martes, 1 de enero de 2013

Si una noche de invierno un viajero



Entre los libros que hace mucho tienes programado leer

Silas Flannery, un novelista que figura entre los personajes de Si una noche de invierno un viajero (1979) —novela de Italo Calvino (1923-1985) traducida del italiano al español por Esther Benítez— anota lo siguiente en una página de su diario: “La fascinación novelesca que se da en estado puro en las primeras frases del primer capítulo de muchísimas novelas no tarda en perderse al continuar la narración: es la promesa de un tiempo de lectura que se extiende ante nosotros y que puede acoger todos los desarrollos posibles. Quisiera escribir un libro que fuera sólo un incipit, que mantuviese en toda su duración la potencialidad del inicio, la espera aún sin objeto. Pero ¿cómo podría estar construido semejante libro? ¿Se interrumpiría después del primer párrafo? ¿Prolongaría indefinidamente los preliminares? ¿Ensamblaría un comienzo de narración con otro, como las Mil y Una Noches?” 
Italo Calvino
Tales reflexiones y tales interrogantes no son más que un breve fragmento que conlleva ciertas coincidencias entre lo que pensaba Italo Calvino y lo que le atribuyó a su personaje novelista. Silas Flannery, a imagen y semejanza de su autor (el Deus ex machina), supone que “el libro no debería ser sino el equivalente del mundo no escrito traducido a escritura”; y cuando proyecta escribir una novela constituida por comienzos de novelas, su bosquejo resulta casi idéntico a la obra de Italo Calvino donde éste mismo se encuentra referido y escrito.
Si una noche de invierno un viajero es una novela dispuesta del siguiente modo: entre doce capítulos numerados con romanos se hallan intercalados diez capítulos con título, que son los comienzos de novelas interrumpidas y que pueden funcionar como relatos independientes entre sí.
(Siruela, 3ra. edición, Madrid, 2000)
       En los numerados con romanos el autor desglosa un alter ego: una voz narrativa a la que denomina “yo”, capaz de hablar del propio Italo Calvino en tercera persona, la cual vislumbra y acuña un arquetipo de lector al que denomina “Lector” y al que trata y conduce en segunda persona, y cuyas vicisitudes al perseguir la continuación de las novelas interrumpidas tienen como meollo no sólo satisfacer la curiosidad y el gusto o el vicio de la lectura, sino también la seducción de un arquetipo de lectora llamada Ludmilla.
El invocar la milenaria tradición de Las mil y una noches como modelo de un procedimiento narrativo inmerso en una obra contemporánea, actual, es una manera de hacer presente el pasado; en este sentido, y sobre el desarrollo y las fórmulas narrativas que alientan a Si una noche de invierno un viajero, Carlos Fuentes apuntó en un ensayo publicado en la revista Vuelta (número 109, diciembre de 1985): “Las grandes obras del pasado también son parte del mundo no escrito en el sentido de que siempre esperan ser leídas por primera vez por nuevos lectores y ser escritas de nuevo por nuevos escritores. Si una noche de invierno... es el ejemplo supremo de esta actualización del pasado. Cervantes se hace presente en Calvino mediante las historias interrumpidas o extrapoladas, el diálogo de géneros y la inestabilidad autoral de la novela. Sterne está aquí cuando Calvino eleva la digresión a principio de composición. Y Diderot adquiere plenitud presente mediante el repertorio de opciones ofrecidas por el autor al lector. El pasado, en Calvino, se vuelve novedad. Lo no escrito es también lo no leído: las novelas que esperan se leídas hoy porque, aunque fueron escritas en el pasado, fueron escritas para ser leídas hoy.”
Carlos Fuentes
(foto: Lola Álvarez Bravo)
En el mismo texto, Carlos Fuentes dice con exultación que “Italo Calvino escribió los libros que la mayor parte de los novelistas actuales hubiese querido escribir”; no sorprende, entonces, que con ímpetu celebratorio lo llame desde el título: il’ primo fabulatore
Si una noche de invierno un viajero es un hervidero de cuentos (de varios tipos y tamaños) y de narraciones potenciales; están allí los primeros trazos, las anécdotas propositivas para que otros narradores las desarrollen o las reescriban, incluidos los lectores (“toda lectura reescribe el texto”, Borges dixit). Pero también, siendo un fabulador humorista y paródico, expone varios ángulos reflexivos, lúdicos, morales y sociales, sobre las características implícitas en la condición existencial del lector, del novelista, del libro, de la industria editorial, de la lectura, del lenguaje, todo engarzado en un mundo contradictorio y convulso, donde lo abigarrado, las sectas absurdas, la incoherencia histórica, el espionaje y la pugna por el poder político, intelectual e imaginativo, la ausencia de escrúpulos y el pastiche literario son los matices que definen el hipotético síndrome finisecular. 
Italo Calvino y Jorge Luis Borges
Es inquietante, en consecuencia, que entre el romántico encuentro, rastreo y fascinación que se establece entre los modelos de lectores dispuestos a entregarse y abandonarse a la lectura por la lectura misma, confluyan los trasfondos que representan Silas Flannery y Ermes Marana. Ambos, a imagen y semejanza del “Lector”, han sido trastocados y seducidos por la misma lectora; pero a diferencia de éste, cada uno canaliza y corporifica el eco de un mundo ominoso que ya ha aleteado, más que nada, en la industria del best seller y en los regímenes totalitarios e intolerantes que deciden cuáles son los libros prohibidos y cuáles deben leerse. 
Ermes Marana es un traductor clandestino, subterráneo y escurridizo que fundó la Organización del Poder Apócrifo y de la cual se ha separado; la secta se halla dividida en dos tendencias: unos “están persuadidos de que en medio de los libros falsos que anegan el mundo han de encontrarse los pocos libros portadores de una verdad quizá extrahumana o extraterrestre”; los otros “consideran que sólo la falsificación, la mistificación, la mentira intencionada pueden representar en un libro el valor absoluto, una verdad no contaminada por las pseudoverdades imperantes”. 
Pero si el cometido de Ermes Marana es plagiar e invadir el orbe de libros apócrifos, lo que busca sobremanera es estar presente en la intimidad de los ojos de la obsesiva lectora (“Un libro no es menos íntimo que las manos y los ojos”, Borges dixit). Silas Flannery, al observar a través de un catalejo a una magnética fémina que lee tirada en una tumbona (ignora que es la misma Ludmilla), se ve conmocionado e impedido para continuar escribiendo las novelas que tiene pactadas con editoriales y empresas comerciales (en sus páginas tiene que mencionar sus productos); por lo consiguiente recibe la subrepticia visita de Ermes Marana, quien llega representando a la firma japonesa denominada Organización parar la Producción Electrónica de Obras Literarias Homogeneizadas y le ofrece concluir sus contratos novelísticos mediante un programa computarizado. 
¿Qué ocurriría, si tú, azaroso y desocupado lector de la presente e interrumpida reseña, tienes la novela de Italo Calvino entre “los Libros Que Hace Mucho Tiempo Tienes Programado Leer,” o entre “los Libros Que Buscabas Desde Hace Años Sin Encontrarlos,” o entre “los Libros que Se Refieren A Algo Que Te Interesa En Este Momento,” o entre “los Libros que Quisieras Tener Al Alcance De La Mano Por Si Acaso,” o entre “los Libros Que Podrías Apartar Para Leerlos A Lo Mejor Este Verano,” o entre “los Libros que Te Faltan Para Colocarlos Junto A Otros Libros En Tu Estantería,” o entre “los Libros Que Te Inspiran Una Curiosidad Repentina, Frenética Y No Claramente Justificable,” o entre “los Libros Que Has Fingido Siempre Haber Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te Decidieras A Leerlos De Veras...?, pues entonces.... tú sabes...


Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Traducción del italiano al español de Esther Benítez. Prólogo del autor. Cronología de César Palma. Ediciones Siruela. 3ª edición. Madrid, 2000. 380 pp.




martes, 18 de diciembre de 2012

El hombre que sería rey



Cómo ser periodistas y dioses y no morir en el intento

Al hablar del Premio Nobel de Literatura de 1907: Rudyard Kipling (1865-1936), angloindio nacido en Bombay, de piel morena y educado en Inglaterra (en una casa de crianza y en un internado), es ineludible no acordarse de las dos partes de El libro de la selva (1894 y 1895) y de su proclividad por el imperialismo británico. “Predicaba que el Imperio es el deber y el fardo del hombre blanco”, reza Jorge Luis Borges en su prólogo a Relatos (Hyspamérica, Madrid, 1985), libro de Rudyard Kipling seleccionado en su Biblioteca Personal. Aún así, hay páginas de la obra de Kipling que son una crítica al colonialismo que celebró, el que desde el siglo XVII sentó sus reales en la India a través de la Compañía de las Indias. “Ésta hubo de ceder sus derechos a la Corona, y, en 1877, la reina Victoria fue proclamada emperatriz de las Indias.” 
Rudyard Kipling
   Una de tales páginas es El hombre que sería rey, un cuento fantástico que es una parodia, una caricatura del aventurero inglés perdido en las tierras del Decán y del Himalaya, del que se lanza a la azarosa tarea de construir un reino empleando todo tipo de inmorales procedimientos. 
(Alianza, CONACULTA, México, 1994)
   Kipling, dice Borges, “supo el hindi antes de saber el inglés”. Fue un joven periodista que pese a sus loas victorianas, no ignoró los albañales del territorio hindú (1882-1889). En El hombre que sería rey hay un periodista inglés sin un penique (imaginario alter ego) que viaja rumbo al desierto índico. El vagón es de la peor clase: “A menudo sucede que en verano sacan muertos a los pasajeros de intermedia, y, haga calor o frío, el mundo entero les tiene poca consideración.” Allí se encuentra con un vagabundo inglés. Éste, que le habla de igual a igual, le dice que se ha hecho pasar por corresponsal del Cazador; el fin: chantajear, por ejemplo, a los pequeños estados de la India central o del Rayputana meridional, “amenazando con hacer revelaciones infamantes”, pese a que dichos estados se distingan por su crueldad y episodios negros, tal como si vivieran, dice, “en los tiempos de Harum-al-Raschid”. Pero también lo persuade para que dentro de diez días, al regresar del desierto índico, en el empalme de Marwar, aborde el tren correo que va de Delhi a Bombay y en el vagón de segunda busque a un hombre de barba roja, otro inglés, y le diga la siguiente clave: “Ha ido al Sur por una semana.” Pero luego el periodista, dándose un baño de pureza, reflexiona que los truhanes “no podían hacer nada bueno presentándose como corresponsales de periódicos”. Así, los delata ante las autoridades y a los dos los detienen en la frontera de Degumber.
      Corre el tiempo sin que nadie lo detenga. El periodista se ha incorporado a la jefatura de redacción de un diario de tipos móviles y coloridas anécdotas. Cierta madrugada de un caluroso verano en que esperan que un telegrama propicie el movimiento de la maquinaria, dos hombres de blanco se dirigen a él. Son los estafadores que delató: Daniel Dravot y Peachy Carnehan, se presentan. Han sido soldados, marineros, cajistas, fotógrafos, correctores de pruebas, predicadores, corresponsales del Cazador, caldereros, maquinistas, contratistas en pequeña escala y, en fin, han ido y venido a pie por toda la India. La delación se la cobran de un modo absurdo y risible. Dado que ambos han firmado un contrato (“una grasienta hoja de papel”) donde a sí mismos se prometen que serán reyes de Kafiristán, le piden que les muestre mapas y libros que les sirvan para ubicar y estudiar su futuro reino. El jefe de redacción lo hace, no sin decirles que se trata de una aventura idiota, que los harán pedazos al cruzar la frontera, precisamente en Afganistán, esa intrincada masa de montañas, picos y ventisqueros donde ningún inglés ha pasado. 
   Los granujas citan al jefe de redacción al día siguiente en el bazar. Allí, un sacerdote y su criado pregonan su partida a Kabul: le venderán juguetes al emir. “Son amuletos cuyo encanto no cesa. Con ellos los hijos no se enferman, los camellos no se fatigan, las mujeres son fieles al marido ausente.” Nadie descubre a los disfrazados y todos creen loco al sacerdote, emisario de la buenaventura. Sin embargo, al periodista le revelan el oscuro y secreto meollo de sus disfraces: debajo de los juguetes llevan armas y municiones.
Rudyard Kipling
       Muchos años después, una madrugada semejante a la otra, el jefe de redacción ve llegar el deplorable resto de un naufragio: un jorobado, de cabellera blanca y trabajoso andar. No lo reconoce, pero el vejete le dice: “Yo soy Peachy”. “Fui rey de Kafiristán, también Dravot. ¡Fuimos coronados reyes!” Así, Peachy Carnehan evoca esa aventura hecha a base del poder de las armas (viejas y defectuosas, mientras los nativos sólo tenían arcos y flechas), de la manipulación de su ingenuo y fanático pensamiento mágico-religioso, y de las mil y una triquiñuelas que desde un ángulo ético y racionalista son reprobables, pero no imposibles. Daniel Dravot, el peor, es quien llega a ser rey de ese enjambre de tribus, antes peleadas entre sí, pero que él logra coordinar a su favor, gracias a su olfato y a la fidelidad de Carnehan, quien pese a su corona de oro sólo llega, entre otras encomiendas, a desempeñarse como comandante general de todas las fuerzas militares, entrenadas y organizadas por ambos.
       Dravot y Carnehan, engendros de la civilización occidental inglesa, pero imposibilitados para civilizar al mundo y propagar la luz del progreso y del imperio británico, son prototipos de aventureros ingleses que sueñan con un reino para hacer y deshacer a su antojo; unos pillos sin escrúpulos que no dudan en robar, asesinar o mentir con tal de salirse con su juego sucio e imponer su autoridad. Se conciben superiores a los mahometanos y cobrizos de toda laya. Así y dado que los primitivos e idólatras nativos de sus dominios (no menos bárbaros y salvajes que ellos) son de piel blanca y a veces más blanca que la suya, no dudan en catalogarlos de ingleses, de hijos de Alejandro Magno (el legendario conquistador macedonio que en el año 362 a.C. invadió el Punjab), sin advertir que quizá sean descendientes de los arcaicos arios extraviados en lo que ahora es Irán y el Valle del Indo. 
    Si la Gran Logia de Londres, fundada en 1717, fue un instrumento de poder político, aquí hay un significativo parangón: resulta que las tribus, como por ósmosis, conocen las palabras secretas y parte de los rituales de la masonería, es decir, hasta el segundo grado, pero ignoran el rito del tercero (y subsiguientes). Así, Dravot, proclama que él y Carnehan, auténticos dioses, hijos de Alejandro Magno, son también grandes maestros de la masonería, por lo que aún sabiendo que violan los preceptos de la verdadera Logia, inventan el procedimiento para otorgar la gracia del tercer grado. Y como si Dios iluminara sus actos, ocurre que habían tomado al azar una gran piedra del templo de Imbra para que sirviera de silla del gran maestro de la Logia, pero al ver el signo que grabaron, improvisado en el mandil de éste, un viejo sacerdote induce a otros diez a que volteen la piedra: limpian y raspan la parte inferior, y el signo que aparece es idéntico al del mandil de Dravot: “signo perdido, cuyo significado nadie recuerda”; y esto certifica, ante los ojos de las tribus, su naturaleza de dioses.
      Tal vez el reino se hubiera fortalecido y durado más, pero Daniel Dravot empezó a soñar con convertirse en emperador de todas las tribus: encargará al virrey de la India el envío de veinte ingleses de los mejores (en realidad tan embusteros como él), que le servirán, distribuidos en las regiones, para fortalecer su dominio. Así, no sólo llegará el momento de arrodillarse ante la reina Victoria, y entonces su majestad dirá: “Levantaos, Sir Daniel Dravot”, elevándolo así a la par de ella. Pero sucede, que además de los veinte virreyes para su imperio, Dravot decide que necesita hembra, y que ésta, para perpetuar la dinastía, tiene que ser noble. Esto, finalmente, es la gota que derrama el vaso. 
  Daniel Dravot, ciego y sordo ante quienes le señalan su error, ordena que ante sacerdotes y príncipes le entreguen la mujer designada para él. La elegida le muerde el cuello; y los nativos, al ver correr la sangre de Dravot, descubren que no son dioses ni demonios, sino simples mortales. Se lanzan contra ellos. Y en la huída, para no hacer más oprobiosa su muerte, Dravot decide perderse en un abismo: grita que corten las cuerdas del puente y “cayó dando volteretas, veinte mil kilómetros, porque tardó media hora en llegar al agua”. 
  Ahora, el viejecillo Peachy Carnehan, casi perdiendo la razón, saca el reluciente e inolvidable regalo que los nativos le dieron para que no volviera nunca por aquellos lares: la momificada cabeza de Dravot, a la que añade su corona de oro repleta de turquesas. 
  Poco después, el vejete Carnehan, convertido en mendigo en la solitaria plaza, canturrea las andanzas de su compinche y él. Se deja morir de insolación, sin que nadie sepa dónde carajos quedó la rutilante y valiosa prueba de su inopinado viaje al más allá.


