El aire se poblaba de gritos y aullidos
(Alianza Editorial, 2ª ed., Madrid, 2014) |
(Espasa Calpe, Buenos Aires, 1943) |
Thomas Henry Huxley Retrato en Experimento de autobiografía (Espasa Calpe, 1943) |
H.G. Wells en la Escuela Normal de South Kemsington, como alumno del curso de biología elemental del gran Thomas Henry Huxley. Retrato y pie en H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993) |
Lo cual remite a dos pasajes de citado subcapítulo del Experimento de autobiografía; en el primero, H.G. Wells evoca: “Aquel año que pasé en la clase de Huxley fue, sin duda, el año más educativo de mi vida. [...] Trabajé mucho en realidad todo aquel primer año. El escenario de mis trabajos estaba en el piso alto de la Escuela Normal, el Real Colegio de Ciencias, como se llama ahora, un piso que hoy se dedica a otros menesteres. Había un gran laboratorio con ventanas que daban a las escuelas de arte, provisto de mesas, pilas, grifos; y enfrente de las ventanas, estantes de preparaciones coronados por diagramas y dibujos de disección. En las mesas estaban nuestros microscopios, los reactivos, las cápsulas, animales disecados... En nuestros libros de notas apuntábamos nuestros resultados. Sobre las puertas había encerados, donde el ayudante G.B. Howes, que después fue el profesor Howes, un dibujante maravilloso y diligente, dibujaba con tizas de colores. Era un hombre, este Mr. Howes, pálido, de barba negra y muy nervioso, una especie de Svengali con gafas; ligero y vívido, y precipitado siempre, contrastaba notablemente con la reposada reflexión del maestro. El mismo Huxley daba las clases en el salón de conferencias adyacente al laboratorio, una habitación cuadrada, cubierta de estantes negros que contenían esqueletos de mamíferos y cráneos expuestos para mostrar sus homologías, una serie de modelos en cera del crecimiento de un pollo y otros materiales por el estilo. Cuando yo conocí a Huxley era un hombre viejo, de faz amarilla y cuadrada, con ojos pequeños, pardos y brillantes, agazapados en sus cuencas bajo las cejas espesas y grises, y patillas grises también. Hablaba con una voz clara y firme, sin prisa y sin rezagos, volviéndose al encerado que estaba detrás de él para dibujar algún diagrama, y sacudiéndose siempre el polvo de la tiza que se le quedaba entre los dedos, con un gesto de disgusto antes de resumir. Por entonces estaba enfermo, y Howes, inquieto, nervioso y brillante, tomaba su puesto, hablando y dibujando sin respiro y dejando el encerado siempre lleno de líneas graciosas de colores. Detrás del auditorio había cortinas que daban al museo dedicado a los vertebrados. Se decía que cuando Huxley daba clases, Carlos Darwin solía a veces sentarse detrás de aquellas cortinas a escuchar, hasta que su amigo y compañero terminaba. Entonces sólo hacía un año, poco más o menos, que había muerto Darwin (murió en 1882).” En el segundo pasaje, Wells apunta: “Este curso de biología de Huxley era pura y estrictamente de carácter científico. No tenía más fin que el crecimiento, el escrutinio y la perfección de la ciencia dentro de su campo. Jamás supe de aplicaciones prácticas o negocios a donde llevar lo que estábamos aprendiendo allí, y, sin embargo, los beneficios de la economía y de la higiene que han surgido de la labor biológica en los últimos cuarenta años han sido inmensos. Pero estos aspectos eran desdeñados en nuestro estudio. Durante aquel año me encontré cada vez más pobre. Mal alimentado y no muy bien alojado. Pero esto no me importaba nada cuando consideraba la vida que estaba surgiendo en mi mente. Trabajé sin descanso y pasé un año, más feliz aún, que el que había pasado en Midhurst. Me vi un poco embarazado por la irregularidad y la inseguridad de mi educación general, pero, a pesar de ello, fui uno de los tres estudiantes que componía la primera clase en los exámenes de zoología que sirvieron de prueba a nuestra labor.”
