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domingo, 13 de agosto de 2023

El señor de las moscas

 

Los ingleses somos siempre los mejores en todo

 

El británico William Golding (1911-1993), Premio Nobel de Literatura 1983, en 1954 publicó en inglés su obra más célebre: Lord of the flies, en 1972 traducida al español por Carmen Vergara con el título El señor de las moscas; novela que conoce dos homónimos filmes basados en ella, cuyos resultados no son óptimos: el dirigido por Peter Brook, estrenado en 1963 y nominado a la Palma de Oro en el Festival de Cannes —el menos chafa—, y el dirigido por Harry Hook, de 1990, verdaderamente mediocre, tergiversador, aburrido y somnífero.

           

Edhasa Literaria
Barcelona, junio 20 de 2006

         
La novela El señor de las moscas se divide en doce capítulos con rótulos. Un grupo de niños británicos, de entre seis y un poco más de doce años, han sobrevivido al forzado aterrizaje de un aeroplano en una pequeña isla desierta, cuya ubicación no se precisa; pero que, se infiere, podría localizarse no muy lejos de la isla de Gran Bretaña o quizá en el Mediterráneo, pues además de que el aparato al parecer se dirigía o venía de Londres, al término de la obra arriba un bote de la Marina inglesa armado con una metralleta. No sobrevivió ningún adulto y “El avión cayó en llamas por los disparos”, testimonia un niño. Es decir, no se trató de un error humano o de una falla mecánica, sino del resultado de un ataque en un entorno bélico, al parecer en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, pues otro niño dice haber oído hablar al piloto “de la bomba atómica” y que “Están todos muertos”. (Lo cual remite a las masivas y cruentas masacres atómicas sucedidas el 6 y el 9 de agosto de 1945 en Hiroshima y Nagasaki). 

             

Hongo atómico en Hiroshima
Agosto 6 de 1945

         
 Y más aún: en un pasaje nodal y trascendente en el desarrollo de la trama, cae en la isla un silencioso y solitario paracaidista muerto.

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

         
¿Por qué en el avión viajaban solo niños con insignias de varios colegios y ninguna niña? ¿De dónde procedían y por qué volaban? ¿Qué adultos estaban a cargo de ellos? ¿Qué fue de los restos del piloto y del tácito copiloto? Son enigmas que la novela no revela. De hecho, prácticamente no cuenta casi nada del pasado de los menores, quienes en buena parte no se conocían entre sí. La mayoría figura a modo de siluetas escenográficas y sólo disemina unas pocas pinceladas de unos cuantos, como es el caso de los chicos del coro (con capas y boinas negras) que comanda el pelirrojo Jack Merridew, quienes estuvieron “en Gibraltar [territorio británico en el extremo sur de la Península Ibérica] y en Addis [la actual Adís Abeba, capital de Etiopía en el Cuerno de África, la antigua Absinia donde anduvo Arthur Rimbau y por ende evoca sus legendarias y postreras Cartas abisinias]”. E incluso el caso de los principales personajes: Ralph, que dice ser hijo de un “teniente de navío en la Marina” y quien en varios episodios vive remembranzas de una época feliz en Devonport, cuando su madre aún vivía y por la “casa de campo al borde de las marismas” rondaban caballos salvajes. Y Piggy, el gordito huérfano que a la menor provocación cita la autoridad y la parlanchina sapiencia de su tía.

          

Ilustración: Andrés Vera Martínez

            
Después del avionazo, Ralph y Piggy se conocen en la isla y son quienes convocan y reúnen a los dispersos sobrevivientes mediante una caracola marina que Ralph sopla a modo de trompeta. Por el hecho de estar solos en la isla y por efecto de su educación, Ralph, auxiliado y aconsejado por Piggy, preludia la organización del grupo entreviendo la subsistencia y la probabilidad de que los rescaten. Es decir, pactan una serie de reglas que todos deben seguir; por ejemplo, la asamblea se convoca mediante la caracola (especie de ancestral cetro sagrado y tribal bastón de mando) y habla quien la sostiene entre las manos. Además del sitio de la asamblea, que a la postre es llamada “plataforma”, eligen el sitio para erigir los rupestres refugios, cercano a la poza donde se bañan y juegan, y a la parte entre unas rocas (que limpia la marea) donde deben defecar. Y además de cierta distribución de las labores (de las que prácticamente quedan exentos los más pequeños), escogen el lugar en lo alto de un cerro (dizque montaña) donde siempre debe estar encendida una fogata para que el humo sea la señal que desde la distancia atraiga a sus posibles rescatadores.

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

          Ralph es elegido jefe. Pero en el proceso de la organización del grupo, y de su elección, se hace patente cierta rivalidad por el poder que confronta a Ralph con Jack Merridew, quien además de ambicioso, virulento y menos razonable, exhibe un obvio desprecio y vejación hacia Piggy por ser un gordito, cegatón y asmático al que le gusta pensar y hablar, y cuyas gruesas lentes de miope son el único instrumento con que cuentan para encender el fuego auxiliados con los rayos del sol.

