Una actitud cómoda y egoísta
I de VII
En 1995, en Zúrich, a
través de Diogenes Verlag, el escritor alemán Bernhard Schlink (Bielefeld,
julio 6 de 1944) publicó en su idioma su novela más célebre: El lector, cuya traducción al español
de Joan Parra Contreras fue editada por primera vez en 1997, en Barcelona, por
Anagrama. Según pregona esta editorial en la segunda de forros de la Edición
Limitada del año 2000, desde el inicio fue recibida “como un gran
acontecimiento literario tanto en Alemania como en sus 30 traducciones y se
convirtió en un extraordinario best
seller internacional, un clásico moderno. Fue galardonada con diversos premios,
como el Hans Fallada, el Welt de literatura, el Ehrengabe de la Sociedad
Heinrich Heine, así como el Grinzane Cavour en Italia y el Laure Bataillon en
Francia.” Rimbombantes reconocimientos a los que se suma The Reader (2008), la sugestiva y poderosa variante cinematográfica
en inglés basada en la novela, con guion de David Hare y un estupendo elenco
dirigido por Stephen Daldry.
II de VII
La novela El lector comprende tres partes, cada
una dispuesta en una serie de numerados capítulos breves y ligeros. Se trata de
las reflexivas memorias autobiográficas de Michael Berg en torno a la controvertida
personalidad de Hanna Schmitz, una mujer a la que conoció de un modo imprevisto
cuando él tenía 15 años y ella 36, y con la que vivió un tórrido anecdotario
erótico y un traumático y trascendental romance que duró menos de medio año,
súbitamente interrumpido en el verano de 1959. Tal lapso se precisa en la obra
porque al inicio de la declaración de ella durante el juicio que la juzga por
sus crímenes nazis y que la condena a cadena perpetua a fines de junio de 1966,
ella declara tener 43 años y haber nacido “el 22 de octubre de 1922” en
“Hermannstadt, actualmente Sibiu, Rumania,” y haber “trabajado en la empresa
Siemens en Berlín” (un conglomerado industrial tácita e implícitamente al
servicio del Tercer Reich) e “ingresado en las SS en 1943”, para las que sirvió
y laboró como guardiana en dos campos de concentración: “hasta la primavera de
1944 en Auschwitz y hasta el invierno siguiente en un campo más pequeño, cerca
de Cracovia”, donde había “una fábrica de munición”, y a donde “Cada mes
llegaban de Auschwitz unas sesenta mujeres, y debían enviarse de vuelta otras
tantas [directo a la cámara de gas y al crematorio], descontando las que
hubieran muerto”. Y por ello Hanna Schmitz estaba entre las guardianas cuando
los mandos nazis ordenaron desmantelar y abandonar el campo y marchar a pie
hacia el oeste custodiando a las presas. Trote
o marcha de la muerte en la que los militares y las guardianas conducían en
fila india a un total de unas mil
doscientas famélicas y harapientas judías endeblemente calzadas, de las que
Al cabo de una semana habían muerto casi
la mitad: por el hambre, por el cansancio, o por el frío de las bajas de
temperaturas y de la nieve; y los varios
centenares restantes murieron encerradas en la iglesia de un anónimo pueblo
cuando se suscitó un incendio provocado por un bombardeo nocturno que atacó la aguja del campanario, cuyo fuego se
propagó, al interior de la nave, al caer sobre la techumbre de tejas del
recinto. Según los testimonios, los militares nazis se fugaron durante la noche
(bajo la excusa de “llevar a los heridos a un hospital de campaña”) y las cinco
guardianas enjuiciadas, ya solas, pudieron abrir las puertas y evitar que todas
esas judías encerradas murieran bajo la acción destructiva de las llamas y del
humo; pero no chistaron ni movieron un dedo.
