Los amorosos y el viaje de nunca jamás
(Alfaguara, México, 2001) |
Pilar del Río y José Saramago |
Al principio de la novela parece que hay cierta tensión y ciertas discrepancias entre Cipriano y su yerno, pero a lo largo de las páginas abundan los episodios que ilustran sobre el entrañable afecto, apoyo y respeto que ambos se brindan, lo que contrasta con las desavenencias y el poco entendimiento que Marcial Gacho tiene con sus propios padres, vecinos de la misma aldea, poco respetuosos de la vida individual y familiar del hijo y más necios que una mula, sobre todo la madre.
Marta y Marcial se aman demasiado. Son un modelo ideal de pareja unida y fraterna. Marta heredó las virtudes artesanales de Cipriano Algor, su padre, quien es un buen hombre; Marta trabaja con él en la alfarería y ambos también se aman con el corazón en la mano, pero sin el Jesús en la boca. A tal amoroso y ejemplar núcleo familiar se une, y se torna protagonista en sus vidas, el amoroso y fiel perro Encontrado, de quien tampoco escasean las anécdotas, algunas sentimentales e incluso lacrimosas. Pero si entre ellos predomina la armonía, la comunicación y el amor, entre los humanoides que los rodean por aquí y por acullá, proliferan, a imagen y semejanza de una maloliente y supurante peste de cucarachas, los prototipos de gandallas, de bestias peludas y salvajes, de egoístas, competitivos, avaros, indiferentes y mezquinos entre sí, y los faltos de empatía y solidaridad con el otro, capaces de darle fría, calculada y paulatina o instantánea muerte de despanzurrado chinaguate. De ahí que no resulte gratuito que en un momento se diga que “cada persona es una isla”, que “cada persona es un silencio”, y que el dedo flamígero del Centro comercial, el todopoderoso y despiadado dios de los negocios de la ciudad, “escribe derecho con renglones torcidos”.
José Saramago y Pilar del Río |
Dado el generalizado desinterés de los consumidores ante los cacharros que produce la alfarería de Cipriano Algor, el Centro decide disminuir y casi inmediatamente cancelar el contrato de compraventa que tiene con tal artesano, cosa que le da matarile o un fiero matamoscazo a su modus vivendi y fuente de ingresos, pues según los meandros de la novela de José Saramago, ya nadie quiere trabajar en una alfarería y a Cipriano Algor prácticamente le resultaría imposible vender por su cuenta sus trastos y baratijas (quizá dando vueltas y vueltas por las calles con su vetusta furgoneta y un altavoz), pues dizque ya ha fracasado en tales intentos. Asunto francamente inverosímil o casi inverosímil, pues paralelo y al margen del previsible, estandarizado y estereotipado consumo masivo que promueve y genera la sociedad industrial manipulando y cosificando el inconsciente colectivo, las ideas, los usos y las costumbres, el gusto estético y pseudoestético, e imponiendo la moda (muchas veces kitsch), siempre —un ancestral e infalible elemento consubstancial del ser humano y de su inextricable sentido artístico y poético— hay grupos étnicos e individuos citadinos (pensantes e incluso intelectuales) que preservan y tratan de cultivar las tradiciones y por ende optan por los objetos creados por las manos de los artesanos y de los artistas, ya sea cerámica, talla en madera, escultura, textiles, carpintería, talabartería, vidrio soplado, pintura naïf y no, hojalatería repujada, herrería forjada y demás.
Pero en la novela de José Saramago, al unísono del generalizado desinterés por las vajillas y cacharros que produce la alfarería de Cipriano Algor (dizque han surgido unos productos plásticos que imitan el barro, pesan menos, no se rompen y tienen menor costo), el futuro del núcleo familiar se encamina en lo inmediato a que Marcial Gacho deje de ser guarda interno de segunda clase y ascienda a guarda residente (quizá de primera), lo que implica que la amorosa familia (no siempre feliz) tendrá que cerrar la alfarería y la casa y abandonar al queridísimo perro Encontrado (cuasi famélico, harapiento y titiritante expósito al pie de una iglesia) e irse a vivir a uno de los minúsculos y asépticos departamentuchos de los altos edificios del Centro.
Pocas horas después de recibir la noticia de la primera disminución de la compra y la amenaza de la inminente cancelación definitiva, Cipriano Algor va al cementerio de la aldea donde yace la tumba de Justa Isasca, su ex mujer, muerta hace tres años, con quien compartiera el arduo y antiguo oficio de la alfarería. Allí se encuentra con Isaura Estudiosa, una viuda de 45 años, con la que a partir de un cántaro roto comienza a tejerse un intermitente vínculo de atracción-rechazo, pues Cipriano, pese a que la fémina lo atrae y desde entonces habita sus fantasías oníricas y no, una y otra vez se siente viejo, sin futuro, sin empleo, y sin un clavo en el bolsillo para ofrecerle nada.
