martes, 4 de julio de 2017

Los ojos de Davidson

 Podemos confundirlos con el universo

Con el número 11 de Ars brevis, colección de Ediciones Atalanta, en noviembre de 2006, en Barcelona, se terminó de imprimir el libro Los ojos de Davidson, antología de cinco cuentos del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946), con traducción al español de José Luis López Muñoz y prólogo de Alberto Manguel: “Casandra en Inglaterra: la visión profética de H.G. Wells”. 
   
Colección Ars brevis núm 11, Ediciones Atalanta
Barcelona, noviembre de 2006
        El primero de los cuentos: “Los ojos de Davidson”, alguna vez fue traducido por Jorge Luis Borges (1899-1986), pues con el rótulo “Los distantes ojos de Davidson” el 19 de mayo de 1934 apareció, en Buenos Aires, en el número 41 de la Revista Multicolor de los Sábados, del diario Crítica. Además de que Ediciones Atalanta no acredita de qué libro o libros tradujo José Luis López Muñoz, en las páginas interiores no se precisa (ni en una nota ex profeso ni en el prólogo ni entre paréntesis ni al inicio ni al final de cada cuento) el año de la publicación de cada uno (en alguna revista o periódico) ni a qué libro original pertenecen. La vaga excepción es el quinto relato: “El país de los ciegos”, pues además de que Alberto Manguel algo refiere y comenta en su prólogo (“Wells publicó una primera versión del cuento en 1904”, “Treinta y cinco años más tarde cambió el final”), en las postreras páginas de la narración se anuncian, intercalados con precedentes rótulos en cursiva, los dos finales del cuento concebidos por H.G. Wells. El primer rótulo reza: Lo que sigue es la conclusión original de “El País de los Ciegos” publicada en la edición de SM [sic] de abril de 1904. Y el segundo: Lo que sigue es el final revisado del relato, escrito y publicado por Wells en 1939.
   Ante esto, lo que a priori descuella es la danza de las fechas acuñadas por ciertos antólogos en español y en otros idiomas (especie de diosecillos bajunos que simulan poseer los omniscientes y ubicuos ojos del universo y por ende dizque pueden señalar con su “infalible” dedo flamígero dónde está la microscópica y seminal fisura o el punto nodal y exacto del pedúnculo umbelífero). 
 
Colección El ojo sin párpado núm. 2 (vol. II), Ediciones Siruela
Madrid, marzo de 1987
        Por ejemplo, en el segundo tomito de Cuentos fantásticos del siglo XIX, la celebérrima antología de Italo Calvino editada por Siruela, en Madrid, en marzo de 1987, se lee, con traducción de G. Mion, la primera versión de “El país de los ciegos” datada en 1899. Y en la antología prologada y anotada por Juan Antonio Molina Foix: Álter ego. Cuentos de dobles, editada por Siruela en Madrid, en 2007, con el número 245 de la serie Libros del Tiempo, entre los datos curriculares de Wells el antólogo fecha “El país de los ciegos” en 1895. 
   
Colección Libros del Tiempo núm. 245, Ediciones Siruela
Madrid, 2007
            Al inicio de “El primer Wells” —ensayo reunido en su libro Otras inquisiciones (1937-1952) (Sur, 1952)—, Borges apunta que Oscar Wilde llamó a H.G. Wells: “Un Julio Verne científico”. El fantástico cuento “Los ojos de Davidson”, que narra la voz de un tal Bellows, podría ubicarse, si se quiere, bajo tal etiqueta, pero sin un grumo peyorativo ni para encasillarlo allí de manera ortodoxa o por lo siglos de los siglos. Todo lo contrario. El aparente sonambulismo o trastorno psíquico o alcohólico ocurrido a Sidney Davidson hará unos “tres o cuatro años” en el laboratorio principal del Harlow Technical College, en la capital británica, quizá tenga su mejor y más probable explicación en las hipótesis e indagaciones científicas del decano Wade en torno a la Cuarta Dimensión, a las “diferentes clases de espacio” y a la “existencia de una curva en el espacio”. Según el decano Wade (cuya hipótesis evoca los tácitos e implícitos experimentos con la galvanización y la electricidad del filósofo naturalista Victor Frankenstein) “parecer ser que Davidson, al agacharse entre los polos del gran electroimán, recibió algún impulso extraordinario en sus células retinales gracias a un cambio repentino en el campo de fuerza provocado por el relámpago.” Pero lo que resulta un hecho irrefutable es que Davidson, “durante tres semanas”, vivió al unísono en dos espacios-tiempos totalmente contrapuestos en el globo terráqueo. En un espacio-tiempo su cuerpo y su mente estaban en Londres, pero sin que sus ojos pudieran ver absolutamente nada. Y en el otro espacio-tiempo sus ojos y su intelecto estaban en una pequeña ínsula de las Islas Antípodas (“a doce mil kilómetros” de distancia). Si en Londres era de día, en la isla era de noche. Davidson, sin verlos y tropezándose, podía conversar con sus colegas en Londres (su amigo Bellows, el profesor Boyce, el decano Wade), o con su padre o con su novia (hermana de Bellows), y narrarles lo que sus ojos veían en el otro lado del planeta. Es decir, mientras su cuerpo deambula o es conducido en Londres y no ve absolutamente nada (ni siquiera su nariz), su raciocinio y sus ojos están, viven y observan en la agreste y lejana isla. Pero además, de manera sincronizada, siente su corporeidad en la ínsula al unísono de los desplazamientos de su cuerpo en Londres; de modo que sus vivencias en el islote llegan a ser opresivas y pesadillescas. Por ejemplo, cuando está “hundido hasta el cuello en un banco de arena”, cuando vive una tormenta, y cuando paulatinamente desciende bajo las aguas del mar (observando el cielo nocturno y la fauna marina) y está a punto de ahogarse.
    En el preludio del fin de esas desconcertantes tres semanas, Davidson empezó a ver en Londres a través de un agujero. Los agujeros se fueron multiplicando; y casi recuperado se casó con la hermana de Bellows. Y la prueba fehaciente de que sus ojos y su inteligencia estuvieron en ese islote del archipiélago de las Islas Antípodas la tuvo “Unos dos años después de su curación”, cuando Sidney Davidson conoció y charló con un tal Atkins, “teniente de navío de la marina británica”, quien le mostró fotografías del “viejo Fulmar”: que resultó ser, luego de un breve cotejo, el auténtico barco que los ojos de Davidson veían en esa solitaria y distante isla habitada por pingüinos. De ahí que casi al inicio del relato, Bellows diga sobre la inusitada experiencia vivida por su amigo y cuñado: “Nos hace soñar con las más extrañas posibilidades de comunicación en el futuro, con pasar en el otro lado del mundo cinco minutos interpolados, o (sin saberlo) con ser observados por otros ojos en nuestras operaciones más secretas.” 
   
H.G. Wells en 1901
        El segundo cuento antologado: “Bajo el bisturí” (1896), fue reunido por H.G. Wells en su libro: The Plattner Story and Others (London, Methuen & Co., 1897). La voz narrativa es la de un británico radicado en Londres que sufre, desde hace más de un año, de un doloroso padecimiento en el hígado (de ahí su prolongada depresión) y por ende es intervenido quirúrgicamente, en su casa, por un par de cirujanos, pese a su miedo a morir durante la operación. Los médicos, para anestesiarlo, le dan a oler cloroformo. Pero en lugar de sumergirse en la inconsciencia sigue lúcido y, semejante a un invisible ojo avizor en lo alto, observa su cuerpo tendido en la cama y el procedimiento de los médicos, e incluso sus pensamientos. De modo que mira la secreta rivalidad y las íntimas controversias mentales de Mowbray y Haddon, el par de cirujanos; y el instante en que éste, horrorizado, corta la vena porta y corre la sangre y el paciente supone que lo mataron. Pero en vez de morir, sigue lúcido y aún más. Según dice: “Mis percepciones eran más precisas y rápidas que cuando estaba vivo; los pensamientos me pasaban por la cabeza con increíble rapidez pero con total precisión. Sólo puedo comparar su intensa claridad con los efectos de una dosis razonable de opio.”
    El paciente tiene la certeza de que es inmortal. Y partir de ahí, al unísono de sus preguntas y conjeturas, realiza un extraordinario y asombroso viaje interestelar (y aún más lejos), como si su intelecto y sus ojos (un ente mental) lo hicieran en una prodigiosa y veloz nave invisible que se desplaza y viaja con la inconmensurable velocidad de un pensamiento que puede ir y venir instantáneamente por todos los rincones y recovecos del universo. Pero es el viaje de un individuo solitario que de antemano, se deduce, ha observado la bóveda celeste con un telescopio, mapas, diagramas y libros. De modo que refiere, en su velocísimo y constante alejamiento, el nombre de los planetas, de las estrellas, de las constelaciones, etcétera. Ya muy remoto de la “harapienta cinta de la Vía Láctea”, muy lejos del Sistema Solar del que es oriundo, arriba a un “espacio sin estrellas”, a un “vacío del Más Allá” al que está siendo arrastrado, donde “la oscuridad, la nada y el vacío” lo rodean por todas partes. Según dice: “Pronto el insignificante universo de la materia, la jaula de puntos en la que mi ser había tenido su comienzo, iba empequeñeciéndose convertido ya en disco giratorio de luminosa brillantez, y enseguida reducido a un diminuto disco de luz borrosa. Un poco más y quedaría convertido en un punto antes de desaparecer por completo.”
   El límite de ese extraordinario viaje por lo insondable e infinito del cosmos (matizado con sus observaciones, hipótesis e interrogantes de carácter ontológico y gnoseológico, cuyos detalles y episodios mira con los invisibles ojos de la mente y le parece que han durado una eternidad) se sucede cuando arriba a una zona fronteriza y fantasmagórica que semeja el preludio de la constatación de cierta deidad y del incontestable origen y logos del cosmos. No obstante, en vez de ocurrir esto, comienza a tener atisbos de su infinitesimal individualidad postoperatoria en Londres, y del hecho de que ese rapidísimo viaje por el universo, que parecía tan eterno, tan insondable y no menos ignoto y enigmático que el firmamento, ha transcurrido en el término de una hora.
   
