Mostrando entradas con la etiqueta Vargas Llosa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Vargas Llosa. Mostrar todas las entradas

domingo, 12 de mayo de 2013

Elogio de la madrastra




Había tenido un orgasmo riquísimo

En su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), cuenta que durante su campaña por la presidencia del Perú (sucedida entre octubre de 1987 y la confirmación de su derrota en la segunda vuelta el domingo 10 de junio de 1990) sólo escribió y publicó un libro de ficción: la novela Elogio de la madrastra (1988), cuyo epicentro erótico y transgresor: el vínculo sexual entre un niño y su madre adoptiva (quien además así le es infiel a su esposo y en su propia casa), dio pie a que Alan García, entonces presidente del Perú, y sus aliados (entre ellos los políticos y búfalos del APRA), la utilizaran en su contra dentro de las operaciones de desprestigio que pretendían ensuciar y desacreditar su imagen pública (y por ende restarle votos y descarrilarlo de la contienda), dado que Mario Vargas Llosa, en su papel de candidato del Frente Democrático y según encuestas que cita, solía figurar a la cabeza en las intenciones de voto (mientras que el ingeniero Alberto Fujimori, el emergente y oscuro candidato de Cambio 90, brillaba por su ausencia). Según apunta el narrador en la página 419 de El pez en el agua
     “Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leía entera, a razón de un capítulo diario, en el Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: ‘Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente’.”
El Chino (Alberto Fujimori) y Mario Vargas Llosa




(Seix Barral, México, 1993)
   
Mario Vargas Llosa y Alan García
 
(Seix Barral, México, 1984)


                Para apuntalar su candidatura a la presidencia del Perú, el Movimiento Libertad —creado ex profeso por Mario Vargas Llosa y un grupo de amigos— se alió a dos partidos políticos de consabido cuño y raigambre derechista y democristiana: el Partido Popular Cristiano y Acción Popular, liderados, respectivamente, por Luis Bedoya Reyes y Fernando Belaunde Terry, quien ya había sido presidente del Perú dos veces: entre 1963 y 1968, y entre 1980 y 1985 —segundo periodo cuyo contexto aparece cáustica, violenta e hipotéticamente novelizado en la vertiente de Historia de Mayta (Seix Barral, 1984) donde actúa un alter ego del autor—. En tal coyuntura (idiosincrásica, social, política) sorprende y resulta contradictorio que Mario Vargas Llosa eligiera, precisamente y en medio de su campaña por la presidencia, el susodicho tema para una obra literaria que sería noticia en toda la aldea global (incluso más allá del idioma español), pues si bien en los mitológicos y libertarios ámbitos de la imaginación y de la creación universal (pintura, literatura, cine) es un tema que no sorprende, con numerosas variantes y muchas veces abordado, sí resulta revulsivo e iconoclasta para ciertas mentalidades cristianas (las que por antonomasia creen en Dios, van a la Iglesia, defienden la familia tradicional, se oponen al aborto, al divorcio, al uso del condón, a la inseminación artificial, a los matrimonios gays y a que éstos adopten hijos y los eduquen). 



La Anunciación, fresco de Fra Angelico (c. 1437)
Monasterio de San Marco, Florencia
      Por si no bastara, el novelista, que en su campaña se declaraba agnóstico (y por ende era tildado de ateo por sus enemigos y contendientes), sí juega, tal lúdico diocesillo bajuno (chaneque, lo llamarían en la región de Los Tuxtlas), con elementos sagrados para la iconografía cristiana y el culto católico. Por ejemplo, en el catorceavo capítulo: “El joven rosado”, utilizando como leitmotiv una estampita a color que vagamente reproduce una variante de La Anunciación (c. 1437) —fresco del monje dominico Fra Angelico (c. 1395-1455), que en este caso realizó en el Monasterio de San Marcos, en Florencia—, Mario Vargas Llosa hace un lego parafraseo y paráfrasis del canónico episodio donde el arcángel San Gabriel visita a la Virgen y le explica el misterio de la Encarnación. O el caso del niño Fonchito, quien semeja una inextricable mixtura de ángel y demonio (signado por la inocencia y cierta malicia maquiavélica), tiene “carita de Niño Jesús”, con “bucles dorados”, “blanquísimos dientes” y “grandes ojos azules”, por lo que resulta consecuente que pose de “pastorcillo en los Nacimientos del Colegio Santa María” (donde estudia la primaria), y que a don Rigoberto, su padre, si bien observa en silencio que físicamente no se parece en nada a él ni a su difunta madre, le parezca “Un querubín, un pimpollo, un arcángel de estampita de primera comunión”; quien no obstante, según le confiesa a la criada Justiniana, cuando escondido en lo alto del baño espía y observa a su madrastra que se desnuda “y se mete a la tina llena de espuma”, siente tan inefable exultación que para explicársela, le dice: “Se me salen las lágrimas, igualito que cuando comulgo”.

