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martes, 7 de octubre de 2014

El indio que mató al padre Pro



  Escupe por un colmillo y es un troglodita, un matón         



                                
I de II

(FCE, México, 2005)
Editado en 2005 (con tres mil ejemplares) en la Colección Tezontle del FCE, El indio que mató al padre Pro (27.8 x 19.02 cm) es un libro del periodista Julio Scherer García (Ciudad de México, abril 7 de 1926, íbidem, enero 7 de 2015), cuyos lomos y pastas duras tienen el logo y la tipografía repujadas y una sobrecubierta de lujo. En contraste con tal pompa (cuyo diseño de forros e interiores es de Leonardo Pérez Ramírez), la foto que ilustra el frontispicio figura sin crédito y el papel de las páginas interiores no es el más adecuado para la reproducción de las imágenes en blanco y negro, seleccionadas de varios acervos: Fototeca del INAH, Fototeca del Fideicomiso Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca, Fondo Miguel Palomar y Vizcarra, Fondo Aurelio Acevedo, Centro de Estudios sobre la Universidad (UNAM), y Colección particular de la familia De León Toral.
    Con un “Prólogo” de la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas, ex directora de Comunicación y Análisis Histórico de la frustrada y extinta Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, El indio que mató al padre Pro es una mezcla de reportaje y entrevista al general Roberto Cruz, originalmente publicado en “ocho entregas”, “entre el 2 y el 9 de octubre de 1961”, en el periódico Excélsior. En sentido sentido, ni la prologuista ni el autor datan los ejemplares en que aparecieron, ni tampoco dicen si el texto de Scherer fue objeto de enmiendas o no. Es decir, amén de las citas al pie de página de la historiadora, el reportero no incluyó ninguna hemerografía ni ninguna bibliografía. Ni tampoco se acredita al autor (o autores) de la antología fotográfica, cuyas notas e identificaciones de los retratados, en varios casos, incluyen pertinentes y útiles croquis. 
Según dice la historiadora (lo cual explica el sonoro y acusatorio título del libro), “El motivo del reportaje, en 1961, fue la pretendida beatificación del padre Pro, que no se logró sino hasta 1988, cuando se anunció la reforma que les devolvería, 1992, la personalidad jurídica a las iglesias y a sus ministros.” Es decir, el general Roberto Cruz, en su papel de jefe de la Inspección General de Policía de la Ciudad de México —que funcionaba como “Secretaría de Seguridad Pública” bajo las órdenes dictatoriales del general Plutarco Elías Calles, presidente de México entre el 1 de diciembre de 1924 y el 30 de noviembre de 1928 (cuyo Maximato duró hasta fines de noviembre de 1934)—, en medio de la sangrienta efervescencia de la Guerra Cristera (1926-1929), fue quien “investigó” el atentado al general Álvaro Obregón sucedido el 13 de noviembre de 1927 en el Bosque de Chapultepec y que diez días después derivó, por órdenes de Calles y sin el debido juicio, en el perentorio fusilamiento (junto con otros imputados) del sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, capellán de la seglar Liga Nacional de Defensa Religiosa (o Defensora de la Libertad Religiosa), surgida el “14 de marzo de 1925” ante las restricciones y prohibiciones impuestas por el Estado a través de varios artículos clave de la Constitución Política del 5 de febrero de 1917 (el 3º, el 5º, el 24º, el 27º, el 130º), crisis agudizada con la aplicación de la llamada “Ley Calles” (duras reformas al Código Penal, entre ellas la prohibición del culto), promulgada el “31 de julio de 1926”.