Edición Limitada, Editorial Anagrama Barcelona, 2000 |
Según consigna Michael Berg, “Se suponía que ninguna de las prisioneras había sobrevivido al bombardeo nocturno. Pero en realidad había dos supervivientes, madre e hija”, quienes sobrevivieron ocultas en lo alto de la tribuna próxima a las vigas. “La tribuna era estrecha, tanto que las vigas incendiadas apenas la rozaron al caer. La madre y la hija se quedaron acurrucadas contra la pared, viendo y oyendo las llamas. Al día siguiente no se atrevieron a bajar ni a salir de la iglesia. Por la noche tampoco, pues temían perder pie al bajar por la escalera o extraviarse en la oscuridad. Al amanecer del día siguiente, cuando salieron de la iglesia, se encontraron con unos cuantos aldeanos que, pasmados y mudos de asombro, les dieron ropa y comida y las dejaron marchar.” Y esa “hija había escrito [en inglés] y publicado en Estados Unidos un libro sobre el campo de concentración y la marcha hacia el oeste.” Mismo que los participantes en el juicio leyeron en alemán (menos Hanna Schmitz), cuando tal traducción aún no había sido publicada en Alemania. En este sentido, “Los testigos más importantes eran la hija, que había venido a Alemania para el juicio, y la madre, que se había quedado en Israel.” Así que “Para tomar declaración a la madre, los miembros del tribunal, los fiscales y los defensores viajaron a Israel”. Allí estuvieron dos semanas de junio. “La toma de declaración les ocupó sólo unos pocos días, pero el juez y los fiscales quisieron unir lo judicial con lo turístico, y se dieron una vuelta por Jerusalén, Tel-Aviv, el Néguev y el Mar Rojo. Sin duda, no había nada que objetar desde el punto de vista legal, laboral y económico. Pero aun así me pareció fuera de lugar.” Acota Michael Berg; quien como estudiante de derecho y alumno del “seminario de Auschwitz”, asistió, de lunes a jueves, a todas las sesiones del juicio, con excepción de esa única parte. Paréntesis que él aprovechó para ver en persona un campo de concentración. Y puesto que para ingresar a Auschwitz había que conseguir un visado y esperar semanas, se fue de aventón a Alsacia, donde observó los museográficos vestigios del “Campo de concentración Struthof-Natzweiler”; en cuya ruta por carretera lo lleva un camionero bebedor de cerveza y luego un tipo que conducía un Mercedes con guantes blancos, quien, con su acento extranjero, le relata una espeluznante anécdota en torno a una foto de una matanza de judíos en una cantera en Rusia. (“Los judíos esperan en fila, desnudos; algunos están al borde de una fosa, y los soldados se les acercan por detrás y les disparan en la nuca con el fusil.”) Cuyas menudencias lo proyectan, al parecer, en el deshumanizado y rutinario oficio de verdugo e indiferente oficial que daba las órdenes, cumpliendo con su aburrida chamba —“sentado en un hueco de la pared, con las piernas colgando en el aire y fumándose un cigarrillo”—, antes de irse a casa a descansar sin remordimientos.
Campo de concentración Natzweiler- Struthof |
A los 18 años de su condena en una cárcel modélica, Hanna Schmitz obtuvo el indulto. O sea: estuvo presa entre 1966 y 1984 (entre sus 43 y 60 años de edad). Y si bien se ahorcó al amanecer del día que saldría en libertad, Michael Berg evoca todo aquello, por escrito, diez años después. O sea: en 1994; de ahí el remanente y la perspectiva temporal con que en un pasaje sopesa y mira el pasado histórico en el contexto en que en un perpetuo continuum se revisa, revisita, divulga y explota hasta la saciedad (y con hartos dividendos) el tópico del Holocausto y del Tercer Reich inmerso en las pesadillas del homo sapiens y en el imaginario colectivo (de la recalentada) aldea global, pese a que su idiosincrasia y a que sus parámetros mentales son muy germanos y localistas:
Entrada a Auschwitz con la frase: El trabajo hace libre |
“Hoy, cuando pienso en aquellos años, me doy cuenta de lo escasa que era la carga visual, de lo escasas que eran las imágenes que documentaban la vida y la muerte (o, mejor dicho, el asesinato) en los campos de exterminio. De Auschwitz conocíamos la puerta principal, con la famosa inscripción ‘El trabajo os hará libres’, las literas de madera, los montones de pelo, gafas y maletas; de Birkenau, el edificio de la entrada, con su torre, sus dependencias laterales y el hueco para que pasaran los trenes; y de Bergen-Belsen, las montañas de cadáveres que los aliados encontraron y fotografiaron cuando liberaron el campo. Conocíamos algunos relatos de prisioneros, pero muchos de ellos salieron a la luz poco después de acabada la guerra y no volvieron a ser publicados hasta los años ochenta, pues durante mucho tiempo no interesaron a las editoriales. Hoy en día hay tantos libros y películas sobre el tema, que el mundo de los campos de exterminio forma ya parte del imaginario colectivo que complementa el mundo real. Nuestra fantasía está acostumbrada a internarse en él, y desde la serie de televisión Holocausto [1973] y películas como La decisión de Sophie [1982] y especialmente La lista de Schindler [1993], no sólo se mueve en su interior, no se limita a percibir, sino que ha empezado a añadir y decorar por su cuenta. Por aquel entonces la fantasía apenas se movía; teníamos la sensación de que la conmoción que había producido el mundo de los campos de exterminio no era compatible con la fantasía. La imaginación se limitaba a contemplar una y otra vez las pocas imágenes que le habían proporcionado las fotografías de los aliados y los relatos de los prisioneros, hasta que se convirtieron en tópicos fosilizados.”
