucé los brazos sobre el vientre.

            “La explosión sonó brutal, el coche se sacudió como movido por la mano de un gigante furioso y los oídos se me quedaron atronados. Todo alrededor se llenó de humo polvoriento; de inmediato se oyeron ráfagas de metralleta, gritos broncos y carreras, el conductor se giró hacia atrás y me agarró sin miramientos por la cabeza, arrancándome el sombrero y obligándome a tumbarme a la vez que bramaba en árabe e intentaba retroceder para alejarnos.

            “Hecha un ovillo sobre el asiento trasero, todo el tiempo restante permanecí con los ojos abiertos, muda, paralizada y a la vez extrañamente serena mientras mantenía los brazos entrelazados como tenazas sobre mi torso y las piernas dobladas encima. Los tiros, los gritos desgarrados alrededor en hebreo, en inglés y en árabe, las carreras, los motores de otros autos que llegaron precipitados, sus neumáticos derrapando sobre la gravilla, las sirenas que entonces empezaron a sonar desde la lejanía haciéndose cada vez más intensas: todo, todo me fue indiferente. Mi frialdad era tenaz, mi quietud sólo tenía un propósito. Lo único que me obsesionaba era que mis brazos no se movieran de su sitio, que siguieran cobijando a mi criatura, dándole calor, aliento.”

            Efectivamente, Sira está embarazada. Y aunque ni ella ni María Dueñas apuntan la fecha del nacimiento se infiere que el bebé: Víctor Bonnard, nació seis meses después, precisamente el 22 de julio de 1946 (en los momentos del parto moría, al unísono, Marcus Logan), pues fue ese día cuando ocurrió otra ofensiva aún más terrible: el planificado, cruento y coreografiado ataque terrorista que destruyó varios pisos del hotel King David, precisamente en el ala donde estaban los dormitorios, los archivos y las oficinas del Mandato Británico de Palestina. 

         

El hotel King David después del atentado terrorista
Jerusalén, julio 22 de 1946

         
Una histórica foto del hotel King David después del estruendoso, asesino y destructivo embate se observa en el ángulo superior izquierdo de la segunda de forros. Y Sira lo refiere, sin precisar, en el primer párrafo del primer capítulo: “Trescientos cincuenta kilos de explosivos depositados en los bajos de un hotel en Jerusalén: algo infinitamente más siniestro.”

Detalle de la segunda de forros


 

III de VII

Dado el constante polvorín y “la ley marcial” impuesta en Palestina por el Mandato inglés, Sira, en contra de su voluntad y con su bebé (ambos súbditos del Reino Unido y con pasaporte británico) es evacuada a Londres a inicios del heladísimo febrero de 1947. Lady Olivia Bonnard, su suegra, los recibe en el aeropuerto y los lleva a su empobrecida casona en un “opulento Bently” con chofer. Pese a que Lady Olivia se encariña con el bebé Víctor y lo considera el único heredero de su estirpe y del caserón, la convivencia resulta difícil, sobre todo por la indiferencia, el menosprecio y la grosería de la suegra hacia la yerna. Sira no tarda, entonces, en volver a desear irse a Marruecos, con su madre. Ni en descubrir, sin proponérselo, que lo “Lady” no es un título nobiliario; que un añoso, oscuro y retorcido episodio de infidelidad colocó a Sira y al nieto como los únicos herederos de la casona; y que Lady Olivia, sabiendo esto con antelación, y sin informarle a la yerna de las minucias del testamento de Marcus Logan, opera en la sombra desleales y tramposos tejemanejes para quedarse, por lo menos, con un trozo de la casa familiar.

            En marzo de 1947, cerca de Hyde Park, Sira localiza la dirección de Rosalinda Fox, pero su amiga ya no vive allí ni hay datos sobre su paradero. Luego va al edificio de la BBC a recoger un paquete remitido a ella desde Palestina. Enviado desde Jerusalén por el reportero radiofónico Nick Soutter, se trata de la radio que Marcus Logan le regaló cuando ambos eran residentes en el hotel American Colony y ella estaba por preparar sus truncos programas para la PBS. Radio que ella conservó en el apartamento del Austrian Hospice, en Jerusalén, lugar donde vivió con su bebé y donde era vecina de la periodista canadiense Frances Nash. En el edificio de la BBC, porque le entrega el paquete, conoce a Cora Soutter, la ríspida ex o aún esposa de Nick, y madre de sus dos hijos. Y tras descubrir allí las oficinas del Servicio Latinoamericano de la BBC, cuyo director es el colombiano George Camacho y el español Ángel Ara, su segundo, Sira da un paso al frente y les propone hablar en castellano sobre la situación en Palestina. Se aprueban tres colaboraciones que se logran realizar, tras un agrio y breve bloqueo maquinado, desde las tripas, por Cora Soutter.

