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miércoles, 18 de mayo de 2016

La sombra de Poe



En busca de la tuerca perdida

Matthew Pearl (Nueva York, octubre 2 de 1975), autor de la novela El club Dante (Seix Barral, 2004), prologó La trilogía Dupin (Seix Barral, 2006), libro que reúne los cuentos policiales del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) protagonizados por el “genio de la raciocinación” chevalier  C. Auguste Dupin, debido al sonoro hecho de que urdió la novela La sombra de Poe (Seix Barral, 2006), la cual inicia con una supuesta “Nota del editor” que dice a la letra: “El misterio relacionado con la muerte de Poe en 1849 queda resuelto en estas páginas.”

Matthew Pearl
     Esto anuncia que en el libro se despejarán las incógnitas de tal enigma. Sin embargo, esto no es así en sentido estricto, pues si bien en la mixtura de la novela el autor diseminó una serie de datos documentales, históricos, narrativos y biográficos relativos a la obra, a la vida, a la leyenda negra y al fallecimiento de Poe, a su entorno y a su época, incluido el ámbito social y político de la Francia de entonces (lo cual Matthew Pearl puntualiza al término en la “Nota histórica” y en los “Agradecimientos”), el objetivo de La sombra de Poe, como artificio literario, no es descubrir y develar, inapelablemente, el meollo de tales intríngulis, sino jugar a que lo hace.
      Repleta de mil y una anécdotas, con suspense, vueltas de tuerca y giros sorpresivos, La sombra de Poe es un divertimento (con final feliz) donde confluye el thriller policíaco, la novela de aventuras y la historia de amor. 
     
(Seix Barral, Méxcio, 2006)
      Dividida en cinco libros y 36 capítulos, la obra transcurre principalmente durante dos principales lapsos temporales: 1849 y 1851. El protagonista y voz narrativa, Quentin Hobson Clark, con mansión y fortuna heredada de sus padres recién fallecidos, es un joven abogado de 27 años, quien en Baltimore comparte un bufete con Peter Stuart, su amigo y cuasi hermano. La mañana del 9 de octubre de 1849 lee la noticia de la muerte de Poe, sucedida dos días antes allí en Baltimore, precisamente en el hospital universitario Washington, cuya fría y oscura inhumación en el camposanto presbiteriano él observó, el día 8, sin saber de quién era el cuerpo enterrado en tan miserables y desoladoras circunstancias.
      Esto, junto con los errores y vituperios que lee en la prensa, lo incitan a reivindicar la honorabilidad, la obra y el nombre de Edgar Poe, puesto que él es un ferviente admirador de su escritura, además de que se considera su amigo y su defensor de oficio, pues intercambiaron cierta escueta y vaga correspondencia, pese a que nunca se vieron cara a cara. 
     
Edgar Allan Poe
(Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849)
       Al entregarse a tal empresa, posterga su matrimonio con Hattie Blum y paulatinamente se deteriora su entrañable fraternidad con Peter Stuart y su vínculo profesional en el exitoso bufete especializado en “hipotecas, deudas e impugnación de testamentos”.
Mientras Quentin Clark recaba información en el ateneo de Baltimore, una mano anónima le hace llegar un recorte periodístico, fechado el “16 de septiembre de 1844”, donde se da noticia de la existencia, en París, de la persona de carne y hueso en que, se dice, se inspiró Edgar Allan Poe para crear a su personaje C. Auguste Dupin, protagonista de “Los crímenes de la calle Morgue”, de “El misterio de Marie Rogêt (continuación de ‘Los crímenes de la calle Morgue’)” y de “La carta robada”.
      No obstante, es hasta 1851 cuando en París realiza la búsqueda de Auguste Duponte, quien entre los probables candidatos le parece el más convincente para encarnar el modelo en que Poe se basó. 
      Pero pronto se entromete el beligerante y fugitivo barón Claude Dupin, reclamando ser el verdadero y único personaje que alentó al autor de “El cuervo” y por ende el indicado para investigar y resolver el caso. Y en tal ineludible pugna (en la que parece que ambos candidatos pelean por lo mismo) se trasladan a Baltimore.
      En las indagaciones, por un lado están el barón Dupin y Bonjuour, una bella y legendaria ladrona, hábil con el cuchillo; y por el otro, Quentin Hobson Clark y Auguste Duponte, quienes en angulares pasajes personifican el par de prototipos histórica y seminalmente creados por Poe en su célebre trilogía cuentística, como muy bien lo acotaron Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges en el prefacio que preludia la antología Los mejores cuentos policiales (2) (Emecé/Alianza Editorial, Madrid, 1983). Es decir, Duponte es el raciocinador y marisabidillo (nocturno, sedentario y pensativo) que resuelve los enigmas, los embrollos y los delitos; y Quentin Clark, si bien rastrea, investiga y conjetura, es el amigo menos inteligente que escucha al otro y quien narra la historia.
     
Contraportada
     Ahora que si casi al término de los acontecimientos, Quentin Clark concluye que el protagonista creado por Poe es meramente imaginario, pese a que Auguste Duponte brinda suficientes ejemplos de que podría ser la pauta original, las conclusiones en torno a la misteriosa muerte del poeta que elaboran el barón y Duponte, si bien difieren y abundan en supuestos, deducciones e hipótesis, quedan en una especie de limbo, pues si el lector de la novela tiene acceso a ellas, en el Baltimore de la época el joven abogado nunca las hace públicas. 
      La versión del barón Claude Dupin iba a ser leída por éste ante un atiborrado y variopinto auditorio baltimorense (que sin saberlo saldó sus deudas parisinas), pero antes de hablar ocurre un atentado contra él que lo deja con un pie en la tumba. En tanto que la versión de Auguste Duponte, éste, súbita e inesperadamente se la narra en solitario a Quentin Clark poco antes de que concluya el juicio que contra él ha entablado su ñoña y obtusa tía abuela, confabulada con la manipuladora tía de Hattie Blum, con tal de dejarlo sin casona, sin un centavo y sin honor.


Matthew Pearl, La sombra de Poe. Traducción del inglés al español de Vicente Villacampa. Editorial Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, 2006. 456 pp.

viernes, 8 de abril de 2016

El viento y la sangre


Rudy el sucio

I de II
En Barcelona, en mayo de 2013, Navona Editorial, con el número 2 de la Colección Navona Negra, lanzó al mercado español, signada por ciertas erratas, la novela El viento y la sangre, dizque originalmente escrita en inglés por un tal Martin Aloysius West, el pseudónimo de un supuesto, prolífico y marginal escritor norteamericano de narrativa negra que firmaba M.A. West —quesque nunca antes traducido en España—, quien dizque “bajo ese nombre publicó, entre 1951 y 1980, doce novelas cortas y medio centenar de cuentos”, y quien supuestamente la publicó en Estados Unidos, en 1951, a través de Howard & Brandt Publishers. La periodista Thalía Rodríguez y el escritor Alexis Ravelo, los presuntos traductores del inglés al español anunciados en el frontispicio y en la página legal, firmaron, además, un “Prólogo”, donde dizque a cuatro manos bocetan la obra y la borrosa identidad de tal novelista, quien pese a supuestos elogios, en su país y en el extranjero (particularmente en Italia y Francia), “no gozó de gran prestigio crítico entre sus contemporáneos: algunos le consideraron un mero artesano del pulp, un escritor de segunda que no merecía mayor atención; otros le juzgaron crudo y morboso”. No obstante, dizque “Sobre esta novela, Harold Diamond Scofield [en Escritores oscuros] ha escrito [en términos laudatorios]: ‘Sumergirse en las páginas de El viento y la sangre es hacer un viaje a la violencia y la degradación moral, pero también a la cara B del Capitalismo, en la que se halla grabada la cantinela de los perdedores, las víctimas anónimas del sueño americano que McCoy, Dos Pasos, Goodis o, más recientemente, Carver nos han ido mostrando a través de sus historias, cargadas de sordidez y desesperación. Sin embargo, la habilidad de West para el manejo de la intriga novelesca hace que seguirle constituya una experiencia menos árida o, en todo caso, más placentera que en el caso de los anteriores.’”  
Colección Navona Negra núm. 2, Navona Editorial
Barcelona, mayo de 2013
  Es decir, la lúdica e hilarante trama apócrifa (el cuento que atavía, maquilla y rodea a la novela), pergeñada entre el escritor Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1971) y Navona Editorial, su cómplice catalán, y Thalía Rodríguez Ferrer, que prestó su nombre, se observa y aprecia a lo largo y a lo ancho del libro, desde la portada y contraportada, las solapas y la página legal. En la cuarta de forros, por ejemplo, se leen cuatro parodias o falaces porras de acostumbrado y predecible marketing: en la primera, Spicy Detective declara: “Es fascinante la idea de internarse en ese largo camino que es el destino, y M.A. West lo logra sobradamente. Una novela poderosa y ambigua.” En la segunda, Black Mask sentencia: “El cartero llama dos veces, pero M.A. West logra que llame una vez más.” En la tercena, Ellery Queen Mystery Magazine pregona: “Un rescate en toda la regla, El viento y la sangre merece los mismos elogios que una novela de Jim Thompson, sin duda alguna.” Y en la cuarta, Kasper Gutman estipula: “Definitivamente estamos delante de un autor de gran calibre. Desconocido para muchos, pero no menos importante. El viento y la sangre es una novela inquietante, los personajes están muy bien perfilados, y toda la intriga es un logro mayor.” Y no pocos despistados del minúsculo y traqueteado globo terráqueo (editores, periodistas, críticos, lectores, blogueros) se tragaron la píldora por completo y la degustaron hasta la pesadilla, la saciedad y la ansiedad, y sin indagar más allá del libro y de sus narices (en plena era de la internet) creyeron a pie juntillas que el tal M.A. West (el pseudónimo de un supuesto “autor ‘serio’ que había escrito novelas policiacas por encargo debido a motivos económicos”) era el auténtico autor de El viento y la sangre, cuya supuesta traducción al español, incluye, además, pies de página de los supuestos traductores. Esto es para morirse pataleando de risa loca o a quijada batiente. No obstante, no faltó por allí, tras revelarse la verdadera autoría, el cejijunto y serio sesudo que se sintió ninguneado en su inteligencia y en su amor propio y vio todo el embrollo como un engaño de poco monta, una estafa de mercaderes sin escrúpulos.



