Gracia tienen para parar un tren
I de VII
Editada por Planeta en la serie Autores Españoles e Iberoamericanos, en mayo de 2018 se publicó la primera reimpresión mexicana de Las hijas del Capitán, cuarta novela de la narradora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), dividida en 105 capítulos distribuidos en seis partes, más un “Epílogo”. En la tercera línea de su dedicatoria, María Dueñas, desde el alto, sonoro y panóptico minarete de su prestigio narrativo, proclama ante los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y expoliada aldea global: A todos aquellos a los que la vida empujó a emigrar. Esto no es gratuito, pues a través de los vulnerables y humanizados protagonistas de su obra, centralmente ubicados en territorio neoyorquino en 1936 (antes de que en España estalle la cruenta Guerra Civil), hace un tributo memorioso y anecdótico en torno a las generaciones de trabajadores y soñadores que desde inicios del siglo XX, y fines del XIX, emigraron de Europa a Estados Unidos de América en busca de un prometedor futuro; es decir, del consabido e idealizado american dream, particularmente desde distintas regiones de la Península Ibérica. No obstante, vale destacarlo, no faltan por allí los ejemplares de origen italiano, chino, cubano, puertorriqueño y mexicano. María Dueñas |
Alfonso de Borbón y Battenberg con Edelmira Sampedro y Robato |
El caso es que desde “la primavera de 1935”, Emilio Arenas trabaja de multichambas y comodín en La Valenciana, el variopinto negocio del alicantino Paco Sendra, y recepción y resguardo de la correspondencia de españoles itinerantes, ubicado “en la esquina de Cherry con Catherine”. Es así que una mañana de “principios de noviembre de 1935”, allí en el comedor de La Valenciana, en que el malagueño les sirve “sendos vasos de vino y unas rodajas de butifarra” a Paco Sendra y a un desconocido con acento del norte de España, tras oír la conversación de éste con su patrón, Emilio se quita el mandil y alcanza en la calle al tal Venancio, un envejecido y solitario cántabro, quien por estar a punto de retornar a su añorado terruño, vende los muebles y los enseres de “Una pequeña casa de comidas ubicada en un semisótano cerca ya de la Octava avenida, en los bajos de un vulgar edificio de tres plantas sin lustre ni atractivo aparente. Sin el menor signo externo de nada prometedor.” Emilio, iluso, exhuma sus ahorros y le compra los deteriorados trastos y trebejos al tal Venancio; paga el primer mes de renta y se instala “a vivir en el almacén trasero” de local. Y, patéticamente, a las letras del astroso y desvencijado letrero del que fuera “El Cántabro” sólo se le restan “El Ca...”; así que barajea probables nombres para bautizar el minúsculo changarro y se decide por “El Capitán”, que se convierte en su mote y luego matiza el apodo de sus hijas entre la gente del suburbio de la calle Catorce: “Las hijas del Capitán”.
Las hijas del Capitán, p. 7 |
II de VII
Las hijas de Emilio Arenas viajan a Nueva York en contra de su voluntad y no porque algo las ilusione o entusiasme dando brinquitos y pegando grititos de alegría, sino porque las llevan a la fuerza. Mona, por ejemplo, con tal de “poder quedarse [en Málaga], se buscó en el paseo del Limonar una casa buena para servir como criada con derecho a la habitación.” Y según dice la voz narrativa: “Las broncas fueron monumentales y se oyeron por medio barrio de La Trinidad; tuvieron que intervenir los vecinos del corralón en que vivían, la familia próxima y la lejana, la madre de rodillas ante la imagen del Cautivo en la iglesia medio arrasada desde el 31 —y en última instancia— hasta una pareja de la Guardia Civil. Alertados por un vecino de peso de un potencial desacato a la autoridad paterna, un par de agentes uniformados no las perdió de vista hasta tenerlas a bordo del buque Manuel Arnús en su escala malagueña entre Barcelona y el Nuevo Mundo, puestas a recaudo del capitán médico de la tripulación.”Primera reimpresión en México Mayo de 2018 |
Endeudado y auxiliado por su mujer, pero no por sus peleoneras, egocéntricas y engreídas hijas, que al principio se niegan a mover un brazo y cuyas riñas y gritos lo obligan a volver a dormir sobre un jergón en el almacén del Capitán, Emilio Arenas hace todo lo posible por remozar, arrancar y hacer productivo y conocido el pequeño restaurante. Incluso imprime y reparte volantes e inserta un anuncio en La Prensa, “el único diario en español de la ciudad”, “el diario que cada mañana leía la colonia española e hispana extendida por toda Nueva York”. Pero el negocio da poco, nada o casi nada. Y en la búsqueda de adquirir a bajo precio unos birlados galones de aceite de oliva, un “sábado de finales de marzo” de 1936 se desplaza “al familiar muelle 8 del East River”, porque sabe que el trasatlántico Marqués de Comillas arriba “con el buche lleno de pasajeros y mercancías”. Pero tales son sus preocupaciones y su ensimismamiento, que no oye el estrépito de los contiguos ruidos ni los gritos de advertencia; de modo que una mala “maniobra de estiba” propicia que “una grandiosa red repleta de bultos” se precipite sobre él y le quiebre el cráneo.