(Grijalbo, 1ra. ed. mexicana, junio de 1988)
         Dado que Elogio de la madrastra está dedicada a Luis G. Berlanga, director de La sonrisa vertical, colección de literatura erótica de la barcelonesa Tusquets Editores, en la segunda y tercera de forros de la primera edición mexicana que hizo Grijalbo (concluida “en junio de 1988”, con “10,000 ejemplares”) se incluyó el laudatorio texto sin firma concebido ex profeso para la susodicha edición española, donde apareció, en junio del mismo año, con el número 58 de la serie. 
       Urdida con un vocabulario a veces ampuloso, retórico y romanticista, y prácticamente exento de sus célebres piruanismos y vulgarismos, Elogio de la madrastra es una fantasía erótica que comprende 14 capítulos y un “Epílogo”. Se sucede en Lima, Perú, en la entonces época actual, precisamente en la regia mansión que don Rigoberto posee en Barranco (privilegiada zona donde el mismo Mario Vargas Llosa tiene su casa, la cual, durante su campaña por la presidencia, también fungía como centro de actividades partidarias y manifestaciones públicas). Como buen burgués, don Rigoberto, quien es gerente de una compañía de seguros, encarna el prototipo de ricachón que el Movimiento Libertad y el Frente Democrático defendían a capa y espada ante las intenciones expropiatorias del presidente Alan García, pues como el mismo novelista lo evoca en El pez en el agua, fue el anuncio, dicho por el mandatario el 28 de julio de 1987, “de ‘nacionalizar y estatizar’ todos los bancos, las compañías de seguros y las financieras de Perú”, lo que suscitó la redacción de un airado y crítico manifiesto dado a conocer el siguiente 3 de agosto (“Frente a la amenaza totalitaria”) y los consecutivos “Encuentros por la libertad” (mítines políticos sucedidos en Lima, Arequipa y Piura, respectivamente: el 21 y 26 de agosto y el 2 de septiembre de 1987) que derivarían en la conformación de su candidatura, del Movimiento Libertad y del Frente Democrático.



Mario Vargas Llosa en campaña por la presidencia del Perú
Plaza San Martín de Lima (agosto 21 de 1987)
Foto: Alejandro Balaguer
         Elogio de la madrastra se desarrolla en tres vertientes narrativas intercaladas entre sí. Una la integra la cotidianidad doméstica que se entreteje entre don Rigoberto, su hijo Fonchito, Lucrecia (la madrastra de cuarenta años) y Justiniana, la sirvienta ascendida a doncella, y que tiene como punto neurálgico que desencadena el desenlace (Lucrecia es expulsada del culto y dulce hogar) la composición (una tarea para la escuela) homónima de la novela, donde Fonchito celebra (y delata) a su madrastra y la comunión lúbrica vivida con ella.
         Otra la constituyen las encerronas en el baño que efectúa don Rigoberto, pues además de coleccionar pintura erótica y libros sobre erotismo (quezque en su biblioteca conserva ¡“los veintitrés tomos empastados de la colección ‘Les maîtres de l’amour, dirigida y prologada por Guillaume Apollinaire”!), y mientras mentalmente divaga en fantasías lascivas, se entrega a un ritual de higiene y preservación (narcisista, maniático, meticuloso y preparatorio) que noche a noche cumple con religiosidad y esmero antes de entregarse a los brebajes del placer sexual y amatorio, enfatizado desde hace cuatro meses, cuando se casó con Lucrecia, a quien adora e idolatra. 




Diana después de su baño (1742), óleo sobre tela de François Boucher
Museo del Louvre, París
        Y la tercera vertiente la constituyen las digresiones: seis relatos con título, cada uno precedido por la mala reproducción a color de una pintura (de Jacob Jordaens, François Boucher, Tiziano Vecellio, Francis Bacon, Fernando de Szyszlo y Fra Angelico), que al corporificar el ámbito onírico o imaginario donde Lucrecia o don Rigoberto transponen y transfiguran sus divagaciones fantásticas y libinidosas, son al unísono una recreación cuentística y poética que Mario Vargas Llosa hizo de tales pinturas a partir de las características y de la índole psíquica de sus personajes.




Mario Vargas Llosa y su alter ego
(“El verdadero” y “El doble”)
         La trama de Elogio de la madrastra plantea una antítesis entre la libertad natural que alienta el cuerpo y la represión que la ética civilizada y occidental impone. La madrastra sabe, por los dictámenes de sus atavismos y convenciones que circundan y resuenan en su cabeza, que no es política ni moralmente correcto ceder a las ambiguas seducciones y al chantaje que le impone su hijastro; sin embargo, sucumbe arrastrada en buena medida por el fuego que restalla ineludiblemente en su ser más íntimo. Y al sostener luego relaciones sexuales con su marido, no experimenta sentimientos de culpa o alguna perturbación que la trastorne. Todo lo contrario: vive una sensación de plenitud que expresa en una entrega más intensa a su esposo. Si las abluciones y las fantasías (incluso las escatológicas y monstruosas) son para don Rigoberto una forma de estimular y variar el deseo y la vivencia sexual, para Lucrecia esto radica en su subrepticia relación con Fonchito. Dicho de otro modo, más o menos a imagen y semejanza de las pinturas renacentistas que alude Mario Vargas Llosa (ejemplo central es el lienzo de Tiziano: Venus con el Amor y la Música), donde en las eróticas escenas de alcoba se incluía la pureza angelical y rubicunda de un diminuto niño desnudo, la figura de Fonchito aparece en su imaginación y la excita aún más cuando se entrega a don Rigoberto.




Venus con el Amor y la Música (c, 1555), óleo sobre tela de Tiziano Vecellio
Museo del Prado, Madrid
      Fonchito, siguiendo una pulsión intuitiva se enamora de su madrastra, la seduce y se deja enseñar y conducir por ella. Él intuye y sabe que engañan y traicionan a su padre, pero está tranquilo sin problemas de conciencia. Cuando ventila ante don Rigoberto la composición homónima de la novela, los equívocos se agudizan. El lector ve el sosiego, la inocencia y la espontaneidad del escuincle al delatarla, pero no tiene la certidumbre de si actuó con premeditación y saña, no se discierne del todo si es muy ingenuo y algo tontorrón, o si en realidad es un malévolo demonio con investidura de ángel, tal y como lo concibe la criada Justiniana. Lo que se observa es la naturalidad con que fluye la energía sexual y erótica de los tres protagonistas (como lo es también el abigarramiento inconsciente, asociativo y simbólico de los sueños) y la forma en que la moral, los prejuicios y los códigos sociales catalogan y sancionan.



