lunes, 19 de septiembre de 2022

La guerra de los mundos

Bajo el talón de los marcianos

I de III
El argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) leyó en inglés la prolífica y polifacética obra del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946). De ahí que lo haya antologado y prologado, en español, en dos libros pertenecientes a dos colecciones canónicas seleccionadas y dirigidas por él y su dedo flamígero de demiurgo mayor (que alguna poderosa empresa editorial del siglo XXI debería exhumar y editar para los remisos y sobre todo para las nuevas generaciones de lectores de habla hispana). Uno es La puerta en el muro, número 11 de la serie La Biblioteca de Babel, editado en Madrid, en 1984, por Ediciones Siruela, que compila los relatos: “La puerta en el muro”, “El país de los ciegos”, “El caso Plattner”, “La historia del difunto señor Elvesham” y “El huevo de cristal” (que es un pequeño, camuflado y perdidizo objeto alienígena donde, en su interior y en la obscuridad, se pueden observar imágenes que corresponden al planeta Marte y sus habitantes, y donde al unísono, desde allá, se ve el planeta Tierra como una reluciente estrella vespertina); del cual, en su prefacio, revela: “Dos elementos muy diversos hay en ‘El huevo de cristal’: la desvalida condición del protagonista y una imprevisible proyección que abarca el universo. A una vaga memoria de esas páginas debo mi cuento ‘El Aleph’.” El otro libro, editado en 1985 por Hysparémica, en Madrid y en Buenos Aires, es el número 14 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges y reúne a La máquina del tiempo (1895) y a El hombre invisible (1897), dos de las novelas más famosas y sucesivamente traducidas y reeditadas de H.G. Wells, uno de los angulares precursores de la ciencia-ficción de siglo XX; obras, de eufónicos títulos (explotados ad nauseam por la industria del cine), no menos célebres que La isla del Doctor Moreau (1896), La guerra de los mundos (1898) y Los primeros hombres en la Luna (1901).
H.G. Wells con su primer traje de etiqueta
(enero de 1895)
Foto en H.G. Wells (Circe, 1993),
biografía de Anthony West
       Abundan las dispersas y múltiples alusiones de Borges sobre la obra de H.G. Wells —entre las más notables descuella la que se lee en “La flor de Coleridge”, ensayo publicado el 23 de septiembre de 1945 en La Nación, periódico de Buenos Aires, luego compilado en su libro Otras inquisiciones (1937-1952) (Sur, 1952), donde también antologó a “El primer Wells”, ensayo que se autoeditó, en septiembre de 1946, en el número 9 de Los anales de Buenos Aires; y la reseña ideológico-política 
“Dos notas”, que con el título Dos libros de este tiempo” había publicado el 12 de octubre de 1941 en La Nación, en cuya primera parte alude tres libros de Wells leídos por él en inglés: Guide to the New World. A Handbook of Constructive World Revolution (1941), The Fate of Homo Sapies (1939) y The Common Sense of War and Peace (1940)—. Y en la Revista Multicolor de los Sábados del diario Crítica de la capital argentina, Borges publicó tres cuentos de H.G. Wells traducidos por él: “El caso del difunto Mr. Elvesham” en el número 28 (febrero 17 de 1934), “Los distantes ojos de Davidson” en el número 41 (mayo 19 de 1934) y “El cono” en el número 58 (septiembre 15 de 1934). Y en la revista Sur se ocupó de su obra en cuatro artículos: “Wells, previsor”, en el número 26 (noviembre de 1936); “H.G. Wells y las parábolas”, nota en torno a The Croquet Player y Star Begotten, en el número 34 (julio de 1937), incluida en 1957 en su libro Discusión (Gleizer, 1932); “Apropos of Dolores”, nota en torno al libro homónimo, en el número 50 (noviembre de 1938); y la reseña “H.G. Wells, Travels of a Republican Radical in Search of Hot Water” en el número 64 (enero de 1940). Y en “Libros y autores extranjeros”, sección de la revista bonaerense El Hogar, entre el “27 de noviembre de 1936” y el “24 de marzo de 1939”, Borges comentó y criticó en español, brevísimamente, ocho libros de H.G. Wells leídos en inglés: Things to Come, The Croquet Player, Star Begotten, Brynhild, The Brothers, The Camford Visitation, Apropos of Dolores y The Holy Terror. Y el “13 de mayo de 1938” concluyó la miscelánea subsección “De la vida literaria” con un sarcástico e hilarante comentario: “En el segundo volumen de su Autobiografía, H.G. Wells declara que Marcel Proust tiene menos valor documental y es menos divertido que un diario viejo y que éste ofrece la ventaja de ser más fidedigno y de no imponer su interpretación.”   
 
Libros del Zorro Rojo
(Polonia, octubre de 2016)
      Pero la relevante anécdota para la presente nota, y como preludio a mi reseña de La guerra de los mundos —la novela de H.G. Wells editada en octubre de 2016 por Libros del Zorro Rojo—, descuella el hecho de que el “23 de diciembre de 1938” en la revista El Hogar (cuando aún era reciente la sonora “broma de Halloween” con que Orson Welles y el Mercury Theatre aterrorizaron a los crédulos radioescuchas de la cadena CBS que oían “un programa de música de baile” “interrumpido por unos alarmantes boletines informativos”, y por entrevistas y transmisiones supuestamente en vivo desde el dramático lugar de los hechos, que reportaban el arribo de los marcianos haciendo la destructiva guerra a los horrorizados y masacrados terrícolas en varios lugares del país del Tío Sam), Borges, en la subsección “De la vida literaria” y con el título “H.G. Wells contra Mahoma”, alude otra perenne guerra de los mundos ideológico-religiosos, que da visos de que por esas trincheras del planeta Tierra podría existir otro ayatola Jomeini, barbudo y ortodoxo, dispuesto a condenar a la hoguera otros Versos satánicos y a su barbudo autor anglohindú, por sus presuntas blasfemias contra el Islam, El Corán y su profeta. En su prefacio a La puerta en el muro, Borges recuerda que al igual que George Bernard Shaw, H.G. Wells perteneció a la Sociedad Fabiana de Londres, una agrupación de intelectuales con ideas pragmáticas y socialistas, pero no marxistas ni revolucionarias ni todos coreando al unísono una especie de candorosa y acólita internacional socialista; no obstante, Wells, en su búsqueda de un hipotético y cooperativo “Estado mundial organizado” —según se lee casi al término de su Experimento en autobiografía (Espasa-Calpe Argentina, 1943)— llegaría a alabar los “logros” en la URSS del sanguinario genocida y dictador José Stalin y su supuesta personalidad (“Jamás he visto a un hombre más cándido, más limpio y más honesto”), con quien dialogó en 1934 en su viaje al Kremlin de Moscú, el epicentro de la totalitaria e imperialista cortina de hierro. En este sentido (y contrasentido), Borges apunta: “En su libro La conspiración abierta, Wells declaró que la división actual del planeta en distintos países, regidos por distintos gobiernos, es del todo arbitraria y que los hombres de buena voluntad acabarán por entenderse y prescindirán de las formas actuales del Estado. Las naciones y sus gobiernos desaparecerán, no por obra de una revolución, sino porque la gente comprenderá que son del todo artificiales.” 
   
Espasa-Calpe Argentina
(Buenos Aires, 1943)
           Pese a que Borges recuerda que “Anatole France dijo de él que era ‘la mayor fuerza intelectual del mundo de habla inglesa’”, se trata de un presagio incierto, de una vaporosa y evanescente utopía (digna de la Oda a la alegría de Beethoven) que, sin proponérselo, refrenda, por actual (en el contexto de la globalizada islamofobia y viceversa), el meollo de la breve nota “H.G. Wells contra Mahoma”, escrita con ese estilo borgeseano de condensada erudición enciclopédica que se aprecia, por ejemplo, en su prefacio a La cruzada de los niños, de Marcel Schwob; en su prólogo a Mystical Works, de Emmanuel Swedenborg; y en algunos de los textos del Libro del cielo y del infierno (Emecé, 1960), antología urdida a cuatro manos con Adolfo Bioy Casares:
“Es conocida la veneración que el Islam profesa por su libro sagrado. Los teólogos musulmanes afirman que el Corán es eterno, que los ciento catorce capítulos que lo forman son anteriores a la tierra y al cielo y sobrevivirán a su fin, y que el texto original —la Madre del Libro— está en el paraíso, donde lo veneran los ángeles. Otros doctores, no contentos con esas prerrogativas, han divulgado que el Corán puede tomar la forma de un hombre o la de un animal y contribuir a la ejecución de los impenetrables propósitos del Señor. Este mismo (en el capítulo diecisiete de su obra) dice que aunque los hombres colaboraran con los demonios para confeccionar otro Corán, no lo conseguirán... H.G. Wells (en el capítulo cuarenta y tres de su Breve historia del mundo) se felicita de esa incapacidad humanodemoníaca, y deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso.
“Indignados, los mahometanos que residen en Londres han procedido en su mezquita a una ceremonia expiatoria. Ante una silenciosa congregación, el doctor Addul Yakub Khan, barbudo y ortodoxo, ha arrojado a las llamas un ejemplar de la Breve historia del mundo.”
A.P. Márquez, Editor
(Méjico, 1939)
        O sea que, al parecer, esa Breve historia del mundo, por tal bemol, no es parte de los últimos e idealistas libros de H.G. Wells que Borges refiere casi al concluir su prólogo a La máquina del tiempo y El hombre invivible: “En las últimas décadas de su vida pasó de la escritura de sueños a la redacción laboriosa de grandes libros que pudieran ayudar a los hombres a ser ciudadanos del mundo.” 