H.G. Wells en 1876 Retrato en Experimento de autobiografía (Espasa Calpe, 1943) |
H. G. Wells |
Aldous Huxley |
(Nueva York, abril de 1926) |
Vale adelantar que en el último capítulo de sus memorias, Edward Prendick dice que al tercer día de haber zarpado de la isla del doctor Moreau a bordo de ese bote del Ipecacuanha (con un comprensible aspecto de sucio salvaje y greñudo cavernícola delirante), “fue rescatado por un bergantín que cubría la ruta entre Apia y San Francisco.” Apia es el susodicho puerto de Samoa, isla de la Polinesia, en Oceanía; y San Francisco sin duda es el consabido puerto norteamericano de California. Pero Edward Prendick (especie de alter ego de H.G. Wells) regresó a Londres con cierta psicosis y muy misántropo y por ello, luego de una consecutiva terapia con un psiquiatra que durante varios años ha tratado de conjurar su fobia y sus esquizoides visiones (cuyos rescoldos no se apagan por completo y a veces brotan), concluye sus días terrenales viviendo en el campo (y no en Londres) distanciado de la gente y entregado a la lectura, a la experimentación química y a la observación de la bóveda celeste. Según apunta en el idílico y poético broche final de sus circulares memorias: “Me he alejado del caos de las ciudades y de las multitudes, y me paso el día rodeado de libros doctos, de ventanas llenas de luz en esta vida iluminada por las resplandecientes almas de los hombres. Veo a pocos extraños, y mi servicio doméstico es muy reducido. Dedico los días a la lectura y a los experimentos de química, y paso muchas noches claras en el laboratorio de astronomía. El brillo de las estrellas me produce, aunque no sepa cómo ni por qué, una sensación de paz y seguridad infinitas. Creo que es allí, en las vastas y eternas leyes de la materia, y no en las preocupaciones, en los pecados y en los problemas cotidianos de los hombres, donde lo que en nosotros pueda haber de superior al animal debe buscar el sosiego y la esperanza. Sin esa ilusión no podría vivir. Y así, en la esperanza y la soledad, concluye mi historia.”
H.G. Wells en Australia (1939) Retrato en H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993) |
Ya en la isla y a regañadientes, el doctor Moreau dispone que Prendick se hospede en la habitación de Montgomery (donde hay una tumbona, una hamaca y una estantería con “libros viejos, principalmente obras de cirugía y ediciones de los clásicos latinos y griegos”), que es un cuarto que introduce a un patio interior y luego al recinto de piedra donde el doctor tiene su laboratorio y realiza sus experimentos. Un lugar prohibido para Prendick y por ende la puerta que da al patio interior y que lleva a él debe estar siempre cerrada con llave; “es una especie de cámara de Barba Azul”, le dice Moreau.
Ni Montgomery ni Moreau le revelan ipso facto qué tipo de investigaciones realiza el doctor en ese secreto laboratorio. Ante sus interrogantes, Montgomery, pese a que le dice que la “isla es un lugar infernal”, trata de despistarlo y le responde con tonteras y evasivas. Pero Edward Prendick, ineludiblemente y desde que llegó, al unísono de los rugidos y aullidos del puma (traído en una jaula en el Ipecacuanha) que constantemente oye desde su cuarto, elucubra sobre las rarezas físicas de los grotescos y feísimos habitantes que pueblan la isla (casi todos con las manos malhechas, deformes e incompletas, y dizque incapaces de reír), empezando por el negroide M’ling, el feo ayudante de Montgomery (que tiene “las orejas puntiagudas y cubiertas de un vello fino de color marrón”), y por los “tres hombres vendados”, oscuros y extraños, que iban en la citada lancha del doctor Moreau, los cuales ayudaron con el acarreo de las provisiones y de los animales (el puma, una llama, seis perros, una veintena de conejos), que “Hablaban entre sí en tono gutural” y que a él le parece “una lengua extranjera”.
