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sábado, 12 de julio de 2014

Paisaje de otoño



A lo mejor contigo vuelvo a la perritud

Firmada en “Mantilla, noviembre 1996-marzo 1998”, Paisaje de otoño, novela de Leonardo de la Caridad Padura Fuentes (La Habana, octubre 9 de 1955), se editó en Barcelona en “septiembre de 1998” (y en México el siguiente mes) con el número 345 de la Colección Andanzas de Tusquets Editores. Paisaje de otoño obtuvo, en España, el Premio Internacional Dashiell Hammett 1998 y en Francia el Premio de las Islas 2000. Según dice en su preliminar “Nota del autor”, la empezó a escribir “un año y medio después” de publicada Pasado perfecto (1990-1991) —quizá en Cuba, pues Tusquets la editó hasta febrero de 2000—, la novela policial que transcurre en el “Invierno de 1989”, donde, dice, aparece por primera vez el detective Mario Conde; así, apunta, Paisaje de otoño la comenzó a urdir ya con el objetivo de conformar “Las cuatro estaciones”, una tetralogía de novelas a las que se sumarían (y se sumaron): Vientos de Cuaresma (1992) —“Primavera de 1989”— y Máscaras (1994-1995) —“Verano de 1989”—, también publicadas por Tusquets: en 2001 y en 1997.