Rudyard Kipling, El hombre que sería rey. Traducción del inglés al español de Fernando Solana Olivares. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, septiembre de 1994. 64 pp.





lunes, 17 de diciembre de 2012

Viejas historias de Castilla la Vieja



Todo estaba tal y como lo dejé

En 2010 La Fábrica Editorial, con sede en Madrid, publicó el título Viejas historias de Castilla la Vieja (22.05 x 21.06 cm), que reúne y alterna un conjunto de relatos de Miguel Delibes (Valladolid, octubre 17 de 1920-Valladolid, marzo 12 de 2010) y un ensayo fotográfico (en blanco y negro) de Ramón Masats (Barcelona, 1931). Pese a que carece del útil índice, se trata de un libro hecho con cierto mimo: cintillo, sobrecubierta, pastas duras con tela y los rótulos repujados y buenos papeles, ubicado en una colección que reedita y tributa los legendarios libros editados en los años 60 del siglo XX por Esther y Oscar Tusquets en la serie Palabra e Imagen de Editorial Lumen, entonces una pequeña empresa. Es decir, la primera edición de Viejas historias de Castilla la Vieja data de 1964 y tal fecha no resulta gratuita en el contexto temporal de los memoriosos relatos urdidos por Miguel Delibes.
Foto de Ramón Masats que ilustra la portada del libro de Miguel Delibes
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, Madrid, 2010)