Vale decir que en su nota “H.G. Wells contra Mahoma”, Borges alude, sin precisar, el versículo 90 de la “Sura XVII” del Corán. En la traducción de Juan Vernet reza así: “Di: ‘Aunque se reuniesen los hombres y los genios para traer algo semejante a este Corán, no traerían nada parecido, aunque se auxiliasen unos a otros’.” Y en la versión de una anónima vulgata tariqa: “Di: Aunque los hombres y los genios se reuniesen para producir una cosa semejante a este Corán, no producirían nada semejante, aunque se ayudasen mutuamente.” Y una consulta a “Mahoma y el Islam”, el escueto “Capítulo XLIII” de Breve historia del mundo (con traducción “corregida y puesta al día” de R. Atard, publicada en Méjico, en 1939, por A.P. Márquez, Editor, “Con trece mapas a colores” y permiso de la empresa española M. Aguilar, Editor, que la publicó en Madrid, por primera vez, en 1935, “Con doce mapas”), revela que H.G. Wells esboza una imagen crítica, escéptica y somera del Corán y de ciertos rasgos humanos de la legendaria y mítica personalidad de Mahoma, quizá “lesivos” para los intolerantes barbudos y ortodoxos dispuestos a blandir la sharia, una fetua, la cimitarra, el Kaláshnikov o los ocultos explosivos adheridos al cuerpo (imagen de reprochable y violenta lobotomía que evoca “el conventículo de monstruos sentados que gangosean en su noche un credo servil”, que según el demiurgo mayor: “es el Vaticano y es Lhasa”). Por ejemplo, dice incrédulo de Mahoma: “Hacía versos que decía le comunicaba un ángel y tenía extrañas visiones en que aseguraba era transportado al cielo e instruido por Dios acerca de su misión [...] Al declinar sus años se casó con varias mujeres, y su vida, en conjunto, era poco edificante desde el punto de vista de las ideas modernas. Parece que Mahoma fue un compuesto de gran vanidad, codicia, astucia, desengaño y pasión religiosa muy sincera. Dictó un libro de preceptos y explicaciones: el Corán, que afirmó le había sido comunicado por Dios. Tanto literaria como filosóficamente, el Corán es manifiestamente indigno del Autor Divino a quien se atribuyera.” 
       Pero a pesar de la acritud y del disentimiento de H.G. Wells, en ninguna línea del “Capítulo XLIII” de su Breve historia del mundo “se felicita de esa” susodicha y supuesta “incapacidad humanodemoníaca” “para confeccionar otro Corán”, ni “deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso”.   
   
A.P. Márquez, Editor
(Méjico, 1939)
        Desde las catacumbas del recalentado y minúsculo globo terráqueo, ciertos terrícolas sobrevivientes sabemos, por lega antonomasia, que no sólo los libros sagrados y los Evangelios apócrifos son formas de la literatura fantástica. Y si Borges, como buen humano-demiurgo, también incurría en olvidos y lapsus, quizá sí leyó y tuvo noticia de lo que apuntó y comentó el “23 de diciembre de 1938” en la revista El Hogar. Y tal vez, ante el auto de fe que condenó a la hoguera (en la mezquita de Londres) a su Breve historia del mundo, H.G. Wells decidió extirparle ese pasaje “revulsivo” (e “incendiario”) y por ende el traductor R. Atard no lo encontró cuando tradujo en la España de los años 30. 

II de III
Al término de su prefacio a La puerta en el muro, Borges dice: “Lamento haber descubierto a Wells a principios de nuestro siglo: querría poder descubrirlo ahora para sentir aquella deslumbrada y, a veces, terrible felicidad.” Aserto literariamente autobiográfico (ídem: “me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses”; “a veces pienso que nunca he salido de esa biblioteca”) que repite y varía al concluir su preámbulo a La máquina del tiempo y El hombre invisible: “Las ficciones de Wells fueron los primeros libros que yo leí; tal vez serán los últimos.” Palabras que repiten lo dicho por él casi al concluir su ensayo “El primer Wells”: “De la vasta y diversa biblioteca que nos dejó, nada me gusta más que su narración de algunos milagros atroces: The Time Machine, The Island of Dr. Moreau, The Plattner Story, The First Men in the Moon. Son los primeros libros que yo leí, tal vez serán los últimos...” Y concluye con un vaticinio de oráculo que alcanza con celeridad el imaginario colectivo del siglo XXI y lo rebasa: “Pienso que habrán de incorporarse, como la fórmula de Teseo o la de Ahasverus, a la memoria general de la especie y que se multiplicarán en su ámbito, más allá de los términos de la gloria de quien lo escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos.”
   
Borges en 1911
       
H.G. Wells en 1876
      No sin olvidar que “Un libro no es menos íntimo que las manos y los ojos” y que “La lectura es una forma de la felicidad” —Borges dixit—, en tales finales parece pregonar que las ficciones de Wells son propias para la infancia y la juventud de todo lector. Esto parece ser así en angulares casos y sin duda mucho lo es en el caso de La guerra de los mundos, novela que al parecer no era de sus preferidas, quizá por su desbordante y diverso filón fantástico. No obstante, en “El primer Wells”, afirma categórico: “Verne escribió para adolescentes, Wells, para todas las edades del hombre.”
Libros del Zorro Rojo
(Polonia, octubre de 2016)
      “Impreso en Polonia por Zapolex”, en “octubre de 2016”, el libro La guerra de los mundos editado en Barcelona por Libros del Zorro Rojo está diseñado y manufacturado con un criterio celebratorio y preciosista, pese a que el corrosivo e insomne duende dejó su lúdica impronta (casi una cagadita de mosca): en el antepenúltimo renglón de la página 90 refulge una planetaria errata. De buen tamaño (24.05 x 17 cm), pastas duras y vistosa sobrecubierta (ilustrada en el anverso y en el reverso), en el frontispicio se anuncia que está “Ilustrado por Alvim Corrêa”. Y en el faldón se evoca la susodicha y legendaria “Transmisión radial de 1938” que suscitó “una ola de pánico colectivo” que catapultó a la fama (y a Hollywood) al joven Orson Welles en medio de un escandaloso y mediático juicio contra la CBS, y que por otra parte, Woody Allen recrea en un jocoso pasaje de su película Días de radio (1987): “Damas y caballeros, tengo el deber de comunicarles una grave noticia. Los extraños seres que han aterrizado esta noche son la vanguardia de un ejército invasor procedente de Marte.” Episodio que se complementa, en la contraportada y en la cuarta de forros, con un dizque desfragmentado código de barras (para quesque activarlo en la web) y su adjunto letrero: “Este enlace permite escuchar la grabación original de Orson Welles y leer la traducción de dicho guion radiofónico.” Episodio que se retoma en el tercer párrafo de “Sobre La guerra de los mundos”, nota sin firma de los editores, que precede a la traducción de la novela hecha por Ramiro de Maeztu: “El 30 de octubre de 1938, como broma de Halloween, el actor, director y guionista estadounidense Orson Welles adaptó La guerra de los mundos a un guion de radio que, teatralizado en forma de noticiario, narraba el arribo de naves marcianas a la ciudad de Nueva York. Los oyentes que sintonizaron la emisión ya comenzada y que, por ende, no habían escuchado la introducción aclaratoria, fueron presa de un estado de pánico que se extendió rápidamente por la ciudad. ‘Muchas verdades se han dicho en broma’, escribió H.G. Wells en su célebre libro. Sociedades con poderosos ejércitos y altamente armadas (como la británica y la estadounidense) habían recibido, en forma de reflejo espejeado, el terror que suscita su propensión al abuso militar.”

Orson Welles en 1938
       Vale puntualizar que si bien en esa legendaria e histórica transmisión radial hecha a través de las ondas hertzianas encadenadas a la CBS de Nueva York la noche del domingo 30 de octubre de 1938, entre las 20 y las 21 horas, el joven Orson Welles, de 23 años, era el director del Mercury Theatre —una pequeña compañía de actores (fundada por él y John Houseman) con quienes producía y realizaba el semanario programa radiofónico The Mercury Theatre on the Air (El teatro de Mercurio en el aire)— y el flamante primer locutor y actor del radioteatro (fue la diecisieteava entrega del programa semanal), él no escribió el guion radiofónico basado y a partir de La guerra de los mundos, la famosa novela de H.G. Wells, sino el dramaturgo y guionista Howard E. Koch. Y además de que durante la emisión del radioteatro hubo cuatro alusiones a la adaptación radiofónica de la novela de H.G. Wells (al inicio, a la mitad, y dos veces al término), la supuesta invasión marciana (que dizque suscitó una apresurada ley marcial) no empezó en la ciudad de Nueva York ni se limitó a ella: el primer cilindro (no una nave) en el que dizque llegaron los marcianos supuestamente cayó en la Granja Wilmuth, en Grovers Mill, Nueva Jersey; y fue allí donde dizque se formó un cerco de “siete mil hombres armados con rifles y ametralladoras frente a una sola máquina de guerra marciana”, que en un instante los incendió y fulminó con su “rayo térmico”. 

   
Henrique Alvim Corrêa
(1876-1910)
       En la segunda de forros de La guerra de los mundos editada por Libros del Zorro Rojo, precedida por un retrato en blanco y negro de H.G. Wells, se lee una nota sobre su vida y obra. Y en la tercera de forros, encabezada también por un retrato en blanco y negro, se lee una nota de la misma índole sobre el pintor y artista gráfico Henrique Alvim Corrêa (Río de Janeiro, 1876-Bruselas, 1910), quien “falleció de tuberculosis a los treinta y cuatro años”. Es decir, derrotado en otra guerra de los mundos: la feroz batalla sin cuartel contra las bacterias, que son, con los virus, los seres microscópicos del planeta Tierra que, en la novela de Wells, derrotan y matan a los marcianos y exterminan en un santiamén (casi como con barita mágica) a la plaga de la invasora Hierba Roja, de rápida propagación, que los extraterrestres trajeron consigo.
Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
         Treinta y dos espléndidas estampas de Henrique Alvim Corrêa figuran en el interior del libro con excelente reproducción, dispuestas en páginas completas e ilustrando, en buena parte, episodios adyacentes. Tan modernas y contemporáneas que podrían haber sido trazadas hoy mismo. Y se distinguen por su impronta caricaturesca, de recuadros de historieta (o novela gráfica), y por su dejo hilarante e infantil, muy visible, por ejemplo, en los saltones ojos antropomórficos (o animalescos) de las giratorias caperuzas metálicas de las descomunales Máquinas de Combate que en la novela se desplazan a gran velocidad con enormes zancadas de su mecánico trípode, una de las cuales se observa, en pleno ataque, en el diseño de la tapa. 

     
Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
       Saltones ojos que, por ejemplo, también poseen los marcianos que se observan en esa imagen donde un hombre está cabizbajo y sentado en una escalera y agarrándose el cráneo con las crispadas manos, frente al cadáver de otro hombre que yace en el suelo con la cabeza reposada en el rastrero cuerpo de un marciano, y que remite a la angustia, neurosis y pesadilla que al escritor y filósofo le suscitan la presencia de los invasores extraterrestres y a la necedad, fobia, obcecación, delirio y psicosis del clérigo católico de Weybridge empeñado en seguirlo y en hacerle difícil la sobrevivencia. 

     
Editorial Sexto Piso
(México, 2005)
       Curiosamente, la traducción y edición de La guerra de los mundos que Sexto Piso publicó en México, en 2005, exhibe en la portada una de las láminas de Henrique Alvim Corrêa; pero además de que es la única (y se repite en la tarjeta postal adjunta al libro), en la página legal se acredita así: “Ilustración de portada: Alvin Correco, 1906”. Pero eso sí, en un fosforescente círculo anaranjado pegado al plástico protector que lo envolvía, se pregonaba con bombo y platillo a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global: “Nueva traducción y edición del libro clásico La guerra de los mundos, en el que está basada la película dirigida por Steven Spielberg y protagonizada por Tom Cruise.” Largometraje de 2005 que supera con creces el filme de 1953, guionizado por Barré Lyndon y dirigido por Byron Haskin.