Mario Vargas Llosa, Elogio de la madrastra. Iconografía a color. Grijalbo. 1ª edición mexicana, junio de 1988. 204 pp.









jueves, 20 de diciembre de 2012

Las mil noches y una noche



Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más)
                                 
I de II
El jueves 3 de agosto de 2006, en el Teatro Romano de Mérida, dentro del Festival de Teatro Clásico de esa ciudad de Extremadura, España, Mario Vargas Llosa estrenó su libreto teatral Odiseo y Penélope, actuado por él y la actriz Aitana Sánchez-Gijón, dirigidos por Joan Ollé y con escenografía del pintor Frederic Amat, quien, curiosamente, ilustró los III tomos de Las mil y una noches, con acopio, traducción, edición, prefacios y notas del investigador y académico Juan Vernet (el más connotado arabista del idioma español, biógrafo de Mahoma y traductor del Corán), impresos en Barcelona por Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, empresa donde también se tiró y volatizó la susodicha obra escrita y actuada por el peruano. Por entonces el dramaturgo anunció, a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, que ya estaba en el caldero del brujo una versión suya de Las mil y una noches, minimalista y ex profesa para la dirección de Joan Ollé y su coactuación con Aitana Sánchez-Gijón. Cosa que se hizo y cuya “obra se estrenó en Madrid el 2 de julio de 2008, en los Jardines de Sabatini, dentro del festival Veranos de la Villa”. 
Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón
en los papeles de Odiseo y Penélope
Pero además, en “Contar cuentos” —su prólogo para Las mil noches y una noche (Alfaguara, México, 2009), firmado en “Madrid, julio de 2008”—, apunta: “Debo a mis queridos y admirados amigos Aitana Sánchez-Gijón y Joan Ollé, compañeros y maestros de aventura teatral, sugerencias e ideas que corrigieron muchas imperfecciones de mi texto. Durante los ensayos, en el Madrid sofocante de julio, al hacer pasar el texto de mi versión por la prueba decisiva de la representación hice ya muchos cambios, con los que la obra se dio, en los Jardines de Sabatini, durante los madrileños Veranos de la Villa, los días 2, 3 y 4 de julio. Pero todavía luego de exponerla al público hice nuevas correcciones, de modo que la versión que vieron de Las mil noches y una noche los espectadores de Sevilla, el 17 y el 18 de julio, y los de Tenerife, el 26 y 27 del mismo mes, fue algo distinta —y mejor, espero— de la del estreno madrileño. Éste es el texto que ahora se publica.”
Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón
En su prefacio, Mario Vargas Llosa recomienda, para orientarse y navegar en torno a los incunables manuscritos originarios y sobre disquisiciones hermenéuticas y filológicas, la erudita edición de Juan Vernet. Y para escribir su libreto dice haber consultado varias ediciones de Las mil y una noches, sobre todo la que M. Dolors Cinca y Margarita Castells Criballés publicaron, en 1998, en Ediciones Destino. Y aunque no lo precisa, se observa que para titular su libreto no recurrió al sonoro y seminal título que el francés Antoine Galland (1649-1715) introdujo en el imaginario occidental (sueños, fantasía, mentalidad, tradición): Les mille et une nuits. Contes arabes (12 tomos editados en París entre 1704 y 1717, con 64 historias), sino al título que el valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) popularizó al traducir, del francés al español, la versión de Le livre des mille nuits et une nuit urdida del árabe (de diversos abrevaderos y editando, quitando y poniendo de su idiosincrasia) por el cairota Joseph Charles Mardrus (1868-1949), impresa en París, por la Revue Blanche, en 16 tomos, entre 1898 y 1904. Según dice Jorge Luis Borges en “Los traductores de las 1001 Noches” —Historia de la eternidad (Viau y Zona, Buenos Aires, 1936)— el título se debe a que “En 1839, el editor de la impresión de Calcuta, W.H. Macnaghten, tuvo el singular escrúpulo de traducir Quitab alif laila ua laila, por Libro de las mil noches y una noche. Esa renovación por deletreo no pasó inadvertida. John Payne, desde 1882, comenzó a publicar su Book of the Thousand Nights and One Night; el capitán Burton, desde 1885, su Book of the Thousand Nights and a Night; J.C. Mardrus, desde 1899, su Livre des mille nuits et une nuit.” Que a Borges no le gustó y por ende la cuestiona con rigor, pero acota: “me consta que la ‘traducción’ de Mardrus es la más legible de todas —después de la incomparable de Burton, que tampoco es veraz.”
El libro de las mil noches y una noche (Bibliotheca Avrea, Cátedra, Madrid, 2007)
Estuche con dos tomos
La traducción del doctor J.C. Mardrus al castellano que hizo Vicente Blasco Ibáñez se publicó en Valencia, España, en 1912, con el sello de Prometeo. Fueron 23 tomos que se repitieron en 1916 y en 1921 se reagruparon en 12. Tal versión de Las mil noches y una noche de Mardrus proliferó en el orbe del castellano, en España y en América Latina, durante buena parte del siglo XX y no escasearon las antologías y las ediciones expurgadas y censuradas para adolescentes y niños (incluso piratas y sin acreditar la fuente), a las cuales les eliminaron referencias sexuales muy explícitas y párrafos de poemas y versos. 
Las mil y una noches (J. Pérez del Hoyo, Editor, Madrid, 1969)
Yo, desde la infancia, tengo una (regalo de mi tío materno Lázaro Morales Sáenz, junto con otros libros y barquitos para armar). Es un libro “Anónimo” de pastas duras y rojas titulado Las mil y una noches, impreso en Madrid, en 1969, por “J. Pérez del Hoyo, Editor”; con un prólogo de un tal “L. Pérez de los Reyes”, antologa, editadas y sin acreditarlo, 41 de las 244 historias que Vicente Blasco Ibáñez tradujo, casi literalmente, del acopio, traducción y tejemaneje del doctor Mardrus. Están profusamente ilustradas con laboriosos y magníficos grabados, cuyo autor tampoco se acredita. Este libro, atractivo en su piratesco género, lo volví a encontrar editado en España, en 1998, por Edimat Libros, con un formato mayor. Y en el estuche con IV tomos titulados Las mil y una noches, impresos en Barcelona, en 2003, por Edicomunicación, cuyo subtítulo alardea: “Según la versión alemana de Gustav Weil/Ilustraciones originales” (publicada “entre 1839 y 1842”, se dice), de nuevo hallé los susodichos grabados y otros más (quezque ¡“más de 1450”!). Pero si inician con un prefacio de un tal “Michel Gall”, en ningún sitio se acredita la identidad del ilustrador (o ilustradores) ni el nombre del traductor (o traductores) ni el idioma del que se tradujo (al parecer del alemán) ni de qué edición. 
Las mil y una noches (Edimat libros, Madrid, 1998)
Pero para fortuna del desocupado lector (“Alah es más sabio, más prudente, más poderoso y más benéfico”), en abril de 2007, en Madrid, Ediciones Cátreda, en su selectiva Bibliotheca Avrea, publicó la versión al español que Vicente Blasco Ibáñez hizo de la traducción y edición del doctor Joseph Charles Mardrus; con el título El libro de las mil noches y una noche son II sobrios pero preciosistas volúmenes, con pastas duras y estuche, muy bien editados y cuidados, con “Introducción, apéndices y notas” de Jesús Urceloy y Antonio Rómar. Tomos que sí circulan en México, pues los antedichos de Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores no se encuentran en ningún sitio.



