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jueves, 2 de noviembre de 2023

Cárcel de los sueños

 La muerte siempre presente

 

Con elitista y privilegiado “apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes” de México, y a través de Casa de las Imágenes, el Centro de la Imagen y la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA (el extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), “el 2 de noviembre de 1997” se terminó de imprimir Cárcel de los sueños, un libro con formato de cuaderno escolar (17 x 24 cm), con sobrecubierta y pastas duras con tela café y el título repujado, que reúne un conjunto de imágenes en blanco y negro de la fotógrafa mexicana Vida Yovanovich. Prologado por la narradora y periodista Elena Poniatowska, la tipografía se debe a Claudia Rodríguez Borja, y el diseño y la puesta en página al fotógrafo y editor Pablo Ortiz Monasterio.

        

Casa de las Imágenes/Centro de la Imagen/ DGP del CONACULTA
México, noviembre 2 de 1997

         Hace un buen rato que Vida Yovanovich palpita en el ajo de la foto que se factura en México (al parecer desde principios de los años 80 del siglo XX, tras acercarse al Consejo Mexicano de Fotografía, entonces encabezado por el fotógrafo Pedro Meyer); esto lo saben los curadores, críticos e historiadores de la fotografía, las sucesivas generaciones de fotógrafos, y los que ven imágenes en galerías, museos, libros, diarios, revistas y en la web. Por ejemplo, en 1989, en el Museo de San Carlos, estuvo entre quienes conformaron la muestra Mujer x Mujer/22 fotógrafas, organizada por el CONACULTA y el INBA como parte de la conmemoración y celebración de los 150 años de la fotografía. Pero sobre todo tienen celebridad sus autorretratos construidos y la serie de imágenes de ancianas abandonadas en un mísero asilo ubicado en algún rincón de la Ciudad de México. Verbigracia, varios autorretratos reunidos en Cárcel de los sueños fueron parte de la serie Interior/Autorretrato (1986-1992) con que en 1994 obtuvo una de las seis menciones honoríficas de la VI Bienal de Fotografía; y seis fotos de la serie Autorretrato interior (1993) con que en 1996 participó en la Muestra de Fotografía Latinoamericana se ven en el presente título. Y según se lee en la página 122 del número 13 de la revista fotográfica Luna Córnea (CI/CNCA, sep-dic de 1997)
dedicado a la “Identidad y Memoria”, la serie Cárcel de los sueños (homónima del libro), “integrada por 46 fotografías”, se vio en la Galería de Artes y Ciencias de la Universidad de Sonora: “del 4 al 30 de septiembre de 1997”.

        Por aquel entonces, en el Centro de la Imagen y con el mismo tema de las ancianas en la antesala de la muerte, Vida Yovanovich exhibió una instalación: una especie de memento mori o círculo concéntrico signado por una música de antaño que emergía del entorno y por el espejo de un tocador-altar que reflejaba el cadavérico rostro del efímero visitante.

      

Vida Yovanovich:
Autorretrato (detalle)

           Sin embargo, quizá buena parte de los dispersos lectores (de la aldea mexicana) que agotaron los dos mil ejemplares de Cárcel de los sueños (cuya edición cuidó la fotógrafa) desconocen su origen (sus padres eran yugoslavos y nació La Habana, en 1949), aprendizaje, ideas, actividades e itinerario, entre ello lo que concierne a las fotos del libro. De ahí que sea una descortesía para el lector que adquirió el libro (muchos años antes del boom de la web y de las chismosas y amarillistas redes sociales) que no se haya incorporado una ficha informativa sobre Vida Yovanovich y su trabajo fotográfico. Oquedad e interrogantes que ahora pueden sustanciarse con la entrevista que cierra el libro de Claudi Carreras: Conversaciones con fotógrafos mexicanos (Barcelona, FotoGGrafía, Editorial Gustavo Gili, 2007), donde las respuestas están complementadas con fotos de los 22 fotógrafos entrevistados por él (9 mujeres y 13 hombres), con retratos que a éstos les hizo Ernesto Peñaloza, y con las postreras y enciclopédicas “Notas biográficas de los fotógrafos”, resultado de la investigación y redacción de Estela Treviño. En la nota que le corresponde a Vida Yovanovich se lee:

     

(Gustavo Gili, 2007)

         
“Originaria de La Habana, reside en México desde la infancia. Su trabajo ha abordado la situación de la mujer, prestando especial interés al paso del tiempo, la soledad y el abandono. Su ensayo fotográfico Cárcel de los sueños es una referencia clave para acercarse al trabajo de esta autora. Este trabajo fue objeto de una exposición itinerante en la República Mexicana y se editó en un libro prologado por Elena Poniatowska. También realizó la muestra itinerante Fragmentos completos a finales de los años noventa en España, Holanda, Austria, Eslovenia, República Checa y Dinamarca.

       “Como fotógrafa, ha expuesto individualmente en Cuaba, Austria, Yugoslavia, Estados Unidos, España y México. Desde 1983 ha participado en más de noventa exposiciones colectivas de todo el mundo, y ha recibido diversas becas y distinciones, como el reconocimiento de la Fundación Guggenheim a su trayectoria en el año 2000. Su obra figura en las colecciones del Museo de Bellas Artes de Houston (EE UU), en la Caja de Ahorros de Asturias (España) y en el Salón Fotografije Belgrado (Yugoslavia), entre otras.”

        En Cárcel de los sueños las imágenes no tienen título y no acreditan las técnicas empleadas por la fotógrafa, ni el lugar ni la fecha, ni el nombre ni la edad de las ancianas. El único rótulo es el nombre del libro. Y los únicos comentarios sobre Vida Yovanovich y sus fotos son los que vierte Elena Poniatowska en su prólogo; entre ello algunas palabras de la fotógrafa, al parecer recogidas en una entrevista, como ese fragmento que da ligeros visos del tiempo que duró su pesquisa fotográfica “en el único asilo en el que le permitieron trabajar”:

       

Cárcel de los sueños

        
“A través de los años me volví transparente. Me volví una de ellas, me volví parte del lugar. Era impresionante quedarse allí durante la noche. En la oscuridad, las mujeres que durante el día habían sido mis amigas, se convertían en mis enemigas y me gritaban que me fuera. Pasaron tres años antes de que yo fotografiara un cuerpo desnudo. Tomar a una anciana desnuda fue una maravilla, fue mi liberación, porque como mujer, ver el de otra destruido por el tiempo es muy impactante. Fue para mí un verdadero examen de conciencia. Me acostumbré a la decrepitud y dejó de aterrarme.”