Pronto el retintín del apellido del doctor lo traslada a diez años antes en Londres, cuando Edward Prendick era “un chaval” y Moreau “debía tener” “unos cincuenta años” y “era un eminente cirujano”, célebre por sus descubrimientos “sobre la transfusión de sangre” y su “investigación sobre tumores malignos”. Entonces, según dice, supo de él a través de un folleto, publicado por un editor sensacionalista, que incitó su expulsión de Inglaterra tras exponer ante la opinión pública, y frente a la ética y a los escrúpulos de la comunidad médica, la “crueldad desmesurada” de sus experimentos. Según evoca, el titular del folleto voceaba: “¡Los horrores de Moreau!” Y, dice, “El mismo día de su publicación, un pobre perro, desollado y mutilado, escapó del laboratorio de Moreau.” El caso es que Prendick, que aún ignora lo que ocurre en la isla, se pregunta: “¿Qué significaría todo aquello? Un vivisector de mala fama y esos hombres tullidos y deformes...”
Llega el momento en que Edward Prendick, que desde su cuarto no ha dejado de oír los terribles y desquiciantes alaridos del puma (parece que lo martirizan), tiene la certeza de que en el laboratorio “¡Estaban torturando a un ser humano!” Entonces cruza la puerta prohibida y en el patio ve que “Un aterrorizado galgo de caza gañía y se retorcía de dolor” y que “En el fregadero había sangre, sangre oscura, mezclada con sangre escarlata”. Y “Luego” [dice], a través de una puerta abierta, bajo la imprecisa claridad de la penumbra interior, vislumbré algo dolorosamente atado a una estructura, lleno de cicatrices, rojo y vendado.”
Fotograma de La isla del Dr. Moreau (1996) |
“Las cabañas” son en realidad una pestilente y oscura gruta donde los monstruos de la isla tienen sus guaridas. Según Prendick, “era un estrecho pasillo entre altas paredes de lava, con una abertura en su rugosa caída, y, a ambos lados, montones de palletes, hojas de palma en forma de abanico y cañas apoyadas contra la pared formaban un conjunto de impenetrables, toscas y oscuras madrigueras. El tortuoso sendero que ascendía por el barranco apenas superaba los tres metros de ancho y estaba cubierto de fruta podrida y otros desperdicios, lo que explicaba el desagradable hedor del lugar.” Pero el epicentro de ese reducto terrícola infestado de horrendas bestias es que allí se oficia, en la semioscuridad del semicircular hipogeo, un dogmático ritual que oficia “el Recitador de la Ley”, un supuesto “Hombre de Pelo Plateado”, es decir, un monstruo “cubierto de pelo gris, como un skye-terrier”, que habla con un “acento inglés” “asombrosamente correcto”. Prendick, como si estuviera preso en un campo de concentración enemigo, se ve obligado a repetir y a hacer la mímica de la “estúpida fórmula”; una cantinela que rezan y corean los miembros de la subterránea secta, mientras todos “se balanceaban hacia los lados, dándose con las manos en las rodillas”. Por ejemplo, repiten a capela: “No caminarás a cuatro patas: ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” “No sorberás la bebida; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” “No comerás carne ni pescado; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” “No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” Y a esa “larga lista de prohibiciones” (“demenciales, imposibles e indecentes”, que algunos quebrantan en secreto), añaden una especie de coda, un rezo donde rinden pleitesía y reconocimiento vocal a su tácito y todopoderoso Creador: “Suya es la Casa del Dolor.” “Suya es la Mano que crea.” “Suya es la Mano que hiere.” “Suya es la Mano que cura.” Y así, camuflado en la tribu (una parodia de etnia salvaje y cavernícola), atestigua las menudencias de esa extraña “ceremonia absolutamente demencial”. Según deduce allí, “Moreau, tras animalizar a aquellos hombres, había infectado sus cerebros enanos con una especie de deificación de sí mismo”.