***************



II de II
Sherezada (Aitana Sánchez-Gijón) y el rey Sahrigar (Mario Vargas Llosa)
Foto: Ros Ribas
Dedicado “A Joan Ollé, por aquello del ménage à trois”, Las mil noches y una noche, el libreto de Mario Vargas Llosa, celebra el poder civilizador, y de seducción y encantamiento, que implica la milenaria tradición de contar historias en forma oral, escrita y escénica. Y esto es así porque su versión minimalista se centra en narrar, en primera instancia, cómo el poderoso, sanguinario y despótico monarca, el rey Sahrigar, quien resentido y desconfiado porque su asesinada esposa lo había traicionado con prolongadas orgías palaciegas, ya lleva un año matando doncellas —es decir, noche a noche copula una virgen y antes del alba ordena que el verdugo la decapite con un golpe de cimitarra—, pero tal terror y sangría se interrumpen al desposar y conocer a Sherezada, mujer sabia quien por sí misma se propuso para el casorio, pues con sus virtudes mnemónicas, orales y narrativas lo interesa en lo que le cuenta, lo civiliza y humaniza, y logra, con su inefable hermosura de hurí, coqueteo y sugestión, que noche a noche postergue su asesinato, que poco a poco se enamore de ella y que al final le perdone la vida por siempre jamás.
El libro de las mil noches y una noche (Bibliotheca Avrea, Cátedra, Madrid, 2007)
Tomo I
En la citada traducción de Joseph Charles Mardrus que hizo Vicente Blasco Ibáñez —El libro de las mil noches y una noche (Ediciones Cátedra, Madrid, 2007)—, se narra que Schahrazada, hija mayor del visir del rey Schahriar, se propuso para la efímera y peligrosa unión con el monarca, porque al salvar su vida, salvaría la vida de las hijas de los musulmanes que podrían morir. La astuta estrategia que Schahrazada prepara para doblegar al rey, con apoyo de su hermana menor Doniazada, la puede urdir porque es muy culta y virtuosa: allí se dice que “había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla”. 
(Alfaguara, México, 2009)
En este sentido, en la versión minimalista del dramaturgo se da por entendido que durante mil ardientes noches y una noche Sherezada urde su tela de suculenta y noble hurí —y le esfuma al rey Sahrigar su pulsión y veneno homicida— al contarle tooooooooooodas las historias que implica la milenaria tradición (los tres tomos de Rafael Cansinos Assens, de 1955, compilan 482 historias, y los tres de Juan Vernet, de 1964, reúnen 220), pero además de suponer que es así, sólo se bocetan y varían tres relatos: la historia de amor de Sherezada y del rey Sahrigar, la historia de amor de la princesa Budur y el príncipe Camar Asamán —que en el tomo I de la traducción de Mardrus (con 244 historias) que hizo Vicente Blasco Ibáñez se titula “Historia de Kamaralzamán y la princesa Budur, la Luna más bella entre todas las Lunas” y narra numerosos entresijos lúbricos y fabulosos— y la historia de los príncipes Amgad y Asad, que no está en Mardrus, pero sí en la citada versión del alemán Gustav Weil —Las mil y una noches (Edicomunicación, Barcelona, 2003)—, en cuyo tomo II se titula “Historia de los príncipes Amgiad y Assad”. 
Las mil y una noches  (Edicomunicación, Barcelona, 2003)
Estuche con IV tomos
Las mil noches y una noche de Mario Vargas Llosa, pieza en un acto, comprende trece escenas numeradas con romanos y con títulos de cuentos fantásticos. En la primera escena el dramaturgo y la actriz aparecen en los papeles de Mario y Aitana, al parecer para asentar bien los pies en el escenario y para conjurar el pánico escénico que sobre todo lo atosiga a él, preludio que da paso a la metamorfosis escénica de dos personas de carne y hueso (un par de simples mortales salidos del vientre del pueblo y que pedalean a pata pelada) en rutilantes personajes de ficción y fábula. 
El dramaturgo Mario Vargas Llosa y la actriz Aitana Sánchez-Gijón en los papeles de Mario y Aitana, simples mortales salidos del vientre del pueblo, quienes en el escenario se transformaron en el rey Sahrigar y Sherezada, protagonistas de Las mil noches y una noche (foto: Ros Ribas)