Leonardo Padura con su perro
Los hechos centrales del presente de Paisaje de otoño ocurren en La Habana durante unos cuantos días de octubre de 1989 y se desarrollan en dos ámbitos narrativos, ambos trastocados por la crisis laboral y existencial que vive el teniente investigador Mario Conde, quien el miércoles 9 de octubre de 1989 cumplirá —y cumple— 36 años de edad, día que lo celebra con sus compinches de siempre en casa del Flaco Carlos y su madre Josefina con sus proverbiales dotes culinarias, y que coincide con su último día de policía, con el arribo del huracán Félix, y con su feliz y fraterno encuentro con Basura —“un perro lanudo y sucio que dormitaba sobre un montón de basura, bajo uno de los bancos de espera” de la guagua—, cuando, ya vestido con sus prendas menos astrosas y en medio del viento y la lluvia que preludian el virulento e inminente azote del fenómeno, se dirigía a la cena de su cumpleaños. 
El jueves 3 de octubre de 1989, Mario Conde, luego de una década de policía, solicitó su licenciamiento de la Central de Investigaciones Criminales. La razón: en el interior de ésta se sucedió una purga que puso en tela de juicio a un grupo de policías corruptos; pero también suscitó el retiro obligado del mayor Antonio Rangel, quien durante 28 años fue el jefe de la Central, puesto de patitas en la calle y en su casa, no por corrupto, sino porque se da por puesto que él permitió que se fermentara y engendrara tal corrupción. El mayor Rangel, sibarita de los mejores habanos, del buen ron y del buen whisky, tenía a Mario Conde, pese a sus yerros y peculiaridades, por su mejor detective y ambos han cultivado una amistad y se estiman. Así que Mario Conde decidió irse porque aunada a la pérdida del mayor, entre los policías corruptos hay varios en cuya honestidad él creía. 
Incitado por tal depresivo y desmoralizante marasmo (“nunca se sintió un verdadero policía, y prefería andar sin pistola y sin uniforme y odiaba hasta la idea de tener que aplicar la violencia”), se encerró en su cochambrosa casa “con siete botellas de ron y doce cajetillas de cigarros”. Y el siguiente lunes 7, tras recibir el domingo 6 la inesperada visita de tres de sus compinches alarmados por su silencio y ausencia de tres días, con una mañanera taza de café y frente a su mugrosa y vieja Underwood da los teclazos del inicio de un cuento; es decir, en su primer día libre se dispone a entregarse a su recóndito ideal siempre postergado: escribir, ser un escritor, el prolegómeno de su sueño guajiro: tener una “casa de madera y tejas, frente al mar, donde viviría escribiendo”, y donde obviamente estaría el sucesivo pez peleador Rufino, el perrito Basura (o algún semejante por el estilo), y una fémina “bien linda y bien buena” (que no tiene) y que podría ser Tamara, la inasible y evanescente mujer de sus ensueños durante 15 años, y con quien apenas hace unos meses tuvo un primer y único encuentro sexual. Pero lo interrumpen los toquidos del sargento Manuel Palacios, su adjunto en las investigaciones, quien le lleva el perentorio mensaje de que el nuevo jefe de la Central quiere verlo. 
El pulcro y odorífico coronel Alberto Molina, el nuevo jefe, carece de experiencia policíaca; es un burócrata que viene de la Dirección de Análisis e Inteligencia Militar, donde, le dice al Conde, se pasó “veinte años en una oficina” soñando “con ser espía”. No obstante, acredita que el mayor Antonio Rangel “es el hombre que más sabe en este país de investigaciones y procesos”, y que Mario Conde es el mejor investigador policíaco. Así que le propone que le resuelva un último caso e ipso facto le firma la baja. Mario Conde le solicita poder consultar al mayor Rangel. Y tras hacerlo, el coronel Molina le da tres días para que aclare el crimen (cuyo tercer día coincidirá con el 36 aniversario del Conde), pues el asesinado, pese a su nacimiento en Cuba, tiene pasaporte norteamericano y teme que “se desate el escándalo en Miami y acusen al gobierno de haberle hecho lo que le hicieron”. 
El cuerpo de Miguel Forcade Mier, a sus 53 años, a eso de las 23 horas del sábado 5 de octubre de 1989, fue descubierto por unos pescadores “en la Playa del Chivo, a la salida del túnel de la bahía”. Sus ojos ya habían sido comidos por los peces. Y según el forense, murió “a causa de un golpe en la cabeza que le dieron con un objeto contundente”: “un bate de jugar pelota”, “de madera”. Pero además “le habían cortado el pene y los testículos, al parecer con un cuchillo contundente y no muy afilado”. El jueves 3 salió de su casa paterna en El Vedado manejando el Chevrolet del 56 de su cuñado Fermín Bodes y no regresó. Pero además no era un hombre común: “fue en los años sesenta el segundo jefe de la dirección provincial de Bienes Expropiados, y era subdirector nacional de Planificación y Economía cuando se quedó en Madrid en 1978, en una escala de regreso de la Unión Soviética”.
Al igual que numerosas novelas y filmes policíacos, la descripción del cuerpo del asesinado figura casi al inicio de la obra. Y para no desvelar los pormenores y vericuetos de la investigación, del suspense, de las digresiones, de los engaños al lector (entre ellos el presunto cuadro de Matisse homónimo de la novela) y de los giros sorpresivos que llevan al descubrimiento del culpable y sus oscuras razones, baste decir que Paisaje de otoño —en tal ámbito narrativo— es un artificio de relojería, urdido con amenidad y destreza, no exento de entresijos secretos y rudimentarios planos del tesoro, que al unísono implica una mirada crítica ante el saldo de la Revolución Cubana y su progresivo fracaso, reflejado en las numeras carencias y frustraciones sociales e individuales, en la obsolescencia de la importada economía socialista y su esclerótica e inútil bibliografía, en la falta de libertades y en los impedimentos para salir de la isla, en la corrupción de los hombres encumbrados en la burocracia y en el poder —como son los casos de Miguel Forcade Mier, el de su cuñado Fermín Bodes (preso diez años “por malversación continuada, tráfico de prebendas desde su posición en un organismo central del Estado y falsificación de documentos”), y el de Gerardo Gómez de la Peña, el impune ex jefe del muerto cuando desertó de Cuba en 1978 y a quien fue a visitar el día que fue ultimado. 
Premio Hammett 1998 (España)
Premio de las Islas 2000 (Francia)
(Tusquets, 1ª edición mexicana, octubre de 1998)
          En 2006, Leonardo Padura obtuvo, por La neblina del ayer (Tusquets, 2005) 