     El sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, capellán de la Liga Nacional de Defensa Religiosa, fusilado, sin juicio, el 23 de noviembre de 1927 en el paredón de la Inspección General de Policía de la Ciudad de México, cuyo inmueble estaba donde ahora se halla el Edifico El Moro de la Lotería Nacional (Paseo de la Reforma núm. 1). Según la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas, “Desde las celdas de la Inspección, ese acto que se creía no tendría mayores consecuencias, fue observado también por Agustín Lara [1897-1970], quien años más tarde escribiría: ‘Corrían los tiempos de aquella absurda persecución contra los católicos [1926-1929], en que la religión, suprema libertad del hombre [sic], era un delito... Él [Pro] se curaba con mentolátum una pequeña herida que tenía en una pierna, y a veces, compartía con nosotros las viandas que del Café Colón le mandaban’.”
“¿Cuál es la versión de Roberto Cruz sobre las causas que desataron la violencia entre los dos poderes? 
“Dice textualmente: 
“Cuando surgió lo que se ha dado en llamar el conflicto religioso, me encontraba al frente de la Inspección General de Policía. Este llamado conflicto fue provocado por el alto clero, con motivo de la entrevista que un reportero [de El Universal, publicada el 4 de febrero de 1926] le hizo al arzobispo de México [José Mora y del Río]. La pregunta crucial al prelado fue qué opinaba la Iglesia respecto de las leyes que nos rigen. El arzobispo contestó que eso no eran leyes y que, por tanto, la Iglesia no las respetaría.
“Así surgió el conflicto. Ese día vi al presidente Calles en Palacio. Apenas me saludó y me recibió con estas palabras que no olvidaré mientras viva: ‘Lo que ha dicho es un reto al gobierno y a la Revolución. No estoy dispuesto a tolerarlo’. Estaba muy excitado. Se ponía de pie y ocupaba luego su silla de trabajo. ‘No estoy dispuesto a tolerarlo.’ Me repitió varias veces. Entonces ordenó —y me lo ordenó a mí, antes que a nadie— ‘que ya que los curas se ponían en ese plan, se aplicaría la ley tal y como estaba’. Habríamos de cerrar conventos, clausurar seminarios, expulsar sacerdotes extranjeros, oponernos a toda manifestación de culto, impedir que siguieran funcionando colegios confesionales. Habríamos de actuar de inmediato. Pero, ¿quién tuvo la culpa? Yo sostengo que el alto clero, por sus declaraciones inoportunas, innecesarias y completamente antipolíticos de su prelado. ¿A quién se le ocurriría desafiar así a un hombre como Calles? ¿Qué no sabían qué clase de pulgas tenía ese señor?”
Dividido en ocho capítulos, cada uno está precedido por una fecha; del I al V por la fecha “Los Mochis, Sin., septiembre de 1961”, la cual implica que Julio Scherer, a “30 grados sobre cero”, charló con Roberto Cruz en la hacienda La Guazá, propiedad de éste, que “en yaqui” significa “tierra de siembra”; el capítulo VI es el único que muestra la fecha así: “Los Mochis, Sin., 6 de octubre” (sin el año); mientras el VII y el VIII repiten: “Los Mochis, Sin., octubre de 1961”.
Tanto la prologuista como el reportero esbozan la trayectoria del general Roberto Cruz, nacido “en Guazapares, Chihuahua, el 23 de marzo de 1888”, pero residente, de pequeño y con su familia, en Torín, Sonora, un pueblo donde jugaba entre los niños yaquis y por ende aprendió el habla yaqui. No obstante, se observan discrepancias entre los datos que brindan. Por ejemplo, según la historiadora —quien escribe “Torín” con acento, mientras Scherer no— “A los 20 años, a pesar de su juventud, ya era presidente municipal de Torín” (o sea en 1908) y según ella “Cruz inició formalmente su carrera de militar en 1913, después del asesinato de Madero y José María Pino Suárez”. Pero según el reportero lo hicieron presidente municipal después de que el 20 de noviembre de 1910 estallara la Revolución y el joven Roberto Cruz participara en “combates de secundaria importancia” (o sea: tomó las armas tres años antes de 1913); luego de tales primeros combates: “Vino la paz y regresó a Torin. Ahí lo esperaban sus amigos de siempre, que pronto hicieron de él una figura relevante: presidente municipal.”
