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lunes, 3 de agosto de 2015

Las palmeras salvajes




Entre la pena y la nada elijo la pena
                               


I de III
En 1939, diez años antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el norteamericano William Faulkner (1897-1962) publicó en inglés su libro Las palmeras salvajes. Recién salido del horno y aún fresca la tinta, Jorge Luis Borges (1899-1986) lo leyó en ese idioma y elaboró una minúscula reseña (con ciertos reparos) para la bonaerense revista de señoras elegantes El Hogar, donde apareció el “5 de mayo de 1939” en su apartado “Libros extranjeros”. En 1944 su traducción al español de Las palmeras salvajes fue impresa en Buenos Aires, por primera vez, por Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte. Y en una encuesta sobre los “Problemas de la traducción” y “El oficio de traducir” reproducida por la revista Sur (Buenos Aires, Nº 338-339, enero-diciembre de 1976), previamente publica en La Opinión Cultural (Buenos Aires, domingo 21 de septiembre de 1975), Borges dijo: “¿Si me gustó más traducir poesía que a Kafka o a Faulkner? Sí, mucho más. Traduje a Kafka y a Faulkner porque me había comprometido a hacerlo. Traducir un cuento de un idioma a otro no produce gran satisfacción.” 
  
Jorge Luis Borges en 1984
Universidad de Barcelona
     
(Sudamericana, Buenos Aires, 1944)
        Sin embargo, su traducción al español de Las palmeras salvajes, sucesivamente reeditada por distintas editoriales y en diferentes partes del mundo, no es menos legendaria y canónica que su traducción de Orlando. Una biografía (Sur, Buenos Aires, 1937), novela que la británica Virginia Woolf (1882-1941) publicó en 1928, y de varias de las narraciones que el checo Franz Kafka (1883-1924) escribió en alemán, reunidas en La metamorfosis (La Pajarita de Papel núm. 1, Editorial Losada, Buenos Aires, 1938), donde aparecieron con un prólogo suyo 
—posteriormente antologado en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975)— y donde figura como el único traductor; pero Nicolás Helft, en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (FCE, Buenos Aires, noviembre de 1997), anota que Fernando Sorrentino (La Nación, Buenos Aires, marzo 9 de 1997) hizo ver a la crédula aldea global que Borges no tradujo “La metamorfosis” ni “Un artista del hambre” ni “Un artista del trapecio”, sino sólo “La edificación de la Muralla China”, “Una cruza”, “El buitre”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. 
Gabriel García Márquez
        Entre los crédulos que leyeron ese “librito de cubierta rosada” estuvo el entonces joven y mal estudiante de derecho Gabriel García Márquez (“el caso perdido”), quien a “mediados de agosto de 1947”, en una “pensión de costeños” en Bogotá —según narra Dasso Saldívar en su biografía García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997)— leyó el legendario e inmortal íncipit y “pegó un grito de fascinación” al evocar que en Aracataca así hablaba su abuela materna y se le espantaba el sueño; pero al abrirlo “vio que estaba traducido por Jorge Luis Borges, de quien aún no conocía nada”. Muchos años después, frente al masivo pelotón de sus deslumbrados lectores, Gabriel García Márquez, en su libro de memorias Vivir para contarla (Diana, México, 2002) y ya con sobrado conocimiento de causa, habría de recordar la lejana tarde que leyó por primera vez “La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea”.

 
(Losada, Buenos Aires, 1938)
Por su parte, Mario Vargas Llosa, quien en su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, México, 1993) recuerda que siendo estudiante de letras y de derecho en la Universidad de San Marcos en Lima (1953-1958), “Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos; él me hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original” [...] “desde la primera novela que leí de él —Las palmeras salvajes, en la traducción de Borges—, me produjo un deslumbramiento que aún no ha cesado. Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a las historias.” Confesión y observación que implica y transluce una simiente nodal de su estilo narrativo, llevado al extremo de la complejidad en su novela La casa verde (Seix Barral, Barcelona, 1965).
 
   
Mario Vargas Llosa leyendo Las palmeras salvajes,
de William Faulkner, en la traducción del inglés al español de
Jorge Luis Borges, publicada en Buenos Aires, en 1944, por
la Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte.
       Y curiosamente, según se divulgó a través de distintos medios con páginas
web, el martes 11 de enero de 2011, ya en calidad de distinguido Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, con su esposa Patricia y su hijo Álvaro, visitaron, en Montevideo, Uruguay, la reputada y legendaria Librería Linardi y Risso (ubicada en Juan Carlos Gómez 1435), en cuyo apartado de “Libros antiguos & raros” el escritor se pasó “tres cuartos de hora” hojeando rarezas e inencontrables primeras ediciones, donde halló un flamante ejemplar de la susodicha primera edición de La metamorfosis editada en 1938 por Losada, con las traducciones y el prólogo de Borges, y pagó por ella 350 dólares.


II de III
Con la célebre traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges, Las palmeras salvajes, de William Faulkner, fue reeditado en Madrid, en 2010, por Ediciones Siruela, con el número 4 de la serie Tiempo de Clásicos y un vago prólogo de Menchu Gutiérrez. En la preliminar página donde se acreditan los correspondientes copyright, si bien se omite el año de la susodicha primera edición en Editorial Sudamericana, se pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada, frágil y virulenta aldea global que se trata de un “Papel 100% procedente de bosques bien gestionados”; o sea que en medio del mundanal orbe encarrerado en la masiva destrucción del planeta que tipifica al predador género humano, el lector, tenga o no una postura ecologista, hojea un libro “verde”, que además es el color que predomina en los forros con solapas, cuyo diseño gráfico se debe a Gloria Gauger. 
  
(Siruela, Madrid, 2010)
       Las palmeras salvajes comprende dos historias: “Palmeras salvajes” y “El Viejo”, dos novelas cortas desglosas en forma intercalada y paralela (con largas frases, interpolaciones y circunloquios a veces engorrosos y asfixiantes). De modo que cinco capítulos se denominan “Palmeras salvajes” y entreverados entre ellos figuran otros cinco capítulos titulados “El Viejo”. Las historias nunca llegan a tocarse: una se sucede entre 1937 y 1938, y la otra en 1927. No obstante, el epicentro geográfico e idiosincrásico que predomina es el ámbito que circunda y oscila entre la zona sur del río Mississippi y Nueva Orleáns. 