       

Cárcel de los sueños

          
En Cárcel de los sueños las fotos se dividen en dos series. La primera, entre el ensayo y el testimonio fotográfico, la integran las imágenes de las anónimas ancianas. Así, el hecho de no acreditar el asilo, ni el nombre ni la edad de las abuelas, ni el tiempo en que realizó su trabajo, implica
—inextricable al trastoque visual de varias de sus tomas— que, más que documentales, son subjetivas, dramáticas, atemporales y arquetípicas; lo cual parece responder a esa premisa que le confesó a Claudi Carreras: “He redescubierto que la fotografía sí es pintar con luz.” Se observa, además, que pocas veces son imágenes esteticistas. En este sentido, cobra notable relevancia el caso de la foto que ilustra la portada, donde una anciana de espaldas, sentada ante su plato de comer, recibe la visita (¿o la anunciación?) de dos palomas que posan en el quicio de la entreabierta ventana. O sea: parece o resulta una terrenal, instantánea, volátil y poética epifanía. En torno a esa foto, Vida Yovanovich le dice a Claudi Carreras:

           

Cárcel de los sueños

          “[...] en Cárcel de los sueños la muerte está muy presente. Las palomas no solamente son la libertad de forma simbólica sino que, de alguna manera, son la representación de esa muerte, la muerte siempre presente. La primera vez que llegué al asilo estaba lleno de palomas. Sólo me dejaban estar durante una hora, cuando las mujeres tomaban el sol en el jardín. La vejez es tan lenta que las palomas iban y venían, se detenían en los brazos de las sillas o, sin mayor susto en los regazos de las mujeres mismas. La fotografía de la portada del libro fue un regalo que me dio la vida. Llevaba yo ya tiempo de visitar el asilo. La mujer comía en el mismo sitio todos los días, las palomas por la ventana se acercaban y comían de su plato, o a veces ella les daba un poco de tortilla. Un día llegué como siempre y con mi tripié me paré justo detrás, las palomas se espantaron... Estuve inmóvil mucho tiempo, por fin las palomas empezaron a entrar y, con emoción, suavemente, empecé a tomar una y otra fotografía, 36 del mismo rollo y, como siempre pasa, la última fue la mejor. Justo al tomarla sentí cómo el rollo se atoraba. ‘¡No puede ser!’, me dije... Salí corriendo a casa para revelar el rollo y asegurarme de que sí la tenía. El rollo definitivamente se había terminado, pero la imagen alcanzó a entrar en el cuadro con la pequeña parte nebulosa al final de la película. Funcionó muy bien para la portada, lo nebuloso remitiendo a los sueños del título.”

        

Cárcel de los sueños

         La muerte toma siempre la forma de la alcoba/ que nos contiene, reza Xavier Villaurrutia al inicio del “Nocturno de la alcoba”, uno de sus poemas de Nostalgia de la muerte (1938). Y tal fragmento podría ser el epígrafe del libro, dado que la mayoría de las ancianas se halla en la recámara-antesala-de-la-muerte, con los cuerpos decrépitos, enfermos, seniles, lastimosos, desahuciados; e incluso, entre las yacentes en la cama, no faltan las que reproducen posturas mortuorias y rasgos y rictus cadavéricos; por lo que posiblemente sea una negra y macabra ironía (como pelarle los dientes a la pelona
—un humor muy mexicano—) que el libro se haya terminado “de imprimir el 2 de noviembre de 1997”.

            Se ven tan patéticas, tan dolorosas, tan abandonadas, tan solitarias, tan restos de naufragios, que difícilmente ante ellas se puede pensar en un arte de bien morir y mucho menos suponer que sus estertores preludian la eterna e infinita comunión amorosa que se idealiza, se sueña y se canta en los dos últimos endecasílabos de “Amor más allá de la muerte”, soneto de Góngora: serán ceniza, mas tendrán sentido;/ polvo serán, más polvo enamorado.

          

Cárcel de los sueños

          
Cada una, prisionera en el laberinto de sus rasgados sueños, parece susurrar con palabras de Villaurrutia: estoy muerta de sueño/ en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto (de “Nocturno de la estatua” y “Nocturno amor”). Así, o si acaso es así, cifran su propia nostalgia de la muerte, no sólo con su penosa vejez, a veces terrible y obscena (como un escupitajo al rostro del voyeur o del fortuito intruso que observa sin pudor por el ojo de la cerradura... o de la cámara), sino también con un fragmento que se lee en la contraportada y que representa (quizá) la voz de todas ancianas habidas y por haber: “Yo ya me quiero morir... pero Dios no me quiere llevar, es porque estoy pagando mis culpas pero, ¿sabes qué?... Ya ni me acuerdo cuáles son.”

         

Cárcel de los sueños (1997)
Contraportada

         
Rosario Castellanos (1962)
Foto: Kati Horna

           ¿Qué se hace a la hora de morir?, se sigue interrogando Rosario Castellanos desde la ventana del más allá. ¿Cuál es el rito de esta ceremonia?/ ¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?/ ¿Quién aparta el espejo sin empañar?/ /Porque a esta hora no hay madre y deudos./ /Ya no hay sollozo. Nada más que un silencio atroz.

            Y lo mismo (al parecer) se pregunta y afirma Vida Yovanovich al espejearse en las ancianas de sus retratos, de quien dice Elena Poniatowska: “Ella quiso verse a sí misma vieja antes de tiempo. Quiso mirarse en el espejo, quiso volverse una anciana en un asilo dejado de la mano de Dios. Quiso retratarse al retratar a otras.”

            Pero también se lo formula y poetiza en los construidos y teatralizados autorretratos que conforman la segunda serie de Cárcel de los sueños, más sugestiva y magnética que la primera. Está allí, por ejemplo, el fragmento de su rostro que prefigura el rictus de su futuro cadáver; su rostro cubierto con la mortaja de un trozo de gasa-máscara; su evanescente fantasma difuminado en la pared del baño; su onírica silueta que deambula sonámbula en medio de una escarapelada recámara; el ensayo de un crimen que es su imaginario y simbólico suicidio al pseudocolgarse del techo de la alcoba; su cabeza enterrada en una pared derruida; llegando incorpórea por la ventana (como proyección de linterna mágica) a una pieza donde una cadavérica anciana, acostada en el camastro, conjura los últimos suspiros al pie de dos dramáticos tanques de oxígeno; con un espejo en la mano, cuyo reflejo, que no se ve, contrasta su rostro y las arrugas de la borrosa anciana que la acompaña; su evanescente faz, en medio de un fondo negro, con un grito congelado, desgarrado y silencioso, de claustrofóbica pesadilla, que implica la angustia, el dolor y el miedo ante la existencia y el deceso, y cuya circundante negrura supone y prefigura lo oscuro e insondable de la vida y de la muerte, esas formas de la inasible y abstrusa eternidad, que ha estado allí cifrando un enigma, desde siempre.

           

Autorretrato de Vida Yovanovich

         En fin, siempre la muerte sin fin; la muerte no siempre catrina (de hecho, en un autorretrato el cabello de Vida Yovanovich y su cortado rostro sin ojos parafrasean a la Calavera Catrina, el celebérrimo y popular grabado de Posada), la misma muerte que se refleja en la gastada inscripción escrita en el cráneo de un esqueleto, según se lee en “Inscripciones en una calavera”, poema de José Emilio Pacheco: Este cráneo se vio como hoy nos ve/ Como hoy lo vemos/ nos veremos un día.

