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viernes, 15 de abril de 2016

Luna caliente




Tener un tentador cuerpo de pecado

El argentino Mempo Giardinelli (Resistencia, Chaco, agosto 2 de 1947), quien vivió exiliado en México entre 1976 y 1984, obtuvo con Luna caliente el Premio Nacional de Novela del INBA 1983, en cuyo jurado estuvieron Luisa Josefina Hernández, Noé Jitrik y Carlos Montemayor. 
Mempo Giardinelli
  Siendo Mempo Giardinelli un activo y periodístico demiurgo del género negro —por entonces publicó un libro ensayístico titulado precisamente El género negro (UAM, México, 1984)—, Luna caliente (Oasis, México, 1983), desde una perspectiva latinoamericana, vino a ser una especie de tributo a él, ya no como crítico y reseñista, sino como creador.

Premio Nacional de Novela del INBA en 1983
(Oasis, México, 1983)
  Traducida a más de veinte idiomas y adaptada en dos películas y en una serie televisiva del Brasil, Luna caliente —su tercera novela después de La revolución en bicicleta (1980) y El cielo con las manos (1981)— no sólo es un regreso a la región del Chaco, es también el reencuentro somero (casi tangencial, pero no por ello menos siniestro) con el panorama vulnerable, desolado, peligroso y cruento que recibía al que regresaba a la Argentina de 1977. Tal es el contexto, el cerco social y político dominado y acosado por la violencia y el sanguinario terror ejercido por la dictadura militar.

Ramiro Bernárdez, un privilegiado joven de 32 años, retorna de París después de ocho años de haber vivido allá y de haber obtenido su doctorado con especialidad en jurisprudencia administrativa. Asiste a una cena en una finca de Fontana, situada a unos veinte kilómetros de su natal Resistencia. Allí, en la casa del doctor Braulio Tennembaum, un viejo amigo de su finado padre, se involucra con Araceli, una adolescente de apenas trece años, hija del doctor y el origen de su desasosiego y sorpresiva e inesperada abyección.
Luna caliente está escrita con una fluidez que atrapa al lector por los pelos y no lo suelta hasta que concluye la última gota de cada página. No sólo hay mesura y velocidad en los recursos lingüísticos y estilísticos, hay también economía; es decir, se ha prescindido del bagazo, de innecesarias digresiones para concentrarse exclusivamente en el asunto. En éste predomina sobre todo la acción, el movimiento, a lo cual se agrega el suspense y la intriga que suscitan los constantes giros sorpresivos insertados, básicamente, al final de cada capítulo.
Luna caliente (Oasis, México, 1983)
Contraportada con un texto de Juan Rulfo
En Luna caliente se plantean dos climas que sólo será posible distinguir por completo al término de la novela. Por un lado está la atmósfera con alta temperatura que singulariza el invierno en una zona tórrida del Cono Sur, la cual incide en la excitación sexual de Ramiro ante lo ambiguo y provocativo que le resultan los rasgos y la actitud de niña-mujer que definen a Araceli, lo cual lo induce a violarla y asesinarla en un santiamén.

Tal acto, hecho sin pensar, como poseído, al que se añade otro crimen estúpido, implican que absurdamente arroja por la borda su buen estatus y el prometedor futuro económico y político que le deparaba su formación profesional. Sin embargo, esto no significa una intromisión en la psicología y psicosis del violador y asesino, sino que a partir de ahí y de un ligero debate interior con el que se desplaza Ramiro, hacen del lector, a fuerza de ser un voyeur seducido o inducido por la curiosidad, un cómplice de él, quien observa en silencio cómo se sorprende de sí mismo ante su frialdad y falta de escrúpulos, y cómo trata de escabullirse, tanto de su responsabilidad, como del castigo que suponen e implican sus transgresores y criminales actos.
El hecho de que Araceli resurja de la muerte, no como resucitada, sino como alguien que sorpresivamente no murió, y que de ser una escuincla que se comportaba en la imprecisión de su consustancial coquetería y lascivia, se convierta en una Lolita balthusiana completamente enloquecida por el sexo que persigue y manipula a Ramiro para que se lo haga en todo momento y hasta el cansancio y sin restricción alguna (incluso frente al féretro de su propio padre que sabe asesinado por él), es un incidente explicable dentro de los marcos lógicos y realistas de la novela.
Pero cuando el lector mira cómo Ramiro, haciendo agua en la resignación del precio que reclaman sus crímenes, decide dejar de seguir huyendo para esperar el castigo y recibe una llamada telefónica, no de la policía, como espera él y el lector también, sino de Araceli, a quien había vuelto a matar, otra vez como culminación de un frenético acto sexual, la obra adquiere entonces una dimensión fantástica.
El castigo de Ramiro no es sucumbir como un vulgar criminal en la devastada, pesadillesca, negra e incierta tierra de nadie, sino ser el estúpido oscuro objeto del deseo y persecución de una locuaz Lolita balthusiana que sin cesar retorna del más allá para obligarlo a entregarse al placer sexual. 
El hecho de que frente al cadáver de Araceli, recién asesinada por él, sea sujeto de una erección y eyaculación incitado por la aparición de la luna llena en lo alto de la bóveda celeste, no es parte de una obnubilación psicótica (como pudiera pensarse), sino de una fuerza metafísica más allá de él, de un poder perverso cósmico y extraterrenal, todo indica que de la luna caliente (¡Oh Noche de Walpurgis!), que lanza a sus emisarios a retozar con el sexo en el limbo del crimen y de la muerte y haciendo caso omiso del bien y el mal erigidos por la ética y la razón, por la voluntad y el proceso civilizatorio del hombre.
En síntesis, Luna caliente es un divertimento con el que Mempo Giardinelli gozó haciendo uso de las peculiaridades eróticas y homicidas que distinguen y contrapuntean la beligerante coexistencia social e íntima del predador género humano que pulula e infesta la recalentada aldea global.


Mempo Giardinelli, Luna caliente. Colección lecturas del milenio núm. 16, Editorial Oasis. México, diciembre 12 de 1983. 116 pp. 


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Enlace a un trailer de Luna caliente (2009), filme dirigido por Vicente Aranda, basado en la novela homónima de Mempo Giardinelli.


lunes, 15 de febrero de 2016

El perfume. Historia de un asesino

 Amaos los unos contra los otros

El perfume. Historia de un asesino, la celebérrima novela de Patrick Süskind (Ambach, Baviera, Alemania, marzo 26 de 1949), se editó por primera vez en alemán en 1985 y de inmediato, tal furioso y globalizado virus de pólvora, se convirtió en la gallina de los huevos de oro, en un best seller traducido a múltiples idiomas y masivamente reeditado, una y otra vez. Lo que a la postre derivó (hasta 2006) en el estreno de su homónima adaptación cinematográfica. 
DVD de El Perfume. Historia de un asesino (2006),
película basada en la novela homónima de Patrick Süskind.
  Uno de los comprensibles efectos secundarios del alharaquiento y explosivo boom de El perfume, fue la paulatina traducción al español de otros libros de Patrick Süskind, muy menores en relación a éste: el libreto teatral: El contrabajo (1986), las novelas: La paloma (1987) y La historia del señor Sommer (1992), y los cuatro cuentos breves compilados en Un combate y otros relatos (1996). 