Un tal Isidoro, un hombre común y corriente, es la voz cantante de los diecisiete relatos breves que conforman las Viejas historias de Castilla la Vieja y tal personaje es una especie de alter ego de Miguel Delibes; una voz, un vocabulario, una manera de narrar y trazar los diálogos, los refranes, las consejas; una sabiduría del terruño y una memoria que evoca y traza una serie de cuadros de ancestrales tradiciones, atavismos, supersticiones y costumbres circunscritas a la geografía, cosmovisión, flora y fauna de un puñado de pequeños pueblos campesinos ubicados en el entorno de las provincias de Valladolid y Ávila, de hecho, hay un relato que se titula “Las murallas de Ávila”, que si bien no se sucede en tal lugar, sí alude el histórico casco medieval de Ávila, “declarado Patrimonio de la Humanidad en 1985”. 
Miguel Delibes
El desglose de los diecisiete relatos trazan un círculo concéntrico, un íntimo eterno retorno, cuyo meollo es el protagonista, su memoria y su inextricable idiosincrasia; es decir, el íncipit del primero: “El pueblo en la cara”, reza a la letra: “Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo de Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino del Pozal de la Culebra.” Y en el último de los diecisiete: “El regreso”, Isidoro, que retorna al pueblo después de haberse ido hace 48 años, como si nada hubiera cambiado y todo siguiera igual, no sólo se encuentra casi en la entrada al mismo Aniano, el Cosario, y cruzan un breve diálogo que parafrasea el breve diálogo que entablaron hace 48 años, sino que luego de entrever y de algún modo constatar con la mirada y a vuelo de pájaro que “lo esencial permanecía” y que “Todo estaba tal y como lo dejé, con el polvillo de la última trilla agarrado aún a los muros de adobe de las casas y a las bardas de los corrales”, en el interior de la vivienda familiar, las Mellizas, sus hermanas, que eran chiquillas cuando se fue, duermen en el mismo camastro y las besa de un modo semejante a como las besó al despedirse, en particular a Clara, que, como otrora, duerme con un ojo abierto: 
Miguel Delibes
“Y ya, en casa, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro, y ambas tenían ya el cabello blanco, pero la Clara, que sólo dormía con un ojo, seguía mirándome con el otro, inexpresivo, patéticamente azul. Y al besarlas en la frente se le despertó a la Clara el otro ojo y se cubrió instintivamente el escote con el embozo y me dijo: ‘¿Quién es usted?’. Y yo le sonreí y le dije: ‘¿Es que no me conoces? El Isidoro’. Ella me midió de arriba abajo y, al final, me dijo: ‘Estás más viejo’. Y yo le dije: ‘Tú estás más crecida’. Y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, los dos rompimos a reír.”
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
Esa línea cronológica que preludia el íncipit de la primera narración, se data en “Los nublados de Virgen a Virgen”, el décimo relato, pues Isidoro dice allí rememorando dos históricos sucesos que enmarcaron su partida: “El año de la Gran Guerra, cuando yo partí, se contaron en mi pueblo, de Virgen a Virgen, hasta veintiséis tormentas.” O sea, se fue en 1914; y como estuvo fuera 48 años, entonces regresó en 1962. No obstante, bien lo decía Borges: “la memoria es una forma del olvido”, pues, por ejemplo, en el sexto relato: “El teso macho de Fuentetoba”, Isidoro evoca que en “el año once la tía Marcelina cumplió noventa y dos años” y que a las pocas semanas murió; y esto fue un suceso relevante, pues además del fallecimiento de la tía (con quien compartieron entrañables vivencias y pintorescas anécdotas que se narran en varios cuentos), su padre, escenificó y vociferó una caricaturesca rabieta al enterarse que la tía Marcelina no le heredó nada y que dejó “todos sus bienes a las monjas del Pino”. Sin embargo, en el citado relato “Los nublados de Virgen a Virgen”, cuyas 26 históricas tormentas subyacen en el rótulo y que fue el año de su partida del pueblo (“El año de la Gran Guerra”), la tía Marcelina Yáñez, que se supone murió en 1911, aún está vivita y coleando en 1914 y es protagonista de un acto de videncia parcial y errada, pues durante una de esas horrororísimas 26 tormentas (y allí el Isidoro y las Mellizas son unos chiquillos que siguen al pie de la letra las rogativas y encomiendas de la ferviente fe católica de la tía), con el estruendo de un espeluznante rayo (“al Coqui, el perro, se le erizaban los pelos del espinazo”), se cae y apaga “la vela del Monumento” que la tía le había encendido a Santa Bárbara y anuncia la muerte del homónimo padre de Isidoro: “Al Isidoro le ha matado el rayo en el alcor; acabo de verlo”: 
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
“Madre se puso loca, y como en esos casos, según es sabido, lo mejor son los golpes, entre las Mellizas y yo empezamos a propinarle sopapos sin duelo. De repente, en medio del barullo, se presentó Padre, el pelo chamuscado, los ojos atónitos, el collarón de la mula en una mano y el saco de pernalas en la otra. Las piernas le temblaban como ramas verdes y sólo dijo: ‘Ni sé si estoy muerto o vivo’, y se sentó pesadamente sobre el banco del zaguán.
“Una vez que la nube pasó y sobre los tesos de poniente se tendió el arcoiris, me llegué con los mozos del pueblo a los chopos que dicen los Enamorados y allí, al pie, estaba muerta la mula, con el pelo renegrido y mate, como mojado. Y Olimpio, que todo lo sabía, dijo: ‘La silla le ha salvado’. Pero la tía Marcelina porfió que no era la silla sino la vela, y aunque era un cabo muy pequeño, donde apenas se leía ya en las letras de pimentón ‘elina Yáñez’, la colocó como una reliquia sobre la cómoda, entre el abejaruco disecado y la culebra de muelles.”