Vale observar que tal presunta “formalidad” la historiadora la circunscribe al legendario hecho de que el coronel Benjamín Hill, “brazo derecho de Obregón”, lo nombró capitán primero, al frente de “su compañía de Voluntarios del Yaqui”, organizada por él, “compuesta por 180 indios”. Episodio que Julio Scherer traza con tintes literarios y novelescos, procedimiento con el que matiza su reportaje-entrevista:
“Qué principios aquellos, tan modestos, tan humildes, principios de soldado párvulo cuando, en los inicios de la lucha contra Victoriano Huerta [1913], se presentó formalmente ante el coronel Benjamín Hill y le llevó a sus 200 yaquis, a los voluntarios de aquella región de Torin [‘rata’, en yaqui], para él tan entrañable como sus mismas tres estrellas [otorgadas, junto con el rango de general de división, por el presidente Álvaro Obregón el ‘9 de febrero de 1924’ tras la cruenta batalla de Ocotlán contra ‘la rebelión delahuertista, en la que se alzó el 40% del ejército’].
“Impresionado por las tropas que tenía ante sí, por el aire resuelto de esos indios del norte de México, altos, musculosos, con fama de valientes, tiradores como quizá no los haya mejores en toda la República, Benjamín Hill felicitó a Roberto Cruz. ‘Te voy a dar el nombramiento de teniente coronel, muchacho’, le dijo. Pero aquello no fue del agrado de éste. Lleno de vida, confiado en su futuro feliz por el primer gran éxito militar que en esos momentos alcanzaba, se comportó como un hombre adusto que desprecia los honores y prefiere acogerse a la sobriedad, ese camino estrecho por el que sólo se aventuran los que creen en ellos mismos.
“‘Soy muy joven, coronel’, le dijo a Benjamín Hill. ‘Déme usted nombramiento de capitán primero. Si sirvo para las armas, tengo tiempo de progresar, porque aún soy muy joven [tenía 25 años], y lograr más tarde un grado alto. Si no, me quedo donde estoy.’ Y en la actitud y maneras del bisoño debe haber advertido su superior un orgullo que le estallaba en el pecho. ‘Está bien’, le contestó. ‘Y así se hizo’, dice ahora el general de división y Cruz de Guerra de Primera Clase, con el énfasis de quien expresa: ‘No podía equivocarme. ¡Cómo hubiera sido posible que una cosa así ocurriera!’”
Hay que observar que esa flamante “Cruz de Guerra de Primera Clase” es, según el reportero, “la presea más alta del Ejército”, que en 1960, a sus 72 años, le fue colocada en el pecho por Adolfo López Mateos, entonces presidente de la República, la cual “culminó la carrera del general, pues semanas más tarde pediría su retiro de las armas”.
Julio Scherer García
(México, abril 7 de 1926, ibídem, enero 7 de 2015)
Ahora que si con el tratamiento literario el reportero sólo bosqueja y no ahonda ni precisa los hechos ni los datos históricos, da cabida a una larga digresión sobre la vejatoria arbitrariedad carcelera contada por David Alfaro Siqueiros cuando, tras el atentado al presidente Pascual Ortiz Rubio ocurrido el 5 de febrero de 1930 (día de su toma de posesión), llevaba diez días preso en la Inspección; ataque que también implicó el encarcelamiento y la expulsión del país, el 24 de febrero de 1930, de la fotógrafa comunista Tina Modotti. En Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), Irene Herner dice que esa vez el pintor dizque “pudo escaparse”. Tras ser reaprendido el “30 de abril de 1930” estuvo 7 meses preso en Lecumberri. Luego, “entre diciembre de 1930 y febrero de 1932”, tuvo a Taxco “como su prisión domiciliaria”. Raquel Tibol, en Palabras de Siqueiros (FCE, 1996), añade que en 1932 violó ese arraigo de “15 meses”; y tras reincidir en su activismo político, recibió una “perentoria sugestión de abandonar el país”. Aunque Julio Scherer no lo anota, tal digresión también se lee, ampliada y con ligeros cambios, en “Prestado por una noche”, capítulo de su libro Siqueiros. La piel y la entraña (FCE, 2003), cuya primera edición en Era data de 1965. 