Fotograma de La isla del Dr. Moreau (1996) |
Pese a que no confía en Montgomery y mucho menos en Moreau, tras esa primera aclaración y tras recibir el par de revólveres de sus anfitriones, Prendick accede a regresar al recinto, donde el doctor, quizá sólo para oírse a sí mismo, o para que lo entienda y se vuelva cómplice y auxiliar suyo, le hace un recuento de su ideario y de sus experimentos hasta el presente; es decir, según le dice: su praxis “Desde hace veinte años (contando los nueve que pasé en Inglaterra)”. Según Montgomery, quien dejó la Gran Bretaña desde hace once o diez años siguiendo a Moreau, éste “En total había creado casi ciento veinte Monstruos”, de los cuales en ese momento hay “poco más de sesenta”, “sin contar las monstruosidades menores que vivían entre la maleza y carecían de forma humana” (en su huida Prendick llega a ver “Tres extraños saltamontes de color rosa, grandes como gatos”). Pero el egocéntrico, intrínseco y megalómano objetivo de los experimentos del doctor Moreau él mismo lo resume y proyecta en una frase que le suelta a su inesperado huésped: “Esta vez acabaré por completo con el animal, esta vez haré una criatura racional de mi propia invención.” Que para el caso es el puma que llegó a la isla al mismo tiempo que Prendick y que tanto lo horrorizó al oírlo desde su habitación y más todavía al descubrirlo sanguinolento y con vendas en el secreto laboratorio. “Tengo esperanzas en ese puma: he trabajado intensamente en su cabeza y en su cerebro...”, le dice.
Fotograma de La isla del Dr. Moreau (1996) |
Vale acotar que ese misionero de raza amarilla que Moreau menciona en su perorata, era —según le dijo a Prendick en ese mismo recuento—, uno de los seis canacas, ya fallecidos, que llegaron a la ínsula, “Hace casi once años”, con él y Montgomery: “una especie de misionero que le enseñó a leer” al primer hombre que Moreau creó en la isla con un gorila, “o al menos a deletrear, y le inculcó ciertos conceptos morales básicos. Pero, al parecer, las costumbres de la bestia dejaban mucho que desear.”
(Sur, Buenos Aires, 1952) |
En este sentido, vale observar que el dogmático, impositivo y totalitario credo de “la Ley”, además de proveerles de cierta socialización y cohesión grupal y de someter a los sectarios miembros de la horda a una especie de reglamentaria lobotomía en la que los monstruos apelan a una supuesta naturaleza humana que debe prevalecer en ellos sobre su intrínseca y salvaje animalidad, resulta, a todas luces y como lo observó Prendick, una especie de deificación que Moreau hizo de sí mismo, pues en el rito y en sus versículos lo adoran y deifican a él y no a otro; por ende, esa parodia de subterráneo culto judeocristiano y de hilarante parodia de tabla mosaica que recitan, danzan y percuten los monstruos en la oscuridad del semicircular hipogeo, no parece ser el producto de un proceso de enseñanza-aprendizaje inculcado por un bienintencionado misionero canaca, sino un híbrido y malévolo implante dizque humanizante y civilizatorio (pergeñado y acuñado para ejercer el dominio ideológico y la manipulación de la conducta) de un locuaz diosecillo bajuno o demiurgo menor idéntico al doctor Moreau, aspirante a monarca absolutista de su propia distopía y pretendido semidiós creador de su propia especie y progenie (no en vano Borges refleja ese oscuro y sectario culto en un corrosivo espejo: “conventículo de monstruos sentados que gangosean en su noche un credo servil es el Vaticano y es Lhasa”, y es el yihadista DAESH, añadiríamos ahora), más aún si se recuerda que Moreau le revela a Prendick en esa sesión explicativa: “Además, soy un hombre muy religioso, Prendick, como ha de ser todo hombre en su sano juicio. Puede que yo crea haber visto más caminos del Hacedor que usted, porque he seguido Sus leyes, a ‘mi manera’, durante toda mi vida, mientras que usted, según tengo entendido, se ha dedicado a coleccionar mariposas. Y le aseguro que el placer y el dolor no tienen nada que ver con el cielo o el infierno. ¡Placer y dolor! ¿Qué son sus éxtasis teológicos sino las huríes de Mahoma, pero en la oscuridad? Esta reserva de hombres y mujeres agredidos por el dolor y el placer, Prendick, llevan la marca de la bestia, la marca de la bestia de la cual proceden. ¡Dolor! El dolor y el placer serán para nosotros una característica sólo mientras nos movamos entre el polvo...”