     
Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
         La preliminar y anónima “Nota de la edición” de Libros del Zorro Rojo informa y canta sobre las ilustraciones de Henrique Alvim Corrêa:
    “La presente edición de La guerra de los mundos recupera las magníficas ilustraciones del artista brasileño Henrique Alvim Corrêa, iniciadas apenas cuatro años luego de la aparición del célebre libro. Estas portan, inalterado, el imaginario de una época que aún no conocía las feroces guerras del siglo XX. Trabajadas con lápiz de carbón y tinta sobre papel fueron publicadas por primera y única vez en 1906 por la editorial belga L. Vandamme & Co. En una tirada limitada de tan solo quinientos ejemplares.
“Por vez primera se ofrece al lector de habla hispana este trabajo que sorprendió gratamente al propio H.G. Wells, y cuyos trazos premodernistas y mirada futurista merecieron elogiosas palabras del autor homenajeado.”
Y entre lo que se dice en la tercera de forros sobre Alvim Corrêa, se lee que “En 1890 fue llevado por su padrastro a Europa. En 1894 comenzó sus estudios artísticos en París, donde asistió a las clases del pintor Jean Baptiste Édouard Detaille, especializado en pinturas de temática bélica. Al año siguiente expuso por primera vez en el Salón de París, y en 1900 se trasladó a Bruselas, donde instaló su taller. Realizó óleos sobre la guerra franco-prusiana, y acuarelas de impronta erótica, que firmó bajo el seudónimo de Henri Lemort (‘El muerto’ en francés) [...] En 1942, la guerra de este mundo casi acaba con su obra: el navío que transportaba a Brasil los originales de su trabajo fue atacado por las tropas alemanas. Pese a ello, prevaleció el arte.” 
 
Ramiro de Maeztu
(1874-1936)
          No obstante, Libros del Zorro Rojo no aporta ningún dato sobre el traductor Ramiro de Maeztu ni sobre su traducción de La guerra de los mundos. Nacido en Vitoria, el 4 de mayo de 1874, Ramiro de Maeztu “fue un diplomático y escritor español perteneciente a la generación del 98”, asesinado en otra sangrienta guerra de los mundos ideológico-políticos; es decir, el 29 de octubre de 1936 fue fusilado en Aravaca, entonces provincia de Madrid, “en el curso de una de las sacas que elementos del bando republicano efectuaron en el Madrid posterior al golpe de Estado de julio de 1936”. 
     
Editorial Bruguera
(Barcelona, 1981)
         Curiosamente, Editorial Bruguera, en Barcelona, en enero de 1981, publicó la traducción de Ramiro de Maeztu en un libro de bolsillo, de pastas duras y con ilustraciones en blanco y negro de Eugenio Darnet, número 1 de la colección Club Joven Bruguera, que en la tapa le canturreaba (y aún le canturrea) al novicio lector: “Ediciones íntegras e ilustradas”. Allí, en la página legal, el circulito del copyright de la traducción de Ramiro de Maeztu está datado en 1902. Es decir, primero, entre el 17 de marzo y el 21 de abril de 1902, la traducción de Ramiro de Maeztu, a modo de folletín, se publicó por entregas en El Imparcial, periódico de Madrid; y luego “ese mismo año la publicó la imprenta de El Imparcial en formato de libro”. Y “En 1914 [el año que en Europa estalló la cruenta, espeluznante y sonora Gran Guerra de varios mundos del mundanal mundo] apareció otra edición dentro de la Colección ‘Biblioteca de El Imparcial’, editada por Establecimiento Tipográfico de la Sociedad Editorial de España”. Pero lo que sí hizo Libros del Zorro Rojo fue añadirle, a la traducción de Ramiro de Maeztu, cinco sesudas e ilustrativas notas al pie de página.

III de III
Dedicada a su “hermano Frank Wells, que tuvo la idea”, y precedida por un epígrafe de Kepler, transcrito de La anatomía de la melancolía, de Robert Burton, La guerra de los mundos está dividida en dos partes. La primera se titula “Libro primero: La llegada de los marcianos”, y está seccionada en catorce capítulos con rótulos y números romanos. La segunda se titula “Libro segundo: La Tierra en poder de los marcianos”, y está dispuesta en nueve capítulos con rótulos y números romanos. Y la concluye un “Epílogo”. La voz narrativa, omnisciente y ubicua (alter ego de H.G. Wells), es la de un británico de clase media que reside en Woking (donde vivió el autor), pueblo en el sureste de Inglaterra, ubicado a un poco más de 40 km al sureste de Londres. Según dice de sí mismo, es “un escritor reputado que se ocupa en cuestiones filosóficas”; y por ende, previo al ataque alienígena, se pasa el tiempo “en aprender a andar en bicicleta y en escribir una serie de artículos” sobre el “Probable desarrollo de las Ideas Morales en concordancia con el progreso material e intelectual”. El meollo es que el arribo de los belicosos extraterrestres ocurrió un viernes de junio de 1894 y la dramática guerra de los ingleses contra los marcianos duró sólo unos quince días (o un poco más); y él traza un círculo narrativo en el decurso de la trama que evoca y relata, pues el domingo (posterior al viernes), ante el avance asesino y destructor de los marcianos, salió huyendo de Woking en compañía de un artillero y un mes después regresa a su medio destruida y saqueada casa familiar, donde en su despacho, en el piso superior, lee el inconcluso manuscrito del artículo que estaba escribiendo cuando aquella noche del viernes cayó el primer cilindro en la llanura de Horsell. Y al poco rato de su retorno, para, con un final feliz, cerrar el círculo evocativo y narrativo del libro, llegan nada menos que su propia esposa y su primo, a quienes creía masacrados en la villa de Leatherhead, pues los suponía allí cuando fue demolida por una de las terroríficas y altas Máquinas de Combate de los marcianos.
Vale puntualizar, entonces, que el filósofo y escritor, quien nunca dice su nombre, hace un recuento y una reminiscencia de lo ocurrido seis años antes: en 1894. Es decir, él escribe y narra sus memorias —y lo indagado, lo meditado, lo conjeturado y lo hipotético— en 1900, o sea: en el inminente futuro ante el presente de H.G. Wells, pues La guerra de los mundos se editó en 1898.   
Portada de la primera edición en inglés
de La guerra de los mundos (1898)
      Entre sus preliminares reflexiones sobre el extinto y fugaz ataque de los marcianos —cuyo clímax destructivo (y la derrota) se sucede en Londres, la metrópoli más poderosa del mundo, de la que frente el avance de los marcianos salieron huyendo unos seis millones de aterrorizados terrícolas—, el filósofo y escritor apunta: “Antes de juzgarlos con excesiva severidad debemos recordar que nuestra propia especie ha destruido completa y bárbaramente, no solo especies animales, como el bisonte y el dodo, sino también razas humanas inferiores. Los tasmanios, a despecho de su figura humana, fueron enteramente borrados de la existencia en una guerra exterminadora de cincuenta años que emprendieron los inmigrantes europeos.” Es obvio que ese prejuicio y atavismo xenofóbico y racista del arquetipo del hombre blanco que se transluce en sus conceptos taxonómicos, propio de la idiosincrasia y supremacía imperial británica decimonónica, resulta ahora obsoleto y anacrónico. Pero es lo que piensa el filósofo y escritor, tan veraz como es su inveterada creencia en Dios, sus rezos y ruegos; y por ende, antes de su breve colapso amnésico, le agradece haber sobrevivido al ataque de los extraterrestres. E incluso es a Dios a quien le atribuye la creación y existencia de las bacterias y virus que causan la muerte y exterminio de los marcianos: “por las ínfimas criaturas que Dios, con su sabiduría, ha puesto sobre la Tierra”. De ahí que diga: “Acaso los marcianos, llenos de confianza, invocaban también a Dios. Seguro que, aunque no hayamos aprendido nada más, esta guerra nos ha enseñado la piedad, piedad hacia esas almas sin razón que nosotros dominamos.”

H.G. Wells en la Escuela Normal de South Kensington,
como alumno del curso de biología elemental del gran
Thomas Henry Huxley.

Foto en H.G. Wells (circe, 1993)


       
Thomas Henry Huxley
(1825-1895)
Según Borges:
Apodado el bulldog del darwinismo
Foto en Experimento de autobiografía  (Espasa-Calpe, 1943)
          No obstante que la novela La guerra de los mundos se cuenta entre los decimonónicos y finiseculares libros precursores del género literario de la ciencia-ficción del siglo XX (y de su traslación al cine), sus planteamientos “científicos” son pseudocientíficos y a todas luces ficticios, ingenuos e imaginativos, y muy marcados por las limitaciones y recursos técnicos, mecánicos, armamentísticos, tecnológicos y científicos de la época, y por los usos, hábitos, costumbres y transportes terrestres y acuáticos del entorno social victoriano. Su ritmo es vertiginoso, envolvente y trepidante. Y en el desarrollo de la trama, además de las escenas y anécdotas particulares, descuella la mirada panorámica, geográfica y aérea de la voz narrativa, que evoca y narra sus propias observaciones y experiencias vividas y sabidas entre las villas y villorrios que van de Woking a Londres y en los márgenes del Támesis; pero también las vistas y vividas por su hermano, estudiante de medicina en la capital inglesa, quien, en medio de los sinsabores y ríspidos azares suscitados por el sorpresivo e imprevisto ataque alienígena, logra huir de Londres y embarcarse en un vapor rumbo a Ostende en compañía de un par de señoras.  

Inextricable a las escenas bélicas y a los escenarios de destrucción, muerte y abandono, y a la agresiva competitividad, deshumanización y egoísta beligerancia que la guerra y el terror suscita en un tris entre los pobladores que huyen o son atacados por los marcianos (hay robos y rapiña —no sólo alimenticia— en los comercios, bares y casas, y se suceden abusos, agandalles, tacañerías, pleitos callejeros y asesinatos, e incluso los periódicos aumentan sus precios en su afán de lucrar con el pánico, el drama y el avance de los extraterrestres), lo que descuella sobremanera, por inaudito y nunca visto, es lo que concierne a los extraños seres procedentes de Marte, de los cuales, según reporta el escritor y filósofo, seis años después del ataque, en el Museo de Historia Natural, en Londres, se “conserva en alcohol” “un ejemplar magnífico y casi completo”; mientras que en la cima de “la cuesta del Primrose Hill”, “todavía se alza allí” una de las gigantes Máquinas de Guerra de trípode, que los británicos, adultos y niños, acuden a contemplar con asombro y boquiabiertos, casi como si fuera la enorme montaña rusa de un parque de diversiones itinerante. 
Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
          Para viajar al planeta Tierra desde Marte —focalizada su caída en la todopoderosa Gran Bretaña—, los marcianos cruzaron, raudos y veloces, los “sesenta millones de kilómetros” del “espacio vacío” a bordo de unos enormes cilindros (cayeron diez en total en distintos puntos). Los cuales fueron disparados, uno a uno, por un ciclópeo, potente, explosivo y ultralumínico cañón. Instrumento y protonave espacial que ineludiblemente evoca al rudimentario cañón de mecha (que al unísono evoca los ahora arcaicos pero entonces poderosos cañones Maxim con que los artilleros británicos combaten a los marcianos) y el hilarante cohete (especie de bala de lata construida por los herreros que golpeaban sobre el aledaño yunque) en cuyo hueco interior viaja a la Luna un estrafalario grupo de terrícolas con paraguas desintegradores y cobijas para dormir en el pedregoso y cavernoso territorio de la salvaje tribu de los monárquicos selenitas, según se observa en Viaje a la luna (1902), el caricaturesco y fantástico cortometraje silente de Georges Méliès, “la primera película de ciencia-ficción de la historia”.