 II de II

Según se observa en las páginas de El indio que mató al padre Pro (FCE, 2005), reportaje-entrevista del reportero Julio Scherer García, el general Roberto Cruz, con sus preseas militares, cargos castrenses, puestos públicos durante los explosivos y controvertidos regímenes presidenciales de Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928), todo permeado por sus bravuconadas y desplantes, resulta un personaje pintoresco, repleto de contradicciones y claroscuros, héroe de sí mismo. Según dice: “Nunca fui un segundón. Si puedo hablar de la Revolución es porque la he vivido. No soy un militar de dedo, como tantos otros, ni debo mis condecoraciones a la gracia de nadie. Lo que tengo, me lo he ganado. Aquí en el cuerpo tengo cinco balas enterradas y aquí, en la mente, el recuerdo de más de cien batallas.” Será melón. Habrá quien se trague y deguste la píldora, como fue el caso de “su amigo, Gonzalo N. Santos, cacique potosino”. Roberto Cruz, es, a todas luces, un personaje secundario y con leyenda negra, en cuyos tres históricos episodios que boceta (y no ahonda) el reportaje-entrevista (el fusilamiento sin juicio del padre Pro y otros imputados, la ejecución del general Francisco Serrano y su grupo, el asesinato del virtual presidente reelecto Álvaro Obregón y el fusilamiento de José de León Toral) se muestra —con sus prejuicios, limitadas ideas y carencia de ética— cínicamente incapacitado para desobedecer una dictatorial orden, cruenta y genocida, del general Calles, sólo por el hecho de ser el Presidente de la República, casi un monarca que podía hacer y deshacer a su antojo, que “se comportaba como si él mismo fuese el águila y la serpiente de nuestro escudo”. Y más aún: habla de él con respeto y admiración. Y quizá con gratitud, pues defenestrado por el propio Calles de la jefatura de la Inspección General de la Policía de la Ciudad de México tras el asesinato de Obregón (ocurrido el 14 de julio de 1928 cuando el dibujante y fanático católico José de León Toral lo balaceó en el restaurante La Bombilla de San Ángel), Cruz no tardó en pasarse al bando contrario; es decir, pese a que entonces era “jefe de Operaciones Militares en Michoacán, estado gobernado por su gran amigo Lázaro Cárdenas”, se involucró en la rebelión escobarista iniciada con un manifiesto, el 3 de marzo de 1929, por el general José Gonzalo Escobar, cuyo objetivo era impedir que Calles impusiera un nuevo presidente títere (que a la postre fue Pascual Ortiz Rubio, quien ocupó la silla del águila entre el 5 de febrero de 1930 y el 2 de septiembre de 1932). Pero Calles, el todopoderoso Jefe Máximo, quien el 4 de marzo de 1929 encabezó la fundación del Partido Nacional Revolucionario (antecedente del actual PRI), como virtual secretario de Guerra y Marina de Emilio Portes Gil (presidente interino entre el 1 de diciembre de 1928 y el 4 de febrero de 1930), alentó y dirigió las operaciones militares que los derrotaron alrededor de tres meses después. Según el último pie de foto del libro, “Calles vencedor perdonó la vida a Cruz, quien partió al exilio en Estados Unidos. Regresó hasta 1935 y se alejó de la política.” 
Pero no fue para siempre, pues según comenta la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas en su “Prólogo”: Roberto Cruz, “En marzo de 1952, en carta pública enviada al periódico El Universal, acusó al secretario de la Defensa Nacional, general Gilberto R. Limón, de conducta ilegal y peligrosa. Al participar como candidato a senador por Sinaloa, en la campaña política de Miguel Henríquez Guzmán a la Presidencia, Cruz fue detenido y acusado de subversivo. Sabedor de lo que podía sucederle por ejercer sus derechos cívicos, solicitó protección de la justicia federal contra la policía judicial del Distrito y Territorio Federales y contra la policía dependiente de la Dirección Federal de Seguridad. Este amparo se lo otorgó el licenciado Clotario Margali mediante una fianza de 200 pesos. Después de lo cual mantuvo una sana distancia frente al candidato independiente.”
“Si no fuera por el curita, por Pro [le dice el general Cruz a Julio Scherer con una frase que repite y varía], yo no tendría esa fama de troglodita, de hombre primitivo, de matón. Y pasaría por lo que soy: por un hombre culto, fino”. “Que puede sostener conversaciones de horas, sobre cualquier tema y con cualquier persona, así sea erudita y de la más esmerada educación.” Pero además “Habla de su buen gusto para vestir, de cómo en la Ciudad de México [a la que desde su hacienda La Guazá, en Los Mochis, Sinaloa, podía desplazarse en alguno de poderosos ‘seis vehículos’] y especialmente por las calles de Madero, se le verá siempre ‘con un flucs impecable, finísimo, porque eso sí [dice], me gusta vestir como un caballero y, aunque está mal que lo diga, luzco no sólo distinguido, sino muy distinguido.” 
     El general Roberto Cruz el 23 de noviembre de 1927, día en que el padre Pro fue fusilado, sin juicio previo, entre los presuntos responsables del atentado contra el general Álvaro  Obregón, sucedido diez dían antes en el Borque de Chapultepec.
                                           