(FCE, México, 1987)
  En México, los cinco libros de Patrick Süskind fueron publicados por Seix Barral. Los tres primeros traducidos del alemán por Pilar Giralt Gorina y los dos últimos por Ana María de la Fuente. Y el FCE fue la empresa paraestatal que editó, con la traducción al castellano de Carlota Vallée Lazo, la erudita investigación histórica de Alain Corbin: El perfume o el miasma. El olfato y lo imaginario social. Siglos XVIII y XIX (1987), cuya primera edición en francés data de 1982 y de la que se dice con bombo y platillo —incluso en la contraportada— inspiró a Patrick Süskind la escritura de su novela El perfume

Contraportada de El perfume o el miasma (FCE, 1987)
  Por renuencia del propio Patrick Süskind (cuyo director ideal era Stanley Kubrick, pero murió el 7 de marzo de 1999 y por ende se especuló que el elegido sería Ridley Scott), los productores y empresarios se tardaron en negociar y pergeñar la adaptación al cine que dirigió Tom Tykwer (ineludible versión del Reader’s Digest, quizá diría el consabido demiurgo de la Escuela de Estudios Cinematográficos de Praga), pues las vertientes visuales de la novela eran y son una incitación a hacerlo: pormenorizadas descripciones escenográficas y del vestuario de los personajes; párrafos y páginas descriptivas repletas de recargados entornos que tácitamente implican paneos de cámara; descripciones de movimientos clave (los llevados y traídos planos secuencia) en el contexto del argumento, como cuando Grenouille entra por primera vez a la abigarrada y repleta tienda del perfumista Baldini; cuando Grenouille, a sus 15 años, comete el primer asesinato de una hermosa y olorosa adolescente de 13 ó 14 años; cuando en una recámara de la rústica posada del pueblo La Napoule realiza en la oscuridad el minucioso rito de su último asesinato (traza el modus operandi) de una serie de asesinatos de 25 bellísimas y aromáticas muchachitas vírgenes, 24 de ellas encontradas muertas de un golpe en la nuca en los alrededores de Grasse y en Grasse, sin los cabellos, desnudas y aún virginales; cuando Grenouille, cuasi brujo que domina los secretos de la magia negra, se fabrica, en el taller del perfumista de Montpellier, un aura que huele a simple humano impregnado del tufillo de un perfume común y corriente; o la vistosa y panorámica orgía de diez mil personas convocadas alrededor del singular cadalso de Grasse (erigido ex profeso para exterminar al asesino serial) que provoca una minúscula gota de la perfecta y exquisita fragancia del amor creada por Grenouille con el aroma extraído de las 25 hermosas adolescentes ultimadas por él. Perfume con el que podría haber dominado y puesto cabizbajo y de rodillas al pestífero y corrompido mundanal mundo y que parece cumplir al pie de la letra el sentido del sonoro título del ensayo de Thomas de Quincey: Del asesinato considerado como una de las bellas artes. O el voluptuoso y violento canibalismo que exacerba su perfume del amor frente a una horda de astrosos maleantes y vagabundos reunida alrededor del fuego en el Cimetière des Innocents de París la madrugada en que Grenouille —dada la hiedra venenosa de su profunda y solitaria misantropía, psicosis y pocas luces— decide borrarse del globo terráqueo. 

 (Seix Barral, 1ª reimpresión mexicana, febrero 14 de 1986)
  Dividida en 4 partes y 51 capítulos, El perfume es una novela lineal, muy descriptiva, repleta de detalles y minucias y de relatos secundarios que enriquecen el epicentro de la historia. Comienza con el nacimiento del protagonista Jean-Baptiste Grenouille, el 17 de julio de 1738, en el lugar más hediondo y nauseabundo del pestilente París: “un puesto de pescado de la Rue aux Fers”. Continúa con el itinerario de su triste e increíble vida (sin ahondar en los trasfondos psicológicos); y concluye con su muerte la madrugada del 26 de junio de 1767. 

 
Patrick Süskind
       Desde el subtítulo en la portada, el lector sabe que se halla ante la Historia de un asesino y desde el íncipit se le anuncia que Grenouille fue un genio maldito entre los genios malditos de la Francia del siglo XVIII; lo que implica que la novela, en cierto modo, carece de suspense y que lo magnético, lo que atrapa al lector, son las sucesivas y susodichas descripciones escenográficas y del ámbito de los olores y, por su puesto, la inextricable singularidad fantástica de la trama y del grotesco y delirante Jean-Baptiste Grenouille, criado desde bebé en la casa de expósitos de madame Gaillard, quien al suspenderse el pago del monasterio de Saint-Merri que había venido recibiendo ex profeso, a sus ocho años de edad lo vende al maître curtidor Grimal, en cuyo taller trabaja día y noche como criado y aprendiz ejecutando las labores más rudas, mortales y malolientes. Pero Grenouille, a sus quince años, después de la experiencia odorífera que lo induce a cometer su brutal e irreflexivo primer asesinato la noche del primero de septiembre de 1753, con tal de corporificar las mil y una fragancias que ha olido e imaginado sin saber cómo se crea un perfume, decide separarse del curtidor Grimal y aprender los secretos de la perfumería haciéndose comprar y emplear por el perfumista Baldini, con quien labora hasta sus dieciocho años y quien le otorga su libertad y su flamante certificado de oficial de artesano perfumista. Pero al unísono, Grenouille —torpe para el habla, poco inteligente, sin ambiciones pecuniarias, chaparrito, con cierta cojera, pelirrojo, feote, asexuado, insignificante, y con cicatrices en el rostro y en las manos— desde bebé posee la nariz más hipersensible de cuantas hayan existido sobre la faz de la tierra. Por su olor identifica a las personas, a los animales y a las cosas. Puede olerlos a través de las paredes y a varios kilómetros de distancia. Puede diseccionar por completo la invisible mixtura de aromas y pestes que flota en la atmósfera y elegir y rastrear en la oscuridad o con los ojos cerrados, y durante largas distancias, la fragancia que le interese; o sólo con el olfato en un cuarto oscuro puede localizar un minúsculo objeto perdido que apenas huele y que la nariz de los otros no capta.
 