—también protagonizada por Mario Conde—, el Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett, otorgado por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos durante la anual Semana Negra de Gijón —en el Principado de Asturias, España— a la mejor novela policíaca escrita en español. No extraña que ya antes, en 1998, haya obtenido el Premio Hammett con Paisaje de otoño. Y curiosamente, en el centro de la dedicatoria de ésta, se lee: “Para Dashiell Hammett, por El halcón maltés”, pues en la urdimbre narrativa de su obra le rinde tributo a tal novela y al unísono a la versión fílmica dirigida por John Huston, protagonizada por Humphrey Bogart y Mary Astor. En este sentido, si en la obra de Hammett el valor pecuniario de la antigua efigie (acuñada en 1530 como regalo a Carlos V, Rey de España) es lo que mueve a los confabulados en robarla, Padura, a través del erudito padre del muerto, también pergeña el histórico y legendario itinerario, repleto de robos y extravíos, de una antigua pieza: un Buda de oro, una “estatua extraordinaria, creada mil años antes” en China, que de Manila llegó a La Habana “el 3 de diciembre de 1631” (debió llegar a su destino: Madrid, como obsequio a Felipe IV, Rey de España). Pero si en la obra de Hammett los ladrones (en 1929, en San Francisco) se topan con la falsedad del halcón, en la novela de Padura la verificación de la autenticidad del Buda queda en puntos suspensivos, pues el Conde deja la policía antes de que los peritos de Patrimonio emitan su dictamen.  
Paralelo y entreverado en los episodios de la investigación policíaca, se sucede el otro ámbito narrativo de Paisaje de otoño. Y este traza la cotidianeidad humana de Mario Conde en el contexto de su vida íntima y doméstica, entroncada con el destino de su maltrecha generación. “Somos una generación de mandados y ése es nuestro pecado y nuestro delito”, dice Andrés en una perorata con desbordada acritud, quien es médico, con esposa y dos hijos, y quien tras la cena y bebida por el aniversario del Conde, le revela al corro su acendrado drama personal y existencial, resumido en el hecho de que se irá de Cuba, con todo y familia, y por ende les dice: “sé que ahora debo ir a un policlínico de barrio hasta que me den la carta de liberación, así mismo como suena, la carta de liberación, y me permitan salir, eso va a demorar como uno o dos años, no sé cuántos, pero no me importa...”
El caso es que luego de oír la revelación de Andrés y sus dolorosas, frustrantes y añejas minucias, Mario Conde, en medio del agua y de la ventolera del huracán Félix, deja a Tamara en su casa (ansiosa de ser poseída y querida) y él se va a la suya, donde al día siguiente, el jueves 10 de octubre de 1989, sentado frente a la Underwood, aún bajo el flagelo del ciclón, con un poso de cuasi café y el perrucho Basura sucio, húmedo y sin desayuno (“El animal seguía asustado y miraba con insistencia hacia las ventanas, removidas cíclicamente por el empuje del agua y del viento”), se dispone a teclear una historia (“escuálida y conmovedora”), pero ya no la que había iniciado (sobre “ese amor entre los hombres”: el drama del Flaco Carlos, su mejor amigo, cautivo en una silla de ruedas por una bala que le dio en la columna cuando la Cuba socialista y prosoviética hizo suya una beligerancia ajena: la Guerra de Angola), sino la que le despertó el relato de Andrés, que pretende ser la historia “de toda una generación escondida”, la suya, y que va a titular Pasado perfecto —que es también el título (y quizá la misma obra o su doble) de una de las citadas novelas de Leonardo Padura—; “sí, así la titularía, se dijo, y otro estruendo, llegado de la calle, le advirtió al escribano que la demolición continuaba [parece que Félix se empeña en destruir las pobres y vetustas ruinas de La Habana, por lo pronto, ‘la vieja mata de mangos sembrada más de cincuenta años atrás por su abuelo Rufino, yacía en el suelo, con sus gajos dislocados y cubiertos por ramas ajenas, de hojas incongruentes, venidas de cualquier parte’], pero él se limitó a cambiar de hoja para comenzar un nuevo párrafo, porque el fin del mundo seguía acercándose, pero aún no había llegado, pues quedaba la memoria.”