            Foto antologada en La Cristiada (FCE/Clío, 2007), volumen iconográfico de Jean Meyer.
Tan distinguido y guapo como cuando lucía sus impecables uniformes militares o sus trajes de charro, que también le gustaba vestir y lucir. De hecho, según narra en “septiembre de 1961”, “hace apenas cuatro años”, en 1957, en la capilla construida por su primera mujer en la hacienda La Guazá, se casó en segundas nupcias vestido de charro (“como en un 16 de septiembre”) y ante un sacerdote católico autorizado por “el obispo de Sinaloa”: “sombrero galoneado de filtro gris”, negro el traje de charro, “con botonadura de plata y adornos del mismo metal. Ella, la novia [Soterito Burbos], entonces de 29 años [‘40 años más joven que él’], lucía con su traje de china poblana y se cubría la cabeza y parte de los hombros con un rebozo de Santa María.”
No es que el general (“Masón del grado 32”, que “cree en el más allá”) fuera mocho. De hecho, varias veces le recalca a Scherer (ya en el caso del padre Pro, ya en el de León Toral o ante la Cristiada) no creer en las cosas del catolicismo; pero sí se muestra y exhibe condescendiente ante la fe cultivada por su madre (quería que alguno de sus hijos fuera sacerdote) y por sus esposas (ambas proclives a llenar la casa de imágenes y efigies religiosas). En “septiembre de 1961”, a los 73 años, allí en La Guazá, tiene una pequeña hija con Soterito Burbos, “la última de sus 37 hijos”. Seis hijos son de su primer matrimonio con la finada y “muy católica Luz Anchondo”, con quien estuvo casado 35 años (casi los mismos de la placa metálica con que ella “dedicó ese hogar a la Virgen de Guadalupe”) y con quien en 1934 visitó Castel Gandolfo. “Boato, mucho boato. Boato por todos lados [testimonia el general]. Qué lujo, qué aparato el de esos señores. Por donde se levantara la vista no se veía sino boato. Que la Guardia Suiza, que los cuadros de los grandes pintores, que los corredores con estatuas de mármoles. La verdad sea dicha nos gustó mucho todo ese bombo”. Pero no fueron allí para arrodillarse los dos, sino para que ella recibiera la bendición del Papa Pío XI, en cuya “Secretaría” le entregaron a ésta “un cuadro con la efigie de Su Santidad, en la que le concedían indulgencias a ella, a su marido, a su hijos...” Mientras “Los otros 31 [hijos del general]... aquí y allá”. Por ende declara tener “mas de 100 nietos y bisnietos por él conocidos”, algunos de los cuales estuvieron presentes en la fiesta de su segunda boda, “día que lo acompañaron 200 amigos”. 
Y más folclórico aún: en sus tiempos de jefe de la temible Inspección General de Policía (lo fue entre “el 28 de agosto de 1925” y “el 17 de julio de 1928”) —que según él funcionaba como “Secretaría de Seguridad Pública”—, cuando bullía la persecución religiosa y el culto estaba proscrito por la Ley Calles, en su “casa de la colonia Hipódromo, en la esquina de Celaya y Tehuacán”, para honrar la fe de doña Luz Anchondo (“Era una señora muy guapa. ¡Viera de joven qué bien plantada era!”), cada domingo, a las 8 de la mañana, había misa. Desde la recámara y desde el baño, el general oía “ese dulce murmullo que se forma con las jaculatorias y oraciones de los creyentes”. Y luego, un buen desayuno: “Ya en el comedor, se sentaba al lado del ‘curita’ como dice Cruz. ‘Él, en la cabecera, como debía ser, y yo, a su lado, a la derecha.’ Se comía con apetito, ‘como si fuera una primera comunión’: tamales, chocolate, atole, gelatinas y muchas cosas más. El número de comensales nunca fue menor de 15 y muchas veces mayor de 30. Tablas y más tablas se agregaban entonces a la mesa, ‘a fin de que todos estuviera cómodos y pudiesen platicar a gusto’. Con frecuencia la charla se prolongó hasta las 11 y 12 de la mañana.
“Roberto Cruz salía entonces con rumbo a un sitio, siempre el mismo: el Lienzo Charro.”
     Cuando el 2 de octubre de 1927, el presidente Calles, allí en el Castillo de Chapultepec, que entonces era la residencia presidencial, le ordenó la ejecución del general Francisco Serrano, el general Cruz, según narra, le pidió que lo relevara de tal orden, por el simple hecho de que “Pancho” era su amigo, correligionario de armas (y compinche de parrandas en cabarets, burdeles y tugurios de juego), además de haber sido su inmediato superior cuando era subsecretario y Serrano el secretario de Guerra y Marina en el régimen de Obregón. Calles lo liberó de tal mandato. No obstante, al día siguiente, el 3 de octubre de 1927, en las inmediaciones de Huitzilac, Morelos, un regimiento de soldados dirigidos por el general Fox, cumplimentó la orden de Calles aplicando una sádica masacre al grupo (Serrano y “13 personas más”) que pretendía la no reelección del candidato oficial Álvaro Obregón y la próxima Presidencia de la República para el general Francisco Serrano. 
      Según el general Cruz, ese 2 de octubre de 1927, en el Castillo de Chapultepec, quiso “salvar a Serrano”: “Con todo respeto, con el mayor comedimiento le supliqué al presidente Calles: ‘No fusile usted a Pancho. Ha sido amigo nuestro. La asonada que intentó no tiene importancia ni ha puesto en peligro la estabilidad del gobierno. No lo mate. Depórtelo a Estados Unidos o enciérrelo en Tlatelolco’.”
No obstante, un breve diálogo que Julio Scherer traza, transluce la sumisa catadura del general Cruz y su miserable ideario de soldado obtuso, incapaz de convertirlo en un objetor de conciencia:
“—Si Calles hubiese ratificado su primera orden, y le hubiese ordenado que lo fusilara, ¿usted lo habría hecho?
“—Por su puesto. Calles era el presidente de la República y yo un soldado.
“—¿A pesar de todo?
“—A pesar de todo.”
No extraña, entonces, que declare no haberse conmovido ante el fusilamiento del padre Pro ni estar arrepentido de su papel de verdugo:
“—Cómo puede estarlo un militar que cumple con su deber, con una orden del presidente de la República.
“—¿Volvería a actuar como entonces?
“—Por su puesto.”