     
Fotograma del Viaje a la luna (1902),
cortometraje silente de Georges Méliès.
        En su violenta caída, cada cilindro causa un enorme cráter, que luego los marcianos acrecientan con su imparable laboriosidad de hormigas insomnes y obreras, según lo observa el escritor y filósofo en tres escenarios: en la llanura de Horsell (contigua a Woking); en la villa de Mortlake, precisamente frente al borde de un cráter, donde pasa dos semanas de miedo y angustia oculto entre los restos de una casa en compañía del obcecado, psicótico, fóbico y glotón sacerdote católico, hasta que lo atrapa un ciego tentáculo rastreador de una Máquina de Combate (luego de que quedara inconsciente por el golpazo que le da el escritor y filósofo con el mango de un cuchillo de carnicero); y en Londres, donde, en medio de las ruinas, de la desolación en las calles y de la muerte del último marciano en Regent’s Park (quien moribundo aúlla llamando a sus compinches dentro de la caperuza de la enorme Máquina de Guerra), llega a pie y exhausto al borde de lo que fue “el último y el mayor de los campamentos marcianos”. 

Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
         Antes de salir a la Tierra a hacer de las suyas, los extraterrestres esperan a que el cilindro se enfríe. Y cuando ya está frío, paulatinamente desatornillan la tapa y del interior emergen esos extraños seres de apariencia horrenda y repulsiva: parecen enormes, pesados, torpes y redondeados moluscos babeantes con tentáculos (“pulpos”, los tilda un zapador del ejército tras oír su descripción), cuyos detalles físicos el escritor y filósofo observa en primera línea al emerger el primer alienígena en el cráter de la llanura de Horsell; y luego, con mayor detenimiento, en su cautiverio en los restos de la casa de Mortlake; a lo que se añaden otros datos, características y conjeturas sobre su anatomía externa e interna (incluso quizá absurda, como el hecho de que tienen pulmones, pero no fosas nasales ni olfato).

Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
        Esos catapultados cilindros son de considerables dimensiones, pues en ellos los marcianos transportaron las enormes y desplegables Máquinas de Guerra, que se desplazan a través de un trípode que da enormes y veloces zancadas. Las Máquinas de Guerra son manejadas por un marciano ubicado dentro de la giratoria caperuza, situada en lo alto, quien despliega y mueve los prensiles tentáculos. Y para atacar y destruir despliega y utiliza dos móviles y poderosas armas: el Rayo Ardiente, “un rayo luminoso” que es un “chorro invisible” que incendia lo que toca: personas, flora, fauna, arquitectura; y el tóxico y letal Humo Negro, del que un periódico reportó con amarillista alarma: “Los marcianos descargan enormes nubes de humo negro y venenoso por medio de cohetes. Han asfixiado a los artilleros de las baterías, destruido Richmond, Kingston y Wimbledon y avanzan lentamente hacia Londres, devastándolo todo al pasar. Es imposible detenerlos. Contra el Humo Negro no hay otro modo de salvación que la fuga.” 

       
Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
       A lo que se agrega la plaga de la trepadora, expansiva y voraz Hierba Roja (de un rojo-sangre y con el ramaje “parecido al del cactus”), de rápida y predominante propagación, cuyas semillas transportaron no por accidente, sin duda. A esto se añade el hecho de que los marcianos armaron “una máquina voladora”, que dizque están “aprendiendo a manejarla”, según le reporta el artillero, al escritor y filósofo, en su avituallado y egocéntrico escondrijo en Putney Hill; lo cual lo induce a pensar en el “¡Adiós a la humanidad!”, pues “Si consiguen volar, darán la vuelta al mundo...” No obstante, además de que esa “máquina voladora” quedó abandonada en el último campamento marciano a imagen y semejanza de un trebejo inútil, sí la sabían manejar, pues su hermano, en su huida a Ostende a bordo del vapor, vio en lo alto lo que a todas luces es un alienígena platillo volador: “Se puso el sol bajo las nubes grises, se enrojeció el cielo, se oscureció después; parpadeó en la penumbra la estrella de la noche. Era grande la oscuridad cuando el capitán lanzó un grito tendiendo los brazos al cielo. Miró mi hermano con atención. Del horizonte gris subió a lo alto, por encima de las nubes, un objeto que con marcha oblicua y rápida brilló en los últimos resplandores del crepúsculo; un objeto plano y gigantesco que luego de describir una inmensa curva, de disminuir poco a poco y de hundirse lentamente, se desvaneció en el gris misterio de la noche. Se hubiera dicho que extendía las tinieblas al pasar.”   

    
Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
       Los marcianos se comunican con gritos y aullidos y al parecer de un modo telepático. Y para construir sus campamentos en los subterráneos cráteres y trabajar en ellos, utilizan dos tipos de máquinas. Las Máquinas de Mano, dice el escritor y filósofo, no parecen un mecanismo, “sino una criatura semejante a un cangrejo de mar de tegumento resplandeciente”, con “el aspecto de una especie de araña metálica, con cinco piezas articuladas y ágiles y un número extraordinario de varillas y palancas, también articuladas, y de tentáculos que tocaban y agarraban las cosas en derredor del cuerpo.” Estas son manipuladas por un tripulante alienígena; pero las máquinas excavadoras no y laboran sin cesar totalmente automatizadas. O sea: son robots, artilugios marcianos diseñados y construidos décadas antes de que la humanidad desarrollara la electrónica, la computación, la informática y la robótica. 

     
Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
            Pero a pesar de su complejo y avanzado desarrollo tecnológico, ingenieril y armamentístico, los marcianos, que según la descripción de su anatomía externa e interna, son sobre todo “cerebros” hiperactivos que no necesitan dormir ni hablar ni descansar ni mordisquear ni digerir, su monstruosa, destructiva, voraz y coreográfica conducta castrense parece la de un potenciado ente híbrido, con rasgos de bestia salvaje, cefalópodo, crustáceo, artrópodo, reptil, insecto rastrero y arácnido. Viajaron a la Tierra para alimentarse a toda costa, casi como un enorme oso hormiguero necesita, por ciego instinto, atiborrar su gran panza de minúsculas hormigas; y, para dar con ellas, penetra en los rincones y recovecos su larga trompa y su larga lengüeta de gusano; y en esas orgías culinarias destruye las laberínticas construcciones arquitectónicas que son los subterráneos hormigueros. Vale observar que según reporta el escritor y filósofo, pese a que “los marcianos carecen de sexo” (o sea: no hay cuchicuchi), “nació un marciano en nuestro planeta durante la guerra; se le encontró pegado a su progenitor, como un capullo a medio abrir, del mismo modo en que brotan los bulbos en los lirios o los animálculos en los pólipos de agua dulce”. Pero el alimento que les interesa de las hordas y manadas de los aterrorizados y alharaquientos terrícolas, no es su carne ni sus órganos ni sus huesos ni su médula ósea (ni las aletas de los delfines ni la bolsa de aceite de los tiburones ni los colmillos de los elefantes ni los cuernos de los rinocerontes ni el buche de totoaba ni los huevos de codorniz ni las pieles de las focas del norte de Canadá), sino la sangre, el plasma sanguíneo de los humanos, que extraen y se inyectan directamente “en sus propias venas” con avidez de murciélago, quizá placentera, embriagadora, adictiva y psicotrópica. Delicatessen de dulce vita y delirium alimenticio para los alienígenas, que implica la preservación, continuación y propagación de su horrorosísima y pesadillesca especie. Es por tal objetivo que alguna manipulada Máquina de Combate transporta, en lo alto de la giratoria caperuza, una clase de cesta o jaula, donde va coleccionando especímenes de terrícolas vivitos y coleando y lanzando gritos de terror, los cuales son cazados y atrapados con el mecanismo prensil de los móviles tentáculos. Según reporta el escritor y filósofo, en los cilindros los marcianos traían víctimas “consigo desde Marte en calidad de provisiones. A juzgar por los arrugados cadáveres que han caído en poder de los hombres, esas criaturas eran bípedos de frágiles esqueletos silíceos (parecidos a los de las esponjas), músculos débiles, de un metro ochenta de altura, cabezas redondas y erguidas y grandes ojos en órbitas petrificadas. Parece que en cada cilindro venían dos o tres y que ya estaban muertos antes de llegar a la Tierra. Hubiera sido lo mismo que los dejaran vivos, porque al solo esfuerzo de sostenerse en pie sobre nuestro planeta se les habrían roto todos los huesos del cuerpo.”
Ilustración de Henrique Alvim Corrêa
      Vale comentar, por último, y no por terror cósmico (de solitario navegante en la infinita noche de los tiempos) ni para ponerle los pelos de ponketa a nadie (por mucha melena de Rapunzel que tengan), que según reporta en el “Epílogo” el escritor y filósofo, ciertos astrónomos del planeta Tierra han observado agitadas y elocuentes actividades en Marte, y de Marte a Venus, indicativos de alguna marciana y violenta intromisión. Lo cual implica, quizá, el futuro ataque en la Tierra de otra tribu alienígena, quizá con tecnología aún más avanzada. ¡Felices sueños y felices pesadillas!



H.G. Wells, La guerra de los mundos. Traducción del inglés al español de Ramiro de Maeztu. Ilustraciones de Henrique Alvim Corrêa. Libros del Zorro Rojo. Polonia, octubre de 2016. 210 pp. 