Leonardo Padura, Paisaje de otoño. Colección Andanzas (345), Tusquets Editores. 1ª edición mexicana. México, octubre de 1998. 264 pp. 






viernes, 1 de febrero de 2013

Pasado perfecto



Huele a perro muerto en la carretera

Como muchos lectores saben (incluso de otros idiomas), el teniente investigador Mario Conde es el protagonista de siete novelas policíacas del cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), todas publicadas en España y en México por Tusquets Editores: la tetralogía “Las cuatro estaciones”: Máscaras (1997), Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001); más La neblina del ayer (2005), Adiós, Hemingway (2006) y La cola de la serpiente (2011). 
Leonardo Padura
En la “Nota del autor” que precede a Paisaje de otoño (obra firmada en “Mantilla, noviembre 1996-marzo 1998”), Padura dice que Mario Conde apareció por primera vez en Pasado perfecto (rubricada en “Mantilla, julio 1990-enero 1991)”) y que cuando ésta tenía “un año y medio” de haber sido impresa (en Cuba, al parecer) tuvo la idea de “escribir otras tres piezas” y conformar así “Las cuatro estaciones” (ubicadas en La Habana). Es por ello que Pasado perfecto se sucede en el “Invierno de 1989”, Vientos de Cuaresma en la “Primavera de 1989”, Máscaras en el “Verano de 1989” y Paisaje de otoño en el “Otoño de 1989”. 
(Tusquets, Barcelona, 1998)
Ahora que si los personajes principales (y algunos otros) figuran o son aludidos en las tramas de las cuatro novelas (en incluso en el total de la “serie Mario Conde”), esto no significa que se trate de un conjunto consecutivo, sino que cada novela funciona por sí misma y por ende son independientes entre sí. Y esto lo marca, sobre todo, el hecho de que el autor, aunado a las ineludibles repeticiones que certifican que se trata de los mismos personajes (Mario Conde, Manuel Palacios, Antonio Rangel, el Flaco Carlos, Josefina, Tamara, etc.) varía algunas de sus peculiares anécdotas y algunos de los datos de los personajes. Por ejemplo, Mario Conde, en Pasado perfecto, el sábado 3 de enero de 1989 lleva una década de policía (“diez años revolcándose en las cloacas de la sociedad”, dice) y tiene “treinta y cuatro años y dos matrimonios deshechos”. Pero en Paisaje de otoño, además de tener 35 años, evoca que nació “a la una cuarenta y cinco de la tarde del 9 de octubre” de 1953 y por ende, con el Flaco Carlos y su madre Josefina, celebran, el 9 de octubre de 1989, su 36 aniversario, día que coincide con su último día de policía, luego de una década. 
Otra variante, por ejemplo, la encarna la china mulata Patricia Wong, la teniente “investigadora de la Dirección de Delito Económico” que en Pasado perfecto participa en el esclarecimiento del caso; es hija de un chino hacedor de comida china, cuyas excentricidades culinarias ha probado el Conde. Pues bien, tal china mulata (quien amistosamente lo llama “Mayo”) y su padre el cocinero tienen una decidida incidencia en el caso del asesinato que el Conde despeja en La cola de la serpiente; tal crimen ocurrió en mayo de 1989 en el cuarto de un mísero solar del Barrio Chino, pero la China Patricia no se apellida Wong, sino Chion. 
(Tusquets, Barcelona, 2000)
La investigación del caso que el teniente Mario Conde y el sargento Manuel Palacios resuelven en Pasado perfecto se sucede entre el sábado 3 de enero de 1989 y el siguiente martes 6, Día de los Reyes Magos. Todo arranca con la perentoria llamada telefónica del mayor Antonio Rangel, el jefe de la Central, que interrumpe la resaca y el descanso de Mario Conde. La razón: la noche del jueves primero de enero la esposa de “un jefe de empresa del Ministerio de Industrias” denunció la desaparición de su marido. El caso, para el teniente Mario Conde, quizá sería un caso más; pero el