   

La vieja Casa de Radiodifusión de la BBC
Londres, Inglaterra
 

         Pero lo relevante para ella en ese brevísimo paso por la BBC es que recibe allí un sigiloso mensaje confidencial para entrevistarse con emisarios de la inteligencia británica. Ella, que ahora quiere hacer las cosas a su manera, elige que la cita sea esa “tarde a las tres en The Dorchester”. Y escoge ese sitio porque lo observó en su búsqueda del domicilio de Rosalinda Fox, pues según narra: “Mi referencia era The Dorchester: me guié por aquel dato porque en la última de sus cartas Rosalinda mencionaba que solía frecuentarlo. Qué marvellously convenient resulta, decía, vivir junto al lado de uno de los más exclusivos hoteles de Londres.” Y añade con su peliculesca y consabida e infalible omnisciencia (no pocas veces del corazón): “Ése era el ambiente que a ella le chiflaba para tomar el té o un cocktail: por aquel establecimiento, sin yo saberlo, había pasado durante la guerra lo más pinturero del conflicto. El presidente americano Eisenhower junto con su secretaria-chófer-amante durante el Desembarco de Normandía. El ministro de Exteriores británico Lord Halifax, que ocupaba ocho habitaciones con su esposa mientras, en paralelo, encontraba tiempo para serle infiel en una suite con la espléndida Baba Metcalfe, que a su vez mantenía un idilio con el embajador de Mussolini. Todos aquellos egregios huéspedes, no obstante, me importaban bastante poco. Lo único que yo pretendía era dar con una amiga esquiva, aquella mujer que había marcado en gran manera mi devenir.”


            Son dos los trajeados agentes de la inteligencia británica con quienes Sira conversa en The Dorchester. El veterano Kavannagh, quien ya peina canas, y Dean Haines, su adjunto, rubio y treintañero. Y como para poner sobre el tablero quién es ella en la jugada, Kavannagh, además de trasmitirle el reconocimiento y los saludos de su ex jefe: el capitán Alan Hillgarth, agregado naval en la embajada británica en Madrid durante la guerra contra la expansión nazi, le resume su identidad e itinerario: “Por refrescarnos todos un poco la memoria, según consta en nuestros archivos, usted, la súbdita británica Sira Bonnard, anteriormente ciudadana española Sira Quiroga, prestó sus servicios entre los años 1940 y 1945 para el Special Operations Excecutive bajo la cobertura de la supuesta modista marroquí Arish Agoriuq, con el nombre clave Sidi y base de operaciones en España, trasladándose de forma ocasional a Portugal y desempeñando en todo momento su cometido con absoluta competencia, rigor, dedicación y entereza.”

Su misión posible (y después de oír la secretísima propuesta que se volatizará en un tris la acepte o no) es espiar a Eva Perón y a su cortejo durante su gira por España, la cual sucederá en junio de 1947. La razón: la esposa y emisaria de Juan Domingo Perón planea visitar Gran Bretaña y ser recibida por Jorge VI y hospedarse en el palacio de Buckingham. Y para tal espionaje tendrá que hacerse pasar por una reportera del Servicio Latinoamericano de la BBC. Además de enterase de qué lado masca la iguana, si tiene lengüetilla viperina o no, si hace el bizco frente al espejo o no, y de considerar el coste y las implicaciones estratégicas y geopolíticas en el contexto internacional que implica recibir (o no) a Eva Perón, la monarquía y el gobierno británico sopesan los intereses comerciales y económicos con la ricachona Argentina, pues según le comenta Kavannagh a Sira: “Incluso dentro de nuestra precaria situación económica, seguimos teniendo cosas que nos interesa venderles: aviones de guerra, pedidos millonarios para la Armada, maquinaria diversa. Y, por supuesto, seguimos necesitando de ellos la carne para alimentar a nuestro sufrido pueblo.”

 

Segunda de forros
(detelle)

       
Para su misión de infiltrada en la “Gira del Arco Iris” recibió informes sobre Evita y los miembros de su cortejo. Y se preparó para dar el gatazo de supuesta reportera radiofónica de la BBC. Según narra, “Una de las primeras iniciativas fue un curso acelerado de mecanografía en unas oscuras oficinas del Whitehall. A cargo de mi aprendizaje, pegada a mi espalda en todo momento, estuvo una secretaria madura de moñete tenso, flaca y áspera.” [...] “Para no resultar ignorante del todo entre fotógrafos, en un estudio de Fitzrovia me adiestraron sobre el funcionamiento y la nomenclatura elemental de distintas cámaras, tipos de rollos y lentes, cómo usar el obturador, el temporizador, el disparador, cómo cambiar la película. En otro estudio de Broadcasting House me enseñaron a manejar un magnetófono de bobina abierta, por si en algún momento viniera al caso. Una y otra vez maniobré los controles, tanteé los cabezales e inserté y saqué los rollos de cinta magnética hasta lograr repetirlo todo con facilidad mecánica.”