Porras de la cuarta de forros
       Tal vez hubiera habido otros incautos que cayeran en la trampa de ese festín de Esopo y M.A. West, desde el más allá y desde el anonimato, hubiera seguido publicando en España la traducción de sus obras. Pero el caso es que Alexis Ravelo —quizá vanidoso, entusiasmado e inducido por los sonoros reconocimientos que en 2013 recibieron dos de sus libros: el Premio Hammett a la mejor novela negra publicada en 2013 por La estrategia del pequinés (Alrevés, 2013) y el Premio Getafe de Novela Negra 2013 por La última tumba (Edaf, 2013)—, el primero de septiembre de 2014, en Ceremonias, su blog personal, publicó el artículo “El año que quise ser B. Traven o cómo nació M.A. West”, donde más o menos esboza su declaración de principios narrativos y por qué en 2012 decidió “ser Bruno Traven” y con “la máscara de M.A. West”, un supuesto “autor olvidado”, se propuso “escribir una novela negra clásica al modo de los autores norteamericanos de los años cincuenta”. “La novela tendría que acabar siendo publicada”, dice, “y los lectores habrían de leerla sin notar que había sido escrita en la parte más africana de España por un autor que no había pisado EEUU en su vida”. Es decir, y en resumidas cuentas, para el regocijo de Alexis Ravelo, más allá de sus círculos concéntricos y de ciertos enterados, nadie notó que M.A. West era el pseudónimo de “un escritor canario, español o calvo, sino sencillamente, un artesano, un escribidor”, pero con talento.

II de II
La novela El viento y la sangre —ágil y amena, con intriga y suspense y suficientes asesinatos, golpes, patadas, persecuciones, carrera de autos y giros sorpresivos— se divide en 32 breves capítulos con rótulos. Los hechos ocurren en Estados Unidos, en 1948 o en 1949, según lo denota el hecho de que el matón James Zedeon Black “había nacido el 20 de junio de 1928 en Peoria Heights”, quien murió “a un lado del camino entre Marksonville y Ashland Heights, con la cara borrada por el tiro de una 45 que no le había permitido llegar a cumplir los veintiuno”; lo cual es observado por Rudy Bambridge, el antihéroe de la obra, un pistolero delgado y treintón que estuvo en Europa, en el frente de batalla, cuando se sucedía la Segunda Guerra Mundial.
Los sucesos se desarrollan y oscilan en varios puntos de la geografía norteamericana, principalmente en la ciudad de Chicago, donde proliferan los rufianes y las familias de mafiosos; y en Marksonville, un pueblito de Dakota del Sur, ubicado “en el condado de Pennington, al noreste de Rapid City, en el camino de Ashland Heights”. La cadena de crímenes y asesinatos se desencadena en torno al secuestro de Mara Donaldson, adolescente de 14 años, hija de Nigel Donaldson, distinguido testaferro y socio de Conrado Bonazzo, un enriquecido capo de origen italiano que opera en Chicago desde su oficina de Bonazzo e Hijos Import-Export, con cuya fachada, de Nigel y de la empresa, urde su “intento infructuoso de dar a sus negocios un aire de respetabilidad”. Pues a Nigel Donaldson, con su porte aristocrático, refinado, culto y elegante, es habitual verlo fotografiado “en los periódicos, junto al alcalde y los líderes de la patronal o de los sindicatos”. 
Alexis Ravelo
  Los secuestradores exigieron 20 mil de los grandes por el regreso y la vida de Mara Donaldson. Y Rudy Bambridge, el frío asesino que le sirve de detective a Conrado Bonazzo, no sabe por dónde ir para dar con los culpables y rescatar a la víctima y recuperar el botín que pagó Nigel Donaldson, hasta que Doc Martin, otro de los pistoleros de la familia, les muestra “un ejemplar del Chicago Tribune” donde se da la noticia del “hallazgo de un cadáver a muchas millas al norte de Chicago”, quien en vida era Walter Douglas, un estafador, compinche de Vinnie Miller el Cojo, con quien frecuentaba el Loop’s, un club nocturno con desnudistas, prostitutas, alcohol, drogas y tahúres, que, se infiere, es propiedad de Conrado Bonazzo. La intuición de perro de caza le indica a Rudy Bambridge que algo pueden descubrir si caen en la pocilga de Vinnie el Cojo. Y a tal casucha, endeble por con teléfono, perdida en un pobretón suburbio arrabalero, van en el rutilante “Lincoln-Zephyr Continental rojo de Doc Martin”, éste, más el gigantón gorila y deficiente mental de Giuseppe Cerruti y Rudy Bambridge, quien dirige la operación. Y para su sorpresa, allí hallan a la pubescente Mara Donaldson vendada de los ojos y atada a una cama, pero en el pornográfico y traumático instante en que Vinnie el Cojo la está violando. El fortachón de Giuseppe Cerruti lo hubiera destrozado a golpes ipso facto; pero Rudy Bambridge lo controla y ordena que éste y Doc Martin regresen a la niña a casa de su padre y que la vea un doctor de confianza de los gángsteres; mientras él, antes de literalmente hacerlo pedazos (y disponer que sus restos le den “de comer a los peces de todo el condado”), golpea y tortura al Cojo para que delate a sus cómplices, que al parecer sólo son el susodicho Walter Douglas (asesinado de cuatro balazos) y Danny Morton, otro estafador y tahúr que también frecuentaba el Loop’s, y que se ha fugado con el botín “en un Oldsmobile negro del 42”, que, al parecer, no era de su propiedad.

Conrado Bonazzo, pese a ser un duro y violento jefe de una familia de la mafia de Chicago (legendaria por Al Capone, quien en la vida real murió en 1947), asombrosamente es un imbécil para plantear tácticas e inferir y raciocinar en torno a una serie de hechos y delitos. Pero por lo menos recuerda que Danny Morton andaba liado y muy jodido por “una tal Lorna”, con quien se le veía en el Loop’s, (de la cual vivía y quien “Lo dejó tirado hace un par de años”), y que era muy amiga de “La rubia que hace el número de las plumas en el Loop’s”, dice, la cual se llama Velma Queen, según le reporta por teléfono y desde el antro un tal Dicky, quien también le proporciona los datos de su domicilio. Rudy Bambridge, ataviado en su fino traje y con la Colt en la sobaquera, deja la oficina de Conrado Bonazzo y manejando su Packard va a tal lugar sin advertir que un “Pontiac gris metalizado” ha empezado a seguirlo. Rudy, porque entonces andaba en Europa, nunca ha visto a la tal Lorna; pero sí recuerda “haber visto alguna vez el número de Velma Queen, una pelirroja de veintitantos algo rellena de caderas para su gusto, pero que sabía moverlas con estilo”. Según evoca, “A los viejos verdes les encantaba” su show de streeper: “El número finalizaba cuando Velma, dando la espalda al público, se arrancaba las dos últimas plumas, que cubrían sus generosas pero firmes nalgas.” Y “Durante el resto de la noche, la chica alternaba, sacaba copas a los clientes y se iba con alguno, o con varios, si era sábado o víspera.” 
Texto de la segunda de forros
  Apenas entra en la vivienda de dos cuartos de Velma Queen tras meter “una tarjeta de visita” en el cerrojo para correr el pestillo, Rudy Bambridge percibe “el tufo denso, acre, penetrante”; “el olor de la muerte, cuando esta era inmisericorde y sin sepultura”. Observa que en la recámara Velma Queen ha sido degollada. Y tras buscar durante “Quince minutos”, halla bajo la cama “Una caja de zapatos” “con cartas dirigidas a Velma firmadas por una tal L.” “Todas llevaban matasellos de un sitio llamado Marksonville, Dakota del Sur.” Y también había una foto de “una chica joven, vestida con uniforme de lavandera o camarera, posando ante la fachada de un local, probablemente una casa de comidas, llamada Tommy’s. En la foto no se apreciaba demasiado bien su rostro, pero tenía buena figura.” “Las cartas estaban en desorden y solo una de ellas carecía de sobre. Además, en el interior de la caja, halló la huella de un dedo impreso con sangre. Supo, casi inmediatamente, que quien le había hecho el regalito a Velma era la misma persona que se había llevado el sobre que faltaba y que, tras hacerlo, había vuelto a poner la caja en su sitio. Hubiera sido más inteligente, se le ocurrió, llevarse todas las cartas y así evitar que pudieran seguirle el rastro. Pero quien había hecho eso no era el tipo más inteligente del mundo.” Es decir, el asesino, que a todas luces es Danny Morton rastreando el paradero de Lorna, no es muy distinto del tontorrón de Conrado Bonazzo.

