miércoles, 4 de abril de 2018

Max Ernst, el hombre pájaro



Los sueños duran lo que dura un bostezo

                                  
I de II
Editado en la serie Los Especiales de A la orilla del viento del Fondo de Cultura Económica, con un tiraje de 5,500 ejemplares, en mayo de 2013 se terminó de imprimir y encuadernar el vistoso libro en cartoné: Max Ernst, el hombre pájaro (31.2 x 22 cm), escrito, ilustrado y maquetado por Daniela Iride Murgia (Italia, 1969), con el que en 2012 ganó el XVI Concurso de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento y en 2013 el Premio CANIEM (Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana) al arte editorial en la categoría “Álbumes ilustrados”. Se trata de un libro dirigido a los pequeños lectores que, como lo indica el título, tributa al artista alemán Max Ernst (1891-1976), cuya obra es parte intrínseca del movimiento surrealista que presidía el francés André Breton (1896-1966), y en cuya serie de femmes enfants, seducidas y conquistadas con sus inveteradas y legendarias dotes de donjuán, descuella la británica Leonora Carrington (1917-2011), quien también es homenajeada en el libro urdido por Daniela Iride Murgia.  
Detalle de la portada de Max Ernst, el hombre pájaro (FCE, 2013)
   Vale subrayar que el preciosismo gráfico se observa a todo lo largo y ancho de las páginas, incluyendo los forros y las guardas; y que las ilustraciones a color, concebidas como si fueran collages e híbridos, amén de parafrasear y tributar la vertiente dadaísta y surrealista de los collages sobre papel de Max Ernst, más su icónico cuadro Leonora en la luz de la mañana (1940) —y semejanzas por el estilo— y su totémico y arquetípico emblema de Loplop, el Pájaro Superior, están muy por encima de la fragmentaria y telegráfica narración que la misma Daniela Iride Murgia traza en breves fragmentos distribuidos a lo largo de las páginas, pese a que el cuento en sí lo narra al unísono con texto e imágenes. 



Leonora en la luz de la mañana (1940), de Max Ernst

Ilustración de Daniela Iride Murgia
    En el libro no se dice ni mu ni pío sobre el origen y el itinerario de la autora ni sobre las identidades y la obra de Max Ernst y Leonora Carrington y por ello se infiere que un adulto entenderá y disfrutará lo tácito e implícito. Pero un niño o una niña, para ahondar en los meollos, necesita el didáctico y somero abecé del adulto. Ahora que si para observar y regocijarse con las ilustraciones el pequeño lector puede prescindir del adulto, más aún en las lúdicas imágenes con su pizca de trampantojos, en la lectura puede que sí necesite del auxilio de un mayor experimentado o del tumbaburros, pues en algunos fragmentos no faltan las palabras “raras” o poco usuales en el habla.

Ilustración de Daniela Iride Murgia
  Se colige que el lector ideal de Max Ernst, el hombre pájaro es un niño o una niña con algo de poeta, de dibujante y pintor, de músico, cantante y bailarín, pues el arquetipo que encarna el personaje del libro es un niño rebelde e iconoclasta, soñador, lector, pintor, curioso, pensativo, imaginativo, creativo, viajero, con fantásticas posibilidades de convertirse en “hombre pájaro” y así conocer, por un corto tiempo, a una fémina que “soñaba con transformarse en caballo”. “Así que Max y Leonora se enamoraron, se desposaron con el viento y vivieron en el epicentro de un sueño raro, en una época afiebrada, simbólica y onírica.” Se narra en un fragmento y en otro: “Pero los sueños duran lo que dura un bostezo y Max comprendió que ni el pegamento más fuerte del mundo podía permitirles prolongar el suyo.”