H.G. Wells en 1943
        “El astro” (1897), el tercer cuento antologado, fue recogido por H.G. Wells en su libro Tales of Space and Time (New York, Doubleday and MacCure Co., 1899). Narrado por una omnisciente y ubicua voz narrativa, los acontecimientos globales e interplanetarios que se relatan en “El astro” se ubican en el futuro: es decir, “a comienzos del siglo XX”, precisamente a partir de que “El primer día del año nuevo, de manera casi simultánea, tres observatorios astronómicos anunciaron que la trayectoria del planeta Neptuno, el más lejano de todos los que giran alrededor del Sol, sufría perturbaciones.” No obstante, “en diciembre”, un tal Ogilvy ya “había llamado la atención sobre una supuesta disminución” en la velocidad de Neptuno y en la aparición en él “de una débil y remota manchita de luz”.
      Si bien la amplitud de la mirada y perspectiva de la omnisciente voz narrativa abarca la finitud y el “desmesurado aislamiento del Sistema Solar”: “El Sol, con las motas que son sus planetas, con su polvo de asteroides y sus impalpables cometas, nada en una inmensidad vacía que resulta casi inimaginable”, el pesadillesco meollo del relato se centra, in crescendo, en la visual y pormenorizada narración de los desastres y cataclismos globales que en todos los rincones y latitudes del planeta Tierra causa el veloz y paulatino acercamiento de un inesperado y desconocido astro que previamente choca contra Neptuno. Para fortuna de los supervivientes, “la última etapa” de la trayectoria de ese forastero y ultralumínico astro no fue una estruendosa y trágica colisión con la Tierra, sino “su precipitada caída” en el Sol. 
    Desde luego que hubo sensacionalistas periódicos que hablaron de milenarismos finiseculares; es decir, hubo gente y gacetilleros que habían creído que se avecinaba el sonoro fin del mundo. Y, al parecer, entre las muchedumbres de supersticiosos e incrédulos que siguieron con su rutina diaria, sólo un infinitesimal profesor de matemáticas en Londres, algo drogadicto y megalómano, habló ante sus alumnos de sus cálculos matemáticos sobre la trayectoria del “nuevo astro” y sus catastrofistas vaticinios se propagaron por todos los recovecos del orbe a través del telégrafo. Según “la profecía del matemático”: paralelo al acercamiento del “nuevo astro” y del posible choque contra la Tierra, en todo el mundo se sucederían “Terremotos, erupciones volcánicas, ciclones, maremotos, inundaciones y un aumento sostenido de la temperatura hasta un límite imprevisible”. No se equivocó. Y con posteridad al recalentamiento planetario, la voz narrativa reporta que “a medida que disminuían las tormentas, los hombres advirtieron que por todas partes los días eran más calurosos que antaño, el Sol más grande, y que la Luna, reducida a una tercera parte de su antiguo tamaño, tardaba ochenta días en completar cada uno de sus ciclos.” 
     Y además de otros notables cambios sociales y geográficos sucedidos en el planeta Tierra, quizá lo más sorprendente (o lo que le da una vuelta de tuerca al relato) es el reporte de las observaciones de los astrónomos marcianos (“porque hay astrónomos en Marte”), en cuya perspectiva (y límites cognoscitivos) se advierte una intervención armamentística hecha desde El planeta rojo, ignorada por los astrónomos terrícolas (al parecer dirigida contra el desconocido “nuevo astro” que se estrelló contra Neptuno, cuya ultralumínica explosión en el blanco pudo haber sido la “débil y remota manchita de luz” aparecida en Neptuno que el tal Ogilvy observara con el telescopio): “Si se considera la masa y la temperatura del misil lanzado a través de nuestro sistema solar” —escribió uno de los astrónomos marcianos—, “sorprenden los escasos daños sufridos por la Tierra, que ha estado a punto de ser alcanzada por el astro. Todas las características distintivas de los continentes y de las masas marítimas permanecen intactas y, de hecho, la única diferencia parece ser la reducción del tamaño de las manchas blancas (supuestamente de agua helada) en torno a los polos.”
 
Los ojos de Davidson (Atalanta, 2006)
Contraportada
       “El huevo de cristal” (1897), el cuarto relato de la antología, también fue recogido por H.G. Wells en su citado libro Tales of Space and Time (Cuentos del Espacio y del Tiempo). Junto a la susodicha primera versión de “El país de los ciegos”, “El huevo de cristal” es uno de los cinco cuentos de H.G. Wells antologados y prologados por Jorge Luis Borges en La puerta en el muro, número 11 de la serie La Biblioteca de Babel, editado en Madrid, en 1984, por Ediciones Siruela, en cuyo prefacio, revela: “Dos elementos muy diversos hay en ‘El huevo de cristal’: la desvalida condición del protagonista y una imprevisible proyección que abarca el universo. A una vaga memoria de esas páginas debo mi cuento ‘El Aleph’.” 
   