En la ruta de Chicago a Marksonville, Rudy Bambridge ve, por el espejo retrovisor de su Packard, que el Pontiac gris no deja de seguirlo a cierta distancia. Ya en Marksonville, en “La avenida Roosevelt”, que es la calle central del cinematográfico pueblito, localiza el Tommy’s, un pequeño merendero que pertenece a Helen y Tom Hidden. Y tras instalarse en el Hotel Jefferson, va allí a observar y a probar una rebanada de “la mejor tarta de manzana del condado de Pennington”, según le recomendó el conserje del hotel, donde se registró como “Taylor Stevens, de Casper, Wyoming, representante de Dexter & Co. Ltd., mayorista en suministros de albañilería”. En el Tommy’s, ve que Lorna Moore es la única camarera, que le gustan “sus ojos azules y redondos, su pelo negro cortado à la garçon, sus mejillas llenas”, y “el gesto amable de su boca”. Ve que está “algo flaca, pero a él le gustaban las mujeres flacas”. En el breve diálogo que tiene con ella (buscando datos) le dice que está “de paso”, rumbo “a Rapid City, por negocios”, que se hospeda “en el Jefferson”, que es “Taylor Stevens, de Casper, Wyoming”, y que volverá otra vez “para tomar otro trozo de aquella ‘deliciosa tarta’, probablemente a la vuelta”.
El caso es que en ese momento ya Danny Morton está alojado en la habitación 21 del Motel Amberson, que se halla a las afueras de Marksonville, al pie de la carretera que va hacia Ashland Heights. Llegó desde Chicago manejando el “Oldsmobile negro del 42”, con un “revólver Smith & Wesson del calibre 38” “En el bolsillo derecho de su chaqueta de tweed” y el maletín de médico con los “Veinte mil dólares” del secuestro, que ha contado y dispuesto con ligas en fajos de “500 dólares”. Ya hizo una llamada telefónica a Lorna Moore, quien no quiere saber nada de él. Sin embargo, ella le concede sólo diez minutos y por ende se encontrarán en el motel después de las diez de la noche. 
Pasadas las 22:30, Lorna Moore, manejando la camioneta Ford de los Hidden, va allí protegida del frío en un “grueso abrigo gris bajo el cual llevaba aún su uniforme de camarera”. En la ríspida conversación que tienen, Danny le pide perdón; le ruega que se vaya con él a rehacer sus vidas, “probablemente a Canadá”, donde podrán tener “Una ferretería o un almacén... Algo tranquilo en un sitio tranquilo”, pues ahora tiene “mucho dinero”, “Veinte de los grandes”. Antes de irse, hay un forcejeo y Lorna aprieta “algo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, mientras el miedo dejaba paso a la ira en sus gélidos ojos azules.”
Obviamente, Rudy Bambridge la siguió en su Packard y a él lo siguió el Pontiac gris. Rudy supuso que habría un encuentro íntimo, quizá sexual, y por ello hace un tiempito en el bar del motel, luego de localizar en el estacionamiento el Oldsmobile del que habló el chofer de Nigel Donaldson cuando el pasado domingo ocurrió el secuestro en Chicago cometido por un par de encapuchados que lo interceptaron y se llevaron a la niña, y después de sobornar y presionar al andrajoso y somnoliento recepcionista mexicano. (Descubre así que Danny Morton se registró con el nombre de Chester Arthur y que se alberga en la habitación 21.) Y cuando va a la habitación 21, ve que hubo una leve lucha, que alguien mató a Danny Morton de una puñalada en el pecho y que los “20.000 dólares en billetes usados” no están por ningún sitio. 
Todo indica que ese viernes por la noche Lorna Moore liquidó a Danny Morton, que se hizo del botín y se fue. No obstante, los posteriores acontecimientos revelan que no fue así. Y en el ínterin, el sheriff Legins se quiebra la cabeza para tratar de resolver el asesinato ocurrido en el Motel Amberson, que es “su primer homicidio” “en sus quince años de servicio” en Marksonville; pero se sabe “de memoria el manual”, que aplica con “sus dos ayudantes”, e interroga y anota “sus observaciones”. Y las noticias y avances de la investigación (vendrán forenses del condado de Pennington) se los comenta a Tom Hidden en la cocina del Tommy’s, mientras éste monda papas con un filoso chuchillo que se le podría ir en un descuido. 
     Tras descubrir el cadáver de Danny Morton, el par de matones del Pontiac persiguen a toda máquina a Rudy Bambridge en su Packard. En la carrera, Rudy se adelanta en una curva, los embosca y hace salir de la carretera al Pontiac, que se estrella entre las piedras y los arbustos; y en el pleito, Rudy, que es un gángster de acción que sabe dar puñetazos y patadas, mata de un balazo al susodicho James Zedeon Black, mientras su compinche logra huir a toda pastilla en el Pontiac. Ya en su cuarto del Hotel Jefferson, Rudy extrae de la cartera del jovenzuelo una identificación de éste (quien era un grandulón e infantiloide débil mental semejante al infantiloide y débil mental de Giuseppe Cerruti); y entre varios objetos, halla una tarjeta que le revela la identidad de Bob, su cómplice de mediana edad: el dentista Robert Hospers, con consultorio en la avenida Bryan, en Peoria, Illinois. 
    Al día siguiente, el sábado, Rudy Bambridge intercepta en la calle a Lorna Moore y, mostrándole la Colt en su sobaquera, se la lleva en su Packard lejos del pueblo hasta una zona boscosa, donde del áspero interrogatorio que le hace infiere que ella no mató a Danny Morton ni se robó el botín. Un inesperado cazador aparece en el escenario armado con una escopeta y en el instante en que Rudy lo mata de un balazo en la garganta, Lorna lo golpea con una piedra en la “la parte posterior de su cráneo”; lo deja inconsciente y huye. Tras recuperar el sentido cuando ya lo rodea “la penumbra del atardecer” de ese sábado, Rudy Bambridge ve que Lorna Moore lo golpeó con “una piedra puntiaguda del tamaño de un melón”. Y según deduce, el mensaje de la “chica lista” significa: “no quiero volver a verte; sigue tu camino y yo seguiré el mío”. Así que Rudy el sucio, que da por supuesto que el dinero quedó “enterrado en algún punto entre Illinois y Dakota del Sur”, regresa en su Packard a Chicago.
    (Vale observar, no obstante, que resulta increíble el súbito golpe con que Lorna Moore noquea al gángster; pues si bien Rudy Bambridge la deja de ver porque gira en un segundo para madrugar de un solo balazo al imprevisto cazador, a Lorna debió ocuparle más tiempo agacharse, tomar la piedra del suelo con las dos manos, levantarla a la altura de su cara o sobre su cabeza y sorrajarla con fuerza en la parte posterior del cráneo del mafioso.)    
El domingo por la tarde, en Peoria, Illinois, Rudy Bambridge localiza el consultorio del dentista Robert Hospers y ve que enfrente está estacionado el Pontiac gris, en cuya carrocería observa “dos impactos de bala” que alcanzó a darle en la huida. Al subir al piso superior donde se halla la vivienda, el zumbido de las moscas le anuncia lo que luego encuentra en el interior: el cadáver del “doctor Robert Hospers, médico dentista, sentado en el sofá de su cuarto de estar. Tenía una férula que le inmovilizaba la nariz y los ojos amoratados [al parecer por los golpes que recibió al salirse de la carretera tras el volante del Pontiac gris]. Su cabeza estaba echada hacia atrás y su boca había quedado abierta, como si se dispusiera a someterse a uno de sus propios exámenes. Eso le confería un aspecto ciertamente ridículo. Las manos descansaban sobre los muslos y, en el centro del pecho, tenía un solo y limpio agujero, el que había hecho la bala al atravesarle. No había más señales de lucha.” Según deduce: “A Bob se lo había cargado un amigo, o alguien a quien él consideraba un amigo.”
Alexis Ravelo
  Esto vasta, tras descubrir que Nigel Donaldson tiene deudas y pérdidas financieras, para que Rudy Bambridge hile los últimos cabos de su indagación y raciocinación. Y a la manera de la mejor tradición de una novela de Agatha Christie y de miles de novelas policíacas, le pide por teléfono a Conrado Bonazzo que cite en su oficina, la noche de ese mismo domingo, a Nigel Donaldson, donde ante el desconcierto de éste y la sorpresa del capo, revela y reconstruye el por qué y el trasfondo del secuestro de la pequeña Mara, ocurrido un domingo en que su padre estaba en Peoria, Illinois, con Mariela Dogson, su amante negra, donde le había puesto casa y era paciente del dentista Robert Hospers.