III de VII
La instantánea e inesperada muerte de Emilio Arenas trastoca la estancia y las expectativas de Remedios y sus hijas, quienes no tienen un clavo en el bolsillo para solventar el sepelio, las deudas del difunto, las del Capitán y los boletos del regreso a Málaga. Pero para su desconcierto, los gastos de la funeraria, del velatorio y del entierro se resuelven como por arte de birlibirloque, sin que ellas hayan tenido que soltar un solo centavo y sin decir esta boca es mía. Incluso con costosos visos en el “ataúd que parecía como de ministro”, en la ornamentación fúnebre, en el traslado en autos relucientes y en el inaudito entierro en el cementerio de Queens. Es decir, “alguien les había dicho que La Nacional, la Sociedad Española de Beneficencia a la que el padre pertenecía, cubriría los gastos básicos del entierro como afiliado que era, pero lo que el día anterior vieron se les antojó desbordado, ostentosamente excesivo.” Así que ese día en que las tres hermanas devuelven los cacharros de las vecinas que colaboraron con viandas y asistieron a la velación y al entierro, dejan para lo último la asistencia a la “funeraria Hernández”, “casi vecina del Centro Asturiano”, donde el dueño, el puertorriqueño Fidel Hernández, les informa, para su sorpresa, que todo ha sido cubierto por la “Compañía Trasatlántica Española. New York Agency”. Y según les puntualiza: “De haberse tratado de unas exequias comunes, [a Emilio Arenas] lo habríamos enterrado en una parcela colectiva y grabado su nombre al final de una lista de infortunados compatriotas, no habría habido despliegue de detalles estéticos y ustedes tendrían que haber acompañado al féretro en el coche de algún vecino. Recordarán en cambio que el trato y los aditamentos fueron muy distintos y podrán comprobar asimismo que esta factura incluye una lápida de mármol individual de primera calidad pendiente aún de encargo: estoy a la espera de que ustedes me detallen los datos del finado y elijan los ornamentos.”Tal es el bajo nivel cultural y lingüístico de las hermanas Arenas que “No tenían ni la más remota idea de lo que significaba la palabra ornamento, ni se imaginaban que, al mencionar al finado, el propietario del negocio se estaba refiriendo a su pobre padre sepultado bajo el barro.” Pero si librar tales gastos les da cierto alivio, el resultado de las inesperadas visitas, que discretamente con los nudillos tocan la puerta del departamentucho, les causa un desbordante regocijo y alharaca que Remedios tiene que controlar, pues ya se ven regresando a Málaga ipso facto. Es decir, sin buscarlo ni preverlo llegan dos impecables cuarentones que “empezaban a peinar canas y se comportaban con la más exquisita corrección”, y que luego, para ellas, corporifican “el equivalente neoyorkino de la Santísima Trinidad. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con su bondad infinita y su magnanimidad gloriosa”. El principal y la voz cantante es don Santiago Lemos, “agente y máximo responsable de la Compañía Trasatlántica Española en su delegación de Nueva York”, quien “vestía de calle con corbata a rayas y elegante terno gris”; y el otro es “don Enrique Arnaldos, capitán del vapor Marqués de Comillas”, quien lleva “uniforme: chaqueta cruzada azul marino, galones dorados en las hombreras y bocamangas, [y] gorra de plato en la mano.” Además del darles el pésame y de confirmar el pago de los gastos fúnebres por parte de la Compañía Trasatlántica, les entregan “un efectivo de doscientos dólares por familiar dependiente para afrontar otros gastos sobrevenidos por el deceso, así como cuatro pasajes” de primera clase para que retornen a Málaga cuando lo deseen.