         

Cárcel de los sueños

        Tiene razón Elena Poniatowska cuando dice que “Vida Yovanovich nos regala una visión desencantada de la etapa final de la vida. La muerte prematura suele considerarse trágica. Vida lo contradice y nos hace cuestionarnos acerca del drama que significa vivir solo, pachucho y abandonado en un asilo donde la muerte es tan atroz como la que les toca a los que mueren de hambre. Aquí los ancianos mueren de sí mismos, de necesidad, de desamor. Solos se matan y solos se van muriendo. Ya no se hacen falta y se dejan ir. No pueden más que abandonarse a la muerte. Sus cuerpos, esa materia fofa, blanda, extinguida, son una envoltura de desecho, feos, listos para la basura. En el asilo, los ancianos ya no entienden nada y han perdido la habilidad de decirle sí a la vida. Acorralados, es imposible levantarse de la cama, de la silla, del banco bajo la regadera. La muerte es un gran escándalo. Aúlla. La vida también es cruel, pero menos que la cámara que revela las arrugas, ensancha los poros de la piel, las manchas cafés que son señal inequívoca de agotamiento. La misión de la cámara no es estética ni moralista. Vida nos muestra el camino, enseña con toda crudeza lo que nos espera.”

     

Elena Poniatowska (1962)
Foto: Kati Horna

           
Pero lo que resulta improbable es que las ancianas de las fotos, tan ruinosas y hasta en silla de ruedas, sin una pierna o condenadas a cama perpetua, se tiren una azarosa canita al aire bailando mambo, danzón y chachachá (“algunos se mueven como si fuera cumbia y quebradita”, dice la Poni), durante el bailongo (¿otra forma de la subyacente, ineluctable y medievalesca danza de la muerte?) que año con año organizaba el entonces Instituto Nacional de la Senectud con el jocoso y freudiano rótulo: “Una cana al aire”.

            Pero sí: para algunas es justo y necesario mover el esqueleto al bailar “de vez en cuando un pasito tun-tun en el Salón Colonia o en el California Dancing Club” o en otro sitio donde no las tomen por locas de atar. No obstante, en caso de hacerlo, las decrépitas y enclenques viejecitas no cometerían un delito y tal vez ni siquiera un deleite (que sería lo de menos y lo más apropiado para la última carcajada de la cumbancha), sino un suicidio por bailar el chachachá.

 

Vida Yovanovich, Cárcel de los sueños. Fotografías y autorretratos en blanco y negro de Vida Yovanovich. Prólogo de Elena Poniatowska. Casa de las Imágenes/Centro de la Imagen/ Dirección General de Publicaciones del CONACULTA. México, noviembre 2 de 1997. 100 pp.

miércoles, 1 de noviembre de 2023

El séptimo sello



Danza macabra  
 (Para huesos, guadaña, reloj de arena y lira)
     

(DVD, portada)
Si el día de Todos Santos y el Día de Muertos y de los no siempre Fieles Difuntos (o sea el 1 y el 2 de noviembre) el pensativo y desocupado lector quiere ver una danza macabra en la comodidad de su tercermundista casa, puede rentar El séptimo sello (1956), o adquirirla en DVD o en Blue-ray, rudimentaria película de 96 minutos que ha recorrido “el mundo como un incendio desbocado”, dirigida y guionizada por el sueco Ingmar Bergman (1918-2007) “a partir de su pieza teatral en un acto Pintura sobre madera”, que él escribió para “la primera promoción de alumnos de la escuela de teatro de Malmö” donde era profesor. El filme, estrenado en Röda Kvarn el 16 de febrero de 1957, se sitúa en el Medioevo, cuando la peste negra mata como moscas a pueblos enteros y proliferan como asquerosas ratas los maleantes y las supersticiones de toda ralea; y las calamidades, la ignorancia y los excesos de todo tipo hacen creer a la población que se vive el último día del mundo.
         Además de que El séptimo sello puede ser considerada como una variante cinematográfica de la danza de la muerte, descuellan en su trama varias alusiones a tal antigua tradición. El caballero Antonius Block (Max von Sydow) y su escudero Jöns (Gunnar Björnstrand) acaban de regresar derrotados de Tierra Santa después de diez años de haber partido de su pueblo con la tropa de una Cruzada. Tirado en la arena de la playa frente al vaivén y estruendo de las olas, el caballero Antonius Block medita en silencio signado por unos versículos del Apocalipsis: “Y cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio como por espacio de media hora. Y vi a los siete ángeles parados frente a Dios; a ellos les fueron entregadas siete trompetas.” 

  El caballero Antonius Block (Max von Sydow)
y su escudero Jöns (Gunnar Björnstrand)
     
 Luego reza de rodillas en silencio y con las palmas de las manos juntas a la altura del pecho; la Muerte (Bengt Ekerot), ataviada con el negro hábito de un monje católico y con el rostro maquillado de blanco, se le aparece de la aparente nada; ha venido por él. Pero Antonius Block la reta jugándose la vida en una entreverada justa de ajedrez que sólo concluye al término de la película. 

El caballero Antonius Block (Max von Sydow)
y la Muerte (Bengt Ekerot)
        
     No muy lejos de allí, en la campiña, hay un campamento de un trashumante y reducido grupo de tres cómicos de la legua que se dirigen a Elsinore para escenificar una danza de la muerte durante el Festival de Todos los Santos (de ahí la máscara de calavera y las imágenes de la danza macabra trazadas en el toldo de la rústica carreta), precisamente en la escalinata de la iglesia, pues son los curas quienes los han contratado. El bufón Jof (Nils Poppe) duerme dentro de la carreta con su esposa Mia (Bibi Andersson) y Mikael, el simpático y rubicundo bebé de ambos, más el bufón Skat (Erik Strandmark). Dado que Jof es un hombre puro e ingenuo y tiene la virtud de componer poemas y canciones y de tocar la lira y de oír voces y ver escenas que los demás no oyen ni ven, al despertarse y salir de la carreta y luego de hacer unas acrobacias, bufonadas y malabares, le es dada una visión angélica, una epifanía: ve que entre los arbustos la Santa Virgen María enseña a caminar al Niño Jesús. 

El bufón Jof (Nils Pope) y su esposa Mia (Bibi Andersson)
con el caballero Antonius Block (Max von Sydow)
         