     El nom de guerre (para su pasaporte y para las tarjetas de presentación) ella misma lo elige: Livia Nash; es decir, expropia el apellido de su amiga canadiense y al nombre de la madre de Marcus le extirpa la ele. Y como broche de oro y como quizá era de esperar, dado que a Sira le gusta lo glamuroso y servirse con la cuchara grande, elige un deslumbrante vestuario de diosa del cine, como para dejar el ojo cuadrado y escurriendo la baba o como para detener el tráfico pedaleando a media avenida con tacones de aguja, pues no compró una modesta ropa (para nadar de a muertito y pasar desapercibida) en alguno de los populares almacenes de la cadena Woolworth (donde se hizo de unos chuchulucos de madera para su bebé), sino costosos vestidos de reconocido y rimbombante diseñador. En este sentido, apunta: “Sería incorrecto decir que renové mi vestuario, porque en realidad apenas tenía prendas que cambiar por otras nuevas; la maleta que había traído de Jerusalén sólo contenía ropa de invierno. A fin de abastecerme, volví a la tienda de Digby Morton en Kensington. Tuve la buena fortuna de que el mismo modisto estuviera allí [en realidad la atendió una empleada, y no el modisto, la vez que adquirió el ‘tailleur de tweed azul plomo’ para asistir a la cena en casa de los padres de Dominic Hodson, amigo de Marcus desde la infancia y su albacea testamentario], elegimos las prendas mano a mano. Se tragó que yo era la esposa de un diplomático portugués, no le di explicación alguna acerca de mi pasado entre costuras. Con su criterio y el mío ensamblados, cargué un guardarropa magnífico por el que pagué una indecente cantidad de dinero. Confesé el pecado ante mi conciencia y me di la absolución de inmediato: iba a cobrar un salario lustroso por mi misión en España y estaba a la espera de la imprevista liquidez por el patrimonio de Marcus. El propio diseñador me acompañó hasta el coche.” “Tiene usted un gusto soberbio, my dear”, le canta el diseñador autoelogiándose (y frotándose las manos con la lengua de fuera), “Vuelva cuando quiera, siempre será bienvenida.”

 

IV de VII

A inicios de junio de 1947, Sira, en su papel de la reportera radiofónica Livia Nash, arriba al aeropuerto de Barajas. Con disimulo, su padre, Gonzalo Alvarado, y Miguela, su criada, se llevan a la casona de Hermosilla al bebé Víctor, junto con Phillippa, la nana inglesa. Y Sira, en un taxi, se dirige al Club de Prensa, donde se hospeda y donde al día siguiente se hace la presentación de los periodistas extranjeros, tutelados y puestos al día por Diego Tovar, director de la Oficina de Información Diplomática.

            Pese a que su informe final y el resultado es de calidad media (y a que por su parte la monarquía británica no quiso recibir a la esposa de Juan Domingo Perón), Sira cumple su cometido de espiar la personalidad, los discursos incendiarios y populistas (“más de uno creyó escuchar ecos de una Pasionaria con acento porteño”), las frases lapidarias, las palabrotas, la neurosis, las fobias, la inseguridad, los caprichos, el carácter autoritario, la megalomanía, y el recargado y ostentoso vestuario invernal de Evita en su recorrido veraniego por la empobrecida, católica y reprimida España de Franco, el Generalísimo y dictador proclive a los largos y somníferos protocolos, a las alharaquientas concentraciones masivas, a la simulación, a la hipocresía, al boato, al derroche, a los excesos y a la demagogia.

Evita saludando al dictador Francisco Franco.
En medio: Carmen Polo, esposa del Generalísimo.
Atrás de ésta: Lillian Lagomarsino de Guardó,
asesora de la esposa de Juan Domingo Perón.
 
       
En ese tiempo de espionaje en la oscura España de Franco sobresalen varios ingredientes narrativos. Uno es el embrionario y desabrido enamoramiento de Sira por Diego Tovar, el citado funcionario de la propaganda franquista hacia el exterior del país, quien en los instantes de despedida, por lo que él se ha enterado de su encubierta y paralela actividad, se distancia de ella. Al preguntarle si “de todas formas” tendrán “el reportaje de la BBC”, Sira le responde: “Eso seguro. Pero no seré complaciente.” A lo que él apunta: “No esperaba menos de ti.” Y “Me guiñó uno de sus ojos claros, cómplice.” Lo cual debe ser totalmente falso e hipócrita, hueca palabrería, pues Diego Tovar, como lacayo de la dictadura de Franco (en cuyo ámbito antidemocrático no hay libertad de expresión ni de prensa ni ideológica), no traicionaría a lo tonto, ni le mordería la mano al statu quo del que vive, se posiciona, y saca raja y privilegios. De ahí que una de sus diplomáticas funciones, a través del aburguesado y ricachón agasajo y del trato excepcional y galante, haya sido inhibir el sentido crítico de los periodistas extranjeros e inducir sus observaciones reporteriles para la causa franquista.

          

Evita y Franco

          
Pero lo que descuella y desconcierta en su papel de supuesta enviada del Servicio Latinoamericano de la BBC es que actúa como periodista de un medio impreso y no como una reportera radiofónica. Veamos. Si bien dice que al regresar a Londres grabó, ante los micrófonos de la BBC, el reportaje sobre la visita a España de Eva Perón (“allí quedó mi voz, grabada en los surcos de tres discos de pizarra”) y que rechazó los emolumentos (“Utilice ese dinero para contratar a algún otro de mis compatriotas, me consta que necesitan más que yo estos trabajos”), lo que hizo en territorio español fue sólo tomar algunos apuntes (con el moderno biro comprado en Jerusalén), pero no hizo lo que hubiera hecho una auténtica reportera radiofónica o alguien que finge serlo: grabar breves reportes orales hechos por ella y fragmentos de los discursos de Evita, y editarlos, con su propia voz, en cápsulas informativas sobre los pasos y actos protocolarios y públicos de la esposa de Perón en varias ciudades de España (ni siquiera lo hizo cuando Franco la condecoró con la Gran Cruz de Isabel la Católica).