Apenas “siete u ocho semanas” (o “quizá más”) después de la llegada de Edward Prendick a la isla ocurre la sonora “catástrofe” que trastoca de raíz los cimientos del entorno. El torturado, tumefacto y sanguinolento puma rompe los grilletes y escapa del recinto. En la violenta huida, Prendick queda con un brazo roto. Y poco después él y Montgomery descubren los restos mortuorios de la bestia y del doctor Moreau. Para que no cunda el caos ante la pérdida de Moreau, Prendick, como si fuera el pitoniso de huitlacoche o el visionario profeta del nopal que vislumbra en un islote el águila devorando una mazacuata prieta, proclama ante los crédulos monstruos que presencian el hallazgo de los restos del supuesto patriarca: “¡Hijos de la Ley! ¡Él ‘no’ ha muerto!” “Ha cambiado de forma. Ha cambiado de cuerpo”. “Durante algún tiempo no lo veréis. Está... allí” (señala “hacia lo alto” con su dedo flamígero), “y desde allí os vigila. Vosotros no lo veis, pero Él sí os ve a vosotros. ¡Respetad la Ley!”. El caso es que parece que los supersticiosos monstruos le creen, entre ellos el Recitador de la Ley, quien nombra a Prendick con pensamiento bíblico: “Hombre que camina por el mar”. Y esto parece el preludio de una época en la que él o Montgomery o algún monstruo representará la reencarnación o el glorioso regreso del soberano y diosecillo bajuno que ve y manda desde lo alto empuñando el cetro del poder y restallando su todopoderosa voz de trueno. Pero tal cosa no sucede y más bien se torna el preámbulo de la degradación y fin de la delirante invención de Moreau.
Montgomery, afectado desde el principio por su dipsomanía, escepticismo y apego a ciertos monstruos (e incapaz de huir de la isla, de sí mismo y de Moreau), no resulta nada razonable. Y en medio de una francachela con un grupo de monstruos que prueban los efectos del coñac que les brinda, organiza en la playa la quema del par de lanchas que hay en la ínsula, previendo y frustrando la posibilidad de que Prendick se fugue. Al salir precipitadamente hacia la hoguera en la playa, Prendick vuelca una lámpara sobre unos baúles, cuyas llamas provocan el incendio y destrucción de todo el recinto. Cerca de la fogata donde arden los tablones de las lanchas, Prendick ve el cuerpo degollado de M’ling; mientras Montgomery, tirado bajo el cadáver del Recitador de la Ley, agoniza y fallece con las garras de éste en el cogote.
DVD de La isla del Dr. Moreau (1996) |
Según apunta Edward Prendick, “Así empezó el período más largo de mi estancia en la isla del doctor Moreau”; “diez meses que pasé en compañía de aquellas bestias semihumanas”. Sin embargo, no todo el tiempo estuvo confinado en las guaridas, ni se convirtió en el dictadorzuelo resucitado del “más allá”, ni en el nuevo revelador y recitador de “la Ley”. Paulatinamente los monstruos, todos con consubstanciales deficiencias mentales, perdieron su capacidad de hablar a la Tarzán (quizá les faltaba el “educativo” tratamiento hipnótico en dosis precisas y controladas) y poco a poco se fueron animalizando. Se convirtieron en monstruosos animales muy peligrosos para él (carnívoros y promiscuos) y por ende abandonó las pestilentes guaridas. Incluso olvidaron “el arte del fuego y sentían hacia él un renovado temor”. Lo cual le sirvió para protegerse, convertido ahora en un solitario fugitivo atrapado en una isla infestada de fieras salvajes (su fiel San Bernardo, ya sólo perro, muere en un ataque del Hombre Leopardo); un sigiloso y camuflado cavernícola que dormía de día y andaba alerta cada noche, pues según dice, cuando “No debían quedar más de veinte carnívoros”, “Casi todos pasaban el día durmiendo, y la isla le habría parecido desierta a cualquier recién llegado; pero de noche el aire se poblaba de gritos y aullidos.”
The Island of Dr. Moreau (London, 1896) |
H.G. Wells con su primer traje de etiqueta (enero, 1895) Retrato y pie en H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993) |
Herbert George Wells, La isla del Dr. Moreau. Traducción del inglés al español y notas de Catalina Martínez Muñoz. El libro de bolsillo (L94), Alianza Editorial. 2ª edición. Madrid, 2014. 192 pp.
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