    En el interior de la iglesia, un pintor (Gunnar Olsson) plasma en los muros las terroríficas imágenes de una danza macabra (un auténtico memento mori), mientras con el escudero Jöns bebe ginebra y habla de la muerte, de los horrores de la peste negra, de las torturas de los peregrinos flagelantes, de las mujeres, del trasero y de las condenas del Infierno. Palabras e imágenes pintadas en los muros de la iglesia que tienen consonancia con la avérnica y patética procesión de flagelantes cuyo arribo interrumpe el acto de música y lúdicas coplas que sobre un escenario improvisado, Skat, Jof y Mia, ejecutan frente a las grotescas y procaces palabrotas y pitorreos de la burda gentuza del pueblo. La manada de flagelantes, algunos enfermos y minusválidos, deambula en cortejo con cruces y crucificados; se castigan a sí mismos o entre sí; chillan, gritan, se quejan, cantan rezos en latín y queman incienso; y uno de ellos (Anders Ek), quizá el líder con tonos, miradas y gestos de ira y odio, asco y burla, le predica y vocifera un sermón a la gente que los observa persignándose o azorados o poseídos en histéricos frenesís y cuyas palabras implican el recordatorio moral, religioso y condenatorio de una tradicional y espeluznante danza macabra:
        “Dios nos envió como castigo. Todos debemos morir a través de la Muerte Negra. Usted, que está parado boquiabierto como un animal bovino y usted, que está sentado sobre su hinchada complacencia, ¿saben que ésta puede ser su última hora? La Muerte está detrás de ustedes, puedo ver su calavera brillar en el sol. Su guadaña destella cuando la levanta sobre sus cabezas. ¿A quién de ustedes va a pegar primero? Usted, allá, con los ojos saltones como cabra, ¿se le distorsionará la boca en su último bostezo antes del anochecer? Y usted, mujer floreciente en fecundidad y lujuria, ¿palidecerá y se marchitará antes del anochecer? Y usted, el de la nariz hinchada y la ridícula mueca, ¿le queda todavía un año para deshonrar a la tierra con su rechazo? 
       “Saben, tontos insensibles, que morirán hoy o mañana o el día después, ya que todos están condenados. ¡¿Me escuchan?! ¡¿Escuchan la palabra?! ¡Condenados! ¡Condenados! ¡Condenados! 
      “Oh, Señor, ten piedad de nosotros en nuestra humillación; no nos quites tu apoyo, sino ten piedad por el bien de tu hijo Jesucristo.”
      Pero también el diálogo del escudero Jöns y el pintor, y la danza macabra que plasma en los muros de la iglesia, se vinculan con el vacío interior y la crisis religiosa (el silencio de Dios y su carácter inasible) que angustia y aqueja al caballero Antonius Block; con la quema en la hoguera de una joven viva (Maud Hansson) acusada de tener comercio carnal con el Diablo y de ser la bruja que propagó la peste negra mal que en otro episodio en el bosque consume y mata a Raval (Bertil Anderberg), convertido en un vulgar ladrón y picapleitos, pero otrora el docto erudito del Colegio Teológico de Poskilde, predicador y organizador de la Cruzada que diez años antes hizo embarcarse al caballero Antonius Block y a su escudero Jöns; con la arbitraria decisión de la Muerte de serrar el tronco del árbol en cuyas altas ramas se esconde un hombre sano, pícaro y en la flor de la edad: el bufón Skat, quien se había ido al bosque con Lisa (Inga Gill), la coqueta y lúbrica mujer del herrero Plog (Åke Fridell); y cuando la Muerte —que la mayoría de las veces sólo la puede ver el caballero Antonius Block— llega al castillo de éste para rubricar el movimiento final de la justa de ajedrez, que es el preámbulo de la última visión que tiene el bufón Jof: ve que en lontananza la negra silueta de la Muerte con su guadaña se aleja danzando hacia el País de las Tinieblas, llevándose en cadena la negra silueta del caballero Antonius Block y las negras siluetas de otras cinco personas ya muertas, que en rigor deberían ser las siluetas de la Muerte y de las seis personas que departían en la mesa del solitario castillo de Antonius Block: éste y su esposa Karin Block (Ingra Landgre) quien era la única habitante del castillo, abandonado por la servidumbre debido al horror de la peste, el herrero Plog y Linda, su mujer, y el escudero Jöns y la solitaria mujer muda (Gunnel Lindblom) que salvó de las garras del ladrón Raval. 
      Minutos antes de que se haga presente la Muerte, la esposa de Antonius Block lee variaciones de algunos de los versículos del Apocalipsis que hablan de El séptimo sello y que en el contexto del filme parecen un preámbulo y un presagio (la primera, la segunda y la tercera llamada) del catastrófico y horrorísimo fin de los tiempos (“Y cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio como por espacio de media hora. Y vi a los siete ángeles parados frente a Dios; a ellos les fueron entregadas siete trompetas. El primer ángel tocó y le siguió granizo mezclado con fuego y sangre y fuego fueron arrojados a la tierra; una tercera parte de los árboles fue quemada y todo el césped fue quemado. Y el segundo ángel tocó y fue como si una gran montaña ardiendo en fuego fuese arrojada al mar; una tercera parte del mar se convirtió en sangre. Y el tercer ángel tocó y cayó una gran estrella del cielo ardiendo como si fuese una llamarada y el nombre de la estrella Amargura.”) 
      Mientras el grupo se alimenta alrededor de la mesa, se oye que tocan la puerta. El escudero Jöns va abrir; regresa (con el miedo bajo su rostro impávido) y anuncia que no es nadie. Pero luego, cuando la mujer del caballero les lee los citados versículos del Apocalipsis, al unísono, sin que se vea en la pantalla, se advierte el paulatino acercamiento de la Muerte y los últimos segundos que al corro les son dados vivir (entonces la mujer muda le sonríe y le habla a la Muerte).

Ante el arribo de la Muerte
         
    En un rincón del nocturno bosque es quemada viva la mujer acusada de bruja y demás supercherías. Minutos antes, Antonius Block trata de que ella le hable del Diablo y la ayuda, con una pastilla, a abreviar el dolor y el pánico ante las llamas y el morir. Luego, en otro recodo de la arboleda, el bufón Jof ve al caballero y a la Muerte enfrentados ante el tablero del ajedrez (Mia sólo ve al caballero), lo cual lo hace huir despavorido con los suyos (mujer, hijo, carreta y caballo), mientras sopla un extraño y feroz viento que él interpreta como el paso del Ángel de la Destrucción. A la mañana siguiente de salir airoso de esto, tiene su última visión: las siete siluetas negras en la lejanía: la danza de la muerte del caballero Antonius Block y de quienes estaban con él en el castillo; el bufón Jof se la describe a Mia, quien no la puede ver, dibujando su propio poema e interpretación: 
       “¡Mia! ¡Los veo, Mia! Allá frente al oscuro y tempestuoso cielo. Allí están, todos ellos, el herrero y Lisa, el caballero y Raval y Jöns y Skat. Y el severo amo, la Muerte, los invita a la danza. Quiere que se tomen las manos y que sigan la danza en una larga fila. Hasta adelante va el severo maestro con su guadaña y su reloj de arena. Skat se balancea al final con su lira. Se alejan bailando, se alejan de la salida del sol en una danza solemne, se alejan hacia las tierras oscuras mientras la lluvia lava sus rostros, limpia sus mejillas, deja sus lágrimas saladas.”

Fotogramas de El séptimo sello (1956)
         
   Sobre tal secuencia de la danza de la muerte, una de las más memorables de El séptimo sello, Ingmar Bergman escribió en Imágenes (Tusquets, Barcelona, 1990), uno de sus libros de memorias: “La escena final, en la que la Muerte se lleva bailando a los caminantes, surgió en Hovs-hallar. Era tarde, habíamos recogido todo, se acercaba una tormenta. De repente vi una extraña nube. Gunnar Fischer sacó la cámara. Varios de los actores ya se habían ido al hotel. Unos cuantos ayudantes y algunos turistas bailaron en su lugar sin tener ni idea de lo que se trataba. La imagen que iba a hacerse tan famosa se improvisó en unos minutos.”

