viernes, 14 de febrero de 2025

La invención de Morel



Una isla habitada por fantasmas artificiales

En noviembre de 2002, en Caracas, Venezuela, con el número 221 de la serie Biblioteca Ayacucho, se terminó de imprimir un tomo que reúne tres libros del narrador argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999): La invención de Morel (Losada, 1940), Plan de evasión (Emecé, 1945) y La trama celeste (Sur, 1948), cuya “Selección, prólogo, notas, cronología y bibliografía” se deben a Daniel Martino, autor del libro ABC de Adolfo Bioy Casares (Emecé, 1989), quien cuidó la edición del Libro abierto: De jardines ajenos (Tusquets, 1996), el primer volumen de los personales y secretos diarios de Adolfito; y editor del par de póstumos y expurgados volúmenes de los  Diarios íntimos de Adolfo Bioy Casares: Descanso de caminantes (Sudamericana, 2001) y el voluminoso Borges (Destino, 2006).
La invención de Morel
(Sur, Buenos Aires, 1948)
Según reporta Daniel Martino en su “Prólogo”, la segunda edición de La invención de Morel (Sur, 1948) “corrige vocablos y atenúa expresiones: su cotejo con la primera muestra que casi no hay línea que no haya sido modificada. Las dos ediciones siguientes, de 1953 y 1991, en cambio introducen un número considerablemente menor de variantes.” En este sentido, anuncia en su nota “Criterio de esta edición”: “La presente edición sigue la cuarta y definitiva, cuyo texto fue fijado por Daniel Martino en 1991. Únicamente se ha corregido la divisa que cita el náufrago [Hostinato rigore] para ajustarla a la grafía original leonardiana tal como la invoca Valéry y tal como aparecía en la primera edición de la novela. En las notas se incluyen sólo aquellas variantes que alteran contenidos.”
Daniel Martino y Adolfo Bioy Casares
(Madrid, 1991)
       En contraste con el rigor del “Prólogo” de Daniel Martino (un ensayo repleto de citas donde repasa la obra de Adolfo Bioy Casares), lo primero que extraña en la presente edición de La invención de Morel es la ausencia de la dedicatoria: “A Jorge Luis Borges”; es probable que se trate de una simple errata, de un craso descuido, pues se sabe que la amistad y la mutua estima entre ambos autores perduró hasta el fin de sus días; hipótesis que es reforzada por el hecho de que Plan de evasión sí incluye su dedicatoria: “A Silvina Ocampo”. Afortunadamente el célebre “Prólogo” de Borges, fechado en “Buenos Aires, 2 de noviembre de 1940”, sí fue incluido, memorable porque celebra la “imaginación razonada” de Bioy en términos deificantes: “He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído: no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.”
Día de la boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Las Flores, enero 15 de 1940
Testigos: Jorge Luis Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo
         En sus Memorias (Tusquets, 1994), Bioy recuerda que fue un mal administrador de Rincón Viejo, la estancia en Pardo, propiedad de su familia paterna, ubicada a 35 km de Las Flores (donde se casó con Silvina el 15 de enero de 1940) y a 214 km de Buenos Aires. En Rincón Viejo montaba a caballo y tenía sus perros; un gran danés, su favorito, se llamaba Áyax (1931-1942); en algún momento fueron nueve canes y Silvina Ocampo los tributó en “Nueve perros”, cuento dedicado a Bioy, reunido en su libro Los días de la noche (Sudamericana, 1970). En Rincón Viejo, Bioy leía mucho y allí escribió La invención de Morel. Según dice en la página 92 de sus Memorias: “Hacia 1937, cuando yo administraba el campo del Rincón Viejo, sentado en las sillas de paja, en el corredor de la casa del casco, entreví la idea de La invención de Morel. Yo creo que esa idea provino del deslumbramiento que me producía la visión del cuarto de vestir de mi madre, infinitamente repetido en las hondísimas perspectivas de las tres fases de su espejo veneciano.”
La invención de Morel
(Losada, noviembre 14 de 1940)
Sobrecubierta de Norah Borges
Por la notas de un supuesto editor y por lo que el protagonista anónimo narra en primera persona, el lector pronto descubre que las páginas de La invención de Morel son el póstumo testamento de un prófugo, el diario de un perseguido por la justicia (desde Caracas, Venezuela), que al huir de una sentencia a cadena perpetua llegó,  en un bote robado por una mafia siciliana y sin saber leer la brújula, a una isla desierta cercana a Rabaul. (Quizá el puerto de Nueva Bretaña del Este, en la isla de Nueva Bretaña, en el país de Papúa Nueva Guinea; pero el fugitivo supone que la “isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de Las Ellice”; no obstante, el editor lo refuta en una nota al pie diciendo: “Lo dudo. Habla de una colina y de árboles de distintas clases. Las islas Ellice o de las lagunas son bajas y no tienen más árboles que los cocoteros arraigados en el polvo del coral.) Ínsula desierta que supura una terrorífica y espeluznante leyenda negra que en Calcuta le recitara Dalmacio Ombrellieri, un italiano vendedor de alfombras (alguna vez fue con él a un burdel de hetairas ciegas), quien le brindó la subrepticia ayuda (y los clandestinos contactos) para llegar allí como un objeto de contrabando oculto en una alfombra: nadie la habita, de no ser un museo, una capilla y una alberca, conjunto abandonado más o menos en 1924. Le dijo, además, que esa isla solitaria, de malignos arrecifes y corales, de súbitas mareas y mórbida vegetación y fauna, es el foco de una extraña enfermedad que propicia la caída de las uñas, del pelo, de la piel y de las córneas de los ojos. “Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la isla estaban despellejados, calvos, sin uñas —todos muertos—, cuando los encontró el crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos.” 