(Sur, Buenos Aires, 1944)
       A imagen y semejanza de “Funes el memorioso”, el personaje del cuento que Jorge Luis Borges reunió en Ficciones (Sur, 1944), Grenouille está imposibilitado para las abstracciones intelectuales; y al igual que Funes posee una memoria imborrable, sólo que restringida al ámbito de los olores. Desde que Grenouille nació, todo lo que ha olido su nariz de minúscula garrapata está archivado en su memoria olfativa, que es idéntica a una indeleble, laberíntica y descomunal biblioteca de catalogados aromas y hedores. Con tal clasificación odorífica, en los sueños y en su maniática y megalómana imaginación de perfumista nato, elabora las fragancias más exquisitas, finas y hechizantes jamás olidas por los simples mortales que infestan el globo terráqueo.
   
Fotograma de El perfume  (2006)
        Pese a todo ello, Grenouille, desde bebé, carece de olor y desde entonces esto suscita aversión, rechazo y fobia entre quienes lo rodean o entre quienes tienen contacto con él; lo cual, además, no riñe con el intrínseco odio hacia el género humano que siempre lo signa. 
Cuando a sus 15 años Grenouille empezó a aprender el oficio de perfumista con el maître Baldini, éste estaba a punto de quedarse sin un clavo, de quebrar sin remedio. Cuando en mayo de 1756, casi a sus 18 años, abandona la tienda y el taller del maître Baldini, lo deja convertido en el perfumista más rico y célebre de Francia y de Europa y con 600 fórmulas creadas por Grenouille, mismas que suman “más de las que varias generaciones de perfumistas podrían realizar jamás”.
 El maître Baldini y Grenouille
(Dustin Hofman y Ben Wishaw)
Fotograma de El perfume (2006)
  Grenouille, con una alforja, 25 francos y su rutilante certificado de oficial de artesano perfumista, se dirige ahora a Grasse, la ciudad de los perfumistas por excelencia, lugar al que viaja a pie para aprender las técnicas de extracción de aromas que no aprendió con Baldini. Pero en la ruta empieza a eludir el repulsivo olor de los ejemplares de la especie humana, a caminar por las noches mientras su misantropía se agudiza a tal punto que sus pasos lo llevan, un día de agosto de 1756, hasta la cima del Plomb du Cantal, un volcán con dos mil metros de altura, desde donde su poderosa nariz no registra el miasma del género humano ni el microscópico pedúnculo umbelífero de ningún hombre y donde halla una oscura y estrecha gruta nunca antes pisada. Allí se entierra durante siete años, entre sus 18 y sus 25 años de edad. La mayor parte del tiempo se la pasa, como todo un pachá de los efluvios y de las fragancias, abandonado a las borracheras y orgías de aromas que, a imagen y semejanza de un todopoderoso Dios en su particular y solipsista universo, elabora en su imaginación y en sus sueños, y donde la esencia odorífica de la bella adolescente que estranguló el primero de septiembre de 1753, suele ser el perfume más placentero y embriagador entre todos los perfumes embriagadores y placenteros que almacena en las bodegas de su inmensa y laberíntica biblioteca odorífera. De vez en cuando, el homúnculo sale de la gruta, bebe agua, hace pipí, defeca y come “liquen, hierba y bayas de musgo”, “pequeñas salamandras y serpientes de agua que devoraba con piel y huesos después de arrancarles la cabeza”, incluso comió “un cuervo muerto” y “murciélagos muertos por congelación”.

Sin embargo, un día de febrero de 1764, Jean-Baptiste Grenouille abandona la gruta. La razón: de pronto, en medio de sus ensueños odoríferos, descubre por primera vez y con aterrorizada sorpresa que su cuerpo no emite ningún olor. Y se marcha de allí decido a conseguirlo. 
Reaparece ante los ojos de los rudos campesinos con la facha de un troglodita: “Los cabellos le llegaban hasta las rodillas, la barba rala, hasta el ombligo. Sus uñas eran como garras de ave y la piel de brazos y piernas, en los lugares donde los andrajos no llegaban a cubrirlos, se desprendía a tiras.” En la ciudad de Pierrefort, luego de ser tildado de huido de un galeote, de “mezcla de hombre y oso, una especie de sátiro”, y de espécimen semejante a los homúnculos de “una tribu de indios salvajes de Cayena”, el marqués de la Taillade-Espinasse, señor feudal de Pierrefort, miembro del Parlamento en Toulouse y locuaz científico experimental, al tener noticia de su aspecto de cavernícola y de que vivió siete años enterrado en una gruta subterránea, lo convierte en su protegido y se lo lleva, como conejillo de indias, al laboratorio de su castillo de Montpellier, con el fin de demostrar la veracidad de su loca teoría del fluido letal (un supuesto gas pútrido quesque emana de la tierra constantemente y dizque “paraliza las energías vitales y tarde o temprano conduce a la extinción”) y más aún: con el troglodita pretende demostrar la supuesta eficacia de sus locuaces y chocarreros métodos terapéuticos.  
    Grenouille, una vez sometido a los procedimientos del marqués de la Taillade-Espinasse y con el vestuario y el maquillaje de un francés común de la época, monta una faramalla más con tal de que lo lleven al taller de un perfumista de Montpellier, con cuyos modestos y rupestres instrumentos se crea un aura odorífera mediante la combinación de dos olores fabricados por él: un perfume sin mayor pena ni gloria y la sencilla fragancia de un hombre perfumado. Ya con su aura individual, Grenouille da una ronda por las callejuelas observando el efecto de ser registrado como persona común y corriente. En tal paseo se exacerba el odio que siente ante el hediondo y corrupto género humano y su acendrada megalomanía: creará “un aroma de ángel, tan indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él, Grenouille, con todo su corazón.
   “¡Sí, deberían amarle cuando estuvieran en el círculo de su aroma, no sólo aceptarle como su semejante, sino amarle con locura, con abnegación, temblar de placer, gritar, llorar de gozo sin saber por qué, caer de rodillas como bajo el frío incienso de Dios sólo al olerle a él, Grenouille! Quería ser el Dios omnipotente del perfume como lo había sido en sus fantasías, pero ahora en el mundo real y para seres reales.”
   Para tal objetivo, luego de alrededor de diez días en Montpellier, Grenouille, en marzo de 1764, se marcha a Grasse, la ciudad de los perfumistas por antonomasia. En siete días ya está allí y no tarda en hacerse contratar como segundo oficial en el taller de madame Arnulfi, viuda del maître parfumeur Honoré Arnulfi, con la particularidad de que durante su previo recorrido por las callejas y callejuelas de Grasse descubre el aroma más exquisito que haya olido su nariz de garrapata enana: el olor de una adolescente con apenas un principio de senos. Así, en tanto la bella muchachita llega a su punto odorífero para él y mientras aprende las técnicas de extracción de esencias aromáticas que aún ignora, se antepone como término dos años para apropiarse del efluvio de la chavala.  
   En enero de 1765 la viuda madame Arnulfi se casa con el primer oficial de su taller: Dominique Druot; así que éste se convierte en el maître perfumista y Grenouille en el primer oficial, además de que ya domina las técnicas para extraerle el olor a un ser humano, mismas que le servirán para la perfecta fragancia que planea: un perfume elaborado con la esencia de las hermosas adolescentes que inspiran amor. 
   