Orlando

Una voz tratando de contestar a otra voz

I de V
Según el colofón, en “junio de 1999” se terminó de imprimir, en Barcelona, por Editorial Sudamericana, con sede en Buenos Aires, la edición de cinco mil ejemplares de Orlando, novela de Virginia Woolf (1882-1941), traducida por Jorge Luis Borges (1899-1986). Esto se hizo ex profeso para la Colección Diamante, serie especial de 24 libros con no desdeñable sobrecubierta, atractivas pastas duras y listón separador (pero con papel de baja calidad en las hojas), concebida para celebrar con bombo y platillo el 60 aniversario de la editora. En la página legal se dice que la “Primera edición” data de “Noviembre de 1946” y la “Cuarta edición especial” de “Septiembre de 1999” (pese a que el colofón dice otra cosa). Sin embargo, no se acredita que la edición original en inglés data de 1928 (con el título Orlando. A Biography se publicó en Londres por The Hogarth Press) ni que la traducción de Borges originalmente fue editada por Sur, en Buenos Aires, en 1937.
(The Hogarth Press, London, 1928)
  Adolfo Bioy Casares (1914-1999), en sus Memorias (Tusquets, Barcelona, 1994) —urdidas con la colaboración de Marcelo Pichon Rivière y Cristina Castro Cranwell—, alude su desapego por la obra de Virginia Woolf y sugiere la posibilidad de que la traducción de Orlando se deba a doña Leonor Acevedo de Borges, la madre del escritor: “De Virginia Woolf, admirada por mi madre y por Silvina [Ocampo], que se guiaban por sus gustos y no por las modas del momento, nunca tuve la suerte de leer un libro que me interesara; ni siquiera me gustó Orlando, del que Borges, a pesar de haberlo traducido (tiene que ser muy bueno un texto para merecer la aprobación de su traductor) hablaba con elogio. Desde luego, sospecho a veces que lo tradujo vicariamente, como dicen los ingleses. Esto es, por interpósita persona, su madre.”  
(Sur, Buenos Aires, 1937)
  Borges mismo no era ajeno a tal conjetura y lúdico rumor, pues en Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, Barcelona, 1999) —cuya versión original en inglés fue escrita con la colaboración de Norman Thomas di Govanni para The Aleph and other stories (Dutton, Nueva York, 1970)— dice: “Después de la muerte de mi padre [Jorge Guillermo Borges murió a los 64 años el 24 de febrero de 1938], al ver que no podía fijar su mente en lo que leía, se dedicó a traducir La comedia humana [1943], de William Saroyan, para de ese modo verse forzada a concentrarse. La traducción fue llevada a la imprenta, y mi madre recibió por ella el homenaje de una sociedad de armenios de Buenos Aires. Después tradujo algunos cuentos de Hawthorne y uno de los libros de Herbert Read sobre temas de arte, y también hizo algunas de las traducciones de Melville, Virginia Woolf y Faulkner que se consideran mías.” Sin embargo, además de que su memoria no es muy precisa, páginas adelante, al hablar de su mísero empleo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané (donde trabajó entre 1937 y 1946), dice sobre su labor de traductor: “Los fines de semana traducía a Faulkner y a Virginia Woolf.” Vale comentar, entre paréntesis, que su traducción de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, publicada en Buenos Aires, en 1944, por Sudamericana, es tan legendaria y célebre como su traducción de Orlando y que sobre ambas se rumora y sospechan las manos de doña Leonor. Y que en una respuesta titulada “El oficio de traducir”, publicada en Buenos Aires, en La Opinión Cultural el “domingo 21 de septiembre de 1975” y luego en el número 338-339 de la revista Sur, correspondiente a “enero-diciembre de 1976” y compilada en Borges en Sur 1931-1980 (Emecé, Buenos Aires, 1999), el escritor menosprecia su trabajo: “¿Si me gustó más traducir poesía que a Kafka o a Faulkner? Sí, mucho más. Traduje a Kafka y a Faulkner porque me había comprometido a hacerlo, no por placer. Traducir un cuento de un idioma a otro no produce gran satisfacción.”  
(Sudamericana, Buenos Aires, 1945)
  Por su parte, varios biógrafos de Borges (Marcos-Ricardo Barnatán, James Woodall, Alejandro Vaccaro), palabras más, palabras menos, aluden la colaboración de doña Leonor en la traducción de Orlando. No obstante, es el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal el que brinda más visos y matices sobre tal meollo. En este sentido, junto con Enrique Sacerio-Garí, en su papel de antólogo y editor de los Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Tusquets, Barcelona, 1986), seleccionó la “Biografía sintética” sobre Virginia Woolf publicada el “30 de octubre de 1936” en la revista El Hogar, donde Borges anotó: “En Orlando (1928) también hay la preocupación del tiempo. El héroe de esa novela originalísima —sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época— vive trescientos años y es, a ratos, un símbolo de Inglaterra y de su poesía en particular. La magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro. Es además, un libro musical, no solamente por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan.” Tal es la laudatoria reseña y perspectiva, que Borges ilustró sus palabras con la traducción adjunta de un breve pasaje del capítulo primero de Orlando, el cual se puede leer en Borges en El Hogar 1935-1958 (Emecé, Buenos Aires, 2000), libro donde Mercedes Rubio de Zocchi y Sara Luisa del Carril —las compiladoras de Borges en Sur— exhumaron y reunieron los textos no antologados por Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí. 
En Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos, con “Edición, introducción, prólogos y notas” de Emir Rodríguez Monegal, cuyo tiraje de diez ejemplares, editado en México por el FCE, “se terminó de imprimir el 30 de agosto de 1985”, el antólogo incluyó la “Biografía sintética” sobre Virginia Woolf publicada en El Hogar el “30 de octubre de 1936”, en cuya nota 27 dice de ella: “Con la misma fórmula de la biografía de Spengler (JLB 25), Borges presenta a sus lectores la vida y la obra de una escritora entonces muy poco conocida fuera de Inglaterra. Un año más tarde publicaría en Ediciones Sur una traducción de uno de ensayos, Un cuarto propio (1937), y de una de sus novelas, la biografía imaginaria de Orlando (1937). Al comentar esta última obra en su ‘Autobiografía’ [el citado Ensayo autobiográfico, póstumamente traducido al español por Aníbal González], Borges habría de afirmar que era obra de su madre. Es difícil de creer que ésta, por sí sola, pudiera haber redactado una versión que iguala, si no supera, la felicidad estilística del original. Tal vez Borges quería reconocer, de esta manera modesta, la ayuda que recibió de su madre en esta tarea. La iniciativa de traducir al español la obra de Virginia Woolf no es de Borges y pertenece enteramente a Victoria Ocampo, amiga y admiradora de la gran escritora inglesa.”
Emir Rodríguez Monegal y Jorge Luis Borges
  Curiosamente, en Borges. Una biografía literaria (FCE, México, marzo 15 de 1987; cinco mil ejemplares) —cuya primera edición en inglés data de 1978 y cuya traducción al español de Homero Alsina Thevenet (con modificaciones ex profesas del biógrafo) Emir Rodríguez Monegal ya no vio porque a los 64 años falleció de cáncer “el 14 de noviembre de 1985”— dice haber sabido de Borges al leer esa “Biografía sintética” sobre Virginia Woolf: “Fue en esa época cuando encontré por primera vez el nombre de Borges. Estaba leyendo El Hogar (30 de octubre de 1936) y hallé en la sección ‘Libros y autores extranjeros’ una pequeña biografía de Virginia Woolf, más una página de su Orlando, algunas reseñas sueltas —un libro de canciones del Mississippi, una novela policíaca de Ellery Queen, otra novela de Henry de Montherlant, una reedición sobre un estudio de los escritores neuróticos de Arvède Barine— y también una nota encabezada como ‘Vida literaria’, que era dedicada a Joyce e incluía una anécdota de su encuentro con Yeats. (Se citaba a Joyce diciendo a Yeats que era una pena no haberse encontrado antes, porque ‘ahora van a decir que usted ha sido influido por mí’.) En aquel momento yo tenía sólo quince años y fui rápidamente seducido por el ingenio de Borges, por su impecable estilo, por la vasta gama de sus lecturas. Desde El Hogar ascendí a Sur y rápidamente hice el rastreo de las librerías de Montevideo, buscando los libros de Borges. Encontré uno de los muchos ejemplares sin vender que habían quedado de Historia universal de la infamia (1935) y un ejemplar de Inquisiciones (1925) de segunda mano. Durante 1936 o 1937 esos libros no eran aún la pieza para coleccionistas que son actualmente.”
Y unas páginas adelante, luego de bosquejar las reseñas de cine que hizo Borges en los años 30, dice de las traducciones que a éste le solicitó Victoria Ocampo (1890-1979), la dueña y directora de la revista Sur
Victoria Ocampo
(1890-1979)
  “Si Victoria Ocampo necesitó ser persuadida de admitir en Sur las reseñas cinematográficas de Borges, estaba resuelta en cambio a que él hiciera la traducción de algunos autores que ella prefería. Encargó tres traducciones: Persephone de André Gide (que se publicó inicialmente en Sur y luego como fascículo separado de la misma revista, 1936), A Room of One’s Own (libro conocido como Un cuarto propio y también como Una habitación propia) de Virginia Woolf (publicado como fascículo, 1937) y el Orlando de la misma autora (1937). La escritora inglesa ya había sido presentada por Borges a los lectores de El hogar, con una breve biografía a la que agregó un fragmento de Orlando (30 de octubre de 1936). Al juzgar la novela subrayó su originalidad —‘sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época’— agregando: ‘La magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro. Es además, un libro musical, no solamente por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan’. La traducción se convertiría pronto en un modelo. Borges había conseguido mantener en español la cualidad musical de la prosa de Mrs. Woolf.
“Posteriormente, Borges intentó declinar la responsabilidad de esa traducción. Al escribir sobre las traducciones de inglés que hacía Madre, aduce en su autobiografía que ella fue la verdadera autora de las que se atribuyen a él, y menciona específicamente las de Melville, de Virginia Woolf y de William Faulkner (‘Autob.’, 1970, 207) ¿Un error de la memoria, una broma amistosa, un elogio filial? Es difícil decirlo. Lo probable es que Madre le haya ayudado con esas traducciones. Puede haber hecho un primer borrador. Pero el estilo en español es tan inequívocamente borgiano que a Madre le habría llevado años de dura tarea el imitarlo. Lo que cabe presumir con fundamento es que al ayudar a su hijo, ella se integró con su ya distinguido equipo de colaboradores.”
Borges dictándole a su madre
(Sobre el escritorio, un retrato de su padre) 
  Vale añadir que el propio Borges da fe de esto al decir en su Ensayo autobiográfico: “Ella siempre ha sido mi compañera —especialmente en los últimos años, cuando quedé ciego [en 1955]—, así como una amiga comprensiva y generosa. Durante muchos años, hasta hace poco, ella se ocupaba de todo mi trabajo secretarial, contestando cartas, leyéndome cosas, escribiendo lo que yo le dictaba, y también viajando conmigo en muchas ocasiones, dentro y fuera del país. Aunque nunca se me ocurrió pensarlo entonces, fue ella quien callada y afectivamente alentó mi carrera literaria.”
Resulta consecuente, entonces, la afectuosa y agradecida dedicatoria que preludia el tomo de sus Obras completas editado en 1974, en Buenos Aires, por Emecé —“un grueso volumen único encuadernado y en papel biblia” que doña Leonor conservó a un lado de su cama hasta el día de su muerte, en su habitación del departamento B del sexto piso de Maipú 994, a los 99 años, el 8 de julio de 1975. Firmada por “J.L.B.”, tal dedicatoria reza a la letra:
Doña Leonor y su hijo
  “A Leonor Acevedo de Borges
“Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por su puesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores —los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas—, tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos, las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin, las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eςa de Queiróz, Madre, vos misma.
“Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature, como escribió, con excelente literatura, Verlaine.”