       La vida del condenado y perseguido en esa “corte de los vicios llamada civilización” era un oscuro y pestilente laberinto (quizá kafkiano). Su tabla de salvación parecía ser la isla; pero también la ínsula, tan sólo por su salvaje y agreste naturaleza, es otro laberinto plagado de infortunios y pestes que agudizan sus carencias, padecimientos, fobias, delirios, sugestiones, fantaseos, pesadillas, sueños, deseos inasibles, inutilidad práctica e ignorancia, pese a su cultura, salpimentada por algún latinajo, y por su ampulosa y risible pretensión de escribir en el incierto futuro “la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus”; y, más aún, por sus falaces reflexiones metafísicas en torno a la inmortalidad, pues al recorrer por primera vez los libreros del hall del museo (que parece un hotel abandonado), dice: “Recorrí los estantes buscando ayuda para ciertas investigaciones que el proceso interrumpió y que en la soledad de la isla traté de continuar. Creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia.”
La invención de Morel
(Losada, noviembre 14 de 1940)
Portada de Norah Borges
La arquitectura del museo y sus detalles decorativos (el biombo de espejos de más de veinte hojas, por ejemplo) revelan que su asombrosa construcción es un enigma y otro laberinto. A esto se agrega la aparición de unos seres vestidos a la moda de los años veinte, que se divierten y matan el tiempo a imagen y semejanza de vacacionistas en un gran hotel. Hay entre ellos una fémina: Faustine, que ciertos crepúsculos posa en las rocas como si lo hiciera ante un fotógrafo invisible. El fugitivo, a escondidas y hecho un voyeur, se enamora de la fémina; y con claros y grotescos indicios de psicosis, en ella deposita sus quimeras e inciertas esperanzas. Cayendo en cursilerías y en humillaciones, el prófugo hace lo posible por conmover y conquistar a Faustine; pero ella y los demás (inquilinos y servidumbre) actúan como si él no existiera. Llega a suponer que todo es una teatral conjura contra él, urdida por esos “héroes del snobismo” o “pensionistas de un manicomio abandonado”, que tal vez lo entreguen a la policía, si es que la policía no es la responsable de todo...
       Oculto, una sombra furtiva, el astroso condenado espía y observa una misteriosa reunión nocturna convocada por Morel, el propietario de la isla y del museo. En las palabras que oye empieza a entrever el meollo del fantasmal asunto: esos seres que deambulan en la solitaria ínsula son seres virtuales,  reproducciones de una especie de máquina cinematográfica inventada por Morel. Repiten una y otra vez lo sucedido durante siete días, la semana que grabaron los receptores de actividad simultánea.
       El artilugio de Morel es activado con la energía que generan las mareas. Siempre y de un modo idéntico se repite ese tiempo circular: una semana. Infinitesimal y perniciosa inmortalidad y pesadillesco eterno retorno. Es el triunfo de Morel, su dicha y condena de científico loco. Lo cual, ineluctablemente, denota que pertenece a la estirpe de los científicos locos que habitan las obras no sólo de ciencia ficción (literarias y cinematográficas) habidas y por haber. 
     La proyección de los siete días (cinética, auditiva, ubicua y de bulto) se posesiona de la isla y pese a la superposición coexisten dos espacios y dos tiempos distintos. Las imágenes proyectadas, más que especulares, como de cuarta dimensión, son terriblemente verosímiles: tienen la exacta apariencia de lo real. El fugitivo percibe sonidos, aromas, hedores, volúmenes, epidermis; e incluso pasa por un episodio en el que vive la terrorífica certidumbre de que en la bóveda celeste han surgido dos soles y dos lunas. No obstante, su mayor tribulación es la fría indiferencia de Faustine y el modo de seducirla y conquistarla. Las imágenes del artificio no pueden atravesarse y son indestructibles en las horas de su proyección. Esto lo descubre en uno de sus momentos más angustiosos: cuando al buscar la manera de interrumpir el mecanismo, queda encerrado entre las paredes de porcelana celeste de la secreta habitación de las máquinas, que él por causalidad otrora descubrió (buscaba alimentos).
Biblioteca Ayacucho núm. 221
(Caracas, 2002)
      Además de los lúdicos pies de página del supuesto editor, el diario del fugitivo incluye la transcripción comentada de ciertas notas que dejó Morel; pero también esto implica la inextricable suma de las deducciones del fugitivo. Esa enfermedad que mató a los tripulantes del vapor citado líneas arriba, no es otra cosa que los efectos causados por los receptores a la hora de grabar (los muertos eran Morel y su grupo; Faustine incluida). Luego de ser grabados, los árboles y las plantas quedan secos y los humanos pierden la vida, casi como supone el arcaico atavismo de ciertos pueblos primitivos: que al formarse la imagen fotográfica de un individuo, “el alma pasa a la imagen y la persona muere”.
       La Faustine de carne y hueso desdeñaba a Morel, observa el fugitivo (“Bella como la noche y fría como la Muerte”, decía Luis Buñuel ante la bellísima e inasible Catherine Deneuve). El único Paraíso y la única inmortalidad a la que logró acceder con Faustine son esos siete días, esos efímeros intentos de seducción (y posesión) destinados a repetirse una y otra vez, esos fugaces diálogos en los que desde el fondo de su conciencia (si es que vive en la imagen) la oye y contempla por siempre jamás. 
 