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miércoles, 14 de junio de 2023

El invitado tigre

El Tigre Amarillo gobierna a los otros 
y es el centro del mundo

I de II
Traducidos del inglés, los 16 cuentos del chino P’u Sung-Ling antologados en L’ospite tigre, aparecieron en italiano, en 1979, editados por Franco Maria Ricci con el número 17 de la serie La Biblioteca di Babele; y con el título El invitado tigre en enero de 1985 se imprimieron en español, en Madrid, con el número 12 de La Biblioteca de Babel, colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges, editada por Jacobo Siruela, en cuya segunda de forros se lee:  
La Biblioteca de Babel núm. 12
Ediciones Siruela
Madrid, enero de 1985
   “Después de algunos días pasados con Borges en Buenos Aires, el editor Franco Maria Ricci concibió la idea de una colección de literatura fantástica única en el panorama editorial contemporáneo. 
   “Cada volumen, dedicado a la obra de un escritor, sería seleccionado y prologado por el gran escritor argentino.
   “A lo largo de sus treinta títulos, el lector seguramente se verá sorprendido por una coherente reunión de textos insólitos, donde junto a las generosas fuentes orientales hallará algunos escritores secretos de Occidente y otros muy famosos que serán redescubiertos por el saber y la sensibilidad borgianos.
  “Para esta edición se ha querido respetar el diseño gráfico original, haciendo honor a la colección ideada por Ricci, así como recopilar todas las traducciones existentes de Borges para su Biblioteca personal, que será, sin duda, una apreciada rareza bibliográfica para los años futuros.”
Contraportada
  Al final, fueron 33 los títulos de La Biblioteca de Babel y no 30. Y la Biblioteca personal de Jorge Luis Borges —menos elitista por su menor costo y más popular por su distribución en estanquillos y puestos de periódicos— fue una colección de libros que la editorial argentina Hyspamérica comenzó a editar en 1984, en Buenos Aires y en Madrid, interrumpida por la muerte de Borges el 14 de junio de 1986, y que publicó 75 libros, los tres últimos sin prólogo de Borges, quien para tal colección fue asistido por María Kodama, su viuda y heredera universal de sus derechos de autor, quien colaboró con él en Breve antología anglosajona (La Ciudad, Santiago de Chile, 1978) y con fotografías en Atlas (Sudamericana, Buenos Aires, 1984). Mientras que María Esther Vázquez —amiga y amanuense de Borges, su lazarilla y ordenanza en varios viajes y colaboradora de él en Introducción a la literatura inglesa (Columba, Buenos Aires, 1965) y en Literaturas germánicas medievales (Falbo, Buenos Aires, 1965)— dice, en la “Cronología” de su libro de entrevistas Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, Madrid, 2001), que también colaboró con él en La Biblioteca di Babele. Y según apunta allí, también figura en un lujoso volumen (un lujo para bibliófilos que pujarían en Sotheby’s); según reseña: “En mayo [de 1974] aparece en Milán la más lujosa edición que se haya hecho hasta el presente de una obra de Borges. Se trata del cuento El congreso, editado por Franco Maria Ricci, en la colección I segni dell’uomo. Es un volumen encuadernado en seda (35 por 24), con letras de oro, ilustrado con casi medio centenar de miniaturas de la cosmología Tantra a todo color y pegadas. Se imprimió en caracteres bodonianos sobre papel Fabriano, hecho a mano. Fueron tirados tres mil ejemplares numerados y firmados. El volumen tiene 141 páginas y se completa con una entrevista, una cronología y una bibliografía realizadas por la autora de este libro, especialmente para esa edición.”

Jorge Luis Borges y María Esther Vázquez en Villa Silvina
Mar del Plata, febrero de 1964
Foto: Adolfo Bioy Casares
  Ante tal rareza para adinerados, quizá valga citar dos onerosos y singulares reconocimientos de entre los muchos que Borges recibió en Europa y en el continente americano. En la misma “Cronología”, María  Esther Vázquez anota que “el 21 de marzo [de 1984, Borges] parte para un viaje de cuatro meses que inicia en Palermo (Sicilia), donde lo hacen doctor honoris causa de la Universidad y recibe una rosa de oro como homenaje a la sabiduría, que pesa medio kilo”, nada menos. 

   
Borges recibe una rosa de oro en 1984
como homenaje a la sabiduría
Universidad de Palermo, Sicilia.

Foto en Album Borges (Gallimard, París, 1999),
Iconografía comentada y anotada por
Jean Pierre Bernés.
         Y “a fines de julio [del mismo año] viaja a los Estados Unidos. Allí recibe otro doctorado honoris causa y el editor italiano Franco Maria Ricci ofrece una comida en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional de Nueva York para 450 personas y en su transcurso entrega a Borges 84 libras esterlinas de oro, la primera de 1899, año del nacimiento de Borges y así sucesivamente las 83 restantes de cada uno de los años que le tocó vivir.” ¡Órale! ¡Qué paquete! Episodio del que Borges habla al término de la XVII entrevista reunida por María Esther Vázquez en su libro Borges, sus días y su tiempo, fechada en 1984:

(Punto de lectura, Madrid, 2001)
  “—Hablemos del premio que te han dado hace unas semanas en los Estados Unidos.

“—La invención es realmente extraña. Resulta que desde que yo nací, sin saberlo, sin que nadie lo supiera tampoco, he ganado una libra esterlina por año. Eso no parece excesivo, pero cuando al cabo de ochenta y cuatro años uno recibe un cofre con ochenta y cuatro monedas de oro donde de un lado está san Jorge...
“—Ahora el ex san Jorge, lo han defenestrado, lo han echado del Santoral.
“—Sí, pobre. De un lado, está el pobre ex san Jorge con su dragón; del otro efigies de Victoria, de Eduardo VII, de Jorge V, de Isabel II. Además, el oro tiene un valor mítico; ochenta y cuatro monedas de oro dan la sensación de un capital infinito.
“—Sobre todo por el valor de su antigüedad. ¿Quién, si no es un coleccionista o una señora casi centenaria, que haya conocido de niñita a la reina Victoria, puede conservar una moneda del año en que ella murió, en 1901?
“—¡Caramba! Uno piensa en la reina Victoria y la ve tan lejana en el tiempo y yo nací dos años antes de que ella muriera.
“—Bueno, pero pareces mucho más moderno que la reina Victoria.
“—¡Eso espero!
  “—¿Quién juntó esas libras esterlinas?
“—El editor italiano Franco Maria Ricci, quien dirige la revista de arte y literatura FMR, cuyo nombre corresponde a las iniciales de Ricci. A él se le ocurrió que la revista me diera ese premio rarísimo. Ahora bien, él inició la campaña de FMR, que ahora se venderá en los Estados Unidos, con una comida rarísima en la Biblioteca Nacional de Nueva York.
“—¿Tiene comedor la Biblioteca Nacional?
“No. Se habilitó en la sala de lectura. Había cuatrocientos cincuenta invitados. Él importó, conociendo lo que es la comida americana, cuatro cocineros de Parma y se comieron unos tortellinis no inferiores a los que nos había ofrecido en Italia. Hablaron muchas personas, me entregaron el premio y yo pensé: ‘Recibo un premio de Italia, un país que quiero tanto; me lo dan en Nueva York, una ciudad que quiero tanto, y me lo entrega Ricci, un viejo amigo y mecenas’. Todo parecía un sueño. Agradecí, al final de esa comida espléndida, desde una alta tarima, que me hacía recordar al patíbulo. Me sentí agradecido por lo singular de ese regalo. El cofre es muy lindo, del tamaño de un infolio y cada moneda tiene un nicho circular y las han puesto de tal manera que a veces se ve el santo y el dragón, o mejor dicho, el ex santo y el ex dragón. Pero el dragón da lástima porque san Jorge parece tan grande, tan poderoso con una gran lanza matando a un gusanito; no me parece equitativa esa lucha.” 
Jorge Luis Borges y Franco Maria Ricci
París, 1977