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
En el inicio de “El teso macho de Fuentetoba”, Isidoro (la voz narrativa) dice: “La tía Marcelina no es de mi pueblo, sino de Fuentetoba, una aldea a cuatro leguas. Tanto da, creo yo, porque Fuentetoba se asemeja a mi pueblo como un huevo a otro huevo. Fuentetoba tiene cereales, alcores, cardos, avena loca, cuervos, chopos y arroyo cangrejero como cualquier pueblo que se precie.” Mientras que en el íncipit del treceavo relato: “Un chusco para cada castellano”, reporta del cariz del huevo: “Conforme lo dicho, las tierras de mi pueblo quedan circunscritas por las de Pozal de la Culebra, Navalejos, Villalube del Pan, Fuentetoba, Malpartida y Molacegos del Trigo. Pozal de la Culebra es la cabeza y allí están el Juzgado, el Registro, la notaría y la farmacia. Pero sus tierras no por ello son mejores que las nuestras, y el trigo y la cebada hay que sudarlos igual que aquí. Los tesos, sin embargo, nada tienen que ver con la división administrativa, porque los tesos, como los forúnculos, brotan donde les place y no queda otro remedio que aceptarlos donde están y como son.”
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
En el octavo relato: “La Sisinia, mártir de la pureza”, Isidoro le pone nombre al lugar (de cuyo nombre parecía no querer acordarse) cuando dice de Sisinia, apuñalada y doncella a los 22 años: “En el pueblo se consideraba un don especial esto de contar en lo alto con una intercesora natural de Rolliza del Arroyo, hija del Telesforo y de la Herculana”, (tal es así que Isidoro narra pintorescos episodios de sus “milagros” y el empeño de don Justo del Espíritu Santo, el cura párroco, en lograr su beatificación). Y en el segundo relato: “Aniano, el Cosario”, cuando aún va a pie yéndose del villorrio, antes de proseguir rumbo al coche encaminado por el Cosario, se vuelve y traza una mirada de tarjeta postal (que guarda, tal infalible memoria de “Funes el memorioso”, durante 48 años, junto con todas sus historias implícitas): 
“Y así que llegamos al atajo de la Viuda, me volví y vi el llano y el camino polvoriento zigzagueando por él y, a la izquierda, los tres almendros del Ponciano y, a la derecha, los tres almendros del Olimpio y, detrás, de los rastrojos amarillos, el pueblo, con la chata torre de la iglesia en medio y las casitas de adobe, como polluelos, en derredor. Eran cuatro casas mal contadas pero era un pueblo, y a mano derecha, según se mira, aún divisaba el chopo de Elicio y el palomar de la tía Zenona y el bando de palomas, muy nutrido, sobrevolando la última curva del camino. Tras el pueblo se iniciaban los tesos como moles de ceniza, y al pie de Cerro Fortuna, como protegiéndole del matacabras, se alzaba el soto de los Encapuchados donde por San Vito, cuando era niño y Madre vivía, merendábamos los cangrejos que Padre sacaba del arroyo y una tortilla de escabeche. Recuerdo que Padre en aquellas meriendas empinaba la bota más de la cuenta y Madre decía: ‘Deja la bota, Isidoro; te puede hacer mal’. Y él se enfadaba. Padre siempre se enfadaba con Madre, menos el día que murió y la vio tendida en el suelo entre cuatro hachones. Aquel día se arrancó a llorar y decía: ‘No hubo mujer más buena que ella’. Luego abrazó a las Mellizas y les dijo: ‘Sólo pido al Señor que os parezcáis a la difunta’. Y las Mellizas, que eran muy niñas, se reían por lo bajo como dos tontas y se decían: ‘Fíjate cuánta gente viene hoy por casa’.
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
Vale puntualizar que, a la postre, lo trascendente de ese episodio de la partida del pueblo, es que Isidoro, dentro de sí mismo, “empieza a comprender que ser de pueblo en Castilla era una cosa importante”. En este sentido, las anécdotas y las menudencias que se comprimen en los diecisiete relatos y en la obviedad del retorno, corroboran el intríngulis de tal aserto. Sin embargo, antes de discernir tal postura, vivió, como una maldición, como una peste, el hecho de “ser de pueblo”. El título del primer relato: “El pueblo en la cara”, implica que en sus rasgos, en la vestimenta, en sus modales y en el habla se le nota. Y esto, “en el año cinco”, o sea: en 1905, cuando fue “a la ciudad” a cursar “lo del bachillerato” se tornó una especie de estigma, vergüenza y tormento, porque, según cuenta, entre los alumnos padeció burla,  marginación, y menosprecio, rubricado por “el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría”, ante quien no pudo “demostrar que los ángulos de un triángulo valieran por dos rectos” y por ende lo mandó a su lugar ungiéndolo, como a una res, con la lacerante marca de fuego en la frente: “Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara”. Y en el cuarto relato: “La Pimpollada del páramo”, un domingo su padre lo ha llevado de paseo a la ciudad y se encuentran con el Topo, quien a la pregunta de “¿Qué?” que le hace su progenitor, el maestro repite y sentencia: “Malo. De ahí no sacaremos nada; lleva el pueblo escrito en la cara”. 
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
No extraña, entonces, que ante su incompetencia escolar y en la siembra (pese a que ésta le gusta y él conoce su alquimia y la conducta de animales y aves), su padre, con mano dura, haya intentado que sentara cabeza: “Y al cumplir los catorce, Padre me subió al páramo y me dijo: ‘Aquí no hay testigos. Reflexiona: ¿quieres estudiar?’. Yo le dije: ‘No’. Me dijo: ‘¿Te gusta el campo?’. Yo le dije: ‘Sí’. El dijo: ‘¿Y trabajar en el campo?’. Yo le dije: ‘No’. Él entonces me sacudió el polvo en forma y, ya en casa, soltó al Coqui y me tuvo cuarenta y ocho horas amarrado a la cadena del perro sin comer ni beber.”
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)