Cada historia dibuja un círculo y cada una es un drama de visos muy personales, de personajes jóvenes, aún en la segunda década de su vida, que trazan, casi sin pensarlo y doblegándose, su individual leitmotiv y el azaroso e impredecible destino de su vida inmediata.
  Yendo del presente al pasado y viceversa, el primer capítulo de “Palmeras salvajes” narra el dramático preludio que signa el aún más áspero y dramático final que en el quinto capítulo cierra el círculo. Éste se abre en Nueva Orleáns, cuando en 1937, el joven y pobretón Harry Wilbourne —quien ya cursó medicina y sólo le faltan dos meses para completar los dos años de interno en un hospital que le permitirían titularse—, por ser el día de su 27 aniversario es invitado —por casualidad y hasta le prestan un traje (el primero que viste)— a una fiesta en la casa de Carlota y Francis Rittenmeyer, un matrimonio con un par de niñas, sostenido por la boyante posición de éste. Es allí donde se inocula el germen de una pasión amorosa que los induce, con celeridad, a romper con los parámetros y rutas que llevan y a alejarse de Nueva Orleáns en un tris. Ruptura marcada por la preponderancia de Carlota, por las iniciativas que toma y deshecha, y por el hecho de que en el trágico cenit de un aborto con funestas secuelas acude, un año después de haberse ido, al auxilio de Francis Rittenmeyer, quien en todo momento, pese a la cornamenta, no pierde la compostura, incluso cuando al inicio, en la estación del tren de Nueva Orleáns, entrega a su esposa al amante como si entregara a una novia. Y más aún: cuando acude a la cárcel a pagar la fianza de Henry Wilbourne y le ofrece ayuda y dólares para que se escape y huya a México. Luego, ya muerta Carlota, espontáneamente se presenta al juicio para tratar de incidir en la menor condena; pero también, oscura o paradójicamente, le deja cianuro.
William Faulkner tecleando
  Los prejuicios sociales son tales, que puritanos y no puritanos siempre notan (como si tuvieran una marca de fuego en la frente) que Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer no son casados. Su triste y desventurado periplo —marcado por los estragos que dejó la Gran Depresión suscitada con el crac de 1929— los llevó de Nueva Orleáns a Chicago, donde logran una estabilidad económica a la que él renuncia para dizque no convertirse en un esposo; de ahí a Wisconsin (a una cabaña frente a un invernal y edénico lago); luego a Utha (a una miserable, fraudulenta y fantasmagórica mina con una temperatura que oscila entre los 14 y los 41 grados bajo cero); de allí a San Antonio, Texas, con la inminencia del aborto, donde Henry, pese a su oposición, se ve inducido y coaccionado por ella a aplicarlo con un instrumental que Carlota dice haber esterilizado; luego de regreso a Nueva Orleáns para ver a las niñas y a Francis Rittenmeyer (quien la aceptaría de nuevo) para pedirle el susodicho apoyo ante los fatídicos acontecimientos que se avecinan (un continuo sangrado le hace pensar a ella en una septicemia); después a una cabaña frente a la playa con rumorosas palmeras y cercana a una aldea donde él es denunciado por un ruco ñoño y empistolado y hecho preso por la policía y ella, que sangra, es trasladada en una ambulancia a un hospital. Y por último su muerte y la carcelaria negativa de él para no huir a México ni envenenarse con el cianuro y asumir el castigo: “Entre la pena y la nada elijo la pena”, que también resulta ser el aforismo que cifra todo su aventurado y azaroso destino (una mixtura de causalidad y casualidad) al seguir en pos de ella. 

      Pena que plantea un tácito, futuro y posible encuentro con el protagonista de “El Viejo” (eso le toca al lector decidirlo o no), pues el juez vocifera ante el jurado y el presunto culpable —antes de emitir su veredicto contra Harry Wilbourne— “una sentencia a trabajos forzados en la Penitenciaría del Estado de Parchman por un período no menor de cincuenta años”.

III de III
“El Viejo” —la otra entreverada novela corta que en cinco capítulos homónimos se lee en Las palmeras salvajes, libro del norteamericano William Faulkner (1897-1962) traducido del inglés al español por el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986)— abre el círculo, precisamente, en la Penitenciaría del Estado de Mississippi (históricamente conocida como Granja Parchman), donde el protagonista (sin nombre) es un preso alto, de 25 años, quien lleva ya siete años de su condena a cinco lustros por su ingenuo e infantil intento de asaltar un tren siguiendo las “instrucciones” aprendidas en los folletines que leía. 
   
William Faulkner con pipa
       En varios fragmentarios diálogos diseminados en los capítulos de “El Viejo” se relata que ya regresó a la cárcel, que a sus quince años de condena se le han añadido diez años más por un presunto (e infundado) “intento de huida”, y que las aventuras de su itinerario (que el lector está leyendo) se las está narrando en su celda a un corro de presos. Circunstancia aderezada por la ubicua y omnisciente voz narrativa, la cual revela un trasfondo que ignora el preso: que esa década más que le endilgaron es otra kafkiana injusticia urdida por la arbitrariedad de tres burócratas que encubren el chambismo de un agente (con influencias) que emitió un parte que registra su muerte y la entrega de su cuerpo a la cárcel.
     
James Joyce en 1928
Foto: Berenice Abbot
        La presente edición de Las palmeras salvajes no es una edición crítica y anotada, pero sí ostenta varias notas al pie de página que dan luces sobre algunas minucias, como ciertos “Retruécanos intraducibles a la manera de James Joyce” (en “Palmeras salvajes”), o varias alusiones a personajes históricos o el hecho de que “El Viejo” es también el entrañable apodo del río Mississippi. En este sentido, faltó una mínima ficha sobre Herbert  Clark Hoover (1874-1964), quien fue Presidente de Estados Unidos entre el 4 de marzo de 1929 y el 4 de marzo de 1933. Esto porque el epicentro del relato que se narra en “El Viejo” ocurre durante la histórica inundación causada por el desbordamiento del río Mississippi en mayo de 1927. Es decir, el meollo del relato se desencadena cuando se sucede tal inundación. Todavía no ocurre el traslado de los presos a un campamento de damnificados, pero aún en la cárcel tienen noticia del desastre, que ya se desató (y que no tarda en llegar allí y por ende los evacuan y trasladan encadenados en camiones): “llegó mayo y los periódicos del capataz dieron en hablar con titulares de dos pulgadas de alto, esos palotes de tinta negra que, juraríamos, hasta los analfabetos pueden leer: ‘La ola pasa por Menfis a medianoche. Cuatro mil fugitivos en la cuenca de Río Blanco. El gobernador llama a la Guardia Nacional’. ‘Se declara el estado de sitio en los siguientes distritos’. ‘Tren de la Cruz Roja sale de Washington esta noche con el presidente Hoover’ [...]” Y es allí donde figura el yerro o la licencia que se permitió William Faulkner, pues Herbert Clark Hoover en mayo de 1927 aún no era Presidente, sino Secretario de Comercio (lo fue entre el 5 marzo de 1921 y el 21 agosto de 1928), mientras el verdadero Presidente era John Calvin Coolidge (1872-1933), quien gobernó entre el 2 de agosto de 1923 y el 4 de marzo de 1929, año en que se desató, entre septiembre y octubre, el susodicho e histórico crac.

Herbert Clark Hoover (1874-1964)
Presidente de Estados Unidos
entre el 4 de marzo de 1929
y el 4 de marzo de 1933
 
John Calvin Coolidge (1872-1933)
Presidente de Estados Unidos
entre el 2 de agosto de 1923
y el 4 de marzo de 1929
     El caso es que el preso alto, “entre la pena y la nada”, también eligió “la pena” (menos cruel para él), pues pudiendo escapar y rehacer su vida, por sí mismo regresó a la cárcel (el ámbito de los hábitos y costumbres aprendidos y arraigados en su adultez) y cerró el círculo.

      En el antedicho campamento de damnificados lo envían en un esquife oficial, junto a un preso bajo y gordo, a rescatar a un hombre subido en el tejado de una hilandería y a una mujer en “un islote de cipreses”. Por el azar de una intempestiva y violenta corriente el preso alto, que se queda solo en el esquife, se ve impelido a salvar a la fémina, que está embarazada. Si en “Palmeras salvajes” Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer muestran cierta nobleza y cierto sentido humanitario al revelarles a los misérrimos y delirantes mineros polacos la índole del fraudulento y deshumanizado engaño que los esclaviza y explota en los sucios y miserables subterráneos de esa mina en Utah e incluso al realizar, “por amor”, el aborto de la esposa del administrador de la mina (una humilde y joven pareja con quienes comparten cabaña), el preso alto resulta un buenazo, pues en las venturas y desventuras durante la inundación, subsistiendo y viviendo novelescos episodios en agrestes y salvajes sitios y pese a que varias veces desea e intenta deshacerse de la mujer y a que más de una vez añora el regreso al seguro y estable orbe carcelario, siempre la protege y auxilia, incluso cuando en medio de las carencias, de la amenazante agua, de lo montaraz e insalubre nace el bebé (“color terracota”) gracias a las nociones de parto que ella tiene (y no él). 
      Sus prejuicios, su sentido del deber, su corta cosmovisión, su intrínseca bonhomía y su postura moral son tales que nunca abusa de ella; siempre la respeta. Pese a que hace dos años en la cárcel tuvo amoríos (“los domingos de visita”) con “una negra ya no joven” (la mujer de un preso recién asesinado por un guarda y ella lo ignoraba) y a que durante la travesía de la inundación, en un aserradero cercano a Bâton Rouge (donde encontró un buen trabajo temporal), se metió con “la mujer de un tipo” y él y su protegida (con el bebé) tuvieron que huir de allí a salto de mata, ésta no llega a ser su hembra ni la corteja ni se enamoran y al cerrar el círculo, volviendo a vestir su raída pero limpia ropa a rayas, la entrega, con el deber cumplido, a los oficiales de la Penitenciaría del Estado de Mississippi, junto con el esquife oficial, del que asombrosamente tampoco nunca se deshizo: “ahí está su bote y aquí está la mujer. Pero no di con ese hijo de perra en la hilandería”. 
     La fémina es un enigma. Por razones inescrutables no se separa del preso y con sumisa resignación acepta su ayuda, su amparo, el rumbo y el tiempo que se tome, y los alimentos que les brinda a ella y al bebé.

