Apúntese al club de corazones solitarios
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Disco compacto con el discurso que J.M. Coetzee leyó al recibir el Premio Nobel de Literatura 2003 |
El perder la pierna no implica para Paul Rayment enfrentarse a deficiencias médicas y sanitarias ni a embrollos burocráticos ni a la necesidad de trabajar para confrontar sus gastos. Su seguro de vida y su solvencia pecuniaria de viejo jubilado le brindan los sustentos que requiere y por ende puede proveerse de una enfermera especializada que en su cómodo departamento (con aire acondicionado) le brinda terapia física y servicio doméstico. Es así que la narración discurre por ámbitos realistas hasta el final del capítulo 12, cuando Paul Rayment le ofrece a Marijana Jokić, su diestra y eficaz enfermera croata, pagar la educación de su hijo Drago (de 16 años), desde el oneroso internado y “hasta que se gradúe como oficial de la marina”. La razón (y se lo confiesa): se ha enamorado de ella. Pero la mujer, nada más oírlo, se marcha, ipso facto, con Ljuba, su pequeña hija.
Al día siguiente, en el capítulo 13, Marijana no regresa a trabajar, ni contesta el teléfono ni le devuelve la llamada que hace a su casa en el distrito obrero de Munno Para. Pero quien ese mismo día llega a su departamento en Coniston Terrace, Adelaida Norte, es una tal Elizabeth Costello (protagonista de la novela homónima que J.M. Coetzee publicó en 2003), quien sin invitación y sin que Paul Rayment la conozca, se instala allí dispuesta dizque a guiar y a corregir los retorcidos renglones de su vida. Y es con tal intrusa y su cometido donde el sentido realista se altera y se rompe. Y esto es así porque la Costello, que también es una anciana sesentona, conoce, en buena proporción, los íntimos secretos de Paul Rayment, los que no le ha contado a nadie (como es el caso de la erógena ciega que él vio y olió en un ascensor del hospital y que luego ella, sin que él se lo pida, le contrata como prostituta a domicilio), y porque observa una conducta omnisciente, absurda e imposible, tanto en ciertos intríngulis y antagonismos de sus conversaciones, como por el hecho de que, pese a que se supone que es una escritora con libros y fama y a que tiene una “bonita y antigua casa” en Melbourne, opte por subsistir en los parques públicos con los inconvenientes de una desvalida vagabunda que carece de un centavo, mientras, a imagen y semejanza de una obsesa que no tiene otra cosa en qué ocuparse, alterna y asedia la cotidianeidad y los propósitos íntimos y personales de Paul Rayment y su departamento.
En medio de la efímera visita de la hetaira ciega (él paga 450 dólares por el manoseo y el servicio y previamente tiene que ponerse “una hoja de limón sobre cada ojo” y vendarse los ojos con una media de nailon de la Costello), Paul Rayment, se pregunta: “¿por qué estamos dejando que alguien a quien apenas conocemos dicte nuestras vidas?” En el mismo tenor pusilánime en donde él es el títere que la Costello mueve, más adelante divaga sobre la posibilidad de que la narradora lo esté utilizando para construir un personaje de un libro en ciernes. E incluso en que tal vez ella no exista y que él ya haya muerto. Sin embargo, tal ficticio tejemaneje implica y desvela lo relevante y trascendente: que la escritora Elizabeth Costello, con su desfachatez, locura y contradicciones, es alter ego del verdadero titiritero y ventrílocuo: el escritor John Maxwell Coetzee, y que Hombre lento es sólo un artilugio literario donde el narrador, prestidigitador nato, hace y deshace a su antojo.
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(Random House Mondadori, 1ra. edición mexicana, 2006) |
Miroslav, quien es obrero montador en una fábrica de autos, vigila, en su astrosa camioneta, en las inmediaciones del edificio donde vive Paul Rayment. Éste lo invita a hablar; y el dialogo desvela que el enojo del croata no es por ver humillado su honor de macho ante el préstamo a plazo indefinido y sin intereses que pagará el internado de Drago (Miroslav, incluso, conviene con Paul la creación bancaria de una cuenta de fideicomiso), sino los celos y la inseguridad (pese a sus 18 años de matrimonio) ante la creencia de que su mujer está “en proceso de ser embaucada, para alejarse de su corazón y de su hogar, por un cliente forrado de dinero y familiarizado con el mundo del arte y de los artistas” y que “el elegante entorno de Coniston Terrace le está enseñando a despreciar el mundo de la clase obrera de Munno”.