Silvina Ocampo
Foto: Adolfo Bioy Casares
       Para poseer a Faustine, para hacerla suya a perpetuidad, Morel inventó y construyó el artefacto; es decir, ante la índole inasible y evanescente de la fémina y frente a la frustración de sus deseos y sueños más íntimos: la mató, se mató y mató al grupo de amigos. “La hermosura de Faustine merece estas locuras, estos homenajes, estos crímenes”, se dice el fugitivo, muy identificado con la megalomanía y cruel apoteosis de Morel. De modo que proclama: “Yo soy el enamorado de Faustine; el capaz de matar y de matarse; yo soy el monstruo.”
       Así, el prófugo de la justicia, un hombre sin esperanza, que se dice escritor y con el erosionado anhelo de haber querido vivir en una isla desierta, perdido en el insular laberinto, enfermo y loco de amor y desahuciado ante la imagen de esa mujer que sabe imposible, decide morir y entregarse, también, a “la eterna contemplación de Faustine”. Durante quince días, siguiendo las imágenes de los siete días que grabó Morel, ensaya el libreto de su autoría: lo que serán sus actos y parlamentos con que matiza su papel de eterno voyeur. Luego, regraba las escenas de Morel con él incluido en el elenco y cambia los discos. Así, “las máquinas proyectarán la nueva semana, eternamente”.