Al término de la escena inaugural, indica el apunte del dramaturgo: “La orquesta toca la música que servirá de leitmotif cada vez que Sherezada comience una narración y que hará de música de fondo a ciertos episodios de la acción.” Y al final de la segunda escena se lee: “El trío de músicos irrumpe con una melodía estruendosa y de expresión de júbilo.” Y al final de la tercera: “El trío de músicos inicia el leitmotif musical que acompaña las narraciones de Sherezada.” Y así sucesivamente, con ligeras variantes, en el fin de las siguientes escenas, lo cual implica que la música creada ex profeso y exhibida en el escenario también es parte del espectáculo y de la creación y narración conjunta, tanto como las eróticas y arabescas danzas (¿la cadenciosa y candente danza de los siete velos?, ¿la ondulante y multirrítmica danza del vientre?, ¿la danza de las beduinas?, ¿la de las persas?, ¿la de las judías?, ¿la de las etíopes?, ¿la de las bereberes?, ¿la del pañuelo?, ¿la del consabido y fulgurante puñal?) que Aitana Sánchez-Gijón realizó en el escenario a imagen y semejanza de una almea de milenaria estirpe (bella y sibilina como una cobra bailando en un canasto de mimbre), según lo sugieren las fotos de Ros Ribas (casi de disparador y no de artista o profesional) que dizque aderezan y recaman la presente edición de Las mil noches y una noche impresa en México, en noviembre de 2009, por Alfaguara, editora adscrita a los ricachones mercaderes de la transnacional Santillana Ediciones Generales (“¡Gloria a Quien da sin cuento a los humildes de la tierra!”). 
El rey Sahrigar (Mario Vargas Llosa) y Sherezada (Aitana Sánchez-Gijón)
   Se trata de 16 fotografías en blanco y negro de lo más ilegibles (en una imagen apenas y se logra apreciar al director Joan Ollé dando indicaciones a Mario y a Aitana), pues no se cuidaron los tonos y están muy oscuras, “quemadas” se dice en el arcaico argot, y con varios encuadres deficientes. Más 11 a color (contando la que ilustra los forros), que sí se observan aceptables, sin embargo 4 de ellas (las distribuidas en 2 páginas) están fracturadas por la raya y hendidura que separa las hojas. ¡Lástima! Por si fuera poco, al respetable que compró su boleto entre los humeantes y polvorientos escombros de la bombardeada medina de Bagdad (por todas las tandas y lu-lu-lúes) no se le brinda ningún dato de Ros Ribas (ni de Joan Ollé ni de Aitana Sánchez-Gijón) ni del sitio y fecha donde realizó las tomas.


Mario Vargas Llosa, Las mil noches y una noche. Fotos en blanco y negro y a color de Ros Ribas. Alfaguara. México, noviembre de 2009. 160 pp.








