jueves, 11 de octubre de 2018

El puerto de las brumas

Entre el silencio y la sirena de la niebla

En la serie de bolsillo Booket y con el número 5011/12 de la colección Biblioteca Maigret, Tusquets Editores publicó en Barcelona, en 2003, El puerto de las brumas, novela policíaca del prolífico escritor belga Georges Simenon (1903-1989), traducida al español por Javier Albiñana, cuya primera edición en francés (Le port des brumes) data de 1932. 
(Tusquets, Barcelona, 2003)
          El puerto de las brumas es prueba incontestable de que Georges Simenon, desde su juventud, era un consumado maestro de la intriga, de la amenidad y del suspense. La obra se divide en trece capítulos con títulos. El protagonista: “El comisario Maigret, uno de los jefes más eminentes de la Policía Judicial” (según pondera el juez de Caen adulándolo), tiene por misión trasladar en ferrocarril, desde la capital francesa al pequeño puerto de Ouistreham, a un tal Yves Joris, ex capitán de la Marina Mercante y capitán de ese minúsculo puerto bretón por donde día a día, para llegar o venir de Caen, navegan, por las aguas del canal del río Orne, cargueros de vapor de gran tonelaje y veleros de cabotaje. El caso es que Yves Joris durante cinco días, a resguardo de la policía parisina en el Quai des Orfèvres, fue “el hombre”, un individuo cincuentón, amnésico y sin identidad, quizá loco, que no habla ni entiende lo que le dicen en “siete u ocho idiomas”. Antes de ser capturado por la policía anduvo deambulando sin ton ni son por “los Grands Boulevards”. Al registrarlo “en el despacho de Maigret”, “El traje que lleva es nuevo; la ropa interior, nueva; los zapatos [‘de fabricación alemana’], nuevos. Todas las etiquetas de sastrería y camisería han sido arrancadas. No lleva documentos ni cartera.” Pero sí “Cinco billetes de mil francos metidos en uno de los bolsillos.” Y además: “restos de raba, o sea, de huevas de bacalao secas y pulverizadas, que se prepara en el norte de Noruega y se utiliza como cebo para la sardina.” Y más aún: “Se le escurre de la cabeza una peluca gris, y se comprueba que una bala le hirió la cabeza como máximo dos meses atrás. Los médicos se quedan admirados: ¡rara vez se ha visto operación tan excelentemente realizada!” 