            Al término de otra sesión del grupo, Jack, como preludio a su propuesta: dividirá a sus cazadores (es decir, a los chicos del coro, para que unos cacen jabalís y otros mantengan vivas las brasas), toma la caracola y declara con ímpetu nacionalista: “Estoy de acuerdo con Ralph. Necesitamos más reglas y hay que obedecerlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses somos siempre los mejores en todo. Así que tenemos que hacer lo que es debido.”

          

Ilustración: Andrés Vera Martínez

            
Sin embargo, pese a tal declaración de principios, es Jack quien se empeña en escindir al grupo de niños (hijos de la megalómana civilización occidental) y en encabezar y mangonear a su propia tribu de belicosos salvajes (descendientes de violentos corsarios y feroces colonizadores ansiosos de apoderarse del globo terráqueo y de sus riquezas). Todo lo cual refleja, matizado con remanentes atávicos que implican míticas y subconscientes fobias cavernícolas y cuaternarias, las vertientes más oscuras del predador y sanguinario género humano, cuyo mundo adulto se confronta y mata entre sí no sólo en cruentas y devastadoras guerras, donde un intolerante y dictatorial país pretende someter y dominar a otro o a otros, precisamente como fueron la Alemania nazi y la Unión Soviética (e incluso el llamado Estado Islámico y el beligerante y pendenciero Estado de Israel), y ahora mismo Rusia con Ucrania.

            Una noche, en lo alto del cerro que la voz narrativa llama montaña, los mellizos Sam y Eric, que custodian la hoguera, se quedan dormidos y por ende el fuego casi se apaga. Mientras duermen, desciende por allí el silencioso cadáver del paracaidista. “Metro a metro, soplo a soplo, la brisa le remolcó sobre las azules flores, sobre las peñas y las piedras rojas hasta dejarle acurrucado entre las quebradas rocas que coronaban la montaña. Allí la caprichosa brisa permitió que las cuerdas del paracaídas se enrollasen alrededor de él como guirnaldas; y el cuerpo quedó sentado en la cima, con la cabeza cubierta por el casco y escondida entre las rodillas, aprisionado por una maraña de hilos. Al soplar la brisa se tensaban los hilos y por efecto del tirón se alzaba la cabeza y el tronco, con lo que la figura parecía querer asomarse al borde de la montaña. Después, cuando amainaba el viento, los hilos se aflojaban y de nuevo el cuerpo se inclinaba, hundiendo la cabeza entre las rodillas. Así, mientras las estrellas cruzaban el cielo, aquella figura, sentada en la cima de la montaña, hacía una inclinación y se enderezaba y volvía a inclinarse y enderezarse una y otra vez.”

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

           
Es así que después del amanecer, cuando los mellizos se despiertan y avivan los rescoldos de la hoguera y ven el incesante movimiento de tal espectro, atosigados por el miedo y con los pelos de punta, creen que han visto a la fiera y salen corriendo hacia los refugios a dar la voz de alarma. Es decir, esa enorme alimaña que les causa un atávico, mítico e inconsciente terror, puede ser la fiera que sale del mar, según cree Percival, un pequeño de unos seis años con cierta narcolepsia; o la descomunal y nocturna serpiente comeniños que dijo ver otro pequeño con una morada mancha de nacimiento en el rostro, quien misteriosamente desaparece la vez que el fuego de la primera hoguera está a punto de provocar un desastroso incendio en toda la isla. 

           


           Y es que los pequeños, y la mayoría de los mayores, creen que hay algo bestial y monstruoso que acecha y ronda por ahí. Por ejemplo, frente a quienes rechazan la existencia de la fiera, Maurice testimonia: “Quiero decir que no se puede estar seguro”. “Papá dice que hay cosas, esas cosas que echan tinta, los calamares, que miden cientos de metros y se comen las ballenas.”

           


             El caso es que los cabecillas de la tribu: Ralph y Jack (más Roger), después de rastrear en grupo por el acantilado que llaman “castillo” (o “Peñón del Castillo”) van a lo alto de “la montaña” a verificar la existencia de la fiera. Y además de la infantil y ridícula escena de fobia que protagoniza cada uno y que les impide constatar que sólo se trata de un paracaidista muerto que mueve el viento, queda el consenso de que en la cima de “la montaña” hay una bestia que se hincha, se endereza y se inclina y, por ende, pese a que se trata del sitio elegido para mantener la señal de humo, se torna un lugar prohibido, inaccesible y terrorífico.

           

Neandertal

           A
unado al hecho de que el agreste entorno convierte su ropa en sucios harapos y les crece la greña a lo neandertales, Jack, el jefe de los cazadores (su otrora inmaculado pelotón de boinas negras), dispone que éstos, para la cacería del jabato o del jabalí, se armen con lanzas de madera con las puntas afiladas y que se pintarrajeen el rostro a modo camuflaje. Jack, además, es el único que posee una afilada navaja, una amenazante arma corta cogotes con la que degüella y destaza a la presa cazada. Cuando el fantasma de la fiera aparece en el escenario de la isla, él dispone que, para calmar y saciar a ese terrorífico ser del oscuro corazón de las tinieblas que los acecha, se le tribute con la cabeza del jabalí, que le dejan (y le deben dejar) ensartada en lo alto de una lanza clavada en el suelo.