Un poco más tarde, como una especie de tabla de salvación en medio del tempestuoso y furibundo océano, a Marta se le ocurre hacer estatuillas de ornato: un grupo de muñecos de barro pigmentado y que Cipriano Algor presente el proyecto al jefe del departamento de compras del Centro. El jefe del departamento de compras acepta el proyecto y le hace a Cipriano un encargo experimental de mil doscientos monigotes (doscientos de cada uno de los seis modelos: una enfermera, un esquimal, un payaso, un bufón, un mandarín y un asirio barbudo).
La novela abunda sobre los menesteres, los tropiezos y las minucias que supone el aprendizaje de la creación y del pintado de los monigotes de barro para estos dos alfareros cuyo hábito era hacer vajillas y otros cacharros domésticos, a quienes incluso Marcial Gacho, en su tiempo libre, les llega a ayudar, por ejemplo, introduciendo muñecos en el horno, acarreando leña para el fogón, facilitándoles dos mascarillas para el pintado, y con el transporte a una cueva de las ahora invendibles lozas que estaban almacenadas en las bodegas del departamento de compras del Centro. Vertiente que ejemplifica y más o menos da luces sobre lo laborioso y azaroso del oficio de alfarero; aunque curiosamente José Saramago pierde la cuenta de las estatuillas, pues en la página 302 Cipriano Algor está “solo en la alfarería y ya ocupado con los segundos trescientos muñecos de la primera entrega de seiscientos”. Y luego en la página 317 “Entró Cipriano Algor en la alfarería para comenzar el modelado de los trescientos muñecos de la segunda entrega”, que también es de seiscientos, pues el total del pedido es de mil doscientos monigotes (ya lo reportó el reseñista), según se lee en las páginas 172 y 173 de la novela. Sin embargo, José Saramago olvida lo escrito en la página 317 (quizá por un atisbo del Mal de Alzheimer) y da por hecho que Cipriano Algor nunca empezó “el modelado de los trescientos muñecos de la segunda entrega”, pues, por ejemplo, en la página 374 alude a “las seiscientas que ni siquiera estaban comenzadas”.
No obstante, a Cipriano Algor se le ocurre proponer y llevar al Centro y por adelantado trescientos monigotes y un poco después un subjefe del departamento de compras le anuncia la aplicación de un sondeo (se distribuirán gratis cincuenta de tales muñecos entre cincuenta clientes) que a la postre, cuando aún no han concluido los mil doscientos ni llevado otra entrega, confirma el rechazo de la mayoría de los consumidores ante las figuras de barro pigmentado creadas por Cipriano Algor y su hija Marta.
Esto casi coincide con el ascenso de Marcial Gacho a flamante guarda residente y con el casi inmediato traslado de éste, Marta y Cipriano Algor a uno de los minúsculos departamentos del piso 34 de uno de los rascacielos del Centro.
Poco antes de irse a vivir a tal departamentucho, la casa y la alfarería son cerrados y Cipriano Algor, pese a las lágrimas y al dolor ante la pérdida y dispuesto “a agotar el cáliz de la amargura hasta las heces”, lleva al perro Encontrado a casa de Isaura Estudiosa y allí, con besos y apapachos, se desatan los visos del apasionado amor entre el viejo viudo y la joven viuda; pero nuevamente Cipriano evita una relación con Isaura y le refrenda sus atavismos e impedimentos: “No tengo nada que ofrecerle, soy una especie en vías de extinción, no tengo futuro, ni siquiera tengo presente”, le dice. Y más claro que un vaso de agua: “un hombre no pide a una mujer que se case con él si no tiene medios para ganarse la vida”. Así que no acepta la invitación que ella le hace: “La única solución es que te quedes”; pues esto implicaría malvivir de lo que poco que gana la mujer como dependiente en una tienda de la aldea. Y todavía más recalcitrante: cuando esté sobreviviendo del sueldo del yerno en el pequeño departamento del edificio del Centro, donde no hay espacio para el futuro bebé de su hija y donde el dormitorio de él será un cuartito en el que apenas podrá estirar las piernas, Cipriano Algor no estará “dispuesto, aunque le cueste todas las penas y amarguras de la soledad, a representar ante sí mismo el papel del sujeto que periódicamente visita a la amasia y regresa sin más sentimentales recuerdos que los de una tarde o una noche pasadas agitando el cuerpo y sacudiendo los sentidos, dejando a la salida un beso distraído en una cara que ha perdido el maquillaje, y, en el caso particular que nos viene ocupando, una caricia en la cabeza de un canino, Hasta la próxima, Encontrado”.