La Biblioteca de Babel núm. 11, Ediciones Siruela
Madrid, 1984
          Un amigo del investigador “Jacobo Wace, profesor ayudante en el hospital de Santa Catalina”, en Londres, y responsable de ineludibles “tareas docentes”, es la voz narrativa que evoca, comenta y relata la breve historia del inusitado y desaparecido huevo de cristal. Ese peculiar y raro objeto estuvo expuesto, “hasta hace un año”, en el vetusto, desvencijado y polvoriento escaparate de una tiendecilla, “Cerca de Seven Dials”, cuyo rótulo rezaba: “C. Cave, naturalista y anticuario”. Según el narrador, “El contenido del escaparte era curiosamente heterogéneo. Comprendía varios colmillos de elefante, un juego incompleto de piezas de ajedrez, algunas cuentas y armas, una caja con ojos de cristal, dos cráneos de tigre y uno humano, varios monos disecados comidos por las polillas (uno de ellos sostenía una lámpara), un armario pasado de moda, un huevo de avestruz o algo parecido ensuciado por las moscas, algunos aparejos de pesca y un acuario vacío, extraordinariamente sucio. Había además, en el momento en que comienza esta historia, una masa de cristal labrada hasta adquirir la forma de huevo y pulida con esmero.”
    Un patético matiz dickensiano trasmina y envenena la conducta, los rasgos físicos y la interacción de los miembros de ese empobrecido núcleo familiar que habita y pulula en la casa y en la contigua tiendecilla del anticuario señor Cave, situada en un populoso barrio de Seven Dials. Su robusta y voluminosa mujer y sus dos hijastros lo menosprecian y maltratan (el hijastro tiene 18 años y la hijastra 26); y sólo cavilan en el beneficio que puede brindarles las desmesuradas cinco libras por la venta del huevo de cristal ofrecidas por un par de inesperados clientes (un clérigo y un joven oriental), en particular su esposa, aficionada a la bebida, quien fantasea, por ejemplo, con comprarse “un vestido verde de seda” y “un viaje a Richmond”. En contrapartida, el anticuario señor Cave resulta un inofensivo e infeliz bonachón y buenazo; cuyos románticos, carcomidos y evanescentes viejos sueños, además de reflejarse en lo erosionado y polvoriento de la achacosa y casi abandonada tiendecilla, se condensan y focalizan en la enervante pasión que adquiere, casi como una alucinación psicotrópica, a través de lo que mira, recostado en la oscuridad, en el huevo de cristal (casualmente adquirido a “un tratante de curiosidades” “forzado a desprenderse de sus existencias”), pues Cave “veía en él cosas singulares”; es decir, el anticuario señor Cave observa dentro del huevo imágenes estables y en movimiento, como si se tratase de una mágica y misteriosa bola de cristal de algún brujo dominador de hechizos, encantamientos y vaticinios. Por ende, ya poseído y abandonado a esas placenteras sesiones oculares y sensitivas, el señor Cave “Apenas se ocupaba de su negocio y estaba siempre preocupado, pensando sólo en el momento de regresar a su puesto de observación.”
    Precisamente, para eludir que su despreciable y obesa mujer y sus odiosos hijastros le vuelvan a quitar el huevo de cristal y lo vendan, el señor Cave lo oculta en las habitaciones del profesor Wace, “en la calle Westbourne”. Es allí donde entre ambos se establece una elemental y básica complicidad y por ello se comunican las necesarias confidencias para que, con apoyo de la metodología científica del profesor Wace y de sus anotaciones, deduzcan que el panorama que Cave observa dentro del huevo de cristal (arquitectura, habitantes alados, fauna, flora, bóveda celeste) corresponde a una zona del planeta Marte y que al unísono, a través del huevo de cristal, desde allá se observa el planeta Tierra. Es decir, según las observaciones de la mancuerna, en ese territorio marciano hay veinte mástiles distribuidos en distintos puntos de altura y en lo alto de cada uno hay un huevo de cristal idéntico al que posee el anticuario señor Cave. Según reporta la voz narrativa, “De cuando en cuando, una de las grandes criaturas voladoras se acercaba a uno de ellos, plegaba las alas, enroscaba varios de sus tentáculos alrededor del mástil y miraba fijamente el cristal durante unos minutos, en ocasiones hasta un cuarto de hora. Y una serie de observaciones, realizadas por indicación de Wace, convencieron a los dos de que, en el mundo objeto de su estudio, el cristal en cuyo interior miraban se hallaba situado en el extremo superior del mástil más alto de la terraza y que, en una ocasión al menos, uno de los habitantes de aquel otro mundo había visto el rostro del señor Cave cuando este último realizaba sus observaciones.”
     Esto implica o supone que “el cristal del señor Cave se hallaba en dos mundos distintos al mismo tiempo”; o “bien poseía alguna peculiar relación de simpatía con otro cristal, exactamente igual, en aquel otro mundo, de manera que lo que se veía en el interior de uno era, dadas las condiciones adecuadas, visible para un observador en el cristal correspondiente del otro mundo, y viceversa.” 
     El vínculo de amigos y las observaciones se sucedieron en noviembre. Y en diciembre se interrumpieron unos “diez u once días” por las “tareas docentes” que tuvo que confrontar el profesor Wace. El anticuario señor Cave se había llevado el huevo de cristal a su casa, “con la intención de que le sirviese de consuelo si surgían ocasiones durante el día o la noche, con lo que se había convertido ya en la realidad más importante de su existencia.” Pero cuando Wace lo busca en la tiendecilla para continuar con las observaciones y exploraciones científicas se entera que el anticuario murió, que ya está enterrado y vendido el huevo de cristal a un cliente desconocido. Es así que para el profesor Wace el postrero y ansioso rastreo de ese objeto oriundo de Marte se torna infausto, un enigma; con la probabilidad de que los marcianos, en una época remota, lo hayan enviado a la Tierra, junto con otros huevos de cristal semejantes, con el objetivo de observar y conocer la vida y los quehaceres de los hormigueantes terrícolas.
   
Ilustración de Clifford Webb
        La primera versión de “El país de los ciegos” (abril, 1904), el quinto y último cuento de la antología, fue recogido por H.G. Wells en su libro The Country of the Blind and Other Stories (London, Thomas Nelson and Sons, 1911). Y con los susodichos dos finales fue publicado y prologado por Wells en The Country of the Blind (London, The Golden Cockerel Pres, 1939), un preciosista y costoso libro de colección (más aún a estas alturas del siglo XXI) ilustrado con grabados de Clifford Webb, con una edición limitada de 280 ejemplares; los primeros 30 numerados y firmados por el escritor y por el artista. 
   
The Country of the Blind
(London, The Golden Cockerel Press, 1939)
       Alguna vez, en una época cercana a la conquista española, en un remoto y altísimo valle de los Andes del Ecuador vivía una comunidad de inmigrantes familias de mestizos oriundos del Perú. Por alguna desconocida causa (quizá alguna infección microbiana), los niños empezaron a perder la vista y otros nacieron ciegos. Fue por entonces cuando un hombre, que llegó allí de niño “atado al lomo de una llama, junto con un enorme fardo de bártulos”, bajó a la metrópoli en busca de un “hechizo o antídoto” contra ese extraño mal que se multiplicaba y que ellos creían un castigo por el pecado de no haber construido una capilla o una iglesia al Dios católico. Algún vival sacerdote, por baratijas dizque curativas y amuletos dizque milagrosos del credo, intercambió el “lingote de plata autóctona” que traía el mestizo. Pero éste no pudo regresar a su villorrio con los supuestos remedios para curar a los suyos, porque una extensa catástrofe de dimensiones apocalípticas le impidió el paso y aisló la zona. Desde entonces germinó la leyenda del País de los Ciegos.
    Catorce o quince generaciones después, cuando en el País de los Ciegos todos son invidentes (sin glóbulos oculares y con los párpados cerrados y hundidos) y han olvidado lo que significa tener ojos y ver, fue cuando un tal Núñez (uno de los guías de un grupo de montañistas ingleses presididos por Sir Charles Pointer) sufrió un accidente en su campamento montado “sobre un pequeño saliente de roca”: una nocturna y profunda caída y deslizamiento por la nieve que lo llevó, sin daños corporales, a las inmediaciones del País de los Ciegos, que él identifica por las oídas leyendas orales. Y aún viéndoles a cierta distancia y antes de tener contacto con ellos, le hace lúdicamente divagar para sí en los regocijantes beneficios que canturrea e implica el consabido y añejo refrán: En el país de los ciegos el tuerto es rey
   
Ilustración de Clifford Webb
        Sin embargo, lo que primero descubre Núñez es su desventaja ante las habilidades físicas y los agudos sentidos de los ciegos. Pero lo más relevante y trascendente de sus hallazgos es la atávica, prejuiciosa,  supersticiosa y cerrada organización tribal del País de los Ciegos y su inextricable, estrecha y dogmática etiología y nomenclatura cosmogónica; todo lo cual lo tipifica, limita y somete en calidad de un ser inferior, “a medio formar”, un deficiente mental quizá creado por las rocas aledañas o por la podredumbre.
    Según la rudimentaria cosmogonía y cosmovisión de esa etnia de diestros ciegos presidida por un consejo de ancianos (los poseedores orales de la memoria, de la sabiduría y del mito de la tribu), ellos son los únicos del limitado universo: una especie de cóncava “cacerola cósmica” “cubierta de roca” y rodeada de rocas. Es decir, al “explicarle la vida, la filosofía y la religión de los ciegos” (quienes ignoran que lo son y por qué lo son), el “más anciano” le dice “que el mundo (refiriéndose a su valle) había sido antes un hueco vacío en las rocas y que primero habían aparecido cosas inanimadas sin el don del tacto, de las que surgieron hierbas y arbustos y después llamas [cuyos rebaños deambulan en los peñascos rocosos tras el muro de rocas que rodea al valle donde se halla su aldea] y algunas otras criaturas con muchas limitaciones, luego los hombres y finalmente los ángeles, a los que se podía oír cantar y producir sonidos de aleteos, pero a los que nadie podía tocar, algo que desconcertó mucho a Núñez hasta que se acordó de los pájaros.” 
    Los ciegos no creen que existan las montañas que rodean el valle donde viven (donde con precisión geométrica han trazado sus cultivos y sus casas caprichosamente pintadas y enlucidas), ni tampoco creen que exista el cielo ni las nubes ni las estrellas de las que les parlotea Núñez, mucho menos que existan las ciudades, los pueblos y el mar detrás de los picachos. Para ellos, “más allá de las rocas donde pastaban las llamas se halla el fin del mundo; las rocas se empinaban cada vez más, se convertían en pilares y de ellos nacía el techo abovedado del universo, del que caían el rocío y las avalanchas”. Según la voz narrativa, “Por las descripciones que el recién llegado les hizo del cielo, de las nubes y de las estrellas, dedujeron que su mundo era un vacío espantoso, una terrible ausencia en el lugar del techo liso que cubría las cosas en las que crecían: tenían como artículo de fe que más allá de las rocas el techo abovedado era exquisitamente suave al tacto. Lo llamaban ‘la Sabiduría de las Alturas’.”
     Esa supuesta y dizque sabihonda Sabiduría de las Alturas es para los ciegos una especie de Dios tutelar (o de sagrada omnisciencia de Dios); y por ende la Sabiduría de las Alturas dizque “había dividido el tiempo en caliente y frío, que son los equivalentes ciegos del día y la noche”; y como según los ciegos “era conveniente dormir en el tiempo caliente y trabajar en el frío”, duermen durante el día y trabajan de noche. Por esa presunta sapiencia, el más anciano le dice a Núñez que “debía de haber sido creado de manera especial para aprender y para ponerse al servicio de la sabiduría adquirida por los ciegos, y que, pese a su incoherencia mental y su tendencia a tropezar, tenía que ser valiente y hacer todo lo que estuviera en su mano para aprender.” De modo que, semejante a un siervo o a un esclavo, a Núñez lo asignan bajo la responsabilidad y la custodia de un tal Yacob, “su amo”. 
    No sin episodios risibles, ríspidos y dramáticos, Núñez no fue tan dócil para aceptar y someterse a ese trato y echar en saco roto sus ciegas pretensiones de convertirse en rey en el País de los Ciegos. Hizo sus particulares esfuerzos para explicarles el sentido de la vista, la belleza que se observa con los ojos y su lugar de origen, y por ello —con burla, risas y sarcasmo— lo apodan y llaman “Bogotá”. Pese a su minusvalía, Núñez más o menos se integra a la tribu de ciegos. E ineludiblemente y sin buscarlo se enamora de Medina-saroté, la hija menor de Yacob, quien le corresponde, pese que lo consideran “a medio formar”, “un ser aparte, un idiota, una criatura incompetente, por debajo del nivel aceptable de un varón”. Medina-saroté, además, escucha y tolera sus narraciones y cuentos sobre la vista, que le parecen licencias poéticas. La petición de matrimonio alebresta a las hermanas de ella (y al conjunto de la obtusa, endogámica, ortodoxa y conservadora etnia): “se oponían con todas sus fuerzas, convencidas de que el enlace sería motivo de descrédito para toda la familia, y el viejo Yacob, aunque había llegado a sentir cierto afecto por aquel siervo suyo, torpe aunque obediente, meneó la cabeza y dijo que era imposible. Todos los jóvenes de la comunidad se indignaron ante la idea de que la raza se corrompiera, y uno de ellos llegó hasta el extremo de insultar y atacar al osado pretendiente, que le devolvió el golpe.” 
   