Evita, oradora hasta la saciedad

       
Y lo más sorprendente y llamativo: siendo Eva Perón una oradora nata y con experiencia en radio (incluso encadenan su perorata a través de Radio Nacional de España), ¡nunca la entrevistó en exclusiva para el Servicio Latinoamericano de la BBC! Y pudo hacerlo si la monarquía británica aprobaba o no la visita de Eva a Inglaterra, precisamente cuando al viajar de Madrid a Granada, Alberto Dodero, el magnate y naviero argentino, la invita a que no lo haga en el avión donde se acomoda la prensa, sino en el avión donde viaja Evita, sus allegados y algunos funcionarios de alto pedorraje; y entonces, allí, Sira habla con ella (tête à tête), pero, ¡oh my God!, ¡no la entrevista! Pero lo que trasciende es que Evita le elogia a Sira el conjunto que lleva y los hermosos vestidos que le ha visto al seguirla. Y al preguntarle: “¿Te los hicieron acá, en España?” Sira responde: “En Londres, señora. Un modisto inglés.” Y para que el dato no se vaya por la fétida coladera, Evita le pide a Lillian Lagomarsino de Guardó, su consejera y especie de cabizbaja y sumisa dama de compañía, que tome nota para visitarlo cuando vayan a Londres. La alusión del viaje a Londres sorprende a los concurrentes y entonces Evita (llamada la Perona por sus críticos y adversarios) truena a todo gaznate: “¡Cuando vayamos a Londres dije, sí, no me miren con esas caras! ¡Cuando vayamos a Londres a ver al rey, si es que nos envían la invitación oficial! ¡Y si no, los mando yo a todos a la mierda!”

 

Eva Perón y Lillian Lagomarsino de Guardó

           
En su papel de espía al servicio de la inteligencia británica, Sira, a través del galante y discreto apoyo del sesentón Alberto Dodero, se introduce, solitaria, en el Palacio del Pardo (“me estaba metiendo en la boca del lobo”, dice), donde husmea y critica con ironía el vestuario de Evita, y donde obtiene confidencias del par de modistas argentinas que la acompañan desde Buenos Aires. Por ejemplo, de “un extravagante ropón negro que colgaba de la barra de las cortinas con capa, capucha y enorme ruedo”, y del que comenta: “Tuve la impresión de que cabrían tres Evas dentro”, Asunta, una de las modistas, le dice: “Es un diseño de Madame de Gres para la casa de Bernarda Meneses, va a lucirlo con la Gran Cruz de Isabel la Católica en el pecho durante la audiencia con el papa Pacelli, a ver si consigue que la hagan marquesa [...] Que el Santo Padre la nombre marquesa pontificia, eso es lo que quiere.” Desafortunadamente Eva Perón, en su visita a la Santa Sede, sólo logró que Pío XII le obsequiara un rosario.

   

Eva Perón rumbo a su audiencia con Pío XII
(Ciudad del Vaticano, 1947)

         
Y de su ansiado viaje a Londres (meollo que la ponía neurasténica e insomne haciendo constantes y perentorias llamadas telefónicas a Buenos Aires), Asunta le revela: “Aunque no lo haya dicho en público, espera una invitación formal del Palacio de Buckingham. Pretende que la alojen en él y que, al igual que están haciendo en España, le den tratamiento de jefe de Estado. Están viendo fechas. Oí comentar que podría ser antes del 20 de julio, después de Italia y Francia [...] Y dice la Señora que, o los reyes acceden, o por allí no se asoman.” Y para esa soñada recepción de cuento de hadas (“Cinderella from the Pampas [Cenicienta de las Pampas], la llamaría la prestigiosa revista norteamericana Time”), Sira se entera que Evita tiene dispuesto “un modelo un tanto especial de Ana de Pombo”, que “lo tiene reservado por si finalmente van a Londres”, pero sólo si “la reciben los reyes”, si no: nanay. Según observa Sira, se trata de “un larguísimo vestido de encaje azul cielo, plagado de lentejuelas.” [...] “No pude evitar una triste sonrisa. A mucho aspiraba la audaz Eva Perón, con esa capa pretendidamente majestuosa que parecía sacada de un dramón de Hollywood. Quizá nadie de su entorno le había hablado de la austeridad y la dureza de los tiempos de Gran Bretaña, de cómo la principal obsesión del Gobierno y el pueblo era la subsistencia. O quizá sí lo sabía, y no le importaba.”