Miguel Delibes, Viejas historias de Castilla la Vieja. Fotos en blanco y negro de Ramón Masats. Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial. Madrid, 2010. 120 pp.






martes, 11 de diciembre de 2012

Inquisiciones



El joven Borges y algunas ejecutorias parciales 

                                  
I de II
Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899 y murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. Aún andaba en el cuarto de siglo cuando publicó su primer libro de ensayos: Inquisiciones. Impreso en 1925 por Editorial Proa (en la imprenta El Inca de Buenos Aires), se tiraron 500 ejemplares numerados del 1 al 500 (los primeros 5 en mejor papel, fuera de comercio y con la firma del autor). Tal título era legendario e inencontrable —como legendario e inencontrable en español fue, hasta 1999, el Autobiographical Essay de Borges, publicado por primera vez en inglés en The New Yorker (septiembre 19 de 1970), fruto de los diálogos del escritor con el norteamericano Norman Thomas Di Giovanni (Newton, Massachussets, 1933)—. Esto por el hecho de que Borges se negó a reeditar Inquisiciones de manera individual y a que se incluyera en las sucesivas ediciones de la biblia borgeana: el grueso tomo de sus Obras completas (Emecé, 1974), y porque una y otra vez era mencionado por críticos e investigadores: César Fernández Moreno, Emir Rodríguez Monegal, José María Valverde, Guillermo Sucre, entre otros.
(Editorial Proa, Buenos Aires, 1925)
      Por decisión de María Kodama (Buenos Aires, marzo 10 de 1937), su viuda y heredera universal de los derechos de autor de Borges, apareció en la capital argentina, en “marzo de 1994”, la póstuma segunda edición de Inquisiciones, editada por Seix Barral en la serie Biblioteca Breve. Valiosa iniciativa (reprobable para algunos) que la hizo autorizar las póstumas segundas ediciones (editadas también por Seix Barral: en “noviembre de 1993” y en “noviembre de 1994”) del otro par de libros, proscritos por el autor, con juveniles ensayos: El tamaño de mi esperanza (Proa, 1926) y El idioma de los argentinos (Gleizer, 1928).
Ilustración de la portada: Jefa (1923), de Xul Solar
(Seix Barral, Buenos Aires, marzo de 1994)
      Según informa una postrera nota del anónimo editor, en el nuevo Inquisiciones —en el que no se datan las publicaciones donde originalmente aparecieron los textos— se respetaron ciertos modismos ortográficos del joven Borges, se corrigieron erratas, “problemas de paginación” y se optó por “criterios tipográficos modernos”; es decir, no se trata de una reedición facsimilar. Pero si una reedición de tal naturaleza hubiera sido curiosa e interesante, una edición crítica y anotada del facsímil hubiera sido mucho más atractiva. 
Borges y María Kodama
       Narran los biógrafos del autor, que entre 1914 y 1921 los Borges vivieron en Europa, básicamente en Ginebra, donde Georgie —que desde niño hablaba y leía en lengua inglesa— estudió el bachillerato y aprendió francés, latín y alemán, idioma que se enseñó a sí mismo con un diccionario inglés-alemán y un libro con poemas de Heine (Lyrisches Intermezzo), lo cual le facilitó el acceso directo al expresionismo germano y, desde luego, a las vanguardias europeas.
       Entre 1919 y 1921, los Borges vivieron en España: Isla de Mallorca, Sevilla y Madrid. En Sevilla, el joven Georgie se sumó a los ultraístas y empezó a colaborar en sus publicaciones (Grecia, Ultra, Cosmópolis, etc.), ya con poemas, artículos y manifiestos. Vale observar que entre tales ultraístas figuraba el madrileño Guillermo de Torre (1900-1971), su cuñado desde 1928, autor del temprano Literaturas europeas de vanguardia (Caro Raggio, 1925), de los tres tomos de Historia de las literaturas de vanguardia (Guadarrama, 1965) y de Ultraísmo, existencialismo y objetivismo en literatura (Guadarrama, 1968). 
En Madrid, el joven Georgie iba al Café Pombo, donde Ramón Gómez de la Serna presidía su legendaria tertulia, pero también y sobre todo asistía a la tertulia del Café Colonial, en la que oficiaba Rafael Cansinos-Assens, quien según Borges —que se sentía su discípulo— guiaba al ultraísmo. Así, cuando el 24 de marzo de 1921 los Borges regresan a Buenos Aires, el joven Georgie se transforma en uno de los iniciadores del ultraísmo argentino, precisamente cuando “en la noche del 25 de noviembre de 1921” —anota Edwin Williamson en Borges, una vida (Seix Barral, 2006)— él y sus amigos: su primo Guillermo Juan, Eduardo González Lanuza y Guillermo de Torre, pegan en las paredes (“con pinceles y baldes de engrudo”) el número uno de su revista mural Prisma, misma que exhibía una declaración de principios titulada “Proclama” —escrita por Borges, pero firmada por los cuatro—, un grabado en madera de Norah, su hermana, y una serie de poemas breves (entre ellos “Aldea”, del joven Georgie) que dizque ejemplifican lo central de su dogma antirrubendarista: “Hemos sintetizado la poesía en su elemento primordial: la metáfora, a la que concedemos una máxima independencia, más allá de los jueguitos de aquellos que comparan entre sí cosas de forma semejante, equiparando con un circo a la luna.” Postulado que repite en “Ultraísmo” (“Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora”), crónica periodística sobre la génesis y ontología de tal vanguardia y selección de poemas de varios ultraístas que Borges publicó en el número 151 de la revista bonaerense Nosotros (Año 15, Vol. 39, diciembre de 1921).