Ilustración de Clifford Webb
       Tal peliagudo dilema parece tener visos de enmendarse con el diagnóstico del médico, el “Gran sabio entre aquellas gentes”, quien estipula extirparle los glóbulos oculares al novio, implícitamente iluminado por la Sabiduría de las Alturas. Según el docto cirujano: “Los ojos, esas cosas extrañas cuya función es crear una agradable depresión blanda en el rostro, han enfermado en su caso, y lo han hecho de tal manera que le afecten al cerebro. Están muy hinchados, tienen pestañas, sus párpados se mueven y, en consecuencia, su cerebro se halla en un estado de irritación y distracción constantes.”
    Yacob, exultante, está de acuerdo. Y también Medina-saroté. Y con gran incertidumbre, angustia, inquietud, fobia y muchas dudas, Núñez acepta someterse a la operación que le extirpará los ojos, preámbulo de su casorio. Pero ese mismo día, meditabundo, cruza el muro de piedra y empieza a alejarse de la aldea subiendo por lo agreste y peligroso de las rocas. Revaloriza sus ojos y lo que con ellos ve y observa día a día, y lo que implican en su ser: su pensamiento, su individualidad, su vida, y su íntima memoria de Bogotá. 
    En el final de la segunda versión del cuento, Núñez no escapa ni se abandona, “tumbado en paz”, en un estado de felicidad ocular y sensitiva durante el primer crepúsculo y la primera noche ya distante de la pesadillesca aldea donde iba a perder sus ojos, sino que es expulsado por los intolerantes, fanáticos, crueles y odiosos ciegos, quienes no oyen (ni quieren oír) las advertencias que Núñez les hace sobre el inminente y catastrófico derrumbe de una cumbre aledaña, que con seguridad causará muertes y destrucción en la aldea. “La Sabiduría de las Alturas nos ama y nos protege de todo mal. Ninguna desgracia nos sucederá mientras la Sabiduría vele por nosotros. Expulsadlo. Arrojadlo de aquí. ¡Que cargue con sus pecados y que se vaya!” Vocifera uno. Y otro rebuzna el golpe de gracia cuando ya lo han echado tras el muro y arrojado “sobre una pendiente pedregosa”, “con una violencia deliberada que hizo huir en desbandada a un rebaño de llamas”: “Y ahora te quedarás ahí, y te morirás de hambre”, “Tú y tu vista”. Sin embargo, paralela y subrepticia a la cólera de la testaruda e intolerante tribu, su enamorada Medina-saroté lo busca en solitario, y lo que le dice refleja aún más la carencia de empatía, la inflexibilidad y brutalidad de la horda de ciegos, pero también que ella cree a pie juntillas en el ancestral e inamovible dogma sagrado de la Sabiduría de las Alturas y que lo qué él afirma y augura sobre la inminencia del cataclismo que observan sus ojos son inventos y quimeras: “Ahora tienes que quedarte aquí”, “Tienes que quedarte aquí algún tiempo. Hasta que te arrepientas. Hasta que aprendas a arrepentirte. ¿Por qué te has comportado de una manera tan absurda? ¿Por qué has dicho esas horribles blasfemias? Tú no te das cuenta de lo que dices, pero ¿cómo quieres que ellos lo entiendan? Si vuelves ahora seguro te matarán. Te traeré de comer. Quédate aquí.”
     Sin embargo, Medina-saroté ya no puede regresar a su villorrio. La estridente y estruendosa destrucción de la aldea se sucede en un santiamén. Y cuando él dice “mira”, el sonido de esa hueca y horrible palabra es para ella “prueba irrefutable de que seguía enajenado”.
   
Ilustración de Clifford Webb
            Un par de días después de la catástrofe que sepultó para siempre al País de los Ciegos, unos cazadores rescataron a Medina-saroté y a Núñez. Se instalaron en Quito, con la familia de él (pese a que en la aldea siempre evocaba a Bogotá y no a Quito). Según la voz narrativa, tienen cuatro hijos que pueden ver. “Núñez es un negociante próspero y, sin el menor género de dudas, un hombre honrado”. Y Medina-saroté “habla español con un acento antiguo muy agradable al oído”, hace maravillosos trabajos de bordados y cestería, y no puede ni quiere perder su arcaica fe en la supuesta Sabiduría de las Alturas de sus ciegos ancestros, y por ende resulta lógico que diga: “No sabría qué hacer con vuestros colores y vuestras estrellas”. Pero lo que resulta un tanto falaz es cuando Medina-saroté, haciendo breves migas y secretas confesiones con la mujer del supuesto personaje que articula la voz narrativa, “habló un poco de su infancia en el valle y de la fe sencilla y de la felicidad de sus años de formación. Habló de todo ello con nostalgia manifiesta. Había sido una vida de costumbres placenteras, libre de cualquier complicación.” Pues además del violento, condenatorio y revulsivo cisma que en su conservador, endogámico y puritano villorrio resultó su noviazgo y deseo de casarse con el “tontorrón” de “Bogotá” (un extraño réprobo dizque “a medio formar”, jijo de la podredumbre o de las tontorronas piedras del octavo día), a ella la tenían por fea (la patita fea o la muñeca fea) y por eso nadie la pretendía ni se le paraba ni una mojigata y lujuriosa mosca. Según la voz narrativa, Medina-saroté “no era muy valorada en su mundo porque tenía un rostro bien definido, y le faltaba la suavidad lustrosa y satisfactoria que es el ideal de belleza femenina para los ciegos”. “Sus párpados, aunque cerrados, no estaban hundidos ni enrojecidos como era normal en el valle, sino que daban la sensación de que podrían abrirse en cualquier momento; y además tenía pestañas lo que se consideraba un defecto grave. Su voz, por otra parte, era fuerte, y no satisfacía las exigencias del desarrollado oído de sus posibles cortejantes. Así que no tenía novio.” 


Herbert George Wells, Los ojos de Davidson. Traducción de José Luis López Muñoz. Prólogo de Alberto Manguel. Colección Ars brevis número 11, Ediciones Atalanta. Barcelona, noviembre de 2006. 182 pp.


sábado, 1 de julio de 2017

Lo que la noche le cuenta al día




Yo siempre me he preferido

Traducida al español por Thomas Kauf, Lo que la noche le cuenta al día (Tusquets, Barcelona, 1993) es la segunda novela que el argentino Héctor Bianciotti [Córdoba, marzo 19 de 1930-París, junio 12 de 2012] escribió en francés y por ende en 1992 apareció en París publicada por Éditions Grasset et Frasquelle. Traducida al español por Ricardo Pochtar, Sin la misericordia de Cristo (Tusquets, Barcelona, 1987) fue la primera que urdió en francés y así fue publicada en 1985 por Éditions Gallimard, en la Ciudad Luz, donde por ella recibió el Premio Fémina. 
(Tusquets, Barcelona, 1993)
     
(Tusquets, Barcelona, 1987)
       En la página 533 de Borges, una vida (Seix Barral, Argentina, 2006), el británico Edwin Williamson resume una anécdota esbozada en varias biografías (con sus lógicas variantes) que abordan los últimos minutos del autor de “El Aleph”: 

Héctor Bianciotti, María Kodama y Aura Bernárdez en el entierro de
Jorge Luis Borges en el antiguo Cementerio de Plainpalais
(Ginebra, junio de 1986)
       “El 13 de junio [de 1986], María [Kodama] llamó a un amigo de los dos, el escritor franco-argentino Héctor Bianciotti, editor de Borges en Gallimard, quien viajó a Ginebra desde París el mismo día. Esa noche se sentó junto al lecho de Borges mientras María descansaba un poco. Borges había entrado en coma, y en las primeras horas de la mañana, Bianciotti notó que su respiración, que había sido regular durante las últimas diez horas, o más, parecía apagarse. Llamó a María, y ella se sentó junto a Borges. Estuvo junto a él cuando, por fin, él se fue, con su mano en la de ella, hacia el amanecer del sábado 14 de junio.”