           

Madre Teresa de Calcuta

       
 Extrañamente, parece que a Sira se le ablandó la sesera, pues el colonialista, altivo y racista gobierno del Imperio Británico no es ninguna Madre Teresa de Calcuta, ni ninguna hermanita de la caridad del cobre, cantora de cachetito del Himno a la alegría de Miguel Ríos. Habría que recordar, por lo menos, su dominio colonial, predador y explotador, en el India desde 1858, cuya sonora independencia se avecina y sería declarada el 15 de agosto de 1947; y su tóxica presencia y ocupación militar en Palestina, de facto desde 1917 y formalmente a partir del 10 de agosto de 1920 por el Tratado de Sèvres, que derivaría, pese a su contrariedad política y a sus impositivos intereses, en una guerra civil entre árabes y judíos, sucedida entre el 14 de noviembre de 1947 y el 14 de mayo de 1948, día de la salida del último militar británico y de la declaración del Estado de Israel. Y aunque ella haya sido testigo del racionamiento y la pobreza en ciertos ámbitos de Londres y de la heroicidad de ciertos sectores de la población para confrontarla y aunque algo obnubilada o falaz se diga a sí misma: “desde mi España desastrada y encogida, con el paso de los días era consciente de que cada vez valoraba más Inglaterra y a los ingleses. Aunque mi estancia entre ellos fue breve, me proporcionaron grandes lecciones de pragmatismo, dignidad y entereza”, el intríngulis neurálgico es otro, pues además del derroche de libras esterlinas que la inteligencia británica le paga del erario por su trabajo de espía en la reprimida, santiguada y pobretona España de Franco, el mismo Kavannagh le mencionó los intereses de su gobierno hacia la Argentina de Perón: “nos interesa venderles: aviones de guerra, pedidos millonarios para la Armada, maquinaria diversa [...] estimamos que, siendo convenientemente orquestada, la visita de Madame Perón tal vez podría ayudar a destensar tiranteces, limar asperezas y reconducir los vínculos entre las dos naciones. Podría, en definitiva, convertirse para nosotros en una interesante oportunidad estratégica.”

           

Mery y Agustín de Foxá

     
 Sira, además, pese a su crítica a la pretensiosa y desmesurada manera de vestir de Eva, en lugar de camuflarse de reportera con un perfil bajo en medio de los empobrecidos y ruinosos tiempos de postguerra, también eligió un esplendente y exclusivo vestuario como para actuar, deslumbrando, en una película de Hollywood (quizá un thriller de espías o un clásico de James Bond). Esto lo calibra, sin conocer el trasfondo y a ojo de buen cubero, la esposa del escritor de derechas (glotón, bufo y diplomático) Agustín de Foxá, en ese banquete de despedida de Madrid, donde Sira dice que “Madame Perón se había pasado por el arco del triunfo el asesoramiento de sus discretas modistas: a su antojo y albedrío, se había vestido y peinado para una gala de la Metro-Goldwyn-Mayer y no para una cena protocolaria en el Madrid pacato del 47”, pues esa fémina, Mery Larrañaga, “una joven tremendamente atractiva que destacaba por su estatura y un estilo bastante más mundano que el resto de las castas señoras que formaban la comitiva de doña Carmen Polo”, le espeta a bocajarro en la intimidad del solitario tocador: “No tiene aspecto de periodista, no creo que pudiera permitirse un evening dress semejante con su sueldo.” Y además esa Mery (resentida, mohína e insatisfecha) le comparte, tras bambalinas y sintiéndose pitonisa, su apología y admiración por Eva Perón: “Nada la intimida —añadió saliendo del cubículo—. No se achica ante nadie. Ahí la tiene, sentada junto al tirano de Franco, vestida como le da la real gana y absolutamente segura de sí misma. Jamás conocí a ninguna mujer tan libre, tan dueña de sus opiniones, sus decisiones y sus actos.” [...] “Cuéntelo en la BBC, que se entere el mundo —concluyó mientras nuestros tacones repicaban sobre el mármol del lobby. Del comedor salían voces elevadas, estaban sirviendo ya el café y los licores—. Diga a través de sus micrófonos que Evita es única y pasará a la historia. Cuando de usted, de mí y de las bobadas de mi marido no haya quien se acuerde, cuando la gloria de Franco se haya convertido en humo y todos los que ahora la adulan no sean más que sombras, la memoria de Eva Perón seguirá perviviendo.”  

  Pero el quid de la cuestión es el vestuario de diosa del cine hollywoodense que Sira eligió para representar a Livia Nash, supuesta reportera del Servicio Latinoamericano de la BBC, destinada a cubrir la ruta que sigue Evita en su paso por la pobretona y reprimida España de Franco. Y un ejemplo es ese vestido de noche, azul y largo, que luce cuando arriba “a la plaza de la Lealtad” para asistir a la cena en el hotel Ritz que, narra Sira, “ofrecía Madame Perón como gratitud por su hospitalidad al Generalísimo antes de arrancar la tournée que nos llevaría a distintos rincones de la Península”. De la acarreada multitud, populachera y vociferante, que antecede a la entrada le lanzan piropos. Ella va del brazo de Diego Tovar, refulgente en su frac; pero alguien empuja a un fotógrafo, quien, al trastabillar, pisa el amplio borde de su largo y glamuroso vestido; y, a punto de caer, quien la sostiene por la cintura y evita el porrazo es un policía que va de paisano: nada menos que Ignacio Montes, el ex noviecito con quien estuvo a punto de casarse en el Madrid de poco antes de la Guerra Civil.  