Georgie y Adolfito en la librería de Alberto Casares (Suipacha 521,
Buenos Aires, Argentina), donde el miércoles 27 de noviembre de
1985 hubo una exposición de primeras ediciones de Borges.
Fue la última vez que dialogaron frente a frente.



Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel, Plan de evasión, La trama celeste. Selección, prólogo, notas, cronología y bibliografía de Daniel Martino. Biblioteca Ayacucho (221). Caracas, 2002. 396 pp.


domingo, 2 de febrero de 2025

El señor de las moscas

 

Los ingleses somos siempre los mejores en todo

 

El británico William Golding (1911-1993), Premio Nobel de Literatura 1983, en 1954 publicó en inglés su obra más célebre: Lord of the flies, en 1972 traducida al español por Carmen Vergara con el título El señor de las moscas; novela que conoce dos homónimos filmes basados en ella, cuyos resultados no son óptimos: el dirigido por Peter Brook, estrenado en 1963 y nominado a la Palma de Oro en el Festival de Cannes —el menos chafa—, y el dirigido por Harry Hook, de 1990, verdaderamente mediocre, tergiversador, aburrido y somnífero.

           

Edhasa Literaria
Barcelona, junio 20 de 2006

         
La novela El señor de las moscas se divide en doce capítulos con rótulos. Un grupo de niños británicos, de entre seis y un poco más de doce años, han sobrevivido al forzado aterrizaje de un aeroplano en una pequeña isla desierta, cuya ubicación no se precisa; pero que, se infiere, podría localizarse no muy lejos de la isla de Gran Bretaña o quizá en el Mediterráneo, pues además de que el aparato al parecer se dirigía o venía de Londres, al término de la obra arriba un bote de la Marina inglesa armado con una metralleta. No sobrevivió ningún adulto y “El avión cayó en llamas por los disparos”, testimonia un niño. Es decir, no se trató de un error humano o de una falla mecánica, sino del resultado de un ataque en un entorno bélico, al parecer en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, pues otro niño dice haber oído hablar al piloto “de la bomba atómica” y que “Están todos muertos”. (Lo cual remite a las masivas y cruentas masacres atómicas sucedidas el 6 y el 9 de agosto de 1945 en Hiroshima y Nagasaki). 

             

Hongo atómico en Hiroshima
Agosto 6 de 1945

         
 Y más aún: en un pasaje nodal y trascendente en el desarrollo de la trama, cae en la isla un silencioso y solitario paracaidista muerto.

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

         
¿Por qué en el avión viajaban solo niños con insignias de varios colegios y ninguna niña? ¿De dónde procedían y por qué volaban? ¿Qué adultos estaban a cargo de ellos? ¿Qué fue de los restos del piloto y del tácito copiloto? Son enigmas que la novela no revela. De hecho, prácticamente no cuenta casi nada del pasado de los menores, quienes en buena parte no se conocían entre sí. La mayoría figura a modo de siluetas escenográficas y sólo disemina unas pocas pinceladas de unos cuantos, como es el caso de los chicos del coro (con capas y boinas negras) que comanda el pelirrojo Jack Merridew, quienes estuvieron “en Gibraltar [territorio británico en el extremo sur de la Península Ibérica] y en Addis [la actual Adís Abeba, capital de Etiopía en el Cuerno de África, la antigua Absinia donde anduvo Arthur Rimbau y por ende evoca sus legendarias y postreras Cartas abisinias]”. E incluso el caso de los principales personajes: Ralph, que dice ser hijo de un “teniente de navío en la Marina” y quien en varios episodios vive remembranzas de una época feliz en Devonport, cuando su madre aún vivía y por la “casa de campo al borde de las marismas” rondaban caballos salvajes. Y Piggy, el gordito huérfano que a la menor provocación cita la autoridad y la parlanchina sapiencia de su tía.