     La foto del hombre (de “aspecto alelado” y “paticorto”) se publicó en los periódicos. Y Julie Legrand, su joven sirvienta, de 24 años, lo identificó, envió un telegrama y fue a recogerlo a París; y por ello se pudo determinar que el capitán Joris despareció del puerto de Ouistreham la noche del 16 septiembre y reapareció “en París seis semanas después en semejante estado”. Ella “Siempre lo había visto con uniforme de oficial de la Marina”, así que “le humilló encontrárselo vestido con traje de confección”. Y allí en el compartimiento del tren durante el trayecto al puerto de Ouistreham (a finales del frío y neblinoso octubre), Julie le dice al comisario Maigret: “A fin de cuentas, quisieron matarlo.” Y él puntualiza que “Le dispararon, de eso no cabe duda. Pero también le cuidaron de manera admirable.” A tales misterios se añade el enigma de índole monetaria, pues según repite Julie Legrand: “el capitán no era rico”. O sea: “Se fue sin un céntimo y apareció con cinco mil francos en el bolsillo”. Y más aún: allí en el vagón del ferrocarril le muestra al comisario Maigret “Una carta de la Banque de Normandie, de Caen”, remitida a la casa del capitán Joris durante su extraña ausencia. “Un formulario impreso con casillas rellenadas a máquina” que a la letra dice: “Nos complace confirmarle que hemos abonado en su cuenta número 14.173 la cantidad de trescientos mil francos que se sirvió usted transferir a través de la Banque Néerlandaise de Hamburgo.” No obstante, Julie Legrand insiste en “que el capitán jamás ha tenido trescientos mil francos”. Se “lo habría dicho. ¡Y no habría dudado, el invierno pasado, en comprarse una escopeta de caza de dos mil francos! Con lo mucho que le apetecía...”
      El trío salió de París a las tres de la tarde; y en el vagón del tren, Maigret, que usa bombín, no ha dejado de hacer humo con su olorosa pipa de gran tamaño. Y a las siete de la noche arriban a la estación de Caen, donde, después de cenar en la taberna, abordan un taxi que los lleva a Ouistreham (pueblo de unos mil habitantes), pues “En invierno, el trenecito sólo hace el trayecto dos veces al día.” (Se trata del “trenecito que recorre el canal, de Caen a Ouistreham, semejante a un juguete, con sus vagones modelo 1850”.) En el trayecto por la carretera median unos diez kilómetros entre ambas poblaciones, que el taxista recorre con precaución y a diez kilómetros por hora, dada la humedad y la espesa niebla. No obstante, “un ciclista irrumpe de la bruma y embiste un alerón del coche. Se detienen. No se ha hecho daño.” 
   La esclusa del puerto de Ouistreham, donde laboraba el capitán Joris, está a un kilómetro del pueblo. Y al cruzar el “puente giratorio” del puerto se halla la casa del capitán Joris, “al lado mismo del faro”, rodeada de un pequeño jardín, cultivado y procurado por el propio capitán Joris, aficionado a la horticultura y a los libros de horticultura. Y en la esquina del puente está la “Buvette de la Marine”, o sea, la taberna donde “siempre están metidos los que trabajan en el puerto”. Cuando no hay neblina, “Desde sus ventanas y su puerta acristalada podía verse la esclusa, el puente, las escolleras, el faro y la casa de Joris.”
Al abrir la puerta de la casa del capitán Joris, sale el gato; cosa que le extraña a Julie Legrand, pues está segura de que antes de marcharse a París lo echó fuera, “como de costumbre”. Ante tal irregularidad, y por el miedo que siente, le pide a Maigret que inspeccione la casa con ella, lo que le permite al comisario echar una hojeada por los dos pisos y ver que “No hay nadie escondido”, que “Las ventanas están atrancadas” y cerrada la “puerta del jardín”; “pero la llave se ha quedado fuera” durante su ausencia. O sea: alguien debió entrar y salir (rascándose el ombligo) como Pedro en su casa y por ello el gato estaba adentro y no afuera.
  Maigret no acepta dormir en “el cuarto de los invitados” y opta por hacerlo en el Hôtel de l’Univers, en cuyo restaurante se puede dar servicio a cuarenta veraneantes y ahora está vacío por no ser temporada. Al ir allí andando en medio del frío y de la densa niebla, Maigret oye el espeluznante “mugido de una vaca, pero más dolorido, más trágico”, que no es otra cosa que “la sirena de la niebla”. Desorientado por la densidad de la persistente neblina, camina junto al muro de la esclusa. Y dado que no puede clarificar del todo las sombras humanas que observa, las voces que oye y lo ruidos de los movimientos y maniobras, ve, con sorpresa, que está pasando un enorme barco al alcance de su mano. (Casi sobra decir que Maigret no es un viejo lobo de mar ni tiene el caminar oscilante de un marinero en tierra e ignora el orbe de la marinería.) Y luego, “En torno al buque, la niebla, más luminosa, permite vislumbrar el ajetreo. En cubierta se oye hablar inglés. En el muelle, un hombre, tocado con una gorra con galones, visa papeles.” Y por ende Maigret colige que es “¡El capitán del puerto! ¡El sustituto de Joris!”, con quien cruza unas palabras y cuyo nombre luego sabrá: capitán Delcourt. 
Georges Simenon
(1903-1989)
       En su habitación del Hôtel de l’Univers, Maigret duerme mal. “Dos veces se levantó y arrimó la cara a los fríos cristales, pero sólo veía la calle desierta y el movedizo haz luminoso del faro, que parecía querer traspasar una nube. Insistente la sirena de la niebla sonaba más violenta, más agresiva.” “La última vez, consultó su reloj. Eran las cuatro, y unos pescadores cargados con cestos se encaminaban hacia el puerto al estruendoso ritmo de sus suecos.” Y su breve sueño (casi un pestañeo) es interrumpido por los fuertes golpes del hotelero, quien llama a su puerta para avisarle que “El capitán se está muriendo.” “¿Qué capitán?”, pregunta.