William Faulkner, Las palmeras salvajes. Prólogo de Menchu Gutiérrez. Traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges. Tiempo de Clásicos (4), Ediciones Siruela. Madrid, 2010. 280 pp.


lunes, 9 de marzo de 2015

Lituma en los Andes


El cóndor pasa

I de II
El escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) obtuvo en España el Premio Planeta 1993 por su novela Lituma en los Andes. La primera reimpresión mexicana, de doscientos diez mil ejemplares, se concibió como un fulgurante éxito de ventas. Por ello, a estas alturas del siglo XXI aún resulta reprochable y reprobable la escandalosa estafa y la burla que la transnacional Editorial Planeta pergeñó en contra de los lectores-coleccionistas: como si fuese la inmoral y voraz United Fruit Company enclavada en un esquilmado y empobrecido país bananero, les vendió un libro cuyas pastas blandas a la primera de cambios se desprendieron y que se deshojó a imagen y semejanza de una apestosa baratija de rancho tropical y bicicletero, por el simple hecho de que sólo las unía (cuasi lamida de perro) una untada de goma. Mario Vargas Llosa, cuya previa fama y prestigio internacional aseguraba el remate masivo, no se lo merecía, pero tampoco los lectores que compramos la obra.
Mario Vargas Llosa
        El autor concursó con pseudónimo, pero es improbable que el jurado no reconociera su estilo y las tildes y guiños que distinguen su escritura desde hace muchos años. Tal jurado estuvo constituido por Alberto Blecua, Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol, Martín de Riquer y José María Valverde, quien fue jurado del Premio Biblioteca Breve 1962 —galardón que catapultó al entonces joven Mario Vargas Llosa a nivel internacional— y quien además prologó la primera edición de La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963) y quien le destinó un buen bosquejo (con imágenes) en el segundo volumen de su Historia de la literatura latinoamericana (Planeta, México, 1974). No obstante, no sólo se premió a un novelista con renombre mundial, sino también a una obra digna de la presea. 

      Lituma en los Andes es una novela de aventuras, reflexiva, placentera, polifónica, multianecdótica, en cuya pulsión y nervadura abundan los alientos y las expresiones coloquiales, las majaderías y los peruanismos estilizados que Mario Vargas Llosa suele manejar con destreza y magnetismo. En la variedad de los procedimientos narrativos destaca la forma de intercalar, en un mismo párrafo, dos tiempos y dos lugares distintos, presente en un buen número de sus obras, y que por igual lo identifica y esgrime con maestría. Lituma —además de protagonista— es un personaje sonoro y recurrente que habita varias de ellas, por ejemplo, en “Un visitante”, cuento de Los jefes (Editorial Rocas, Barcelona, 1959), en sus novelas La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, Barcelona, 1977), Historia de Mayta (Seix Barral, Barcelona, 1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, Barcelona, 1986) y El héroe discreto (Alfaguara, México, 2013), y en el libreto teatral La Chunga (Seix Barral, Barcelona, 1986).
     
Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos
Editorial Planeta, 
1ª reimpresión mexicana, noviembre de 1993
Ilustración de la portada:
El Minotauro (1933), grabado de Pablo Picasso
       En la presente novela, Lituma, costeño de Piura, un cabo con principios morales que termina de sargento, se halla en Naccos a cargo del puesto de la Guardia Civil, una casucha de techo de calamina y piso de tierra que comparte con su único adjunto: el guardia Tomasito Carreño. Naccos son los restos de un caserío que tuvo cierto auge cuando la mina Santa Rita era explotada. La rutina de los serruchos que lo habitan en unos barracones —indígenas que hablan el quechua y el español (puro hombre, ninguna mujer)— gira en torno a la cantinilla de Dionisio y su mujer, y la incierta construcción de una carretera. Naccos se localiza en la zona de emergencia de los Andes: el sitio donde pululan los delincuentes subversivos: los terrucos de Sendero. 

Mientras transcurren los capítulos, se desgrana una serie de episodios en los que Lituma y Tomasito Carreño sostienen un diálogo que avanza y se interrumpe noche tras noche. En la charla, con puntos suspensivos, el adjunto le cuenta al cabo los detalles de la desventura amorosa que ha llagado su vida; es decir, la plática entre ellos está entreverada por los diálogos y las escenas que otrora le sucedieron a Tomasito Carreño. Así, la dosificación y las interrupciones incitan el suspense; y dado sus lindes melodramáticos se ubican dentro de la tradición de los folletines y de las radionovelas seriadas. 
Por lo que se dice en tales conversaciones, sobre todo al mencionar a Mercedes, la piurana que erosionó al adjunto, Lituma evoca a “los inconquistables” de Piura, sus compinches, con los que asistía al burdel La Casa Verde y al barcito de La Chunga, la lesbiana, donde Josefino, uno de ellos, para seguir jugando una partida, alquiló a Meche a La Chunga. Meche era una trigueña de maravilla que Lituma conoció de churre, la cual, después de quedar depositada esa noche en el barcito, desapareció sin que nadie supiera más de su destino. 
Estos asuntos, que una y otra vez evoca Lituma, no sólo remiten —como saben lectores de Mario Vargas Llosa— a La Casa Verde y al libreto teatral La Chunga, sino que además, al término de la fragmentaria serie y de Lituma en los Andes, todo parece indicar que la Mercedes que azotó a Tomasito Carreño es la misma que el cabo Lituma conoció en Piura.
       Pero mientras tal trama se desarrolla y completa, ocurren otras historias, paralelas, cercanas y distantes a la vez. Las primeras conforman una disección del abigarramiento ideológico, quezque revolucionario, que anima y manipula la crueldad y los asesinatos (dizque juicios y ajusticiamientos populares) y los robos de los terrucos de Sendero, lo cual contrasta con los hurtos, las torturas, las desapariciones, la corrupción, los nexos con los narcos que también caracterizan a los policías y a los soldados. 
       En este sentido, hay capítulos que ejemplifican (crítica implícita) el fanatismo, la inmoralidad y la cruenta y cruel ceguera de los terrucos de Sendero: el asesinato a pedradas, cerca de Andahuaylas, de la petite Michèle y de Albert, dos franceses que viajaban por el Cusco en un bus guajolotero; ella en calidad de dama de compañía y él en el papel de un profesor estudioso de los incas y del Perú, quien había ahorrado para hacer el recorrido. La matanza de vicuñas en la reserva de Pampa Galeras. La lapidación de la señora D’Harcourt y de su discípulo amado (más otros dos de un balazo); ella era una mujer noble, tan idealista como ecologista, con 30 años de actividades humanitarias, varios libros, artículos en El Comercio, conferencias en foros internacionales, que había pugnado durante cuatro años por los auspicios de la FAO y de Holanda para la reforestación de las sierras de Huancavelica, cuyos primeros resultados se proponía verificar. La toma de Andamarca y los juicios populares y los sangrientos ajusticiamientos con que involucran, a la fuerza, a toda la población. El homicidio y el robo en la mina La Esperanza, cercana a Naccos, de donde se llevaron explosivos, dinero y medicamentos, pese a que se pagaban cupos revolucionarios.
     