Campo de concentración de Bergen-Belsen (abril de 1945) Foto: George Rodger |
III de VII
En 1959 —en una anónima
ciudad del suroeste de Alemania Occidental (de cuyo nombre el memorioso no
quiso acordarse)—, a sus 15 años (cumplidos en junio del año anterior) el chaval
Michael Berg vivía en el departamento familiar (“el segundo piso de una
espaciosa casa de finales del siglo pasado, en la Blumenstrasse”), donde
confluían su hermano mayor, sus dos hermanas, su madre y su padre, catedrático
de filosofía en la universidad, autor de un libro sobre Kant y otro sobre Hegel;
quien durante el Tercer Reich perdió su “puesto de profesor universitario al
anunciar un curso sobre Spinoza, por tratarse de un filósofo judío, y que
durante la guerra se había mantenido a flote a sí mismo y a toda la familia
trabajando en una editorial de mapas y guías para excursionistas”.
Un lunes de octubre
del 58, de regreso del colegio, Michel Berg se puso a vomitar al pie del portón
de una casona en la Bahnhofstrasse. La mujer que lo auxilió y luego lo acompañó
a pie hasta su casa (“La Bahnhofstrasse está cerca de la Blumenstrasse”)
resultó ser Frau Schmitz, quien vivía en un minúsculo y modesto apartamento en
el tercer piso de esa vetusta casona que es un populoso vecindario, donde
incluso hay una carpintería. Pero esto sólo lo supo hasta un día de finales de febrero del 59, luego de recuperarse de la hepatitis
e ir a agradecerle su auxilio con un ramo de flores.
Fotograma de The Reader (2008) |
En la candente relación erótica, Hanna Schmitz, obsesionada con la limpieza y la disciplina, juega un papel mandón y dominante y lleva la batuta en todo: es ella la que impone la voz y las reglas (nunca debe abordarla durante su trabajo en el tranvía) y el orden de los encuentros lascivos, placenteros y clandestinos: baño, lectura, sexo, y holgazanear en la cama. Porque Michael Berg descubrió que a Hanna le entusiasma y embelesa que él le lea en voz alta y es algo que le antepone; del mismo modo que también le antepuso ponerse a estudiar para aprobar el sexto del bachillerato, a punto de perderlo por haber faltado durante su convalecencia. Y esto se lo dijo enfática y colérica: “Fuera —dijo retirando el edredón— Fuera de mi cama. Y no vuelvas hasta que te pongas a estudiar. ¿Dices que ir al colegio es para imbéciles? ¿Para imbéciles? ¡Pero qué sabrás tú! ¿Tú sabes lo que es pasarse el día vendiendo billetes de tranvía?” Y para que le quede claro la mediocridad del día a día de esa labor y lo que le espera si abandona los estudios, hace una pantomima:
The Reader (2008) |
“Se puso de pie, desnuda en medio de la cocina y empezó a hacer de revisora. Abrió con la mano izquierda la carterita en la que llevaba los talonarios de billetes, arrancó dos billetes con el dedo pulgar de la misma mano —enfundado en un dedal de goma—, balanceó la mano derecha para agarrar la perforadora que le colgaba de la muñeca y la pulsó dos veces.
“—Dos a Rohrbach.
“Soltó la perforadora, extendió la mano, cogió unas monedas, abrió el monedero que llevaba colgado sobre el vientre, metió las monedas dentro, cerró el monedero y devolvió el cambio sacándolo del distribuidor de monedas fijado al monedero.
“—Billetes
por favor.
“Me
miró.
“—¿Para
imbéciles? No tienes ni idea.”
No
obstante, mientras ese ardiente y tormentoso vínculo erótico y afectivo dura
hasta finales de junio, Michael Berg no descubre que Hanna Schmitz es
analfabeta. Y pese a que esa minusvalía intelectual y cognoscitiva dificulta la
movilidad por las calles y las posibilidades de empleo y el ascenso laboral,
puede trabajar de uniformada revisora del tranvía e incluso ir al cine, aunque
nunca fueron juntos porque ella no quiso ir con él. Según reporta: “A veces
hablábamos de películas que habíamos visto los dos. En cuestión de cine,
parecía tener los gustos más variopintos: veía toda clase se películas, desde
bélicas o folklóricas alemanas hasta la nouvelle
vague, pasando por las del Oeste. A mí lo que me gustaba era todo lo que
venía de Hollywood, fueran películas de romanos o de vaqueros. Había una del
Oeste que nos gustaba especialmente; salía Richard Widmark en el papel de un
sheriff que debe afrontar un duelo que no tiene ninguna posibilidad de ganar;
al anochecer llama a la puerta de Dorothy Malone, que le ha aconsejado huir,
aunque él no le ha hecho caso. Ella abre la puerta. ‘¿Qué quieres? ¿Toda tu
vida en una noche?’ A veces, cuando yo llegaba rebosante de deseo, Hanna se
burlaba de mí: ‘¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una hora?’”
