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martes, 16 de noviembre de 2021

Los casos de monsieur Dupin

 Un genio de lo intelectual

 

Entre los mil y un libros en español que reúnen los tres cuentos detectivescos del escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) se halla el titulado Los casos de monsieur Dupin, impreso en 2019, en España, por Ediciones Abraxas. Con primorosas y bellas erratas, y maquetación y diseño de portada de Vanessa Diestre (que parece ilustrar no al chevalier Dupin sino a Sherlock Holmes en París), la traducción del inglés es de Alberto Laurent, quien la precede con un prefacio titulado “La narrativa detectivesca de Poe”, en donde afirma: “Entre 1840 y 1845, el agudo genio de Edgar Allan Poe produjo cinco relatos en los que quedaron postulados para siempre los principios generales de la narración policíaca.” De ahí que la antología esté dividida en dos partes; en la primera, homónima del libro, figuran: “Los crímenes de la rue Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada”; y en la segunda, rotulada “Apéndice”, figuran: “El escarabajo de oro” y “Tú eres el hombre”.

           

Ediciones Abraxas
(España, 2019)

              Si bien el traductor cita, en su preámbulo, un fragmento de “El cuento policial” célebre conferencia informal de Jorge Luis Borges datada el “16 de junio de 1978” (en la Universidad de Belgrano), en el que se lee decirle al auditorio: “[...] Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas desde luego, pero sobre todo de la inteligencia.” No refiere que allí Borges, entre sus divagaciones, esboza la tesis de que “Poe ha dejado cinco ejemplos” de “cuentos de razonamiento”, “cinco cuentos policiales”, los nombra; los cuales son, precisamente, los traducidos y antologados por Alberto Laurent en Los casos de monsieur Dupin. En este sentido, parece que la idea de traducir esos cinco relatos, y antologarlos en un libro, deviene de las alusiones dichas por Borges en esa conferencia, la cual el traductor leyó en el póstumo volumen IV de las Obras completas de Borges, publicado por María Kodama, en 1996, en Barcelona, a través de Emecé Editores.

   

Emecé Editores
(Barcelona, 1996)

          No obstante, pudieron ser siete (contando a “El hombre de la multitud” y a “La caja oblonga”), según lo que expone Margarita Rigal Aragón en “Poe y el relato policíaco” (donde bosqueja, precisamente, los postulados y los principios generales de la narración policíaca inaugurados por el norteamericano), capítulo de su extensa “Introducción general” al ladrillesco tomo de Edgar Allan Poe: Narrativa completa, publicado en Madrid, “el 7 de octubre de 2011”, por Ediciones Cátedra en la Bibliotheca AVREA, el cual agrupa, cronológicamente, las traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos de Poe; más La narración de Arthur Gordon Pym, traducido por éste, y Julius Rodman, traducido por ella; quien además de su erudito ensayo preliminar incluyó una “Cronología” biográfica, una “Relación de los lugares en los que Poe vivió”, una comentada “Selección bibliográfica”, y un conjunto de sesudas notas: una por cada texto de Poe compilado en el volumen.

     

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, 2011)

            Si bien Alberto Laurent también incluyó una serie de notas (pero al pie de página) en cada uno de los cinco cuentos que tradujo para Los casos de monsieur Dupin, su antología no es una edición crítica y anotada. De hecho, extrañamente —y no es peccata minuta—, no transcribió las fechas de la primera edición de cada uno de los cinco cuentos (ni se leen en la página legal): ni en el prólogo (donde habla de la génesis de la narración policíaca) ni en sus notas. Y sólo al término de cada uno colocó el título original en inglés.

    Vale observar, entonces, que según la datación cronológica que reporta Margarita Rigal Aragón en Narrativa completa, “El hombre de la multitud” (“The Man of the Crowd”) es la narración número 27 de Poe, publicada en “Diciembre de 1840” en Burton’s Gentelman’s Magazine. En su “Introducción general” dice que “se ha dicho que es en realidad la primera historia detectivesca de Poe”; lo cual parece reiterar en su correspondiente nota: “Esta narración es considerada como el germen de los relatos detectivescos de Poe.” Y al parecer es así, pues “El hombre de la multitud” está narrado por la voz de un observador que, desde la mesa de un café en el epicentro del multitudinario Londres, inicia el obsesivo seguimiento (detectivesco) de un individuo, cuyos rasgos y facha le llaman poderosamente la atención. Imbuido en una visual atmósfera dickensiana de costumbres multitudinarias e individuales, ese seguimiento y espionaje traza un círculo: inicia una noche a través del cristal de una ventana del “café D...” y concluye en la noche del día siguiente en las inmediaciones de “ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad”: “la calle de hotel D...” Es obvio que ese germen de detective anónimo no posee las virtudes analíticas y deductivas del chevalier Auguste Dupin; pero eso sí: a imagen y semejanza de un cultivado y sabiondo (de cuño poeniano) exhibe o saca a colación sus conocimientos librescos, filosóficos, culteranos y políglotas. Y por ser un convaleciente que ha pasado “varios meses de enfermedad”, se siente en “el reverso exacto del ennui”: con una excitación del pensamiento y de los sentidos (y de las pupilas de los ojos) que lo hace verse “capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada”. El individuo de la multitud (en incesante movimiento) que frente a la ventana del café magnetiza y concentra su atención parece ser un sesentón (o setentón) en situación de calle (vagabundo del alba, lo llamaría el poeta Efraín Huerta). Pero lo que lo atrae sobremanera es la expresión de su rostro; según narra: “Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio.” Es decir, se trata de alguien cuyo rictus y arraigados rasgos faciales pueden representar el arquetipo del mal y de la maldad. Y quizá se trate de algún dikensiano malvado: ladrón o asesino, pues cuando ya va siguiéndolo de cerca, casi pisándole los talones y bufando en sus orejas, dice el germen de detective: “Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz del farol lo alumbraba de lleno, puede advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no me engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a donde quiera que fuese.” Y sí: lo sigue durante toda la noche; incluso durante su estancia en “uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra”, ubicado en algún suburbio de los bajos fondos londinenses, del que emergen a la altura del amanecer. Lo cual preludia la intempestiva interrupción del seguimiento (casi un tope de borrego contra la piedra: Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre, reza Borges) y su conjetura final: “Este viejo”, dice, “representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae¹ [¹El Hortulus Animae cum Oratiunculis Aliquibis Superadditis, de Grünninger. Nota al pie de Poe], y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que ‘er lässt sich nicht lesen’ [no se puede leer].” Vale observar que Cortázar no tradujo los vocablos ajenos al idioma de Shakespeare que se leen en el cuento, ni siquiera el epígrafe en francés atribuido al filósofo y moralista La Bruyère. Pero Margarita Rigal Aragón sí lo tradujo y reza (deslizando el retintín a lo largo de las volutas y vaivenes del cuento): “Ese terrible mal: ser incapaz de estar solo.”

 

Edgar Allan Poe

          Margarita Rigal Aragón, la crítica y editora de Narrativa completa, apunta que “Los crímenes de la calle Morgue” (“The Murders of the Rue Morgue”) es el relato 28 de Poe, publicado en “Abril de 1841” en Graham’s Lady’s and Gentelman’s Magazine. El cual, con “El misterio de Marie Rog
êt” y “La carta robada”, conformó la consabida y trascendental trilogía detectivesca protagonizada por el marisabidillo y genio de la raciocinación C. Auguste Dupin. “El misterio de Marie Rogêt” (“The Mystery of Marie Rogêt”), apunta, es el relato 37 y se publicó “Entre noviembre y diciembre de 1842 y febrero de 1843” en Ladies’ Companion. Y según dice siguiendo a Mabbot: “este cuento es de una gran trascendencia para la historia de la literatura, pues se trata del primer intento de resolver (empleando para ello la ficción) un asesinato real”. En la trama, el prefecto de la policía parisina le promete “una recompensa económica” por resolver el crimen. “Había nacido así” alecciona Margarita, “el ‘asesor’ o ‘consultor’ de la policía, que posteriormente sería aprovechado por Arthur Conan Doyle para crear al mundialmente famoso Sherlock Holmes.” Pero en “Esta ocasión el chevalier no visita la escena del crimen, sino que intenta resolverlo a través de las distintas noticias que habían aparecido en la prensa; con ello”, apunta, “nace también el detective de ‘sillón’.” No obstante, “es el [relato] menos interesante para ser leído”, Borges dixit; quien con el pseudónimo de H. Bustos Domecq y a cuatro manos con Adolfo Bioy Casares, crearía al detective de sillón Isidro Parodi, quien desde una celda de la Penitenciaría de Buenos Aires resuelve abstrusos crímenes. Y “La carta robada” (“The Purloined Letter”), el relato número 50 de Poe, fue publicado en “Septiembre de 1844” en The Gift; y resulta todo lo contrario que el anterior, pues según afirma Margarita: “es una de las historias más famosas de Poe, considerado por algunos como el mejor de todos sus relatos y por muchos, incluido él mismo, como su mejor cuento de raciocinio.” Esto último quizá también lo compartiría Borges, pues “La carta robada” fue seleccionada por él en cuatro antologías. Primero, con Adolfo Bioy Casares y sin prefacio, en Los mejores cuentos policiales (Buenos Aires, Emecé Editores, 1943); la cual, con cambios en la selección, se reeditó con el rótulo Los mejores cuentos policiales (2) (Madrid, Alianza/Emecé, 1983), signada por un “Prólogo” datado por ambos en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, que es una canónica reseña y celebración del angular aporte de Poe, misma que empieza diciendo: “A partir de 1841, fecha de la publicación de The Murders in the Rue Morgue, primer ejemplo y de algún modo arquetipo del género policial, éste se ha enriquecido y ramificado considerablemente.” Luego, con un “Prólogo” suyo, figura en la antología de cinco cuentos de Poe titulada, precisamente, La carta robada, número número 18 de La Biblioteca de Babel, colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges (a petición de Franco Maria Ricci), editada en Madrid, en 1985, por Ediciones Siruela. Y, por último, en la antología de nueve relatos de Poe titulada Cuentos, número 65 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges (que dirigía con el auxilio de María Kodama), editada en Madrid, en 1986 (año de su fallecimiento) por Hyspamérica, en cuyo “Prólogo” repite: “De un solo cuento suyo que data de 1841, The Murders in the Rue Morgue, que aparece en este volumen, procede todo el género policial: Robert Louis Stevenson, William Wilkie Collins, Arthur Conan Doyle, Gilbert Keith Chesterton, Nicholas Blake y tanto otros.”

     

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 65
Hyspamérica Ediciones
(Madrid, 1986)

         
 “El escarabajo de oro” (“The Gold Bug”), el relato número 40 de Poe, apunta la crítica y editora de Narrativa completa, fue “Publicado en dos entregas”, en The Dollar Newspaper, “los días 21 y 28 de junio de 1843”. Y sobre él dice: “Junto con ‘Los crímenes de la calle Morgue’ es, posiblemente, el cuento más famoso de Poe y uno de los mejor conseguidos del autor, que atrae la atención tanto de adultos como de jóvenes. Poe usó la figura de un famoso pirata, el capitán William Kidd, como fuente inspiración más directa.”

       “La caja oblonga” (“The Oblong Box”), el relato número 49 de Poe, se publicó en “Septiembre de 1844” en Godey’s Lady’s Book. Y según apunta Margarita: “Al igual que en [el] caso de ‘El misterio de Marie Rogêt’, la inspiración le vino a Poe de la mano de una historia real, la del asesinato del impresor Samuel Adams (17 de septiembre de 1841) a manos de John C. Colt; Colt colocó el cuerpo sin vida de Adams, recubierto de sal, en una caja de madera y lo embarcó a Saint Luis. En esta ocasión, sin embargo, no era la intención del escritor la de resolver el crimen, que ya había sido solventado por las autoridades.” [...] “Este relato es considerado por la crítica, en general, como una de las piezas menores de Poe. Se trata, sin embargo, de una excelente muestra del humor de Poe, en la que prueba cómo sabe combinar los elementos reales con los ficticios, dando también cuentas de su buen hacer en el arte de mistificar, y con la que ayuda, no sabemos si de manera consciente o no, a inventar la figura del detective ‘despistado’, desarrollada con gran éxito en personajes de la cultura popular tales como el Inspector Clousseau, el detective Colombo o el Inspector Gadget.”

     Lo más probable es que Poe, con “La caja oblonga”, no se propuso incidir en la creación de “la figura del detective despistado”; ni mucho menos pretendió, con tal cliché, influir en el incierto devenir televisivo y cinematográfico y de los dibujos animados del siglo XX.