Fotograma de El perfume (2006)
       Para crearlo, entre mayo y septiembre de 1765, Grenouille asesina a las 24 preciosas muchachitas de los alrededores de Grasse y de Grasse, y deja para el año siguiente la extracción de la fragancia de la citada pubescente que le resulta el olor más exquisito de todos los aromas que ha conocido, mismo que será el epicentro del perfume del amor que saldrá de su sapiencia de demiurgo menor, de diosecillo bajuno, y de su consubstancial nariz de garrapata hechicera.
    Es decir, el 17 de julio de 1766 Grenouille cumplirá 28 años y el crimen de la doncella número 25 lo ejecuta en marzo de 1766, en La Napoule, y ella, además de poseer la esencia central de la fragancia del amor que luego crea, es la única chica de la cual la voz narrativa dice el nombre: Laure Richis, objeto odorífero y único crimen de los 25 asesinatos (para el perfume) que es contado con todos sus pormenores; lo cual también ocurre en el caso del primer asesinato cometido por Grenouille: el súbitamente perpetrado la noche del primero de septiembre de 1753.
 
Grenouille y su primera víctima
(Karoline Herfurth y Ben Wishaw)
Fotograma de El perfume (2006)
        Curiosamente, Patrick Süskind, quien además de historiador es muy detallista y minucioso en muchos aspectos descriptivos de su novela, varias veces descuida las fechas o los marcos temporales que maneja (tal inequívoco síndrome de “Amnesia in litteris”, expuesto en su paródico cuento sobre el arquetipo del desmemoriado lector, reunido en Un combate y otros relatos). Por ejemplo, los asesinatos de las 24 adolescentes ocurrieron entre mayo y septiembre de 1765 y durante los últimos meses de tal año se sucede entre la población de Grasse y alrededores la fóbica secuela social que ello suscita y enseguida, en la página 187, se dice que ya es “el primero de enero de 1766”. Pero luego, en la página 234 deja de ser 1766; es decir, pese a que sólo se trata de unos días después del asesinato de Laure Richis acontecido en marzo de 1766, la novela da un brinco de saltimbanqui renacentista al “25 de junio de 1767”, día que Grenouille llega a París para propiciar su muerte después de las doce de la noche, precisamente en el Cimetière des Innocents, cuando al dejar correr sobre sí mismo el contenido del minúsculo frasquito de su perfume del amor elaborado con los efluvios de las 25 chicas asesinadas, una harapienta Corte de los Milagros reunida en torno a la hoguera (“ladrones, asesinos, apuñaladores, prostitutas, desertores, jóvenes forajidos”) se arroja sobre él y lo destroza con puñales, hachas y machetes, para enseguida devorar sus pedazos con furiosa y amorosa lujuria. 
   
Laure Richis (Rachel Hurd-Wood)
Fotograma de El perfume (2006)
      Pero el caso es que los pocos errores que comete al asesinar a Laure Richis (que sólo tenía dieciséis años) y las evidencias que la policía halla en la pequeña cabaña del olivar que madame Arnulfi tiene detrás del convento de los franciscanos y que Grenouille ocupaba para vivir y la confesión de éste, son suficientes para propiciar su encarcelamiento y la expedita y rápida condena a muerte en un cadalso público erigido ex profeso, donde, atado a una cruz horizontal, el verdugo le dará “doce golpes con una barra de hierro que le descoyuntarán las articulaciones de brazos, piernas, caderas y hombros, tras lo cual se levantará la cruz, donde permanecerá hasta su muerte”. 
  Sin embargo, cuando Grenouille es trasladado ante las diez mil sedientas personas conglomeradas para presenciar el cumplimiento y el horrorosísimo espectáculo de la pena de muerte del famoso asesino de doncellas vírgenes que ha tenido a la población de Grasse y alrededores con el Jesús en la boca y el corazón en la mano, la única gota de su perfume del amor que lleva encima es suficiente para que la multitud de energúmenos lo vea tierno, guapo, inofensivo, angelical, e incapaz de matar una mosca y de mordisquear un plátano. Pero lo más memorable es el trastorno psíquico y la masiva orgía que su perfume desencadena:
Fotograma de El perfume (2006)
   “Todos consideraban al hombre de la levita azul el ser más hermoso, atractivo y perfecto que podían imaginar: a las monjas les parecía el Salvador en persona; a los seguidores de Satanás, el deslumbrante Señor de las Tinieblas; a los cultos, el Ser Supremo; a la doncella, un príncipe de cuento de hadas; a los hombres, una imagen ideal de sí mismos. Y todos se sentían reconocidos y cautivados por él en su lugar más sensible; había acertado su centro erótico. Era como si aquel hombre poseyera diez mil manos invisibles y hubiera posado cada una de ellas en el sexo de las diez mil personas que le rodeaban y se lo estuvieran acariciando exactamente del modo que cada uno de ellos, hombre o mujer, deseaba con mayor fuerza en sus fantasías más íntimas.

   
Fotograma de El perfume (2006)
       “La consecuencia fue que la inminente ejecución de uno de los criminales más aborrecibles de su época se transformó en la mayor bacanal conocida en el mundo después del siglo segundo antes de la era cristiana: mujeres recatadas se rasgaban la blusa, descubrían sus pechos con gritos histéricos y se revolcaban por el suelo con las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como una helada invisible, caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y con las parejas más inverosímiles, anciano con doncella, jornalero con esposa de abogado, aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como venía. El aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos. Era infernal.”
 
Fotograma de El perfume (2006)
       Baste decir, para concluir la nota, que Jean-Baptiste Grenouille, gracias a los efectos de su exquisito perfume del amor, obtuvo la exculpación oficial y el vertiginoso enamoramiento del propio padre de Laure Richis, quien intenta adoptar y adorar para siempre a la horripilante, nauseabunda y torpe garrapata. 


Patrick Süskind, El perfume. Historia de un asesino. Traducción del alemán al español de Pilar Giralt Gorina. Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, febrero 14 de 1986. 240 pp. 


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lunes, 11 de enero de 2016

Memoria de mis putas tristes


  
    La increíble y libertina historia 
  de un no tan cándido y desalmado abuelo


En medio de la estridencia publicitaria que antecedió la inminente aparición de Memoria de mis putas tristes (Diana/Mondadori, Barcelona, 2004), el entonces último bananero bets-seller del colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-Ciudad de México, abril 17 de 2014), la librería virtual elsotano.com (ubicada en la capital mexicana) promovió una venta previa de libros con pastas duras o blandas, mismos que serían enviados (de un modo exprés o normal) el 20 de octubre de 2004, día del lanzamiento del libro al público de México. El reseñista fue de los clientes que el 19 de octubre compró un ejemplar con pastas duras, pero sólo se lo enviaron después de transcurridos más de diez días, pues según elsotano.com la editorial no los proveyó a tiempo del material que anunciaron y vendieron con antelación. 