Julio Scherer García, El indio que mató al padre Pro. Prólogo de Ángeles Magdaleno Cárdenas. Fotos en blanco y negro. Col. Tezontle, FCE. México, 2005. 88 pp.



jueves, 24 de abril de 2014

Todo México


La mamá de los pollitos
(o por mi espíritu hablará la raza)

En A ustedes les consta. Antología de la crónica en México (Era, 1980), Carlos Monsiváis apunta que Palabras cruzadas es la “única recopilación existente” de las entrevistas que la mexicana Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932) emprendió al iniciarse “en el periodismo en 1954”. Amén de que en realidad se inició en 1953, un año antes de que Juan José Arreola le publicara Lilus Kikus —su primer libro de narrativa— en la colección Los Presentes, el libro Palabras cruzadas (Era, 1961), por inconseguible, se tornó fantasmal y tan legendario y borroso como lo es su inicio en el periodismo y quizá por ello en 2013 —el año de su medalla de Bellas Artes y del sonoro Premio Cervantes— en Ediciones Era publicó una nueva edición, revisada y aumentada.
   
(Era, 2da. ed., México, 1981)
      El primer tomo de Todo México (Diana, 1990) —dijo por entonces la autora— es el primero de doce volúmenes que exhuman y reúnen, sin sujeción temática ni cronológica, muchas de las entrevistas hechas por ella desde 1953. En este primer libro entrevista a Luis Barragán, a Luis Buñuel, a Manuel Benítez El Cordobés, a Jorge Luis Borges, a María Félix, a Gabriel García Márquez, a Yolanda Montes Tongolele, a El Santo, y a Lola Beltrán.

Elena Poniatowska en 1962
Foto: Kati Horna
        Según se lee, la más vieja data de 1964 y la más reciente de 1980 (no obstante, Jorge Luis Borges viajó a México en 1981 para llevarse el Premio Ollin Yoliztli). Ninguna menciona (pero lo debió hacer) el medio en que se publicó. Todas concluyen con una ficha anecdótica y pedagógica que resume algo de la vida y obra del personaje, y en cuyo acopio y resúmenes intervino Adriana Navarro. Las entrevistas, además, están ilustradas con fotos en blanco y negro (cuya impresión es de baja calidad) que hubieran funcionado mejor con pies o comentarios puntuales y esclarecedores. 

Lo que quizá moleste a los acostumbrados a leer de corrido, es el hecho de que las entrevistas están interrumpidas por numerosos subtítulos, separadores, llamadas de atención o descansos (o como se quiera nombrarles), muy adecuados para los que no leen ni su nombre, pese a que de tacuche y con el copetín engominado pregonen en la feria del libro que leyeron la Biblia de cabo a rabo.
(Diana, México, 1990)
        Libro misceláneo, libro tutti frutti, de chile, de dulce y de manteca. ¡Qué canal de las estrellas ni qué ocho cuartos! En Todo México los nombres resplandecen en lo alto de la bóveda celeste de toditito el país (y más allá de él): ¡puro chingonauta!, ¡de auténtica cepa! Así, el consumidor y coleccionista puede atesorar sus palabras como piedras imán, pegaditas a la víscera cardíaca. Y si compró algunos o todos los libros de la serie, puede atesorarlos en fila india en uno de los estantes de su sacrosanto y tercermundista librero (pese a que terminan desgajados dada la deficiente y fraudulenta factura de Editorial Diana), pues todos los personajes son parte de la memoria, del corazón y del ser colectivo del mexicano, todos tienen que ver con el folclor, con la historia y la cultura nacional.