Abimael Guzmán
Líder de Sendero Luminoso
        Pero aunque el lector supone que lo que orilla a esas bestiales hordas de hombres, mujeres y niños (pobremente vestidos y armados) a cometer esos asaltos y espeluznantes crímenes (que aluden los crímenes que en la vida real cometía Sendero Luminoso, la secta maoísta del Perú que lideraba el mediático Abimael Guzmán) es el hambre, la pobreza, la ignorancia y la desesperación, a Mario Vargas Llosa, a diferencia de las víctimas de su novela, no le interesó explorar ni ahondar ni particularizar en los íntimos motivos ni en las obnubiladas y ciegas razones de los terrucos de Sendero, salvo en algunos rasgos y matices y, parcialmente, en la mujer que el albino Huarcaya había dejado embarazada, la cual, al parecer, lo ajustició de un plomazo. 




II de II
Las otras historias de Lituma en los Andes (Planeta, 1993), la novela de Mario Vargas Llosa, giran en torno a tres desapariciones forzadas ocurridas en Naccos: la del mudito Tinoco; la de Demetrio Chanca (Medardo Llantac, el gobernador de Andamarca que escapó de los ajusticiamientos); y la del albino Casimiro Huarcaya. Las tres forzadas desapariciones desvelan e intrigan a Lituma. Primero supone que fueron víctimas de los sangrientos terrucos de Sendero y que muy probablemente tenían cómplices entre los serruchos que laboran en la constructora. Poco a poco, sin embargo, conjetura que tales desapariciones son diferentes de las que efectúan los terrucos. 
Sus preguntas y su necedad (más que sus investigaciones policíacas) y las casualidades: el encuentro con Stirmsson, un sabio peruanólifo que da clases en Odense, conocedor de las costumbres, de los mitos y de la historia antigua, autor de libros que habla con soltura el español, el quechua —en sus variantes cuzqueña y ayacuchana— y un poquillo de aymara; pero también el huayco (un derrumbe) que cae sobre Naccos y así acelera su exterminio. Todo ello lo enfrenta e introduce a una atmósfera enrarecida, equívoca, donde sobreviven vestigios de antiguos mitos, tradiciones y supersticiones, mistificados por la fantasía y las locuras de Dionisio y su mujer, la bruja que, según ella, lee las cartas, las hojas de coca, las manos, que puede ver el pasado y el futuro, que dizque distingue los cerros machos y los cerros hembras, qué piedras son paridoras y cuáles no, que sabe de pishtacos (diablos), de mukis (diablos de las minas), de las huacas, y en fin, de todo lo que dizque proviene y se relaciona con lo ancestral, atávico y oscuro.
Y dada sus herejías y naturaleza disoluta, ambos llegan a oficiar, entre los serruchos de la constructora, como los heresiarcas de unos cruentos ritos que dizque pretendían apaciguar a los apus (los espíritus de las montañas que se trasforman en cóndores), ofreciendo esas tres vidas en medio de una bacanal que no excluye la borrachera, el baile, el manoseo entre hombres y la antropofagia. Todo esto para que no cayera el huayco (el derrumbe) y para que no se interrumpiera la construcción ni se quedaran sin trabajo; males que, no obstante, ocurren y propician la diáspora de los últimos sobrevivientes de Naccos.
     
Mario Vargas Llosa, con su hija Morgana, en la campaña electoral
Cajamarca, agosto 12 de 1989
        Es imposible comprimir y embutir en esta azarosa ciberreseña toda la riqueza narrativa de la novela Lituma en los Andes. Allí están los capítulos que tratan de lo vivido por el mudito Tinoco; o aquellos donde confluye lo mítico y supersticioso, siempre plagado de fantasías, como son los monólogos donde la bruja, al persuadir a los serruchos, cuenta su vida y la de Dionisio. Se supone, no obstante, que algo hay de cierto en lo que saben y vivieron, puesto que Stirmsson, el sabio peruanófilo, los conoció años atrás en calidad de informantes. Sin embargo, como suele ocurrir entre los poseedores de las tradiciones orales, mucho de lo que relatan ha sido deformado por sus prejuicios y cosecha; por ejemplo, cuando la bruja supone que el sebo humano que extraen los pishtacos, cuyas reservas dizque amontonan en las grutas de los cerros de por allí, lo utilizan en Lima o en los Estados Unidos para aceitar máquinas o los cohetes que los gringos mandan a la Luna. 

Dioniso
       En tal difuso sentido es como pregonan la exaltación de su propia leyenda. Se dice que Dionisio, de joven (y así rinde tributo a la mítica pátina que implica la asonancia de su nombre que parafrasea y evoca al Dioniso de la mitología griega), a imagen y semejanza de un semidiós del sexo, del vino, de la locura, del desenfreno y de todos los placeres mundanos, era famoso en los Andes y deseado por todas la mujeres habidas y por haber. Viajaba de pueblo en pueblo, de feria en feria. Una fiesta no comenzaba sin su presencia: vendía pisco, chicha, cantaba, bailaba, se disfrazaba de oso, tocaba el charango, la quena y quizá el bombo; pero también era seguido por una circense horda de danzantes, músicos, locas, equilibristas, cuenteros, magos y fenómenos. 

De Dionisio y su cohorte se contaba lo peor: que vivían en una constante orgía, en un desenfrenado aquelarre, metiéndose unos con otros, y no sólo cuando bajaban a la playa, donde se les veía borrachos y desnudos a la luz de la Luna. De hecho, todas las fiestas patrias y las de los santos patronos de los pueblos de sus andares, en las que el baile y la bebida duraban días y noches enteras, eran desenfrenos dionisíacos, carnavalescos, promiscuos, en los que se perdían las diferencias entre indios y mestizos, ricos y pobres, hombres y mujeres, asuntos de lejanas y ancestrales resonancias griegas, del Medioevo, que con enorme erudición estudió y puntualizó el filósofo ruso Mijail Bajtin (1895-1975) en su clásico: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais (Alianza, 1987). 
(1ª reimpresión en Alianza Universidad, Madrid, 1988)
      Pero también en ciertos pasajes se leen y escuchan residuos y ecos de antiguas mitologías fundidas a leyendas no menos lejanas y muchas veces variadas y reescritas en el ubicuo e incesante palimpsesto de la historia y de la literatura, como ese episodio que refiere la leyenda de un pishtaco gigantón, un ogro comedor de carne humana, que vivía en una gruta de Quenka, exigiendo la entrega periódica de mujeres que él escogía. Timoteo Fajardo es el héroe que se introduce en ese oscuro laberinto cargado de gases y pestilencias. Allí encuentra al minotaúrico y descomunal ogro durmiendo la mona entre sus mujeres y restos de malolientes cuerpos colgados de unos ganchos, mientras en varias pailas borbotea el humeante y pestilente sebo humano. De un machetazo el valiente Timoteo Fajardo le corta la cabeza al ogro y sólo logra salir de allí gracias a un escatológico, fétido y risible hilo de Ariadna: montoncitos de su propio excremento que, para no perderse, fue dejando en el camino (a la Pulgarcito o a la Hansel y Gretel), que él puede olisquear gracias a su poderosa narizota, pero sobre todo al chupe espeso que le preparó su joven Ariadna, con quien se va de allí por siempre jamás. 

Alfarero de Juchitán (c. 1983)
Foto: Rafael Doniz
      Otro pasaje, magnético e hilarante, es el caso de la epidemia de pichulitis (mal parecido al de Priapo). A los hombres de Muquiyauyo les ardía y crecía hasta romper braguetas. No había manera de hacerlas dormir. Incluso un cura les dijo una misa e intentó exorcizarlos. Sólo Dionisio pudo conjurar el padecimiento: “organizó una procesión alegre, con baile y música. En vez de un santo, pasearon en andas una gran pichula de arcilla que modeló el mejor alfarero de Muquiyauyo. La banda le tocaba un himno marcial y las muchachas la adornaban con guirnaldas de flores. Siguiendo sus instrucciones, la zambulleron en el Mantaro. Los jóvenes atacados de la epidemia se echaron al río, también. Cuando salieron a secarse, ya eran normales, ya la tenían arrugadita y dormidita otra vez.”