Vale observar, entre paréntesis, que sin duda se trata de Warlock (1959), western titulado en español El hombre de las pistolas de oro, en el que actúan Richard Widmark (Johnny Gannon) y Dorothy Malone (Lily Dollar); no obstante, la anécdota fílmica no es exactamente así como la evoca Michael Berg.
Fotograma de The Reader (2008) |
Y más aún: no lo detecta en abril, cuando una semana después de Pascua, a partir del Domingo de Resurrección, hacen un recorrido de cuatro días en bicicleta por “Wimpfen, Amorbach y Miltenberg”, tres pueblos circunvecinos de la llanura del Rin y de la Selva del Oden, haciéndose pasar por madre e hijo. Según evoca Michael Berg: “Hanna no sólo dejaba en mis manos la tarea de elegir la dirección y la carretera; también me encargaba yo de buscar alojamiento para pasar la noche, de registrarnos como madre e hijo en los formularios, que ella se limitaba a firmar, y de escoger en el menú la comida no sólo para mí, sino también para ella.” ¿Y cómo? Si no sabía ni leer ni escribir.
IV de VII
Cuando Michael Berg
egresó de la carrera de
Guardianas nazis enjuiciadas |
No obstante, sí sintió algo mucho más que la sorpresa y el desconcierto, el hielo en las venas, y el autoinculpatorio devaneo moral y leguleyo, cuyo meollo se agudiza cuando a través de las declaraciones infiere que Hanna Schmitz era y es analfabeta. Es decir, que por esa vergüenza, para ella sumamente vergonzosa, intrínseca e intolerable, súbitamente renunció a su puesto de revisora de tranvías (quince días antes el responsable del departamento de personal de la compañía tranviaria le había ofrecido hacer un cursillo para ascender a conductora; y por ello también renunció, deduce, al “ascenso en Siemens y se convirtió en guardiana de campo de concentración”), cerró el contrato de renta del minúsculo departamento amueblado donde vivía, y se largó sin decirle a él nada: ni mu ni pío, ni good bye, baby. Quien por entonces se culpaba de haberla traicionado por no revelarla y mostrarla ante sus amigos y amigas de la adolescencia y de la piscina veraniega; más aún porque el último día que la vio él estaba en la alberca con el grupo y sólo la miró y se puso de pie sin atreverse tan siquiera a saludarla. Según evoca, Hanna “Estaba a unos veinte o treinta metros, con pantalones cortos y una blusa desabrochada, anudada en la cintura, y me miraba. Yo la miré a ella. A aquella distancia no pude interpretar la expresión de su cara. En vez de levantarme de un salto y correr hacia ella, me quedé quieto preguntándome qué hacía ella en la piscina, si acaso quería que yo la viera, que nos vieran juntos, si quería yo que nos viesen juntos. Nunca nos habíamos encontrado casualmente y no sabía qué hacer. Y entonces me puse de pie. En el breve instante en que aparté la vista de ella al levantarme, Hanna se fue.
“Hanna con pantalones cortos y blusa anudada a la
cintura, mirándome con una cara que no consigo interpretar: otra imagen que me
ha quedado de ella.”
Pero el intríngulis, para él, más íntimo y trascendente
de la oculta condición de analfabeta de Hanna Schmitz se le desvela en el
juicio, cuando, confabuladas contra ella las otras guardianas y sus abogados
defensores (belicosos ex nazis) la acusan de tener favoritas entre las presas,
de apapacharlas por un tiempo, y luego destinarlas con frialdad entre las 60
mujeres que regresarían a morir en Auschwitz. Acusación que incita a que la
hija sobreviviente, ya instalada entre el público, se ponga de pie y desde allí
amplíe su declaración:
Guardianas nazis |
“—Sí, tenía favoritas, siempre alguna de las más jóvenes, alguna chica débil y delicada. Las ponía bajo su protección y se encargaba de que no tuvieran que trabajar [en ese campo las mujeres no eran obreras en la fábrica de munición, sino que se dedicaban a la reconstrucción de la nave], las alojaba en sitios más cómodos y las alimentaba y las mimaba, y por la noche se las llevaba a su habitación. Les tenía prohibido contar lo que hacían con ella por la noche, y todas pensábamos que... Estábamos convencidas de que se divertía con ellas y luego cuando se cansaba, las metía en el siguiente envío. Pero no era así; un día una de las chicas habló, y nos enteramos de que sólo las obligaba a leerle libros, noche tras noche. No era tan malo como nos lo habíamos imaginado... Y también eran mejor que tenerlas en la obra trabajando hasta reventar, debí de pensar que era mejor, si no no se me habría olvidado tan fácilmente. Pero ahora me pregunto si de verdad era mejor.