Foto en Un ensayo autobiográfico (E/GG/CL, Barcelona, 1999)
  Además del reconocimiento a Borges y de la sonora publicidad para la revista FMR en Estados Unidos, quizá el tributo de libras esterlinas: una rutilante y progresiva colección de 84 monedas de oro, propia de un curioso numismático y de un anticuario, haya obedecido al remanente autobiográfico implícito en “El oro de los tigres” (poema que cierra su poemario homónimo editado por Emecé en 1972 con ilustraciones de Raúl Russo) y al no siempre recordado hecho de que el niño Georgie coleccionaba libras esterlinas, según dijo en una entrevista que las jóvenes Patricia Somoza y Anna Lisa Marjak le hicieron en el departamento B del sexto piso de Maipú 994 en “marzo de 1985”, ex profesa para el número 1 de Diagonales, revista editada en México bajo la dirección de Juan García Ponce, autor del libro La errancia sin fin: Musil, Borges, Klossowski (Anagrama, Barcelona, 1981), que obtuvo el IX Premio Anagrama de Ensayo:



Borges charla con Juan García Ponce y Michelle Alban
México, diciembre de 1973
“—[...] El primer número de la revista está dedicado al oro.
“—¿El oro? Recuerdo que cuando era chico yo coleccionaba libras esterlinas. Claro, estaba el fulgor del oro. Además ese dragón. Y había una moneda argentina del mismo valor, pero,... era argentina. Claro, estaba simplemente el busto de la libertad con gorro frigio, y eso para un chico es menos interesante que un caballero y su dragón, ¿no? De modo que coleccionaba libras esterlinas. La libra esterlina se conseguía fácilmente en Buenos Aires. Valía —creo que el precio ha subido desde entonces— 12.50 pesos, y el dólar valía 2.50 —creo que ha subido también el precio desde entonces—. Increíblemente era un país muy barato éste [...]”
Moneda de 2 pesos conmemorativa del centenario de Borges
        Las entrevistadoras, sorteando cierto malhumor de Borges y su espontánea vena crítica, corrosiva y caprichosa ante el tópico que oiga, se le ocurra o evoque, les dice sin que le pregunten:

“[...] todo el mundo me hace preguntas de tipo político, y yo tengo que decir que no entiendo absolutamente nada de política, que no estoy afiliado a ningún partido, y no conozco a nadie en el gobierno, y que no me afilié nunca a ningún partido, ya que si pienso, en fin si trato de pensar, trato de hacerlo por mi cuenta propia y no por cuenta de... Además, desconfío de los políticos, ¡sobre todo en un régimen democrático! Imagínense: personas que se han dedicado a... bueno, a estar de acuerdo con el interlocutor, a hacer promesas, a entusiasmarse con todos los lugares que visitan, ¡a conseguir votos! ¡Muy triste conseguir votos! [...]”
 
Borges observa tigres en su laberinto
Ilustración de Olvaldo
        No obstante, ellas, que no son muy duchas en la obra, en el pensamiento y en la vida de Borges, encaminan su objetivo: 

Libro de sueños, antología de narrativa breve
seleccionada por  Jorge Luis Borges
(Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1976)
Contraportada
        “—Uno de los libros de poemas suyos se llama ‘El Oro de los Tigres’.

“—Es cierto. Pero ahí ‘el oro de los tigres’... No. Le voy a referir la anécdota de ese título. Yo perdí mi vista como lector en el año 55, después me puse a estudiar inglés antiguo, para distraerme de ser ciego. Luego fui perdiendo los colores. Lo primero que perdí fue el negro, así que no estoy nunca en la oscuridad, porque estar en la oscuridad sería estar cercado de negrura, de tiniebla. Yo no puedo estar porque yo no veo el negro... Luego perdí el rojo. Y vi el negro y el rojo como si fueran pardos. Luego me quedaron el azul, el verde y el amarillo. Pero el azul y el verde se hicieron grisáceos. Y luego me quedó el amarillo. Y yo recordé que cuando era chico, yo me demoraba horas y horas ante la jaula del tigre [de Bengala], en el Jardín Zoológico [de Palermo]. Y luego pensé ¡qué raro!, el primer color que realmente vi, el amarillo, el pelaje del tigre, es el último que veo, es el único color que me queda. [Según María Esther Vázquez, el amarillo era su color favorito y le gustaban las corbatas amarillas.] Pero ahora ha desaparecido también. Y ahora vivo en el centro de una neblina, tenuemente luminosa, pero sin formas; veo movimientos, veo luces... Pero cuando yo escribí ese libro yo pensé, el oro de los tigres, es decir, el amarillo, el primer color que yo vi realmente, —ya que me impresionó mucho el pelaje amarillo del tigre, y el último que veo—, porque seguí viendo amarillo durante un tiempo. Y luego lo perdí también. Ya no veo colores. En este momento yo no sabría decirle si la neblina que me rodea es... puede ser azulada, puede ser grisácea, puede ser verdosa. Yo no sé. Es tan vaga que admite cualquier color. ‘Admite’, para usar…


Norah y Georgie en el Jardín Zoológico
Tigre dibujado por el niño Georgie
        “—La misma palabra que Quevedo.

“—A la que se resignó Quevedo. Bueno, ¿a ver?
“—¿El ‘oro’ de los tigres hace referencia al color entonces?
“—Sí, exactamente, porque ¡me llamaron tanto la atención los tigres! Vuelvo a citar a Chesterton. Chesterton habla del tigre. Dice: ‘Un símbolo de terrible elegancia’. ¡Qué lindo el tigre! ¿No? Porque el tigre es elegante; cadencioso, ¿no? También el jaguar, pero el tigre, el tigre de Bengala, es elegante. Bueno, los felinos son elegantes en general; los gatos también. Yo tenía un gato que quería tanto y ha muerto hace 15 días. Pero parece que adolecía de extrema vejez. Había cumplido 12 años.” 
 
Borges y Beppo
       Felina alusión que evoca a Beppo, el célebre gato albino con “ojos de oro”, cuyo homónimo poema Borges publicó en La Nación el 5 de noviembre de 1978, luego compilado en su libro La cifra (Emecé, Buenos Aires, 1981), el cual reza a la letra:

    El gato blanco y célibe se mira
        en la lúcida luna del espejo
y no puede saber que esa blancura
y esos ojos de oro que no ha visto
nunca en la casa son su propia imagen.
¿Quién le dirá que el otro que lo observa
es apenas un sueño del espejo?
Me digo que esos gatos armoniosos,
el de cristal y el de caliente sangre,
son simulacros que concede al tiempo
un arquetipo eterno. Así lo afirma, 
sombra también, Plotino en las Ennéadas.
¿De qué Adán anterior al paraíso,
de qué divinidad indescifrable
somos los hombres un espejo roto?