Ese mismo domingo por la mañana, en su cuarto de la pensión de Miss Vanneson, en Marksonville, “Lorna sintió frío”, lo cual le recuerda el frío que sintió el viernes por la noche en la habitación 21 donde se hospedó Danny Morton, quien se negó a prender la estufa. Así que se disfraza de Velma Queen y va en la Ford de sus patrones al Motel Amberson con la intención de rentar el cuarto 21. Coquetea con el recepcionista mexicano, a quien se le escurre la baba al ver “la sonrisa de aquella pelirroja tan elegante”; le dice que tal cuarto aún está precintado, pero le renta la habitación contigua, la 22. Y en un santiamén, tras quitarse la peluca, Lorna se introduce en la habitación 21 y dentro de la estufa halla el botín y se lo lleva “en la pequeña bolsa de viaje que llevaba consigo”. Lo cual también resulta inverosímil, pues además de que el experimentado sabueso de Rudy Bambridge rápidamente olfateó y buscó por todos los rincones de la habitación 21, la policía estuvo allí, que amén de hurgar y trazar el croquis del cadáver y llevárselo, decomisó los objetos del asesinado. Pues además no se trata de un simple “fajo de billetes”, sino de un visible bonche, inocultable bajo la almohada, según se lee en el primer capítulo de la novela cuando Danny Morton lo cuenta y ordena: 
“Tras asegurarse de que persianas y cortinas estaban echadas, se quitó la chaqueta, abrió el maletín y comprobó que el dinero continuaba allí. Durante un buen rato se aplicó a la tarea de alisar uno a uno los billetes, reunirlos en fajos y atarlos con dos tiras de goma cada uno. Cuando vació completamente el maletín, observó las dos filas de veinte fajos de billetes cada una que habían quedado sobre la colcha. Cuarenta fajos. En cada fajo, 500 dólares. Eso daba un total de veinte mil dólares en viejos billetes de diverso valor.”
Pero el caso es que Lorna Moore divide el botín en dos partes iguales: una se la lleva consigo, lejos de Marksonville, rumbo a su futuro, pues ella se va de allí en “un autobús de línea, con destino a Manitoba, en Canadá”. Llevándose, además, el secreto de la identidad del imprevisto y circunstancial asesino de Danny Morton. Y la otra parte se las deja en el Tommy’s, a Tom y a Helen Hidden, en una caja de zapatos, junto con una cariñosa nota de agradecimiento por todo lo que hicieron por ella, procurándola y queriéndola, durante el año y medio que vivió en el pueblo y que “había sido la mejor época de su vida”.


M.A. West, El viento y la sangre. Colección Navona Negra núm. 2, Navona Editorial. Barcelona, mayo de 2013. 152 pp. 


martes, 22 de septiembre de 2015

Aquello estaba deseando ocurrir


Ese tiempo es ahora

I de VI
Editado por Tusquets Editores con el número 849 de la Colección Andanzas, Aquello estaba deseando ocurrir, libro que reúne trece cuentos del prolífico escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), apareció en Barcelona en “febrero de 2015” y en la Ciudad de México en “mayo de 2015”.
Dispuestos sin orden cronológico, cada cuento está fechado al final. Esto indica que el más viejo data de 1985 y de 2009 el más reciente. No obstante, dado el profesionalismo y la rigurosidad que caracterizan la premiada y reconocida narrativa del autor (es el onceavo libro que publica en Tusquets), y pese a que no lo refiere en una nota (tampoco dice si un cuento, varios o todos estaban inéditos o si se publicaron en Cuba de manera dispersa o en algún libro), es muy probable que los haya revisado para su edición en el presente título que circula y circulará en distintos países del orbe del español.
Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
  Mario Conde, el célebre detective creado por Leonardo Padura, actúa en ocho de sus novelas anteriores a este libro de cuentos. Pero si bien en Aquello estaba deseando ocurrir no hay ningún relato policíaco ni en ninguno aparece Mario Conde, el consubstancial e idiosincrásico contexto social y político que vincula a los cuentos con tales novelas es el síndrome de pobreza, de miseria y rezago (en todos los órdenes) y la falta de libertades y de opciones democráticas y laborales que en Cuba implica y conlleva el estrepitoso fracaso social y cultural de la Revolución Cubana, la esclerosis múltiple de la economía y la corrupción burocrática y política del supuesto y demagógico socialismo; de ahí los visos de cubanos en el exilio, en particular en Estados Unidos.
En el primer cuento: “La puerta de Alcalá” (1991), Mauricio —“un oscuro y sancionado periodista cubano, acusado de no poseer la suficiente firmeza ideológica para ser un orientador de masas, según consta en su expediente”—, ha concluido sus dos años punitivos en las filas militares apostadas en Angola, temiendo morir durante “una inminente invasión sudafricana” y sujeto a la cotidiana y represiva orden de no caminar por las calles de Luanda después de las 18 horas. Gracias a su cultivada amistad con Alcides, el director del “semanario de los colaboradores en Angola”, consigue que su regreso a Cuba, a principios de febrero de 1990, sea vía Madrid. “Te vas el día tres por Madrid. Llegas allá a las cuatro de la tarde y sales el cuatro a las diez de la mañana para La Habana.” Le anuncia Alcides. El meollo: Mauricio, en Luanda, adquirió un libro iconográfico sobre Diego Velázquez, de segunda mano, y se obsesionó por la vida y obra del pintor y por María Fernanda, la otrora poseedora del libro, quien lo firmó y fechó el 9 de julio de 1974. Así que al leer en el Jornal de Angola una nota sobre la “exposición del siglo”: “TODO VELÁZQUEZ”, montada en el Museo del Prado “entre el 23 de enero y el 30 de marzo”, apeló la gestión con Alcides para pasar por Madrid y ver la retrospectiva, en particular dos cuadros. Pero cuando llega allí el museo está cerrado (por ser lunes) y a quien se encuentra caminando en las inmediaciones de la Puerta de Alcalá es a otro cubano: Frankie, a quien no veía desde hacía una década, cuando a él le faltaban tres meses para graduarse de filólogo y su amigo de arquitecto. Por entonces, Mauricio soñaba con ser un gran escritor y Frankie con ser un gran arquitecto.
Leonardo Padura
      Además de la resonancia tácita e histórica que implica que Frankie se haya ido a Estados Unidos por el puerto de Mariel declarando, para salir, que “era maricón” (durante el llamado “Éxodo del Mariel”, sucedido en 1980, entre el 15 de abril y el 16 de octubre, más de 125 mil cubanos se embarcaron rumbo a la Florida), Frankie y Mauricio trazan dos modelos contrapuestos. A Frankie, desde el punto de vista económico, le fue bien. Viste con elegancia y vive con solvencia en New Jersey (sin mujer ni hijos); está en Madrid por un congreso de arquitectura, pese a que no construye, pues trabaja “en una compañía especializada en las demoliciones”. El domingo vio la exposición de Velázquez y regresa a Estados Unidos el mismo martes en que su amigo vuela a Cuba. Mauricio, en cambio, viste con raída modestia y sólo tiene 16 dólares en el bolsillo. Pero añora su casa en La Habana, “con la mujer, los perros y los libros que tanta falta le hacían para vivir”. Más o menos a semejanza de Mario Conde, es un escritor frustrado con aspiraciones de escribir una obra que lo reivindique. Según le dice a Frankie, “Antes de ir para Angola todavía hacía el intento a cada rato. Publiqué como tres cuentos, pero son una mierda, no es lo que quiero. Eran cosas demasiado evidentes. Ahora a lo mejor escribo algo sobre una mujer que se llama María Fernanda y se pierde en la selva, y de un periodista que se enamora de ella y trata de imaginar qué le pasó.” Pero si el teniente investigador Mario Conde sueña con escribir una novela escuálida y hemingwayana, el periodista Mauricio planea “evitar cualquier influencia hemingwayana”. En lo que sí coinciden, curiosamente, es en el ámbito del pre de La Víbora, en su afición por el ron, por el béisbol, por los Industriales, por los Creedence y por las novelas de Raymond Chandler, además de que el Flaco Carlos, el más fraterno de los fraternos compinches de Mario Conde, está condenado a una silla de ruedas debido a una bala que en Angola le dio en la columna; y otro, Andrés, el reputado médico y otrora buen pelotero, en su momento y dada la asfixia y mediocridad laboral del entorno cubano, también emigra a Estados Unidos en la búsqueda de una mejor posición y un mejor futuro, para él y los suyos.
Según evoca la voz narrativa, Mauricio y Frankie “Se habían conocido cuando comenzaron el décimo en una secundaria de La Víbora y fueron compañeros de aula hasta terminar el pre. Los cinco años de la carrera los distanciaron un poco, se veían alguna noche para ir al estadio si los Industriales estaban en buena racha o los sábados para oír discos de Chicago y los Creedence y tomarse unos tragos de ron, pero Mauricio siempre lo consideró un buen amigo. Además, tenían otros gustos en común —Marilyn Monroe (como excepción) y las mujeres trigueñas (como patrón), las novelas de Raymond Chandler, el bar del Hotel Colina con su mural de perritos bebedores y los blue-jeans y las sandalias sin medias— y sentían lástima por los perros callejeros [ídem el Conde y por ende adopta y bautiza al perrucho Basura y luego a Basura II] y cierta inquina indefinible por los maricones. Y como Frankie era católico y Mauricio ateo maldiciente, nunca hablaban de religión: preferían soñar qué serían en el futuro. Claro: un gran arquitecto y un escritor famoso.”
II de VI
En julio de 2005 se publica La neblina del ayer, novela que Leonardo Padura firma en “Mantilla, verano de 2003-otoño de 2004”, donde recupera la figura de Mario Conde, luego de su protagonismo, como teniente investigador, en la cuarteta “Las cuatro estaciones” (de las que también escribió cuatro guiones de cine, “que algún día se filmarán, si Dios y el dinero lo quieren”): Máscaras (1997), Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001). En La neblina del ayer, Mario Conde hace 13 años que se retiró de la policía y tiene por raquítico y ambulante oficio la compraventa de libros de viejo, entre ellos auténticas joyas bibliográficas, cuya reventa se potencia con los contactos y las habilidades mercantiles de su socio Yoyi el Palomo. Una de sus caminatas (voceando su oficio a cogote pelado) lo llevan a una delirante y regia biblioteca resguardada en un “caserón decadente y umbrío de El Vedado”, donde el Conde descubre, entre las páginas de un recetario imposible impreso en 1956, el recorte de un ejemplar de la revista Vanidades fechado en mayo de 1960, donde una hermosísima cantante de boleros: Violeta del Río, “la Dama de la Noche”, anuncia su inminente retiro y su última presentación en el “segundo show del cabaret Parisién” (donde otrora Frank Sinatra cantara ante la mafia), pese a que en su breve y vertiginosa carrera apenas había grabado el “single promocional Vete de mí, como adelanto de su long play Havana Fever”, que nunca se hizo. Esto es el germen que inocula e induce al Conde —detective nato, sabueso por naturaleza—, a rastrear la vida y los entretelones de tal fugaz bolerista, y la razón por la cual la novela se divide en dos partes tituladas como si fueran el par de lados de un disco de 45 revoluciones: “Cara A: Vete de mí” y “Cara B: Me recordarás”. 
   