hecho de que se trata de una pareja que conoció en su adolescencia, precisamente a partir del “primero de septiembre de 1972”, día de su ingreso en el Pre de La Víbora, hace que el decurso narrativo bogue, entreverado entre la investigación policíaca y entre las digresiones concernientes a la vida personal y cotidiana del protagonista, por episodios que ilustran el pasado biográfico de éste —en el contradictorio contexto social de la dogmática Cuba prosoviética de la época—, ya en su ámbito familiar y genealógico o en relación a ciertas personas que conoció y conoce.
Tal procedimiento narrativo marca la pauta de “Las cuatro estaciones” y en sí de la “serie Mario Conde”, pues paralelamente a los capítulos del crimen y de la investigación policíaca, se relatan aspectos de la biografía del teniente investigador y sucesos que ocurren en su cotidianeidad personal, matizada por los amigos que frecuenta, entre quienes destacan el Flaco Carlos (condenado a una silla de ruedas en la Guerra de Angola) y su madre Josefina, infalible artífice gastronómica.
Rafael Morín Rodríguez es el desaparecido y por ser “jefe de la Empresa Mayorista de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias”, induce al propio ministro de Industrias a llamar al mayor Rangel para que se investigue y resuelva el caso lo más rápido posible. El susodicho día que el Conde ingresó al Pre, oyó por primera vez la oratoria de Morín, pues dijo el largo discurso de bienvenida en su calidad de “presidente de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media del Preuniversitario René O. Reiné y miembro del Comité Municipal de la Juventud”, y entonces el Conde comprendió que “ese muchacho había nacido para ser dirigente”. La esposa de Morín es Tamara Valdemira Méndez y en el Pre fue compañera de clase del Conde y de dos de sus compinches de siempre: el Conejo y el Flaco Carlos (quien aún no era un tremendo gordo ni estaba en silla de ruedas). Un grupo de alumnos solía ir a estudiar a la regia biblioteca de la casona de Tamara, entre ellos el Conde; una mansión con inusitados privilegios de ricos burgueses, sólo porque sus padres eran embajadores en el extranjero. El Conde y el Flaco asistieron allí a la apoteósica fiesta y banquete por los 15 años de Tamara y Aymara, su hermana gemela. Fue “casi empezando el primer año de Pre, 2 de noviembre [de 1972], precisó su memoria, y cómo lo impresionó la casa donde vivían las muchachas, el patio parecía un parque inglés bien cuidado, cabían muchísimas mesas debajo de los árboles, en el césped y junto a la fuente donde un viejo angelote, rescatado de algún derrumbe colonial, meaba sobre los lirios en flor. Había espacio para que tocaran los Gnomos, el mejor, el más famoso, el más caro de los combos de La Víbora, y bailaran más de cien parejas; y hubo flores para que cada una de las muchachitas, bandejas llenas de croquetas —de carne—, de pasteles —de carne— y bolitas de queso fritas que ni soñarlas en aquellos años de colas perpetuas.”
El Flaco y el Conde se enamoraron de Tamara, pero “a los dos meses de haber empezado el [primer] curso”, Morín y Tamara se hicieron novios. Y cuando ya estaban “en tercer año del Pre” y el Flaco “era novio de Dulcita y ya Cuqui se había peleado” con el Conde, Morín y Tamara se casaron e invitaron a todos a la fiesta en casa de ella. “Aquella noche [recuerda el Conde] cogimos nuestra primera borrachera memorable: entonces un litro de ron podía ser demasiado para los dos y Josefina tuvo que bañarnos, darnos una cucharada de belladona para aguantarnos los vómitos y eso, y hasta ponernos una bolsa de hielo en los huevos.”
El meollo es que durante 17 años, pese a las mujeres y amoríos del Conde, Tamara ha sido la inasible fémina de sus recónditos y lúbricos ensueños y Morín el individuo a quien menos quisiera encontrar. 