    El anónimo personaje que narra en “La caja oblonga” se embarca, en Charleston, en el paquebote Independence, con destino a Nueva York. Pero nunca llega en esa embarcación, dado el violento naufragio acaecido no muy lejos de Roanoke Island, adonde arriba el grupo de sobrevivientes a bordo de una chalupa, luego de cuatro días a la deriva, entre ellos el capitán Hardy y el narrador. Antes de iniciar el trunco viaje en el Independence, el narrador ve que en la lista de pasajeros se halla el nombre de Cornelius Wyatt, un joven pintor, ex condiscípulo suyo “en la Universidad de C...” (Quizá Charlottesville, donde aún está la Universidad de Virginia en la que el joven Poe fue un controvertido y pendenciero alumno durante diez meses de 1826.) Pero también ve que su nombre figura en tres camarotes, e indaga que con el artista viajarán sus dos hermanas y su esposa. Más una criada y un supuesto exceso de equipaje, según deduce y supone con un notorio esfuerzo mental. La enfermiza y perruna intriga del narrador inicia al unísono de sus obsesivas observaciones y del espionaje pseudodetectivesco en torno a lo que hace y no hace su amigo (y su prole), que muy cercano no es, pese a que dice que solían “andar siempre juntos”, dado que nunca había visto a su hermosísima esposa, “la más encantadora y cultivada de las mujeres”, sin duda una sílfide con un tentador cuerpo de pecado.

     El caso es que en el meollo del relato descuella el hecho de que ese personaje que observa y espía no posee las virtudes analíticas, deductivas y estratégicas del raciocinador Auguste Dupin. De modo que su roma inteligencia quizá sea semejante a la inteligencia del instruido y culto amigo del chevalier, pues es incapaz de ver más allá de su nariz. Es decir, pese a que lo observa, no logra desentrañar por qué la supuesta esposa del pintor es inculta y fea, y no bella y cultísima; y por qué, por las noches, la presunta cónyuge sale del camarote del marido y ocupa el vacío camarote de la criada; mientras él pasa las horas de la noche encerrado con la caja oblonga (que, supone, resguarda un valioso lienzo: quizá “una copia de La última cena de Leonardo”), que fue el último cargamento en incorporarse para la travesía. No sorprende, entonces, que cuando ya el Independence está a punto de naufragar, el narrador, desde la chalupa con los otros sobrevivientes, crea, por instantes, que el pintor se salvará al arrastrar la caja oblonga hasta la borda, atarse a ella y lanzarse así al mar. Y es el capitán Hardy el que le da un indicio del trasfondo del suicidio que en esos instantes se desarrolla frente sus ojos cuando le dice que “volverán a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se disuelva.” Y un mes después de ese trágico episodio, el narrador cuenta que casualmente se encontró en Broadway con el capitán Hardy, quien entonces le resume los dramáticos sucesos tras bambalinas que él, pese a observar y espiar, no pudo descubrir ni inferir.

     

Julio Cortázar

              En la danza de las fechas, che Cortázar apunta, en su correspondiente nota, que “La caja oblonga” se publicó en “septiembre de 1844” en el mismo medio que registra Margarita Rigal Aragón. Y su lapidaria (y quizá mojigata) paráfrasis revela lo que imagina que ocurría por las noches cuando el pintor Cornelius Wyatt se encerraba, solo, con la caja oblonga; en cuyo interior yacía el curvilíneo, frío y fétido cadáver de su auténtica consorte, “parcialmente embalsamado y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas”: “Otra transparente presencia de la necrofilia, que se muestra sin ambages y en su forma más repugnante.”

    “Tú eres el hombre” (“Thou Art The Man”) es el relato 52 de Poe y se publicó en “Noviembre de 1844” en Godey’s Lady’s Book. Según reporta la editora de Narrativa completa: “Para buena parte de la crítica poeniana, en este relato humorístico Poe pretendía burlarse de sus tres cuentos policiacos en los que Dupin es el protagonista. Hasta se ha llegado a hablar de deconstrucción del género policiaco de la mano de su propio creador. Constituye, sin embargo, como el lector comprobará, otra excelente muestra de la deuda de este género para con Poe, pues introduce aquí el entorno rural que hasta entonces había estado ausente.”  

       

Páginas de Espuma
(México, noviembre de 2018)

          Vale observar que Margarita Rigal Aragón, pese a su patente y sobrada erudición, también incurre en varios lapsus (a lo que se añaden algunas erratas a lo largo del volumen), bastante nimios, por cierto, pero que pudieron corregirse. Por ejemplo, botón de muestra uno: en la página 56 apunta: “Unos pocos meses antes de la publicación de ‘Los crímenes’ [en ‘Abril de 1841’], aparecía en el Saturday Evening Post de Filadelfia una reseña literaria escrita por Poe, en la que comentaba los primeros capítulos de Barnaby Rudge de Dickens [...]” Sin embargo, no fue “Unos meses antes”, sino al inicio del siguiente mes, pues se publicó el “1 de mayo de 1841”, según se lee en la página 291 del volumen de Edgar Allan Poe: Ensayos completos I (México, Páginas de Espuma, 2018). Botón de muestra dos: entre las páginas 59 y 60 apunta: “También con anterioridad a ‘La carta robada’ [publicada en ‘Septiembre de 1844’], Poe había publicado otras dos piezas que algunos críticos consideran como de ‘pseudo-razonamiento’, pero que son de una importancia fundamental en el desarrollo de la ficción detectivesca; se trata de ‘La caja oblonga’ (septiembre, 1844) y ‘Tú eres el hombre’ (noviembre, 1844)”. Es decir, si leemos bien lo apuntado por ella (incluso en la glosa cronológica de los 67 relatos), no fue con “anterioridad”, pues “La carta robada” y “La caja oblonga” se publicaron en “Septiembre de 1844”, y “Tú eres el hombre” en “Noviembre de 1844”. Botón de muestra tres: hablando sobre “Tú eres el hombre” dice en la página 60: “La forma de resolución sigue un procedimiento similar al de ‘La carta robada’: hasta el final no se nos explica el método analítico seguido para desenmascarar al culpable.” Pues, ojo, es todo lo contrario: al final de ambos cuentos ¡sí! “se nos explica el método analítico”. En “La carta robada”, Dupin se lo cuenta a su íntimo y nocturno amigo (y por ende al lector), quien es la voz narrativa y el transcriptor de la entrecomillada voz del chevalier Dupin. Y en “Tú eres el hombre” lo hace la voz cantante del relato, quien es el único residente de la aldea de Rattleborough que tiene una mirada detectivesca, perspicaz y analítica, y por tanto ha desentrañado, como un buen detective, los actos criminales, la impostura y los movimientos ocultos del camuflado e hipócrita Charley Goodfellow, el asesino del ricachón Barnabas Shuttleworthy, quien se había puesto al frente de la búsqueda del cadáver y de la imputación del presunto asesino. Y para desenmascararlo ante la embriagada comunidad (y liberar de la cárcel al supuesto criminal: el sobrino y heredero del asesinado), le tiende una macabra y jocosa trampa con el cadáver y un truco de ventriloquía y de ilusionismo teatral y escenográfico.

    Esto resulta ser una especie de modus operandi o recurso narrativo de Poe, pues en “Los crímenes de la rue Morgue” el chevalier Dupin, una vez desentrañado el caso del par de espeluznantes asesinatos en el cuarto cerrado (cliché de la narrativa negra inaugurado por Poe), puntualmente le detalla a su amigo y acompañante su procedimiento de observación, análisis e inferencia —que es la prueba en acto del método de raciocinación utilizado por él: el completo tratado sobre la ciencia de raciocinio expuesto en la primera parte del cuento, cuyas páginas, apunta Margarita, son “consideradas tediosas”—. Y en “El escarabajo de oro”, una vez que en la isla de Sullivan el tal William Legrand (un raciocinador a la altura de Auguste Dupin), con ayuda de su esclavo Júpiter y de su admirador y amigo de la cercana población de Charleston (quien es la voz narrativa), han localizado, desenterrado, trasladado, contado y ordenado el miliunanochesco tesoro pirata que otrora enterró y ocultó el capitán Kidd (con dos cadáveres), le explica al amigo (y al unísono al desocupado lector) los pormenores del rocambolesco método para descifrar el abstruso criptograma que yacía oculto en el sucio pedazo de pergamino donde pareció trazar una calavera al dibujar el escarabajo; pero también le cuenta sus detectivescas andanzas para localizar el sitio. Y, al término, le revela el toque teatral, lúdico, socarrón y escenográfico que implica el hecho de que, para burlarse y reírse de ese amigo y del supersticioso y tontorrón Júpiter —quienes lo creían loco—, para dizque atinarle al punto exacto donde estaba enterrado el tesoro bajo la arena, de pura chusca puntada hizo utilizar el escarabajo dorado. Es decir, hizo subir al timorato y rezongón Júpiter por el tronco de un altísimo tulipanero, llevando con él el escarabajo (bicho que le da terror y cree de oro macizo y de infecta y mala entraña), localizar allí una añosa calavera clavada, introducir el insecto por una de las horrorosísimas cuencas del cráneo, y hacerlo bajar atado a una cuerda como si fuera una especie de yoyo (en lugar de una plomada).

 

Edgar Allan Poe, Los casos de monsieur Dupin. Antología, prólogo, traducción y notas de Alberto Laurent. Ediciones Abraxas. España, 2019. 248 pp.      

 

domingo, 7 de febrero de 2021

Narración de Arthur Gordon Pym

Un leño rodando a merced de cada ola

Edgar Allan Poe
(1809-1849)
Los biógrafos, críticos, antólogos y comentaristas de la obra del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) suelen recordar, de manera vaga o precisa, que fragmentos iniciales de The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket fueron publicados, en enero y febrero de 1837, en The Southern Literary Messenger, revista mensual de Richmond, Virginia, propiedad de Thomas W. White, en la que Poe comenzó a trabajar en agosto de 1835. Labor que, reporta Julio Cortázar (1914-1984), fue “su primer empleo estable”, donde le pagaban muy poco. El cual perdió por desavenencias con White y por sus excesos (entre ellos el alcohol que lo enloquecía y noqueaba), y por ende la publicación por entregas de Pym se interrumpió. No obstante, en julio de 1838 la editorial Harper & Brothers, asentada en Nueva York, se la imprimió en formato de libro. Fue el cuarto libro que Poe publicó en su corta y delirante vida y el primero de narrativa. Es decir, previamente había publicado tres poemarios: Tamerlane and Other Poems by a Bostonian, editado en Boston, en 1827, por Calvin F.S. Thomas; Al Aaraaf, Tamerlane and Minor Poems, editado en Baltimore, en 1829, por Hatch & Dunning; y Poems, editado en Nueva York, en 1831, por Elam Bliss.  

(Alianza, 13a ed., Madrid, 1998)
         La traducción y el prólogo de Julio Cortázar de la Narración de Arthur Gordon Pym fue editada por primera vez en 1956 por las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente. La cual revisó y corrigió para Alianza Editorial, que la publicó en Madrid, en 1971, con el número 341 de la serie El libro de bolsillo. Colección donde se reeditaron, revisadas y prologadas, las otras traducciones que Cortázar hizo de la obra de Poe, previamente publicadas en 1956 por las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente. En 1970, con los números 277 y 278 de la serie El libro de bolsillo se editaron, con los rótulos Cuentos 1 y Cuentos 2, el par de tomitos que reúnen los 67 cuentos que escribió Poe ordenados por el traductor Julio Cortázar, quien además los prologó y anotó. En 1972, con el número 384 de la serie El libro de bolsillo se editó Eureka, “Ensayo sobre el universo material y espiritual”, que Edgar Allan Poe escribió en 1847 y publicó en 1848 (fue su último y décimo libro editado en Nueva York por Geo. P. Putnam), precedido por un breve prólogo del traductor. Y en 1973, con el número 464 de la serie El libro de bolsillo, Alianza editó el título de Edgar Allan Poe: Ensayos y críticas, una antología seleccionada y traducida por Julio Cortázar, quien además incluyó unas postreras “Notas”, un prefacio y un largo ensayo preliminar que repasa la obra del autor de “El cuervo” (1845).
Libros del Zorro Rojo
(Polonia, 2015)
          La espléndida edición de Libros del Zorro Rojo de la misma prologada y revisada traducción de Julio Cortázar de la Narración de Arthur Gordon Pym, impresa en enero de 2015, en Polonia, por Zapolex, además del atractivo diseño con solapas y guardas y del buen tamaño (23.09 x 16.05 cm), está profusa y magníficamente ilustrada en blanco y negro por el artista argentino Luis Scafati (Mendoza, 1947). Aquí —pese a las imperfecciones del relato, a lo cansino de ciertos pasajes y de ciertos datos enciclopédicos y de navegación, y al paradójico y trunco final abierto—, la decimonónica y fantástica literatura de viajes y aventuras marítimas y por lugares remotos y recónditos del globo terráqueo es divertimento estético, exploración cognoscitiva y regodeo visual. 