Las hijas del Capitán (p. 11) |
A las timoratas e ignorantes Arenas, obviamente, se les corta el entusiasmo en el cogote. Y entre las preguntas y el runrún para despejar las dudas y la confusión sobre lo que deben hacer, la vieja Milagros Couceiro, su vecina gallega, con más de cuarenta años en Manhattan, pese a los ríspidos y groseros roces del principio de la mutua convivencia en el hacinado edificio de la calle Catorce, las lleva a pie a un sitio cercano a La Nacional, precisamente a Casa María, un convento y orfanato femenino operado por monjas, donde sor Lito, su antigua y legendaria comadre, es una peculiar religiosa; es decir, viste sin toca “el hábito de las Siervas de María” y por ello luce “una cabeza de cabello entrecano cortado a trasquilones”; y lo más singular: es una caricaturesca enana que usa botitas de niña y fuma como chacuaco en medio de su desordenada oficina. Pero lo relevante y trascendente es que sor Lito es abogada, “la primera religiosa católica que se sentó en las aulas de la cercana Universidad de Nueva York”. Y como posee una puntillosa y corrosiva labia, y una crítica mirada que sondea y cuestiona la conducta humana y el drenaje y los albañales del entorno neoyorquino, les dice que no acepten ninguna de las dos ofertas. De Fabrizio Mazza, cuya ascendencia, sucios tejemanejes y pestilentes movidas conoce de sobra, les dice que “iría a despellejarlas sin contemplaciones”. Y sobre el representante de la Compañía Trasatlántica les receta con una sarcástica sonrisa: “Lo que el agente de la Trasatlántica ha pretendido básicamente es comprar el silencio de ustedes, nada más. Que no haya demanda, eso es lo que quiere. Que el buen nombre de la ilustre naviera no se manche con ninguna publicidad negativa, que nada trascienda más allá de lo estrictamente necesario. Si en unos días se las quitan a ustedes de en medio y las facturan al otro lado del Atlántico, todos respirarán tranquilos: muerto el perro, se acabó la rabia. You follow me, right?” Así que sor Lito les ofrece representarlas y llevar su caso; y “a modo de honorarios”, les dice, espera quedarse “con la mitad del dinero que les consiga”.
Según dibuja la voz narrativa, el azoro en el rostro de las Arenas “hizo soltar a la viejas amigas”, Milagros y sor Lito, “otra carcajada”.
“—¡Cambien esa cara, por el amor de Dios! —les gritó sor Lito. Después apagó su último cigarrillo en la tierra de la famélica maceta—. Un cincuenta por ciento puede parecerles mucho de entrada, pero ¿cómo creen ustedes que se mantiene esta casa y con qué medios pretenden que atendamos a tanta pobre desgraciada como viene por aquí?”
María Dueñas |
IV de VII
Las Arenas deciden quedarse en Nueva York y dejar la demanda en las manos de sor Lito y por ende acuerdan reabrir El Capitán. Victoria y Remedios laboran allí de tiempo completo; Luz se emplea en la cercana lavandería del matrimonio Irigaray; y Mona sobre todo se ocupa de las compras para abastecer el negocio, luego del único día que sirvió de uniformada camarera en el lujoso piso “en la planta diecisiete del edificio The Majestic”. (Ganó tres volátiles dólares por más de seis horas de trabajo.) Día en que la monárquica y pomposa madrileña “Doña Esperanza Carrera y de la Mata, marquesa de la Vega Real”, organizó un elitista cocktail party para agasajar al primogénito de Alfonso XIII, nada menos que el achacoso y débil ex Príncipe de Asturias y Conde de Covadonga, sin que Mona, dada su tremenda ignorancia y desinformación, se haya percatado de la identidad de tal histórico y legendario personaje (y mucho menos de la antipatía y las explosivas connotaciones políticas e ideológicas que tal identidad suscita entre la mayoritaria comunidad republicana, o prorrepublicana, de sus paisanos inmigrantes de clase humilde y trabajadora), pese a que ya en la avenida, ella intervino espontáneamente, dado el súbito y agresivo acoso de un fotógrafo y un reportero de la chismografía del corazón amarillista, para que el conde, en medio de la insidiosa y violenta escaramuza, no se diera un mortal porrazo contra el asfalto. Y a modo de gratitud, él le dijo ya acomodado en el interior del “elegante Lincoln” manejado por su chofer: “Le quedo infinitamente agradecido; aquí tiene mis coordenadas, por si en algo puedo servirla alguna vez.” Y por ende le obsequió su tarjeta, tachando la dirección francesa y anotando con su real grafía: “St Moritz Hotel”, “New York”. Las hijas del Capitán Detalle de la tercera de forros |