Leonardo Padura
La pesquisa se topa con hipócritas testimonios que trazan la dizque intachable e impoluta trayectoria del trepador Rafal Morín. Pero, desde el inicio, aún sin saber qué fue lo que pasó, al adjunto del Conde le da mal pálpito: “el hombre me huele a perro muerto en la carretera”, dice. Y no se equivoca, pues paulatinamente los policías descubren los indicios de una trama de malversación que ha desfalcado a la Empresa, salpimentada por una serie de corruptelas en las que Morín, además de sucesivos viajes al extranjero con nutridas dietas y de los valiosos objetos y regalos que solía traer y obsequiar, maquillado con el nombre de su jefe de despacho, en Cuba se daba la gran vida en hoteles y restaurantes de lujo, donde no faltaba la hermosa meretriz. 
“A santo de qué alguien puede jugar con lo que es mío y es tuyo y es de aquel viejo que está vendiendo periódicos y de esa mujer que va a cruzar la calle y que a lo mejor se muere de vieja sin saber lo que es tener un carro, una casa bonita, pasear por Barcelona o echarse un perfume de cien dólares, y a lo mejor ahora mismo va a meterse tres horas haciendo cola para coger una jaba de papas, Conde. ¿A santo de qué?”, se interroga el sargento Manuel Palacios ante los manejos y enjuagues de Morín, lo cual coincide con el “código ético” que vocifera el Conde: “no me gusta que los hijos de puta hagan cosas impunemente”.
Ya descubierto el embrollo, junto al trunco plan de Morín de fugarse de Cuba tras un boyante capital sustraído, la mañana del 5 de enero su cadáver aparece asesinado y abandonado en una casa vacía de Brisas del Mar. Con tal evidencia, los policías presionan al presunto culpable, quien revela los pormenores del crimen y lo que sabía del muerto. 
Leonardo Padura
Vale decir que en las visitas que el Conde le hace a Tamara en su casona paterna (justificado por la desaparición de su marido), logra, gracias a la disposición y proposición de ella, satisfacer, por fin, el añejo deseo y sueño erótico acumulado durante 17 años. No obstante, su otro intrínseco sueño guajiro resulta aún evanescente (casi a imagen y semejanza del encierro existencial de Rufino, su pez peleador trazando en la pecera interminables círculos concéntricos: “Miró entonces su cuarto vacío y sintió que él también daba vueltas, tratando de buscar la tangente que lo sacara de aquel infinito círculo angustioso”): “tendría una casa en Cojímar, muy cerca de la costa, una casa de madera y tejas con un cuarto para escribir y nunca más viviría pendiente de asesinos y ladrones, agresores y agredidos”. Escribiría, quizá y por lo que dice, “una novela muy escuálida, muy romántica y muy dulce” —lo que remite al sonoro hecho de que Pasado perfecto está dedicada, “con amor y escualidez”, a Lucía López Coll, la esposa de Leonardo Padura. O escribiría “una novela sobre la escualidez”, quizá emulando al “viejo Hemingway”, su ídolo y recurrente escritor arquetipo. Y quizá resultaría un decoroso palimpsesto (una variante policíaca) del libro que le brinda el descanso al final de la jornada: “Abandonó la taza vacía sobre la mesa de noche marcada por otras tazas abandonadas, y fue hasta la montaña de libros que esperaban su turno de lectura sobre una banqueta. Recorrió los lomos con el dedo, buscando un título o un autor que lo entusiasmara y desistió a mitad de camino. Estiró la mano hacia el librero y escogió el único libro que nunca había acumulado polvo. ‘Que sea muy escuálido y conmovedor’, repitió en voz alta, y leyó la historia del hombre que conoce todos los secretos del pez plátano y quizás por eso se mata, y se durmió pensando que, por la genialidad apacible de aquel suicidio, aquella historia era pura escualidez.”