II de V
Pese a su celebridad y a la laudatoria ponderación de Borges y Emir Rodríguez Monegal, Orlando, si bien es una novela magnética, no es una de las grandes obras de Virginia Woolf, alguna vez adaptada al cine en una homónima película de 1992, guionizada y dirigida por Sally Potter. Dedicada a la poeta y jardinera inglesa Vita Sackville-West (1892-1962), miembro del liberal y promiscuo Grupo de Bloomsbury, con quien la autora tuvo sonoros y legendarios vínculos lésbicos, la novela, un divertimento fantástico, se divide en seis capítulos en los que abunda el humor, el sarcasmo, la sátira, la parodia, y las superfluas y caprichosas digresiones. El subtítulo “Una biografía” no es casual, pues la voz narrativa, que dice ser el biógrafo de Orlando, a lo largo de las páginas hace patente su presencia con reflexiones y comentarios al lector; incluso en el capítulo 2 anota la fecha del día en que escribe: “primero de noviembre de 1927”. Y en el capítulo 6, en medio de una de sus lúdicas intervenciones alude la venta del libro por The Hogarth Press —la citada editorial londinense fundada en 1917 por Virginia y su esposo Leonard Woolf—, donde en la vida real, recién concluido, se publicó el 11 de octubre de 1928, según se lee en la “Cronología” de Virginia Woolf (Lumen, Barcelona, 2003), biografía de Quentin Bell, sobrino de la escritora, cuya primera edición en inglés data de 1972. Pero además, el jueves 11 de octubre de 1928 es el día en que termina la novela y la matusalena vida de Orlando, quien vivió, no 300 años como apunta Borges en su “Biografía sintética”, sino alrededor de 400 años; mas no convertido en un viejecito senil y vegetativo, sino transformado en una vital y pensativa fémina de tan sólo 36 años de edad, quien se casó dos veces (la primera como hombre y la segunda como mujer), tuvo un hijo, y escribió un reconocido y premiado poema.
Editorial Sudamericana, Colección Diamante, 4ª edición especial
Barcelona, 1999
En la foto: Virginia Woolf
(Sobrecubierta)
  Con una orientación cronológica, pero sin rigurosidad lógica ni temporal, y arbitriamente tomando de la historia y de la vida real personajes, nombres, lugares, hechos, objetos, inventos, novedades, usos, costumbres, prejuicios, atavismos, idiosincrasia, la novela inicia cuando Orlando es un jovencito de 16 años y vive en una enorme casa en el campo con 365 habitaciones, un noble y fastuoso palacete cuyas feudales latitudes conforman un pueblo. Ese día llega hasta allí la Reina Isabel —quien reinó Inglaterra 44 años, entre el 17 de noviembre de 1558 y el 24 de marzo de 1603. Con “su firma y sello en el pergamino”, la anciana monarca le sede al padre de Orlando “la gran casa monástica que había sido del Arzobispo y luego del Rey”; lo cual implica que ha elegido a Orlando (por su belleza) como su protegido y por ende, ya con 17 años, llega el día en que tiene que abandonar su pueblerina casa y comparecer en Whitehall, en Londres. La vieja soberana, dado que está enamorada de Orlando (en la real cama requerirá sus favores), “En el acto se arrancó su anillo del dedo (la coyuntura estaba un poco hinchada) y, al ajustárselo, lo nombró su Tesorero y Mayordomo; después le colgó las cadenas de su cargo y haciéndole doblar la rodilla, le ató en la parte más fina la enjoyada orden de la Jarretera. Después de eso nada le fue negado. Cuando ella salía en coche, él cabalgaba junto a la portezuela. Lo mandó a Escocia con una triste embajada a la desdichada Reina [...]”  
La Reina Isabel (Quentin Crisp) y Orlando (Tilda Swinton)
Fotograma de Orlando (1992), película basada en la novela
homónima de Virginia Woolf, guionizada y dirigida por Sally Potter
  Pero entre lo relevante del capítulo 1 (el mejor y el más trascendente en el decurso de la vida de Orlando), descuella el hecho de que en secreto escribe de manera profusa y compulsiva (incluso dramas en verso) y de que caminando solitario por el campo aledaño a su casona paterna, sube hasta la cima de un cerro desde donde otea el entorno geográfico de la Gran Bretaña (y aún más) y en donde hay una enorme encina bajo cuya fronda descansa, observa, medita y fantasea:

     
Orlando (Tilda Swinton)
Fotograma de Orlando (1992)
      “Había caminado muy ligero, trepando entre helechos y matas espinosas, espantando ciervos y pájaros silvestres, hasta un lugar coronado por una sola encina. Estaba muy alto, tan alto que desde ahí se divisaban diecinueve condados ingleses: y en los días claros, treinta o quizá cuarenta, si el aire estaba muy despejado. A veces era posible ver el Canal de la Mancha, cada ola repitiendo la anterior. Se veían ríos y barcos de recreo que lo navegaban; y galeones saliendo al mar; y flotas con penachos de humo de las que venía el ruido sordo de cañonazos; y ciudadelas en la costa; y castillos entre los prados; y aquí una atalaya, y allí una fortaleza; y otra vez alguna vasta mansión como la del padre de Orlando, agrupada como un pueblo en el valle circundado de murallas. Al este estaban las agujas de Londres y el humo de la ciudad; y tal vez, justo en la línea del cielo, cuando el viento soplaba del buen lado, la rocosa cumbre y los mellados filos de la misma Snowdon se destacaban montañosos entre las nubes. Por un instante, Orlando se quedó contando, mirando, reconociendo. Ésa era la casa de su padre, ésa la de su tío. Su tía era la dueña de esos tres grandes torreones entre los árboles. La maleza era de ellos y la selva; el faisán y el ciervo, el zorro, el hurón y la mariposa.
“Suspiró profundamente, y se arrojó —había una pasión en sus movimientos que justifica la palabra— en la tierra, al pie de la encina. Le gustaba, bajo toda esta fugacidad del verano, sentir el espinazo de la tierra bajo su cuerpo; porque eso le parecía la dura raíz de la encina; o siguiendo el vaivén de las imágenes, era el lomo de un gran caballo que montaba; o la cubierta de un barco dando tumbos —era, de veras, cualquier cosa, con tal de que fuera dura, porque él sentía la necesidad de algo a que amarrar su corazón que le tironeaba de costado; [...]”
Virginia Woolf y Vita Sackville-West
  Vale adelantar y resumir que de entre los manuscritos de Orlando sólo se salva y perdura hasta el final La Encina, poema que alude a The Land (La Tierra), poema narrativo de Vita Sackville-West publicado en 1927 y ese año merecedor del reputado Premio Hawthornden; y por tal guiño, y otros, más o menos translúcidos o crípticos, Nigel Nicolson, hijo de Vita, dice que la novela es una “larga y encantadora carta de amor”. (Entre tales guiños descuella la aventurera liberalidad bisexual de Orlando cuando en el siglo XVIII es mujer; o su casona en el campo, cuyo modelo es Knole House, la enorme y aristocrática casona en Sevenoacks, en el condado de Kent, al sureste de Inglaterra, con cerca de 400 años de abolengo, donde Vita nació; o su estancia en Constantinopla y la bailaora gitana con quien se casa siendo hombre, pues Vita vivió en Constantinopla con su marido Harold Nicolson y era nieta de Josefa Durán, una bailaora gitana nacida en Málaga).