Ilustración: Luis Scafati
        Poe, a falta de un bucanero trago de ron caribeño y para abrir el apetito de los sedientos y taberneros lectores con un canapé picante, preludia la Narración con un proemio, supuestamente anónimo, donde refiere pormenores del par de travesías de Pym a bordo de un par de barcos y que en el corpus de la obra conforman las dos grandes y principales partes en que se divide su libro: 

Narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket
   “La cual comprende los detalles de un motín y atroces carnicerías a bordo del bergantín norteamericano Grampus, en su viaje a los Mares del Sur; con un relato de la reconquista del buque por los sobrevivientes; su naufragio y horribles sufrimientos por el hambre; su rescate por la goleta británica Jane Guy; el breve crucero de esta última en el océano Atlántico, su captura y matanza de la tripulación en un archipiélago del paralelo 84 de latitud sur, conjuntamente con los increíbles descubrimientos y aventuras, más al sur, a los cuales dio lugar esta espantosa calamidad.” 
    La Narración inicia con un “Prefacio” firmado por Arthur Gordon Pym en “Nueva York, julio de 1838” (el lugar y fecha de la publicación en formato de libro), donde dice que a petición de varios amigos y sobre todo por instancias de Mr. Poe, en “enero y febrero de 1837”, éste escribió y publicó —en “el Southern Literary Messenger, revista mensual de Richmond publicada por Mr. Thomas W. White”—, “un relato de la primera parte de mis aventuras”, “como si se tratara de una ficción”, que él mismo le había contado a Mr. Poe. Pero, según dice Pym, tal fue el éxito de verosimilitud entre los lectores que le escribieron a Mr. Poe, que, pese a “la desconfianza” en su propia “capacidad de escritor” y a que nunca llevó un diario durante sus travesías, se dio a la tarea de completar su historia, sin alterar “ningún hecho en las primeras páginas escritas por Mr. Poe”. No obstante, dice, “Incluso los lectores que no las leyeron en el Messenger notarán dónde terminan éstas y comienzan las mías; las diferencias de estilo son de las que se advierten enseguida.” Lo cual es en realidad una reverenda mentira del auténtico Edgar Allan Poe; es decir, es uno de los lúdicos y numerosos engaños al lector que pueblan la Narración de Arthur Gordon Pym.
 
Edgar Allan Poe
Ilustración: Luis Scafati
         Además del “Prefacio” y de la postrera y sesuda “Nota” de un supuesto comentarista (otro alter ego de Poe), la Narración de Arthur Gordon Pym comprende veinticinco capítulos numerados con romanos. La primera parte concluye al término del capítulo XIII con el rescate de Pym y Dirk Peters —los últimos sobrevivientes del bergantín Grampus— por parte de la goleta inglesa “Jane Guy, de Liverpool, mandada por el capitán Guy”, dizque “con rumbo a una expedición de caza y de comercio por los Mares del Sur y el Pacífico”. Y la segunda parte concluye al término del capítulo XXV, cuando Pym y Dirk Peters —los últimos supervivientes de la goleta Jane Guy— arriban, en el océano Antártico y a bordo de una canoa (arrastrada por algo más que la fuerza de las corrientes) y junto al cadáver de un bárbaro nativo de la isla de Tsalal, a una blanca catarata en el Polo Sur, donde se abre un abismo para recibirlos y donde ven surgir “una figura humana velada, cuyas proporciones eran mucho más grandes que las de cualquier habitante de la tierra. Y la piel de aquella figura tenía la perfecta blancura de la nieve.”
      El lector pensaría que en el meollo de ese ámbito fantasmagórico y pesadillesco se sucedió el fin de Pym y Dirk Peters. Sin embargo, en la postrera “Nota” el anónimo comentarista reporta la supervivencia del par de aventureros en ese sorpresivo, inesperado e inescrutable episodio, pues alude el retorno de ambos a Estados Unidos, sin bosquejar cuándo y cómo ocurrió esto. Según dice, Dirk Peters reside en Illinois y Pym recién falleció en un accidente y al parecer allí se perdieron los faltantes capítulos de su relato, cuyo “Prefacio”, para su publicación en forma de libro, firmó en “Nueva York, julio de 1838”. 
     
Ilustración: Luis Scafati
         Vale recapitular, entonces, que la última entrada del fragmentario y disperso diario de Pym —escrito con posteridad a las travesías y con fechas aproximadas, según dice— está datada el 22 de marzo de 1828. Es decir, las centrales aventuras y peligros que Pym evoca y narra en su historia ocurrieron un poco más de un década antes: entre ese interrumpido día y el 20 de junio de 1827, día que el Grampus zarpó del homónimo puerto de la isla de Nantucket, cuyo destino mercante (y no aventurero) era la caza de la ballena en los Mares del Sur. 
     Según apunta Pym casi al principio de su relato, la empresa mercantil del bergantín Grampus (“una vieja carraca casi inútil para la navegación”) empezó a gestarse “Unos dieciocho meses después del desastre del Ariel”. Entonces Pym era un joven estudiante que aún vivía en casa de sus progenitores (su padre “era un acreditado comerciante en los almacenes navales de Nantucket” y su abuelo un rico especulador de “acciones del Edgarton New Bank”) y el Ariel era un bote de vela en el que él y su amigo Augustus Barnard, dos años mayor, solían divertirse en el entorno de Nantucket. Una fría madrugada de “fines de octubre”, después de “una fiesta en casa de Mr. Barnard” (el padre de Augustus y capitán de la marina mercante que encabezaría el bergantín Grampus), Pym, luego de hartarse de vinos y licores, se quedó a dormir en la cama de su amigo, quien muy borracho (aunque al inicio no lo parecía) lo persuadió de aventurarse en el Ariel. Según dice Pym, “En aquel entonces sabía muy poco de gobernar un bote y dependía completamente de la habilidad náutica de mi amigo.” (Aserto, que reitera, y que a la postre se torna una reverenda mentira y engaño al lector, pues en el curso de su historia se revela ducho en la navegación, en la geografía, en la nomenclatura de los bergantines y en su arrumaje). Pero el caso es que un viento huracanado estuvo a punto de hacer trizas al Ariel y llevarse a los etílicos compinches al más allá; no obstante, fueron rescatados por la tripulación del Penguin, “un gran ballenero” “que navegaba hacia Nantucket”. Las minucias de esa aventura que pudo costarles la vida y las menudencias del rescate son un indicio del mejor Poe, visible en cuentos de alucinantes y peliagudas aventuras en el mar, como “Manuscrito hallado en una botella” (1833) y “Un descenso en el Maelström” (1841), y de aventuras derivadas del mar, como “El escarabajo de oro” (1843), y en indelebles pasajes y episodios de la Narración de Arthur Gordon Pym
 

Ilustración: Luis Scafati 
             Por ejemplo, cuando los sedientos y hambrientos cuatro sobrevivientes del Grampus ven acercarse un fantasmal barco de “construcción holandesa”, cuyos marineros holandeses —suponen, exultantes y alharaquientos— los rescatarán; incluso ven que un marino les hace “extrañas sonrisas y gesticulaciones” y por ende agradecen a Dios. Pero luego, cuando la cercanía y el hedor del barco errante los invade, observan el obstáculo. Según dice Pym: “Veinticinco o treinta cadáveres, entre ellos varias mujeres, yacían desparramados entre la bovedilla y la cocina en el último y más horroroso estado de putrefacción. ¡Comprendimos que a bordo de aquel buque no había un alma viviente! ¡Y, sin embargo, no podíamos contenernos y seguíamos pidiendo a gritos auxilio a los muertos!” O cuando la aún más extrema sed y el extremo apetito irremediablemente inducen a esos cuatro náufragos del Grampus, pese ciertos reparos morales, al violento asesinato y a la voraz antropofagia, cuya víctima es elegida por un juego de la suerte. 

       Tentado por las mil y una aventuras (Augustus solía contarle hasta el alba “historias de los nativos de la isla de Tinián y de otros lugares que [dizque] había visitado en el curso de sus viajes”), furtivamente y sin autorización de sus padres y con la posibilidad de perder la fortuna que le prometiera su abuelo, Pym, el 17 de junio de 1827, se oculta dentro de un cajón rectangular dispuesto en la bodega del Grampus

   
Ilustración: Luis Scafati
          Escondido en ese oscuro cajón, previamente equipado por Augustus sin autorización de su padre el capitán Barnard, Pym percibe el movimiento del bergantín cuando zarpa tres días después. Ese día Augustus bajó a visitarlo y ya no lo vuelve a ver hasta transcurridos más de diez días. Durante ese lapso, sin saber qué ocurría en cubierta, Pym —pese a que en un momento se une a él su perro terranova Tigre (introducido de contrabando por su amigo) y que luego por su sorpresiva agresividad parece atacado por la rabia—, sufre una serie de pesadillas y desavenencias originadas por el deletéreo y enrarecido aire de la bodega, por la creciente sed y por la paulatina falta de alimentos apropiados. Sólo se entera de los crímenes ocurridos en el Grampus cuando Augustus baja a la cala y le lleva agua y unas papas hervidas. Veintisiete tripulantes no participaron en el motín. Y veintidós de éstos fueron decapitados, uno a uno, por el cocinero negro: los arrastraron “hasta el portalón, donde el cocinero negro los esperaba para descargarles un hachazo en la cabeza mientras los otros los sujetaban”. Augustus salvó su cabeza y su vida porque Dirk Peters, dizque lo tomó de sirviente personal. Mientras que su padre, el capitán Barnard, y otros cuatro marineros, fueron abandonados “no muy lejos” “de las islas Bermudas”.
 
Ilustración: Luis Scafati
(detalle)
        Después del motín y de la matanza en el Grampus hay dos grupos: uno lo lidera el piloto, quien planea “equiparlo en alguna de las islas del Caribe para dedicarse a la piratería”. El otro grupo lo lidera el cocinero negro; y según Pym, “era el más fuerte e incluía entre sus partidarios a Dirk Peters”, quien en la empresa del inicio era “el encargado de las líneas de los arpones”. Y al parecer por ello Dirk Peters “insistía en seguir el rumbo original del viaje al Pacífico sur; una vez allí [apunta Pym], se dedicarían a cazar ballenas o a obrar según las circunstancias lo aconsejaran. Las descripciones de Peters, que había visitado muchas veces esas regiones, pesaban mucho entre los amotinados, que parecían vacilar entre confusas nociones de ganancias o de placeres. Peters hablaba de las innumerables novedades y diversiones que encontrarían en las innumerables islas del Pacífico, la absoluta seguridad de que gozarían en ellas, pero insistía más particularmente en las delicias del clima, los abundantes medios de vida y la voluptuosa belleza de las mujeres.”
 
Ilustración: Luis Scafati
         Mientras tal dilema se despeja, Pym permanece oculto en la bodega, no sin el peligro y la amenaza de ser descubierto y asesinado o lanzado al mar. Augustus no le revela a Peters su presencia hasta que se pergeña una sublevación contra los amotinados. Para entonces éstos son nueve y los otros sólo tres. La estratagema para sorprenderlos, aterrorizarlos y matarlos implica que Pym se maquille y disfrace del hinchado cadáver de Hartman Rogers, un marino envenenado por el piloto, cuyo cuerpo aún no arrojan al turbulento océano (la mortaja la habilitaron con su hamaca). Aquí vale destacar que el diestro y fortachón Dirk Peters, que casi siempre porta un machete en el cinto, es un indio mestizo (“hijo de una india de la tribu de los upsarokas” y al parecer de un “traficante de pieles”), cuya descripción es bastante pintoresca y estrafalaria. Según testimonia Pym:
   “Pocas veces he visto hombre de aspecto más feroz que este Peters. De baja estatura (cuatro pies y ocho pulgadas, a lo sumo), tenía brazos y piernas dignos de Hércules. Sus manos, sobre todo, eran tan enormemente grandes y anchas que apenas conservaban forma humana. Sus brazos y piernas estaban arqueados de la manera más extraña. La cabeza era igualmente deforme, de enorme tamaño, y tenía en la coronilla las mismas muescas que suelen tener los negros; era completamente calvo. A fin de ocultar este defecto, que no procedía de la edad, solía usar una peluca fabricada con cualquier pelo que tuviera a mano, a veces una piel de perro lanudo o de oso gris. En aquellos días [del inicio de la travesía] llevaba en la cabeza un pedazo de piel de oso que contribuía no poco a aumentar la ferocidad natural de su semblante, la cual le venía de su sangre upsaroka. La boca le llegaba casi de oreja a oreja; tenía labios muy finos que, como otras proporciones de su cuerpo, parecían desprovistos de movimiento, con lo cual su expresión habitual no variaba jamás y en ninguna circunstancia. En cuanto a dicha expresión, será posible concebirla si agrego que tenía los dientes extraordinariamente largos y salientes, tanto que los labios no alcanzaban a cubrirlos del todo. De mirar casualmente a este hombre se podría haber imaginado que su rostro estaba contraído por la risa; pero una mirada más atenta hubiese mostrado que si aquella expresión era realmente de alegría, se trataba de la alegría de un demonio.” 
   