Leonardo Padura, Pasado perfecto. Colección Andanzas (397), Tusquets Editores. Barcelona, febrero de 2000. 240 pp.







sábado, 8 de diciembre de 2012

Adiós, Hemingway



Náufragos en tierra firme

El cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) rubrica su novela Adiós, Hemingway (Tusquets, 2006) en “Mantilla, verano de 2000”; pero en el preliminar “Post scriptum” —firmado “Todavía en Mantilla, verano de 2005”— vagamente alude una versión anterior impresa en 2001 y el hecho de que a la presente (que parece la definitiva) le realizó “muy ligeros retoques, ninguno de los cuales cambia el sentido de la historia ni el carácter de los personajes”.  
(Tusquets, 1ra. edición mexicana, 2006)
Y para curarse en salud y eludir posibles susceptibilidades y equívocos, en su inicial “Nota del autor” afirma que si bien consultó fuentes bibliográficas y documentales, “el Hemingway de esta obra es, por supuesto, un Hemingway de ficción, pues la historia en que se ve envuelto es sólo un producto de mi imaginación, y en cuya escritura practico incluso la licencia poética y posmoderna de citar algunos pasajes de sus obras y entrevistas para construir la historia de la larga noche del 2 al 3 de octubre de 1958”.
En este sentido, la novela Adiós, Hemingway oscila y se desarrolla en dos principales vertientes temporales; en una la voz narrativa, omnisciente y ubicua, elabora lo acontecido durante la susodicha “larga noche del 2 al 3 de octubre de 1958”, precisamente en el interior de Finca Vigía, la casa cubana de Ernest Hemingway (desde 1941), donde éste, meditabundo e introspectivo, descubre en su jardín la chapa de un agente del FBI y poco después ocurre un asesinato nada menos que en la habitación de trabajo del escritor. 
Ernest Hemingay
En la otra vertiente es el verano de 1997 en La Habana y Mario Conde, empedernido bibliófilo, ya lleva ocho años de haber dejado la policía (como teniente investigador), a la que renunció para entregarse de cuerpo y alma a la creación literaria, lo cual, mientras subsiste de la compra-venta de libros usados y viejos para ciertos expendios callejeros, aún intenta realizar más allá de sus pálidos escarceos de amateur, signado por su recurrente, onírica e inasible visión ideal de claros visos hemingwayanos: “en su paraíso personal el Conde había hecho del mar, de sus efluvios y rumores, la escenografía perfecta para los fantasmas de su espíritu y de su empecinada memoria, entre los que sobrevivía, como un náufrago obstinado, la imagen almibarada de verse viviendo en una casa de madera, frente al mar, dedicado por las mañanas a escribir, por las tardes a pescar y a nadar y por las noches a hacerle el amor a una mujer tierna y conmovedora, con el pelo húmedo por la ducha reciente y el olor del jabón combatiendo con los aromas propios de la piel dorada por el sol”.
Museo Finca Vigía
Pero el meollo es que en el ahora Museo Finca Vigía, las raíces de un centenario árbol caído durante un tormentoso vendaval han exhumado los restos de un cadáver (“muerto entre 1957 y 1960”) y el teniente investigador Manuel Palacios, otrora adjunto del Conde, ha acudido a éste para que lo auxilie con las indagaciones del caso, lo cual, al Conde, le hace recordar, entre otras cosas, aquel lejano día de su niñez (julio 24 de 1960) en que su abuelo Rufino el Conde lo llevó frente al embarcadero de Cojímar y entonces, por primera y única vez en su vida, vio pasar caminando al legendario y controvertido Premio Nobel de Literatura 1954 y pudo gritarle con espontaneidad y candor infantil: “¡Adiós, Jemingüéy!”
Hemingway con tremenda pieza
Y si la voz narrativa paulatinamente reconstruye el escenario del crimen y del clandestino entierro (salpimentado con vivencias e íntimas evocaciones y reflexiones que hace el propio Hemingway) y deja una pizca de suspense para que el lector deduzca y ponga los puntos sobre las íes, las indagaciones y conjeturas de Mario Conde (con cierto apoyo de Manolo Palacios) hacen algo semejante.