          

Ilustración: Andrés Vera Martínez

            
Después del avionazo, Ralph y Piggy se conocen en la isla y son quienes convocan y reúnen a los dispersos sobrevivientes mediante una caracola marina que Ralph sopla a modo de trompeta. Por el hecho de estar solos en la isla y por efecto de su educación, Ralph, auxiliado y aconsejado por Piggy, preludia la organización del grupo entreviendo la subsistencia y la probabilidad de que los rescaten. Es decir, pactan una serie de reglas que todos deben seguir; por ejemplo, la asamblea se convoca mediante la caracola (especie de ancestral cetro sagrado y tribal bastón de mando) y habla quien la sostiene entre las manos. Además del sitio de la asamblea, que a la postre es llamada “plataforma”, eligen el sitio para erigir los rupestres refugios, cercano a la poza donde se bañan y juegan, y a la parte entre unas rocas (que limpia la marea) donde deben defecar. Y además de cierta distribución de las labores (de las que prácticamente quedan exentos los más pequeños), escogen el lugar en lo alto de un cerro (dizque montaña) donde siempre debe estar encendida una fogata para que el humo sea la señal que desde la distancia atraiga a sus posibles rescatadores.

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

          Ralph es elegido jefe. Pero en el proceso de la organización del grupo, y de su elección, se hace patente cierta rivalidad por el poder que confronta a Ralph con Jack Merridew, quien además de ambicioso, virulento y menos razonable, exhibe un obvio desprecio y vejación hacia Piggy por ser un gordito, cegatón y asmático al que le gusta pensar y hablar, y cuyas gruesas lentes de miope son el único instrumento con que cuentan para encender el fuego auxiliados con los rayos del sol.

            Al término de otra sesión del grupo, Jack, como preludio a su propuesta: dividirá a sus cazadores (es decir, a los chicos del coro, para que unos cacen jabalís y otros mantengan vivas las brasas), toma la caracola y declara con ímpetu nacionalista: “Estoy de acuerdo con Ralph. Necesitamos más reglas y hay que obedecerlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses somos siempre los mejores en todo. Así que tenemos que hacer lo que es debido.”

          

Ilustración: Andrés Vera Martínez

            
Sin embargo, pese a tal declaración de principios, es Jack quien se empeña en escindir al grupo de niños (hijos de la megalómana civilización occidental) y en encabezar y mangonear a su propia tribu de belicosos salvajes (descendientes de violentos corsarios y feroces colonizadores ansiosos de apoderarse del globo terráqueo y de sus riquezas). Todo lo cual refleja, matizado con remanentes atávicos que implican míticas y subconscientes fobias cavernícolas y cuaternarias, las vertientes más oscuras del predador y sanguinario género humano, cuyo mundo adulto se confronta y mata entre sí no sólo en cruentas y devastadoras guerras, donde un intolerante y dictatorial país pretende someter y dominar a otro o a otros, precisamente como fueron la Alemania nazi y la Unión Soviética (e incluso el llamado Estado Islámico y el beligerante y pendenciero Estado de Israel), y ahora mismo Rusia con Ucrania, y el rapaz, xenófobo y autoritario gobierno del convicto y megalómano Donald Trump contra el miserable y devastado pueblo palestino.

            Una noche, en lo alto del cerro que la voz narrativa llama montaña, los mellizos Sam y Eric, que custodian la hoguera, se quedan dormidos y por ende el fuego casi se apaga. Mientras duermen, desciende por allí el silencioso cadáver del paracaidista. “Metro a metro, soplo a soplo, la brisa le remolcó sobre las azules flores, sobre las peñas y las piedras rojas hasta dejarle acurrucado entre las quebradas rocas que coronaban la montaña. Allí la caprichosa brisa permitió que las cuerdas del paracaídas se enrollasen alrededor de él como guirnaldas; y el cuerpo quedó sentado en la cima, con la cabeza cubierta por el casco y escondida entre las rodillas, aprisionado por una maraña de hilos. Al soplar la brisa se tensaban los hilos y por efecto del tirón se alzaba la cabeza y el tronco, con lo que la figura parecía querer asomarse al borde de la montaña. Después, cuando amainaba el viento, los hilos se aflojaban y de nuevo el cuerpo se inclinaba, hundiendo la cabeza entre las rodillas. Así, mientras las estrellas cruzaban el cielo, aquella figura, sentada en la cima de la montaña, hacía una inclinación y se enderezaba y volvía a inclinarse y enderezarse una y otra vez.”