     
(Emecé, Buenos Aires, 1981)
       Buscando alguna concreción sobre el oro o algo más amplio, las jóvenes le preguntan a Borges:

“—¿Y qué importancia tiene el oro en su obra, si es que la tiene?
“—...Yo creo que sin duda he usado muchas veces la palabra ‘oro’; es una palabra antigua, que no llama demasiado la atención. Sin duda la habré usado. Yo me había olvidado de ese libro El oro de los Tigres. Recuerdo que hay un poema mío en que yo agradezco muchas cosas, y entre ellas agradezco el oro y agrego ‘que resplandece en el verso’, es decir, el oro más bien como elemento poético, que como metal [...]”
Ilustración de Raúl Russo en
El oro de los tigres (Emecé, Buenos Aires, 1972),
poemario de Jorge Luis Borges
  Vale apuntar que Borges se refiere al verso que reza: “por el oro, que relumbra en los versos”, del “Otro poema de los dones”, reunido en su libro El otro, el mismo (Emecé, Buenos Aires, 1964). Mientras que datado en “East Lansing, 1972”, su  poema “El oro de los tigres” canta a la letra:


Hasta la hora del ocaso amarillo
cuántas veces habré mirado
al poderoso tigre de Bengala
ir y venir por el predestinado camino
detrás de los barrotes de hierro,
sin sospechar que eran su cárcel.
Después vendrían otros tigres,
        el tigre de fuego de Blake;
después vendrían otros oros,
el metal amoroso que era Zeus,
el anillo que cada nueve noches
engendra nueve anillos y éstos, nueve,
y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome
los otros hermosos colores
y ahora sólo me quedan
la vaga luz, la inextricable sombra
y el oro del principio.
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
del mito y de la épica,
oh un oro más preciso, tu cabello
que ansían estas manos.
 
(Emecé, Buenos Aires, 1972)

II de II
En el prólogo de El invitado tigre, Borges dice que “de P’u Sung-Ling se sabe muy poco, salvo que fue aplazado en el examen de doctorado de letras hacia 1651”; que sus apodos literarios eran Último inmortal y Fuente de los sauces; que la mayoría de los cuentos de El invitado tigre pertenecen al Liao-Chai (que para los chinos es lo que para los occidentales son Las mil y una noches); que se tradujeron de la versión inglesa que Herbert Allen Giles publicó en Londres, en 1880: Strange Stories from a Chinese Studio; y que además de los catorce cuentos de P’u Sung-Ling, traducidos de tal libro por Isabel Cardona, se incluyeron “El espejo de viento-luna” y “Sueño de Pao-Yu”, que son dos minucias de la inmensa novela Sueño del Aposento Rojo, de Tsao-Hsueh-Chin, previamente traducidos por Borges para la citada Antología de la literatura fantástica  de 1940, elaborada por él, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, donde abundan los datos lúdicos, jocosos y apócrifos, cuyo caso más notable, para el caso, es el cuento “Historia de los dos que soñaron”, dizque traducido “De la Geschichte des Abbassidenchalifats in Aegypten (1860-62) de Gustav Weil”; un —se dice— “orientalista alemán, nacido en Sulzburg, en 1808; muerto en Friburgo, en 1889”, quien —se dice— “Tradujo al alemán los Collares de Oro, de Samachari, y Las 1001 Noches”, y quezque “Publicó una biografía de Mahoma, una introducción al Corán y una historia de los pueblos islámicos.” 
     
Colección Laberinto núm. 1
Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940
       Vale decir que Gustav Weil sí existió —su versión de Las mil y una noches, con una traducción sin crédito, fue editada en España, en 2003, por Edicomunicación, en un estuche con cinco tomos amarillos y “Con más de 1450
 “Ilustraciones Originales”— y Borges lo menciona en “Los traductores de las 1001 Noches”, célebre ensayo compilado en su libro Historia de la eternidad (Viau y Zona, Buenos Aires, 1936), y que “Historia de los dos que soñaron” es un cuento de Borges que había aparecido en su libro Historia universal de la infamia (Tor, Buenos Aires, 1935) —del que en un año sólo se habían vendido 37 ejemplares, Borges dixit—, atribuido o dizque transcrito de la “noche 351” “Del Libro de las 1001 Noches”, el cual revisó, corrigió y aumentó levemente en la edición impresa por Emecé en 1954 (en la Antología de 1940 el protagonista aún se llama Yacub El Magrebí). Y así corregido y dizque transcrito o perteneciente a “la noche 351” “Del Libro de las mil y una noches”, Borges lo recopiló en el Libro de sueños (Torres Agüero, Buenos Aires, 1976), antología de narrativa breve, con un “Prólogo” suyo datado en “Buenos Aires, 27 de octubre de 1975”, donde también figuran las traducciones del inglés que hizo del “Sueño infinito de Pao Yu” y de “El espejo de Viento-y-Luna”, leídos, anota, en el “Sueño del aposento rojo (c. 1754)” de “TSAO HSUE-KING”.
(Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1976)
  En la Antología de la literatura fantástica de 1940, los textos de Tsao-Hsueh-Kin figuran titulados “El espejo de viento-y-luna” y “Sueño infinito de Pao Yu” (vale observar que en la edición revisada y aumentada de 1965 su nombre aparece como Tsao Hsue-King); pero mientras que en el escueto pie de “El espejo de viento-y-luna” se dice que las fechas del nacimiento y muerte de Tsao-Hsueh-Kin son “1719-1763”, en la telegráfica y enciclopédica ficha que precede al “Sueño infinito de Pao Yu” se dice que “Tsao-Hsueh-Kin, novelista chino, nació en la provincia de Kiangsu, circa 1719; murió en 1764. Diez años antes de su muerte, empezó a escribir la vasta novela que ha determinado su gloria: El Sueño del Aposento Rojo. Como el Kin Ping Mei y otras novelas de la escuela realista, abunda en episodios oníricos y fantásticos. Hemos compulsado las versiones de Chi-Chen Wang y del doctor Franz Kuhn.” ¿Será cierto?

Pese al hermenéutico y demiúrgico preludio de Borges, resulta imposible eludir la incertidumbre de que En el invitado tigre se está accediendo a minúsculos recodos transfigurados no sólo por la investidura idiomática, estilística, cultural e idiosincrásica del orbe hispano y occidental, sino sobre todo porque se trata de versiones trasladadas del añejo inglés decimonónico, que en sus momentos fueron obtenidas de una remota y extraña lengua, ineludiblemente modificada por el paso del tiempo y por las variantes lingüísticas y dialectales. Esto se acentúa aún más porque Isabel Cardona asienta en una de sus postreras notas que los relatos del Liao-Chai provienen de una literatura oral que tradicionalmente se practicaba en los mercados y en los salones de té; y que el sello particular de P’u Sung-Ling son la sátira y la crítica; que todos sus cuentos llevan un comentario al final y que por razones que la traductora no apuntó, Herbert Allen Giles se los extirpó a los incluidos en El invitado tigre, menos a uno: “El riachuelo de dinero”, cuya brevedad reza a la letra: 
“El doméstico de cierto caballero estaba un día en el jardín de su señor, cuando descubrió un riachuelo de dinero de dos o tres pies de ancho y de aproximadamente la misma profundidad. Inmediatamente cogió dos puñados; después se abalanzó sobre el riachuelo para así intentar asegurarse el resto. Sin embargo cuando se levantó vio que todo se había deslizado bajo él, no quedando más que lo que tenía en sus manos.
“‘¡Ah!’, dice el comentarista, ‘el dinero es un medio idóneo para circular, y no está destinado a que un hombre repose sobre él y lo guarde todo para sí.’”
Jorge Luis Borges en su habitación monacal en el
departamento B del sexto piso de Maipú 994.