 

Evita en la manicura
(foto: Gisèle Freund)

           P
ero el vestido más deslumbrante diseñado por Digby Morton no lo luce en la mojigata España de Franco, sino en Tánger, en julio de 1947, cuando ha asumido el papel de Arish Bonnard, una supuesta “couturière, recién llegada de Buenos Aires”. Según dice, es “el más vistoso de mis modelos ingleses, con hombros desnudos y espalda al aire. Ni siquiera había llegado a estrenarlo durante el tour de Eva Perón: lo encontré algo descarado para nuestra modosa España.” Pero esa posterior y sorpresiva velada en Tánger es la ocasión de lucirlo, precisamente en la Gala Estival que la Asociación Internacional de la Prensa efectúa “en las instalaciones de la Emsallah Garden”. Allí, al coincidir con “la plana mayor del diario España”, de Marruecos, un fotógrafo inmortalizó el momento siendo ella la resplandeciente y llamativa gema, el recamado, onírico y maravilloso epicentro. Según narra Sira:

            “La fotografía ocupaba media página. Ocho hombres y yo en el centro: una de las estampas que ilustraban la crónica de la velada de la Asociación Internacional de la Prensa. Todo un contraste mi vestido claro de cintura estrecha, mi escote y mis hombros desnudos, con los formales varones que me parapetaban. A pie de fotografía, una nota elocuente.

            “La directiva del diario España, con la señora Arish Bonnard, colaboradora de doña Barbara Hutton, quien acaba de instalar su residencia veraniega en una villa próxima al Parque Brooks a fin de preparar la llegada a la Zona Internacional de la millonaria norteamericana.”

 

V de VII

Pero dentro de las mil y una aventuras en esa incursión en la España de Franco, destaca el hecho de que Sira Bonnard, representado el papel de la atractiva reportera Livia Nash (quien dosifica el coqueteo y sabe seducir y usar sus encantos femeninos cuando es necesario), sin buscarlo ni preverlo, coincide, inesperadamente, con Ramiro Arribas haciéndose pasar por un tal Román Altares, supuesto empresario argentino que parlotea con fluido acento de porteño del Cono Sur. Ese bataclano sin escrúpulos, oculto en su facha de impecable galán, es el canalla que frustró su inminente boda con Ignacio Montes, el méndigo que le doró la píldora para irse con él a Tánger poco antes del estallido de la Guerra Civil, el que tras robarle las joyas y el dinero que le dio su padre, la abandonó estando embarazada y obligada a pagar las deudas del hotel Continental y por ende quedó bajo custodia de la policía del Protectorado de Español de Marruecos. De un vistazo ambos se reconocen. Y Ramiro Arribas no tarda en acercársele para sacar provecho de ella: quiere que le facilite un recomendado encuentro con Alberto Dodero, el millonario y naviero argentino que acompaña a Eva Perón. Sira se niega. Y él intenta coaccionarla y chantajearla, incluso seduciendo (y luego secuestrando) a la nana del bebé Víctor. Y es en ese enredo donde Sira actúa con el arrojo, la estrategia y el instinto detectivesco que la distingue, sin excluir el toque y remate invisible de su índole de costurera. Camuflada de española común y corriente, se introduce en la recámara del hotel donde se hospeda Ramiro y con su habilidad con la aguja y el hilo, deja, oculta en el neceser, nada menos que la Gran Cruz de Isabel la Católica, misma que ella rescatara en un astroso y mugriento caserío gitano, tras haber sido robada al hermano de Eva Perón, aficionado al sexo, a la parranda, a la bebida y a los lupanares. Pero además de sembrar la Gran Cruz en el neceser de Ramiro, sin haberlo previsto, rescata de esa recámara a la nana de Víctor, quien es una cándida e incauta muchachita que aún ronda la veintena. Pero lo que sí previó Sira con esa acción inculpatoria fue que la policía, a través de Ignacio Montes, le echara el guante y lo encarcelara.

           

Tercera de forros (detalle)

               
Pero Ramiro Arribas es un astuto delincuente que deja ese hotel antes de que lo apañen. De modo que, habiendo urdido otra trampa para que la policía por fin lo atrape, Sira le asegura que la entrevista con Alberto Dodero la tendrá en el Hornero, el barco del magnate que se halla en el puerto de Barcelona cuando ya casi concluye en España la gira de Eva Perón (y pasa el día 25 de junio de 1947 sin que nadie se acuerde del aniversario 36 de Sira, ni siquiera ella). Para emboscarlo, la policía arriba al muelle de un modo peliculesco y estrepitoso; pero Ramiro es hábil y ágil y por ello logra colarse en el buque sin que lo atrapen. A lo que se agrega el hecho de que en ese navío, por ser argentino y en el que se transportaron las toneladas de ayuda a la España de Franco, la policía del régimen no tiene jurisdicción. Y además de que así se elude un escándalo periodístico y un conflicto internacional con la Argentina de Perón, todo indica que el pelotudo de Ramiro Arribas, en su papel de Román Altares, retornará a Buenos Aires.  