Colección Andanzas  núm. 577, Tusquets Editores
México, julio de 2005
       En el segundo cuento del libro: “Nueve noches con Violeta del Río”, datado en 2001, Leonardo Padura traza una variante de tal bolerista, cuyo preludio es una breve nota que reza: “Los boleros reproducidos total o parcialmente en el relato son: Me recordarás, de Frank Domínguez; Vete de mí, de Virgilio y Homero Expósito; y La vida es sueño, de Arsenio Rodríguez.”
Vale observar que la Violeta del Río del cuento, “La Dama Triste del Bolero”, nocturna estrella de La Gruta, un cabaret en La Rampa de La Habana, no es tan hermosa como “la Dama de la Noche”, la cantante de la novela, pero sí posee una virtud seductora para atraer y encandilar a un jovenzuelo que “el 13 de diciembre de 1967” cumplió 18 años. Cuando a fines de septiembre de 1968 el joven ya está en el “segundo curso en la universidad” y mora becado en una “habitación de la residencia universitaria” y vuelve a regalarse una noche en La Gruta oyendo la voz de Violeta del Río y mirando su actuación, ve que ella lo reconoce y canta y actúa para él, y por ello le brinda nueve noches de indeleble banquete sexual. La décima noche de amour fou debió ocurrir el 2 de octubre de 1968, pero esa vez el joven encontró clausurado La Gruta y todos los cabarets de La Rampa. La represiva causa revolucionaria: “todo el país debía ponerse en función de la Gran Zafra Azucarera, los clubes y cabarets de La Habana habían sido decretados antros de decadencia burguesa y nocturnidad perniciosa” y por ende “todos los artistas de clubes y cabarets habían sido enviados a sembrar café en el llamado Cordón de La Habana”. 
       Luego de “Dieciocho días de investigación” detectivesca, el joven obtiene indicios de que “los artistas” laboran entre los cafetos del Calvario; allí, un “viejo cantante, bien conocido en el país por sus frecuentes apariciones en la televisión, donde solían calificarlo como ‘La Voz de Oro del Bolero’”, le dice que Violeta del Río “vino dos días la semana pasada” y que si quiere verla tendrá que ir a Miami, pues le “dijeron que el lunes se fue en una lancha”.
Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores
México, mayo de 2015
  La voz narrativa, que es la voz del otrora jovenzuelo que se enamoró de la bolerista Violeta del Río, cuenta que la volvió a ver 30 años después, en Miami, cuando “en mayo de 1998” viajó “por primera vez a los Estados Unidos, invitado a participar en un encuentro académico, y antes de regresar a La Habana logré pasar varios días en Miami, donde ahora viven muchos de mis viejos amigos, mi única hermana, casi todos mis primos y los que todavía respiran de mis tíos.” Sin buscarla ex profeso, la “noche del 16 de mayo” de 1998 la descubre en La Cueva, “un club de Miami Beach”, “uno de los muchos locales de moda en Ocean Drive”. Pero él tiene ahora casi 49 años y mujer y Violeta del Río, quien fuera la pequeña y esbelta “Dama de Triste del Bolero y animara las noches perdidas de La Gruta, tenía sesenta años, algunas libras de más, un poco menos de su voz gruesa de entonces y el pelo de un rubio más exagerado, cayéndole ya sin furia sobre la cara. Sin embargo, dueña de sus posibilidades, el espectro de la mujer que una vez me había enloquecido, todavía conservaba una fascinante comunicación con sus canciones, siempre susurradas, como dichas al oído, con aquel sentimiento interior que tan bien sabía expresar Violenta del Río.”
III de VI
Curiosamente, otro par de cuentos reunidos en Aquello estaba deseando ocurrir abordan el tema de la femme fatale, una seductora mujer que toma la iniciativa sexual y dirige los rituales y vericuetos lúbricos sobre la voluntad del hombre. En “Nueve noches con Violeta del Río” esto ocurre de manera clara y fehaciente entre el cabaret La Gruta y el cuartucho de una sórdida posada cercana a la universidad; y de un modo voluptuoso y lúdico se plantea y narra en “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)” (1996) y en “Nochebuena con nieve” (1999).
En “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca, un pobretón periodista cubano que se halla en Milán sin un clavo en el bolsillo, recibe de su amigo Bruno, como regalo por su 38 aniversario, un boleto de tren, “de ida y vuelta”, para que conozca Venecia durante un día (“un mito de lo deseado”: “ir a Venecia a enamorarme de una mujer”), previo al festín por su cumpleaños y ante la inminencia de su regreso a La Habana, pues su visa expira y no podría eludir la deportación a Cuba, donde lo espera “un minúsculo apartamento donde nunca llegaba el agua corriente” y un sueldo de periodista que “ya no le permitía ni alimentarse bien”. En el compartimiento de segunda clase del “intercity Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca se sienta frente a una atractiva y joven mujer, de lentes y de ojos verdes, quien lee en español al “Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales de los Incas. Historia General del Perú. Tomo II”. El circunstancial diálogo le revela que la fémina se llama Valeria, “que vivía en Padua y hacía estudios de posgrado en Madrid sobre la literatura española de los Siglos de Oro”. Valeria, que detesta Venecia (le resulta “una ciudad que parece un decorado para turistas”), lo invita a Padua, donde tiene un departamento y dice conocer los frescos de Giotto, dado que trabajó dos años como restauradora en “la capilla Scrovegni”. Pero el intríngulis de la invitación visual y estética, ya en el departamento y en medio de “la nube erótica”, ella se la apostrofa: “Me gustas, hombre”. Y le revela, con énfasis existenciales y egocéntricos, las reglas del efímero y fugaz juego sexual y clandestino que ella dirige: es casada y su “marido está ahora en París y llega en dos días”, pues, le dice, “Vivimos en Chioggia, a treinta kilómetros de aquí, en la casa de su familia, que por cierto tiene mucho dinero... Son marqueses... Yo creo que lo quiero a él, aunque sea capaz de hacer lo que he hecho contigo.” Así que la marquesa le regala, por gusto y placer, “Un día con dos noches” de lujuria (quizá los “tres mejores días de su existencia”), incluida “una bolsa con dos calzoncillos, una camisa y un cepillo de dientes”, pues Miguel Fonseca no lleva más que la ropa que viste.
Capilla de los Scrovegni
Padua, Italia
  Pero la quintaescencia y el nom plus ultra de lo erótico y pornográfico se lee en “Nochebuena con nieve”. Urdido con la mordacidad, el lúdico y deslenguado sarcasmo y el hilarante humor negro que no pocas veces refulge en las páginas del autor salpimentadas de cubanismos y modismos extirpados del habla cubana (mientras al unísono hace una crítica corrosiva y radiográfica del empobrecido entorno social engendrado por la Revolución dizque socialista), el relato cuenta la aventura sexual que el Monchy, un desgarbado borrachín de 37 años caído en el paro, vive la noche del 24 de diciembre de 1993. Rumiando las minucias y matices de su arraigada frustración y pobreza, el Monchy bebe cerveza sin hielo en el bar La Conferencia, donde es habitual. Inesperadamente aparece por allí su ex cuñada Zoilita, de 22 años, a quien conoce “desde que cumplió doce o trece años” y quien le gustaba y le gusta más que su ex esposa Zenaidita, quien, por cierto, le puso los cuernos “con un negro carpetero del Hotel Nacional”. Como si se tratase de un delirio etílico, Zoilita lo invita a beber al departamento de su abuela Zoraida, quien se ha ido “a pasar el Fin de Año a Las Villas” con su tía Zeida. Pero el meollo de la invitación radica en que Zoilita, quien aprendió a masturbarse espiando al Monchy mientras fornicaba con su entonces esposa Zenaidita, lo ha llevado allí para corporificar sus recónditos y fogosos deseos sexuales. De modo que ella, con su lenguaje “de estibador del puerto”, dirige y mueve la batuta de todo el erótico, jocoso y pornográfico episodio hasta que “Aquella Nochebuena (jamás se ha empleado mejor el calificativo) terminó como debía: con un final típico de cuento de hadas. Zoilita vio en un reloj que faltaban treinta y cinco minutos para las doce y recordó, en el mejor estilo de Cenicienta, que debía estar a medianoche en la casa de su novio. Se vistió deprisa, se recogió el pelo y se pasó un creyón por los labios” antes de decirle: “Quédate hasta que quieras. Cuando salgas, cierra y mete la llave por debajo de la puerta.”
El caso es que desde la tarde de esa fría Navidad, el Monchy hace guardia frente al edificio donde debía aparecer Zoilita “con la intención de regar las matas de su abuela”. Pero quien aparece caminando por allí, después de seis días de mísera guardia, es su ex esposa Zenaidita, quien le sorraja su sonoro “regalo de Fin de Año”, luego de saludarlo con “su habitual tono destructivo”: “Coño, Monchy, pareces un perro flaco con sarna”. “Está en Miami, se fue la madrugada del veinticinco en una lancha que vino a buscar a la familia del novio. Ya hablamos dos veces con ella y dice que está bien y que Miami es precioso y que...” blablablá.
IV de VI
Vale acotar que el tema de la mujer que toma la iniciativa sexual y manipula sobre la voluntad del hombre, de manera mínima y efímera también se advierte en un pasaje de “Mirando al sol” (1995). Desde la perspectiva del modo de hablar y pensar a lo idiota, en este cuento se narran las inmorales miserias y las sórdidas correrías delictivas y de baja raigambre de un abominable y vomitivo grupúsculo de vándalos habaneros, apostadores, drogadictos, briagos y promiscuos, quienes se intercambian las mujerzuelas que sexualmente alternan con ellos en orgías grupales, cuyo destino, luego del asesinato de un par de negros delincuentes y de un policía, es fugarse en una lancha rumbo a Miami, pero cuya falta de pericia, de combustible, de víveres y de agua los va desapareciendo en el mar hasta que ya cerca de la costa norteamericana (eso se infiere), con un helicóptero de la policía gringa sobre el bote, sólo uno de ellos está consciente. Entre las libertinas que se revuelcan con tales fétidos malhechores hay una: “la rubia Vanessa”, que nunca fornica con la pandilla porque vocifera que son “unos salvajes” que dejan “marcas” y “ella lo que quiere es una yuma que le dé dólares y la ponga a vivir en París”. Sin embargo, por su regalada y placentera voluntad, de pronto aparece desnuda entre ellos y, haciéndose la dormida, deja que le den por donde sea y como sea.
     Mientras que en el cuento “Según pasan los años” (1985) tal tema apenas se atisba e implícita y tácitamente se sugiere en potencia. Es decir, aquí se narra el reencuentro de Lucrecia y Elías, ambos de 27 años, el día del sepelio de José Manuel, quien murió en un accidente automovilístico. Los tres fueron compañeros en la secundaria y en el pre. Y por entonces, a sus 15 años, Lucrecia y Elías fueron novios y entre ellos terció e intrigó el fallecido. Al momento de morir, José Manuel era un funcionario del Ministerio de Comercio Exterior con viajes al extranjero; Lucrecia trabajó en un Municipio de Cultura y ahora lo hace en una editorial; y Elías, con los estudios universitarios truncos, está recién llegado en La Habana tras dos años de servicio militar en Angola. El memorioso y melodramático diálogo que inician en las honras fúnebres de su amigo, lo prosiguen en la penumbra de un club nocturno donde otrora, quinceañeros, fueron enamorados. Allí se agasajan y besan como “hace doce años”. Y entre los entresijos de lo que conversan y ocurre se entrevé que Elías anhela el inicio de una relación amorosa. Pero es Lucrecia la que marca el rumbo y decide, al final, que cada uno se va para su casa. “Todo como aquella noche.”
Cuarta de forros
  Vale añadir que en los otros cuentos de Aquello estaba deseando ocurrir tal tema está ausente e incluso, en “Los límites del amor” (1987) se bosqueja más o menos lo contrario. En los polifónicos fragmentos de éste, algunos escritos en segunda persona, figura una pareja de cubanos que “Durante veinte meses” han sido amantes en un departamento de la décima planta de un edificio que en Luanda acoge a ciertos militares desplazados en Angola. Él, Ernesto, “segundo jefe de la guarnición”, durante los dos años de encomienda en Angola también ha sido asaltado y acosado por el miedo a morir. Y ella, Magaly, de entre 22 y 23 años de edad, es una “secretaria, soltera, camagüeyana, joven y bonita”, que él sedujo recién llegada de Cuba para que ex profeso se ocupara de los menesteres de la cocina y de la cama en el departamento que a él le asignaron. Pero Magaly se enamoró de Ernesto y supuso que sería su pareja. Ernesto también se enamoró, pero no tanto, pues en La Habana tiene a Tania, que es ingeniera y su esposa desde hace diez años, a quien quiere y con quien se cartea constantemente. Ahora, con muchos deseos y añoranzas de su vida en la isla (incluso tiene dos perros que evoca: el Terry y el Negro), Ernesto está a punto de volar a La Habana. Magaly lo presiona para que opte por ella y en su interior él se interroga y debate sobre lo que debe hacer ante ambas mujeres. ¿A quién escoger? ¿Con quién quedarse? Pero sobre el dolor y el desasosiego de la joven, Ernesto elige e impone su matrimonio y Magaly, que regresará a Cuba cuatro meses después, quizá no acepte el melodramático segundón papel de “querida”, de vergonzante segundo frente. 