El médico que ausculta al moribundo capitán Joris dictamina que lo envenenaron con estricnina disuelta en el vaso y en la jarra de agua “colocados en la mesilla de noche”. Con tal asesinato el caso toma un inesperado rumbo y el comisario Maigret, sin transición, allí en el dormitorio y en la casa del capitán Joris, comienza a urdir las diligencias correspondientes al cadáver y a su investigación policíaca. Y Maigret, a partir de ahí, obseso, no para ni duerme ni descansa ni se quita la húmeda y mojada ropa; fuma su pipa, y ocasionalmente se alimenta de bocadillos y tragos de grog. 
En el escritorio del muerto, Maigret observa fotografías, papeles, documentos curriculares y cartas “dirigidas al ‘capitán Joris, a bordo del Diana, Compañía Anglonormanda, Caen’.” Y el médico le informa que el capitán Joris, “durante veintiocho años”, navegó y estuvo al mando de uno de los barcos del alcalde Ernest Grandmaison, “el director de la Compañía Anglonormanda” y “único propietario de los once vapores de la sociedad”, cuyas oficinas centrales están en Caen. No obstante, Ernest Grandmaison es alcalde de Ouistreham y, al parecer, también de Caen.
Pero lo más relevante de esa somera revisión es el hallazgo del testamento hológrafo (guardado dentro de un sobre amarillento que se podía abrir) escrito con la “cuidada caligrafía de brigada” del capitán Joris, en cuya parte inicial se lee: “Yo, el abajo firmante, Yves-Antoine Joris, natural de Paimpol, de profesión marino, lego mis bienes muebles e inmuebles a Julie Legrand, a mi servicio, en recompensa por tantos años de abnegación.” Es decir, la fiel, llorosa y abnegada Julie Legrand, empleada del capitán Joris durante ocho años (o sea: desde sus dieciséis años) y a la que él trataba como a una hija y de la que decía era “su ama de llaves”, es la heredera universal (hereda la casa y la cuenta bancaria), cosa que luego le notifica y corrobora el notario.
Para dar con el asesino (o asesina) y al unísono desentrañar los enigmas en torno a la misteriosa desaparición del capitán Joris la noche del 16 de septiembre, el comisario Maigret, que no deja de fumar su pipa, empieza por dialogar y beber con los habituales de la Buvette de la Marine. Y para que lo auxilie con las líneas y encomiendas de la indagación policial hace venir de París al detective Lucas. 
Georges Simenon
        Los giros y vericuetos de las conjeturas y pesquisas policíacas ponen en escena y en juego a varios personajes. Destaca el marinero Grand-Louis, un gigantón y fortachón proclive a la bebida, hermano de Julie Legrand, que pasó “ocho años de presidio” por propinarle una golpiza (durante una borrachera en Honfleur) “a un agente que al mes murió”. Grand-Louis es un tipo torvo, esquivo, que masculla cortante con frases cortas o en patois para que Maigret no lo entienda; que suele robarle el salario a su hermana cuando se queda sin un clavo; que durante el reciente viaje a París de Julie se metió a la casa del capitán Joris y en la alacena le dejó un recado, escrito con yerros ortográficos y torpe caligrafía, donde le dice: “Si vuelves con tu amo no te apartes de él, que hay mala gente que quiere perjudicarle. Volveré dentro de dos o tres días con el barco [la goleta mercante Saint-Michel]. No busques las costillas porque me las he comido. Tu hermano, siempre tuyo.” Que pese a no poseer dinero y a sólo ser uno de los tres tripulantes del velero de cabotaje Saint-Michel, cuyo supuesto propietario y patrón es un tal Lannec, luego, cuando Maigret se mete al barco y revisa el rol, descubre que figura como recién propietario. Es decir, la cédula está datada hace un mes y medio, “exactamente el 11 de septiembre”; o sea: “cinco días antes de la desaparición del capitán Joris”. Y dice a la letra: “Goleta Saint-Michel, 270 toneladas de arqueo bruto, equipada para el cabotaje. Propietario armador: Louis Legrand, de Port-en-Bessin. Capitán: Yves Lannec. Marinero: Célestin Grolet.” 