Jean Pierre Bernés y Jorge Luis Borges
   
Portada del estuche del Album Borges (Éditions Gallimard, Paris, 1999),
iconografía con prólogo y notas en francés de Jean Pierre Bernés.
  

       Hay que decir que sorprende que Williamson diga que Bianciotti era el “editor de Borges en Gallimard”, pues Jean Pierre Bernés fue quien entre los seis meses previos a la muerte de Borges trabajó con él en varias sesiones (en su cuarto del Hôtel l’Arbalète de la rue Maîtresse en Ginebra) para cimentar los dos póstumos volúmenes en francés de las Obras completas de Borges publicadas, el primero en 1993 y el segundo en 1999, en la serie La Bibliothèque de la Pléiade; mientras que entre los sucesivos libros de Borges impresos por Éditions Gallimard a partir de 1951, Bianciotti sólo figura como prologuista de Neuf essais sur Dante (1987), traducido al francés por Françoise Rosset.
Héctor Bianciotti
  Héctor Bianciotti residía en Europa desde 1955. Allí hizo su carrera de escritor, varias veces notablemente condecorado; y desde 1996 era miembro de la Academia Francesa. Es decir, tiene su fans tanto en el Viejo Mundo, principalmente en Francia, como en Latinoamérica. “Desde la infancia [dice a través del protagonista de Lo que la noche le cuenta al día], he preferido a la realidad su reflejo, hasta el punto de que si estoy mirando en un pantalla, en una habitación, unas imágenes que un espejo, al lado, capta, esta segunda versión de lo real realza para mí la intensidad de los contornos, revela mejor el secreto de las cosas, una esencia taimada, imperceptible a simple vista.” 

Así, Lo que la noche le cuenta al día es la novela de memorias o las memorias noveladas de un autor argentino —muy semejante a Héctor Bianciotti— que en París y aún en la adultez, pero desahuciado (¿por el mal del siglo?), se siente y se mira a sí mismo en el espejo de su escritura, seguido y venerado por su cohorte de lectores, los que se supone, tácitamente, conocen cada uno de sus títulos (por lo menos los rótulos) y el abecé de sus pormenores y vicisitudes biográficas.
        Si el solitario solterón, eterno inmigrante en París, alter ego de Héctor Bianciotti y voz narrativa en Sin la misericordia de Cristo, decía al reflexionar sobre la dramática y triste vida de Adélaïde Marèse, mujer procedente de la llanura de allá (la pampa argentina), de antepasados piamonteses, quien vivió varias décadas en Europa: “no hay senderos que nos conduzcan fuera de la infancia; nunca salimos del infierno original”, en la presente novela Héctor Bianciotti vuelve a incidir e insistir en esa fatalidad que implica el síndrome cavafiano: “Hoy no comparto ya [apunta su alter ego] el apresuramiento del que se va para siempre creyéndose liberado de su pasado o de sus orígenes.” 
El novelista que salió de la llanura (sin jamás salir de ella), que habiendo caminado hacia varios horizontes europeos, siempre, al unísono, ha caminado hacia el horizonte de allá, en el espejo o espejismo de estas páginas, evoca, selecciona, imagina y decanta la cartografía de tales supuestos primeros recuerdos, aprendizajes y vivencias, desde que era un escuincle nacido en la planicie (el mismo año en que allí nació Héctor Bianciotti), hijo de campesinos pobres llegados del Piamonte, hasta que en 1955 (el lapso en que el autor también partió al Viejo Continente), en medio de su pobreza porteña y del acoso policíaco que desató el peronismo, recibe un boleto para embarcarse rumbo a Nápoles.
       Paul Valéry estuvo entre las lecturas profanas que el protagonista hizo durante su estancia de cinco años en el Moreno, seminario franciscano de Córdoba, pequeña y petulante ciudad que presumía de culta, las cuales, ineludiblemente, incidieron en su renuncia a convertirse en sacerdote, en defensor y difusor de una fe siempre peleada con los reclamos de la carne. De Valéry entresacó su “lema secreto”: “Yo siempre me he preferido”. 
Y sí, desde la primera hasta la última anécdota que relata y piensa, es indudable que siempre, en secreto, comulgó y comulga consigo mismo. Esto tiene particular énfasis cuando refiere lo relativo a su sexualidad. De niño, ante la mirada reprobatoria de los demás, sobre todo la de su madre, oculta su onanismo e incipiente zoofilia. 
Héctor Bianciotti
  En el seminario empieza a germinar y a desinhibir su atracción por los hombres; y pese a las amenazas y preceptos religiosos seguirá con sus masturbaciones e inclinaciones, e incluso llega a proponerle a su novio seminarista que huyan de allí para siempre, para proseguir con los dictados del corazón y no sólo con los del cuerpo. 

Y como es de suponerse, su tendencia homosexual, incorregible, forma parte de su renuncia a vestir la mortaja del hábito de cura (por los siglos de los siglos). 
Hay que destacar, además, que la feliz preferencia por sí mismo, fue el ímpetu que lo indujo, a los once años, a ingresar al seminario, anteponiéndose a la furia y al rechazo inmediato que le causó tanto a su querida mamá, como a su despreciado padre, quien ya lo contaba entre los jornaleros de Las Junturas, la hacienda que entonces tenía en arriendo. Años después, Judith —la mujer con la que conoce la plenitud heterosexual y el amor fugaz, idílico y con reminiscencias edénicas— queda embarazada; y es por él, por su concentración egocéntrica, por lo que ambos decretan la inexistencia del posible vástago.
      De 1951 a 1955, durante su estadía en Buenos Aires, que es el tiempo en que percibe de cerca la amenaza de la actitud marcial, nazifascista de los prosélitos y acólitos de Perón, pero también por los prejuicios morales de los simples ciudadanos, propensos a acusar el menor indicio que descubra a un marica, el personaje, atrincherado en sí mismo, corre los cerrojos de su interior, experimenta fobias y alucines paranoides, sobre todo por el asedio y la corrupción policíaca que se cuela, transpira y respira por todas partes, en cuyas oscuras y equívocas redes de espías y delatores disfrazados de civiles se ve envuelto y ambiguamente beneficiado, cuando Matías, uno de esos polis de la secreta, con ciertas influencias y contactos, es el que misteriosamente le paga el boleto a Nápoles, además de brindarle instrucciones que facilitan los trámites.
      Y si el protagonista no hubiera optado por su propia preferencia, otra explicación tendría la forma en que va descubriendo y delineando su camino hacia la lectura y la escritura: desde su primer escrito infantil: el cuento El gato con botas que copió letra por letra, y el cual, desde la llanura, envió con su firma a Rosalinda, una revista de señoras elegantes (muy parecida a El Hogar, la revista donde por esos años, entre 1936 y 1939, Borges escribía pequeños ensayos, biografías sintéticas y reseñas de libros de autores extranjeros), pasando por las actividades que lo hicieron sobresalir en el seminario: a partir de la cifra de su destino que a su llegada encuentra en “Lo fatal”, de Rubén Darío, poco a poco se transforma en un lector voraz, que a diferencia de los otros alumnos, que son unos burros infumables, goza de un salvoconducto que le permite salir del seminario para proveerse de libros prohibidos. Pero también, allí mismo, se convierte en un músico virtuoso y en un teatrero hacedor de sus propios libretos, hasta lo que es el preludio de su ida a Europa: un poeta pobre e infeliz, sin éxito en sus teatrerías, empleado de una inmobiliaria, quien subsistía en el cuartucho de un tejado, capaz de escribir los versos más tristes ante las estrellas de cualquier noche; que conoció la cárcel en Villa del Rosario; que en Córdoba, cuando chambeaba en una fábrica, fue parte de unos “conjurados sin objetivo”, editores de la revista Abraxas, bautizada así para agraviar a Herman Hesse; quienes leían las Cartas a un joven poeta sintiendo que oían al oráculo y que también ellos eran unos ángeles terribles, dignos de almorzar con Borges, para que éste, que aún no era ciego, viera sus rostros, únicos e irrepetibles.
       