   
Sasha (Charlotte Valandrey) y Orlando (Tilda Swinton)
Fotograma de Orlando  (1992)
       Escritos con su “antigua letra de colegial”, los primeros versos de
La Encina fueron redactados por Orlando en 1586; y durante más de 300 años estuvo trabajando en su escritura. Ya desterrado de la Corona —por cortejar, estando comprometido, a la Princesa Marusha Stanilovska Dagmar Natasha Iliana Romanovich (Sasha para él) durante la coronación del Rey Jaime— y de nuevo en su casa en el campo, Orlando invita una temporada a Mr. Nicholas Greene de Clifford’s Inn (Nick Greene), un célebre escritor londinense que él admira y que se codea con las luminarias de la época isabelina. Pero el tipo resulta lenguaraz, vulgar, pedante y poco accesible, y por ende no puede hablar con él de lo que ha escrito, pese a que le otorga “una pensión de trescientas libras al año pagada trimestralmente” para que se consagre a “la Glor”; y sólo a la hora de marcharse le entrega, para que le dé su opinión, “su drama La muerte de Hércules” (que nunca recibe). Proclive a la soledad y al pesimismo (la inesperada y furtiva partida de Sasha rumbo a Rusia lo tornó escéptico ante la mujer, más aún si es extranjera), la lectura de la Visita a un noble en el campo, un panfleto que con mala leche Greene escribió sobre él, lo induce a decirse con misantropía: “he acabado ya con los hombres”. Y por ende, más o menos a sus 30 años de edad, “La noche que siguió a la lectura de la Visita a un noble en el campo hizo una conflagración de cincuenta y siete obras poéticas, de la que sólo se salvó La Encina, que era su ensueño juvenil y muy breve.” 
Cartel de la película Orlando (1992)
  No obstante, después de alrededor de 300 años de haber hablado con Nick Greene en su casona, cuando corren los albores del siglo XX, Orlando, entonces una noble y elegante dama con su aventurero marido batiéndose sin cesar en Cabo Hornos (quizá con “las velas hechas jirones” o “único sobreviviente en una balsa, con una galleta”), viaja por primera vez en ferrocarril de su casa en el campo a Londres en busca de editor para La Encina (que nunca ha dejado de escribir ni de llevar consigo oculto entre los senos), y se da la cósmica casualidad (¡oh casualidad!) de que caminando solitaria en la calle se encuentra nada menos que con Nick Green (a quien siempre ha pagado su pensión), pero convertido en Sir Nicholas, de unos 70 años, ahora “el crítico más respetado de la época victoriana”, quien la invita a comer en un “espléndido restaurante”. En la conversación con Sir Nicholas, dice el biógrafo, “Orlando padeció un desencanto inexplicable. Todos esos años había imaginado que la literatura —sírvanle de disculpa su reclusión, su rango y su sexo— era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad vestido de gris hablando de duquesas. La desilusión fue tan grande que uno de los botones o broches que sujetaba la parte superior de su traje reventó y dejó caer sobre la mesa ‘La Encina’, un poema.” Sir Nicholas se empeña en llevarse tal manuscrito para hacerlo editar publicitado por él mismo. Cosa que hace casi ipso facto y luego La Encina logra “siete ediciones” y el “premio de Burdett-Coutts”. 
Y ese fatídico jueves 11 de octubre de 1928, otra vez en su casa en el campo, sale y a las “seis menos veintitrés” de la tarde va por “El camino de helechos [que] conducía, con muchas vueltas y revueltas, a la encina, que se levantaba en la cumbre. El árbol era más grande, más recio y más nudoso que cuando ello lo conoció, alrededor del año 1588, pero estaba aún en la plenitud de la vida. Las hojitas agudamente plegadas seguían agrietándose en las ramas espesamente. Tirada en el suelo, sintió los huesos del árbol abriéndose como costillas a un lado y otro. Le gustaba pensar que cabalgaba sobre el lomo del mundo [donde ese día morirá con ‘la campanada duodécima de la medianoche’]. Le gustaba asirse a algo duro. Al echarse, cayó del fondo de su chaqueta de cuero un librito cuadrado de tela roja —su poema ‘La Encina’. Debí traer una pala, reflexionó. La tierra era tan playa sobre las raíces, que era harto discutible que pudiera cumplir su propósito y enterrar el libro en ese lugar. Además, lo desenterrarían los perros. Esos actos simbólicos nunca tienen suerte, pensó. Quizá lo más prudente sería omitirlos. Tenía un breve discurso en la punta de la lengua, que había pensado pronunciar al enterrar el libro. (Era un ejemplar de la primera edición firmado por el autor y el ilustrador.) ‘Lo sepulto como un tributo’, estaba por decir, ‘una devolución a la tierra, de lo que la tierra me dio’, pero, ¡Dios mío!, en cuanto uno se pone a declamar palabras ¡qué tontas parecen! Recordó al viejo Greene, subiendo a una tribuna, el otro día, para compararla con Milton (salvo por la ceguera) y entregarle un cheque de doscientas guineas. Había pensado, entonces, en el roble aquí en su colina, y, ¿qué tendrá eso que ver con esto?, se había preguntado. ¿Qué tendrán que ver siete ediciones? (Ya el libro las había alcanzado.) ¿Escribir versos, no era acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz? De modo que toda esta charla y censura y elogio y ver personas que la admiran a una y ver personas que no la admiran a una, nada tiene que ver con la cosa misma: una voz tratando de contestar a otra voz. ¿Qué cosa más secreta, pensó, más lenta y más parecida a un diálogo de amantes, que la balbuceada respuesta que ella había dado todos esos años al antiguo canturreo de los bosques, a las granjas, a los caballos zainos esperando en el portón, cuello contra cuello, a la herrería y la cocina y los campos que tan laboriosamente producen trigo, nabos, pasto y al jardín trémulo de iris y de fritilarias?
“Dejó insepulto y descompaginado su libro, y miró el vasto panorama, diverso entonces como el fondo del mar, iluminado por el sol y manchado de sombras. Había una aldea, con su campanario entre los álamos; una mansión abovedada y gris en un parque; una chispa de luz en un invernáculo; un corral con parvas amarillas [...]”


III de V
Uno de los episodios más lúdicos y divertidos de la novela ocurre cuando el protagonista conoce y galantea a Sasha. Es el tiempo de la Gran Helada y de la regia coronación del Rey Jaime. Orlando, quien bajo la monarquía y la anuencia de la Reina Isabel llevó una doble vida que le permitía, camuflado, incursionar entre la “gente baja” y conocer “hombres de letras” en tabernas y mujeres (incluso en la antesala de los aposentos reales), aún es un privilegiado en la Corte y con todas las reglas de la escriturada ley y de las escrituradas dotes está comprometido con Lady Margaret O’Brien O’Dare O’Reilly Tryconnel (Euphrosyna para él y en sus sonetos), quien “lucía en el segundo dedo de la mano izquierda el espléndido zafiro de Orlando”. Pero el arribo de la Princesa Sasha en el barco de la Embajada Moscovita, presente para las fiestas, el baile y la ceremonia de la coronación del Rey Jaime, da al traste con esos planes y a la postre lo convierte en un desterrado de la Corte. Sasha, con su belleza andrógina y puntillosa labia, ejerce en Orlando una fascinación que lo hechiza al verla por primera vez patinando sobre el hielo y cuyo enamoramiento parece recíproco, pues ella le corresponde yendo a pasear con él y con besos y apapachos. No obstante, sin creer lo que sus ojos ven, en la bodega del barco de la Embajada Moscovita, la descubre en las rodillas de un marinero, pese a que ella es una supuesta Romanovich de sangre azul: “la vio inclinarse hacia él; los vio abrazarse antes que se borrara la luz en la nube roja de su rabia”. Y es algo más que un “vulgar marinero”; se trata de un gigantesco leviatán: un “peludo monstruo marino. El hombre era descomunal; descalzo tenía más de seis pies de estatura; llevaba en las orejas aros ordinarios de alambre; y parecía un caballo de carro en el que se hubiera posado un gorrión.” Así que luego de un arranque de violencia y de un súbito desmayo por la impresión, Orlando se disculpa ante las explicaciones de ella y todo parece ir de nuevo sobre ruedas. De modo que acuerdan su huida: “A la medianoche se encontrarían en un mesón cerca de Blackfriars. Había caballos apostados. Todo estaba listo para la fuga. Así que se despidieron, ella a su tienda, él a la suya. Faltaba todavía una hora.”
Orlando (Tilda Swinton) y Sasha (Charlotte Valandrey)
Fotograma de Orlando (1992)
  Orlando, bajo la lluvia, espera allí “hasta que el reloj de San Pablo marcó la dos”; pues Sasha no llega y entonces parte “al galope sin saber adónde”. Y al amanecer, al unísono de los desastres que produce el deshielo de la Gran Helada, él va al galope por las orillas del Támesis hasta la dársena, donde, buscando el navío ruso entre las embarcaciones de las otras embajadas que asistieron a la ceremonia de la coronación del Rey Jaime, ve, con su telescópica mirada del halcón, que a la distancia “El barco de la Embajada moscovita salía mar afuera”, sin que él haya dilucidado si la Princesa Sasha era hija del embajador o su casquivana amante.
Si bien la desafortunada experiencia con Sasha marca el decurso inmediato y posterior de la vida de Orlando, vale el privilegio de transcribir y visualizar un pasaje que ilustra el deshielo de la Gran Helada —y el poder narrativo de Virginia Woolf (quien el 28 de marzo de 1941 se suicidaría ahogándose en el río Ouse)—, que es uno de los momentos más dramáticos y visuales de la novela:
Virginia Woolf
(1882-1941)
Foto incluida en Orlando (Sudamericana, 1999)
  “Algún instinto ciego, porque era ya incapaz de razonar, debió inducirlo a tomar la margen del río en dirección al mar. Porque al romper el alba, lo que sucedió con inusitada rapidez, cuando el cielo era de un amarillo pálido y casi había cesado la lluvia, se encontró en las orillas del Támesis más allá de Wapping. Un espectáculo extraordinario se ofreció a sus ojos. Ahí, donde por tres meses y más hubo hielo tan sólido y tan macizo que parecía permanente como piedra, y toda una alegre ciudad se edificó sobre él, corría ahora un turbulento torrente de aguas amarillas. Era como si una fuente de azufre (opinión que favorecieron muchos filósofos) hubiera reventado el hielo con tal vehemencia que barría y apartaba furiosamente los fragmentos enormes. Daba vértigo la sola vista del agua. Todo era caos y confusión. El río estaba sembrado de témpanos. Algunos eran amplios como una cancha y altos como una casa; otros no eran mayores que un sombrero de hombre, pero fantásticamente retorcidos. Ora descendía todo un convoy de bloques de hielo hundiendo cuanto le estorbaba el camino. Ora, arremolinándose y retorciéndose como una serpiente torturada, el río parecía lastimarse entre los fragmentos, y los empujaba de orilla a orilla, hasta deshacerlos contra los arcos y los pilares. Pero lo más horrendo era el espectáculo de los hombres atrapados de noche, que ahora recorrían sus islas zigzagueantes y precarias en la última angustia. Que se arrojaran al torrente o se quedaran en el hielo, su destino era inevitable. A veces un montón de esos pobres seres desfilaban juntos, algunos de rodillas, otros amamantando a sus hijos. Un anciano parecía leer en voz alta un libro sagrado. Otras veces, y su suerte quizás era la más terrible, un desdichado recorría su estrecho alojamiento sin compañero. Al ser barridos mar afuera, algunos vanamente pedían socorro, jurando locas promesas de enmienda, confesando sus pecados y ofreciendo altares y bienes si Dios oía sus ruegos. Oros estaban tan aterrados que permanecían quietos y mudos mirando fijamente ante sí. Una cuadrilla de aguateros o postillones, a juzgar por sus uniformes, vociferaban en coro los más obscenos cantos de taberna, como un desafío, y se estrellaron contra un árbol y se hundieron con blasfemias en los labios. Un viejo noble —como lo proclamaba su traje con pieles y su cadena de oro— se hundió no lejos del lugar donde estaba Orlando, invocando venganza sobre los rebeldes irlandeses, quienes, dijo con su último aliento, habían tramado esa satánica maldad. Muchos perecieron apretando un jarro de plata contra su pecho o algún otro tesoro; y no menos de una docena de pobres diablos se ahogaron por su propia codicia, arrojándose a la corriente para no perder una copa de oro o permitir la desaparición de un abrigo de pieles. Porque los témpanos arrastraban muebles, valores, objetos de todas clases. Entre esos espectáculos extraños se vio una gata amamantando su cría; una mesa puesta suntuosamente para veinte cubiertos; una pareja en cama; y una extraordinaria cantidad de utensilios de cocina.
“Aterrado y atónito, Orlando no pudo hacer otra cosa que mirar las aguas que se desencadenaban a sus pies. Al fin, como recobrándose, espoleó su caballo y corrió a lo largo del río en dirección al mar. Doblando una curva llegó al sitio donde hacía menos de dos días los buques de los Embajadores parecían anclados para siempre. Los contó con apuro: el francés, el español, el austríaco, el turco. Todos estaban a flote, aunque el navío francés había roto sus amarraras, y el turco tenía un gran rumbo en el costado y estaba llenándose de agua. Pero el buque ruso no se vía por ninguna parte. Por un instante Orlando creyó que había naufragado; pero elevándose en los estribos y sombreando sus ojos, que tenían la vista del halcón, alcanzó a distinguir en el horizonte la forma de un navío. Las águilas negras volaban en el palo mayor. El barco de la Embajada moscovita salía mar afuera.
“Se arrojó enfurecido del caballo, como para acometer el torrente. Con el agua hasta las rodillas, descargó contra la infiel todas las injurias que se han destinado siempre a su sexo. Perjura, voluble, inconstante, dijo; demonio, adúltera, felona; y el remolino recibió sus palabras y dejó a sus pies una vasija rota y una pajita.”