Ilustración: Luis Scafati
       Un tremendo y furioso huracán es lo que manda a pique al Grampus. Los únicos sobrevivientes (sedientos, hambrientos, atados a los restos del bergantín y expuestos a numerosos peligros, entre ellos los tiburones) eran Dirk Peters, Pym, Augustus (herido de un brazo) y Richard Parker, quien fue de los últimos nueve amotinados. (El perro Tigre, sorpresivo protagonista, incluso, en la pelea contra éstos, se infiere que murió durante el naufragio). Y de esos cuatro sufrientes y esmirriados náufragos sólo quedaron dos: Arthur Gordon Pym y Dirk Peters.
     Pese a que al final del capítulo XIII, Pym reporta que el objetivo de la goleta británica Jane Guy era “una expedición de caza y comercio por los Mares del Sur y el Pacífico”, su intrincado derrotero resulta, no el de un navío mercante que navega en pos de tal dirección y cometido, sino el de un aventurero barco, de geógrafos y naturalistas, con un destino azaroso e incierto, y por ende la goleta Jane Guy rumbea en sentido contrario explorando varias islas. Por ejemplo, pasan cerca del Cabo de Buena Esperanza (al sur de África), de la isla del Príncipe Eduardo, de la isla de la Posesión, de las islas Crozet. Y el 18 de octubre de 1827 llegan al archipiélago Kerguelen, “en el océano Índico del Sur”. Y ya en la isla de la Desolación (o isla de Kerguelen) anclan “en el puerto de Navidad, con cuatro brazas de fondo”. 
   
Ilustración: Luis Scafati
        No sorprende, entonces, que la goleta Jane Guy retroceda de la isla de Kerguelen (de nuevo en sentido contrario) y arribe a las islas de Tristán da Cunha. Y que incluso “durante tres semanas” exploren, sin encontrarlas, el sitio donde deberían estar las míticas islas Auroras. Y que sea el propio Pym el que persuade al capitán Guy —“después de atravesar el círculo polar antártico”, y pese a la falta de combustible y al escorbuto que afecta a varios marineros—, de seguir hacia el sur en la búsqueda de “un posible continente antártico”, aún no hallado. 
   En ese derrotero es cuando el 19 de enero de 1828 avistan “un gran archipiélago”, donde fondean y planean anclar, y donde ven surgir “cuatro grandes canoas” con “un total de ciento diez salvajes”, apunta Pym, cuya “piel era de un negro azabache y tenían cabelleras largas y espesas, como de lana. Vestíanse con pieles de un animal desconocido, negro, lanudo y sedoso, cosidas con suficiente habilidad para que les ajustaran el cuerpo; el pelo estaba vuelto hacia dentro, salvo en el pliegue alrededor del cuello, las muñecas y los tobillos. Sus armas consistían principalmente en mazas, hechas con una madera oscura y, al parecer, muy pesada. Observamos empero algunas lanzas con punta de pedernal y unas pocas hondas. Los fondos de sus canoas estaban llenos de piedras negras del tamaño de un huevo grande.”
     Al parecer, esa tribu los recibe con cordialidad y asombro de sus extraños artilugios y del navío (que supuestamente creen un ser vivo). No obstante, la desconfianza de la tripulación de la goleta Jane Guy permanece latente y alerta. Encabezados por Too-wit, su jefe, los amistosos salvajes los invitan a Klock-klock, su aldea en la isla de Tsalal, que Pym describe con ojo antropológico: “Cuando llegamos al poblado con Too-wit y sus acompañantes, una multitud acudió a recibirnos con grandes clamores, entre los cuales sólo pudimos distinguir las habituales palabras ¡Anamoo-moo! y ¡Lama-Lama! Nos sorprendió muchísimo descubrir que, con una o dos excepciones, los recién llegados estaban completamente desnudos, pues sólo los hombres de las canoas vestían pieles. Asimismo todas las armas de la región parecían estar en manos de estos últimos, pues no vimos ninguna en poder de los pobladores. Había cantidad de mujeres y niños, y de las primeras no podía decirse que les faltara lo que se llama belleza física. Eran erguidas, altas y muy bien formadas, con una gracia y libertad en los movimientos que no se ven en las sociedades civilizadas. Sus labios empero, al igual que los de los hombres, eran gruesos y toscos, al punto que aun riendo no alcanzaba a vérseles los dientes. Su cabello era más fino que el de los hombres.” 
   
Ilustración: Luis Scafati
        Ocultos dientes que nunca observan mientras están en ese territorio. Y que a la postre, casi al final de la Narración, cuando el 6 de marzo de 1828 sólo quedan el par de supervivientes en la canoa donde huyen perseguidos por una enardecida multitud de virulentos aborígenes, más Nu-Nu (el salvaje que llevan cautivo), descubren que los tenían “completamente negros”, lo cual está en consonancia con su piel “negro azabache”. Indicio del insondable prejuicio racial que propició el sanguinario exterminio de los hombres blancos de la goleta Jane Guy; y, al parecer, síndrome de una rudimentaria y mítica cosmovisión y de una primitiva, prejuiciosa y ancestral gnoseología de los miembros de esa etnia denominada “Wampoos o Yampoos, los notables de la tierra”. Intríngulis que, curiosamente (y por un sentido estético del autor), se espejea o refleja en la dualidad de cierta naturaleza, marítima y terrestre, que en esas supuestas latitudes del globo terráqueo contrasta y contrapone a lo negro y a lo blanco. En lo cual, al parecer, y por lo que alude Julio Cortázar en su prólogo, subyace la arraigada idiosincrasia sureña de Edgar Allan Poe, sus atavismos racistas y segregacionistas, y el hecho de que “no disimuló jamás sus opiniones en favor de la esclavitud”. 
     
Ilustración: Luis Scafati
       Pues en el proceso de la hospitalidad que los nativos les brindan a los tripulantes de la goleta Jane Guy, establecen un trueque comercial (ventajoso para los visitantes), cuyo meollo, maquillado con el arquetípico buen trato del buen salvaje, se torna una teatralización hipócrita y traicionera, cuando, sin decir agua va, emboscan y asesinan a treinta marineros blancos que iban en fila india invitados a la aldea para despedirse (entre ellos el capitán Guy). Es decir, subiendo el desfiladero de una cumbre, los negros nativos provocan una inesperada avalancha que entierra vivos a sus blancos invitados. Arthur Gordon Pym y Dirk Peters, con más vidas que las siete vidas de un gato negro emparedado y tuerto, fueron los únicos sobrevivientes de esa sorpresiva e inesperada masacre. Y desde su escondrijo en lo alto (una estrecha fisura o cueva) observan en perspectiva, en un amplio panorama, cómo unos “diez mil salvajes”, a pie o en rústicos botes y balsas y desde distintos linderos terrestres y acuáticos, se desplazan hacia la orilla, y cómo atacan y arrastran hasta la playa y desvalijan la goleta británica Jane Guy, donde a bordo habían quedado seis marineros de guardia. Pero lo que los bárbaros no esperaban fue la descomunal y estruendosa explosión del barco que causaron, que mató “Quizás un millar de ellos”, “mientras un número igual quedaba igualmente herido” en la arena, cerca del cadáver del extraño animal blanco, rodeado de estacas por los nativos que lo sacaron del barco y lo arrastraron, el cual, por decisión del capitán Guy, había sido capturado y “embalsamado para llevarlo a Inglaterra”. 
 
Ilustración: Luis Scafati
       Sobre tal espécimen, Pym, semejante a un explorador naturalista, anotó en su diario en la entrada del 18 de enero de 1828: “La declinación magnética era ahora insignificante. Durante el día vimos varias ballenas y cantidad de bandadas de albatros sobrevolando nuestro navío. Sacamos asimismo del agua un arbusto que flotaba, lleno de frutos rojos semejantes a los del espino, y el cuerpo de un animal terrestre sumamente raro. Tenía tres pies de largo, pero sólo seis pulgadas de ancho; las patas eran muy cortas, mientras las pezuñas estaban armadas de largas uñas de un escarlata brillante, cuya sustancia parecía coral. El cuerpo se hallaba cubierto de una piel lisa y sedosa, completamente blanca. La cola semejaba la de una rata y medía un pie y medio. La cara era parecida a la de un gato, salvo las orejas, que colgaban como las de un perro. Los dientes tenían el mismo color escarlata de las garras.”
Ilustración: Luis Scafati
(detalle)



Edgar Allan Poe, Narración de Arthur Gordon Pym. Prólogo y traducción del inglés de Julio Cortázar. Ilustraciones en blanco y negro de Luis Scafati. Libros del Zorro Rojo. Polonia, enero de 2015. 248 pp.



miércoles, 1 de julio de 2020

Conversación en La Catedral

Una pobre mierdecita entre los dos

I de VI
Conversación en La Catedral, la tercera novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), Premio Nobel de Literatura 2010, “apareció a fines de noviembre de 1969” en dos libros editados en Barcelona por Seix Barral, con un tiraje de cinco mil ejemplares. Y “en noviembre de 2019”, Alfaguara, con una notoria estrategia de mercadotecnia, publicó en México la Edición Especial por su 50 Aniversario, en cuyo cintillo canturrea el autor a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Si tuviera que salvar del fuego una sola de las novelas que he escrito, salvaría ésta.” 
     

         Palabras transcritas del fragmento con que el novelista concluye su “Prologo” firmado en “Londres, junio de 1998”, que a la letra dice: “Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las novelas que he escrito, salvaría ésta.” Planteamiento que repite al final de la aún más breve: “Nota a esta edición”: “es la novela que más trabajo me costó escribir y con la que me quedaría si tuviera que elegir una sola entre las que he escrito.” No obstante, en “La novela del guardaespaldas”, la postrera sección complementaria con que se celebra y publicita el cincuentenario de Conversación en La Catedral, el profesor y bloguero Carlos Aguirre, ante la afirmación de que “ésta es la novela que más trabajo le dio”, pese a que parece coincidir con él al apuntar: “para mi gusto, la mejor de las que ha escrito”, replica que Mario Vargas Llosa “a veces ha dicho lo mismo de La guerra del fin del mundo”, su sexta novela, editada en Barcelona, por Seix Barral, en octubre de 1981. 

Editorial Seix Barral, Barcelona
Primera edición: octubre de 1981
     Entre lo que Carlos Aguirre apunta en su nota introductoria se lee que las primeras cuatro ediciones de Conversación en La Catedral “aparecieron en dos volúmenes con portadas ilustradas por el fotógrafo catalán César Malet”. (Las cuales se reproducen, en pequeñas estampas, en la página 746.) 

       

         Que “a partir de la quinta edición: se empezó a usar mayúscula para ‘La’ en el título (hasta la cuarta edición, el título aparecía como Conversación en la Catedral).” Y que “A partir de la sexta edición (agosto de 1972), se publicó en un solo volumen de 669 páginas, y fue ésta también la primera vez que se utilizó en la portada la icónica fotografía de los dos vasos de cerveza y los humeantes puchos de cigarrillos, del propio Malet.” (Portada que se observa en la página 747, cuya fotografía es la misma que ilustra la presente Edición Especial del cincuentenario de la obra.) 

Narrativa Hispánica, Alfaguara
Primera edición mexicana en este formato:
noviembre de 2019
        Pero para dar inicio a la parte medular de la antológica miscelánea que Carlos Aguirre tituló “La novela del guardaespaldas”, dice: “Lo que sigue es una colección de fragmentos de cartas y entrevistas, tanto del propio Vargas Llosa como de algunos personajes de su entorno, gracias a los cuales se puede reconstruir, a veces con bastante intimidad, el fatigoso proceso de redacción y la recepción inicial de una novela que está entre las más importantes del siglo XX en cualquier idioma.” Fragmento que tiene un par de asteriscos que remiten a una nota al pie en la que apunta: “La mayoría de cartas citadas se encuentran en diferentes secciones de la división de Libros Raros y Colecciones Especiales de la Universidad de Princeton. En algunos casos se han introducido ligeros cambios para uniformizar la redacción. Las cartas de Julio Cortázar han sido tomadas de los volúmenes 3 y 4 de Cartas editadas por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga (Madrid, Alfaguara, 2012).” Vale decir, entonces, que, con algunas anotaciones del antólogo, se compilan cartas (o fragmentos de cartas) de Mario Vargas Llosa a Abelardo Oquendo, a Wolfgang Luchting, a José Donoso, y a Carmen Balcells; fragmentos de entrevistas donde habla Mario Vargas Llosa; la transcripción del “Informe de la oficina de censura sobre Conversación en La Catedral, 4 de diciembre de 1969”; una nota de Luis Harss transcrita de Los nuestros (Buenos Aires, Sudamericana, 1966); cartas (o fragmentos de cartas) que le dirigieron al peruano: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Barral, Roberto Fernández Retamar, Emilio Adolfo Westphalen, Francisco Moncloa, Álvaro Mutis y Carlos Fuentes, quien el “24 de noviembre de 1970” le dice exultante y deificante: “De nuevo, Mario, mis felicitaciones y admiración por tu Conversación en La Catedral. Creo que no sólo es tu mejor libro, sino la única gran novela política que se ha escrito en castellano.” 

Carlos Fuentes con sus dos Premios Nobel


II de VI
En la dedicatoria de la cincuentenaria obra se lee: “A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sartrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía.” 