Leonora Carrington y Max Ernst en Saint-Martin-d'Ardèche (Francia, 1939)
   Efectivamente, además de que Leonora Carrington signa el fin del sueño con su óleo sobre tela Portrait of Max Ernst (1940) y su breve cuento fantástico “The Bird Superior, Max Ernst”, ambos reproducidos en la neoyorquina revista View (marzo-abril, 1942), número “dedicado a Max Ernst, en coordinación con su muestra personal en la galería Valentine donde se exhibían alrededor de treinta de sus cuadros (de 1937-1942)”, su vínculo real fue muy breve y axial, más para ella, pues tenía 20 años y Max 46 cuando en el verano de 1937 se conocieron en Londres en torno a la muestra de él en la Galería Mayor y muy pronto se desató el recíproco y candente amour fou (amor loco). Así, Leonora, que aún estudiaba en la pequeña academia del pintor Amédée Ozenfant (1886-1966) y era hija de un riquísimo magnate (el principal accionista de la Imperial Chemical Industries) y no había escrito ni pintado nada relevante o que a la postre trascendiera, ese año lo siguió a París (“El arte de Londres no me parecía lo suficientemente moderno; yo quería estudiar en París donde los surrealistas estaban a toda vela”, dijo), pese a que Max Enrst aún estaba casado con Marie-Berthe Aurenche (1906-1960). En París vivieron en un departamento de la rue Jacob y Max Enrst la introdujo en el círculo surrealista de André Bretón, de modo que en 1938 participó en dos grandes exposiciones surrealistas, una en París y otra en Ámsterdam. Y en el verano de ese año, debido al agresivo acoso de Marie-Berthe y a cierta asfixia de Max en el mundillo parisino, se trasladaron al pueblo de Saint-Martin-d’Ardèche, cerca de Aviñón, donde vivieron, cultivaron, pintaron y esculpieron hasta que poco después de que el 3 de septiembre de 1939 Francia declaró la guerra a la Alemania nazi y Max Enrst, por ser “ciudadano de un país enemigo”, inició su periplo de entradas y salidas en varios campos de concentración franceses. Fue entonces cuando aún en Ardèche se empezó a suscitar el desequilibrio neurótico y mental de Leonora que induciría a Harold Carrington, su todopoderoso padre transnacional, a internarla, a través de representantes, en el manicomio de Santander, España. Allí estuvo tres meses de 1940, donde la torturaron atada de pies y manos con el cuerpo desnudo y le aplicaron tres dosis de Cardiazol, “una droga que inducía químicamente convulsiones semejantes a los espasmos de la terapia con electrochoques”, apunta e ilustra Susan L. Alberth en el volumen Leonora Carrington. Surrealismo, alquimia y arte (Turner/CONACULTA, 2004). En 1941, en Lisboa, logró huir de la custodia familiar que pretendía enviarla a Sudáfrica y recluirla en un sanatorio. Se refugió en la embajada de México y para protegerse del acoso paterno y facilitar la obtención de la visa, se casó con el poeta y periodista mexicano Renato Leduc (1897-1986), a quien había conocido en París a través del pintor español Pablo Picasso (1881-1973). Por casualidad, allí en Lisboa se reencontró con Max Ernst, quien ya iba rumbo a Nueva York, huyendo de la guerra, bajo la férula y el subsidio de la norteamericana Peggy Guggenheim (1898-1979), riquísima mecenas y coleccionista de arte. De nuevo se reencontraron en Nueva York; fueron amigos y coincidieron en publicaciones, en exposiciones y en círculos intelectuales, en particular en el que oscilaba en torno a Peggy Guggenheim y André Bretón; pero ya no fueron pareja porque ella no quiso, no obstante los paseos y las creativas jornadas que pasaron juntos. De modo que en 1943 Leonora Carrington viajó a México aún casada con Renato Leduc. Año en que en la embajada rusa, en la Ciudad de México, “por entonces abandonada, donde vivió temporalmente junto a otros refugiados surrealistas”, durante cinco días de agosto reescribió sus memorias sobre su estancia en el manicomio de Santander, cuya inédita primera versión en inglés, redactadas en Nueva York por sugerencia de André Bretón, se extraviaron en su viaje a México; pero lo hizo dictándoselas en francés a Jeanne Megnen, esposa de Pierre Mabille, quien las pulió y editó y en 1945 las hizo publicar en París, con el título En Bas, en el número 18 de la Collection l’age d’or, dirigida por Henri Parisot, de las Éditions Revue Fontaine. No obstante, la primera edición apareció en inglés, en Nueva York, traducidas del francés por Victor Llona, en el número 4 de la revista VVV —fundada y dirigida por André Breton— correspondiente a febrero de 1944. Tal librito es las Memorias de abajo, según el título en español fijado por la autora y el traductor Francisco Torres Oliver, publicado en México, en 1992, por Siglo XXI Editores, con el “Epílogo” de Leonora Carrington, “Según fue contado [en Nueva York] a Marina Warner” en “Julio de 1987”.