       El reseñista bosqueja tales datos porque buena parte de los textos reunidos en Inquisiciones responden a ese juvenil ímpetu ultraísta que luego se fragmentaría y del que joven Borges también se distanció y que a lo largo del tiempo criticó, no pocas veces con acritud. Por ejemplo, en las radiofónicas Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges (Siglo XXI, 4ª ed., 2000), realizadas en 1964, en París y en francés y originalmente publicadas por Éditions Gallimard en 1967, hay una destinada al “Ultraísmo” en la que se leen las siguientes lapidarias aseveraciones de Borges:
Borges en 1968
(Foto: Eduardo Comesaña)
“Creo que lo mejor sería ignorar totalmente el ultraísmo. Se trata de un movimiento literario que tuvo su origen en España: se quería imitar a poetas, qué diré yo, del género de Pierre Reverdy. Se quería imitar a Apollinaire, al chileno Huidobro. Una teoría, que hoy encuentro totalmente falsa, quería reducir la poesía a la metáfora y creía en la posibilidad de hacer nuevas metáforas./ Y bien, yo creí, o intenté creer, en este credo literario. ¡Ahora lo encuentro falso de toda falsedad! No veo ninguna razón para suponer que la metáfora sea el único artificio literario posible, cuando lo cierto es que hay otros. Y, después, también se hizo lo mismo en Buenos Aires.” 
“[...] Así, pues, hicimos un movimiento literario. Negábamos la rima. Queríamos negar la música del verso. Sólo queríamos encontrar nuevas metáforas [...] Creo que el ultraísmo hizo su época. Estoy un poco avergonzado de haber firmado sus manifiestos. En cuanto a negar la música del verso, encuentro que se trata de un error evidente. Creo que la música es la esencia del verso, es decir, la correspondencia entre la emoción y el sonido del verso. Lo mismo diría de la prosa. En cuanto a la rima: no veo qué razones hay para renunciar a un medio tan agradable como la rima./ En todo caso, esta historia del ultraísmo corresponde a una época muy lejana. Yo era ultraísta en 1921. Estamos en 1964. Si aún quedan colegas de esa época le dirán exactamente lo que yo digo. Esa época era muy divertida para nosotros. Nos divertíamos mucho creyéndonos revolucionarios, pensando que la poesía empezaba en nosotros, pensando que si encontrábamos bellas metáforas en Shakespeare o en Hugo era, evidentemente, porque eran precursores nuestros. ¡Precursores nuestros! Eran otras épocas. Sería necesario olvidarlas.”
El joven Borges en 1924
En el “Prólogo” de Inquisiciones, el joven Borges anotó: “Este que llamo Inquisiciones (por aliviar alguna vez la palabra de sambenitos y humareda) es ejecutoria parcial de mis veinticinco años. El resto cabe en un manojo de salmos, en el Fervor de Buenos Aires [su primer poemario en edición de autor, 1923] y en un cartel que las esquinas de Callao publicaron.” Tal cartel es Prisma, la revista mural que conoció un segundo y último número impreso en marzo de 1922. Pero además el nombre de la Editorial Proa —donde además de Inquisiciones publicó su segundo y tercer poemario: Luna de enfrente (1925), con portada y viñetas de su hermana Norah, y Cuaderno San Martín (1929), con un retrato a lápiz del autor de Silvina Ocampo, y su citado segundo libro de ensayos: El tamaño de mi esperanza (1926), con viñetas de Xul Solar— remite a las dos épocas de la revista Proa. La primera, de agosto de 1922 a julio de 1923, sólo tuvo tres números y fue dirigida por Borges y Macedonio Fernández (1874-1952), ese mítico personaje, condiscípulo y amigo de su padre Jorge Guillermo Borges (1874-1938), del que tras su muerte dijo ante la bóveda de La Recoleta donde se guardaron sus restos, discurso y elogio publicado en la revista Sur (marzo-abril de 1952) y póstumamente reunido en Borges en Sur. 1931-1980 (Emecé, 1999): “[...] Íntimos amigos de Macedonio fueron José Ingenieros [...] y mi padre; hacia 1921, de vuelta de Suiza y de España, heredé esa amistad. La República Argentina me pareció un territorio insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura, pero hablé un par de veces con Macedonio y comprendí que ese hombre gris que, en una mediocre pensión del barrio de los Tribunales, descubría los problemas eternos como si fuera Tales de Mileto o Parménides, podría reemplazar infinitamente los siglos y los reinos de Europa. Yo pasaba los días leyendo a Mauthner o elaborando áridos y avaros poemas de la secta, de la equivocación, ultraísta; la certidumbre de que el sábado, en una confitería del Once, oiríamos a Macedonio explicar qué ausencia o que ilusión es el yo, bastaba, lo recuerdo muy bien, para justificar las semanas. En el decurso de una vida ya larga, no hubo conversación que me impresionara como la de Macedonio Fernández [...] Los historiadores de la mística judía hablaban de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo de Zaddik hubo en Macedonio. Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble [...]” En este sentido, el joven Borges apuntó en las postreras “Advertencias” de Inquisiciones: “‘La nadería de la personalidad’ y ‘La encrucijada de Berkeley’ —los dos escritos metafísicos que este volumen incluye— fueron pensados a la vera de claras discusiones con Macedonio Fernández.” 
No extraña, además, que algunos años después, entre las íntimas respuestas con las cuales el viejo y ciego Borges evoca y a sí mismo se contesta a la pregunta “¿Qué será Buenos Aires?” —que inicia su poema “Buenos Aires”, incluido en Elogio de la sombra (Emecé, 1969)—, se diga rememorando el sitio de la Plaza del Once donde se hallaba La Perla, la confitería de Jujuy y Rivadavia en la que cada sábado el joven ultraísta se reunía con Macedonio y otros contertulios (“los macedonios”): “Es, en la deshabitada noche, cierta esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándome que la muerte es una falacia.”