V de VI
Por su parte, el cuento “El cazador” (1990) es protagonizado por un solitario, sombrío y joven homosexual que, desde su marginalidad y devaneos memoriosos e interiores, sale por los noches de su cuchitril habanero en busca de una aventura erótica o si es posible de una nueva relación amorosa. Y en “La muerte pendular de Raimundo Manzanero” (1993), de un modo fragmentario y polifónico se narran los equívocos y los antagónicos testimonios que rodean el misterioso e incomprensible suicidio de un hombre “de 46 años, casado,” que era “subdirector económico en funciones de la Dirección Nacional del CAN (Combinado Avícola Nacional)”, quien el domingo 21 de octubre de 1988 se ahorcó en su casa ubicada en “la calle Josefina 146 en el reparto Sevillano” de La Habana. Mientras que en “La pared” (1989) el “compañero Élmer Santana”, un gris burócrata que “estudió Economía porque bajó una orden de que era necesario para el país y no tuvo el valor de decir que no”, quien “dejó de jugar pelota porque en el pre fue dirigente y asistió a todas las actividades, las reuniones, los círculos de estudio y no pudo clasificarse entre los veinticinco peloteros de la provincia para la Nacional Juvenil y se mintió a sí mismo diciéndose que, total, la pelota no era lo importante”, contrasta y reflexiona sus ocultas frustraciones y sueños decapitados (quiso ser pelotero e ingeniero y viajar a Australia) al ver a un niño que bolea contra la pared en los bajos del edificio donde en La Habana se halla su oficina, con el cual charla brevemente, en tanto se proyecta en su infantil figura (quizá de ocho años de edad, zurdo como él y con su mismo nombre y el nombre de su hijo, quien además usa una gorra parecida a la que él usó y con un perro “sato blanco y negro de rabo enroscado y orejas duras” que le recuerda al perro que tuvo). 
     
Segunda de forros
           Y en “Adelaida y el poeta” (1988), un petulante y joven poetastra del establishment a punto de publicar un nuevo libraco (pero que subsiste en un cuartucho plagado de humedad y limitaciones) que cada dos meses asiste a la Casa de la Cultura (en el coche del Municipio de Cultura que pasa a recogerlo como si fuera una rutilante estrella) para oír y asesorar los trabajos de los aficionados y aprendices de un “taller literario municipal”, no se atreve a decirle a Adelaida, una anciana de 62 años que lo adora, admira e idealiza, lo que realmente piensa de su sensiblero y autobiográfico cuento (que no le publicaría “alguna revista de la Unión de Escritores” o sea de la UNEAC) y que al corro ella les receta de viva voz, y que ilusionada y felizmente concluyó aporreando su “esclerótica Underwood” durante “quince días”, bajo la cercana pero distante impronta de “un libro de Hemingway” que le gusta leer en la cama “Desde que el joven poeta les habló de la técnica de Hemingway”. Y en “Sonatina para Rafaela” (1988) una pianista no muy vieja, pero ya con 25 años de tocar el mismo piano en un mismo restaurante (le faltan “cuatro años para retirarse”), de la parada de la guagua cercana a su casa donde día tras día la espera y viaja 28 minutos de ida (y luego hará otros 28 minutos al regreso), hace el recuento de ciertas menudencias y carencias que signan la pobreza de su vida doméstica y la mediocre monotonía que implica “repetir las mismas canciones, en igual orden,” —las mismas doce piezas que estipula “la norma para músicos de centros gastronómicos de categoría uno”—, “todos los días, almuerzo y comida, Fin de Año y Primero de Mayo y día de los Padres”—, para decantarse en una inesperada y explosiva euforia bridando con el cantinero (lo cual rompe con su sobria rutina y conducta) —tras un espontáneo señalamiento del paso tiempo que oye decir a uno de los comensales (“Esa pianista debió de haber sido una mujer bonita”)—, rubricándola para sí con Según pasan los años (“Hace como un siglo que no la toco”), lo cual implica la íntima remembranza de un lejano e íntimo episodio, de cuando aún soñaba en convertirse en una gran pianista, con “Vestidos, luces, aplausos y un piano Steinway de cola, negro inmaculado, y un gran escenario, tachonado de terciopelo rojo”: 

     
Dooley Wilson, Humphrey Bogart e Ingrid Bergman
Fotograma de Casablanca (1942)
          “Sólo un día aceptó una copa. Muy al principio. Él, vestido de traje azul oscuro, se le acercó para escucharla mejor mientras tocaba Según pasan los años, y le comentó que había visto más de diez veces la película y nunca escuchó a Bogart decir ‘Play it again’, aunque le aseguró que ella era tan hermosa como Ingrid Bergman en sus días de Casablanca [1942]. Entonces le pidió que empezara de nuevo aquella canción, él jamás la había oído tocar igual, ‘Play it again’, dijo él. Y entonces la invitó a una copa. Fue la única aventura extramatrimonial que tuvo Rafaela aunque casi la había olvidado.”