Elena Poniatowska no es únicamente la espantada ama de casa que va a las luchas por primera vez al Toreo de Cuatro Caminos cuando se inaugura la Gran Temporada 1977 de Lucha Libre; la mamá de los pequeños Felipe y Paula a quienes invitó nada menos y nada más que El Santo, el meritito Enmascarado de plata, el mismo de las historietas y de los soporíferos churros; la madre temerosa que se persigna en medio del fragor de las leperadas que grita y vocifera el respetable; y que ante los golpes, las manitas de puerco y los porrazos que se propinan los luchadores se le ocurre pensar lo siguiente, mientras allá en lo alto “pasa un jet haciendo retumbar los cielos”: “Miren nada más, allá está pasando uno de los más bellos inventos del hombre, y nosotros aquí dándonos de catorrazos, medio matándonos como trucutús en la época de las cavernas”, olvidando en su regaño y jalón de orejas que esos “bellos inventos” son también algunas de las más siniestras y destructivas armas “convencionales” que ha inventado el “progreso” del genocida y troglodita género humano para la expansión y dominio de los más cruentos y beligerantes circos, negocios, maromas y teatros, no únicamente del más poderoso país de la vapuleada aldea global.
Elena Poniatowska
      Elena Poniatowska es una de las más queridas mamás que tiene el territorio mexicano. Su calidad ética es inapelable. Merece todos los respetos y reconocimientos. Entre las escritoras y periodistas mexicanas casi nadie la iguala (su virtud moral es semejante a la de Cristina Pacheco o a la de Rosario Ibarra de Piedra). Con sus crónicas y comentarios ha velado por la dignidad de los hijos de México. Si no fuera por ella, no escucharíamos las voces de quienes sobrevivieron a la masacre de la larga Noche de Tlatelolco; las de los niños que medran y duermen en las calles; las de los presos políticos y la de quienes sufrieron la destrucción de los temblores de septiembre de 1985.

La madre Poniatowska tiene corazón de masa, ni duda cabe. Pensando en sus hijos se le espanta el sueño, vela por su dolor, orfandad y desamparo. Gabriel García Márquez “piensa que su verdadera vocación es la de ser padre”; en este sentido, no es difícil suponer que la vocación innata de la madre Poniatowska es la de ser mamá. 
Así, pese a la lección de cortesía que ya Borges le había dado en 1973 cuando voló a México para recibir el Premio Internacional Alfonso Reyes, no puede reprimir —cuando el argentino regresa en 1981 por el Premio Ollin Yoliztli— el impulso de preguntarle a bocajarro por sus otros hijos, los torturados, encarcelados y asesinados en el Cono Sur: “¿por qué recibió un premio de manos de Pinochet?”
No obstante, hay que decirlo, la madre Poniatowska, que bien sabe que Fuerte es el silencio y el olvido, no es la que está en primer plano en el tomo uno de Todo México, aunque ineludiblemente a veces emerge de la sombra. Por ejemplo, María Félix en su entrevista dice como si fuera la alcaldesa de Macondo en sus tiempos más ingratos: “¡Cada día es más notorio el progreso de mi país, cada día las cosas están mejor! Y es que hemos tenido muy buenos gobernantes.” A lo que la madre Poniatowska responde: “Ay, ¿a poco? Esto que dice usted no se lo creo ni yendo a bailar a Chalma. ¿No es demagogia?”
Elena Poniatowska
Foto: Rogelio Cuéllar
         En Todo México está presente esa Elenita Poniatowska que Juan García Ponce saludaba así: “¿Qué dices, taradita?” Es decir, a sus reseñas y preguntas las alienta su sonrisa dientes de conejo (Luis Buñuel solía llevarla al súper de Félix Cuevas donde frente a las jaulas de los hámsteres le decía: “te pareces a ellos”), su rostro aparentemente ingenuo de “yo no mato una mosca” (“ni muerdo un plátano”). No se trata de parecer inteligente, sino ligera, medio tontuela y tontorrona (tanto así que después de mucha plática Borges le dice que por sus preguntas pensó que no había leído sus cuentos y quizá, pues allí está, como fulgurante frijol en la sopa de letras, el apócrifo poema “Instantes” que Elena supone Borges escribió), espontánea, coloquial, y sobre todo: tierna y divertida, por lo que nunca falta una broma, el tono femenino, e incluso alguna alusión chusca sobre sí misma. Por ejemplo, al referir la altura de Luis Barragán, dice: “Pensé que no podría ser sacerdote porque besaba mucho a las mujeres llamándolas ‘linda’ y mirándolas con cariño. Se doblaba en dos para abrazarlas porque siempre eran más pequeñas, a veces se doblaba en cuatro, y en mi caso hasta en seis, porque siempre he sido del tamaño de un perro sentado.”