Luis Loayza y Abelardo Oquendo
En la repisa: Mario Vargas Llosa
Lima, 1956

       Pues bien, en sus memorias El pez en el agua (Barcelona, Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa evoca anécdotas y episodios de su vínculo amistoso con Luis Loayza (1934-2018) y Abelardo Oquendo (1930-2018) y de las irónicas razones por las que a él fraternal y lúdicamente lo apodaron el sartrecillo valiente, con quienes soñaba “con sacar una revista literaria que fuera nuestra tribuna y el signo visible de nuestra amistad”. “Así nació Literatura, de la que apenas saldrían tres números”. Camaradería que germina y se asienta en el contexto de la dictadura del general Manuel Odría (1948-1956) —cuyo golpe de estado (dizque la Revolución Restauradora) el 27 de octubre de 1948 suscitó la caída del presidente democrático y constitucional José Luis Bustamante y Rivero, tío del escritor—.
     
José Luis Bustamante y Rivero, presidente del Perú,
entre el 28 de julio de 1945 y el 27 de octubre de 1948
          Pero al unísono esa amistad se ubica en el contexto de sus estudios en la Universidad de San Marcos (Literatura y Derecho) y de su militancia en Cahuide (nombre del proscrito, clandestino, ortodoxo y minúsculo Partido Comunista). En este sentido, en lo que concierne a tales estudios universitarios y a su subterránea instrucción y activismo político (durante un año) como militante de Cahuide, en El pez en el agua alude a las personas de la vida real (y las anécdotas) que le sirvieron de modelo para, en Conversación en La Catedral, acuñar a los personajes con los que el joven Santiago Zavala, aún menor de edad, coincide y convive durante su estancia en San Marcos y en Cahuide. 

Biblioteca Breve, Seix Barral
Segunda reimpresión en México: junio de 1993
      Pero también en El pez en el agua bosqueja vivencias y espacios físicos de su temprano y seminal paso en La Crónica: tres meses de 1952, cuando Mario Vargas Llosa aún no cumplía sus 16 años. 
 
Antiguo local de La Crónica
en la calle Pando, Lima
   De modo que en sus memorias se lee sobre su iniciación periodística y sobre arcaicos procedimientos periodísticos, sobre perfiles de periodistas, y anécdotas bohemias y prostibularias de los reporteros de la vida real que le sirvieron de modelo para crear varios personajes de Conversación en La Catedral, incluso homónimos: el periodista Carlitos Ney, poeta trunco y crónico borrachín, con quien en el Negro-Negro, decorado por portadas de The New Yorker,  Santiago Zavala se hace amiguete y compinche; Becerrita, beodo, corrupto y pendenciero jefe de la página policial de La Crónica; y Norwin, también de policiales, pero de Última Hora, vespertino de La Prensa. En este sentido, apunta Mario Vargas Llosa poco antes de concluir ese capítulo de sus memorias que se titula “Periodismo y bohema”: “La despedida fue también la celebración de mi cumpleaños, el 28 de marzo de 1952, tomando cerveza con Carlitos Ney, Milton von Hesse y Norwin Sánchez Geny, en una chifa de la calle Capón, el barrio chino de Lima. Fue una despedida lúgubre, porque eran amigos que llegué a apreciar y porque tal vez intuía que no volvería a compartir con ellos esas afiebradas experiencias con las que puse final a mi infancia. Así fue. Al año siguiente, al regresar a Lima [de Piura, y para ingresar a San Marcos], no volví a frecuentarlos ni a ellos ni esos ambientes, que mi memoria conservaría, sin embargo, con agridulce sabor, y que traté de recrear mucho después, con fantaseosos retoques, en Conversación en La Catedral.” 
   
Un joven y Mario Vargas Llosa de reportero en La Industria
Piura, 1952
         Vale observar, además, que a lo largo de
El pez en el agua se advierten minucias de la historia y geografía del Perú (y de Lima) y de la vida del autor (y de su ideario y postura y actividad política) transpuestos en el puzle de la caudalosa trama de Conversación en La Catedral, algunas nimias (y otras quizá desapercibidas para no pocos lectores). Por ejemplo, durante su segunda estancia en Piura (“entre abril y diciembre de 1952”), cuando vivió “en casa del tío Lucho y de la tía Olga” (los padres de su prima Patricia Llosa Urquidi), mientras estudiaba el quinto año de secundaria en el Colegio Nacional San Miguel y escribía artículos en La Industria, lo instalaron en el cuarto donde estaban “los libros del tío Lucho”, que, según dice, “estoy seguro de haber leído de principio a fin, ese año de voraces lecturas”. Pero para la presente nota lo singular es que reseña: “Entre los libros del tío Lucho encontré una autobiografía, publicada por la editorial Diana, de México, que me tuvo desvelado muchas noches y que me produjo un sacudón político: La noche quedó atrás, de Jan Valtin. Su autor había sido un comunista alemán, en tiempos del nazismo, y su autobiografía, llena de episodios de militancia clandestina, de sacrificadas peripecias revolucionarias y de atroces abusos, fue, para mí, un detonante, algo que me hizo pensar por primera vez, con cierto detenimiento, en la justicia, en la acción política, en la revolución. Aunque, al final del libro, Valtin criticaba mucho al partido comunista, que sacrificó a su mujer y actuó con él de manera cínica, recuerdo haber terminado la lectura sintiendo gran admiración por esos santos laicos que, a pesar del riesgo de ser torturados, decapitados o de pasarse la vida en las mazmorras nazis, dedicaban su vida a luchar por el socialismo.” Mítico e idealizado ideal con el que el adolescente Mario Vargas Llosa sueña y fermenta en Piura y con el que ingresa a San Marcos en 1953, donde coincide con Lea Barba y Félix Arias Schreiber, dos jóvenes idealistas que también soñaban con ser comunistas y revolucionarios, y por ende el trío se instruye y afilia con camaradas del clandestino, disperso y conspirativo Cahuide. Descuellan en los ritos de iniciación y elemental instrucción en los círculos de Cahuide: Washington Durán Abarca y Héctor Béjar, quien evoca ese período sanmarquino en un ensayo compilado por Albert Bensoussan en Mario Vargas Llosa. Vida que es palabra (México, Nueva Imagen, 2006). Vale decir, entonces, que Lea Barba y Félix Arias Schreiber, y lo que el futuro novelista vivió con ellos en las minúsculas células de Cahuide, en San Marcos y fuera de las aulas, son la simiente de lo que Santiago Zavala vive con sus amiguetes Aída y Jacobo (que luego se convierten en pareja), y que en el amistoso intercambio de libros Santiago le presta a Aída su leído ejemplar de La noche quedó atrás.
Con tal sobrecubierta, la primera edición de Diana, impresa en México, data
de diciembre de 1952. Y la cuarta de abril de 1960, con traducción de Juan
Rodríguez Chicano, pastas duras, 804 páginas y tres mil ejemplares.
      Pero si en El pez en el agua destaca lo que el novelista dice de Esparza Zañartu, quien en la vida real como “director de Gobierno” de la dictadura de Odría fue el brazo represor de éste, y que en Conversación en La Catedral es el modelo de la gris y obscena personalidad de Cayo Mierda y de sus fechorías (la maquiavélica y apestosa hez de la canalla) haciendo y deshaciendo más allá de la Ley de Seguridad Interior, descuella una anécdota donde figura el perrito Batuque y la tía Julia Urquidi Illanes (con quien el escritor se casó a mediados de 1955) y la simiente del astroso y pestilente baretucho (y bulín) donde a lo largo de Conversación en La Catedral dialogan, junto al Batuque (yo está aquí, echado a mis pies,/ mirándose mirarme mirado), Santiago Zavala y el zambo Ambrosio Pardo, mientras fuman y beben cerveza.
   
La tía Julia, Mario Vargas Llosa y el perrito Batuque
       “Un día, al mediodía, al regresar a la casa, encontré a Julia bañada en llanto. La perrera se había llevado al Batuque. Los del camión se lo habían arrancado poco menos de sus brazos. Salí volando a buscarlo, al galpón de la perrera, que estaba por el Puente del Ejército. Pude llegar a tiempo y rescatar al pobre Batuque, que, apenas lo sacaron de la jaula y lo cargué, me llenó de pis y caca y se quedó temblando en mis brazos. El espectáculo de la perrera me dejó tan espantado como a él: dos zambos, empleados del lugar, mataban a palazos, ahí mismo, a vista de los perros enjaulados, a los animales que no habían sido reclamados por sus dueños luego de unos días. Medio descompuesto con lo que había visto, fui con el Batuque a sentarme en el primer cafetucho que encontré. Se llamaba La Catedral. Y allí se me vino a la cabeza la idea de empezar con una escena así esa novela que escribiría algún día, inspirada en Esparza Zañartu y en esa dictadura de Odría, que, en 1956, daba las últimas boqueadas.”
   
Mario Vargas Llosa en la puerta del bar La Catedral
           Resulta consecuente, entonces, que en el primer capítulo de Conversación en La Catedral, Santiago Zavala —quien abandonó San Marcos tras una redada policial de apristas y comunistas, ya tiene 31 años y teclea editoriales en La Crónica (ubicada en la Avenida Tacna)—, al ir a rescatar al Batuque de la perrera, allá por Puente del Ejército, un zambo del par de zambos que estuvieron a punto de matar a palazos al perrito Batuque metido en un costal, resulta ser Ambrosio Pardo, otrora chofer de su padre ricachón (Bola de Oro) y antes de Cayo Mierda, quien luego de escudriñarlo lo reconoce como “el niño”; y como accede a charlar con él, el zambo le propone ir a un bar cercano: “La Catedral, uno de pobres, no sé si le gustará”, le dice.
Mario Vargas Llosa en el bar La Catedral
Foto: Félix Nakamura
    Previamente Ana, la esposa de Santiago Zavala, enfermera de 26 años y recién despedida de la Clínica Delgado, lo recibió alarmada en la casita de tejas rojas que comparten en “la quinta de los duendes” de la calle Porta: “Me lo arrancaron de las manos —solloza Ana—. Unos negros asquerosos, amor. Lo metieron al camión. Se lo robaron, se lo robaron.” Escena inspirada, obviamente, en lo que Mario vivió con la tía Julia, precisamente cuando convivían con el Batuque en “la quinta de los duendes”, de la que en El pez en el agua apunta: “Vivimos más de dos años allí y creo que, a pesar de mi agobiante ritmo, fue una temporada con muchas compensaciones, la mejor de las cuales resultó, sin la menor duda, la amistad de Luis Loayza y Abelardo Oquendo. Constituimos un triunvirato irrompible. Pasábamos juntos los fines de semana, en mi casa, o en casa de Abelardo y de Pupi, en la avenida Angamos, o salíamos a comer a una chifa, salidas a las que se unían, a veces, otros amigos, como Sebastián Salazar Bondy, José Miguel Oviedo —quien empezaba a hacer sus primeras armas de crítico literario—”, y era amigo de Mario desde la infancia en Lima, o sea: desde los tres años que estudió en el Colegio La Salle, y quien es, dice, “el primer crítico que escribió un libro sobre mí”: Mario Vargas Llosa: la invención de una realidad (Barcelona, Seix Barral, 1970). Es decir, “la quinta de los duendes” era “una quinta color ocre, de casitas tan pequeñas que parecían de juguete, al final de la calle Porta”; la cual, en la vida real, según cuenta en sus memorias, la localizó y consiguió su prima Nancy, cuando Julia aún estaba refugiada en Chile, en Antofagasta, dada las obtusas bravuconadas y amenazas asesinas del padre de Mario. —Episodio transpuesto en la trama de La tía Julia y el escribidor (Barcelona, Seix Barral, 1977), su quinta novela—. En Conversación, el jardinero de la Clínica Delgado le regaló el cachorrito a Ana poco antes de que un segundo infarto borrara del mapa a Fermín Zavala, el padre de Santiago: 
     “Había sido poco después de la adopción del Batuque, Zavalita. Una tarde, Ana volvió a la Clínica Delgado con una cajita de zapatos que se movía; la abrió y Santiago vio saltar una cosita blanca: el jardinero se lo había regalado con tanto cariño que no había podido decirle que no, amor. Al principio, fue un fastidio, motivo de discusiones. Se orinaba en la salita, en las camas, en el cuarto de baño, y cuando Ana, para enseñarle a hacer sus cosas fuera, le daba un manazo en el trasero y le hundía el hocico en el charco de caquita y pis, Santiago salía en su defensa y se peleaban, y cuando empezaba a mordisquear algún libro y Santiago le pegaba, Ana salía en su defensa y se peleaban. Al poco tiempo aprendió: rascaba la puerta de la calle cuando quería orinar y miraba el estante como si estuviera electrizado. Los primeros días durmió en la cocina, sobre un crudo, pero en las noches aullaba y venía a ulular ante la puerta del dormitorio, así que acabaron por instalarlo en un rincón, junto a los zapatos. Poco a poco fue conquistando el derecho de subir a la cama. Esa mañana se había metido al cajón de la ropa sucia y estaba tratando de salir, Zavalita, y tú lo estabas mirando. Se había encaramado, apoyado las patas en el borde, estaba descargando todo su peso hacia ese lado y el cajón comenzó a oscilar y por fin se volcó. Luego de unos segundos de inmovilidad, agitó la colita, avanzó hacia la libertad y en eso los golpes en la ventana y la cara de Popeye.” 
 