Mario Vargas Llosa, Lituma en los Andes. Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta. 1ª reimpresión mexicana. México, noviembre de 1993. 320 pp.


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Enlace a "El cóndor pasa", versión de Inti Illimani.
Enlace a "El cóndor pasa", Uña Ramos en la quena.

domingo, 1 de marzo de 2015

El héroe discreto




Nunca te dejes pisotear por nadie


Con un tiraje de 44 mil ejemplares, en junio de 2013 se terminó de imprimir, por Alfaguara, la primera edición mexicana de El héroe discreto, la última novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), Premio Nobel de Literatura 2010, la cual, al unísono, en varios países del idioma español empezó a venderse en las librerías el jueves 12 de septiembre pasado, luego de que un día antes fuera presentada por Pilar Reyes y el autor en la Casa de América, en Madrid. Ubicada en el Perú de la época actual (con la ebullición de la web, de los blogs, de los celulares), si bien un lindero temático implica y refleja extendidos conflictos delincuenciales que trastocan vidas individuales y familiares y la paz social, como es el secuestro de una persona y la coercitiva exigencia de cupos a comerciantes y empresarios por parte de mafias organizadas, El héroe discreto es un divertimento novelístico, urdido con maestría y amenidad, con el que Mario Vargas Llosa retoma sus raíces peruanas (signadas por un florido vocabulario salpimentado de sonoros piruanismos y peruanismos) y recrea su propia obra. Dedicada a la memoria del piurano Javier Silva Ruete (1935-2012), amigo de la infancia del autor y ministro de Economía y Finanzas en tres gobiernos del Perú, El héroe discreto tiene por epígrafe una línea de “El hilo de la fábula”, poema en prosa de Borges reunido en Los conjurados (1985), que semeja una especie de declaración de principios narrativos del novelista: “Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo.” Y por ende evoca unas palabras dichas por él casi al término del coloquio de presentación: “Lo importante es vivir como si uno fuera inmortal, como si la muerte no existiera, como si no fuera a morir, aunque secretamente sepamos que eso no va a ocurrir [...] Para mí, escribir es abolir ese aspecto tan negativo de la temporalidad. Me hace vivir intensamente, anula la preocupación [...] Me gustaría mucho morirme escribiendo”. 
Mario Vargas Llosa 
  Dividida en XX capítulos, El héroe discreto discurre por dos vertientes alternas y paralelas que llegan a tocarse y a coincidir sin perder su distancia y paralelismo. Una gira en torno a los problemas que empieza a confrontar Felícito Yanaqué, un empresario de Piura, de 55 años, dueño de Transportes Narihualá, a raíz de que recibe un mensaje anónimo (firmado con el dibujo de una arañita) donde una mafia le anuncia que tendrá que empezar a pagarle 500 dólares mensuales con tal de dizque protegerlo ante la delincuencia y otras mafias. Vale recordar que Vargas Llosa vivió de niño en Piura y que de ello habla en Historia secreta de una novela (1971), en El pez en el agua (1993) y en el Diccionario del amante de América Latina (2005). La otra vertiente narrativa se desarrolla centralmente en Lima (allí Vargas Llosa se licenció en la Universidad de San Marcos y se lió con su tía Julia), donde don Rigoberto —protagonista, junto con su esposa Lucrecia y su hijo Fonchito, de las novelas Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997)—, de 62 años, es gerente de una compañía de seguros y vive en el penthouse de un edificio ubicado en Barranco (donde Vargas Llosa tiene una casa familiar que fue sede operativa del Frente Democrático durante su campaña por la presidencia del Perú). A un paso de jubilarse (después de 30 años) y emprender un añorado viaje a Europa con Lucrecia y Fonchito, Rigoberto es citado por Ismael Carrera, el octogenario y acaudalado dueño de la compañía, quien le pide que, junto con el negro Narciso, su chofer, sea testigo de su inminente y furtiva boda con Armida, su sirvienta, chola, humilde y 38 años menor que él. Casorio que provocará, y provoca, con prejuicios racistas, la codicia y la sucia virulencia de Miki y Escobita, los mellizos que tuvo con su difunta esposa.

Felícito Yanaqué tiene como principal divisa moral la única herencia que le dejó su padre, el yanacón Aliño Yanaqué, quien lo educó pese a su analfabetismo y pobreza extrema: “Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo.” Así que Felícito, pequeño y frágil, les responde a los mafiosos, con un aviso en El Tiempo, diciéndoles que no recibirán de él ni un clavo. Presionados por el coronel Ríos Pardo, jefe policial de la región, el capitán Silva, comisario en Piura, y su adjunto el sargento Lituma, se ven impelidos a indagar el caso. Y aquí vale recordar que Lituma es un personaje recurrente en la obra de Mario Vargas Llosa, desde su tarea en “Un visitante”, cuento de Los jefes (1959), su primer libro, destacado, incluso, en el título de una de sus novelas: Lituma en los Andes (1993). Y que como pareja policíaca (Lituma y Silva) tienen una breve pero clave aparición en Historia de Mayta (1984) y protagonismo en ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986). Pero el papel más memorable y entrañable de Lituma se sucede en la intrincada y laberíntica La Casa Verde (1966), cuando en Piura, de jovenzuelo y joven, fue de “los inconquistables”, tres mangaches de la Mangachería: él y sus primos los León: José y el Mono, más Josefino, un gallinazo de la Gallinacera, que se les unió, y quienes frecuentaban la segunda Casa Verde, regentada por la Chunga —y por ende son protagonistas del libreto La Chunga (1986)—, hombruna e hija natural de don Anselmo, el arpista ciego y fundador de la primera Casa Verde, incendiada por un grupo de airadas beatas encabezadas por el padre García. Y es que tales pormenores de antaño (y otros, como el lépero himno que a gaznate pelado solían rebuznar “los inconquistables”) los rememora el sargento Lituma ante el capitán Silva cuando más o menos recuerda que uno de “los inconquistables” todo el tiempo dibujaba arañitas y por ende podría ser el mafioso que firma los amenazantes anónimos con el dibujo de una arañita. Tal ingrediente se engarza al suspense en torno al descubrimiento de los criminales que acechan al metódico y disciplinado Felícito Yanaqué, quien inicia cada día con una mañanera rutina de lentos ejercicios chinos que le ayudan a encontrar su centro, que suele consultar a una estrafalaria “santera” y clarividente cuyas infalibles “inspiraciones” inciden en el rumbo de su vida, quien tiene una religiosa, callada y resignada esposa, dos hijos que trabajan de choferes e inspectores en Transportes Narihualá, una joven amante a la que le puso casa chica, y una colección de discos de Cecilia Barraza que lo embelesan y fascinan, lo cual implica un claro homenaje que el narrador le rinde a tal gloria de la canción popular peruana. 
Cecilia Barraza con El héroe discreto (2013)
  Don Rigoberto, por su parte, pese a ser un oscuro abogado a punto de jubilarse, sigue siendo un cultísimo lector y melómano, que suele refugiarse en su secreto e individual “espacio de civilización” (su estudio) a hojear sus exquisitos libros de arte y literatura y a oír una refinadísima música; y un incorregible erotómano que preludia sus ayuntamientos con Lucrecia susurrando, entre ambos, disparatas fantasías sexuales. Mientras que Fonchito, con sus 15 años, sigue siendo un rubicundo escuincle con una perspicacia e inteligencia un poco más allá de lo común, con virtudes histriónicas y picarescas teñidas de humor negro, de modo que urde un oscuro juego que trastoca la tranquilidad y la cotidianeidad de sus padres, donde un tal Edilberto Torres, más o menos de la edad de Rigoberto, dizque se le aparece en los lugares más inesperados y cuya presunta omnisciencia y ubicuidad, aunada a supuestas y casi postreras historias sexuales y de autoflagelación quezque le narra al chaval, dan visos de que se trata del mero diablo o de un pedófilo, según colige Rigoberto, quien también llega a pensar en una psicosis. Pero según la psicóloga Augusta Delmira Céspedes, “Fonchito es el niño más normal del mundo”. Y según deduce el inocente y sugestionado padre O’Donovan, se trata de una experiencia espiritual que les sucede a pocas personas, pues dizque el niño sí ve al tal Edilberto Torres y representa para él “todo el sufrimiento humano”.  