Foto en Album Borges (Gallimard, París, 1999)
  No pudiendo sortear los laberínticos ambages y las idiosincrásicas paradojas que implican la pátina del tiempo y el tamiz de las mil y una traducciones, el lector cuadernícola de ahora mira los caracteres impresos en las páginas: ¡qué distancia del grafismo de la antigua caligrafía china! (no obstante se puede atrapar el conjunto en un puño con un solo pase y meterlo en la diminuta faltriquera que normalmente se usa para guardar el polvo celeste). Hace tres inflexiones y continúa tras encender nueve pajuelas de incienso.

Tigre dibujado por el niño Georgie
 
Cuento del niño Jorge Luis Borges, publicado con el seudónimo Nemo, en 1913,
en la revista del Colegio Nacional Manuel Belgrano de Buenos Aires.
Georgie en 1911
  La principal maravilla de los cuentos reunidos en El invitado tigre es su mágico poder para convertir en niño (o niña) a quien se interna en ellos. El lector escucha a un eterno abuelo (que encarna el inmortal espíritu del tigre Borges) enriquecido con la milenaria sabiduría de los moralistas y filósofos chinos, quien le habla al pequeño nieto (o nieta) mientras el crepúsculo se desvanece en el amarillo horizonte de los sueños, allá, muy lejos, en la milenaria China del lejano Oriente, en el Pabellón de la Límpida Soledad, donde alguien, quizá un copista o un onírico simulacro de Ts'ui Pên (o el propio Ts'ui Pên), copia o compone 
“un volumen cíclico, circular”, laberíntico e infinito. En este sentido, oyendo y soñando lo oído podría ocurrirle exactamente lo que le sucedió a Chuang Tzu, según se lee en la Antología de 1940: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.” Breve cuento dizque tomado “Del libro de Chuang Tzu (300 A.C.)” Que también se lee en Cuentos breves y extraordinarios (Raigal, Buenos Aires, 1955), antología de Borges y Bioy, y en el susodicho Libro de sueños, pero de otra manera y con el rótulo: “El sueño de Chuang Tzu”, dizque traducido de “HERBERT ALLEN GILES, Chuang Tzu (1888)”: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.” Fórmula más sintética, más eufónica y más poética que la anterior, que Edmundo Valadés compiló (sin acreditar al traductor) en su antología El libro de la imaginación (FCE, México, 1976), y que resulta insuperable, incluso, ante la versión que Octavio Paz tradujo y publicó en Chuang-Tzu (Siruela, Madrid, 1997), breve libro con una nota preliminar suya datada en “México, abril de 1996”, donde la titula: “Sueño y realidad”, sin precisar de qué idioma lo tradujo (inglés o francés) ni de qué libro: “Soñé que era una mariposa. Volaba en el jardín de rama en rama. Sólo tenía conciencia de mi existencia de mariposa y no la tenía de mi personalidad de hombre. Desperté. Y ahora no sé si soñaba que era una mariposa o si soy una mariposa que sueña que es Chuang-Tzu.”
   
(Siruela, Madrid, 1997)
        En El invitado tigre se pueden enumerar varios elementos fantásticos que una y otra vez se repiten: el deambular de los muertos como si fueran vivos; el tránsito de la vida, a través del sueño, a la región de los muertos y de ésta a la primera; las revelaciones y presagios que en los sueños se dan, a una persona o a varias, sobre un mismo hecho; la transformación de humanos en tigres; el arrancarle la cabeza o el corazón a alguien, volverle a pegar su miembro o el de otra persona y que vuelva a vivir; los poderes y los objetos mágicos de los sacerdotes (taoístas, budistas o confucianos), anacoretas y mendigos. Pero en tales vertientes se urde una crítica a la corrupta burocracia que opera en la administración del poder y en la impartición de la justicia, tanto en la tierra, como en el ámbito de los muertos.
Borges, Tigre
  Sin embargo, lo que descuella, cuando no sólo se trata de un malabar de la imaginación, es la moraleja (idealista, ingenua, maniquea) que su alegoría implica. Si los cuentos son una forma de sermón, de jalón de orejas o de recordatorio ético (teológico y gnoseológico) sobre las fuerzas del bien y del mal que se debaten a través de sus cohortes y manifestaciones, son también maneras de destacar los designios inamovibles e inescrutables de la voluntad divina, y la venturosa suerte de quienes en vida fueron buenos; es decir, de los que supieron vivir en la piedad filial y en el justo medio que cifran, por ejemplo, las doctrinas confucianas en torno al concepto de lo que tiene que ser el hombre superior: “será educado y justo, poseerá la virtud como algo imbricado en su naturaleza y permanecerá siempre en el Justo Medio. Esta idea del Justo Medio indica la necesidad de moderación en todo, hasta en lo bueno.” No sorprenda, entonces, que las conductas de los personajes sean definidas por emociones, pasiones o posturas que los tornan arquetipos de una sola pieza: la bondad, la maldad, la venganza, la envidia, los celos, la imprudencia, la abnegación.

Primera edición en Emecé
(Buenos Aires, 1954)
  La Biblioteca de Babel implica y expresa ciertos gustos literarios de Borges y al unísono desvela algunos abrevaderos de su escritura. Al observar los vaticinios y las confluencias oníricas que se suceden en los cuentos de El invitado tigre, es imposible no evocar, por ejemplo, la susodicha “Historia de los dos que soñaron”, que narra la suerte de Mohamed El Magrebí, un hombre “magnánimo y liberal” que despilfarró su rica herencia, a quien un hombre le revela la oscura ruta de su destino en medio de un sueño que lo induce a viajar desde El Cairo al lejano Isfaján, en Persia, donde inesperadamente, apaleado y en la cárcel, escucha el sueño del capitán de los serenos en cuyo meollo oye y observa el punto exacto de su casa paterna en El Cario en donde el problema de su vida y de su pobreza se resuelve. O el caso del “Sueño de Pao-Yu”, donde un hombre en un sueño se encuentra a otro que es él (un onírico espejo frente al onírico espejo condenado a repetirse ad infinitum); por ende, prefigura a “El otro”, cuento de Borges reunido en El libro de arena (Emecé, Buenos Aires, 1975), donde el personaje Borges, ciego y anciano, se encuentra y dialoga con otro —que es él de jovencito y con el don de la vista— en un sitio que es a la vez dos lugares y dos tiempos distintos: el viejo está en la onírica realidad (“frente al río Charles”, “al norte de Boston, en Cambridge”) y el joven en un sueño (frente al Ródano, en Ginebra, Suiza).



P’u Sung-Ling, El invitado tigre. Traducción del inglés al español de Isabel Cardona y Jorge Luis Borges. Dirección, antología y prólogo de Jorge Luis Borges. La Biblioteca de Babel núm. 12, Ediciones Siruela. Madrid, enero de 1985. 112 pp. 


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Enlace a "Borges y yo", poema en prosa recitado por él mismo.