         Según cuenta en El pez en el agua, Mario, cuando era reportero de la “sección de locales” de La Crónica, lo enviaron a Trujillo a entrevistar al millonario ganador “de la ‘polla’ y el ‘pollón’”; por ende marchó en una camioneta del periódico, con un chofer y un fotógrafo. Pero “En el kilómetro 70 o 71 de la carretera, un camión que venía en dirección contraria obligó a nuestro chofer a salirse de la pista.” Y el fotógrafo y Mario fueron internados en “la Maison de Santé” con heridas leves. En Conversación en La Catedral, Arispe, el jefe de redacción, envía a Zavalita a Trujillo, con Periquito, el fotógrafo, y Darío, el chofer, para que, como reportero de locales, entreviste “al ganador del millón y medio de la Polla”. A la altura del kilómetro 83, un mastodóntico camión, que venía en sentido contrario, obliga a la camioneta de La Crónica a salirse de la carretera y por ello da unas volteretas en los arenales. El chofer y el fotógrafo salieron ilesos, pero Santiago fue internado en La Maison de Santé, donde conoce a Ana (“cinco años menor” que él): “La enfermera le trajo otro desayuno completo y se quedó en la habitación, observándolo mientras comía. Ahí estaba, Zavalita: tan morena [tan chola y huachafa para la racista y megalómana madre de Santiago], tan aseada y tan joven en su albo uniforme sin arrugas, con sus medias blancas, sus cortos cabellos de muchacho y toca almidonada, parada al pie de la cama con sus piernas esbeltas y su cuerpo filiforme de maniquí, sonriendo con sus dientecillos voraces.” La complicidad y simpatía que brota entre Santiago y Ana (ella lo provee de cigarros, pese a la prohibición) incide en la amistad y en el noviazgo que viven ya fuera de La Maison de Santé; el cual tiene un episodio dramático y crucial cuando Ana queda embarazada. Y ante el rechazo de Santiago optan por el aborto. (El sueldo de La Crónica sólo es útil para subsistir con el agua al cuello, además de que se hospeda en el estrecho cuartito de una pensión desde que abandonó su casa familiar tras haber sido rescatado de la Prefectura por su influyente padre, donde estuvo preso por la redada de apristas y comunistas ordenada por Cayo Mierda en el contexto del apoyo universitario a una huelga de tranviarios, de cuyo modelo, según dice el autor en El pez

    
Sin título (1978)
Óleo sobre tela de Botero
       “En Cahuide el único episodio que me dio la sensación de estar trabajando por la revolución fue la huelga de San Marcos en solidaridad con los tranviarios.”) Frente a esa prueba de desamor, Ana decide cortar el vínculo y se va a Ica, donde nació y residen sus padres. Santiago, atosigado por la culpa y el afecto, le pide un apresurado matrimonio y deciden casarse en Ica, ante la presencia de los padres de Ana, pero sin notificar ni invitar a la engreída y prejuiciosa familia burguesa de Santiago: Zoila y Fermín, sus progenitores; y el Chispas y la Teté, sus hermanos.
    En este sentido, se infiere que el perrito Batuque es el sustituto del hijo que Santiago y Ana pudieron tener; lo cual refleja la vida real, pues a Mario Vargas Llosa y a la tía Julia (trece años mayor que él) alguien les obsequió el perrito Batuque poco después de que ella perdiera un bebé tras su regreso de Chile, pues según evoca el novelista en El pez en el agua: “Creo que fue por ese tiempo que alguien nos regaló un perrito. Era chusco y simpatiquísimo, aunque algo neurótico, y le pusimos Batuque. Pequeño y movedizo, me recibía dando saltos y solía echarse en mis rodillas mientras yo leía. Pero lo sobrecogían rabias intempestivas y se lanzaba a veces contra una de nuestras vecinas de la calle Porta, la poetisa y escritora María Teresa Llona, que vivía sola, y cuyas pantorrillas, no sé por qué, atraían y enfurecían a Batuque. Ella lo tomaba con elegancia pero nosotros pasábamos muchas vergüenzas.”


La tía Julia y Mario Vargas Llosa



III de VI
En Conversación en Princeton con Rubén Gallo (México, Alfaguara, 2017), Mario Vargas Llosa dice sobre Conversación en Catedral: “Yo quería que la historia se fuera formando en la memoria del lector a medida que éste colocara cada figura en su lugar, como si se tratara de un gran rompecabezas.” Y unas páginas adelante añade: “Puede resultar confuso en una primera lectura, sin duda, pero la memoria del lector va reconstruyendo la cronología y la va integrando a la trama, quizá no siempre de una manera totalmente precisa, pero eso no afecta al sentido más amplio de la historia.”
Tiene razón el novelista: sólo al ir avanzando en la lectura del voluminoso libro el lector, despistado por la intrincada trama (plagada de huecos y lagunas intencionales, de saltos en el tiempo y en el espacio: adelante y hacia atrás), logra y puede ubicar (e inferir), en la memoria y en la novela, los distintos espacios y tiempos (incluido lo omitido, lo oculto, implícito, tácito o sólo sugerido), la sucesión de múltiples voces, escenas, monólogos interiores y diálogos aparentemente inconexos en no pocos casos, que se suceden de manera imprevista, intercalada y acumulativa a lo largo de las páginas. De tal modo que esto, a veces, se torna una prueba de resistencia, una kilométrica y fatigosa caminata y exploración de fondo por túneles y pasajes donde abunda la paja, la abulia y la somnolencia, y no sólo cuando en páginas y páginas se plantean y se suceden las maquinaciones y los soporíferos embrollos de quienes manipulan y urden el poder (o aspiran a él con un golpe de estado, traición o madruguete), o cuando las voces están ceñidas de atavismos, romos prejuicios y sonoridades pueblerinas, signadas por un aliento popular, melodramático y tremendista, como son los casos de ciertos parloteos del zambo Ambrosio Pardo y de Amalia, mujer de un mitómano de filiación aprista (torturado y asesinado por los esbirros de Cayo Mierda: Hipólito y Ludovico Pantoja) y luego mujer del zambo (con la que tuvo una hija y con la que vivió en Pucallpa y allí murió), quien fuera fámula en la burguesa casona de los Zavala en Miraflores y luego en la casa de San Miguel, la abastecida leonera de lujo que Cayo Mierda le montó, aparentemente a la Musa, pues no lo hizo por ella ni para ella, sino para sus tejemanejes de espionaje, intriga, complicidad, chantaje y coacción entre militares, políticos y empresarios de alto pedorraje que promueven y protegen sus intereses y los intereses y negocios norteamericanos (de los que Cayo saca taja contante y sonante), y al unísono para las borracheras y orgías lésbicas en las que él es un patético, nauseabundo, fantasioso y minúsculo voyeur. De ahí que no pocas veces el lector de marras evoque, boqueando, casi sin aliento y pidiendo esquina, ese consabido e indeleble precepto y apólogo de Borges que se lee en el prefacio a El jardín de senderos que se bifurcan, firmado por él en “Buenos Aires, 10 de noviembre de 1941”: 
   
Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa y Alicia Jurado
        
“Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en
Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios.” Dificultad y fatigosa lectura que en Conversación en Princeton se refleja cuando Mario Vargas Llosa evoca: “La novela no tuvo éxito, sobre todo si se compara con otros libros míos, precisamente por la dificultad.” No obstante, observa: “Curiosamente ha ido ganando lectores con el tiempo, se ha ido reeditando y ahora está más viva que otros libros míos. Ha ido conquistando poco a poco a los lectores. Eso me alienta mucho. Si se hace una valoración de las cosas que yo he escrito, este libro debería figurara como uno de los principales.”

IV de VI
Un punto nodal del suspense y del enorme puzle narrativo que es Conversación en La Catedral (cuyo armatoste el lector se ve impelido a reconstruir en la memoria) gira en torno al asesinato de la Musa, quien fuera la mantenida y aparente querida de Cayo Mierda, cuando éste (diminuto, feo y enclenque) era el todopoderoso brazo represor de la dictadura del general Odría, quien en la polifónica obra es una ubicua y todopoderosa sombra tutelar, pero nunca habla con su voz de trueno ni se corporifica ni elimina en un tris con su fulgurante e incandescente mirada. 
       
Odría con miembros del clero y de las fuerzas armadas
       El crimen de la Musa ocurrió en 1958, cuando el presidente del Perú era Manuel Prado y Cayo Mierda, ya sin poder, está en el exilio. Santiago Zavala, quien trabaja en la sección de locales de La Crónica, dada la ausencia de Becerrita y de los dateros de la página policial, es enviado por Arispe, el jefe de redacción, al lugar del asesinato. Zavalita va con Darío, el chofer, y con Periquito, el fotógrafo.

       
La orquesta
Óleo sobre tela de Botero
         A la Musa, ex Reina de la Farándula, que fue hermosa (lesbiana, alcohólica y drogadicta) y tuvo celebridad como cantante no sólo en el Embassy y en Radio El Sol, le dieron “Ocho chavetazos” (o sea: fue un asesinato con saña) y sobrevivía en la pobreza en Jesús María (“General Garzón 311”), asistida por Amalia, su perruna y fiel criada que la sigue desde la casa de San Miguel. Y Santiago Zavala, mientras bebe, fuma, charla y rememora con el zambo Ambrosio en La Catedral, lleva ya “Diez años soñándote con ella, Zavalita, si Anita supiera creería que te enamoraste de la Musa y tendría celos.” Es decir, el efímero diálogo en La Catedral, y por ende el moroso presente de la novela (“El crítico hispano-dominicano Carlos Esteban Deive” contó “setenta personajes”), donde también se halla el inolvidable perruchito Batuque, ocurre durante unas cuatro horas de un día de 1968. Y Ambrosio, luego de charlar con él durante esas horas, quizá siga, con el zambo Pancras, matando perros a palos en la perrera municipal. 
O quizá no, pues casi al inicio del libro (en algún momento de la prolongada charla) Santiago le dijo: “En La Crónica necesitan un portero”. (Buscando que el zambo, ya ebrio, suelte la sopa y toda la recontrasopa en torno al asesinato de la Musa.) “Es un trabajo menos fregado que la perrera. Yo haré que te tomen sin papeles. Estarías mucho mejor. Pero, por favor, deja un ratito de hacerte el cojudo.” 
Dibujo de Miguel Covarrubias
          Pero el caso es que para supuestamente indagar las causas y el trasfondo del crimen de la Musa y ventilarlo y explotarlo hasta la náusea en la populachera y amarillista página policial de La Crónica, Becerrita se pone a la cabeza y escoge de supuesto reportero a Santiago (que se siente elegido por los hediondos demonios del Infierno). Y en el interrogatorio que Becerrita le hace a Queta (en el Montmartre, el burdel de la vieja Ivonne), ella, que fue cercana a la Musa y participante en los prostibularios guateques que Cayo Mierda orquestaba en la casa de San Miguel, declara algo que nunca sale a la luz pública (y que es parte de la impunidad del crimen), pero que descoloca a Zavalita e intriga al lector y a Santiago por el resto de sus días terrenales: “Bola de Oro lo mandó matar”, “El matón es su cachero. Se llama Ambrosio.” “Hortensia [o sea: la Musa, la ex querida de Cayo Mierda] le sacaba plata, lo amenazaba con su mujer, con contar por calles y plazas la historia de su chofer.” Y en la ríspida discusión con Becerrita, Queta y la madama Ivonne —quien se opone a que su protegida suelte la viperina y venenosa lengua bífida—, para que el ingenuo Zavalita (hijo de Bola de Oro) no oiga esos bochornosos intríngulis cuyo meollo asesino desconoce e ignora (incluso, pese a su inocua y larga charla con Ambrosio en La Catedral), Becerrita lo saca de allí: “¿Usted tenía algo que hacer, no? —gruñó Becerrita, mirando su reloj, la voz angustiosamente natural—. Váyase nomás, Zavalita.” 