Ya en el liliputiense y claustrofóbico departamentucho del piso 34 de uno de los rascacielos del Centro (Marta tiene la secreta certidumbre de que no podrá vivir el resto de sus días en tal encierro), Cipriano Algor no se hunde en la depresión por el mundo perdido y por el golpe a su dignidad intrínseca (“Olvidas la bofetada que supone que te rechacen el fruto de tu trabajo”, le dijo al yerno) ni hace agua en el miasma de la melancólica nostalgia por la mujer imposible, sino que además de ver con la familia la aburrida y soporífera tele, se dedica a explorar, a imagen y semejanza un boquiabierto niño explorador, diferentes linderos de la eterna feria y del eterno circo (vil atolito con el dedo) que brinda el Centro comercial a los consumidores a ultranza (con doble descuento para él: por ser residente y por ser un ejemplar de la tercera edad). Así que cuando Marta, Marcial Gacho y Cipriano Algor tienen la noticia de que algo secreto recién se descubrió en una excavación bajo tierra (a partir del piso cero-cinco), el viejo alfarero, como si jugara a Sherlock Holmes, hace lo posible por investigar y descubrir lo que primero descubre y observa Marcial Gacho con sus propios ojos en su papel de guarda residente durante una jornada de “las dos de la madrugada hasta las seis de la mañana”.
El meollo del secreto hallazgo en el fondo de la oscura caverna no resulta ser un monumental y terrorífico esqueleto de un dragón de siete cabezas, sino un dizque pesadillesco y horrorosísimo grupo de seis cuerpos petrificados: tres hombres y tres mujeres alrededor de una mesa de piedra blanca, “igualmente sentados, erectos todos como si un espigón de hierro les hubiese entrado por el cráneo y los mantuviese atornillados a la piedra”, con “restos de ataduras que parecían haber servido para inmovilizarles los cuellos” y “ataduras iguales les prendían las piernas”, a lo que se añade “una gran mancha negra” en el suelo, “como si durante mucho tiempo allí hubiera ardido una hoguera”.
El sueño de la razón produce monstruos Grabado de Goya |
Para Cipriano Algor tal tenebrosa y horrorosísima visión (“El sueño de la razón produce monstruos”, reza el celebérrimo grabado de Los Caprichos de Goya) es como ver un espejo que refleja la imagen de sí mismo y los suyos, y más aún: “el Centro todo, probablemente el mundo”. Por lo que casi de inmediato resuelve que su hija y Marcial Gacho deben decidir por sí mismos sobre su presente y su futuro, puesto que él no va a quedarse el resto de sus “días atado a un banco de piedra y mirando una pared”.
Así, después de tres semanas de niño explorador en la entrañas del laberíntico Centro, el viejo alfarero toma su maleta, arranca su decrépita furgoneta que estaba guardada en el estacionamiento y se marcha a la cercana aldea de su vida y no tarda en reunirse, ya en su propia casa, con su querido perro Encontrado y con Isaura Estudiosa (cuyo apellido de soltera es Madruga) y ahora sí se entrega a vivir con ella el amoroso presente y el espejismo del amoroso futuro de Irás y no Volverás, quizá a imagen y semejanza de la inasible olla rebosante de monedas de oro al otro lado del fugaz arcoiris. Pilar del Río y José Saramago |
Borraré las pirámides, las medallas,
Los continentes y las caras.
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie.
Jorge Luis Borges en Teotihuacán, México Diciembre de 1973 Foto de Paulina Lavista |
Yo quiero que a mí me entierren
como a mis antepasados
en el vientre oscuro y fresco
de una vasija de barro.
Cuando la vida me cubra
tras una cortina de años
surgirán a flor de tiempo
amores y desengaños.
Arcilla cocida y dura
alma de verdes collados
sangre y sueño de mis hombres
flor de mis antepasados.
De ti nací a ti vuelvo
arcilla
vasija vaso de barro
y en mi muerte yazgo en ti
y en tu polvo enamorado.
Atahualpa Yupanqui |
Busto de Platón Pieza del siglo IV d. C. Copia romana de un original griego Museo Pío-Clementino del Vaticano |
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