 

VI de VII

Sira regresa a Londres con su padre, Gonzalo Alvarado, con la nana Phillippa y el bebé Víctor, y se instalan en la achacosa casona de Lady Olivia Bonnard. Y una vez cerrados sus compromisos con la BBC y con la inteligencia británica, Sira entra, cada vez más, en una neurosis y en un vacío existencial, egoísta y egocéntrico, en el que se entroncan dos contrariedades: ante la antipatía recíproca que media entre Sira y Lady Olivia, su padre y su suegra se hacen amiguetes y se enamoran, pese a que ella no habla español ni él inglés. Y Sira, sola y solitaria en el inframundo, siente que no hace nada y que es del todo inútil. Así que cuando de nuevo Kavannagh solicita sus servicios, ni tarda ni perezosa se engancha, aún antes de saber de qué se trata. Sólo sabe que no lo hará para la inteligencia del gobierno británico, sino para una compañía de seguros.

           

Barbara Hutton
La pobre niña rica

       
Barbara Hutton

         
La multimillonaria y caprichosa Barbara Hutton, dueña de la cadena de almacenes Woolworth (menospreciados por Lady Olivia Bonnard), recién ha adquirido un palacio en Tánger: el Sidi Hosni, ubicado en la medina. Su misión: investigar el entorno físico y humano de esa residencia, pues la pobre niña rica, el día de la inauguración, lucirá unas valiosísimas esmeraldas montadas en una tiara (que puede ser gargantilla), cuyo origen, según le cuentea el parlanchín inglés que la contrata por dos mil libras esterlinas contantes y sonantes, pertenecieron “a la familia Romanov”, que eran “de la gran duquesa Maria Pavlovna cuando salieron de Rusia”, y dizque “Se dice incluso que en el pasado pudieron pertenecer a Catalina la Grande”.  

            Puesto que Gonzalo Alvarado, el padre de Sira, decidió quedarse en Londres con Lady Olivia Bonnard, Sira, con su bebé Víctor y la nana Phillippa, viajan a Marruecos un espléndido día de julio de 1947. Al respecto, narra Sira:

            “Tánger empezó a desplegarse ante mis ojos blanca y compacta, recortada contra el cielo luminoso como un montón de pequeños cubos amontonados. A pesar de los esfuerzos por resistirme, no pude evitar rememorar otra llegada semejante. Once años atrás y unos cuantos meses habían transcurrido desde que Ramiro y yo cruzamos el Estrecho con ese mismo rumbo, cuando yo era una joven sometida e incauta. Ahora no viajaba ningún hombre a mi lado, sino que llevaba a mi cargo a un niño, a una niñera y un equipaje voluminoso. Y heridas en el alma. Y una tarea concreta.

   

Félix Aranda y Sira Quiroga
(Carlos Santos y Adriana Ugarte)
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)

     
  “Me emocionó identificar a la figura que nos saludaba desde el muelle, agitando los brazos con aspavientos. Vestido de lino tostado, con una pajarita de fantasía y gafas nuevas, allí estaba Félix Aranda, mi vecino en los viejos tiempos del taller en Sidi Mandri.” Taller de alta costura que ella pudo montar en Tetuán con la complicidad y el bonachón apoyo de Candelaria la Matutera, donde conoció a Rosalinda Fox y donde le hiciera el efímero falso Delphos que luego luciría al lado de Juan Luis Beigbeder, entonces Alto Comisario del Protectorado Español de Marruecos.

            Vale resumir, entonces, y sin desvelar todos los sucedidos, ni la cronología, ni el total de los ingredientes del carozo de la mazorca, que ese regreso a Marruecos es la parte más entrañable de la novela, la más conmovedora y peliaguda. Pues paralelo a su secreta tarea detectivesca, que es un divertimento con registro antropológico, y entrecruzándose con ella, Sira se reencuentra con sus seres queridos (y sus inextricables y consustanciales modos de parlotear); además del hablantín de Félix Aranda, anquilosado y mediocre pintor que ahora vive en Tánger (“empleado en la Oficina de Abastecimientos, negociado de Estadística”), también se reencuentra con su madre Dolores y con Candelaria la Matutera, ambas residentes en Tetuán, una en una minúscula casita con su marido viudo y jubilado, y la otra haciendo agua en la desvencijada y miserable pensión de La Luneta. A través de la reciprocidad, y de reglas no escritas, establecen una fraterna red de apoyo y convivencia. Más aún cuando en el escenario de Tánger, sin preverlo ni esperarlo, reaparece el villano de Ramiro Arribas, con más saña y violencia, decidido a sacar una buena suma (¡diez mil dólares!) tras secuestrar al bebé Víctor y a la nana Phillippa. Coaccionada así, Sira trata de conseguir esa cantidad que no tiene. Pero en el inter, para desfacer el entuerto y rescatar a las víctimas, reaparece el comisario Claudio Vázquez, ahora retirado; quien con el apoyo de otro policía en retiro, más Nick Soutter (quien estaba en los micrófonos de Gibraltar Radio dando parte de la inminente independencia de la India), de un hostelero y de un par de patrulleros de la Policía Internacional, logran acosarlo y atraparlo, pero porque se cayó en la huida.