Primera edición en México: octubre de 2017
          Curiosamente, casi al inicio de la sesión donde en Conversación en Princeton abordan los meandros de Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa, al hablar de la estructura de su reputada obra, revela uno de los secretos mejor guardados, candentes y postergados de su cincuentenario libro, que desde luego gira en torno al asesinato de la Musa y al secreto que Ambrosio no le revela al “niño” Santiago Zavala. A estas alturas del medio siglo de su novela esto quizá no tenga la menor importancia, más aún, o sobre todo, porque numerosos thrillers y novelas policiacas comienzan la intriga y el suspense con la descripción de la espeluznante escena de un crimen, como es el caso de su novela ¿Quién mató a Palomino Molero? (México, Seix Barral, 1986). En este sentido, el catedrático y cicerone novelista les dice a sus atentos feligreses (corro del seminario “Literatura y política en la obra de Mario Vargas Llosa”), que pueden visualizarse con las orejas bien erectas, las cejas alzadas y los ojos como platos: 

   
Dibujo de Covarrubias
        
“Ésa es la estructura de Conversación en La Catedral: una conversación entre Zavalita y Ambrosio, el guardaespaldas que fue chofer y amante de su padre. Esa conversación ocurre después de que Zavalita va a rescatar a su perro a la perrera municipal y se encuentra con Ambrosio, que ha caído al fondo más bajo de la ruina y trabaja matando perros. Los dos se van a tomar una cerveza a ese barcito cerca de la perrera que se llama La Catedral. Ése es el eje de la historia: una conversación que aparece y luego desaparece durante largos intervalos pero que siempre vuelve a reaparecer. Esa columna vertebral va llamando otras historias que se desplazan en el espacio, en el tiempo, y de un personaje a otro. Un personaje que surge en la conversación entre Zavalita y Ambrosio puede llamar a otro personaje y evocar una historia que los dos vivieron en el pasado, para luego regresar a la historia central, llamar a otro personaje, y así sucesivamente.
   “La conversación central entre Zavalita y Ambrosio es como una especie de tronco del que van surgiendo muchas ramas, y esas distintas ramas al final van dibujando ese árbol que es la totalidad de la historia. No me importó que eso pudiera crear confusión en el lector. Al contrario, yo pensé que esa confusión era necesaria para que la historia fuera creíble. Si la historia hubiera sido clara desde el principio, no sería aceptada por el lector. Había demasiada truculencia, demasiados excesos en todo lo que ocurrió y era mejor que esa historia fuera llegando de una manera nublada para que el propio lector, impulsado por la curiosidad y por el deseo de saber, fuera contribuyendo de una manera creativa a establecer la trama.”

V de VI
Entresacando fragmentos del voluminoso puzle de Conversación en La Catedral (dividido en cuatro partes con sus correspondientes capítulos), se puede ver que el zambo Ambrosio Pardo, pese a que es un redomado tontorrón con tres dedos de frente, sobre el leitmotiv o trasfondo del asesinato de la Musa sólo le dijo a Santiago Zavala lo que el “niño” puede oír de él: que Ambrosio la mató motu propio, sin consultar a Bola de Oro, su querido, venerado, respetado e idolatrado patrón, dizque para defenderlo y liberarlo para siempre de la desalmada, insaciable y voraz extorsión de la Musa (en la última etapa de su vida le exigía cien mil soles), pues en la página 61, cuando el lector aún ignora de qué chinitas se habla, se lee:
        “—¿Lo hiciste por mí? —dijo don Fermín—. ¿Por mí, negro? Pobre infeliz, pobre loco.” Lo cual se corresponde con dos parlamentos donde le habla don Fermín al zambo, quien está en mutis (quizá llorando), y por ello no se hace presente ni le contesta, los cuales se leen en la página 215. En el primero se lee: “—Ya sé por qué lo hiciste, infeliz —dijo don Fermín—. No porque me sacaba plata, no porque me chantajeaba.” Y en el segundo, cuatro fragmentos abajo, añade: “—Sino por el anónimo que me mandó contándome lo de tu mujer —dijo don Fermín—. No por vengarme a mí. Por vengarte tú, infeliz.” O sea: para que Amalia, mujer de Ambrosio (a quien él considera su única mujer, incluso durante el tiempo que era la mujer del psicótico, torturado y asesinado aprista), nunca supiera que él tenía relaciones homosexuales con don Fermín, en cuya mansión en Miraflores fue sirvienta (donde Ambrosio la desvirgó en su cuarto, reducto individual por su servicio de chofer, a donde Amalia solía ir a escondidas hasta que el zambo se lo prohibió y truncó el supuesto noviazgo) y luego obrera en el laboratorio de su patrón, el Bola de Oro, al que la Musa chantajeaba, extorsionaba y amenazaba con hacer circular una carta donde exponía esos vínculos lascivos y vergonzosos: “Van a recibir la misma carta tus parientes, tus amigos, tus hijos. La misma que tu mujer. Tus empleados.” 
      El caso es que muchas hojas después, hasta en la página 621, por el asesinato que cometió y la mujer que irremediablemente tiene (con una bebé recién parida), don Fermín lo indemniza o compensa y le ordena que se vaya de Lima y deje de lloriquear: “—Veinte mil soles —había dicho don Fermín—. Sí, tuyos, para ti. Te ayudarán a empezar de nuevo, a desaparecer, pobre infeliz. Nada de llantos, Ambrosio. Anda vete. Que Dios te bendiga, Ambrosio.” 
   
Dibujo de Covarrubias
        Y para librarse del poli que supuestamente investiga el asesinato de la Musa, o sea, del oficial de tercera Ludovico Pantoja, de la División de Homicidios, quien más o menos es su compinche desde los tiempos represivos de Cayo Mierda, Ambrosio lo soborna con veinte mil soles, la mitad de los cuales, le dice (mintiéndole), se los otorga don Fermín Zavala, según se lee en la página 575: 
“—Él te regala diez mil, y yo diez mil, de mis ahorros —dijo Ambrosio—. Sí, está bien, me iré de Lima y nunca más te daré cara, Ludovico. Está bien, me llevo a Amalia también. No volveremos a pisar esta ciudad, hermano, de acuerdo.” Y como botón de supuesta buenaventura y buena voluntad, Ludovico Pantoja —matón infiltrado y sobreviviente de la Revolución de Arequipa que suscitó la caída de Cayo Mierda y la constitución de un “gabinete militar” que no duró mucho— le recomienda que se vaya con su mujer a Pucallpa, porque allí Hilario Morales, su tío, lo empleará de chofer en Trasportes Morales, su empresa. Y el crédulo zambo va hacia ya con su bebé recién nacida (Amalia Hortensia) y con su mujer Amalia, quien además de ignorar que el asesino es Ambrosio, cree que la busca y persigue la policía (creencia que el zambo alimenta) para confinarla en la cárcel por el asesinato de la Musa, su patrona, pese a que cuando ocurrió el crimen ella estaba de parto en el hospital, totalmente solitaria, y luego recuperándose allí durante varios días.
    En Pucallpa las expectativas no salen bien. El caricaturesco, sucio y zaparrastroso Hilario Morales resulta ser un malandrín de baja estofa, polígamo y ladrón, quien, con el cariado colmillo muy retorcido, cala la estúpida sesera del zambo Ambrosio, de tal modo que prácticamente de un manazo le arrebata quince mil soles para supuestamente invertirlos en la escuálida e improductiva funeraria Ataúdes Limbo y como chofer lo hace ir y venir (a imagen y semejanza de un condenado Sísifo o burro de noria) de Pucallpa a Tingo María en una lastimosa y destartalada carcocha de risible y sonoro nombre: “El Rayo de la Montaña”. En Pucallpa, Ambrosio deja abandonada a su pequeña hija con la vecina que enseñó a sembrar a Amalia, luego de que ésta muriera tras el parto de un bebé que murió al nacer o nació muerto. No obstante, y pese a que Ambrosio está en harapos y en la miseria, tendría que pagarle al hospital dos mil soles que no tiene. Y tras sus patéticas y humillantes peticiones a Hilario Morales para que lo auxilie, decide robarle “El Rayo de la Montaña”; carcocha que vende en Tingo Maria por “Cuatrocientos soles”, “Lo justo para llegar a Lima, niño.”  
      
Dibujo de Covarrubias
   Oriundo de la ranchería de Grocio Prado (la aldea donde el joven Mario se casó con la tía Julia), en cuya zona se hizo chofer, e hijo de la negra Tomasa, Ambrosio Pardo es un “zambo grande”, “musculoso” y tontorrón a más no poder; es decir, posee una corpulencia, una estatura y una fortaleza semejante a la del negro Trifulcio, su padre, quien en calidad de ex presidiario y matón a sueldo murió en la susodicha Revolución de Arequipa. Pero inextricable a ese impresionante tamaño y musculatura de jugador de basquetbol de la NBA, sus atavismos y su cerebro del tamaño de un minúsculo cacahuate, repleto de taras y complejos, lo hacen comportarse y pensar a imagen y semejanza de un torpe niñote del octavo día. Esto, obviamente, lo sabía Cayo Mierda, puesto que lo conoce desde que en Chincha, junto con el Serrano —el futuro coronel Espina y ministro de Gobierno que empleó a Cayo como “director de Gobierno” de la dictadura de Odría—, cuando los tres eran unos mozalbetes de rancho, lo ayudó a robarse a la hija de la lechera, horrenda mujer sin hijos, con la que Cayo Mierda está casado hasta la yunta. Y con sus correspondientes variantes lo deduce Queta la primera vez que lo ve con suspicacia en el Montmartre; y también don Fermín, su patrón y amante, quien lo observa en una borrachera en la casa de San Miguel, cuando el zambo es el chofer de Cayo Mierda. 

   
Homenaje a Bonnard (1972)
Óleo sobre lienzo de Botero
        Ambrosio suspira y babea por la escultural Queta y cabizbajo le habla de “usted”. Y ella, que lo ve servil, agachón y más bruto que un cabestro, lo menosprecia y le pone las cosas difíciles, lo tutea y le sube la tarifa. Y varias veces le da unos revolcones verbales que lo radiografían por dentro y por fuera. Más aún porque el zambo, cuando ya logró los pagados y eventuales favores sexuales de Queta, le confiesa sus secretos. Hablan, desde luego, de su vínculo homosexual con don Fermín; de su relación con Amalia, que durante años hizo lo posible por ocultársela a don Cayo, a la Musa, a don Fermín Zavala, pero no a su amiguete Ludovico Pantoja, quien le prestaba su cuarto para los acostones con Amalia en sus días libres y de fin de semana. “Qué malos ratos habrás pasado, Ambrosio, cómo me habrás odiado —dijo don Fermín—. Teniendo que disimular así lo de tu mujer, tantos años. ¿Cuántos Ambrosio?” “¿Creías que iba a resentirme contigo, pobre infeliz? —dijo don Fermín—. No, Ambrosio. Saca a tu mujer de esa casa [la de la Musa], ten tus hijos. Puedes trabajar aquí [de chofer en la residencia de Miraflores] todo el tiempo que quieras. Y olvídate de Ancón y de todo eso, Ambrosio.”
     En este sentido, Queta le machaca: “Se dio cuenta que te morías de miedo”, “Que no harías nada, que contigo podía hacer lo que quería.” “Tenías miedo porque eres servil”, “Porque él es blanco y tú no, porque él es rico y tú no. Porque estás acostumbrado a que hagan contigo lo que quieran.” Y despotrica con asco (antes o después): “Jugando contigo como el gato con el ratón.” “A ti te gusta eso, ya me he dado cuenta. Ser el ratón. Que te pisen, que te traten mal. Si yo no te hubiera tratado mal no te pasarías la vida juntando plata para subir aquí a contarme tus penas. ¿Tus penas? Las primeras veces creía que sí, ahora ya no. A ti todo lo que te pasa te gusta.” “Te ha vuelto a ti también”, “No es porque te paga bien ni por miedo. Te gusta estar con él.” “¿Y cuando se baja los pantalones y te dice cumple tus obligaciones?”, “¿Te gusta también?”
   
Foto: Robert Mapplethorpe
         Queta, ojo clínico y avizor, no se equivoca. La primera vez que don Fermín ve al zambo de cerca en la casa San Miguel no le quita los resbalosos ojos de encima, y Cayo, astuto y maquiavélico zorro, dispone que su chofer, el grandulón y servil Ambrosio, lo lleve a su casa. Y ya en el auto, el patrón Bola de Oro le agarra el miembro y le ordena que así maneje y así lo lleve sin chistar ni rebuznar, no a su respetable y honorable residencia familiar en Miraflores, sino a su solitaria casa de descanso en Ancón, que se convierte en el nidito de sus lúbricos encuentros y desahogos sexuales con el zambo. Se transluce en ello un lujurioso vínculo de dominio y sometimiento, con cierto matiz y entretelones sadomasoquistas. “Haciéndome sentir una basura, haciéndome sentir no sé qué”, gime y se queja con Queta “golpeando la cama con fuerza”, cuando va con ella para humillarse y rogarle que persuada a la Musa de no extorsionar más a su querido y respetable patrón: “A la única persona que se ha portado bien, al único que la ayudó sin tener por qué.” Y sobre todo, pese a que no lo enfatiza, para que no haga circular la amenazante y reveladora carta de cuyos pormenores podría enterarse Amalia (su mujer de los días de asueto, embarazada de él sin que a él le importe un comino el embarazo y con la que nunca ha conformado un hogar ni enfrentado al opresivo mundo), pues esa revelación, pública y multitudinaria, al unísono reventaría la cloaca y desquebrajaría para siempre su privilegiado y oculto vínculo homosexual con ese “verdadero señor”, de apariencia regia y “Presidencial” para él, que además le brinda un buen estatus social: “Me gusta ser su chofer”, “Tengo mi cuarto, gano más que antes, y todos me tratan con consideración.”
 