V de VII
Todo indica que el matrimonio Irigaray, de origen vasco, en cuya lavandería trabaja Luz, se percató del talento para el baile y el canto de su empleada, pues son ellos quienes la animan a que se presente al casting para una zarzuela que por las noches se ensayará en La Nacional. “Gracia tienes para parar un tren”, la elogia cantarín don Enrique. “El año pasado representaron La Revoltosa, contó [doña Concha] mientras sacudía una camisa impoluta; el anterior, La rosa del azafrán. Todos los participantes eran meros aficionados, se ensayaba en los locales de La Nacional y después, para el estreno, se alquilaba el teatro San José de la Quinta avenida, y las entradas se agotaban, y no había hablante de español en Nueva York que no acudiera y no aplaudiera a rabiar.” “Para este año tienen en mente Luisa Fernanda”, añade.Al compartirle a su madre que irá a la selección, Remedios, atávica y obtusa, le impone su negativa alegando “el trabajo” y, sobre todo, el luto por la muerte de Emilio Arenas. Y en la gresca a voces, Luz afirma su postura con su aceitada lengua: “¿Sabe lo que le digo, madre? Que trabajo nueve horas al día y con eso ya cumplo con mi parte; si este negocio [El Capitán] no funciona, no es culpa mía. Y, además, si soy capaz de ganarme yo sola un jornal, lo mismo puedo decidir en qué otras cosas gasto el poco tiempo que me sobra.” Y le recalca puntillosa: “¡Decido que no tengo por qué mostrar una pena que no siento!”
Estando las cosas así de tensas, el matrimonio Irigaray, casi sus padrinos, la acompañan al multitudinario casting; y Mona, por su cuenta, va a curiosear casi de manera furtiva. Según relata la voz narrativa:
“Eran más de las diez de la noche cuando a Luz le llegó el turno, para entonces la sala estaba llena de sillas descolocadas, huecos vacíos y caras que rezumaban cansancio y aburrimiento. Tan pronto la vio subir a la tarima, Mona se sacudió la modorra y enderezó la espalda. Ahí estaba su hermana pequeña, ese rabo de lagartija que fue de niña convertida ahora en una espléndida mujer embutida en el vestido de tela barata que Mama Pepa le cosió a mano un par de meses antes de marcharse al otro barrio. Sobre los hombros llevaba un mantoncillo prestado; en los labios, algo de carmín. Lo demás —el talle, la soltura y el brillo que irradiaba— lo traía de natural.
“Arrancó el piano por enésima vez, Luz miró al techo y cogió aire, barrió la sala con los ojos, sonrió segura y empezó a cantar. Y de pronto, todo pareció despertar de una densa somnolencia. Ahí estaba la hija pequeña del desgraciado del Capitán, peleando como una jabata por el papel de la joven Rosita, la que abría Luisa Fernanda con su canto chispeante y desenfadado.
pero yo le he salido pantalonera...
“El salón entero la aplaudió de pie.
“Mona, en cambio, no fue capaz de dar más de tres lentas palmadas: tantos sentimientos se le habían juntado dentro, que se le puso la piel de gallina.”
Las hijas del Capitán (p. 167) |
Luz, obviamente, pasa la prueba y tendrá que decidir “en un par de días, tres a lo sumo”, si se integra (o no) a ese mundillo de la farándula que apenas capta y que Marita Reid les puntualiza: “Se llama espectáculo de variedades ambulante, sweetheart: un poquito de zarzuela como la que estáis ensayando en la Catorce, algo de humor que les haga reír, buenas dosis de folklore, un par de números de guitarra, un galán que recite unos versos bien sentidos, una artista algo descolocada que cante el cuplé con picardía... Y a ti, después de haberte visto hoy, te quiero para que aportes la cuota andaluza ligera, la de la copla y la tonadilla, ya sabéis...”