           

Ilustración: Andrés Vera Martínez

           
Es así que después del amanecer, cuando los mellizos se despiertan y avivan los rescoldos de la hoguera y ven el incesante movimiento de tal espectro, atosigados por el miedo y con los pelos de punta, creen que han visto a la fiera y salen corriendo hacia los refugios a dar la voz de alarma. Es decir, esa enorme alimaña que les causa un atávico, mítico e inconsciente terror, puede ser la fiera que sale del mar, según cree Percival, un pequeño de unos seis años con cierta narcolepsia; o la descomunal y nocturna serpiente comeniños que dijo ver otro pequeño con una morada mancha de nacimiento en el rostro, quien misteriosamente desaparece la vez que el fuego de la primera hoguera está a punto de provocar un desastroso incendio en toda la isla. 

           


           Y es que los pequeños, y la mayoría de los mayores, creen que hay algo bestial y monstruoso que acecha y ronda por ahí. Por ejemplo, frente a quienes rechazan la existencia de la fiera, Maurice testimonia: “Quiero decir que no se puede estar seguro”. “Papá dice que hay cosas, esas cosas que echan tinta, los calamares, que miden cientos de metros y se comen las ballenas.”

           


             El caso es que los cabecillas de la tribu: Ralph y Jack (más Roger), después de rastrear en grupo por el acantilado que llaman “castillo” (o “Peñón del Castillo”) van a lo alto de “la montaña” a verificar la existencia de la fiera. Y además de la infantil y ridícula escena de fobia que protagoniza cada uno y que les impide constatar que sólo se trata de un paracaidista muerto que mueve el viento, queda el consenso de que en la cima de “la montaña” hay una bestia que se hincha, se endereza y se inclina y, por ende, pese a que se trata del sitio elegido para mantener la señal de humo, se torna un lugar prohibido, inaccesible y terrorífico.

           

Neandertal

           A
unado al hecho de que el agreste entorno convierte su ropa en sucios harapos y les crece la greña a lo neandertales, Jack, el jefe de los cazadores (su otrora inmaculado pelotón de boinas negras), dispone que éstos, para la cacería del jabato o del jabalí, se armen con lanzas de madera con las puntas afiladas y que se pintarrajeen el rostro a modo camuflaje. Jack, además, es el único que posee una afilada navaja, una amenazante arma corta cogotes con la que degüella y destaza a la presa cazada. Cuando el fantasma de la fiera aparece en el escenario de la isla, él dispone que, para calmar y saciar a ese terrorífico ser del oscuro corazón de las tinieblas que los acecha, se le tribute con la cabeza del jabalí, que le dejan (y le deben dejar) ensartada en lo alto de una lanza clavada en el suelo.

         

Minotauro
(México, octubre de 1983)
Traducción: Ricardo Goyssen

              
La caza es un ríspido rito de supervivencia matizado con un cariz salvaje surgido del inescrutable fondo de la noche de los tiempos y de su inconsciente colectivo, cuyo clímax, lúdico, paródico y liberador, se sucede a la hora de la comilona en torno a la hoguera. Los chiquillos, jugando, escenifican una danza macabra, una danza de la muerte en torno al fuego, en la que unos representan a los cazadores y uno de ellos al jabalí sacrificado. Y mientras bailan y juegan, la tribu grita y repite una enervante cantinela de troglodita guerra (que también llega a ser vociferada y entonada durante la caza): “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”, “¡Mata a la fiera! ¡Córtale la cabeza! ¡Derrama su sangre!”.