II de II
Vale puntualizar que tal edición de Siglo XXI de las Memorias de abajo, publicada en México el “29 de octubre de 1992”, con “dos mil ejemplares y sobrantes” y algunas erratas, está precedida por La casa del miedo y La dama oval (más el cuento largo “El pequeño Francis”), que son los dos primeros libritos que originalmente Leonora Carrington publicó en francés, en París, con ilustraciones de Max Ernst. Pero Francisco Torres Oliver no tradujo del francés, sino del inglés, precisamente del libro The house of fear, publicado en Nueva York, en 1988, por E.P. Dutton, cuyos textos “fueron establecidos [en inglés] por la autora, en colaboración con Marina Warner y Paul de Angelis, en 1987”; y pese a que se hicieron “todos los esfuerzos por mantenerlos fieles al espíritu y tono de su primera redacción de 1937-1943”, se añadieron “pequeñas modificaciones por mor de la precisión y la claridad”. El primero, cuyo título en francés es La maison de la peur, fue (y es) una plaquette editada por Henri Parisot, en 1938, en la Collection un Divertissement, con “120 ejemplares” y “sin corregir su ortografía francesa”; contiene un solo cuento: “La casa del miedo”, precedido por el cuentístico prólogo de Max Ernst: “Loplop presenta a la Desposada del Viento”, junto con tres ilustraciones de él y sus correspondiente pies: “Se asemejaba ligeramente a un caballo”, “Observé con sorpresa que el caballo” y “Pero...” Vale contrastar, entre paréntesis, que Pere Gimferrer, en Max Ernst. Escrituras. Con ciento cinco ilustraciones extraídas de la obra del autor (Polígrafa, Barcelona, 1982), tradujo del francés tal prólogo (de un volumen publicado en 1970, en París, por Gallimard) como “Loplop presenta La novia del viento” y el título de la plaquette como La casa del terror. El segundo librito de Leonora Carrington, La dame ovale, fue traducido del inglés al francés por Henri Parisot y publicado en París, en 1939, por Editions G.L.M, con un tiraje de “535 ejemplares”; comprende cinco cuentos: “La dama oval”, “La debutante”, “La orden real”, “El enamorado” y “Tío Sam Carrington”, ilustrados con siete collages de Max Ernst, según se anuncia en la portada (que se puede observar en páginas de la web); no obstante en las sucesivas ediciones en español sólo se reproducen seis. Ya sea la edición de 1965 editada en México por Ediciones Era, con prólogo y traducción de Agustí Bartra; o la de Ediciones Siruela, impresa en Madrid en “octubre de 1995”, con la misma traducción de Francisco Torres Oliver, más un prólogo del filósofo español Fernando Savater (donde revela que Claude Lévi-Strauss estuvo dolorosamente enamorado de Leonora) y una breve y deficiente iconografía en blanco y negro. 
Autorretrato: La posada del caballo del alba (1937-1938)
Óleo sobre tela (65 x 81 cm) de Leonora Carrington
     
Retrato de Max Ernst (1940)
Óleo sobre tela (50 x 26.5 cm) de Leonora Carrington
        Si el legendario e histórico vínculo de Max y Leonora remite a dos de los primeros óleos sobre tela de índole surrealista que hizo ella (rotulados en inglés): su Autorretrato: La posada del caballo del alba (1937-1938) y el Retrato de Max Ernst (1940) en un desolado entorno gélido y glacial, el acervo y la factura dadaísta y surrealista de los collages de Max Ernst subyace, por antonomasia y de un modo translúcido, en las sugestivas y magnéticas ilustraciones creadas por Daniela Iride Murgia —artista e ilustradora italiana residente en Venecia— para su libro Max Ernst, el pájaro superior (FCE, México, 2013).

Ilustración de Daniela Iride Murgia
   Quizá por caprichosa asociación y dado que tales ilustraciones de Daniela semejan collages, inextricablemente vinculadas el esmerado preciosismo del diseño del libro, evocan La tienda de animalhombres del señor Larsen (CIDCLI, Querétaro, 2010) —celebérrimo libro traducido al italiano y publicado en Italia—, con esmerados y lúdicos textos de Daniel Monedero y el diseño y maquetación de Aitana Carrasco, autora de las estampas y viñetas impresas a color, quien hizo los dibujos centrales en blanco y negro, varios como si fueran collages, y por ende evocan los collages de Max Ernst y ciertos cadáveres exquisitos de factura surrealista, hechos en grupo o en solitario con recortes de revistas sobre papel. Curiosamente, un dibujo de Daniela Iride Murgia ilustra una bestezuela voladora que hubiera cazado el señor Larsen para exhibirlo en su itinerante tienda de circo y feria: un espécimen híbrido con piernas de niño (parecidas a las del chiquillo Max Ernst), cuya parte superior es un libro que aletea y vuela a imagen y semejanza de un ave y por ende es una variedad de niño-pájaro y al unísono evoca el dibujo de Aitana Carrasco que ilustra a “El Colibrito de Versos”, cuyo espléndido texto, de Daniel Monedero, canta: 