Estudio de un modelo masculino (1972)
Pastel sobre papel de Botero
        El caso es que para ponerlo calenturiento y gozar al máximo y sacarle todo el manjar blanco al garañón, don Fermín, el patrón, le mete “yobimbina” al enorme zambo y él también se la mete, no faltaba más, pese a cierta teatralización de culpabilidad y remordimiento del supuestamente atormentado Bola de Oro, que también le lloriquea de rodillas: “déjame ser una puta, Ambrosio”, “Que te toque, que te lo bese”. 
Melancolía (1989)
Óleo sobre tela de Botero
        Mítico y legendario afrodisíaco que también usaron Santiago Zavala y su futuro cuñado el pecoso y pelirrojo Popeye Arévalo (hijo de un connotado y ricachón senador odriísta), cuando ambos, ingenuos mocosos, quisieron poner calenturienta a “la chola” cuando en la mansión de Miraflores estaban ausentes los papás de Zavalita, es decir, a la criada Amalia, y darse un festín sexual con ella. Ese impúber episodio (que le costó la chamba a Amalia) se colige inspirado en lo que también evoca el novelista en El pez en el agua en torno a la “yobimbina”, precisamente en la época en que era adolescente y cadete del Colegio Militar Leoncio Prado:

       
Mario Vargas Llosa entre los cadetes
del Colegio Militar Leoncio Prado
           “A mis amigos del barrio, en Miraflores, los veía a veces, los días de salida, e iba con ellos a alguna fiesta de los sábados, o de los domingos, a la matinée y alguna vez al fútbol. Pero el colegio militar me fue apartando insensiblemente de ellos, hasta convertir la entrañable fraternidad de antes en una relación esporádica y distante. Sin suda por mi culpa: me parecían demasiado niños, con sus ritos dominicales —matinée, Cream Rica, pista de patinaje, parque Salazar— y sus castos enamoramientos, ahora que yo estaba en un colegio de hombres que hacían barbaridades y ahora que iba al jirón Huatica [la zona de tolerancia]. Buen número de los amigos del barrio seguían siendo vírgenes y esperaban desvirgarse con las sirvientas de sus casas. Recuerdo una conversación, uno de esos sábados o domingos por la tarde, en la esquina de Colón y Juan Fanning, en la que, en rueda de barrio, uno de ellos nos contó cómo se había ‘tirado a la chola’, luego de darle, con mañas, a tomar ‘yobimbina’ (unos polvitos que, decían, volvían locas a las mujeres, de los que hablábamos sin cesar como de algo mágico, y que, por lo demás, yo nunca vi). Y recuerdo otra tarde en que unos primos me relataron la maquiavélica estrategia que tenían urdida para ‘emboscarse’ a una sirvienta, un día que sus padres estaban ausentes. Y recuerdo mi malestar profundo en ambas ocasiones y siempre que mis amigos, de Miraflores o del colegio, se jactaban de tirarse a las cholas de sus casas.” 

VI de VI
Cuando en 1958 ocurrió el crimen de la Musa, Santiago Zavala ya sabía que su padre era marica. (“¿Echándose vaselina, piensa, jadeando y babeando como una parturienta debajo de él?”) Esto queda claro en la borrachera y diálogo que Zavalita tiene con Carlitos Ney en el sombrío Negro-Negro, luego de que Becerrita lo expulsara del Montmartre para que no siguiera oyendo las barbaridades que vociferaba Queta sobre el zambo y Bola de Oro, supuesto autor intelectual del asesinato de la Musa. De ahí que Santiago, inextricable a su aversión a la hipocresía e impostura del buen burgués (cuyos abominables y repelentes arquetipos son para él don Fermín y Zoila, sus progenitores), rechaza como herencia paterna la casa de Ancón, que también rechaza su madre viuda (al parecer leyó la carta de la Musa donde la puso al tanto de las relaciones homosexuales de su marido y el zambo chofer), y que no quiera recibir absolutamente nada de las acciones y negocios legados por don Fermín (ni un quinto), pese que a siga viviendo muy apretado en la casita de los duendes con el perrito Batuque y Ana, quien se enoja y desaprueba el rechazo de esa casa en Ancón, y a que su mediocre salario en La Crónica a penas le alcanza para sobrevivir haciendo agua, y a que su trabajo como editorialista de La Crónica le resulte deleznable, no menos excrementicio que Lima y el Perú.
   
La casa de Mariduque (1970)
Óleo sobre lienzo de Botero
        Tal derrotismo y visión pesimista de su persona, de sus padres, de su empleo, de sus colegas, de la política y de su entorno limeño se advierte desde el inicio de la novela y perdura hasta el punto final, luego de unas cuatro horas o más de conversación en La Catedral, (sin que el zambo le haya revelado al “niño” la catadura homosexual de su padre y sus amoríos con él). Por ejemplo, al acercarse al Depósito Municipal de Perros para rescatar al perruchito Batuque, ve “Un gran canchón rodeado de un muro ruin de adobes color caca —el color de Lima, piensa, el color del Perú—, flanqueado por chozas que, a lo lejos, se van mezclando y espesando hasta convertirse en un laberinto de esteras, cañas, tejas, calaminas.” Y sobre su chamba como editorialista de temas locales (no de política, porque la política no le interesa para nada), se dice a sí mismo, ahora que ya no hace reporterismo nocturno: “Vengo temprano, me dan mi tema, me tapo la nariz y en dos o tres horas, listo, jalo la cadena y ya está.”

   
Página 6 del ejemplar mecanografiado más antiguo que se
conserva de Conversación en La Catedral
Archivo Princeton University Libraries
        Pestilencia y hedor social e individual que también percibe en él, en el envejecido y astroso zambo y en los comensales de La Catedral: “El Batuque ladra una vez, ladra cien veces. Un remolino interior, una efervescencia en el corazón del corazón, una sensación de tiempo suspendido y tufo. ¿Hablan? La radiola deja de tronar, truena de nuevo. El corpulento río de olores parece fragmentarse en ramales de tabaco, cerveza, piel humana y restos de comida que circulan tibiamente por el aire macizo de La Catedral, y de pronto son absorbidos por una invencible pestilencia superior: ni tú ni yo teníamos razón papá, es el olor de la derrota papá”. 
Página 5 del ejemplar mecanografiado más antiguo que se
conserva de Conversación en La Catedral
Archivo Princeton University Libraries
       De ahí que en esa conversación en La Catedral, Santiago le diga a Ambrosio: “en este país el que no se jode, jode a los demás”. Y que sea Carlitos Ney, ebrio, el que le ponga sello indeleble e irrebatible catalogación de “cacógrafos” a su subterráneo y pálido oficio de supuestos periodistas librepensadores en un periodicucho amarillista que es propiedad de los intereses, políticos y mercantiles, de la familia de Manuel Prado, cuyo gobierno se volvió se volvió “una mafia terrible”. En este sentido, el crónico e incurable “cacógrafo” y borrachín Carlitos Ney encarna y refleja el futuro de Santiago Zavala como periodista hundido hasta las cejas en ese fecal marasmo: “entré a La Crónica y ahí mismo descubrí la tumba de la poesía, Zavalita”. “Entras y no sales, son arenas movedizas”. “Te vas hundiendo, te vas hundiendo. Lo odias pero no puedes librarte. Lo odias y, de repente, estás dispuesto a cualquier cosa por conseguir una primicia. A pasarte las noches en vela, a meterte en sitios increíbles. Es un vicio, Zavalita.” “Nosotros los cacógrafos”, “Todos reventaremos echando espuma, como Becerrita. A tu salud, Zavalita.” 

En El pez en el agua, Mario Vargas Llosa habla de la camaradería, del influjo y del magisterio que Carlitos Ney, lector aventajado y voraz, ejerció sobre él. De ahí que diga: 
Reportaje de Mario Vargas Llosa en La Crónica
Lima, marzo 27 de 1952
         “Hablar de libros, de autores, de poesía, con Carlitos Ney en los cuchitriles inmundos del centro de Lima, o en los bulliciosos y promiscuos burdeles, era exaltante. Porque Carlos era sensible e inteligente y le tenía un amor desmesurado a la literatura, la que, por cierto, debía representar para él algo más profundo y central que ese periodismo al que consagraría toda su vida. Siempre creí que, en algún momento, Carlitos Ney publicaría un libro de poemas que revelaría al mundo ese talento enorme que parecía ocultar y del que, en lo más avanzado de la noche, cuando el alcohol y el desvelo habían evaporado en él toda timidez y sentido autocrítico, nos dejaba entrever unas briznas. Que no lo haya hecho, y su vida haya transcurrido, más bien, sospecho, entre las frustrantes oficinas de redacción de los periódicos limeños y las ‘noches de inquieta bohemia’, no es algo que me sorprenda, ahora. Pues la verdad es que, como a Carlitos Ney, he visto a otros amigos de juventud, que parecían llamados a ser los príncipes de nuestra república de las letras, irse inhibiendo y marchitando, por esa falta de convicción, ese pesimismo prematuro y esencial que es la enfermedad por excelencia, en el Perú, de los mejores, una curiosa manera, se diría, que tienen los que más valen de defenderse de la mediocridad, las imposturas y las frustraciones que ofrece la vida intelectual y artística en un medio tan pobre.”

       

        Casi resulta tautológico decir que, a sus 31 años, Santiago Zavala es un mediocre. “Ni proletario ni burgués. Sólo una pobre mierdecita entre los dos”, lo cata y diagnostica Carlitos Ney. Y que tal vez esa mediocridad sea el signo definitorio del resto de sus días. Pues pese a que casi al inicio de la novela a Norwin, en el Bar Zela, le resume su rutina y supuestas aspiraciones: “Leo, duermo siestas”, “Quizá me matricule otra vez en Derecho”, lo más probable es que nunca lo haga, pese a sus numerosas menciones de hacerlo y no hacerlo, puesto que detesta el Derecho y la abogacía. Y porque al ingresar a
La Crónica por recomendación de su tío Clodomiro, el solterón y mediocre hermano de don Fermín, Vallejo, el director (cuyo apellido sin duda es un homenaje que Mario Vargas Llosa le hizo a César Vallejo, pues lo empezó a leer en la época en que era reportero de La Crónica, “seguramente por consejo de Carlos Ney”), como si viera su futuro en una nítida e inequívoca bola de cristal, le dice sobre tales aspiraciones de trabajar de periodista y “seguir asistiendo a las clases de Derecho”: “Desde que estoy aquí no he visto a muchos periodistas que sigan estudiando”. “Tengo que advertirle algo, por si no lo sabe. El periodismo es la profesión peor pagada. La que da más amarguras, también.” (En México, Manuel Buendía, un celebérrimo periodista, y maestro de periodistas, asesinado el 30 de mayo de 1984, solía decirle a sus alumnos: “el periodismo es la profesión del hombre que se quedó sin profesión”.)
El sastrecillo valiente
Ilustración: Dugina y Dugin
       Pese a que el “flaco”, o sea: Zavalita, era el intelectual de la familia y por ello el Chispas y la Teté irónica o afectuosamente lo llaman “supersabio” a lo largo del libro, carece de aspiraciones intelectuales y creativas, y se distingue por su afición al derrotismo, a los cafetines, a los bares, a los antros, al tabaco, al trago y al jalón de pichicata. Nada parecido al ambicioso y soñador Mario Vargas Llosa en su época de estudiante en San Marcos y militante de Cahuide; pues el novelista, según cuenta en El pez, mientras era el sartrecillo valiente y vivía en la casita de los duendes de la calle Porta, con el Batuque y la tía Julia, llegó a tener siete trabajos (
ídem al cabalístico siete de un golpe del sastrecillo de los hermanos Grimm), (en el Congreso, como asistente del senador Raúl Porras Barrenechea, cobró seis meses sin trabajar, dice, “Ese medio año fue mi primera y última experiencia de funcionario público”), nunca perdió la fe en llegar a ser escritor (“aunque me muriera de hambre”) y se propuso terminar “las dos facultades que seguía” (Literatura y Derecho), hacer a toda velocidad la tesis sobre Rubén Darío, ganarse una beca para doctorarse en la Complutense de Madrid (“nadie nacía novelista, uno se hacía escritor, también en literatura uno elegía lo que iba a ser”), y luego recalar en el idilio de París y quedarse a vivir en Europa para siempre. 


Mario Vargas Llosa durante su primer día en España,
luego de desembarcar en Barcelona, con Luis Loayza y
Julia en el restaurante Tobogán, octubre de 1958.




Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral. Prefacios del autor. Nota y antología de Carlos Aguirre. Iconografía en color y en blanco y negro. Narrativa Hispánica, Alfaguara. Primera edición mexicana en este formato, noviembre de 2019. 784 pp.


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Mario Vargas Llosa conversa con Juan Cruz sobre Conversación en La Catedral.