“Y se
sentó.
“Entonces Hanna se volvió y me miró. Su mirada me
localizó de inmediato, y comprendí que ella había sabido todo el tiempo que yo
estaba allí. Se limitó a mirarme. Su cara no pedía nada. Se mostraba, eso era
todo. Me di cuenta de lo tensa y agotada que estaba. Tenía ojeras, y las
mejillas cruzadas de arriba abajo por una arruga que yo no conocía, que aún no
era honda, pero ya la marcaba como una cicatriz. Al verme enrojecer, apartó la
mirada y volvió a fijarla en el tribunal.”
Pero entre
lo que Michael Berg cavila y sopesa sobre esa escena, aletea lo que supone debió preguntarle a Hanna
Schmitz su abogado defensor y que transluce el probable, subyacente y minúsculo
grumo humanitario de la servil, disciplinada, limpísima y obediente guardiana,
quien para oír y acatar la sentencia final portó un impecable atavío (quizá de
revisora de tranvía) que recuerda o semeja el uniforme de una fiel, gruñona y
severa celadora nazi:
Guardianas nazis luego de su arresto (abril de 1945) |
“Pregúntele si escogía a las chicas más débiles y delicadas porque sabía que no resistirían el trabajo en la obra y de todos modos iban a volver a Auschwitz en el siguiente envío, y ella quería hacerles más grato el último mes de su vida. Díselo, Hanna. Diles que por eso escogías precisamente a las más delicadas y débiles. Que no había otro motivo ni podría haberlo.
“Pero el abogado no preguntó nada, y Hanna también
calló.”
Y no dijo una sola palabra porque el obtuso e inveterado
prejuicio existencial de Hanna Schmitz es ocultar su analfabetismo a toda costa
y al precio que sea, ya sea como sádica operadora en el sanguinario genocidio
sistémico, supremacista, xenofóbico, paramilitar y militar del Tercer Reich, o
confinada en una cárcel por el resto de sus días. Tal es así que cuando en el
rifirrafe y en la virulencia del juicio es señalada y acusada de ser la
guardiana que decidía, la que mandaba,
la que tenía la sartén por el mango,
y la única que escribía los reportes y, por ello, de ser la única que redactó
el informe sobre lo sucedido en la matanza de las judías durante el incendio en
la iglesia, para eludir que el análisis de un grafólogo revele su analfabetismo
y por ende la exhiban y pongan en ridículo en ese canibalesco círculo
concéntrico (solitario punto central del
círculo solitario), ella asume la responsabilidad y la culpa de todo: “No
hace falta que llamen a ningún experto. Confieso que el informe lo escribí yo.”
Dando por resultado que las otras guardianas fueran condenadas a penas menores
y ella a perpetuidad.
Evoca Michael Berg que
“Cuando estaba trabajando en la tesina, murió el catedrático que había organizado
el seminario de Auschwitz.” Y fue al sepelio, pese a que no le gustan los
entierros y a que, dice, “aquel profesor y yo nunca nos habíamos entendido muy
bien”. Y se casó con Gertrude, una condiscípula de la carrera de derecho de su
generación, porque ella se quedó embarazada cuando ambos estaban haciendo las prácticas. Y se
divorciaron, dice, “sin amarguras”, cuando su hija Julia cumplió cinco años. Y
según revela: “Nunca conseguí dejar de comparar lo que sentía cuando estaba con
Gertrude con lo que sentía con Hanna, y una y otra vez, cuando andábamos
cogidos del brazo, me asaltaba la sensación de que algo fallaba, concretamente
en ella: no tenía el tacto ni las vibraciones adecuadas, ni el olor ni el sabor
adecuado. Pensaba que con el tiempo se me pasaría. Sinceramente, lo esperaba.
Quería librarme de Hanna. Pero esa sensación de que algo fallaba no desparecía.”
Fotograma de The Reader (2008) |
Y no despareció ni logró librarse de Hanna Schmitz. Nunca. Cuando recién se fue y la buscaba por todas partes, elegía y abría un libro preguntándose “si sería una buena lectura para Hanna”. Y luego, según dice: “Acabé reconociendo que, para poder sentirme a gusto al lado de una mujer, necesitaba que tuviera un tacto y unas vibraciones un poco como los de Hanna, que su olor y su sabor se parecieran a los de Hanna. Y empecé a hablarles de ella a otras mujeres.” E incluso les habló de sí mismo hasta que se le agotó el regusto de ser escuchado y comprendido.