Otra lúdica ocurrencia es preguntarle a María Félix el cuestionario que aparece en el capítulo “Las golondrinas” de Zona sagrada (1967), obra donde Carlos Fuentes novelizó a la actriz con el nombre de Carla Nervo. Pero lo que suscita rechazo son las preguntas insidiosas (de chismosita light de nota rosa) con que mortificó a la pobre de Tongolele (¿qué piensa de Fulanita?, ¿qué de Perenganita?).
Y lo que más le agrada al presente tecleador es la entrevista que le hizo a Gabriel García Márquez (fechada en “Septiembre de 1973”). Allí, entre otras cosas, Gabo le narra la atmósfera mágica que rodeó a la “Cueva de la Mafia”, como en Historia de un deicidio (1971) Mario Vargas Llosa apuntó que así llamaban al habitáculo de la casa de San Ángel Inn donde el colombiano escribió Cien años de soledad (1967): “La ‘Cueva de la Mafia’ es el escritorio de García Márquez, en su casa del barrio de San Ángel Inn, el recinto donde permanecerá poco menos que amurallado el año y medio que le llevó escribir la novela, después de pedirle a Mercedes que no lo interrumpiera con ningún motivo (sobe todo, con problemas económicos). Sus hijos lo ven apenas en las noches, cuando sale de su escritorio, intoxicado de cigarrillos, después de jornadas extenuantes de ocho y diez horas frente a la máquina de escribir, al cabo de las cuales algunas veces sólo ha avanzado un párrafo del libro. La ‘Cueva de la Mafia’ es un hogar dentro del hogar de los García Márquez, un enclave auto-suficiente: hay un diván, un bañito propio, un minúsculo jardín...”
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa
       Todo mundo contribuyó con Cien años de soledad: el barrio; el carnicero al que debían cinco mil duros pesotes; el propietario de la casa, quien esperó ocho meses el pago de la renta; Mercedes Barcha Pardo, que hacía milagros; Pera, la mecanógrafa que se ocupó de su pésima ortografía; y sobre todo sus amigos: 

“Para hacer Cien años de soledad [Gabo le dice a la Poni] consulté médicos, abogados, y junté en mi casa una enorme cantidad de libros de medicina, alquimia, filosofía, enciclopedias, botánica y zoología, para que cada dato estuviera muy bien verificado y comprobado; no quería un solo error, a no ser las faltas de ortografía, que quedaban en manos de Pera. No podía detenerme en lo que estaba escribiendo para ponerme a estudiar alquimia; entonces escribía inventándolo todo y en la noche buscaba libros sobre la materia, que los amigos me habían conseguido, e incorporaba los datos que allí encontraba, pero lo que me resulta curioso es que yo no estaba equivocado o lejos de la verdad de mis invenciones. La obra me llevaba a tal velocidad que yo no me podía parar, y a partir de ese momento se creó una especie de equipo solidario alrededor del libro, y todos mis amigos me ayudaron. Yo le hablaba a José Emilio Pacheco: ‘Mira, hazme el favor de estudiarme exactamente cómo era la cosa de la piedra filosofal’, y a Juan Vicente Melo también lo ponía a investigar propiedades de plantas y le daba una semana de plazo. A un colombiano le pedí: ‘Haz el favor de investigarme cómo fueron todos los problemas de las guerras civiles en Colombia’, a otro le pedí la mayor cantidad de datos sobre las guerras federales en América Latina y siempre tuve amigos haciéndome tareas de este tipo; todo el trabajo poético, por ejemplo, que me hizo Álvaro Mutis, es invaluable. Cuando yo llegué [a México] en 1961, el grupo que estaba en Difusión Cultural [de la UNAM]: Pacheco, Monsiváis, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, y por otro lado, Jomí García Ascot y Álvaro Mutis, trabajaron para mí —y se ríe—. Ahora me doy cuenta de verdad que todos ellos estaban trabajando en Cien años de soledad, y no sólo no lo sabían entonces, sino que tengo la impresión de que no lo saben todavía.”



Elena Poniatowska, Todo México. Tomo 1. Editorial Diana. México 1990. 318 pp.




Presentación de Palabras Cruzadas en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2013