Además de las abundantes digresiones y de las pinceladas y anécdotas biográficas sobre la idiosincrasia, el pasado y el presente de Paul Rayment (muy pocas sobre la Costello y los Jokić), la novela ilustra dos episodios en que el hecho de estar cojo, viejo y solo conlleva sus inconvenientes. Una le ocurre cuando al ducharse con su andador Zimmer, éste se resbala y él “cae y se golpea en la cabeza contra la pared” y no puede levantarse. Por fortuna logra telefonear a Marijana, quien va, lo auxilia y apapacha. Él le pide que se quede toda la noche, pero ella le dice que su caída no es una urgencia médica. Y entre el debate en que el anciano cojo le reitera su amor, ella se va; pero antes le recomienda que se apoye en una amiga y que si tiene necesidades mayores que cogerle la mano, que se apunte en un “club de corazones solitarios” y le resume su triste y asfixiante rutina: “¿Cree que sabe cómo es ser enfermera, señor Rayment? Todos los días cuido de señoras mayores, ancianos, los lavo, les quito la porquería, mejor no digo detalles, cambio las sábanas y les cambio la ropa. Y siempre estoy oyendo ‘Haz esto, haz eso, trae esto, trae eso, no me encuentro bien, trae pastillas, trae vaso de agua, trae taza de té, trae manta, quita manta, abre ventana, cierra ventana, no me gusta esto, no me gusta eso’. Llego a casa cansada hasta los huesos, suena teléfono, a cualquier hora, mañana o noche: ‘Es urgencia, ¿puede venir...?’”
El otro episodio le ocurre a la mañana del día siguiente. Paul, que no pudo dormir (la pasó “Angustiado, lleno de remordimientos, dolorido, incómodo”), al verse corroído por la necesidad de orinar y el dolor de espalda, “con medio cuerpo en la cama y medio cuerpo fuera”, “se rinde y se orina en el suelo”. Así enredado y vergonzante lo encuentra Drago, quien llega a recoger la bolsa con sus últimas cosas. El chaval lo auxilia con los menesteres inmediatos y Paul no puede reprimir “un acceso de llanto”, de “llanto de anciano”.
En la idealización amorosa y protectora que vive Paul Rayment, le escribe una carta a Miroslav Jokić, donde le reitera su apoyo monetario para la educación de Drago y quizá también para sus dos hijas: la pequeña Ljuba y la adolescente Blanka. En su papel de padrino, le solicita “una llave de la puerta de atrás”, pues, dice, “no albergo ningún plan para quitarle a su mujer y a sus hijos. Tan solo le pido poder rondar por ahí, abrir mi pecho, cuando esté usted ocupado en otro lugar, y derramar las bendiciones de mi corazón sobre su familia.”
Pero también le solicita que Drago le devuelva una foto antigua de su valiosa colección (cuyo total donará, tras su muerte, a la Biblioteca Estatal de Adelaida), impresión original hecha por el propio Antoine Fauchery (1823-1861), nada menos, cuyo sustracción fue advertida por la Costello. Para Paul se trata de un robo, aunque no irá a la policía; mientras que la Costello colige la probabilidad de que se trate de una broma de adolescentes urdida entre Drago y su compinche. En el sitio donde estaba la impresión original, los chavales dejaron un fotomontaje, una copia manipulada en la computadora donde se aprecia el rostro de Miroslav Jokić “vestido con una camisa abierta y un sombrero, y además con bigote, codo con codo junto a aquellos mineros de Cornualles e Irlanda de cara adusta que vivieron en una época remota.”
Incitado por la Costello, ella y Paul van en taxi a la casa de los Jokić a reclamar la foto y a reiterar el padrinazgo de él. La actitud de Marijana, además de que vuelve a deducir con acierto las intenciones amorosas y humanas de Paul, no es la de una fémina que supuestamente en Croacia estudió pintura y fue restauradora de arte, sino la tozudez de una inculta ama de casa que no puede distinguir entre una fotocopia y una invaluable e histórica impresión vintage; y más aún: se ofende, no por el latrocinio de Drago, sino porque según ella “aporrean la puerta como policía” y porque el padrino “ahora dice que le robamos”.
A tal meollo se añaden dos corolarios. Uno es que al término de tal visita Paul descubre que Drago, con cierta ayuda de su padre, está por concluir la construcción de un triciclo, regalo para el anciano cojo, para que, moviéndolo con las manos, pueda desplazare en ese artefacto algo chusco y ridículo, en cuyo tubo tiene pintado “con unas letras que sugieren artísticamente el impulso del viento: ‘PR Exprés’”. La pequeña Ljuba pregunta por el significado. “PR, el Hombre Bala”, le responde Paul Rayment. Pero la niña, sonriéndole, le apostrofa la dramática verdad: “¡Usted no es el Hombre Bala, es el Hombre Lento!”
J.M. Coetzee |