Otro de los personajes que descuellan en la novela (e inciden en los interrogantes y sucesos medulares de la trama) es el susodicho Ernest Grandmaison, que además de acalde de Ouistreham y dueño de la Compañía Anglonormanda de Navegación, preside la Cámara de Comercio de Caen. Un tipo petulante que se comporta como si fuera el señor feudal de la comarca. En Ouistreham, como a un kilómetro de la esclusa y de la Buvette de la Marine, posee una casa con jardín de menor coste y calado que su onerosa mansión de Caen (ésta se halla en el piso superior de las oficinas centrales de la Compañía Anglonormanda). Y suele instalarse en su casa de Ouistreham (donde también tiene despacho) porque en las orillas del río Orne posee un chozo para cazar patos (e incluso utiliza de ayudante particular a un guarda de pesca, que es un empleado público). Según la voz narrativa, Ernest Grandmaison “Era un hombre muy alto [mide un metro ochenta y cinco], de unos cuarenta y cinco y cincuenta años, metido en carnes y de cara sonrosada. Vestía traje de caza gris, con las piernas embutidas en unas polainas de aviador.” Y su actitud engreída, de gran señor, que disgusta y repele a Maigret, la traza la voz narrativa, que por lo regular hace migas con él: “Era una actitud de lo más tradicional: la del jerarca de pueblo que se cree el centro del mundo, viste de noble provinciano y contemporiza estrechando distraídamente manos, dirigiendo vagos saludos a las gentes del pueblo, preguntándoles, si tercia, por sus hijos.” 
   En el intríngulis de la misteriosa desaparición del capitán Joris la noche del 16 de septiembre, y en los giros y vaivenes de la trama que inciden en el sorpresivo e inesperado suicido del alcalde Ernest Grandmaison, tiene particular relevancia la presencia de su esposa Hélène, madre de dos hijos (un quinceañero y “Una chica de catorce años”). Pero también, y sobre todo, las soterradas actividades y furtivos movimientos de un supuesto forastero en Ouistreham, un tal Jean Martineau, un francés “nacionalizado noruego”, con residencia en “Tromsoe, en las islas Lofoten”, donde “hay tres meses de noche total al año”, y donde es dueño de “una fábrica para tratar desechos de bacalao”, “Como la raba y todo lo demás”. Según le informa a Maigret: “Con las cabezas y los hígados se hace aceite, con las espinas se fabrican abonos...” Boyante negocio que es el origen de su gran fortuna. Pero además ese francés, que se cambió el nombre y se nacionalizó noruego, originalmente se llamaba (o se llama) Raymond Grandmaison, pues es primo del alcalde. Y hace quince años, por una serie de oscuras razones (entre ellas la rivalidad de los primos, la mutua atracción por Hélène y el uso indebido de dinero de la compañía naviera para jugar y perder), se vio amenazado y obligado a irse para siempre de Caen y su entorno.
   