IV de V
Otro de los momentos más llamativos de la novela, tanto como la longevidad del protagonista, es su conversión en mujer. Desterrado de la Corte y refugiado en su casa en el campo, Orlando, cierto día que agrega algún verso a La Encina, ve que lo acecha una sombra, “una dama altísima con caperuza y manto”. Se trata de “la Archiduquesa Enriqueta Griselda de Finster-Aarhorn y Scandop-Boom en el territorio rumano”, quien para cortejarlo se hospeda cerca: “en casa del panadero”. Pero como él no tolera “el buitre Lujuria” encarnado en una mujer y mucho menos en una extranjera, le pide al Rey Carlos que lo nombre “Embajador extraordinario en Constantinopla”.
Editorial Sudamericana, Colección Diamante, 4ª edición especial
Barcelona, 1999
(Portada)
  En Constantinopla, según reporta el biógrafo con grandes lagunas, el desempeño de Orlando como Embajador al servicio de Su Majestad fue tal que en la Embajada británica, con solemne ceremonia presidida por “Sir Adrian Scrope, con uniforme de gala de Almirante Británico”, le impuso “el Collar de la Nobilísima Orden del Baño y prendió la Estrella en su pecho; y después otro caballero del cuerpo diplomático se adelantó con dignidad y echó sobre sus hombros el manto ducal, y le entregó, en un almohadón carmesí, la corona ducal”. Pero la celebración de su Ducado se transforma en una turbia y oscura francachela signada por el profundo sueño en que cae y por la rebelión de los turcos contra el Sultán, lo cual precede su temporal huida y exilio, en territorio turco, con una tribu de gitanos nómadas. Según el biógrafo:
“Al día siguiente los secretarios del Duque (como debemos llamarlo ahora) lo hallaron profundamente dormido y la ropa de cama toda revuelta. Se notaba cierto desorden: la corona tirada por el suelo, el Manto y la Liga en un montón sobre una silla. La mesa estaba llena de papeles. Nada sospecharon al comienzo, pues las fatigas de la noche habían sido grandes. Pero como al llegar la tarde seguía durmiendo, mandaron buscar un médico. Aplicó los remedios que se habían ensayado la otra vez —emplastos, ortigas, eméticos— pero sin éxito. Orlando seguía durmiendo. Los secretarios creyeron su deber examinar los papeles sobre la mesa. Muchos estaban borrados de versos, que aludían con frecuencia a una encina. Había también algunos documentos oficiales y otros de carácter particular sobre el manejo de sus propiedades en Inglaterra. Pero al fin dieron con un documento mucho más significativo. Era nada menos que un acta de matrimonio, asentada, firmada y autorizada por testigos entre su Señoría Orlando, Caballero de la Jarretera, etc., etc., etc., y Rosina Pepita, bailarina, hija de padre desconocido, pero que se supone gitano, y de madre también desconocida, pero que se supone vendedora de fierro viejo en el mercado frente al Puente de Gálata. Los secretarios se miraron consternados. Orlando seguía durmiendo. Día y noche lo velaron, pero sólo daban señales de vida su respiración regular y el profundo carmín de sus mejillas. Cuanto la ciencia o el ingenio pudieron idear para despertarlo, se hizo; pero seguía durmiendo. El séptimo día de su letargo (jueves, 10 de mayo) se disparó el primer tiro de esa terrible y sangrienta insurrección cuyos primeros síntomas recogió el Teniente Brigge. Los turcos se rebelaron contra el Sultán, prendieron fuego a la ciudad y degollaron o acabaron a azotes a cuanto extranjero encontraron. Algunos ingleses lograron escapar; pero, como era de esperarse, los caballeros de la Embajada Británica prefirieron morir en defensa de sus valijas coloradas, o en caso extremo, tragarse los manojos de llaves antes que dejarlos en manos del Infiel. Los revoltosos irrumpieron en el cuarto de Orlando, pero suponiéndolo muerto lo dejaron intacto y sólo le robaron su corona y las insignias de la Jarretera.”
“Angelica Garnett, sobrina de Virginia, caracterizada como
Orlando, para ilustrar la primera edición de la novela.

Foto en Virginia Woolf. La vida por escrito (Taurus, 2012),
biografía de Irene Chikiar Bauer.
  Así, a semejanza de un milenario cuento de hadas y de aventuras, pero sin mediar ningún brujeril encantamiento ni el beso de un príncipe enamorado de un bello durmiente, Orlando, tras ese tranquilo sueño de siete días se despertó convertido, no en cucaracha, sino en mujer. Para decirlo con el biógrafo: 
Bástenos formular el hecho directo: Orlando fue varón hasta los treinta años; entonces se volvió mujer” y siguió siéndolo hasta el fin de sus días terrenales.



V de V
Fotograma de Orlando (1992)
No pocas veces Virginia Woolf ha sido enarbolada como paladín de la causa feminista. A lo largo de la novela, sin que su objetivo implique una reivindicación a ultranza, se leen dispersas alusiones que refieren el lugar secundario y menoscabado que el ancestral, atávico e idiosincrásico entorno falocéntrico occidental suele endilgarle a la mujer en sus diversos roles domésticos y sociales, y no sólo en los relativos al intelecto y al arte. En este sentido, al bosquejar cierta sátira sobre el estereotipo de escritor consagrado en el siglo XVIII (“el genio, divino como es y adorable, suele alojarse en las envolturas más sórdidas”), con cuyas luminarias ella suele reunirse, el biógrafo saca a colación (y salpimenta con añadidos) el concepto de la mujer que Lord Chesterfield (un arquetipo de la época) le confía “a su hijo [quizá en una carta] bajo el más estricto secreto: ‘Las mujeres no son más que niños grandes... El hombre inteligente sólo se distrae con ellas, juega con ellas, procura no contradecirlas y las adula.’ Como los niños invariablemente oyen lo que no deben y a veces llegan a ser grandes [...] Una mujer sabe muy bien que por más que un escritor le envíe sus poemas, elogie su criterio, solicite su opinión y beba su té, eso no quiere absolutamente decir que respete sus juicios, admire su entendimiento, o dejará, aunque le esté negado el acero, de traspasarla con su pluma. Todo eso, por despacio que lo digamos, es cosa sabida”.
Fotograma de Orlando (1992)
  No obstante y por ello, con una íntima rebeldía y cierta iconoclasia, Orlando, que es mujer, durante el siglo XVIII lleva una subterránea vida licenciosa y aventurera, incluso con prostitutas, pues vestido de hombre o vestido de mujer goza del sexo femenino y del sexo masculino.
Fotograma de Orlando (1992)
  Pero el amor de su matusalena vida no fue la idealizada Sasha ni la efímera Rosina Pepita ni ninguno de esos amores nocturnos y clandestinos, sino el aristócrata y ricachón navegante Marmaduke Bonthrop Shelmerdine Esquire, con quien se casa y tiene un hijo. Quien pese a su ruinoso castillo en Las Hébridas, la mayor parte del tiempo se la pasa, aún después de casarse con ella (que se queda sola), aventurándose en “el Cabo de Hornos en pleno huracán. El barco solía quedar sin un mástil; las velas hechas jirones (tuvo que arrancarle esa confesión). A veces el buque se había hundido, y él había quedado como único sobreviviente en una balsa, con una galleta.” Pero hubo entre ambos tal rápida comprensión y empatía que en la conversación él le preguntaba a ella: “¿Estás segura de no ser un hombre?” Y ella a él: “¿Será posible que no seas una mujer?” De modo que la frase: “las galletas tocaban a su fin”, en su mutuo entendimiento significa la ambrosía: “besar una negra en el oscuro”. El biógrafo lo reporta así, luego de glosar la estrategia y el vaivén de la repetitiva e incesante aventura de Marmaduke en Cabo de Hornos: 
Orlando (Tilda Swinton) y Marmaduke (Billy Zane)
Fotograma de Orlando (1992)
  “‘Aquí está el norte’, le decía. ‘Ahí está el sur. El viento sopla más o menos de aquí. El bergantín navega hacia el oeste; acabamos de arriar la vela de mesana; y ya vez, aquí, donde está ese pastito, entra la corriente que encontrarás marcada. ¿Dónde están el mapa y la caja de compases, contramaestre? ¡Ah! gracias, ahí donde está el caracol. La corriente lo toma por estribor, de suerte que debemos aparejar el foque o nos arrastrará a babor, que es donde está esa hoja de haya, porque comprenderás, querida’, y de ese modo proseguía, y ella escuchaba cada palabra, interpretándola correctamente, hasta llegar a ver, sin que tuviera él que decírselo, la fosforescencia en las olas, el hielo crujiendo en los obenques; cómo subió a la punta del mástil, en un vendaval; cómo volvió a bajar, tomó un whisky con soda, bajó a tierra; fue atrapado por un negra, se arrepintió, discutió el asunto, leyó a Pascal, determinó escribir filosofía, se compró un mono, especuló sobre el verdadero fin de la vida, se resolvió a favor del Cabo de Hornos, etcétera, etcétera. Todas estas cosas y miles de otras ella las adivinó, y así, cuando ella contestaba: ‘Sí, las negras son de lo más atrayente, ¿no es verdad?’ a dato de que la provisión de galleta tocaba a su fin, Bonthrop se quedaba encantado y sorprendido de que ella lo interpretara tan bien.
“‘¿Estás segura de no ser un hombre?’, le preguntaba ansiosamente, y ella repetía como en un eco: 
“‘¿Será posible que no seas una mujer?’, y acto continuo hacían la prueba. Pues cada uno de los dos se asombraba tanto de la rápida simpatía del otro, y sentía como una revelación que una mujer pudiera ser tan tolerante y tan libre en su manera de hablar como un hombre, y un hombre tan extraño y tan sutil como una mujer, que en seguida tenían que hacer la prueba.
“Y así seguían conversando, o más bien comprendiendo; operación que constituye el arte principal del lenguaje en un tiempo cuyas palabras ralean diariamente de tal modo comparadas con las ideas, que la frase ‘las galletas tocaban a su fin’ suele significar: besar una negra en el oscuro, cuando uno acaba de leer por décima vez las obras filosóficas del Obispo Berkeley.”

Virginia Woolf, Orlando. Traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges. Colección Diamante, Editorial Sudamericana. 4ª edición especial. Barcelona, 1999. 240 pp.  



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Enlace a un trailer de Orlando (1992), filme guionizado y dirigido por Sally Potter, basado en la novela homónima de Virginia Woolf.
Enlace a vídeo sobre Orlando (1992), película dirigida por Sally Potter, basada en la novela homónima de Virginia Woolf.