viernes, 6 de enero de 2023

Los Magos



El niño no ha recibido ningún regalo

En la segunda de forros de Las formas de la memoria (I): Los Magos, libro póstumo del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal impreso en México, en 1989, por la extinta Editorial Vuelta, Manuel Ulacia apunta: “En marzo de 1985, cuando Emir Rodríguez Monegal supo que el cáncer que lo invadía lo dejaría sin vida en poco tiempo, empezó un proyecto que había ido postergando por años: sus memorias. De los cinco tomos que había pensado escribir —el primero dedicado a su infancia y adolescencia; el segundo, a sus años como editor en el suplemento Marcha; el tercero, a su experiencia en Inglaterra; el cuarto, a sus años en París como director de Mundo Nuevo, y por último, el quinto, dedicado a su vida como profesor en los Estados Unidos—, desgraciadamente sólo terminó el primero.”

Emir Rodríguez Monegal
(Melo, Uruguay, julio 28 de 1921-New Haven, noviembre 14 de 1985)
No es gratuito que Emir Rodríguez Monegal —quien falleció a los 64 años, en New Haven, el 14 de noviembre de 1985— haya escogido el título Las formas de la memoria para designar, globalmente, su propósito de escribir las evocaciones sobre su vida personal y familiar y sobre su actividad de crítico, investigador, editor y profesor. El rótulo, más que la segmentación periódica signada por ciertos capítulos y epicentros relevantes de su itinerario, alude la particularidad de la memoria (acentuada con el incesante paso del tiempo) para seleccionar, sintetizar, enfocar, olvidar y transformar los recuerdos. En este sentido, no es extraño que en las páginas de Los Magos —el único tomo que alcanzó a escribir— el mismo Monegal se pregunte después de lo apuntado en torno a un pasaje de su niñez: “¿Pero sentí yo eso o estoy, ahora, leyendo en aquellas migajas de recuerdos una intencionalidad que no tenían?”. O que comente (otro ejemplo) sobre su estadía en Porto Alegre: “Tengo de ese viaje como instantáneas muy nítidas rodeadas por una zona espesa de sombra. Muchas de ellas tal vez ni sean mías sino restos de conversaciones que oí entonces o algo más tarde”. O que, incluso, llegue a escamotear o a evitar asuntos escabrosos como la versión de su abuela paterna sobre el por qué el padre de Emir fue desheredado y echado del núcleo familiar; o cuando se detiene, pudoroso, y anota al referirse sobre sus progenitores y a la temporada en Porto Alegre: “Años más tarde, me enteraría de los verdaderos entretelones de esta estancia pero no es éste el lugar para revelarlos”.
     
Miembros de la revista Número en casa de Emir Rodríguez Monegal.
De pie: Monegal, Zoraida Nebot, Manolo Claps, Idea Vilariño, Luz López de Benedetti y
Baíta Sureda de Cabrera. En cuclillas: Sarandi Cabrera y Mario Benedetti.
      
     El caso más significativo sobre la mixtura memoriosa confeccionada con el cedazo, el destilador, la omisión, la amputación y las preferencias electivas que se urden a través de la inteligencia, la moral, los sentimientos, las virtudes, y los objetivos escriturales y escenográficos, es la quinta parte del libro: “Los Magos”, que le da título al tomo uno y que es el pasaje más patético, donde Emir cuenta el drama desolador y lacrimógeno que sufrió toda la noche de entre el 5 y el 6 de enero de 1926 cuando súbita e inesperadamente le fue revelado que Melchor, Gaspar y Baltasar no existían y quiénes estaban detrás de éstos y de los regalos que esa vez no recibió.