(Diana/Mondadori, Barcelona, 2004)
  El reseñista (desde Xalapa, Veracruz) adquirió el libro con pastas duras para eludir el antiecologista forrado con plástico y por su mayor durabilidad ante futuras manos, lecturas y relecturas, y no por la falaz trampa publicitaria, de clara mercadotecnia, con que se remata o remató, inútil en un autor que vende de un modo masivo, en distintos países y en diversas lenguas; es decir, encima del número correspondiente, Memoria de mis putas tristes tiene pegada una etiqueta que a la letra dice: “Edición única y numerada de 25 mil ejemplares”; pues es obvio que tal edición no es “única” y es fácil suponer que el libro con pastas duras se seguirá reeditando (en Barcelona, en Colombia, en China, en San Garabato Cucuchán, etcétera), por lo que da lo mismo tener un ejemplar sin número de serie o un ejemplar con el número 21035 o con el número 3245 de esta supuesta “Primera edición”, impresa en Barcelona, España, en “octubre de 2004”.






        Quizá el anciano nonagenario que protagoniza Memoria de mis putas tristes se convierta en un entrañable o inolvidable personaje, tanto como para muchos es el viejo septuagenario de El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, 1961); o ese alter ego del propio Gabo que habla y actúa en “El avión de la bella durmiente”, relato firmado en “Junio 1982”, uno de sus Doce cuentos peregrinos (Diana, México, 1992) —hay otra versión homónima que parece anterior (publicada “originalmente el 22 de septiembre de 1982”) reunida en Notas de prensa. Obra periodística 5. 1961-1984 (Diana, México, 2003)—, donde el protagonista viaja en aeroplano junto a una mujer, hermosa e indiferente, que duerme (bajo una dosis de somníferos dorados) “las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo [del ‘aeropuerto Charles de Gaulle de París’] a Nueva York”, circunstancia que lo induce a evocar La casa de las bellas durmientes (1961), libro del narrador y suicida Yasunari Kawabata (1899-1972), Premio Nobel de Literatura 1968: 

(Diana, México, 1992)
  “Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.”


(Caralt, Barcelona, 2004)
 
Yasunari Kawabata
       
Firmada en “Mayo de 2004” y dividida en cinco capítulos, Memoria de mis putas tristes inicia, amanera de epígrafe, con el íncipit de la citada novela de Yasunari Kawabata: 
       “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido.” 
       Pero si con tal preludio Gabo sugiere y anuncia que su narración surgió del influjo de la obra del japonés, la experiencia erótica del nonagenario colombiano frente a una niña virgen y prostituta cuya edad oscila entre los 14 y los 15 años, implica, además de un acto inmoral y transgresor de las más elementales normas, un contexto social y político ominoso y nauseabundo.


Gabriel García Márquez
      Concebida con la envolvente e hiperbólica prosa garciamarquiana que caracteriza la voz de sus mejores libros y que no excluye ciertos colombianismos y modismos del habla caribe, la Memoria escrita por el nonagenario en el antiguo mesón de su vetusta y astrosa casona heredada de sus padres tiene dos puntos nodales (bien pudo escribirla en el burdel, junto a la niña dormida y desnuda, y así tributar a William Faulkner, quien vio la calma y el silencio de la mañana prostibularia como la mejor atmósfera para escribir). Uno gira en torno a la noche en que celebra sus 90 años, que es el día en que decidió regalarse “una noche de amor loco con una adolescente virgen”. Y el otro parte de la noche en que celebra sus 91 años junto al cuerpo desnudo y dormido de la niña que conoció en su anterior aniversario y que él bautizara con el nombre de Delgadina canturreándole unas coplas de una versión del trágico “Romance de Delgadina” (de origen medieval) donde se bosqueja un incesto: “la hija menor del rey, requerida de amores por su padre”; el cual, curiosamente, es el mismo que el vejestorio centenario de El otoño del Patriarca (Plaza & Janés, Barcelona, 1975) le hace oír a la joven Leticia Nazareno, la novicia en hábito secuestrada (por orden suya) en un monasterio de Jamaica y traída en barco hasta la casa presidencial de su extenso territorio caribeño, a quien durante un año de contemplar su nocturna y desnuda virginidad (de hecho sólo la posee hasta el segundo aniversario del secuestro cuando ella doblega el “miedo ancestral” de él), se lo reproducía “en el gramófono hasta que se gastó el cilindro [sic] la canción de la pobre Delgadina perjudicada por el amor de su padre”.

Gabriel García Márquez
        En la acuñación de la trama y los personajes de Memoria de mis putas tristes descuellan numerosos gags o clisés que pueblan las narraciones de Gabriel García Márquez, pero también su leyenda y su biografía, como son las legendarias parrandas cantineras y burdelescas de sus primeros años de periodista en Cartagena de Indias y luego en Barranquilla, donde fue uno de los mamadores de gallo del legendario Grupo de Barranquilla; de ahí que el pintoresco y pobretón nonagenario que declara: “nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle” y “las putas no me dejaron tiempo para ser casado”, haya comenzado sus consecutivas andanzas prostibularias a los 13 años (luego de ser iniciado a la fuerza a los 12 por una furcia madura que en su vejez tuvo la pinta de una Mamá Grande del Caribe), y que sea un “periodista” con 71 años de escribir una nota dominical en El Diario de La Paz, fundado, al parecer, con la “fortuna con trata de blancas” que amasó el abuelo paterno del actual director, lo que evoca el aforismo de Honoré de Balzac que preludia a El padrino (1969), la gran novela sobre la mafia escrita por Mario Puzzo: “Detrás de cada gran fortuna hay un crimen”. 

 

(Ediciones B, Barcelona, 2001)
El coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía (1864-1937)
Abuelo materno de Gabriel García Márquez
  Gabo ubica la muerte del padre del nonagenario “el día en que se firmó el tratado de Neerlandia, que puso término a la guerra de los Mil Días”, la cual históricamente es la guerra civil (1899-1902) donde combatió, del lado de los liberales, su propio abuelo materno el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía (1864-1937); pero también, por decir algo, el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, quien recuerda al coronel Aureliano Buendía, “tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo”, en un rol relevante para que se cumpla la firma del susodicho tratado. Y si el coronel de la novela y su abuelo el coronel siempre esperaron que el barco fluvial del correo les llevara la pensión vitalicia pactada y nunca cumplida, no extraña que en la Memoria del nonagenario aparezca “el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, [...] bramando en el canal del puerto”; ni que a la hora en que empieza a decorar el cuartucho del burdelito donde se encuentra con la niña desnuda y dormida, “lleve un dibujo a pluma de Cecilia Porras para Todos estábamos a la espera, el libro de cuentos de Álvaro Cepeda”, pues en la vida real Álvaro Cepeda Samudio fue del Grupo de Barranquilla, como también lo fue Orlando Rivera Figurita, de quien el nonagenario en otro capítulo lleva un cuadro al mismo cuarto, lo cual lo revela como un admirador de tales mamagallistas, el corro que Gabo aludía con su célebre frase: “escribo para que mis amigos me quieran más”. Pero además, Cecilia Porras, pintora cartagenera y amiga de Gabo y del Grupo de Barranquilla, ilustró la portada de La hojarasca (Ediciones S.L.B., Bogotá, 1955), su primer libro, dedicado a Germán Vargas, otro de los mamagallistas de La Cueva.