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II de II
La segunda época de Proa tuvo 15 números, editados entre agosto de 1924 y enero de 1926, y fue codirigida en Buenos Aires por Jorge Luis Borges, Brandán Caraffa, Pablo Rojas Paz y Ricardo Güiraldes, quien se separó de la revista en 1925, a los 14 números; es decir, un año antes de que su fama empezara a trascender, pues su novela gauchesca Don Segundo Sombra, editada por Proa, data de 1926, aunque el gusto le duró poco: murió de cáncer el 8 de octubre de 1927 a los 41 años (y Borges heredó su guitarra). Según dice José María Valverde en el tomo 1 de Historia de la literatura latinoamericana (Planeta, 1974), el nombre de Proa se debe a un verso de El cencerro de cristal (1915), poemario de Ricardo Güiraldes: “Beber lo que viene. Tener alma de proa.” 
Un poema de El cencerro de cristal, además, se denomina “Prismas” (vocablo con reminiscencias cubistas), homónimo de un poema que el joven Borges publicó en el número 4 de la revista Ultra (Madrid, marzo 1 de 1921) y casi de “Prismas: ‘Sala vacía’”, poema publicado en el número 15 de Ultra (Madrid, enero 15 de 1922), luego incluido, con variantes y el título “Sala vacía”, en Fervor de Buenos Aires (1923), su primer poemario en edición de autor, cuyo tiraje de 300 ejemplares pagó su padre y cuya portada ilustró su hermana Norah con un grabado en madera. “Prismas” también es homónimo del poemario que Eduardo González Lanuza (1900-1984) publicó en 1924 y que según anota Borges (con bombo y platillo) en el artículo que le dedica en Inquisiciones (Proa, 1925): es “el libro ejemplar del ultraísmo”, el “arquetipo de una generación”. En este sentido, “Prismas” es casi homónimo de la susodicha revista mural Prisma (con que en noviembre de 1921 arranca el ultraísmo en Buenos Aires, según dice Edwin Williamson, pero según Guillermo de Torre fue en diciembre), nombre que también es el título del primer poema del primer libro del movimiento estridentista: Andamios interiores (Cvltvra, 1922), Poemas radiográficos del mexicano Manuel Maples Arce (1900-1981), iniciador y heresiarca del estridentismo, que si bien, él solo, empezó su vanguardia en diciembre de 1921 al pegar en ciertas calles del Centro Histórico de la Ciudad de México su manifiesto-mural Actual no 1. Hoja de Vanguardia. Comprimido Estridentista, a su libro no le fue muy bien en el comentario que el joven Georgie le dedicó en Inquisiciones, en el cual, como se ve, casi le dice que tal vez se hubiera salvado de la picota georgiana si hubiera escrito —con aliento criollo y orillero— su “Fervor de México” o su “Fervor de Papantla” (el pueblo del Estado de Veracruz donde Manuel Maples Arce nació) o su “Fervor de Xalapa” (la capital veracruzana: “Estridentópolis”, donde el estridentismo, entre 1924 y 1927, vivió su auge y declive, coincidiendo con el período en que el joven Maples Arce fue Secretario de Gobierno del Estado de Veracruz): “La primera parte de la antítesis no me interesa. Permitir que la calle se vuelque de rondón en los versos —y no la dulce calle de arrabal, serenada de árboles y enternecida de ocaso, sino la otra, chillona, molestada de prisas y ajetreos— siempre antojóseme un empeño desapacible. En cuanto al entremetimiento en la lírica, de términos geometrales, tampoco logra entusiasmarme.”
Andamios interiores. Poemas radiográfricos (Cvltvra, México, 1922)
Primer poemario estridestista de Manuel Maples Arce (1900-1981)
Escritos con ampulosidad y retorcida pedantería —muy distantes del magnetismo y la enciclopédica erudición que unos años después se leería, por ejemplo, en sus ensayos reunidos (con el auxilio de José Bianco) en Otras inquisiciones (1937-1952) (Sur, 1952)— sus juveniles Inquisiciones mucho responden a su aprendizaje en Europa y a su filiación ultraísta; en este sentido, al hablar de sus conocidos y amigos no escatima elogios. Por ejemplo, cuando bosqueja la leyenda negra y la obra de “Torres Villarroel (1693-1770)”, dice: “Ese ictus sententiarum, esa insolentada retórica” [de ‘sus escritos fantásticos’], esa violencia casi física de su verbo, tienen su parangón actual con los veinte Poemas para ser leídos en el tranvía” [sic], libro vanguardista de 1922 que el argentino Oliverio Girondo (1891-1967), a partir de 1920, escribió, ilustró e imprimió durante su estancia en España y Francia. 
Inquisiciones (Proa, Buenos Aires, 1925)
Primer libro de ensayos y notas de Jorge Luis Borges (1899-1986)
       Norah Lange (1905-1972), musa del ultraísmo (dada su juventud y belleza) era prima política del joven Georgie, de quien estuvo fatalmente enamorado (vertiente que Edwin Williamson explora sobremanera), a cuya casa iba para verse con Concepción Guerrero, su evanescente noviecita de 16 años a quien le dedicó “Sábados”, poema reunido en Fervor de Buenos Aires, donde le canta: “Tú/ que ayer eras toda hermosura/ eres también todo el amor, ahora.” Borges incluyó en Inquisiciones su prólogo a La calle de la tarde (Ediciones J. Samet, 1925), poemas ultraístas de Norah Lange, ante los cuales exclama: “¡Cuánta eficacia limpia en esos versos de chica de quince años!”; el cual, 50 años después antologó, con ligeras variantes, en su libro Prólogos, con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, 1975). 
       Y si en “La traducción de un incidente” evoca la tertulia de Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) y la de Rafael Cansinos-Assens (1882-1964), sobre cada uno presentó un texto. Entre las loas con que celebra a Rafael Cansinos-Assens, se lee: “Quiero señalarlo también como el más admirable aunador de metáforas de cuantos manejan nuestra prosodia.” Y en la nota que le dedicó a La sagrada cripta de Pombo (Madrid, Imprenta G. Hernández y Galo Sáez, 1924), el segundo libro de crónicas sobre los escritores, artistas e intelectuales que confluían en el Café Pombo donde Ramón ofició entre 1914 y 1936, el joven Borges reconoce su propia descripción y proclama: “De las seiscientas páginas de este libro en sazón ninguna está pensada en blanco y en ninguna cabe un bostezo.” Quizá una exultante y complaciente reciprocidad frente a la laudatoria nota que Ramón le dedicó a él y a Fervor de Buenos Aires en la Revista de Occidente (Madrid, tomo IV, abril-junio de 1924).
Vale apuntar que textos de Borges pertenecientes al fervor ultraísta, español y argentino, se leen en Las vanguardias literarias en Hispanoamérica. (Manifiestos, proclamas y otros escritos (FCE, 1990), que Hugo J. Verani, prologuista y antólogo, publicó por primera vez en Roma, en 1986, con Bulzoni Editore. Y algo en Manifiestos, proclamas y polémicas de la vanguardia literaria hispanoamericana (Biblioteca Ayacucho, 1988), con “Edición, selección, prólogo, bibliografía y notas” de Nelson Osorio T. Pero sobre todo en el volumen de Jorge Luis Borges: Textos recobrados 1919-1929 (Emecé, 1996), póstuma compilación, con documentadas notas, “al cuidado de Sara Luisa del Carril”.
“Anverso [...] de la tarjeta postal enviada por Borges a [Jacobo] Sureda en octubre de 1921, desde Buenos Aires a Leysin (Suiza). El retrato del anverso, que Borges califica de ‘estudio en pliegues’, fue realizado en junio de 1919 en Mallorca, y se conocen otras 2 copias que Borges envió a Guillermo de Torre y a Roberto Godel [...]” La transcripción de la misiva que Borges le envió a Sureda, escrita de manera manuscrita en el anverso y reverso de la tarjeta postal, dice a la letra: “¡Salve, Compañero!/ A tu tarjeta que recién acaba de adentrarse en mi espíritu, contesto provisoriamente y como zaguán de una más dilatada carta, con el adjunto ‘estudio en pliegues’ ejecutado hace dos años en Palma. Recibí tu carta de Leysin y la contesté, pero a las señas ‘Chamossaire-Leysin’ donde podrías ir a preguntar./ Ando planeando —con un muchacho español, cómplice— una suerte de revista Prisma cuyo primer número ‘si sale’ aurolearé con tu poema incensario.../ Ultra murió. Manda originales, por si acaso se realiza Prisma. No dejes de escribirme./ Te abraza estrechamente/ Jorge-Luis”. Tal carta y la imagen se aprecian en Cartas del fervor. Correspondencia con Maurice Abramowicz y Jacobo Sureda (1919-1928) (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores/Emecé, Barcelona, 1999), póstumo volumen de Jorge Luis Borges, con “Prólogo de Joaquín Marco”, “Notas de Carlos García” y “Edición al cuidado de Cristóbal Parra”.
Además de la impronta y devaneo ultraísta, la miscelánea reunida en Inquisiciones da luz sobre otros temas y lecturas que por ese entonces interesaron al joven Borges, por ejemplo: “Menoscabo y grandeza de Quevedo”, “Acerca del expresionismo”, “Herrera y Reissig”, “Ascasubi”, “La criolledad en Ipuche”, “Queja de todo criollo” o “Buenos Aires”, relacionado con su legendario redescubrimiento de su mitificada ciudad. Y “Omar Jaiyám y Fitzgerald”, que no deja de ser un eco del hecho de que, según dice María Esther Vázquez en su biografía Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996), Jorge Guillermo Borges, el padre de Georgie, “había traducido a Omar Khayyám de la versión inglesa de Fitzgerald, conservando la métrica. Fue la primera traducción en verso que hubo en español.” 
       Y si de primeros lugares se trata, los artículos del joven Borges “Sir Thomas Browne” y “El Ulises de Joyce” los dan a conocer por primera vez en Buenos Aires —acota la misma biógrafa—, puntualizando que en cuanto a la efímera y morosa odisea de Leopold Bloom (cuya publicación en inglés data de 1922) “se adelanta a los tiempos”; es decir, pese cierto detalle que no deja de ser curioso y revelador: “Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye.” Todo por el hecho de que según la biógrafa: “la primera traducción en lengua española del Ulises apareció en 1948.” 
Borges y María Kodama en México (1981)
Foto: Paulina Lavista
Vale añadir que Inquisiciones fue objeto de tempranos comentarios de críticos con los que el joven Borges tenía contacto: Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) le destinó una nota en la Revista de Filología Española (Madrid, Vol. XIII, 1926) y Valery Larbaud (1881-1957), en su artículo escrito y publicado en francés en La Revue Européenne (París, diciembre de 1925), además de calificarlo, por Fervor de Buenos Aires, como “el más moderno de los poetas de Buenos Aires, es decir, de aquéllos que experimentan poéticamente la vida cotidiana y el paisaje de Buenos Aires”, dijo, como preámbulo de sus elogios, que Inquisiciones “es le mejor libro de crítica que hemos recibido, hasta la fecha, de la América Latina, o por lo menos el que mejor corresponde al ideal que nos hemos formado de un libro de crítica publicado en Buenos Aires.”

Jorge Luis Borges, Inquisiciones. 1ª edición en Seix Barral/Biblioteca Breve. Buenos Aires, marzo de 1994. 180 pp.