Rigoberto confronta los embates, las amenazas y los insultos de los mellizos mientras Ismael Carrera se halla oculto en Europa disfrutando su luna de miel. Pero cuando regresa a Lima después de tres meses, luego de explicarle el secreto plan urdido por él para derrotar y dejar prácticamente sin nada a los torpes y codiciosos mellizos, muere de un infarto casi a los 82 años. Y el día que el testamento se lee en dos partes, Armida, convertida ahora en una elegante viuda, huye con extremo sigilo rumbo a Piura, pues es hermana de Gertrudis, la retaca y silenciosa esposa del flaquito y menudo Felícito Yanaqué, quien se enteró de su existencia días antes de su breve matrimonio.
Cuando Armida arriba a Piura a esconderse en la casa de su hermana y del dueño de Transportes Narihualá, bulle en la ciudad, con amarillista escándalo mediático, el caso de Felícito Yanaqué, pues primero se hizo célebre, reconocido y condecorado por haber enfrentado a la mafia con valentía y dignidad (recibió, por ejemplo, “la medalla de Ciudadano Ejemplar” otorgada por el Rotary Club y “la Sociedad Cívico-Cultural-Deportiva Enrique López Albújar lo declaró El Piurano del Año”) y luego celebérrimo por el hecho de que uno de los malhechores resultó ser nada menos y nada más que uno de sus hijos (el ojiazul y blanquiñoso), conchabado con la querida del transportista, de quien también era amante desde hacía dos años y medio. Y dado que Ismael Carrera era un distinguido empresario en Lima y en el Perú, cuyas exequias convocaron a una rutilante fauna de principales empresarios y políticos del país, al desaparecer la ricachona viuda, el propio ministro del Interior tomó cartas en el asunto para hallarla o rescatarla, pues se piensa que se trata de un secuestro y que los secuestradores reclamarán un rescate. 
No obstante, Armida, la mujer más buscada en el Perú, pasó inadvertida siete días y siete noches oculta en la casa de Felícito Yanaqué, quien por petición de su cuñada, hace venir a Piura a Rigoberto (quien viaja en avión con Lucrecia y Fonchito) para urdir una estrategia ante la ambición y los golpes bajos de los mellizos. 
(Alfaguara, México, 2013)
  La novela no narra las menudencias de tal estrategia ni cómo fue que los mellizos por fin se aplacaron (debió mediar una sustanciosa cantidad y quizá algún peligro o inconveniencia para ellos). Pero la viuda pudo irse a Italia a residir y a disfrutar su fulgurante fortuna, mientras que la muerte de Ismael Carrera liberó a Rigoberto de las demandas judiciales y agilizó su trabada jubilación, preámbulo de su pospuesto viaje a Europa en compañía de Lucrecia y Fonchito.

Y en lo que concierne a Felícito Yanaqué sí se cuentan coloridas minucias sobre cómo el transportista, siempre con entereza y comprensible coraje, urde el modo de poner en su lugar a los mafiosos de la arañita (al siete leches de su ex hijo, encarcelado, le da una buena zarandeada verbal y con furia y litigio le arranca el apellido Yanaqué; mientras que su ex querida, con libertad condicional, la deja con el crédito cortado y de patitas en la calle). 
El curioso y lúdico corolario de todo el embrollo novelístico, que mucho tiene de peliculesco (meollo que cada uno por su cuenta advierten los propios protagonistas Felícito y Rigoberto), además de la lúdica jugarreta de Fonchito con la supuesta, terrorífica, inesperada y fugaz reaparición de Edilberto Torres, es el hecho de que al partir rumbo a Europa, Rigoberto y su familia paralelamente coinciden, en la sala de espera y en el avión, con Felícito Yanaqué y su esposa Gertrudis, quienes también viajan al Viejo Continente, invitados por la viuda Armida, quien los espera en su residencia en Roma, donde llevará a Gertrudis, ahora muy parlanchina, “a la Plaza de San Pedro cuando el Papa salga al balcón”. No extrañaría, entonces, que en ese planificado y culto viaje de 31 días de Rigoberto y los suyos (“Cuatro semanas, una en Madrid, otra en París, otra en Londres y, la última entre Florencia y Roma”), vuelvan a coincidir en la casa que Armida tiene en la capital italiana, pues los ha invitado a un banquete.


Mario Vargas Llosa, El héroe discreto. Alfaguara. México, 2013. 390 pp.

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Presentación de El héroe discreto en la Casa de América en Madrid (septiembre 11 de 2013)


viernes, 23 de enero de 2015

Literatura y política


 La literatura es una actividad que nace en soledad
                                  
I de II
El doctorado honoris causa con que el jueves 23 de septiembre de 2010, en el Palacio de Minería de la Ciudad de México, la centenaria UNAM invistió al escritor Mario Vargas Llosa (entre catorce intelectuales presentes y dos ausentes), trajo a la palestra que en 2005 lo había doctorado la Universidad Autónoma de San Luis Potosí —la primera universidad mexicana en hacerlo—, año que recibió otros tres doctorados: de la Universidad de La Sorbona, en París; de la Universidad Humboldt, en Berlín; y de la Universidad Ricardo Palma, en Lima. 
       
Mario Vargas Llosa, doctor honoris causa de la UNAM
Palacio de Minería de la Ciudad de México
Jueves 23 de septiembre de 2010
       Así, cuando el siguiente viernes 24, allí en la capital del país mexicano, le fue notificado que se le había concedido el Premio Internacional Alfonso Reyes 2010, esto ineludiblemente recordó que ya había dictado la Cátedra Alfonso Reyes en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey y que su conferencia había sido coeditada, en 2001, por tal institución y el Fondo de Cultura Económica en la serie Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey. 

(ITESM/FCE, 3ª edición, México, 2005)
       Tal librito se titula Literatura y política e inicia con un “Prólogo” del escritor y académico Gonzalo Celorio, miembro del Consejo Consultivo de la Cátedra Alfonso Reyes, breve y apologético, donde le da la bienvenida a ésta. Después sigue otro prefacio, con visos de elemental introducción para escolares: “Literatura y política: las coordenadas de la escritura de Mario Vargas Llosa”, del maestro Raymond L. Williams, autor del estudio Vargas Llosa: Otra historia de un deicidio (Taurus/UNAM, 2001). 

       
(Taurus/UNAM, México, 2001)
       Luego sigue la parte central del librito dividida en dos secciones numeradas con romanos. La primera es la conferencia que dictó Mario Vargas Llosa: “Literatura y política: dos visiones del mundo”. Y la segunda es una tradicional entrevista de reportero literario (pregunta y respuesta) denominada “Diálogos: La invención de una realidad”, en la que Raymond L. Williams figura de “Moderador”, lo cual es erróneo, pues no hay ningún debate entre el ponente y su público ni entre el entrevistador y su entrevistado, sino que Raymond se limita a preguntar sobre la obra y el pensamiento de Mario Vargas Llosa, quien le responde a sus anchas. Es decir, la entrevista no es consecuencia de lo expuesto, de viva voz, durante la conferencia, pero sí es un complemento que la matiza y enriquece.

