Los maricones todo lo consiguen primero
Senel Paz |
(Ediciones Era, 1ra. reimpresión, México, 1993) |
Senel Paz, a través de la evocación de David, su alter ego, traza la semblanza y el carácter de dos estereotipos de homosexuales: uno que se va de Cuba y el otro que se queda. En este sentido, la remembranza, con ambas voces, reproduce acentos de la típica verborrea de un marica, en la que no falta su dosis de sentimentalismo, humor, engaños, contradicciones y automitificación.
Diego es un gay culto y liberal, el arquetipo que admira y aspira David, un homosexual reprimido, oculto en su rol de miliciano con carné de la juventud comunista. Diego resume su identidad con una declaración de principios, la cual, sintéticamente, reza: “soy maricón”, “soy religioso”, “he tenido problemas con el sistema”, “soy patriota y lezamiano”, “estuve preso cuando lo de la UMAP”, “los vecinos me vigilan, se fijan en todo el que me visita”. Y pese a que insiste y asegura que no se va de Cuba “aunque le peguen candela por el culo”, en realidad con su descaro, provocación, exhibicionismo y contactos que cultiva con personas del exterior, está diciendo que su partida es inminente y parte del juego.
A imagen y semejanza de un docto parlanchín, Diego clasifica a varios tipos de gays: homosexuales, maricones, locas y de carroza. Los maricones, dice en una de sus variadas explicaciones, son los que ante la simple insinuación de un falo pierden la compostura; mientras que en los homosexuales “la balanza se inclina al deber social”, anteponen “el Deber al Sexo”, les gusta pero pueden controlarse. Así, Diego, según le convenga, se comporta como homosexual, maricón o loca.
Y en contra de la retórica del Estado, que pugna por un hombre nuevo hecho y derecho en el socialismo, Diego ha pergeñado su propia retórica, su propio concepto de hombre nuevo que, no faltaba más, encarna él: “Por nuestra inteligencia y el fruto de nuestro esfuerzo nos corresponde un espacio que siempre se nos niega. Los marxistas y los cristianos, óyelo bien, no dejarán de caminar con una piedra en el zapato hasta que reconozcan nuestro lugar y nos acepten como aliados, pues con más frecuencia de la que se admite, solemos compartir con ellos una misma sensibilidad frente al hecho social.”
José Lezama Lima y Virgilio Piñera |
David, en cambio, escondido y maquillado en su filiación roja, es un modelo de homosexual oriundo de un pueblo de la provincia cubana (donde “los afeminados no tienen defensa, son el hazmerreír de todos y evitan exhibirse en público”), “un guajirito de mierda que la Revolución sacó del fango y trajo a estudiar a La Habana”. La vez que Diego trató de ligárselo lamiendo su helado de fresa, lo que finalmente lo excitó no fue esto ni la promesa de leer La guerra del fin del mundo, sino la siguiente jocosa mariconería: “Yo, si vas conmigo a casa y me dejas abrirte la porteñuela botón por botón, te la presto, Torvaldo”.
Sin embargo, al salir asombrosamente intacto de la cueva de Diego, el lobo, y mientras camina en medio del bosque como un Caperucito rojo común y corriente, hace un examen de conciencia con que somete y reprime al homosexual que lleva dentro y se dirige a sus superiores, los representantes del hombre nuevo, dizque castristas hasta las cachas, y lo delata: Diego es puto, religioso y contrarrevolucionario con contactos extranjeros. Ismael, uno de los superiores, con “ojos que da pánico soñar” (diría en su momento José Joaquín Blanco), lo nombra agente secreto, su misión: averiguar en qué embajada tiene vínculos y apuntar y chivatear lo que pregunte sobre militares y dirigentes.
José Lezama Lima |
Pero ya ese tiempo quedó atrás. David no sólo enmendó su delación ante Ismael, sino que además, dados los ojos que da pánico soñar de éste, David se hizo su fraterno amigo e incluso, dice, ya lo agasajó con un almuerzo lezamiano. Ahora, como al principio del relato, que también es el término, puesto que se trata de una evocación circular, David está en Coppelia, la Catedral del Helado; y como si se tratara una estereotipada madeleine y su infalible cucharadita de té, paladea un helado de fresa y evoca aquel tiempo no tan perdido.
Fotograma de Fresa y chocolate (1993) |
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