(Editorial Vuelta, México, 1989)
      Los Magos es el resumen sobre la infancia y la adolescencia (acaecida en Uruguay y Brasil) con el que Emir Rodríguez Monegal comenzó a escribir la historia de su vocación de lector, crítico literario, editor, investigador, maestro universitario y biógrafo. El héroe de la travesía evocativa es él, no sólo porque funge como el narrador omnisciente y ubicuo que rememora su genealogía europea y latinoamericana, la vinculación con su tía abuela Piqueta, las relaciones con parientes y amigos, las andanzas en diferentes liceos, la pobreza de sus padres, los ires y venires entre Montevideo y distintas poblaciones brasileñas, sus entrenamientos librescos y dibujísticos de niño enfermizo y tímido, las atmósferas y entornos familiares y sociales, y sus primeras nociones de índole sexual, sino también porque siempre busca la oportunidad de lucir su memoria e imaginación erudita y cinematográfica, encontrando paralelos (no exentos de ironía) entre las situaciones que recuerda y narra, con la referencia a un libro en particular o a una película determinada, o con el dato biográfico perteneciente a un escritor o director de cine.
El cometido central, sin embargo, es relatar la gestación legendaria del futuro crítico, editor y profesor. Todo lo que rememora y narra tiene como finalidad enmarcar su temprano gusto por los libros y el placer que le suscita la lectura y el estudio.
Mario Vargas Llosa, Patricia Llosa, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti,
Emir Rodríguez Monegal y Pablo Neruda.
        El momento más trascendente de su empecinada filiación de lector le ocurre a los quince años cuando descubre, en Montevideo, a un tal Borges encargado de la sección “Libros y autores extranjeros” de la revista argentina para señoras elegantes El Hogar, lo cual, además de inducirlo a coleccionar paulatinamente (dados sus magros recursos) la serie completa de la revista Sur, lo llevó a encontrarse, entre los estantes de una librería de viejo, un ejemplar sin abrir de Historia universal de la infamia (Tor, Col. Megáfono núm. 13, Buenos Aires, 1935).

Jorge Luis Borges, César Fernández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
(Montevideo, c.1948)

Foto incluida en Borges. Una biografía literaria (FCE,  México, 1987)
         Tales sucesos resultan los más relevantes de su adolescencia en lo que concierne a su adoctrinamiento literario y constituyen la simiente para que muchos años después, cumpliendo con su eterna filiación borgeseana (“perpetuo estudiante de Borges”, lo llama Enrique Sacerio-Garí) urdiera en inglés el libro Jorge Luis Borges. A Literary Biography (E.P. Dutton, New York, 1978), cuya traducción al español de Homero Alsina Thevenet —con correcciones, añadidos y modificaciones del propio Monegal— éste ya no vio, pues se terminó de imprimir “el 15 de marzo de 1987”, en México, por el Fondo de Cultura Económica; casa editorial que el “30 de agosto de 1985” le había publicado el libro Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos, su anotado compendio de la obra de Borges que, tal vez, alcanzó a hojear, cuya base fue la antología en inglés que en Estados Unidos publicó con el traductor y poeta escocés Alastair Raid (1926-2014): Borges. A reader. A selection from the writings of Jorge Luis Borges (Dutton, New York, 1981).  Y tampoco pudo ver el compendio Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939), antología impresa en Barcelona, en “septiembre de 1986”, por Tusquets Editores, planeada una década antes con el cubano Enrique Sacerio-Garí (a quien Monegal en la Universidad de Yale le dirigía una tesis doctoral sobre Borges) e iniciada entre ambos; pero Enrique, ante la muerte de Emir, tuvo que concluirla y prologarla. Años más tarde, en “febrero de 2000”, Emecé Editores publicó en Buenos Aires el libro Borges en El Hogar (1935-1958), donde se compilan los textos que quedaron sin antologar, también con ilustraciones extraídas de tal revista.

(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1985)
(Tusquets, Barcelona, 1986)
         Los Magos, por su parte, concluye con un tributo más a Borges, incluido en el “Apéndice: La muerte y las vidas de Aparicio Saravia”, donde Monegal no desvela por qué él es un personaje secundario de “La redención” —cuento publicado el 9 de enero de 1949 en el suplemento dominical de La Nación, periódico de Buenos Aires, luego incluido en El Aleph (Losada, Buenos Aires, 1949) con el título “La otra muerte”—, sino que esclarece un intríngulis personal, familiar e interpretativo con el que vivió durante mucho tiempo, hasta que en 1982 en una azarosa plática que sostuvo con Borges en un hotel de Nueva York  “protegidos por la presencia casi inviable de María Kodama”) descubrió el paradójico y oculto sentido del asunto.
Al término de Los Magos y ante la constatación de que Emir, como lo dijera el cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), era un hombre todo hecho de literatura, el reseñista se pregunta por qué, al parecer, no fue tentado por la ficción; si esto le ocurrió en la infancia o en la adolescencia o en la adultez, en Los Magos no lo dice. Material no le faltaba. Piénsese, por ejemplo, en la descripción novelesca que hace del ogro gallego que custodiaba la librería La bolsa de los libros, en Montevideo, donde un muchachito temeroso y escurridizo hurgaba con desatino.