 

VII de VII

En El tiempo entre costuras, el lector pudo apreciar la buena estrella de Sira para sortear sus mil y una aventuras (a veces jugándose el pellejo) y su virtud teatral e histriónica para actuar e improvisar. Y la presente novela lo reitera. En este sentido, una vez localizado el palacio de Barbara Hutton, sin saber cómo podrá infiltrarse allí, sin buscarlo ni preverlo se le presenta la oportunidad de hacerse pasar por la esperada costurera que ajustará las nuevas cortinas de Sidi Hosni. Pero esta vez, Sira no se pone al frente de la máquina de coser, sino que hace que en una pieza de la casa que renta cerca del Parque Brooks, tres costureras asturianas instalen allí sus propias máquinas de coser: la costurera Maruja Peña, más “una vecina suya y una sobrina”. No obstante, dice: “volver a tener entre las manos aquellos preciosos tejidos, estar de nuevo rodeada de telas, agujas, tijeras e hilos me generó una especie de emoción momentánea, como un grato reencuentro con la mujer que fui algún día”. 

       

Paquita, Sira y su madre
(Pepa Rus, Adriana Ugarte y Elvira Mínguez)
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)

         
Situación que, inesperadamente, abre y potencia los vectores cuando la rusa Ira Belline, la afrancesada ama de llaves de Sidi Hosni, le solicita a la couturière Arish Bonnard, el diseño y la realización de “un vestuario acorde con el sitio”, “un caprichoso guardarropa con aroma moruno”, exclusivo y ex profeso para que la princesa lo luzca en su palacio de Tánger. Para confeccionarlo, Sira le pide a Félix que le reúna revistas donde se aprecien vestidos de princesas moras. 

         

Barbara Hutton en su palacio de Tánger

         
Y aunque Sira cumple con el encargo y Barbara Hutton lució, en agosto de 1947, una de sus “creaciones en suntuosa seda india” y “su tiara de esmeraldas en la fiesta de inauguración del palacio de la casbah”, en la presente novela ella no se coloca ante la máquina de coser (para esos vestidos morunos quienes lo hacen son seis costureras del patio Pinto, donde vive Maruja Peña, cada una con su propia máquina), ni se le ve, como en El tiempo entre costuras, haciendo paso a paso una magnética y artística labor, como aquella vez que, prácticamente de la nada, hizo surgir, auxiliada por Jamila, la sirvienta mora, el inefable, efímero y falso Delphos que una sola noche lució Rosalinda Fox de un deslumbrante e indeleble modo.

           

Jamila y Sira
(Alba Flores y Adriana Ugarte)
Fotograma de El tiempo entre costuras (2013-2014)

         
En la presente novela, en ese reencuentro con la mujer que fue, Sira, además de representar el papel de la couturière Arish Bonnard, es la fémina alfa, la mandamás, la patrona de una sola pieza: ama y señora de todas las Petras. O sea: dirige a toda la orquesta a su servicio: a las seis costureras que laboran en su casa; a Félix Aranda, su informante e investigador de cabecera que la auxilia con diversas tareas; a Candelaria la Matutera, quien casi en bancarrota con su pensión de La Luneta, es la cocinera de los delirios gastronómicos de rechupete; a la nanny inglesa que, huérfana de todo, se encarga del bebé; y tiene, además, a un par de fantasmales sirvientas moras que incorporó Félix.  

   

María Dueñas, escritora alfa

         
 La posibilidad de convertirse en empresaria alfa, con un amoroso matiz (lo cual quizá signifique: “esta historia continuará”), se lee en el “Epílogo”:

     “El fin de la contienda mundial había convertido al noroeste de África en uno de los grandes centros de comunicaciones del planeta, un puente de conexiones entre América y decenas de naciones en Europa. Usando antiguas infraestructuras militares o implantando nuevas construcciones, adelantos electrónicos y antenas, entre los transmisores y los receptores comenzaban a fluir mensajes e ideas, propaganda e intriga. La poderosa RCA norteamericana acababa de instalar una estación repetidora en el cercano cerro del Charf; Radio Tánger Internacional y Pan American Radio difundían ya sus programas conviviendo con emisoras más modestas. Entre seriales, inocentes concursos, publicidad comercial y música en apariencia inocua, ya fuera en árabe o francés, inglés o español, el potencial de la radio para moldear opiniones seguía empujando.

 “Con aquella propuesta despedimos el verano [en agosto de 1947].

 “Sin decir ni sí ni no, agarrados por la cintura regresamos caminando hasta mi casa. Nick tenía la experiencia, yo el dinero que llegaría tras la venta de la casa de The Boltons, a ninguno de los dos nos disgustaba la idea de emprender algo juntos. El mundo se preparaba para una guerra heladora y por él necesariamente habríamos de transitar unos y otros, entre costuras o entre las ondas.”

 

 

María Dueñas, Sira. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. México, abril de 2021. 644 pp.