Tranquilina Iguarán Cotes (1863-1947)
Abuela materna de Gabriel García Márquez
  Si así festeja a sus viejos cuates y sus juergas, las historias de muertos, fantasmas y aparecidos que al niño Gabito le contaba (en la casa de Aracataca donde nació y vivó hasta sus diez años) su abuela materna Tranquilina Iguarán Cotes (1863-1947) como si fueran cosas ciertas, resultan homenajeadas con el meollo de la frase que el nonagenario halla escrita en el espejo del cuarto de baño de la habitación de sus encuentros con la analfabeta niña (“El tigre no come lejos”), pues la vieja matrona supone que la escribió alguien que murió allí, lo cual parece corroborarse cuando durante las horas nocturnas en que el anciano, con la niña dormida y desnuda a su lado, celebra sus 91 años, oye “un  grito en el horizonte, sollozos de alguien que quizás había muerto un siglo antes en la alcoba”. 



Gabriel García Márquez y las rosas amarillas
  Y ya encarrerado el gato en la vaina de unir cabos, las “rosas amarillas” que el nonagenario busca “para conjurar la pava de las flores de papel” en dicho cuartito, rememoran lo que Gabriel García Márquez le dijo a su colega y compadre Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba (La Oveja Negra/Diana, México, 1982), de modo que parece que Gabo nunca escribe sin que cerca de él ronde el efluvio de un ramo de flores amarillas o de eróticas féminas (quizá ejecutando la danza del vientre):

        “Siempre hay flores amarillas en tu casa. ¿Qué significado tienen?
“Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.
“Mercedes pone siempre en tu escritorio una rosa.
“Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me traen la flor y todo empieza a salir bien.”

(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
  En el ámbito de la ficción resulta placentero e hilarante seguir y ver al ridículo, patético, simpático, anacrónico y peliculesco nonagenario a través de su Memoria, recordando y reviviendo sus divertidas descripciones, anécdotas y lujurias a partir de su decisión de revolcarse con una “adolescente virgen”. Pero como transposición y reflejo de la realidad alude una peste, un cáncer social muy terrible y sanguinario: la corrupción de menores, mismo que se sucede en todas las latitudes de la beligerante y pestilente aldea global, y que implica a las sórdidas mafias prostibularias y sus vínculos con las corrompidas redes policíacas, judiciales, burocráticas, políticas y gubernamentales. De ahí que el nonagenario anote, como cosa normal, sobre la impunidad de Rosa Cabarcas y sus corruptos nexos: 

“Recogía su cosecha entre las menores de edad que hacían mercado en su tienda, a las cuales iniciaba y exprimía hasta que pasaban a la vida peor de putas graduadas en el burdel histórico de la Negra Eufemia. Nunca había pagado una multa, porque su patio era la arcadia de la autoridad local, desde el gobernador hasta el último camaján de alcaldía, y no era imaginable que a la dueña le faltaran poderes para delinquir a su antojo.”


En la portada: Gabito con una galleta
(Diana, México, 2002)
  Cabe observar que “en la casa de fiestas de la Negra Eufemia”, la noche del “27 de julio de 1950” —según dice Gabriel García Márquez en Vivir para contarla (Diana, México, 2002)— obtuvo los gérmenes de “La noche de los alcaravanes”, su noveno cuento escrito de “un solo trazo” en las escuálidas oficinitas del semanario Crónica (en la calle San Blas de Barranquilla), donde era el “flamante jefe de redacción”, impreso al día siguiente en sus páginas, reunido 24 años después en su libro Ojos de perro azul (Plaza & Janés, Barcelona, 1974). Pero el feo y arrugado nonagenario, en su papel de antiguo cliente de Rosa Cabarcas, es cómplice de la mafia, nada ingenuo ni exculpado, pese a su dizque “ética personal” y al falaz “refinamiento senil” que practica en torno a la niña: no la sodomiza una y otra vez a su antojo como otrora lo hiciera con Damiana, su fiel y vieja sirvienta de toda la vida, aún virgen, estrenada cuando ésta “era casi una niña, aindiada, fuerte y montaraz”; tampoco copula con la infanta, pero sí lo pensó y quiso hacerlo al inicio, y sólo se deleita —mientras duerme desnuda— con leerle libros propios de su edad infantil-adolescente y con hacerle oír música “culta”, con adornar la habitación con cuadros y utensilios, con contemplar, husmear, toquetear y besar su cuerpo desnudo y siempre inconsciente y narcotizado por el cansancio de sus mil y una chambas y por el infalible “bebedizo de bromuro con valeriana” que previamente le da la madrota para convertirla en una bella durmiente.

Así que cuando el vejete está con la niña dormida y en otro de los seis cuartuchos del burdelito ocurre el asesinato de un banquero “famoso por su apostura, su simpatía y su buen vestir, y sobre todo por la pulcritud de su hogar”, pero cuya pareja al parecer era otro hombre, el nonagenario no sólo se involucra con la madama para modificar el cuerpo del delito, sino que también se apresura a irse de allí con tal de que no lo encuentren con la menor de edad. 
Comprado y salpicado su silencio de tal manera, es testigo mudo y casi no mueve un dedo frente a las “más de cincuenta” detenciones intencionalmente erradas y ante la falsa información que distancia el crimen del burdelito y que impone el gobierno con sus comunicados, incluso a través de El Diario de La Paz, donde al Abominable hombre de las nueve, el censor del gobierno, no le tiembla “el pulso para imponer la versión oficial de que había sido un asalto de bandoleros liberales” (los “refugiados del interior del país”), intríngulis que implica una geografía política con una libertad coartada y vendida, con harta pobreza, muy violenta, militarizada y gobernada por un corrupto y criminal poder conservador que practica una cruenta guerra sucia y sin cuartel contra el bando liberal, quizá proscrito y que tal vez no cante mal las rancheras en cuestión de armas, crímenes a mansalva y atentados sorpresivos. De ahí que al nonagenario, cuando en otro capítulo cruza a pie el parque de San Nicolás, una patrulla militarizada le revisa una canasta donde lleva un gato (regalo por sus 90 años), su cédula de identidad y su credencial de prensa.
Después de tal asesinato, el burdelito permanece cerrado con los sellos de la Sanidad, no de la policía; la niña y la madrota desaparecen de allí y el nonagenario sólo vuelve a encontrarlas un mes después y entonces se entera de que ambas estuvieron “invitadas” en un quezque “hotel de reposo de Cartagena de Indias”, nada menos que por otro cliente del burdel, el abogado del banquero asesinado a puñaladas, quien “repartió prebendas y sobornos a cuatro manos” mientras dizque “se disipaba el escándalo”. Pero lo que denota el trasfondo del viaje a Cartagena de Indias no es el ligero cambio de adolescente a jovencita mujer que el anciano observa en el cuerpo desnudo de la quinceañera dormida, sino las joyas y otros artificios que la adornan y en una silla el “traje de noche con lentejuelas y bordados, y las zapatillas de raso” al pie. Por lo que el anciano deduce la pérdida de la virginidad y el inicio en la putería, lo que en su explosivo enojo se traduce en rechazo y renuncia de su niña amada. 