Y por último, figuran unas protocolarias palabras de Rafael Rangel Sostmann, rector del Sistema ITSEM, en torno a la Cátedra Alfonso Reyes.
Hay, no obstante las cuidadas galeras, cierto chambismo en la edición, pues en el librito no se consigna la fecha ni el lugar del campus universitario donde se efectuó. En la página web de la Cátedra Alfonso Reyes del ITSEM sólo se registra que fue en “Mayo de 2000” y que hubo un “Curso previo de Raymond L. Williams”. Y pese que allí se anuncia que hay “Material audiovisual en línea: Síntesis, Videos, Audios”, no se brinda (a cualquier hijo de vecino de cualquier parte del mundo y del inframundo de la aldea global) ningún acceso en lo que respecta al nominado Premio Internacional Alfonso Reyes 2010. 
El lunes 11 de octubre de 2010, a propósito del recién otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa, el Canal 22 (del CONACULTA) le dedicó al escritor su barra de programación “Lunes temático” y allí se vio algo de lo ocurrido en la Cátedra Alfonso Reyes dictada por el peruano-español. Primero figuraron las susodichas introductorias palabras de Gonzalo Celorio, que fue un texto leído ante el micrófono y las cámaras. Y luego la conferencia dicha de manera oral por Mario Vargas Llosa (singular detalle que tampoco se apunta en la transcripción que se lee en el librito) y sin ningún posterior debate entre el conferenciante y su heterogéneo público, o entre éste y los miembros de la mesa. 
Raymond L. Williams
        En su citado ensayo preliminar para escolares (no necesariamente universitarios), Raymond L. Williams resulta sintético y con numerosos huecos. En este sentido, en un maestro que se presenta como experto en la vida y obra de Mario Vargas Llosa (y a punto de publicar un libro sobre ello) llama la atención un pasaje donde parece desconocer ciertas coordenadas que debería conocer al dedillo y por ende debió señalárselas a su alumnado. Éste se halla en la sección titulada “La visión política de Vargas Llosa en los últimos años” y dice a la letra:

       “Los crueles años en el Leoncio Prado [entre 1950 y 1951] fueron la introducción a la realidad empírica del Perú para el joven Mario, el adolescente, y al mismo tiempo una primera oportunidad de vivir en un microcosmos del país total. Su segundo trabajo como periodista, desde 1953 hasta 1958, representó una segunda oportunidad de conocer profundamente toda la gama de la sociedad peruana [pero Raymond olvidó citar el seminal viaje de unas semanas, antes de partir a Europa, que el escritor en ciernes hizo en 1958 a la selvática zona del Alto Marañón y que tanto lo marcó para urdir La casa verde (1965), Pantaleón y las visitadoras (1973) y El hablador (1987)]. Desde julio de 1987 hasta junio de 1990 Vargas Llosa vivió en Lima y se dedicó principalmente a la política peruana. Éste fue el tercer momento de su vida en que vivió intensamente la realidad nacional, pero ahora de una forma totalizante. En algún momento (¿quién sabe exactamente cuándo?) decidió ser presidente de la república y casi lo logra. Leía y escribía relativamente poco, a veces a la fuerza, porque había firmado un contrato para escribir introducciones a una colección española de novela universal, de modo que su ejercicio literario mínimo fue cumplir con esos ensayos, publicados después como La verdad de las mentiras. Pero su trabajo principal de 1987 a 1990 fue la política: el Movimiento Libertad, que él mismo fundó, el Frente Democrático del cual formó parte y su campaña presidencial.”
(El País/Aguilar, Madrid, 1991)
        Si bien la mayoría de las fechas del prólogo (su erudita declaración de principios narrativos) y de los 25 ensayos (cada uno sobre una novela) reunidos por Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras (Seix Barral, 1990) se inscriben en el periodo en que buscaba la presidencia del Perú, Raymond, el cartógrafo vargasllosista, en vez de preguntarse y preguntar “¿quién sabe exactamente cuándo?”, debió decir que Álvaro Vargas Llosa, hijo del escritor y vocero de prensa del Frente Democrático durante la compaña de su padre, hace una crónica sobre ello en su libro El diablo en campaña (El País/Aguilar, 1991) y que el propio ex candidato relata en una de las dos intercaladas vertientes de su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993) —con fechas, nombres, datos y anécdotas—, un sinnúmero de pormenores (históricos, políticos, críticos e ideológicos) sobre su candidatura y su derrota en la primera vuelta el 10 de junio de 1990 (y más allá de ella), donde además recuerda que el único libro de ficción que escribió durante su campaña (que Raymond omite) fue Elogio de la madrastra (Tusquets, 1988), cuyo epicentro erótico y transgresor: el vínculo sexual entre un niño y su madre adoptiva (quien además así le es infiel a su esposo y en su propia casa), dio pie a que Alan García, entonces presidente del Perú, y sus aliados (entre ellos los políticos y búfalos del APRA), la usaran en su contra dentro de las operaciones de desprestigio con que pretendían ensuciar y desacreditar su imagen pública (y por ende restarle votos y descarrilarlo de la contienda), dado que Mario, según encuestas que cita, solía figurar a la cabeza en las intenciones de voto, mientras que Alberto Fujimori, el emergente y entonces oscuro candidato de Cambio 90, aún brillaba por su ausencia.

(Grijalbo, 1ª edición en México, junio de 1988)
       Según testimonia el narrador en la página 419 de El pez en el agua: “Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leía entera, a razón de un capítulo diario, en el Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: ‘Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente’.”

Alan García y Mario Vargas Llosa
       Cabe puntualizar que, según narra Vargas Llosa en El pez en el agua, fue el anuncio, dicho el 28 de julio de 1987 por el presidente Alan García, “de ‘nacionalizar y estatizar’ todos los bancos, las compañías de seguros y las financieras de Perú”, lo que suscitó en el escritor la redacción de un airado y crítico manifiesto dado a conocer el siguiente 3 de agosto (“Frente a la amenaza totalitaria”) y los consecutivos “Encuentros por la libertad” (mítines políticos sucedidos en Lima, Arequipa y Piura, respectivamente: el 21 y 26 de agosto y el 2 de septiembre de 1987) que derivarían en la conformación de su campaña, del Movimiento Libertad (partido urdido ex profeso a fines de 1987 e inicios de 1988 por el escritor y un grupo de amigos) y del Frente Democrático, conocido como FREDEMO (hecho público “el 29 de octubre de 1988”), la agrupación política que enarboló su candidatura (lanzada en la Plaza de Armas de Arequipa “el 4 de junio de 1989”) y que principalmente alió al Movimiento Libertad, a Acción Popular —partido fundado por Fernando Belaunde Terry el 7 de julio de 1956 y dirigido por él—, y al Partido Popular Cristiano, liderado por Luis Bedoya Reyes. 

Mario Vargas Llosa “en el Encuentro cívico por la libertad,
primer mitin contra la estatización del sistema financiero
”.
Plaza San Martín de Lima, agosto 21 de 1987.
Foto: Alejandro Balaguer

(Seix Barral, 1ª reimpresión mexicana, junio de 1993)