Fotograma de The Reader (2008) |
En este sentido, Hanna Schmitz siguió estando en él entre ceja y ceja, en sueños, pesadillas y divagaciones. Resulta consecuente entonces, para él, que averiguara la dirección de la cárcel donde Hanna Schmitz cumplía su condena, con el objetivo de enviarle un aparato reproductor de casetes para que ella oyera su voz leyéndole una serie de libros. (No narra si sólo leía y grababa con ciertas inflexiones o hacía lecturas dramatizadas impostando voces.) Tarea que hizo durante diez años: entre 1974 y 1984. O sea: a partir del octavo año de su condena, hasta el decimoctavo, que fue cuando obtuvo el indulto. Pero ella se ahorcó.
Fotograma de The Reader (2008) |
Según reporta, en una libreta llevó un registro de los libros que le leía en voz alta y le enviaba grabados: “En conjunto, los títulos en la libreta encajan en el sólido candor de los gustos de la burguesía culta. Tampoco recuerdo haberme planteado nunca ir más allá de Kafka, Max Frisch, Uwe Johnson, Ingebor Bachmann y Siegfried Lenz; nunca grabé literatura experimental, esa literatura en la que no soy capaz de identificar una historia y no me gusta ninguno de los personajes. Para mí estaba claro que con lo que experimenta la literatura experimental es con el lector, y eso era algo que Hanna y yo podíamos prescindir perfectamente.”
Pero
además, dice que también le envió grabaciones de textos escritos por él; con lo
cual narra que, además de investigador de “la historia del Derecho”, se hizo
escritor. Y más aún: que en el epicentro del proceso creativo y del punto
final, listo para enviar el manuscrito a
la editorial, siempre estaba Hanna Schmitz:
Bernhard Schlink |
“Cuando empecé a escribir yo, le leía también cosas mías. Esperaba hasta haber dictado el manuscrito y revisado la versión escrita a máquina, hasta que tenía la sensación de que aquello ya estaba acabado. Al leer en voz alta sabía si conseguía el efecto deseado. Si no lo conseguía, podía revisarlo todo y volver a grabar encima de lo que ya estaba grabado. Pero no me gustaba hacerlo. Quería cerrar el círculo de la grabación. Hanna se convertía en la entidad para la que ponía en juego todas mis fuerzas, toda mi creatividad, toda mi fantasía crítica. Luego podía enviar el manuscrito a la editorial.”
No
obstante, Michael Berg no se propuso establecer con Hanna Schmitz un vínculo
recíproco, más personal, afectivo e íntimo. Pues además de que nunca la visitó motu proprio, nunca le escribió ni le
leyó grabada una sola carta escrita por él. Según dice sobre su particular y
antepuesta ley del hielo: “No hacía
ningún comentario personal en las cintas; ni le preguntaba a Hanna cómo le iban
las cosas, ni le contaba cómo me iban a mí. Leía el título, el nombre del autor
y el texto. Cuando se acababa el texto, esperaba un momento, cerraba el libro y
pulsaba la tecla de parada.” Es decir, asumió una actitud cómoda y egoísta, cuyo egocentrismo él mismo
puntualiza: “Le había reservado a Hanna un rincón, un rincón que para mí era
importante, que me aportaba algo y por el que estaba dispuesto a hacer algo,
pero no a concederle un lugar en mi vida.”
Incluso
no quebrantó su ley del hielo cuando
al cuarto año de enviarle los audiolibros con su voz, Hanna Schmitz le remitió
un mensaje redactado por ella misma, indicio de que ya ha aprendido a escribir,
y donde lo llama con el cariñoso apelativo con que se dirigía a él cuando tenía
15 años y vivieron su tórrido romance: “La última historia me ha gustado mucho,
chiquillo. Gracias. Hanna.”
Michael
Berg atesoró cada uno de los mensajes que Hanna Schmitz le escribió y envió
durante seis años y fue observando la evolución de su escritura: “Tengo
guardados todos sus saludos por escrito. La escritura va cambiando. Empieza
forzando a las letras a alinearse todas en la misma dirección oblicua y a adoptar
la altura y anchura correctas. Una vez conseguido eso, se hace más ligera y más
segura. Nunca suelta. Pero adquiere algo de la severa belleza propia de la
letra de los ancianos que han escrito poco en su vida.” Y entre las líneas que
comenta de Hanna, antologa algunos elogios literarios y ciertas pullas (cuchillos sin hoja a los que les falta el
mango, diría Lichtenberg): “Sus observaciones sobre literatura eran a menudo
asombrosamente acertadas. ‘Schnitzler es perro ladrador y poco mordedor, y
Stefan Zweig lleva el rabo entre las patas’, o ‘Keller lo que necesita es una
mujer’, o ‘Las poesías de Goethe son como pequeñas estampas enmarcadas en oro’,
o ‘Estoy segura que Lenz escribe a máquina’.”