Gabriel García Márquez
  Y sólo comienza a pensar en la posibilidad de recuperarla después de hablar con Casilda Armenta, otra añeja hetaira de sus viejos y remotos tiempos, cuya sugerencia (que compartiría Rosa Cabarcas) implica un translúcido engaño y desalmado egoísmo e indiferencia ante la suerte y destino de la niña recién iniciada y explotada en la prostitución y por ende con una adolescencia interrumpida y denigrante y sin un digno futuro. Y si la matrona del burdelito al nonagenario le dio noticia de otra muchachita cuyo padre la vendía por una casa, la niña virgen tuvo miedo antes de ver al feo y arrugado viejo “porque una amiga suya que se escapó con un estibador de Gayra se había desangrado en dos horas”. 

“Vete a buscar ahora mismo a esa pobre criatura aunque sea verdad lo que te dicen los celos [le rebuzna Casilda Armenta], sea como sea, que lo bailado no te lo quita nadie. Pero eso sí, sin romanticismos de abuelo. Despiértala, tíratela hasta por las orejas con esa pinga de burro con que te premió el diablo por tu cobardía y tu mezquindad. En serio, terminó con el alma: no te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.”



Gabriel García Márquez


Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes. Ejemplar 011073 de la primera “Edición única y numerada de 25 mil ejemplares”. Diana/Mondadori. Barcelona, octubre de 2004. 112 pp.



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Memoria de mis putas tristes (2012), película dirigida por Hennig Carlsen, basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez, con guion de Jean-Claude Carriére.


sábado, 19 de diciembre de 2015

La leyenda del Santo Bebedor


 La última y nos vamos

Escrita en alemán, La leyenda del Santo Bebedor es una obra póstuma, una nouvelle concluida el mismo año de su publicación, poco antes de que Joseph Roth, su autor, muriera, a los 45 años, el 27 de mayo de 1939, atado a una cama del parisino Hospital Necker (para menesterosos), corroído por los males que en su cuerpo y mente propició y agudizó la falta del alcohol. Es por ello, y por el protagonismo de un alcohólico incurable, que ciertos lectores la consideran su testamento literario. Sin embargo, viéndolo bien, éste es el conjunto de sus escritos, de los cuales, La leyenda del Santo Bebedor es una minúscula parte, espléndida, célebre, y hasta adaptada al cine en italiano por Tullio Kezich y Ermanno Olmi para un homónimo filme de 1988 dirigido por éste, el cual, en Italia, ganó el León de Oro y cuatro premios David di Donatello. No obstante, tal nouvelle de Joseph Roth carece de las virtudes y la riqueza narrativa de, por ejemplo, Job. La novela de un hombre sencillo (1930) y La marcha de Radetzky (1932).
       
Joseph Roth
(Brody, Imperio Austrohúngaro, septiembre 2 
de 1894-
París, mayo 27 de 1939)
        Además de vivir en los altos del Café Tournon, éste era el sitio de tertulia parisina donde Joseph Roth oficiaba, bebía y escribía. Allí, frente a los escombros del Hotel Foyot (su casa entre 1933 y 1937), fue donde escribió su último libro y el sitio donde la muerte lo visitó con sus segundas llamadas. Sobre ello, en El imperio perdido (Cal y Arena, 1991), apunta José María Pérez Gay (1944-2013) en el ensayo que le destina a su vida y obra: “tenía la pierna derecha casi inmóvil, los pies hinchados y una infección estomacal crónica. No soportaba la luz. Lo estremecía el dolor de cabeza. Lo recorrían calosfríos y sentía náuseas. El cognac era el responsable. Cinco años antes se había internado en una clínica para alcohólicos, pero después de cuatro semanas de terapia fracasó y volvió a beber con mayor ansiedad. Sus paseos se limitaron entonces a una sola calle, su pequeña república de Tournon.”

     
Panorama de narrativas núm. 6, Editorial Anagrama, 3ª edición
Barcelona, 1989
        La leyenda del Santo Bebedor se sucede durante la primavera de 1934. Andreas Kartak, el protagonista, es, como Joseph Roth, un alcohólico incorregible; ambos, en París, son un par de inmigrantes, exiliados circunstanciales y decadentes que proceden del centro de Europa: Joseph Roth nació el 2 de septiembre de 1894 en Brody (hoy en Ucrania), pueblo de Galicia, “la provincia más extensa del Imperio Austro-Húngaro”, colindante con la Rusia zarista; mientras que Andreas Kartak es un ex minero de Olschowice, población de la Silesia polaca, cuyo permiso de residencia caducó. Andreas Kartak subsiste perdido y difuminado entre los clochards que se refugian y esconden su infortunio bajo los puentes del río Sena. La conjunción misteriosa o divina que define y ennoblece sus últimos días en una especie de delirium tremens, está signada por una serie de milagros que mucho tienen de fantasía onírica y etílica, de intrínseco deseo inconsciente y crepuscular, tal vez porque Joseph Roth (por lo desdichado que era, pese a su inteligencia e imaginación creativa) suponía que sólo un milagro lo salvaría del naufragio irremediable: la ruina de su cuerpo, el alcoholismo, la esquizofrenia de Friedl Reichler (su esposa desde los años veinte) y su confinamiento en el manicomio estatal de Viena al abandonarla en 1933, el desamor, y la nostalgia de la idealizada y derrumbada monarquía de los Habsburgo: el Imperio Austro-Húngaro, cuya casta dominó Europa entre marzo de 1867 y noviembre de 1918.