VI de VI
Y lo que en Aquello estaba deseando ocurrir hace singular y único a “La muerte feliz de Alborada Almanza” (2009), en relación al tratamiento realista de los otros doce cuentos del libro, es su toque mágico de realismo mágico. No obstante, es una minúscula y amena gota del mejor y más entrañable Leonardo Padura —Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015—, donde no faltan los detalles eróticos y esa infalible mirada crítica y corrosiva que ilustra y disecciona la miseria de la vida cotidiana en los reductos y arrabales habaneros signados por la injusticia social que implica y conlleva el fracaso de la Revolución Cubana, en este caso ya en los linderos posteriores al colapso económico de la URSS y su disolución asentada el 8 de diciembre de 1991 en el histórico “Tratado de Belavezha”. En “La muerte feliz de Alborada Almanza” una anciana muy viejita y flaca, estragada por la pobreza, las múltiples carencias, las penurias, la soledad, el hambre y “la rigidez de la artritis”, vive en su pobrísima covacha, ya muerta, los últimos minutos de su estancia en la tierra. Según ve en el almanaque, “que ella misma había fabricado”, que “el santo del día” es el de “su amado San Rafael Arcángel”. Todas las maravillosas y mágicas menudencias comestibles, domésticas y corporales que ese día inciden en la exultación y felicidad que la embargan se deben a la presencia de San Rafael Arcángel, quien se corporifica allí para llevarla al cielo. Pero ese San Rafael Arcángel no se parece a “la esfinge angélica y rosada que [la anciana] tenía en el cuarto” ni al par de arcángeles (atletas, corredores de fondo y blanco-transparentes) que en Milagro en Milán (1951) —la emblemática película del neorrealismo italiano dirigida por Vittorio de Sica— descienden del cielo para recoger la paloma divina y milagrosa que en un santiamén cumple la defensa y los hilarantes caprichos y deseos de los mil y un menesterosos, sino que es un “mulato alto, fuerte, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las alas que debía tener, pero que, entre las piernas, lucía un brillante músculo surcado de venas moradas, coronado por un glande rojo y pulido, como las manzanas que en otros tiempos Alborada ofrendaba a su querida santa Bárbara”. Y el diálogo que sostienen, previo a su ida al cielo, concluye con la concesión de los tres deseos que la anciana le pide al “mulato celestial”: “ver el mar”, “acariciar a un perro” y “oír un danzón” (a tales alturas la anciana está desnuda, bañada con Palmolive y sólo con “las raídas pantuflas extraídas de dos zapatillas viejas”):
        “—Concedido —dijo—. Con la condición de que me dejes bailar el danzón contigo. Hace siglos que no bailo.
        “—Será un honor —dijo Alborada y miró el atributo espectacular del mulato venido del cielo. Pensó que su cobardía había valido la pena: al fin y al cabo iba a un lugar donde había pasteles de guayaba calientes y Dios le había otorgado la mejor de las salidas del mundo. Su mano sintió entonces la caricia del pelo suave y denso del perro que había tenido cuando era niña y pudo ver, más allá del salón de lozas de mármol ajedrezadas, la plenitud azul del mar mientras comenzaban a sonar los primeros acordes de Almendra, su danzón favorito.”


Leonardo Padura, Aquello estaba deseando ocurrir. Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores. México, mayo de 2015. 264 pp.
  
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Enlace a "Me recordarás", de Frank Domínguez, con la voz de Anny Cauz. Enlace a "Vete de mí", de Virgilio y Homero Expósito, con Bebo Valdés (piano) y Diego El Cigala (voz).
Enlace a "La vida es sueño", de Arsenio Rodríguez, con Arsenio y su conjunto.
Enlace a "As time goes by" (con subtítulos en español), con la voz de Dooley Wilson e imágenes de Casablanca (1942).
Enlace a "Milagro en Milán" (1951), película dirigida por Vittorio de Sica.
Enlace al danzón "Almendra", con Acerina y su Danzonera.


lunes, 9 de marzo de 2015

Lituma en los Andes


El cóndor pasa

I de II
El escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) obtuvo en España el Premio Planeta 1993 por su novela Lituma en los Andes. La primera reimpresión mexicana, de doscientos diez mil ejemplares, se concibió como un fulgurante éxito de ventas. Por ello, a estas alturas del siglo XXI aún resulta reprochable y reprobable la escandalosa estafa y la burla que la transnacional Editorial Planeta pergeñó en contra de los lectores-coleccionistas: como si fuese la inmoral y voraz United Fruit Company enclavada en un esquilmado y empobrecido país bananero, les vendió un libro cuyas pastas blandas a la primera de cambios se desprendieron y que se deshojó a imagen y semejanza de una apestosa baratija de rancho tropical y bicicletero, por el simple hecho de que sólo las unía (cuasi lamida de perro) una untada de goma. Mario Vargas Llosa, cuya previa fama y prestigio internacional aseguraba el remate masivo, no se lo merecía, pero tampoco los lectores que compramos la obra.
Mario Vargas Llosa
        El autor concursó con pseudónimo, pero es improbable que el jurado no reconociera su estilo y las tildes y guiños que distinguen su escritura desde hace muchos años. Tal jurado estuvo constituido por Alberto Blecua, Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol, Martín de Riquer y José María Valverde, quien fue jurado del Premio Biblioteca Breve 1962 —galardón que catapultó al entonces joven Mario Vargas Llosa a nivel internacional— y quien además prologó la primera edición de La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963) y quien le destinó un buen bosquejo (con imágenes) en el segundo volumen de su Historia de la literatura latinoamericana (Planeta, México, 1974). No obstante, no sólo se premió a un novelista con renombre mundial, sino también a una obra digna de la presea. 

      Lituma en los Andes es una novela de aventuras, reflexiva, placentera, polifónica, multianecdótica, en cuya pulsión y nervadura abundan los alientos y las expresiones coloquiales, las majaderías y los peruanismos estilizados que Mario Vargas Llosa suele manejar con destreza y magnetismo. En la variedad de los procedimientos narrativos destaca la forma de intercalar, en un mismo párrafo, dos tiempos y dos lugares distintos, presente en un buen número de sus obras, y que por igual lo identifica y esgrime con maestría. Lituma —además de protagonista— es un personaje sonoro y recurrente que habita varias de ellas, por ejemplo, en “Un visitante”, cuento de Los jefes (Editorial Rocas, Barcelona, 1959), en sus novelas La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, Barcelona, 1977), Historia de Mayta (Seix Barral, Barcelona, 1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, Barcelona, 1986) y El héroe discreto (Alfaguara, México, 2013), y en el libreto teatral La Chunga (Seix Barral, Barcelona, 1986).
     
Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos
Editorial Planeta, 
1ª reimpresión mexicana, noviembre de 1993
Ilustración de la portada:
El Minotauro (1933), grabado de Pablo Picasso
       En la presente novela, Lituma, costeño de Piura, un cabo con principios morales que termina de sargento, se halla en Naccos a cargo del puesto de la Guardia Civil, una casucha de techo de calamina y piso de tierra que comparte con su único adjunto: el guardia Tomasito Carreño. Naccos son los restos de un caserío que tuvo cierto auge cuando la mina Santa Rita era explotada. La rutina de los serruchos que lo habitan en unos barracones —indígenas que hablan el quechua y el español (puro hombre, ninguna mujer)— gira en torno a la cantinilla de Dionisio y su mujer, y la incierta construcción de una carretera. Naccos se localiza en la zona de emergencia de los Andes: el sitio donde pululan los delincuentes subversivos: los terrucos de Sendero. 

Mientras transcurren los capítulos, se desgrana una serie de episodios en los que Lituma y Tomasito Carreño sostienen un diálogo que avanza y se interrumpe noche tras noche. En la charla, con puntos suspensivos, el adjunto le cuenta al cabo los detalles de la desventura amorosa que ha llagado su vida; es decir, la plática entre ellos está entreverada por los diálogos y las escenas que otrora le sucedieron a Tomasito Carreño. Así, la dosificación y las interrupciones incitan el suspense; y dado sus lindes melodramáticos se ubican dentro de la tradición de los folletines y de las radionovelas seriadas. 
Por lo que se dice en tales conversaciones, sobre todo al mencionar a Mercedes, la piurana que erosionó al adjunto, Lituma evoca a “los inconquistables” de Piura, sus compinches, con los que asistía al burdel La Casa Verde y al barcito de La Chunga, la lesbiana, donde Josefino, uno de ellos, para seguir jugando una partida, alquiló a Meche a La Chunga. Meche era una trigueña de maravilla que Lituma conoció de churre, la cual, después de quedar depositada esa noche en el barcito, desapareció sin que nadie supiera más de su destino. 
Estos asuntos, que una y otra vez evoca Lituma, no sólo remiten —como saben lectores de Mario Vargas Llosa— a La Casa Verde y al libreto teatral La Chunga, sino que además, al término de la fragmentaria serie y de Lituma en los Andes, todo parece indicar que la Mercedes que azotó a Tomasito Carreño es la misma que el cabo Lituma conoció en Piura.
       Pero mientras tal trama se desarrolla y completa, ocurren otras historias, paralelas, cercanas y distantes a la vez. Las primeras conforman una disección del abigarramiento ideológico, quezque revolucionario, que anima y manipula la crueldad y los asesinatos (dizque juicios y ajusticiamientos populares) y los robos de los terrucos de Sendero, lo cual contrasta con los hurtos, las torturas, las desapariciones, la corrupción, los nexos con los narcos que también caracterizan a los policías y a los soldados. 
       En este sentido, hay capítulos que ejemplifican (crítica implícita) el fanatismo, la inmoralidad y la cruenta y cruel ceguera de los terrucos de Sendero: el asesinato a pedradas, cerca de Andahuaylas, de la petite Michèle y de Albert, dos franceses que viajaban por el Cusco en un bus guajolotero; ella en calidad de dama de compañía y él en el papel de un profesor estudioso de los incas y del Perú, quien había ahorrado para hacer el recorrido. La matanza de vicuñas en la reserva de Pampa Galeras. La lapidación de la señora D’Harcourt y de su discípulo amado (más otros dos de un balazo); ella era una mujer noble, tan idealista como ecologista, con 30 años de actividades humanitarias, varios libros, artículos en El Comercio, conferencias en foros internacionales, que había pugnado durante cuatro años por los auspicios de la FAO y de Holanda para la reforestación de las sierras de Huancavelica, cuyos primeros resultados se proponía verificar. La toma de Andamarca y los juicios populares y los sangrientos ajusticiamientos con que involucran, a la fuerza, a toda la población. El homicidio y el robo en la mina La Esperanza, cercana a Naccos, de donde se llevaron explosivos, dinero y medicamentos, pese a que se pagaban cupos revolucionarios.
     