Las hijas del Capitán (p. 223) |
Ante la negativa de Marita Reid, Mona no se da por vencida en su quimérico empeño y empieza, apoyada por un viejo guitarrista retirado y sobre todo por el jovenzuelo Fidel Hernández (el homónimo hijo del susodicho funerario e imitador de Gardel que fracasara en su intención de ganarse un lugar en El Chico), a organizar un casting en una azotea cercana al edificio de la Catorce, con el objetivo de seleccionar un elenco que se presentará en el inminente estreno del night-club bautizado por ella: Las hijas del Capitán, cuyo acondicionamiento y publicidad también planea y organiza endeudándose por aquí y por allá, apoyada en todo por Fidel, quien además de aportar su imitación de Gardel, pone sus ahorros y contribuye con ideas y tareas. Y es en tal azotea de populoso vecindario donde un desconocido, tras oír y ver la interpretación de Luz, pese a que la adula y celebra, les sorraja al corro su criterio demoledor diciéndoles que “van directos a un fracaso seguro”, que “su estilo tiene muy poco futuro aquí”, porque dizque “todo el mundo está loco” por “la música del Caribe”, que no llegarán “a ningún sitio fuera de los círculos de inmigrantes y de algunos wealthy snobs, algunos ricos que regresan de sus tours por Europa y quieren hacerse los entendidos”. El caso es que mandan al carajo a ese tipejo aguafiestas, quien al despedirse rebuzna su nombre para que lo sepan hasta las piedras de las catacumbas: Franz Kruzan, y dizque es popular “en cualquier tienda de música del Uptown”.
Xavier Cugat y Abbe Lane |
Detalle de Las bodas de Camacho (1929) Grisalla en negro sobre lienzo de Josep Maria Sert, otrora exhibido en el Sert Room del hotel Waldorf Astoria. |
Rita Hayworth y Xavier Cugat |
Las hijas del Capitán Detalle de la tercera de forros |
VI de VII
Sin revelar el discurrir de la obra y su desenlace, ni todos los vericuetos y entresijos de la novela Las hijas del Capitán, ni el total de sus personajes (con sus correspondientes peculiaridades y anécdotas) ni sus varias líneas de paulatino y dosificado suspense, se observa que Victoria, la mayor de las Arenas, es la que única que opta por ajustar el destino de su infausta vida con los romos prejuicios y anacrónicos atavismos de su inculta, iracunda, supersticiosa, broncuda, cretina, egocéntrica, castrante, lenguaraz y viperina madre, quien piensa que el subway, las bombillas eléctricas y los timbres eléctricos son cosa del demonio, y que “un varón siempre da buena sombra por malo que sea” y que lo ideal para sus hijas, que llama “niñas” o “chicas”, son “hombres que les saquen un puñado años”. Pues como para complacerla y darle “a la familia un poco de seguridad”, Victoria, pese a que no siente amor ni está enamorada, acepta casarse con el viudo Luciano Barona, el cincuentón y ambulante vendedor de tabaco, con una pequeña casa en Brooklyn, que empieza por volverse asiduo del restaurancito. Pero el día de la boda, al presentarse Chano, el homónimo hijo del tabaquero, un joven y musculoso ex boxeador, brota entre éste y Victoria una recíproca, soterrada y candente atracción erótica que enturbia su equilibrio mental, y luego la intimidad y fidelidad de su matrimonio.
VII de VII
Vale concluir la fragmentaria nota apuntando que las ambiciones, la vileza y la malicia del abogado Fabrizio Mazza son tales, que no ceja en acosar a las Arenas para dizque representarlas en la demanda contra la Compañía Trasatlántica, ni por descarrilar y arrebatarle el caso a sor Lito. Por ejemplo, en complicidad con su sobrino Tomasso, quien con fuerza la sube a un auto, secuestra por unas horas a Mona e intenta manosearla. (La dejan abandonada en un solitario muelle cercano al Puente de Brooklyn, “donde un cuerpo podía quedar tirado como un bulto hasta la mañana siguiente”.) En El Capitán, Fabrizio Mazza está a punto de golpear a Victoria, pero las rudas manazas y el puñetazo del tabaquero Luciano Barona lo frustran. Hace que un par de mozalbetes empujen a la liliputiense monja por las escaleras del subway, maltrato que parece haber incidido en el extraño dolor en un costado que va minando su salud, bienestar y optimismo, a tal punto que, antes de fallecer, traspasa la representación de las Arenas a un abogado traicionero y sin escrúpulos que, que sin que la religiosa y ellas lo sepan, le vende el archivo y la representación a Fabrizio Mazza. La madrugada del “viernes 26 de junio de 1936”, el esperado y soñado día en que iba a efectuarse la inauguración del minúsculo night-club Las hijas del Capitán, hace que sus matones lo hagan trizas, por fuera y por dentro. Y cuando, sin que las Arenas lo sepan, Luciano Barona, con su atado de tabacos, va a pie hasta su oficina en el barrio italiano para reclamarle el artero y delincuencial hecho, Fabrizio Mazza lo mata de tres balazos a quemarropa. Y ya en la madrugada, los mismos matones que destruyeron el nonato night-club, arrojan el cadáver, enrollado en una manta, a una fuente inmediata al edificio. Las hijas del Capitán, p. 450 |
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