lunes, 5 de noviembre de 2012

El hablador



El canto de Tasurinchi-Gregorio

Si en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977), en ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, 1986) y en La Chunga (Seix Barral, 1986) —a través del personaje Lituma—, el lector veía que la impronta de “los inconquistables” —gestados en La Casa Verde (Seix Barral, 1966)— insistía en no abandonar la imaginación de Mario Vargas Llosa, en El hablador (Seix Barral, 1987) no son los fantasmas de Piura los que lo asaltan, sino, en cierto modo, los chunchos semicalatos de la selva de la Amazonía, el otro polo geográfico de La Casa Verde.
       En el memorioso y autobiográfico strip-tease Historia secreta de una novela (Seix Barral, 1971), Mario Vargas Llosa cuenta las vicisitudes y las anécdotas que vivió en Piura, entre los 9 y los 10 años de edad, y las que le ocurrieron en el inesperado viaje por la Amazonía que hizo en 1958, poco antes de partir a Madrid para estudiar su doctorado, experiencias que le dieron pie para la elaboración del magistral e intrincado alarde técnico, experimental e imaginativo que es La Casa Verde, la sublimación, dice, de su frustrado anhelo de escribir una quijotesca novela de caballerías.
(Seix Barral, México, 1988)
       En El hablador, como en La tía Julia y el escribidor y en Historia de Mayta (Seix Barral, 1984), figura una voz narrativa con claras y lúdicas alusiones autobiográficas. En este sentido, el peruano vuelve a contar lo que narró en Historia secreta de una novela: que estudió en la Universidad de San Marcos, en Lima; que realizó el viaje por la Amazonía a través de la mediación de Rosita Corpancho y que fue compañero de viaje del antropólogo mexicano Juan Comas y del peruano Matos Mar. Pero aunque lo refiere, ya no se detiene ni se adentra en Santa María de Nieva, ni en Urakusa, ni en Jum, ni en Tushía (o Fushía), ni incursiona en las comunidades aguarunas, huambisas y shapras, ni en el curso y los recodos del Río Marañón, sino que se desplaza a un sitio del que no se ocupó en La Casa Verde: las selvas del Alto Urubamba y de Madre de Dios, donde se asientan los indígenas machiguengas.
       El hablador observa un procedimiento narrativo semejante al de La tía Julia y el escribidor. En ésta, los radioteatros que escribe Pedro Camacho se hallan intercalados entre los incidentes laborales, estudiantiles, amorosos, familiares y aventureros del joven Varguitas. En El hablador, los mitos y fábulas que narra el cuentero trashumante están intercalados entre los recuerdos y reflexiones del novelista ubicado en Firenze, Italia, en 1985.
      El hablador empieza cuando el peruano, en la mencionada ciudad italiana, dispuesto a “leer a Dante y Machiavelli y ver pintura renacentista durante un par de meses, en irreductible soledad”, entra a una galería y descubre un conjunto de fotos que reproducen a los machiguengas y, en especial, una imagen que muestra a un grupo sentado y absorto alrededor de un hombre gesticulante. A partir de esto, la obra se desarrolla en dos vertientes. 
      Una tiene que ver con el pensamiento crítico del autor; comprende tanto sus conjeturas, las reminiscencias en torno a su paso por la Universidad de San Marcos, las conversaciones y andanzas que sostuvo y compartió con su condiscípulo Raúl Zuratas, su viaje de 1958 por la Amazonía, así como su regreso, en 1981, a los lugares machiguengas, cuando trabajó para la televisión peruana durante seis meses en los que hizo el programa La Torre de Babel
Mario Vargas Llosa
       La otra son los cuentos y la manera de contar de un hablador errante. Se supone que lo que narra está basado en mitos, canciones y tradiciones machiguengas. Sin embargo, no se trata de una reconstrucción etnográfica al pie de la letra; considerarlo así sería un error. La mitología dualista, el génesis cosmogónico, el planteamiento mágico-religioso, translucen cierta ineludible occidentalización (paralelos y coincidencias con el judeocristianismo). Esto, no sólo porque se trata de una novela contemporánea, sino también porque se supone que se trasladan narraciones de carácter oral preservadas en machiguenga, fácilmente mistificadas en su antiguo y largo itinerario de boca en boca, como por su traducción al castellano hablado y escrito, consecuencia y sincretismo de los choques y mezclas culturales que han suscitado los distintos tiempos históricos en su transformación, declive y aniquilamiento.
      El ensamblaje de estas dos vertientes tiene su punto de partida (y término) en la conversión de Raúl Zuratas en un machiguenga e itinerante contador de historias. Y ante las extraordinaria belleza y poesía fantástica de los mitos y fábulas que cuenta, no se escamotea el meollo polémico, ineludible, real en la “civilización” occidental, particularmente en el Perú, sino que se aborda en las interacciones de los indígenas con los viracochas (los blancos), en las cavilaciones del novelista, y en las polémicas con Raúl Zuratas cuando era un etnógrafo recién formado que se contraponía al papel que juega un especialista de esta rama en el proceso de aculturación modernizadora que, por medio de él, también instrumentan, infiltran e inoculan los urbanos centros de poder. 
   En este sentido, hay un significativo contraste entre los machiguengas nómadas e inasibles de 1958, asediados por los lingüistas-misioneros del Instituto Lingüístico de Verano, y las primeras poblaciones machiguengas que se encuentra el novelista, en 1981, con silabario, traducción de la Biblia, cacique evangelista y comercio con dinero.
      Mario Vargas Llosa coloca el flamígero dedo en la supurante llaga: la destrucción paulatina de la cultura machiguenga es una parábola sobre el exterminio de los grupos indígenas que sobreviven y subsisten, pese al neocoloniaje, en ciertas históricas zonas de Latinoamérica. El lector lo observa apasionado por la sabiduría y relación hombre-naturaleza, pero crítico en sus carencias, lacras, rezago y salvajismo. Al mismo tiempo cuestiona tanto las fantasías de los antropólogos químicamente puritanoides que pugnan porque las culturas indígenas sean intocables por respeto y para corporifiquen y acuñen la reservación e invernadero que permita acuciosos estudios, como las posturas de los antropólogos integracionistas que, en su afán de “civilizar” para que así defiendan y preserven sus atributos étnicos y se engranen a la economía del país y del orbe, propician y alientan el sometimiento, la marginación, la pobreza, el atraso y la pérdida de su raza y cultura.
       Pero no menos trágicas que tal complejo meollo resultan las condiciones geopolíticas y socioeconómicas que vive el Perú en esas latitudes. El Alto Urubamba y Madre de Dios son regiones diezmadas por los incas desde antes de la Colonia; las sangrías del caucho, de las maderas y del oro, son vestigios de un pasado inmediato que se torna no tan ingenuo, tal y como se convierten las figuras escuálidas de los misioneros católicos, mientras la necedad de los gringos lingüistas es tan hostil y predadora como inequívocamente resultan los cruentos tejemanejes de los traficantes de coca, de los guerrilleros y del ejército (aunque estos últimos tres grupos al narrador le resultan más atroces que los propósitos neocoloniales de los misioneros-lingüistas, a los que ve con un pie en el avión dispuestos a irse a su país si siguen los balazos y los muertos). Y sobre estos asuntos pudiera acuñarse otra novela, pero Mario Vargas Llosa los deja en su clima controvertido, candente y beligerante, como es también la adulteración de ritos y ceremonias paganas en pantomimas para turistas.


Mario Vargas Llosa, El hablador. Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, enero de 1988. 240 pp.