Abimael Guzmán
Líder de Sendero Luminoso
        Pero aunque el lector supone que lo que orilla a esas bestiales hordas de hombres, mujeres y niños (pobremente vestidos y armados) a cometer esos asaltos y espeluznantes crímenes (que aluden los crímenes que en la vida real cometía Sendero Luminoso, la secta maoísta del Perú que lideraba el mediático Abimael Guzmán) es el hambre, la pobreza, la ignorancia y la desesperación, a Mario Vargas Llosa, a diferencia de las víctimas de su novela, no le interesó explorar ni ahondar ni particularizar en los íntimos motivos ni en las obnubiladas y ciegas razones de los terrucos de Sendero, salvo en algunos rasgos y matices y, parcialmente, en la mujer que el albino Huarcaya había dejado embarazada, la cual, al parecer, lo ajustició de un plomazo. 




II de II
Las otras historias de Lituma en los Andes (Planeta, 1993), la novela de Mario Vargas Llosa, giran en torno a tres desapariciones forzadas ocurridas en Naccos: la del mudito Tinoco; la de Demetrio Chanca (Medardo Llantac, el gobernador de Andamarca que escapó de los ajusticiamientos); y la del albino Casimiro Huarcaya. Las tres forzadas desapariciones desvelan e intrigan a Lituma. Primero supone que fueron víctimas de los sangrientos terrucos de Sendero y que muy probablemente tenían cómplices entre los serruchos que laboran en la constructora. Poco a poco, sin embargo, conjetura que tales desapariciones son diferentes de las que efectúan los terrucos. 
Sus preguntas y su necedad (más que sus investigaciones policíacas) y las casualidades: el encuentro con Stirmsson, un sabio peruanólifo que da clases en Odense, conocedor de las costumbres, de los mitos y de la historia antigua, autor de libros que habla con soltura el español, el quechua —en sus variantes cuzqueña y ayacuchana— y un poquillo de aymara; pero también el huayco (un derrumbe) que cae sobre Naccos y así acelera su exterminio. Todo ello lo enfrenta e introduce a una atmósfera enrarecida, equívoca, donde sobreviven vestigios de antiguos mitos, tradiciones y supersticiones, mistificados por la fantasía y las locuras de Dionisio y su mujer, la bruja que, según ella, lee las cartas, las hojas de coca, las manos, que puede ver el pasado y el futuro, que dizque distingue los cerros machos y los cerros hembras, qué piedras son paridoras y cuáles no, que sabe de pishtacos (diablos), de mukis (diablos de las minas), de las huacas, y en fin, de todo lo que dizque proviene y se relaciona con lo ancestral, atávico y oscuro.
Y dada sus herejías y naturaleza disoluta, ambos llegan a oficiar, entre los serruchos de la constructora, como los heresiarcas de unos cruentos ritos que dizque pretendían apaciguar a los apus (los espíritus de las montañas que se trasforman en cóndores), ofreciendo esas tres vidas en medio de una bacanal que no excluye la borrachera, el baile, el manoseo entre hombres y la antropofagia. Todo esto para que no cayera el huayco (el derrumbe) y para que no se interrumpiera la construcción ni se quedaran sin trabajo; males que, no obstante, ocurren y propician la diáspora de los últimos sobrevivientes de Naccos.
     
Mario Vargas Llosa, con su hija Morgana, en la campaña electoral
Cajamarca, agosto 12 de 1989
        Es imposible comprimir y embutir en esta azarosa ciberreseña toda la riqueza narrativa de la novela Lituma en los Andes. Allí están los capítulos que tratan de lo vivido por el mudito Tinoco; o aquellos donde confluye lo mítico y supersticioso, siempre plagado de fantasías, como son los monólogos donde la bruja, al persuadir a los serruchos, cuenta su vida y la de Dionisio. Se supone, no obstante, que algo hay de cierto en lo que saben y vivieron, puesto que Stirmsson, el sabio peruanófilo, los conoció años atrás en calidad de informantes. Sin embargo, como suele ocurrir entre los poseedores de las tradiciones orales, mucho de lo que relatan ha sido deformado por sus prejuicios y cosecha; por ejemplo, cuando la bruja supone que el sebo humano que extraen los pishtacos, cuyas reservas dizque amontonan en las grutas de los cerros de por allí, lo utilizan en Lima o en los Estados Unidos para aceitar máquinas o los cohetes que los gringos mandan a la Luna. 

Dioniso
       En tal difuso sentido es como pregonan la exaltación de su propia leyenda. Se dice que Dionisio, de joven (y así rinde tributo a la mítica pátina que implica la asonancia de su nombre que parafrasea y evoca al Dioniso de la mitología griega), a imagen y semejanza de un semidiós del sexo, del vino, de la locura, del desenfreno y de todos los placeres mundanos, era famoso en los Andes y deseado por todas la mujeres habidas y por haber. Viajaba de pueblo en pueblo, de feria en feria. Una fiesta no comenzaba sin su presencia: vendía pisco, chicha, cantaba, bailaba, se disfrazaba de oso, tocaba el charango, la quena y quizá el bombo; pero también era seguido por una circense horda de danzantes, músicos, locas, equilibristas, cuenteros, magos y fenómenos. 

De Dionisio y su cohorte se contaba lo peor: que vivían en una constante orgía, en un desenfrenado aquelarre, metiéndose unos con otros, y no sólo cuando bajaban a la playa, donde se les veía borrachos y desnudos a la luz de la Luna. De hecho, todas las fiestas patrias y las de los santos patronos de los pueblos de sus andares, en las que el baile y la bebida duraban días y noches enteras, eran desenfrenos dionisíacos, carnavalescos, promiscuos, en los que se perdían las diferencias entre indios y mestizos, ricos y pobres, hombres y mujeres, asuntos de lejanas y ancestrales resonancias griegas, del Medioevo, que con enorme erudición estudió y puntualizó el filósofo ruso Mijail Bajtin (1895-1975) en su clásico: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais (Alianza, 1987). 
(1ª reimpresión en Alianza Universidad, Madrid, 1988)
      Pero también en ciertos pasajes se leen y escuchan residuos y ecos de antiguas mitologías fundidas a leyendas no menos lejanas y muchas veces variadas y reescritas en el ubicuo e incesante palimpsesto de la historia y de la literatura, como ese episodio que refiere la leyenda de un pishtaco gigantón, un ogro comedor de carne humana, que vivía en una gruta de Quenka, exigiendo la entrega periódica de mujeres que él escogía. Timoteo Fajardo es el héroe que se introduce en ese oscuro laberinto cargado de gases y pestilencias. Allí encuentra al minotaúrico y descomunal ogro durmiendo la mona entre sus mujeres y restos de malolientes cuerpos colgados de unos ganchos, mientras en varias pailas borbotea el humeante y pestilente sebo humano. De un machetazo el valiente Timoteo Fajardo le corta la cabeza al ogro y sólo logra salir de allí gracias a un escatológico, fétido y risible hilo de Ariadna: montoncitos de su propio excremento que, para no perderse, fue dejando en el camino (a la Pulgarcito o a la Hansel y Gretel), que él puede olisquear gracias a su poderosa narizota, pero sobre todo al chupe espeso que le preparó su joven Ariadna, con quien se va de allí por siempre jamás. 

Alfarero de Juchitán (c. 1983)
Foto: Rafael Doniz
      Otro pasaje, magnético e hilarante, es el caso de la epidemia de pichulitis (mal parecido al de Priapo). A los hombres de Muquiyauyo les ardía y crecía hasta romper braguetas. No había manera de hacerlas dormir. Incluso un cura les dijo una misa e intentó exorcizarlos. Sólo Dionisio pudo conjurar el padecimiento: “organizó una procesión alegre, con baile y música. En vez de un santo, pasearon en andas una gran pichula de arcilla que modeló el mejor alfarero de Muquiyauyo. La banda le tocaba un himno marcial y las muchachas la adornaban con guirnaldas de flores. Siguiendo sus instrucciones, la zambulleron en el Mantaro. Los jóvenes atacados de la epidemia se echaron al río, también. Cuando salieron a secarse, ya eran normales, ya la tenían arrugadita y dormidita otra vez.”


Mario Vargas Llosa, Lituma en los Andes. Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta. 1ª reimpresión mexicana. México, noviembre de 1993. 320 pp.


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Enlace a "El cóndor pasa", versión de Inti Illimani.
Enlace a "El cóndor pasa", Uña Ramos en la quena.