Héctor Bianciotti

       En síntesis, la novela de Héctor Bianciotti es el resultado de la excitación, exultación y engolosinamiento de un narrador que, en su eterno y último día parisino, dialoga y sueña con su propio “mensajero de la noche”, el que se remonta hasta sus más lejanas tinieblas, el que oye su voz interior, nocturna, “compuesta de sonidos que recuerdan”, con la que reinventa y reescribe pasajes y personajes (como la Pinotta o el joven Peñaranda) con el único objetivo de dibujar y amasar, de bulto, el devenir de un rostro y de un cuerpo, que son y no son suyos. 
Sin embargo, pese a que abundan los momentos reflexivos, la novela carece de la intensidad pensativa y aforística de Sin la misericordia de Cristo; e incluso, los dramas de Adélaïde Marèse y de los asiduos parroquianos del Café Mercury son mucho más profundos y conmovedores en relación a todo lo que Héctor Bianciotti aborda en esta novela. 
       Entre capítulos y reiteraciones críticas y burlescas, como las que hace al catolicismo y a la leyenda y mitificación que precede y continúa después de la temprana muerte de Eva Perón (santa y heroína milagrosa de las hordas de descamisados), no escasean las páginas plagadas de trivialidades melodramáticas, sumamente superficiales e innecesarias, aún a pesar de que los avatares del personaje reproducen e idealizan una variante del arquetipo que todavía erosiona la identidad argentina: el protagonista, y algunos otros soñadores, a sí mismos se consideran: europeos en el exilio. 
Su otrora viaje a Europa se supone, entonces, un retorno, un reencuentro con sus raíces ancestrales, pese a que su índole de inmigrante latinoamericano, oh contradicción, sino lo proscribe y margina (como ocurre en algunos casos menos afortunados), sí lo señala y desnuda.


Héctor Bianciotti, Lo que la noche le cuenta al día. Traducción del francés al español de Thomas Kauf. Colección Andanzas (186), Tusquets Editores. Barcelona, 1993. 280 pp.



Máscaras



Todos usamos máscaras


Firmada en “Mantilla, 1994-1995”, Máscaras, novela del cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), además de que en España obtuvo el “Premio Café Gijón de Novela 1995, convocado por el Ayuntamiento de Gijón y patrocinado por la Caja de Asturias”, ha sido traducida al francés, al italiano y al alemán. Máscaras apareció por primera vez en Barcelona, en febrero de 1997, impreso por Tusquets Editores con el número 292 de la Colección Andanzas; y es el primero de sus libros publicados por tal editorial. Máscaras (1997)  —con Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001)—, integra la tetralogía de novelas policíacas “Las cuatro estaciones” (ubicadas en Cuba, en 1989), protagonizadas por el teniente Mario Conde, quien también es protagonista en La neblina del ayer (2005), en Adiós, Hemingway (2006), en La cola de la serpiente (2011) y en Herejes (2013).

Leonardo Padura
  La investigación detectivesca que el teniente Mario Conde encabeza en Máscaras apenas comprende cuatro calurosos días de verano en la capital de Cuba: entre el jueves 7 de agosto de 1989, cuando en Bosque de La Habana se descubre el cadáver de un travesti asesinado el día anterior, y el domingo 10 de agosto de 1989, día en que se desvela la identidad del asesino. No obstante, la serie de anécdotas y digresiones, aunadas a lo que concierne a la vida íntima, amatoria y personal de Mario Conde y a varios de sus entrañables compinches (en este caso: Candito el Rojo, y el Flaco Carlos y su madre Josefina), trazan un esbozo que es una auscultación crítica sobre los delitos, las carencias, las diferencias de clase, las restricciones y represiones hacia la cultura y las libertades individuales (incluido el pensamiento y la preferencia sexual de los homosexuales), y por ende sobre los antagonismos y prohibiciones en el entorno social, económico, político y cultural de la empobrecida isla de Cuba signada por el socialismo prosoviético adoptado por la imperativa y dictatorial Revolución Cubana.
Contraportada
        Si la pesquisa por la muerte de Alexis Arayán Rodríguez, el travesti asesinado en Bosque de La Habana, revela que es hijo de “Faustino Arayán, último representante cubano en la Unicef, diplomático de largas misiones” y “personaje de altas esferas”, y que su deceso por asfixia es un crimen del fuero común (cometido por un funcionario enmascarado en su alta y privilegiada posición política y social), la indagación detectivesca pone al descubierto, ante la intrínseca memoria y la íntima reflexión del policía Mario Conde (y por ende ante los ojos del lector), el carácter represivo, policíaco e intolerante del régimen dizque “socialista” y antidemocrático que ha gobernado la isla de Cuba. 
Mientras el teniente Mario Conde y su auxiliar el sargento Manuel Palacios vestidos de civil investigan el asesinato de Alexis, en el interior de la Central de Policía, precedida por el mayor Antonio Rangel, se sucede una averiguación realizada por un poder policíaco alterno y paralelo: Investigaciones Internas, cuyos agentes (“vestidos con traje de campaña, sin grados en los hombros”) indagan y escrutan vida y milagros de cada policía sospechoso. Pese a sus más de diez años de policía y a que el mayor Rangel lo considera “su mejor hombre” del Departamento de Homicidios y “confiaba en él”, el Conde no puede eludir una “molesta sensación de miedo”. Por ende, además de pesadillas, ante el Flaco Carlos elucubra sobre su inminente jubilación a sus 35 años de edad; a Candito el Rojo, quien después de abandonar “el negocio de hacer zapatos” (quizá con piel robada), oculto en un miserable y hacinado vecindario regentea un barcito clandestino, le pide que lo desmonte y que se deshaga de la mulatica la Cuqui; con Manuel Palacios comenta que lo interrogarán sobre él; y el propio Conde consulta al mayor Rangel, quien también se siente y se ve investigado. No obstante, nada hay contra ellos y el único que resulta suspendido por Investigaciones Internas y luego preso por múltiples corruptelas y fechorías (“tráfico de divisas, soborno e investigaciones trucadas”, “extorsión y contrabando”) es el “capitán Jesús Contreras, jefe del departamento del Tráfico de Divisas de la Central”, con “veinte años de policía”, a quien Mario Conde, por su máscara de gordinflón bonachón, tenía por “su amigo”, “uno de los mejores policías que había conocido”.
La investigación del asesinato de Alexis Arayán conduce a Mario Conde hasta la astrosa casona donde subsiste el proscrito Alberto Marqués, un legendario homosexual, otrora reputado dramaturgo y director teatral, en cuyo domicilio vivía Alexis tras las sucesivas discrepancias padecidas en su mansión familiar, sobre todo ante su padre, el diplomático encumbrado desde el triunfo de la Revolución.
Alberto Marqués le revela a Mario Conde que el vestido rojo que llevaba puesto Alexis en el momento de su estrangulamiento con una banda de seda roja de la cintura es el viejo vestuario que el dramaturgo diseñó, en París —una insomne noche de abril de 1969—, para la protagonista homónima de su montaje de Electra Garrigó, el libreto teatral de Virgilio Piñera, luego de que durante una correría nocturna con un par de gays cubanos (el Recio y el Otro Muchacho), vieron, desde un restaurante griego en Montparnasse, la magnética, furtiva y vaporosa imagen de un travesti vestido de rojo. Tal dato y otros que le confiesa y expone Marqués sobre la personalidad de Alexis y su amistad con él, inciden en el curso que toma la investigación. Pero paralelamente, además de prestarle El rostro y la máscara, el libro escrito por el Recio, que tal vez le dé “algunas claves de lo que había sucedido” y ciertas luces “sobre el mundo oscuro de la homosexualidad”, lo lleva a una breve y efímera incursión por los subterráneos meandros de ciertos homosexuales y travestis de La Habana; y le cuenta, en varios encuentros, los culteranos y sarcásticos episodios de esa período en París, el último vivido allí, y que a la postre significó el preámbulo de su proscripción en Cuba (y del mundo), pues la idea de su transgresora y provocativa versión de Electra Garrigó se completó, cuando a la siguiente noche del diseño del susodicho vestido de la protagonista, los tres lindos cubanos, en el cabaret Les femmes, en el Barrio Latino, vieron actuar a toda una variedad de travestis. 
A partir de tal estancia parisina, y ya en Cuba, comenzó a pergeñar, con actores travestidos, lo que iba ser su apoteósico montaje de Electra Garrigó, que debía estrenarse “en La Habana y en el Teatro de las Naciones de París en 1971”. Pero ya avanzado el trabajo, Marqués, tal año, fue “parametrado”; es decir, en el coercitivo régimen del realismo socialista, de la intolerancia, del terror y del castigo a la homosexualidad, fue sometido a un juicio que lo expulsó “de la asociación de teatristas” y del grupo de teatro que él fundara y diera nombre. En el proceso, allí en el teatro, “de los veintiséis presentes, veinticuatro alzaron la mano, pidiendo mi expulsión” —le dice al Conde— “y dos, sólo dos, no pudieron resistir aquello y salieron del teatro”. Y después de exhibir su incapacidad proletaria en una fábrica a la que fue remitido (para que se purificara “con el contacto de la clase obrera”, dice), lo “pusieron a trabajar en una biblioteca pequeñita que está en Marianao, clasificando libros”. Y allí ha estado, castrando a Cronos, vil ratón de biblioteca que a veces, le confiesa al poli, se roba libros y los atesora en la biblioteca de su casona, como El Paraíso perdido, de Milton, con ilustraciones de Gustav Doré. 
La represión urdida contra Marqués le recuerda al policía —que es un escritor frustrado—, la vivida por él mismo cuando a sus 16 años, en 1971, era alumno del Pre de La Víbora y pergeñó su primer relato: “Su pobre cuento se titulaba ‘Domingos’ y fue escogido para figurar en el número cero de La Viboreña, la revista del taller literario del Pre. El cuento relataba una historia simple, que el Conde conocía muy bien: su experiencia inolvidable, cada despertar de domingo, cuando su madre lo obligaba a asistir a la iglesia del barrio, mientras el resto de sus amigos disfrutaba la única mañana libre jugando pelota en la esquina de la casa. El Conde quiso hablar, así, de la represión que conocía, o al menos de la que él mismo había sufrido en los tiempos más remotos de su educación sentimental, aunque, mientras lo escribía no se formuló el tema en esos términos precisos. Lo frustrante, sin embargo, fue la represión que desató aquella revista que nunca llegó al número uno —y dentro de ella, también su cuento—. Cada que vez que lo recuerda, el Conde recupera una vergüenza lejana pero imborrable, muy propia, toda suya, que lo invade físicamente: siente un sopor maligno, unos deseos asfixiantes de gritar lo que no gritó el día en que los reunieron para clausurar la revista y el taller, acusándolos de escribir relatos idealistas, poemas evasivos, críticas inadmisibles, historias ajenas a las necesidades actuales del país, enfrascado en la construcción de un hombre nuevo y una sociedad nueva”.
La información que el Conde tiene del Marqués se completa y contrasta con la que le brinda Miki Cara de Jeva en la burocrática y oficialista Unión de Escritores (obvia y elusiva alusión a la consabida UNEAC). Por Miki se entera que después de una década de proscripción, Marqués fue reivindicado, pero optó por seguir en la sombra y en el silencio y sin buscar irse de la isla. Por todo ello ahora lo admiran y catalogan de paladín de la resistencia, de la dignidad y el orgullo.
 