     
Friedl Reichler, esposa de Joseph Roth
         Andreas Kartak, el andrajoso clochard, se tropieza con un caballero elegante que le ofrece doscientos francos con la condición, única y exclusiva, de que los reponga en la alcancía de la estatuilla de Santa Teresita de Lisieux que se halla en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles. Esto es así porque el caballero elegante, gracias a los favores de la Santa, dice, recién ha sido poseído por el milagro de la conversión al cristianismo, y como gratitud se ha abandonado a repartir su dinero, que es mucho, para encauzar así la infravida de los indigentes. Andreas Kartak, cuyos bolsillos desde hace tiempo no albergan tal cantidad, acepta el dinero porque dice ser un hombre de honor. Y lo es, puesto que sin ser cristiano, pero sí creyente de las señales y de los designios de Dios, una y otra vez intenta restituir el dinero ante los dichosos pies de Santa Teresita de Lisieux.

       Puro delirio etílico resultan los milagros que persiguen a Andreas Kartak, arquetipo de clochard, infeliz, desahuciado, sin ventura y sin esperanza. Son tan imposibles como ese fantaseo que una y otra vez imaginan y repiten ciertos alcohólicos que añoran les ocurra un prodigio sobrenatural, santificado, que cambie por siempre jamás el curso de su miserable vida. Así, algo tienen del anhelo de los borrachos que quieren dejar de serlo, salir de su abandono, pero que saben, dado su mórbido metabolismo, que nunca dejarán el alcohol como el alcohol no los dejará a ellos.
     
Stefan Sweig y Joseph Roth
(Ostende, Bélgica, 1936)
       Después del primer caballero, en un abrir y cerrar de ojos, se le aparece otro, que por un irrisorio trabajo de cargador, le ofrece otros doscientos francos. En una serie de rápidos absurdos se gasta el dinero, puesto que el sinsentido de tales actos, risibles y patéticos, más que la reminiscencia y recuperación efímera de un hedonismo imposible o tal vez perdido, son la confirmación del sinsentido de su vida trunca, aleatoria y fugaz, derruida y sepultada hace mucho entre el alcohol barato del Tari-Bari, su viejo bar ruso-armenio, y los periódicos que lo cubren bajo los puentes del río Sena. 

Y así como se le aparece Caroline, su ex amante y compatriota, para recordarle, con su presencia, que vivió dos años en la cárcel tras haber asesinado al marido de ésta, así también, más adelante, cuando supone que los milagros han concluido su cauda, descubre mil francos más en la cartera usada que había comprado en una tienda, para, absurdamente, resguardar y dignificar la posesión del dinero.
     Pese a la melancolía y al desamparo que rezuma y transpira Andreas Kartak, el lector no accede a los meollos que propiciaron tal decadencia y quebranto. En el ligero, infantil e irreflexivo desprendimiento con que derrocha y pierde el dinero, tal como si pensara que la vida es una enfermedad incurable a punto de esfumarse en un tris, se advierte su psicosis, su ansiedad, su angustia, su vacío, y lo poco que lo valoriza. Pero también, el tenerlo en la mano, contante y sonante, le da firmeza a sus actos (imaginaria, ridícula y absurdamente) y, al unísono, la palpable certidumbre (a un tiempo inasible y evanescente) de brindar y brindarse bebidas y cosas que de otra forma no podría adquirir en el fragor de la voraz sociedad capitalista y de consumo exprés.
       De este modo, para que los milagros empiecen a concluir la inescrutable cifra de su destino, se encuentra o se le aparece Kaniak, un famoso y enriquecido futbolista, su ex compañero de banca en la primaria, allá en el país de ambos, que se lo lleva de juerga al café de las furcias de Montmartre, le paga una habitación en un hotel de lujo y le envía dos trajes. 
      Y si bien los misteriosos designios cósmicos que parece consentir Dios con una sonrisa y su omnisciente y ubicuo ojo avizor, premian a Andreas Kartak con el encuentro (en el hotel) de una bella, disponible y joven dizque bailarina (que sin duda resucitaría al muerto con los consabidos siete masajes), esto también conlleva su retorcida y enroscada parte maldita, porque la mujer, que a todas luces es una prostituta, al parecer le robó buena parte de los mil francos. Así, también Woitech, otro paisano, le arrebata el dinero recién hallado en otra cartera que le entregó un policía confundiéndolo con el dueño y con el cual se disponía, por fin, cumplir su deuda ante la estatuilla de Santa Teresita de Lisieux. Pero creyéndose bendecido por el favor celeste, descubre y queda hechizado por una joven vestida de un azul, como sólo puede ser el cielo, quien dice llamarse Teresa y que Andreas Kartak confunde con la Santa que ha descendido, en persona, a cobrarle el préstamo. Pero la muchacha, sorprendida, le dice que no es tal, que espera a sus padres, y le regala a Andreas cien francos más, para, finalmente, ser “redimido” al depositar su vida, a imagen y semejanza de un deshecho social, frente a los socorridos pies de Santa Teresita de Lisieux.
     
Autorretrato de Joseph Roth, fechado en París el 3 de noviembre de 1938, donde
dijo de sí mismo: Así soy realmete: maligno, borracho, pero lúcido.
        El libro, cuya primera edición en la serie Panorama de narrativas, de Editorial Anagrama, data de 1981, incluye la reproducción de un dibujo, un autorretrato fechado en París, el 3 de noviembre de 1938, donde Joseph Roth se autocelebra y echa porras declarando a los cuatro pestíferos vientos de la ahora recalentada aldea global: “Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido”. Lo cual revela, que además de excelente narrador y cronista periodístico, también poseía cualidades para el dibujo y la caricatura. 

Hermann Kesten
(1900-1996)
  A esto se añade un epílogo del novelista y dramaturgo alemán Hermann Kesten (1900-1996), transcrito y traducido de Meine Freunde die Poeten (Kindler Verlag, Munich, 1959), donde el autor refiere su afecto por Joseph Roth y el hecho de que en 1939, poco antes de que falleciera, le contó, en una mesa del parisino Café Tournon, que acababa de escribir La leyenda del Santo Bebedor

Carlos Barral
(1928-1989)
  Mientras que el prólogo ex profeso del legendario editor barcelonés Carlos Barral (1928-1989), fechado el 27 de julio de 1981, además de ser una apología de La leyenda del Santo Bebedor y de Joseph Roth, y muy dogmático y rígido al referir las virtudes etílicas, es también una página autobiográfica sobre su propio alcoholismo, y un panfleto con el que ataca a las nada indefensas legiones de abstemios habidas y por haber. Le daban asco, según se lee, y además afirma: “Son, en general, gentes dignas de lástima, a menudo enfermas de alergia”. O sea, todo sobre la suya, para puntualizarlo con humor cantinero.



Joseph Roth, La leyenda del Santo Bebedor. Traducción del alemán al español de Michael Faber-Kaiser. Panorama de narrativas núm. 6, Editorial Anagrama. 3ª edición. Barcelona, 1989. 96 pp.


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Enlace a La leyenda del Santo Bebedor (1988), película dirigida por Ermanno Olmi, doblada al francés, basada en la novela homónima de Joseph Roth.