    
II de II
En mayo de 2000, en el auditorio del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, dada su consabida trayectoria política, intelectual y académica, el escritor y analista Mario Vargas Llosa no dictó la Cátedra Alfonso Reyes —con el tema “Literatura y política: dos visiones del mundo”— a imagen y semejanza de un heterodoxo académico, ni articuló un discurso muy político y puntilloso (pese a que pudo hacerlo), sino que expuso como lo que es: un literato de tiempo completo y por los cuatro costados, y su conferencia fue (y es en la transcripción del presente librito) muy subjetiva, muy sintética, muy personal, muy anecdótica y muy autobiográfica. Característica que suelen permitirse los grandes personajes mediáticos que a la vez son grandes creadores y por ende siempre controvertidos.
Alfonso Reyes en la Capilla Afonsina (c. 1957)
Ciudad de México
         El peruano-español abre con un entremés en el que recuerda que en su juventud, en Lima, leyó Visión de Anáhuac (1915), de Alfonso Reyes, —de cuya primera línea, por cierto, Carlos Fuentes tomó el título de su novela La región más transparente (FCE, 1958)—; que a lo largo de su vida ha cultivado la lectura de sus libros; y entre sus elogios certifica lo que tantas veces certificó Jorge Luis Borges de Alfonso Reyes: “la extraordinaria belleza de su prosa, una de las más limpias, elegantes, cultas y al mismo tiempo asequibles de nuestra vieja y rica lengua.” En su disertación en torno a las coordenadas que median y oscilan entre la política y la literatura, recuerda el canon de la literatura comprometida pontificado por Jean-Paul Sartre, muy en boga entre los existencialistas franceses de los años 50 y 60 del siglo XX, que también fue precepto estético-ideológico del joven Mario Vargas Llosa desde antes de partir a Europa en 1958 (para estudiar su doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y en vías de instalarse en París) y por ello ciertos contemporáneos de entonces lo apodaban “el sartrecillo valiente”. Pero también evoca el momento en que Sartre rompe con su pauta y desconcierta a sus feligreses: “Recuerdo que mi decepción respecto de Sartre comenzó un día, a mediados de los años 60, en que leí una entrevista que la periodista literaria Madeleine Chapsal le hizo para Le Monde, de París. La entrevista versaba justamente sobre el compromiso, la literatura y la política; de pronto, en las respuestas de Sartre se traslucía una inmensa decepción respecto de la literatura, no así de la política, y decía algo que me afectó como una agresión personal: ‘Entiendo que un escritor africano renuncié a hacer literatura para luchar de una manera más efectiva por una revolución, por un cambio social que permita algún día a su país darse el lujo de tener una literatura’; y frente a los problemas sociales decía: ‘La literatura no tiene poder’, ne fais pas le pois, no tiene peso suficiente como para contrarrestarlo. Y se ponía como ejemplo a sí mismo: ‘La náusea, frente a un niño que se muere de hambre, ne fais le pas le pois’. No tiene peso alguno, no sirve para nada.”

Jean-Paul Sartre
(1905-1980)
       Resulta congruente, entonces, que Mario Vargas Llosa haya dicho con antelación: “la literatura es una actividad que nace en soledad, a través de un individuo que para producirla se aparta de los demás. Este tipo de individualidad que está detrás de la creación literaria, en la política no existe, pues ésta requiere del entrevero social; el entramado de vidas que se cruzan y se descruzan dentro de una comunidad no es, no ha sido, jamás podrá ser obra de un individuo; la literatura, sí. Pero a su vez, la literatura no puede ser esa acción entreverada del conjunto social que es la política.” 

        En este sentido, apuntalado en lo que argumenta durante su conferencia, acota al inicio de su conclusión provisional: “la literatura no debe ser política, en todo caso, no debe ser sólo política, aunque es imposible para una buena literatura no ser también —y subrayo también— política. Es decir, dar cuenta de la problemática social, del debate sobre los problemas del común, los problemas compartidos y su solución.”
Tesis acorde con su proclividad por la novela total y realista, pero que no coincide del todo con numerosas vertientes de la literatura fantástica y sus intrínsecos valores estéticos.
En “Diálogos: La invención de una realidad”, la citada entrevista de reportero literario que Raymond L. Williams le hizo a Mario Vargas Llosa y que es la segunda de las dos partes centrales del presente librito Literatura y política, descuella una pregunta donde el entrevistador riega el tepache en la sopa de letras, ignorancia u olvido muy notorio en un maestro, en un cartógrafo vargasllosista que, previo a la Cátedra Alfonso Reyes dictada por su entrevistado, dio un curso en torno a la vida y obra de éste y que además estaba a punto de publicar un libro (ya referido) sobre el mismo tema: Vargas Llosa: Otra historia de un deicidio (Taurus/UNAM, 2001). 
Tal pregunta dice a la letra: “Háblanos del trabajo técnico en La fiesta del Chivo, explícanos en términos técnicos el proceso de armado, la utilización del diálogo telescópico, el uso del tú, que me parece una novedad técnica en tu obra, pues no recuerdo haberla visto antes.”
(Alfaguara, 1ª edición en México, febrero de 2000)
        Mario Vargas Llosa, quizá para no quemarlo ante el respetable, no le aclaró que “el uso del tú”, en su obra, es muy anterior a La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), pues él utilizó tal técnica en varios episodios e intrincados fragmentos de su novela La casa verde (Seix Barral, 1965), su tercer libro; por ejemplo, donde se narra, mezclando varios tiempos y lugares, el enamoramiento y la paulatina seducción de don Anselmo (el fundador del primer prostíbulo que le da título a la obra) hacia Toñita (casi niña, ciega y sin lengua), ya entre las bancas de la Plaza de Armas de Piura o en la aledaña cantina La Estrella del Norte; al tratar, en el burdel, de sustituir su infantil ausencia con la habitanta apodada la Mariposa; el robo a caballo de la muchachita y su secuestro y encierro en la torre de la Casa Verde; sus íntimos y eróticos devaneos e interrogantes en la intimidad, con y sin ella; cuando furtivo y en la oscuridad de la madrugada la saca a pasear en el entorno del lupanar; el descubrimiento del correspondido erotismo y la sorpresa del posterior embarazo; y la dramática muerte de la jovencita que contrito y dolido expía ante un cura (quizá el Padre García)  puntualizando que no se la llevó a la fuerza y que ella también lo amaba.

   
(Seix Barral, 18ª edición, Barcelona, diciembre de 1979)
         Cabe señalar que al morir Toñita nace la Chunga, hija de don Anselmo y futura fundadora —veinticinco o treinta años después del incendio de la primera— de la segunda Casa Verde (el antro que frecuentado por los alharaquientos “inconquistables”), donde el susodicho, ya viejo y ciego, toca el arpa, pintada de verde, hasta su fallecimiento (cuyo suceso y velorio coincide con el final de la novela). Y que atosigado por el pesar y los remordimientos, le confiesa su culpa, aún fresca, a Juana Baura (la humilde lavandera de la Gallinacera que prohijara a Toñita tras el espeluznante asesinato de los Quiroga, el adinerado matrimonio de La Huaca que la protegiera desde que era una bebé abandonada en su puerta) y por ende toda la comunidad de Piura se entera del robo y secuestro de la muchachita y de la identidad del malhechor y una airada multitud, precedida por el Padre García, marcha hasta la Casa Verde y la incendia, de cuyas llamas, Angélica Mercedes, la joven cocinera del prostíbulo, rescata a la recién nacida: la Chunga, quien de niña, durante un tiempo, subsiste con su padre, borrachín y casi un mendigo, en el miserable barrio de la Mangachería. 

Pero en su respuesta, al hablarle del meollo y de las características de tal técnica, es obvio que Mario Vargas Llosa también está aludiendo al “uso del tú” empleado en la urdimbre de La casa verde de un modo inteligible, envolvente y magistral:
Mario Vargas Llosa
        “Por lo que se refiere al uso de , me han preguntado muchas veces, ¿quién es ese tú? ¿El narrador que habla al personaje?, ¿un punto de vista de la segunda persona?, ¿un narrador que habla desde la segunda persona? No, ese tú es el propio personaje desdoblándose y hablándose a sí mismo. A veces Trujillo, a veces Urania, a veces Antonio de la Maza. Ese tú es el de la intimidad. Es ese tú que usamos para hablarnos a nosotros mismos cuando reflexionamos, cuando divagamos, cuando mantenemos un soliloquio. Es una forma de diálogo. Cuando hablamos o pensamos, nos referimos a alguien, y si ese alguien somos nosotros, se produce un desdoblamiento en nosotros mismos. Ésa es la perspectiva que está graficada por el uso del tú. Pero nunca es el narrador que habla al personaje. Es un narrador que nunca abandona el control de la acción, que sí se acerca al yo íntimo de la persona, al extremo de parecer que se confunde y desaparece en él, pero realmente nunca lo hace. El gobierno de la narración está siempre en ese narrador omnisciente, invisible, pero que goza de una movilidad que le permite no solamente saltar en el espacio y en el tiempo, sino penetrar en la intimidad del personaje.”



Mario Vargas Llosa, Literatura y política. Prólogo de Gonzalo Celorio. Prefacio y entrevista de Raymond L. Williams. Colección Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey, ITESM/FCE. 3ª edición. México, septiembre de 2005. 103 pp.