Esa rutina, cómoda y egoísta, de sólo enviarle los audiolibros
con su voz tiene visos de interrumpirse cuando la directora de la prisión le
escribe una carta donde le anuncia que Hanna Schmitz, el año próximo, saldrá en
libertad “después de una estancia de dieciocho años en nuestra institución”. Y
en resumidas cuentas le solicita que apoye y guíe a Hanna al salir de la cárcel,
no sólo en lo que concierne a una vivienda, a un trabajo y al ocio. Pero además
le dice: “ahora es imprescindible que venga usted a verla antes de que recupere
la libertad. Le ruego que en tal caso no deje de pasar por mi despacho.” Sin
embargo, si bien Michael Berg le buscó y amuebló una casita, le encontró
trabajo con un sastre griego, y planeó para ella algunas actividades
recreativas y culturales, pasó el año y no visitó la prisión. Y sólo fue hasta
que la directora le habló por teléfono y le dijo que “Hanna iba a salir en una
semana.”
Así que el domingo siguiente, Michael Berg fue a la
cárcel. Y ya en el interior, la vio sentada, a la sombra de un castaño, en uno de los bancos del jardín con
árboles y césped, bastante concurrido:
“¿Hanna?
¿La mujer del banco era Hanna? Pelo blanco, hondos surcos verticales en la
frente, en las mejillas, alrededor de la boca, y un cuerpo pesado. Llevaba un
vestido azul celeste que le venía pequeño y le marcaba el pecho, el vientre y
los muslos. Tenía las manos en el regazo, sosteniendo un libro. No lo leía.
Miraba por encima de la montura de sus gafas de lectura a una mujer que echaba
migajas de pan a los gorriones. Luego se dio cuenta de que la miraba y giró la
cara hacia mí.
“Vi la emoción en su rostro, lo vi resplandecer de
alegría al reconocerme, vi sus ojos tantear toda mi cara. Y cuando me acerqué
los vi buscar, preguntar, y enseguida volverse inseguros y tristes, hasta que
se apagó el resplandor. Cuando llegué junto a ella, me sonrió con amabilidad,
pero con gesto cansado.
“—Te has hecho mayor, chiquillo.
“Me senté a su lado y ella me cogió la mano.”
Y luego de evocar (en un intercalado pasaje) las
menudencias eróticas y lascivas del olor y los efluvios odoríficos que de ella
le fascinaban cuando él era el chaval quinceañero en ebullición, dice del aroma
a viejecita que percibe: “Ahora, sentado junto a Hanna, olí a una anciana. No
sé de dónde sale ese olor que conozco de las abuelas y las tías entradas en
años, y que flota como una maldición en las habitaciones y los pasillos de los
asilos. Hanna era demasiado joven para aquel olor.” Quizá, pero el próximo 21
de octubre de 1984 hubiera cumplido 61 años.
Ese breve y melancólico encuentro y parco diálogo
concluye con el acuerdo de ir por ella “la semana que viene”, “sin hacer
ruido”. Y según dice él: “La abracé, pero fue como abrazar algo inanimado.” Así
que un día antes de pasar por Hanna, Michael Berg le habla por teléfono para
saber qué le apetece hacer mañana:
“¿Quieres que te lleve a casa directamente o prefieres ir a dar un paseo por el
bosque o por la orilla del río?” Ella le responde con su voz aún juvenil: “Me lo pensaré.” Pero nada grato ocurrió.
“A la mañana siguiente, Hanna estaba muerta. Se había ahorcado al amanecer.”
El mazazo de su muerte
fue lo que recibió a Michael Berg al ir a recogerla a la cárcel. Entre el
conjunto de recriminaciones, testimonios y preguntas que le formula la
directora del penal, le echa en cara, como un balde de agua hirviendo, que
nunca le escribió una carta: “Tenía ganas de que usted le escribiera... Sólo
recibía correspondencia de usted, y cuando repartían el correo preguntaba: ‘¿No
hay carta para mí?’, y le aseguro que no se refería al habitual paquete de
cintas. ¿Por qué no le escribió nunca?”
Michael Berg, sin contestarle, aguantándose el llanto y haciendo
de tripas corazón, le pide ver el cadáver y la directora se lo muestra en la
enfermería. Pero también le resume el declive anímico y físico de Hanna y su tiempo
en esa cárcel, donde vivió una especie de mediodía de aprecio entre las presas:
“Con las otras mujeres era amable pero distante, y ellas le tenían mucho respeto.
Es más, tenía autoridad, le pedían consejo cuando había problemas, y cuando
había alguna disputa ella intervenía y todas decían amén. Hasta que hace unos
años empezó a abandonarse.” También le dice que trabajaba en la sala de costura
y que “hizo una vez una huelga de brazos caídos hasta que se retiró el proyecto
de reducir el presupuesto de la biblioteca”. Y que “solía prestarle cintas al
servicio de ayuda a los internos invidentes”. Y esto se lo dice cuando lo ha
llevado a observar las minucias personales de la celda donde Hanna dormía, oía
los casetes, tomaba café o té, y donde aprendió a leer y a escribir
auxiliándose con las cintas que él le enviaba, cuyo método de autoaprendizaje
le resume; bastante rápido e inverosímil, por cierto, —pero es una novela—.