lunes, 8 de octubre de 2012

La Chunga



Entre lo que pudo ser y no ser

Mario Vargas Llosa
En La Casa Verde (Seix Barral, 1966), la célebre novela del peruano-español Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), se tiene noticia por primera vez de “los inconquistables” de Piura. Entre el mosaico de tiempos, lugares, voces y sucedidos que comprende la obra, se ubican sus correrías en el barcito de la Chunga y en el segundo burdel la Casa Verde que edifica ésta; pues la primera Casa Verde, que “los inconquistables” no frecuentaron (eran unos churres) la construyó, en el limítrofe arenal de Piura, el entonces advenedizo, joven, fornido y rico don Anselmo, y fue destruida por un incendio que suscitó y encabezó el Padre García el día que los piuranos supieron del secuestro, del secuestrador y de la muerte de Toñita (y del nacimiento de la Chunga). No obstante, para la segunda Casa Verde, levantada unos 25 o 30 años después, la Chunga contrata a don Anselmo, su lejano padre, quien por entonces, además de vivir en el miserable barrio de la Mangachería, es un arpista ciego, quien ya contratado, con el Bolas en los platillos y percusiones y el Joven en la guitarra y la voz, amenizan las largas y ardientes noches de las habitantas.
En la novela policial ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, 1986) es 1954 y los mismos “inconquistables” de Piura, en el segundo capítulo, son situados en la cantina de la Chunga mientras parlotean de soslayo del burdel la Casa Verde, pero no se desarrollan sus andanzas ni sus rasgos; simplemente son un pie que utiliza el autor para delinear a uno de ellos, quien aparece en su papel de policía: el guarda Lituma, el más suertudo del corro, pues en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977), en uno de los radioteatros de Pedro Camacho, es tocayo de un disciplinado y cincuentón sargento de la Cuarta Comisaría del Callao en Lima (amén de que también reaparece o se transforma en otros protagonistas de posteriores y delirantes radioteatros); y en “Un visitante” —cuento de Los jefes (Rocas, 1959), su primer libro de ficción (publicado en Barcelona)— también es un sargento que, como miembro de un pelotón policíaco de la cárcel de Piura, participa en la detención de un fugitivo que se escondía en el entorno del agreste y aledaño arenal; mientras que en Historia de Mayta (Seix Barral, 1984), el Cabo Lituma, bajo las órdenes del Teniente Silva, que también es su coprotagonista en ¿Quién mató a Palomino Molero?, perteneció al grupo de guardias civiles que partieron de Huancayo a Jauja para aprender a los patéticos insurrectos (ladrones de bancos y supuestos abigeos) que pretendían realizar, en 1958, la primera revolución comunista en el Perú y en América Latina.
Y en Lituma en los Andes (Planeta, 1993), el susodicho personaje, costeño de Piura, es un cabo (que termina de sargento) quien se halla en Naccos, un caserío minero de los Andes, a cargo del puesto de la Guardia Civil, una casucha de techo de calamina y piso de tierra que comparte con su único adjunto: el guardia Tomasito Carreño, en cuyas fragmentarias e interrumpidas conversaciones, sobre todo al mencionar a Mercedes, la piurana que erosionó a éste, Lituma evoca a “los inconquistables”, sus compinches, con los que asistía al prostíbulo la Casa Verde y al barcito de la Chunga, donde Josefino, uno de ellos, para seguir jugando una partida de dados, alquiló a la Meche a la Chunga. Meche era una trigueña de maravilla que Lituma conoció de churre, la cual, después de quedar depositada esa noche en el barcito, desapareció sin que nadie supiera más de su destino. 
Estos asuntos, que una y otra vez evoca el protagonista en Lituma en los Andes, no sólo remiten, como saben los empedernidos lectores de Mario Vargas Llosa, a La Casa Verde, a ¿Quién mató a Palomino Molero? y a la obra de teatro La Chunga (Seix Barral, 1986), sino que además, al término de la fragmentaria serie de charlas y de Lituma en los Andes, todo sugiere que la Mercedes que azotó a Tomasito Carreño es la misma que el cabo Lituma conociera en Piura.
Después de La señorita de Tacna (Seix Barral, 1981) y de Kathie y el hipopótamo (Seix Barral, 1983), La Chunga es el tercer libreto teatral de Mario Vargas Llosa, quien lo firmó en “Firenze, 9 de julio de 1985”. No obstante, en sus memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993) el autor narra que en 1951 escribió su primera obra de teatro: La huida del inca (aún inédita), misma que, siendo alumno de quinto de secundaria en el Colegio San Miguel de Piura, dirigió y estrenó, el 15 de julio de 1952, en el teatro Variedades, y dizque ¡“desde entonces” lleva “en la cartera, como amuleto”, “el descolorido programa del espectáculo”! (habría que ver en qué condiciones está). 
En el libreto La Chunga es 1945 y “los inconquistables” de Piura se hallan en el barcito-restaurante de la arisca y solitaria mujer y su negocio es una cosa aparte del burdel la Casa Verde. En ese lugarejo de paredes de adobe, techo de calamina y piso de tierra, “los inconquistables”: José, el Mono, Lituma y Josefino, como únicos clientes, beben cerveza, vociferan su himno a gaznate pelado (“Somos los inconquistables/ Que no quieren trabajar:/ Sólo chupar, sólo vagar,/ Sólo cachar./ Somos los inconquistables/ ¡Y ahora vamos a timbear!”) y juegan una partida de dados mientras la Chunga, soñolienta en su mecedora, les responde sus lisuras y bromas y les sirve cuando lo solicitan. 
Puesta en escena desde enero de 1986 en diversas y lejanas partes del mundo,
La Chunga se presentó, de jueves a domingo, a las 8 pm, entre el 1 de octubre
 y el 13 de diciembre de 2009, en el Teatro Mario Vargas Llosa,  en Lima, con
la dirección de Giovanni Ciccia y las actuaciones de Mónica Sánchez,
Stephanie Orúe, Oscar López Arias, Emilram Cossío, Alberick García y Carlos Solano.
Tal episodio transcurre durante una media o una hora antes de las doce de la noche, el tiempo suficiente para que la patrona se decida a cerrar; pero mientras esto sucede, los amigos le preguntan a la Chunga y se preguntan ellos por Meche, la mujer que hace un tiempo Josefino trajo al barcito y que desde entonces, luego de pasar la noche en el dormitorio de y con la Chunga, desapareció misteriosamente.