         

Minotauro
(México, octubre de 1983)
Traducción: Ricardo Goyssen

              
La caza es un ríspido rito de supervivencia matizado con un cariz salvaje surgido del inescrutable fondo de la noche de los tiempos y de su inconsciente colectivo, cuyo clímax, lúdico, paródico y liberador, se sucede a la hora de la comilona en torno a la hoguera. Los chiquillos, jugando, escenifican una danza macabra, una danza de la muerte en torno al fuego, en la que unos representan a los cazadores y uno de ellos al jabalí sacrificado. Y mientras bailan y juegan, la tribu grita y repite una enervante cantinela de troglodita guerra (que también llega a ser vociferada y entonada durante la caza): “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”.

           

Ilustración: James Fenner

           
Llega el virulento día en que la tribu de salvajes cazadores, que comanda y mangonea Jack, se desgaja del liderazgo de Ralph y por ende abandonan los refugios y la plataforma y se instalan en “el Peñón del Castillo”, el alto acantilado donde hay una cueva, que vigilan y pertrechan como si fuera un fortín militar que puede ser sorpresivamente atacado por una salvaje y desalmada tribu enemiga. Dado que su principal cometido es la caza y la carne, y no hacer una fogata para mantener una señal de humo que atraiga el lejano y probable barco que los rescate, Jack, ahora un jefe o reyezuelo autoritario que impone reglas, ordena robarles el fuego al pequeño grupo que se quedó con Ralph, y que no es otra cosa que los lentes de Piggy (a las que sólo les resta un cristal), cosa que logran en una imprevista y violenta incursión nocturna.  

           

Ilustración: James Fenner

       
 La tribu de Jack caza un enorme jabalí y organiza una comilona nocturna frente al mar a la que invitan al grupo de Ralph. En el punto catártico del frenético baile en torno al fuego y de la repetitiva y enervante cantaleta de caza, Simon, el solitario, emerge de la floresta. Un pequeño fóbico lo señala como la fiera. Casi nadie quiere oír lo que dice Simon (vio en la cima el cadáver del paracaidista) y la enloquecida tribu, frenética y ciega, lo mata con sus lanzas y su cuerpo es devorado por el mar. Es decir, nadie supo que en una febril pesadilla que lo ataca y derrumba frente a la empalada cabeza del jabalí invadida por las moscas, vio y oyó que ésta le hablaba convertida en “el Señor de las Moscas” y que le dijo ser la fiera.

         

Ilustración: Andrés Vera Martínez

           
El sádico y violento crimen colectivo se torna un tabú del que casi nadie quiere hablar. Piggy y Ralph se desplazan hasta “el Peñón del Castillo” con tal de urdir un diálogo y un acuerdo con Jack. Pero los cavernícolas no oyen razones; y Roger mueve la palanca que desde lo alto arroja una enorme roca sobre Piggy y por ende el golpe lo catapulta por los aires y muere con el cráneo partido. Ralph, solitario en el oscuro y amenazante inframundo, sale huyendo y se oculta en la maleza. Y al día siguiente, cuando la tribu salvaje, para cazarlo, ha incendiado la isla y muy de cerca lo persiguen con gritos y condenatorias cantinelas, Ralph, corriendo a la orilla de la playa, cae y al levantarse se encuentra con la impecable e impoluta figura de un “civilizado” oficial de la Marina británica, cuyo barco se acercó a la ínsula al ver el humo y el fuego (y quizá a la horda de chiquillos salvajes acosando a su víctima). El “civilizado” oficial tiene la mano en la culata del revólver y en el bote hay dos marinos sosteniendo los remos y otro empuña una metralleta. Mar adentro, el navío espera.

 

William Golding, El señor de las moscas. Traducción del inglés al español de Carmen Vergara. Edhasa Literaria. 1ª reimpresión. Barcelona, junio 20 de 2006. 288 pp.

William Golding
(1911-1993)


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Nota bene: Aquí estuvo un enlace que, al pinchar, llevaba al desocupado lector a ver, en YouTube y de manera gratuita (así la hallé buscando y con subtítulos en español), Lord of the Flies (1963), la citada película en blanco y negro de Peter Brook, basada en la novela homónima de William Golding. Esto, al parecer, irritó a alguien que, en Estados Unidos, reclamó a Blogger (no a mí ni dio la cara) el uso no autorizado de la propiedad intelectual del filme y de los fotogramas. Nadie ignora que Borges dijo (para que se oyera por todos los recovecos, rincones y catacumbas de la recalentada y envirulada aldea global) que nuestro patrimonio es el universo y que debemos de aspirar al universo. Desafortunadamente, sobran y pululan las mentalidades cerradas, mezquinas y egocéntricas que sólo interactúan en términos mercantiles, jurídicos y judiciales. En contraste, quiero apuntar que la primera vez que vi ese filme fue, hace muchos años, en una improvisada salita de cine itinerante; ciclo gratuito, que iba por distintos lugares, organizado y auspiciado por la Universidad Veracruzana, en Xalapa.