Colección Andanzas núm. 292, Tusquets Editores
Barcelona, mayo de 2005
        El contacto con el culto Marqués y su historia, reviven en el Conde su adormecido anhelo de ser escritor y casi de un tirón escribe un cuento (se lee en el libro) que le celebran el Flaco Carlos con su afición al ron y su madre Josefina con sus delirios culinarios; y que además lo aprueba el propio Marqués cuando en su casona se lo enseña el domingo 10 de agosto de 1989, ya descubierta por el policía la identidad del asesino de Alexis. Entonces, dado que el Marqués dice admirar al Conde tanto por escritor como por detective, le brinda dos revelaciones más. Una: su secreta obra escrita durante los años de silencio y marginalidad subterránea: “ocho obras de teatro” y “un ensayo de trescientas páginas sobre la recreación de los mitos griegos en el teatro occidental del siglo XX”, que resguarda, en su vasta biblioteca, dentro de “una carpeta roja, atada con cintas que alguna vez fueron blancas y ahora lucían varias capas de suciedad.” “No me dejaron publicar ni dirigir, pero nadie me podía impedir que escribiera y que pensara”, le dice casi como una declaración de principios. La otra: el secreto móvil del crimen (que se aúna al retorcido hecho de que todo indica que Alexis se dejó asfixiar, es decir, buscó que el asesino lo matara vestido de mujer, él, que en su vida cotidiana era gay, católico y potencial suicida, pero no travesti). Según Marqués, Alexis confrontó a su asesino con el hecho de que sabía que en 1959 había falsificado unos documentos y que con “un par de testigos falsos” que atestiguaron que “había luchado en la clandestinidad contra Batista”, “se montó [con altos vuelos] en el carro de la Revolución”. 


Leonardo Padura, Máscaras. Colección Andanzas (292), Tusquets Editores. 3ª edición. Barcelona, mayo de 2005. 240 pp. 


Éramos unos niños




Tenía uno de los caballos ganadores

                                   
I de II
Nacida el 30 de diciembre de 1946 en el North Side de Chicago, Patti Smith, fuera de los Estados Unidos, es conocida sobre todo por su faceta de cantante de rock desde que empezó a hacer boom después de su primer elepé: Horses (1975). Pero también es poeta, compositora y artista gráfica. En su país, su libro de memorias en inglés Just Kids apareció el 19 de enero de 2010 editado por Ecco; y con traducción al español de Rosa Pérez y el título Éramos unos niños, Random House Mondadori lo publicó en España en junio de 2010 y en México en abril de 2012 con el sello de Lumen. En sus notas preliminares y en los postreros “Agradecimientos”, Patti Smith deja claro que sus memorias giran en torno a su entrañable vínculo con Robert Mapplethorpe, el controvertido fotógrafo nacido en Nueva York el 4 de noviembre de 1946, muerto por el SIDA, a los 42 años, el 9 de marzo de 1989, cuya biografía ha sido crítica y minuciosamente expuesta por Patricia Morrisroe en un volumen publicado en inglés en 1995 y en español en 1996 por Circe Ediciones, con traducción de Gian Castelli Gair.
Patti Smith y Robert Mapplethorpe en la portada de Just Kids
(Ecco, 2010)
  Ilustrado con 3 dibujos y 27 fotografías en blanco y negro (reproducidas con baja resolución), Éramos unos niños está dividido en cinco capítulos. Patti Smith alude un diario que dejó de llevar poco después de que a fines de septiembre de 1986 se enterara de que Robert Mapplethorpe padecía de SIDA; es posible que dicho diario haya incidido en el ejercicio mnemónico y cronológico que implicó hilar las anécdotas, los datos y fechas que conforman su libro. Pero inextricable a ello se advierte que no en vano pasó el tiempo: sus memorias, ineludiblemente parciales y no exhaustivas, están matizadas y maceradas por la perspectiva y el cedazo, no de una chavala roquera y lectora (con aspiraciones de poeta y artista gráfica) que en el entorno neoyorquino busca afirmase a sí misma entre 1967 y 1979, sino de una mujer culta, serena y creyente que, casi a cada paso de sus recuerdos y relatos, recurre a la cita de un libro, de una película, de un disco, de un músico, de un escritor, de un pintor, de una obra de arte, de una fecha, de un dato histórico, etcétera. De tal modo que tales cultivados condimentos son los que le dan sabor, contraste, sustancia y sustento.

Robert Mapplethorpe y Patti Smith en la portada de
Éramos unos niños (Lumen, 2012)
  Pese a que el punto gravitacional de Éramos unos niños es su relación con Robert Mapplethorpe, sus memorias, narradas en primera persona, mucho tienen de autobiografía y por ende ella es la protagonista. “Nacidos en lunes”, el título del primer capítulo alude la coincidencia de que ambos nacieron un lunes de 1946: Robert de principios de noviembre y Patti de fines de diciembre. Además de las anécdotas personales y sobre la infancia de ambos, tal capítulo casi concluye con el relato de su embarazo, no premeditado, a sus 19 años (fines del verano de 1966) y el hecho de que dio el bebé en adopción. Tal episodio, con su cariz traumático, a mediados de 1967 marca su ida (no huida) de su casa familiar en Nuera Jersey rumbo a Nueva York, donde busca empleo y ser autosuficiente, y donde en torno a la muerte de John Coltrane (murió el 17 de julio de 1967) y otros hechos, conoce a Robert. 

John Colttrane
   
Patti Smith de niña

      “Unos niños”, el segundo capítulo, se denomina así (y por ende el libro) por un incidente sucedido en el otoño de 1967 cuando ambos, ataviados con su “ropa preferida” (“yo con mis sandalias beatnik y mis pañuelos deshilachados, y Robert con sus collares de cuentas y su chaleco de piel de carnero”), pasaron la tarde vagando por Washington Square y la mujer de “un matrimonio maduro”, al ver su facha de “artistas”, le pidió a su marido que les tomara una foto, quien apostrofó: “Solo son unos niños.” Vale objetar que tal calificativo exagera, pues eran unos jóvenes de 20 años que eran pareja y vivían juntos y que Robert ya consumía LSD. Precisamente viajaba en ácido el día del verano de 1967 que se hicieron amigos cuando inesperadamente él la rescató de las garras de un galancete (dizque escritor) que la había invitado a cenar y al parque de Tompkins Square. Por esas coincidencias y premoniciones que signan su libro, Patti Smith, que era cajera de una librería Bretano’s, previamente lo había conocido cuando él compró “un modesto collar de Persia”, el favorito de ella, quien al dárselo le dijo: “No se lo regales a ninguna chica que no sea yo”. El día de tal rescate, luego de un largo paseo, cuando ya era de madrugada y se habían confesado que no tenían dónde dormir, se introdujeron en el departamento de un amigo de Robert donde éste le mostró unos dibujos suyos (signados por otras coincidencias). Al día siguiente ella supo que ya eran pareja. 