Proceso en el que la directora la apoyó con la reparación del reproductor de
casetes, cuando se averiaba, y con un
libro de caligrafía. Y al mirar los recortes de frases e imágenes con que
Hanna decoró su estrecho hábitat, Michael Berg dice: “En una foto recortada de
un periódico aparecían un hombre mayor y otro más joven, vestidos de oscuro,
dándose la mano, y en el joven, que hacía una reverencia ante el mayor, me reconocí
a mí mismo. Acababa de terminar el bachillerato, y la foto era de la ceremonia
correspondiente, en la que el director me entregó un premio. Fue bastante
después de que Hanna se marchara de la ciudad. ¿Podía ser que ella, la
analfabeta, estuviera suscrita al periódico local en el que había aparecido la
foto? En cualquier caso, algún esfuerzo debía haber hecho para averiguar que la
foto existía. ¿Y la tenía durante el juicio? ¿La llevaba encima, quizá?”
Allí en la celda, Michael Berg descubre y entrevé que Hanna Schmitz, como lectora, pensaba, examinaba, estudiaba y conjeturaba sin él y tenía sus propias expectativas intelectuales, éticas e ideológicas, pues según reporta:
La Trilogía de Auschwitz de Primo Levi |
“Me acerqué a la estantería. Primo Levi, Elie Wiesel, Tadeusz Borowski, Jean Améry: la literatura de las víctimas y, junto a ella, las memorias de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, el ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén [1963] y varios libros sobre los campos de exterminio.” Bagaje que lo induce a preguntarle a la directora: “¿Hanna leía estas cosas?” Y ella le responde: “Por lo menos cuando pidió los libros sabía muy bien lo que hacía. Hace varios años ya me pidió que le diera bibliografía general sobre los campos de exterminio, y luego, hace un año o dos, me preguntó si había libros sobre las mujeres de los campos, tanto las prisioneras como las guardianas. Escribí al Instituto de Historia Contemporánea y me enviaron una bibliografía especial sobre el tema. Lo primero que se puso a leer Frau Schmitz cuando aprendió fueron libros sobre los campos de exterminio.”
Hannah Arendt |
Pero también la directora, allí en la celda, luego de tomar en sus manos un bote de té de hojalata, le lee el breve fragmento de una carta testamentaria que Hanna le dejó a ella y que le concierne a él:
“En el bote de té de color lila hay más dinero. Déselo a
Michael Berg para que él se lo entregue, junto con los siete mil marcos de mi
libreta de ahorro, a la hija superviviente del incendio. Que haga con el dinero
lo que quiera. Y a él dele recuerdos de mi parte.”
Así que Michael Berg luego cumple su misión en Nueva
York, donde vive la hija “en una calle pequeña cerca de Central Park”. La hija
le hace preguntas sobre él y su vínculo con Hanna Schmitz, la guardiana nazi de
las SS. Pero, por ser una dolida víctima del Holocausto, no acepta el dinero, porque,
le dice: “me parece como una especie de absolución, y yo no puedo ni quiero
darla”. No obstante, sí se queda con la lata de té porque se parece a una que
le robaron en el campo de concentración y que contenía, le dice, “lo típico: un
mechón de mi perro, entradas de la ópera a las que me había llevado mi padre,
un anillo ganado no sé dónde o que reglaban con algún producto... No me lo
robaron por el contenido. En el campo un bote era un objeto de valor por sí
mismo y por lo que se podía hacer con él.”
Así que por iniciativa de Michael Berg, y con la anuencia
de la hija, acuerdan donar el dinero, a nombre de Hanna Schmitz, a una sociedad
o fundación benéfica judía que apoye a los “analfabetos que quieren aprender a
leer y escribir”, pese al miope y ampuloso prejuicio que expresa ella: “Aunque,
eso sí, el analfabetismo no es precisamente un problema que afecte a los
judíos.” En este sentido, Michael Berg reporta en el fragmento que cierra su
memoria:
“En cuanto volví de Nueva York, envié el dinero de Hanna,
a su nombre, a la Jewish League Against Illiteracy. Recuerdo una breve carta
escrita con ordenador, en la que la Jewish League agradecía a Mrs. Hanna
Schmitz su donativo. Con la carta en el bolsillo me fui al cementerio, a la
tumba de Hanna. Fue la primera y la única vez que estuve ante su tumba.”
Bernhard Schlink, El lector. Traducción del alemán al español de Joan Parra Contreras. Edición Limitada, Editorial Anagrama. Barcelona, 2000. 204 pp.
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