Es así que entre las cervezas, las obscenidades, el juego, la evocación de Meche y las conjeturas alrededor de su paradero (el plano realista), la obra abre paréntesis escenográficos donde la acción se traslada y sumerge en los linderos del pasado y de la memoria, pero también en las ambigüedades y entresijos de los íntimos deseos de los personajes y de sus ocultas fantasías y secretos pensamientos.
Si la inicial reminiscencia de la Chunga y el onanismo voyerur de José dan pie para escenificar la llegada de Meche y el probable vínculo lésbico entre ellas, el fantaseo de Lituma permite entrever que se considera tímido ante las mujeres y canina y brutalmente enamorado de Meche, en clara desventaja frente a Josefino, quien es mujeriego y proxeneta de las hembras que conquista y deposita en la Casa Verde. Algo semejante pasa con las visiones del Mono en su urdimbre subjetiva, pues en ellas solamente se vislumbra una situación sexual violenta y traumática sucedida cuando fue churre, por lo que fermenta y recrea un sentimiento de culpa que expresa en su carácter reprimido y en su ansiedad masoquista de ser castigado a golpes.
"Los inconquistables", Meche y la Chunga
Pero lo que vislumbra Josefino quizá oscila entre lo que pudo ser cierto y no ser cierto; allí se ve en el papel del cafiche machote que fracasa en su intento de asociarse con la Chunga para convertir el barcito en un boyante burdel que les brinde la vida ricachona y regalada de un par de blancos. 
Vale puntualizar que el recuerdo-imaginación de Josefino (como en sus correspondientes episodios el de José, Lituma y el Mono) se desprende de su cuerpo (quien se supone continúa en la mesa donde al unísono sigue el juego, la conversación y la francachela) y se sucede en su cabeza (literalmente frente a él, conformando así un segundo plano) y sus visiones se entrecruzan con las visiones de la Chunga (el tercer plano), cuyo conjunto tridimensional simultáneamente se desglosa en el mismo escenario adquiriendo así un remanente aún más equívoco; no obstante, cada fantaseo patentiza su origen.
Ahora, lo que quizá no es posible determinar, porque así lo plantea el libreto (pese a los indicios), es si en realidad hubo un acto lésbico, si verdaderamente Meche se evaporó esa noche porque se fue de Piura tras las reprimendas y persuasiones morales de la Chunga o si Josefino la mató, cosa que infiere sobre todo Lituma con las acotaciones burlescas de “los inconquistables”. 
En este sentido, el lector puede conjeturar o elegir las hipótesis que mejor lo persuadan, dado que la verdad está extraviada e intoxicada en lo acontecido, lo evocado, lo omitido y lo ilusionado.
"Los inconquistables" y Meche
En su prólogo concluido en “Firenze, 9 de julio de 1985”, Mario Vargas Llosa apunta: “he intentado en La Chunga proyectar en una ficción dramática la totalidad humana de los actos y los sueños, de los hechos y las fantasías”. Aplicada a tal libreto, dicha prerrogativa resulta desproporcionada. Los alcances de la obra se circunscriben y limitan al microcosmos de los personajes, quienes no corporifican una parábola que resuma o simbolice “la totalidad humana”. A través de su estructura anecdótica, sólo propone una construcción escénica a partir de lo lúdico de lo fútil y vulgar y en la visualización plástica y dramática de recuerdos, deseos, sueños y fantasías. Difícilmente el machismo procaz de “los inconquistables”, la androfobia y el posible lesbianismo de la Chunga, así como el dócil sometimiento de Meche, pueden significar una generalización universal en el sentido que acota el dramaturgo y narrador. Sus ejemplares, además de estar restringidos por su tiempo y espacio, lo están por su falta de profundidad. 
Para aplicar una técnica teatral que corporifique los deseos y las fantasías de los personajes en una escenificación que esté más allá de lo que según el autor son “los tres modelos canónicos del teatro moderno que, de tan usados, comienzan ya a dar señales de esclerosis: el didactismo épico de Brecht, los divertimentos del teatro del absurdo y los disfuerzos del happening y demás variantes del espectáculo desprovisto de texto”, se debe partir de un libreto innovador que lo implique y provoque. Piénsese, por ejemplo, en Las criadas (1947), de Jean Genet, donde un dúo de sirvientas (representadas por un par de actores gays hasta la médula) juegan a escenificar y a urdir sus deseos, sueños y frustraciones más íntimas confundiendo y mezclando identidades hasta llegar, sino a representar “la totalidad humana”, sí a trastocar su condición individual, patética y dramática.
Vargas Llosa reconocido y aplaudido
Y si bien Rashomon (1950) es, por antonomasia, un clásico del cine dirigido por Akira Kurosawa a partir de la adaptación de dos cuentos de Ryunosuke Akutagawa (“Rashomon” y “En el bosque”), alguna vez el reseñista presenció una adaptación de tal filme en una obra de teatro montada en Xalapa, a principios de los 80, con actores de la compañía teatral de la Universidad Veracruzana dirigidos por Martha Luna. En el Rashomon teatral cada uno de los tres personajes que se ven envueltos en un asesinato, así como el alma del asesinado a través de la médium-bruja, relatan e imaginan versiones distintas del mismo crimen, basándose en sus particulares intereses, perspectivas, sueños, fantasías y deseos más íntimos. El intríngulis de cada ángulo resulta persuasivo, verosímil, tiene sentido pese a constreñirse a lo intrínseco de cada individuo; así, el contraste de perspectivas escenifican y articulan una reflexión poliédrica y especular sobre las telarañas subjetivas, ineludibles, que tornan incierta e inasible la objetividad, circunstancia que tanto caracteriza y matiza la comunicación y la condición humana habida y por haber. 


Mario Vargas Llosa, La Chunga. Biblioteca Breve, Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, agosto 22 de 1986. 124 pp.