 
         Alrededor de dos meses y medio antes de que se cumpliera el primer aniversario de su fallecimiento, en el número 118 de la extinta revista Vuelta (septiembre de 1986) aparecieron varios artículos dedicados a recordar la vida y obra de Monegal. Guillermo Cabrera Infante, en el suyo (“Cuando Emir estaba vivo”), no exento de humor, hilarantes anécdotas y juegos de palabras, evoca cómo lo conoció en París, en “noviembre de 1966” —cuando el uruguayo dirigía la revista Mundo Nuevo y donde le publicaría primicias de Tres tristes tigres—, más algunos encuentros y vivencias compartidas en alejadas partes del mundo, hasta el momento en que se entera del padecimiento que voraz y dramáticamente acabaría con él en pocos meses:

Guillermo Cabrera Infante
(Gibara, Cuba, abril 22 de 1919-Londres, febrero 21 de 2005)
        “Fue en abril del año pasado que supe de su enfermedad mortal. A la consternación de la noticia sucedió la convicción de que su cáncer sería curable. Coincidimos por última vez en Washington para dar dos charlas en el Wilson Center. En el hotel Emir fue casi una aparición. El hombre alto y fuerte que antes parecía un gaucho había sido cambiado ahora en un anciano encogido al que sólo el pelo negro delataba la edad. Estaba delgado en extremo, emaciado, con una cara que mantenía sus rasgos pero como en una caricatura, y el color amarillo de su piel siempre morena era otra transformación malsana. Al atravesar el lobby cojeaba de una pierna. Luego me explicó que el tumor, que aún no le habían extirpado, le oprimía un nervio o una vena de ese lado. Llevaba bajo la ropa una de las piadosas bolsitas de mierda que atormentaron a Artaud y en cuanto comía debía sufrir la humillación de vaciar la descarga excremental. Sólo la voz (y la voluntad, la voluntad) era la misma. En un aparte en un rincón del lobby me advirtió: ‘No debes hablar aquí de Castro. No te conviene’. ¡Extraña advertencia en Washington! Por su puesto que en mi charla hablé de la mala prensa americana que era buena prensa para Fidel Castro y cité ejemplos. Emir aprovechó para declararse uruguayo viejo, latinoamericano de siempre y ciudadano de América. Cuando nos despedimos fue una dura despedida. No nos volvimos a ver.
“Tarde en 1985, durante mi estancia en Wellesley Collage, en un suburbio de Boston, donde Emir había prometido visitarnos, ocurrió su última operación que reveló la fatalidad del cáncer que ya su cara anunciaba. Hablamos mucho por teléfono y su misma voz se fue apagando. Una noche de noviembre me llamó para decirme que sus médicos, a los que acusaba de misericordia in extremis, le habían dicho la verdad, para él terrible noticia, del diagnóstico último: no le quedaban siquiera dos semanas de vida. Emir tan sarcástico, tan ingenioso, tan fuerte me dio la noticia llorando: la forma fue casi más un shock que el contenido. Después me dijo que se iba al Uruguay por unos días, lo que me pareció primero un disparate, creyendo que debía ahorrar fuerzas, y después se vio como una consecuencia natural de su línea de la vida. Emir no iba ‘en coche al muere’, como dijo Borges, sino a encontrarse con su destino sudamericano. Amigos mutuos me contaron de su regreso a Yale y de su muerte dos días después: el uruguayo había ido y vuelto, a morir donde había hecho amigos y, sobre todo, alumnos. Yo, que creía que Emir era un maestrico, supe entonces que era un maestro. Creo que más que la de crítico fue la de maestro su profesión de fe.”

(Editorial Alfa Argentina, Buenos Aires, 1974)
     Quizá tenga razón Guillermo Cabrera Infante, quizá no. Lo cierto es que en el segundo volumen de Narradores de esta América (Editorial Alfa Argentina, Buenos Aires, 1974), se lee un extenso y brillante ensayo de Emir Rodríguez Monegal sobre la novela Tres tristes tigres (Seix Barral, Barcelona, 1967) en la que confluyen, amalgamados y de manera inextricable, el crítico y el profesor.


Emir Rodríguez Monegal, Las formas de la memoria (I): Los Magos. Prefacio en los forros de Manuel Ulacia. Prólogo de Haroldo de Campos. Editorial Vuelta. México, agosto de 1989. 192 pp.

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"Everness", poema de Jorge Luis Borges recitado por él mismo.
"Nene patudo", canción de Alfredo Zitarrosa cantada por él mismo.


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