(Contraportada)
       Vale subrayar que la destreza narrativa de Georges Simenon es tal que sólo al término de la novela el lector puede armar las diseminadas piezas del puzle y ver que todas encajan y arman el panorama de la obra. En este sentido, se despeja el empedernido silencio que impedía saber por qué el alcalde, con sus ínfulas de poderoso gran señor, toleró que Grand-Louis (un simple marinero con antecedentes penales) lo golpeara con ferocidad (dejándole visibles y elocuentes daños en el rostro y en la ropa) y lo mantuviera acosado en el despacho de su casa en Ouistreham; no obstante, ambos adversarios y enemigos se negaron a revelarle algún indicio al comisario Maigret. Se despeja, también, el silencio, aparentemente delincuencial y cómplice, que mantuvieron los tres tripulantes de la goleta Saint-Michel; el por qué Grand-Louis, que no tenía un quinto, ahora es el flamante dueño del barco; y por qué Maigret se hizo de la vista gorda y toleró un hilarante y agresivo agravio: los tres tripulantes del Saint-Michel, pese al frío y a la persistente tormenta, a eso de las tres de la madrugada, lo amordazaron, lo ataron de pies y manos, y lo abandonaron a la intemperie en el muelle, casi frente a la taberna. Y así estuvo (tirado, amordazado, atado y mojado) durante varias horas; hasta que por fin despuntó el alba y un viejecillo pescador (algo tontorrón, lento y chusco) vio el bulto y desató los complicados nudos de marinero.
   Pero lo que a la postre cobra mayor relevancia y trascendencia es el sentido romántico, justiciero y perdona vidas del comisario Maigret. Pese a que el alcalde se suicidó para no encarar la humillación pública y la condena a la guillotina por sus actos criminales (se dio un balazo en su despacho de Caen y frente a su esposa), Maigret, con tal de no perjudicar la honorabilidad de Hélène (tras oír de ella los patéticos secretos de su matrimonio y los secretos de su desventurado vínculo amoroso con Raymond Grandmaison, roto hace quince años), decide no dar parte oficial del suicidio. Así que hace venir “al médico de la familia” y claramente le dice coaccionando su connivencia: “Monsieur Grandmaison se ha suicidado”, “A usted le corresponde averiguar de qué enfermedad ha muerto, ¿me entiende? De la policía me encargo yo.” 
   Después de ordenar esto, Maigret va a la gendarmería de Caen, donde dejó encerrado a Jean Martineau/Raymond Grandmaison “en la celda de seguridad”, como presunto asesino del capitán Joris. (Sobre ese crimen Maigret informará que se trató de “una vieja venganza, un marinero forastero que se ha escapado”.) Luego de liberar al noruego y de dialogar con él, Maigret ata, por fin, todos los cabos sueltos de la trama y completa las piezas del brumoso y oscuro rompecabezas. Y puesto que el noruego mostró evidencias de proteger, ayudar e indemnizar con generosidad a quienes de incógnito colaboraron con él para rescatar a su quinceañero hijo de las garras de Ernest Grandmaison, Maigret lo deja ir sin cargos. Y para su sorpresa y desconcierto, los tres tripulantes del Saint-Michel (sobre todo Grand-Louis) también se ven libres de la policía y sin cargos.
   
Georges Simenon
         Vale añadir que esa fría madrugada que dejaron amordazado y atado a Maigret en medio de la tempestad, el Saint-Michel fue a encallar no muy lejos, en el sitio conocido como “el banco de las Vacas Negras”; y por ende los tres tripulantes y un pasajero clandestino salieron a esconderse tierra adentro. Pero hacia el mediodía un remolcador de Trouville estaba ya próximo para su rescate con la ayuda de la subida de la marea. Aquel 16 septiembre, la noche que del puerto de Ouistreham desapareció el capitán Joris, de haber ocurrido las cosas tal y como estaban planificadas en secreto bajo los auspicios y la batuta del noruego, el Saint-Luis, velero de cabotaje, habría estado en vías de equiparse como un yate que hubiera navegado muy orondo rumbo al norte, quizá hasta Arjánguelsk, puerto ruso; y sin duda al puerto de Tromsoe, en las islas Lofoten. 



Georges Simenon, El puerto de las brumas. Traducción del francés al español de Javier Albiñana. Colección Biblioteca Maigret, serie Booket número 5011/12, Tusquets Editores. Barcelona, 2003. 232 pp.  



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