Mario Conde, protagonista de La neblina del ayer (Tusquets, 2005) [de La cola de la serpiente (Tusquets, 2011)] y de la serie policíaca “Las cuatro estaciones”: Máscaras (Tusquets, 1997), Paisaje de otoño (Tusquets, 1998), Pasado perfecto (Tusquets, 2000) y Vientos de Cuaresma (Tusquets, 2001), en la presente novela rememora y patentiza su personal y crítica lectura y vínculo con la vida y obra de Ernest Hemingway (1899-1961). Es decir, a su modo lo baja del nicho y del pedestal, lo humaniza, lo torna un ser contradictorio y con leyenda negra, vulnerable y debilitado física y narrativamente; lo cual no riñe con los testimonios de dos de sus otrora cercanos empleados. 
Uno de ellos, Toribio el Tuzao, con 102 años de edad y la memoria muy viva, le dice al Conde que Hemingway era un “tremendo hijo de puta, pero le gustaban los gallos”; que “era un apostador nato”, mas “no le importaba el dinero”, sino la pelea y “el coraje de los gallos”. Que “meaba en el jardín, se tiraba de pedos dondequiera. A veces se ponía así, como a pensar, y se iba sacando los mocos con los dedos, y los hacía bolitas. No resistía que le dijeran señor. Pero pagaba más que los otros americanos ricos, y exigía que le dijeran Papa..., decía que él era el papá de todo el mundo”.
Leonardo Padura con sus perruchos
Pero en el condimento de la urdimbre novelística también tienen particular relevancia los episodios de la vida individual y doméstica de Mario Conde (con su perrucho Basura o leyendo desnudo una biografía de Hemingway o añorando a Tamara) y los que vive con dos de sus entrañables compinches de siempre: el Flaco Carlos en su sillón de ruedas (a cuya casa suele acudir a degustar los delirantes platillos que prepara Josefina, la madre de éste) y el Conejo y su dizque “imperturbable sentido dialéctico e histórico del mundo”.
En tal lindero es donde se entronca el ludismo y la desfachatez de Mario Conde. Por ejemplo, cuando al entrar al Museo Finca Vigía pide que lo dejen solo y entonces, antes de observar y reflexionar el entorno y los oscuros y polémicos entresijos de la historia de Hemingway, se quita sus zapatos y se calza los “viejos mocasines del escritor”; enciende un cigarrillo y se acomoda en “la poltrona personal del hombre que se hacía llamar Papa”. Y luego, en espera de que pase el súbito y veraniego chaparrón, se hecha en la cama de la tercera y última esposa de Hemingway y se queda dormido. 
Museo Finca Vigía
Y ya al término, para contarles al Conejo y al Flaco Carlos los pormenores de sus indagaciones, Mario Conde ha querido ir al embarcadero de Cojímar, donde otrora recalaba el yate de Hemingway y de escuincle, con su abuelo Rufino, lo vio pasar. Así, sentados los tres en el muro, ya consumida la tercera botella de ron, miran hacia el mar, hacia el norte, y recuerdan a Andrés, su compinche que emigró siete años antes. Entonces el Conde, que se ha colocado en la cabeza (a la manera de “gorro frigio”, dice) el blúmer negro de Ava Gardner (subrepticiamente hurtado por él en el museo) donde Hemingway solía envolver y guardar su pistola calibre 22, decide escribirle una carta en el papel de una cajetilla de tabacos: 
“A Andrés, en algún lugar del norte: Cabrón, aquí nos estamos acordando de ti. Todavía te queremos y creo que te vamos a querer para siempre... Dice el Conejo que el tiempo pasa, pero yo creo que eso es mentira. Pero si fuera verdad, ojalá que allá tú nos sigas queriendo, porque hay cosas que no se pueden perder. Y si se pierden, entonces sí que estamos jodidos. Hemos perdido casi todo, pero hay que salvar lo que queremos. Es de noche, y tenemos tremendo peo, porque estamos tomando ron en Cojímar: el Flaco, que ya no es flaco, el Conejo, que no es historiador, y yo, que ya no soy policía y sigo sin poder escribir una historia escuálida y conmovedora de verdad... Y tú, ¿qué eres o qué no eres? Te mandamos un abrazo, y otro para Hemingway, si lo ves por allá, porque ahora somos hemingwayanos cubanos. Cuando recibas este mensaje, devuelve la botella, pero llena.”
Así, en calidad de “náufragos en tierra firme”, cada uno la firma con su nombre. El Conde la introduce en uno de los pomos vacíos; se quita de la cabeza el otrora oloroso blúmer negro de Ava Gardner, lo mete en la botella, le coloca el corcho y la lanza al mar (previo trago de ron) gritando “con todas las fuerzas de sus pulmones” aquel lejano grito que restallara su garganta de niño: “¡Adiós, Hemingway!”


Leonardo Padura, Adiós, Hemingway. Colección Andanzas (595), Tusquets Editores. Primera edición mexicana. México, 2006. 210 pp.