   
Robert y Patti en el departamento de Hall Street 160


         Luego de unas semanas en ese departamento en Waverly Avenue, que era  de Patrick y Margaret Kennedy, Patti y Robert se mudaron al número 160 de Hall Street, que fue el primer departamento que compartieron, hasta que las contrariedades los separaron sin que se perdiera su lazo amistoso (fue entonces cuando se desencadenó la homosexualidad de él y su proclividad a hacer collages con recortes de revistas gay). Vale observar que las anécdotas de la separación (y otras) difieren en rasgos y detalles de lo que bosqueja Patricia Morrisroe en su citada biografía de Robert Mapplethorpe. En este sentido, en “Unos niños” Patti dice que después de la Semana Santa de 1969 viajó a París con su hermana Linda (allí fueron músicas callejeras y ella vivió la muerte de Brian Jones, quien murió el 3 de julio de 1969, escribiendo una serie de poemas dedicados a éste donde por primera vez expresó en su obra su “pasión por el rock and roll”) y que al regresar a Nueva York el 21 de julio de 1969 buscó a Robert y lo halló en circunstancias lamentables: “Tenía una gingivitis ulcerosa y fiebre alta y había adelgazado.” Y así enfermo y exangüe, luego de un asesinato ocurrido frente a la puerta del piso donde subsistía, se fueron al astroso y sucio “hotel Allerton de la Quinta Avenida”, donde además de descubrir los “signos de gonorrea” que lo atosigaban, luego de casi una semana, al no tener con qué pagar, salieron huyendo en un taxi rumbo al Hotel Chelsea, prometiéndose no separarse hasta que pudieran valerse por sí mismos.  


Entrada del Hotel Chelsea 




II de II
“Hotel Chelsea”, el tercer capítulo de Éramos unos niños, es el más largo del libro. Según dice Patti Smith, “Cuando nos registramos yo no tenía idea de cómo sería vivir en el hotel Chelsea, pero me di cuenta de que terminar allí había sido un formidable golpe de suerte.” Y vaya que si lo fue, pues además de la legendaria fauna que lo habitaba o que pasó por allí y por su contiguo bar El Quixote y que incidió en su vida y aprendizaje, en ese entorno empezaron a forjar con mayor énfasis las habilidades artísticas que luego desarrollarían. En lo que concierne a Robert Mapplethorpe, obstinado en sus dibujos, en sus objetos y especies de intervenidos ready mades y en sus collages con recortes de revistas gay (ante los que Patti solía decirle que él debería hacer las fotos), y al no lograr que ninguna galería se interesa por exhibir su obra, fue allí, en la suite de Stanley Amos, donde el 4 de noviembre de 1970 montó su primera muestra individual de “collages centrados en fenómenos de feria”. Pero además fue con la Polaroid de Sandy Daley, inquilina del Chelsea y su principal entusiasta, con la que ejercitó sus primeras rudimentarias fotos con visos artísticos.   
Patti y Robert en la escalera de incendios del edificio de la Calle
Veintitrés Oeste donde compartieron un loft sin regadera ni retrete
  Pese a que a fines de mayo de 1970 dejaron el Hotel Chelsea, el período en torno a éste concluye el 20 de octubre de 1972, día que Patti y Robert se fueron del loft (sin regadera ni retrete) que habían rentado en la Calle Veintitrés Oeste. Robert, además de sus andanzas de prostituto y golfillo en bares sadomasoquistas, ya había sido pareja del modelo David Croland y oscuro objeto del deseo de John MacKendry, director de fotografía del Museo Metropolitano de Arte (quien le regaló una Polaroid y le suministró “todo el dinero que necesitaba” para las películas), y por entonces ya era pareja de Sam Wagstaff, riquísimo coleccionista, 25 años mayor que él, quien se convirtió en su principal mecenas por el resto de su vida y por ello le había comprado un loft ubicado “en el número 24 de Bond Street”, sitio al que se cambió. Patti, por su parte, se fue a la calle Diez Este donde Allen Lainer, teclista de un grupo de rock y su pareja, había rentado un departamento. 

Patti Smith en un balcón del Hotel Chelsea
  Abundan las anécdotas sobre cómo Patti Smith va conformando su ruta vinculada al rock and roll, ya como poeta interesada en fusionar la poesía con la música (desde que vio a Jim Morrison), ya como reseñista de discos en revistas de rock, e incluso como letrista y compositora, pues, por ejemplo, al etnomusicólogo Harry Smith, allí en el Hotel Chelsea, tras oír unas “grabaciones [que éste le puso] de los rituales del peyote de los indios kiowa y canciones populares del oeste de Virginia”, sintió una afinidad con tales voces que compuso una canción y se la cantó. Y a mediados de julio de 1970, luego de cubrir el último pago de su primera guitarra, comenzó a ejercitarse con un cancionero de Bob Dylan, hasta que compuso una canción y se la tocó y cantó a Sandy Daley y a Robert Mapplethorpe. Y en agosto de 1970, tras un concierto de Janis Joplin sucedido en Central Park alrededor de dos meses antes de su muerte, Patti Smith la acompañó a su suit en el Chelsea y le cantó una canción que le había hecho, cuya letra se lee en el libro (en inglés y en español).

Janis Joplin en la entrada del Hotel Chelsea
  Y además de que en una suite del Hotel Chelsea vio a un grupo de músicos componer, en torno y con Janis Joplin, las rolas de su último disco, luego, cuando ella inesperadamente murió en Los Ángeles el 4 de octubre de 1970, a sus 27 años, allí mismo en el Chelsea le tocó llorarla con el guitarrista Johnny Winter, con quien un día antes había llorado y recordado la muerte de Jimi Hendrix, muerto en Londres, a los 27 años, el 18 septiembre de 1970, en cuyo sepelio él tocó.

Jimi Hendrix y Janis Joplin
 
Janis Joplin y Johnny Winter
     
Johnny Winter y Janis Joplin
     
Jimi Hendrix y Johnny Winter
         
Cuando a mediados de agosto de 1970 en Nueva York se sucedía la multitudinaria ebullición del Festival de Woodstock, Patti Smith, sin conocerlos personalmente, en el bar El Quixote había visto, entre otros roqueros, a Janis Joplin y a Jimi Hendrix. El 28 de agosto de 1970, previo al vuelo de Hendrix a Londres “para tocar en el festival de la isla de Wight”, tuvo un sorpresivo y breve diálogo con él en las escaleras del Wartoke Concern; según dice, Jimi “Soñaba con reunir a músicos de todo el mundo en Woodstock”. Pero el caso es que en el capítulo cuarto: “Cada uno por su lado”, cuando ya Patti Smith había dado recitales en bares y lugares públicos en los que hacía coincidir la música del rock y la poesía (uno dedicado a Jim Morrison y varios a Arthur Rimbaud), en abril de 1974, cuando grabó su primer single (pagado por Robert Mapplethorpe) lo hizo en Electric Lady, “el estudio de Jimi Hendrix”, y para homenajearlo ella y sus músicos grabaron “Hey, Joe”. En este sentido, dice Patti: “Antes de empezar, susurré ‘Hola, Jimi’ al micrófono.”  
Portada del primer single de Patti Smith grabado
en los estudios de Electric Lady en abril de 1974
  Imposible resumir todas anécdotas, sesgos y detalles que Patti Smith evoca y narra en Éramos unos niños. Baste decir que cuando “el 2 de septiembre de 1975” abrió las puertas del estudio Electric Lady para iniciar la grabación de Horses, su susodicho primer elepé, no pudo “evitar recordar la vez en que Jimi Hendrix se había parado ha hablar con una tímida muchacha”. En el cuarto capítulo, además, narra una serie de minucias que giran y subyacen en torno al celebérrimo retrato que le tomó Robert Mapplethorpe para ilustrar la portada de Horses.

Portada de Horses (1975), primer elepé de Patti Smith
Foto: Robert Mapplethorpe
  Vale añadir, a modo de mínima alusión, que en “De la mano de Dios”, el quinto y último capítulo del libro inicia cuando a finales de septiembre de 1986, residente en Detroit desde 1979 y casada con el guitarrista Fred Sonic Smith, embarazada y con un pequeño hijo, luego de varios años de no ver a Robert Mapplethorpe, pretendía contactar con él por teléfono para que hiciera la foto de la portada de su elepé Dream of Life (1988). Además de los pormenores que narra relativos a la toma de la imagen que lo ilustra, fue entonces cuando supo que Robert “Había estado hospitalizado con una neumonía asociada al SIDA”.



Portada de Dream of Life (1988)
Foto: Robert Mapplethorpe




Patti Smith, Éramos unos niños. Traducción del inglés al español y notas de Rosa Pérez. Iconografía en blanco y negro. Lumen. México, 2012. 304 pp.