           

Ilustración: James Fenner

           
Llega el virulento día en que la tribu de salvajes cazadores, que comanda y mangonea Jack, se desgaja del liderazgo de Ralph y por ende abandonan los refugios y la plataforma y se instalan en “el Peñón del Castillo”, el alto acantilado donde hay una cueva, que vigilan y pertrechan como si fuera un fortín militar que puede ser sorpresivamente atacado por una salvaje y desalmada tribu enemiga. Dado que su principal cometido es la caza y la carne, y no hacer una fogata para mantener una señal de humo que atraiga el lejano y probable barco que los rescate, Jack, ahora un jefe o reyezuelo autoritario que impone reglas, ordena robarles el fuego al pequeño grupo que se quedó con Ralph, y que no es otra cosa que los lentes de Piggy (a las que sólo les resta un cristal), cosa que logran en una imprevista y violenta incursión nocturna.  

           

Ilustración: James Fenner

       
 La tribu de Jack caza un enorme jabalí y organiza una comilona nocturna frente al mar a la que invitan al grupo de Ralph. En el punto catártico del frenético baile en torno al fuego y de la repetitiva y enervante cantaleta de caza, Simon, el solitario, emerge de la floresta. Un pequeño fóbico lo señala como la fiera. Casi nadie quiere oír lo que dice Simon (vio en la cima el cadáver del paracaidista) y la enloquecida tribu, frenética y ciega, lo mata con sus lanzas y su cuerpo es devorado por el mar. Es decir, nadie supo que en una febril pesadilla que lo ataca y derrumba frente a la empalada cabeza del jabalí invadida por las moscas, vio y oyó que ésta le hablaba convertida en “el Señor de las Moscas” y que le dijo ser la fiera.

         

Ilustración: Andrés Vera Martínez

           
El sádico y violento crimen colectivo se torna un tabú del que casi nadie quiere hablar. Piggy y Ralph se desplazan hasta “el Peñón del Castillo” con tal de urdir un diálogo y un acuerdo con Jack. Pero los cavernícolas no oyen razones; y Roger mueve la palanca que desde lo alto arroja una enorme roca sobre Piggy y por ende el golpe lo catapulta por los aires y muere con el cráneo partido. Ralph, solitario en el oscuro y amenazante inframundo, sale huyendo y se oculta en la maleza. Y al día siguiente, cuando la tribu salvaje, para cazarlo, ha incendiado la isla y muy de cerca lo persiguen con gritos y condenatorias cantinelas, Ralph, corriendo a la orilla de la playa, cae y al levantarse se encuentra con la impecable e impoluta figura de un “civilizado” oficial de la Marina británica, cuyo barco se acercó a la ínsula al ver el humo y el fuego (y quizá a la horda de chiquillos salvajes acosando a su víctima). El “civilizado” oficial tiene la mano en la culata del revólver y en el bote hay dos marinos sosteniendo los remos y otro empuña una metralleta. Mar adentro, el navío espera.

 

William Golding, El señor de las moscas. Traducción del inglés al español de Carmen Vergara. Edhasa Literaria. 1ª reimpresión. Barcelona, junio 20 de 2006. 288 pp.

William Golding
(1911-1993)


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Nota bene: Aquí estuvo un enlace que, al pinchar, llevaba al desocupado lector a ver, en YouTube y de manera gratuita (así la hallé buscando y con subtítulos en español), Lord of the Flies (1963), la citada película en blanco y negro de Peter Brook, basada en la novela homónima de William Golding. Esto, al parecer, irritó a alguien que, en Estados Unidos, reclamó a Blogger (no a mí ni dio la cara) el uso no autorizado de la propiedad intelectual del filme y de los fotogramas. Nadie ignora que Borges dijo (para que se oyera por todos los recovecos, rincones y catacumbas de la recalentada y envirulada aldea global) que nuestro patrimonio es el universo y que debemos de aspirar al universo. Desafortunadamente, sobran y pululan las mentalidades cerradas, mezquinas y egocéntricas que sólo interactúan en términos mercantiles, jurídicos y judiciales. En contraste, quiero apuntar que la primera vez que vi ese filme fue, hace muchos años, en una improvisada salita de cine itinerante; ciclo gratuito, que iba por distintos lugares, organizado y auspiciado por la Universidad Veracruzana, en Xalapa.