Detalle de la ilustración de Daniela Iride Murgia donde el chiquillo Max Ernst
observa el híbrido espécimen de niño y lib ro-pájaro
     
El Colibrito de Versos
Ilustración de Aitana Carrasco
      “El Colibrito de Versos es el Animajeto más bello que existe. Vuela con sus versos por el cielo y si uno los lee, vuela con ellos. Hay Colibritos de Luis Cernuda, de Pablo Neruda y del resto de grandes poetas. El Colibrito de Versos tiene un plumaje de colores variados y brillantes, y se alimenta del néctar de las flores y del pegamento de los libros. Gracias a la rápida vibración de sus páginas puede estar suspendido en el aire durante mucho tiempo. De ese modo facilita que pueda uno cogerlo y leer algunos de los versos que contiene. Pero una vez leídas sus páginas, hay que volver a soltarlo para que se vaya volando, pues los versos tienen que ir corriendo de mano en mano, porque son de todos, pero no son de nadie. Yo mismo he sido testigo de cómo varios ejemplares en cautividad han ido marchitándose en sus jaulas: la tinta de sus versos se va secando, sus páginas-alas se olvidan de volar y pierden su maravilloso canto.
    “Los Colibritos de Versos sobrevuelan los tejados de las casas de los poetas, de los enamorados y de los locos. Cuando un poeta mira por su ventana y no ve ninguno, sabe que su inspiración se está acabando y por lo tanto entristece. En cambio, si ve bandadas de Colibritos volando cerca de su balcón, sabe que es una época de gran actividad creativa y su alegría es máxima. Cuanto mejores son los versos, más alto vuelan los Colibritos. En cambio, si son de baja calidad, no pueden alzar el cuerpo ni un centímetro del suelo.”
      Vale decir, también por curiosidad, que en La tienda de animalhombres del señor Larsen (29.8 x 21.6 cm) el dibujo de “El monociclo” (un mono que en vez de piernas tiene una rueda), de la española Aitana Carrasco, evoca los seres fantásticos, que en vez de piernas tienen una rueda, que pueblan varios cuadros y dibujos de la española Remedios Varo, la entrañable amiga de Leonora Carrington durante su exilio en México (hasta su muerte sucedida el 8 de octubre de 1963), quien le dio cobijo en su legendaria casa de la calle Gabino Barreda (que compartía con Benjamin Péret) cuando en 1946 dejó a Renato Leduc para vivir con el fotógrafo húngaro Emerico Chiki Weisz. Uno de esos seres es el Homo Rodans (1959), que es la estructura ósea de un supuesto homúnculo que en lugar de piernas tenía una rueda, construida con “huesos de pollo, pavo y espinas de pescado”, vinculada a su libro de artista: De Homo Rodans (1959), urdido con el auxilio del médico Jan Somolinos (quien en 1965, con el sello de Calli-Nova, prologó un limitado tiraje facsimilar del manuscrito que Remedios Varo redactó a mano con pseudolatinajos y dibujos, reeditado en 1970), donde parodia a un apócrifo científico y explorador alemán que lo descubre y firma: Hälickcio von Fuhrängschmidt. 
Homo Rodans (1959), de Remedios Varo
(Huesos de pollo y pavo y raspas de pescado y alambre)
  Quizá no es casualidad, pero el texto de Daniel Monedero sobre “El monociclo” revela que son oriundos de “las selvas de la Amazonia”, amplia región ubicada en la parte central y septentrional de Suramérica que comprende Venezuela, cuyas selvas, por lo menos una parte, Remedios Varo exploró. Pues separada de Benjamin Péret en 1947 y en amoríos con el piloto francés Jean Nicolle, “catorce años más joven que ella”, “La pintora estuvo en Venezuela desde finales de 1947 a principios de 1949, donde vivió principalmente en Caracas y en el cercano Maracay”. En Maracay, el doctor Rodrigo Varo Uranga, su hermano, era jefe de epidemiología del Ministerio de Salud Pública, “donde dirigía una campaña para controlar las fiebres palúdicas y la peste bubónica”. Y por ello Remedios, además de reencontrarse con su madre y con Jean Nicolle, “obtuvo un empleo que implicaba hacer trabajos técnicos para un estudio epidemiológico del Ministerio de Salud Pública. Como trabajaba en el departamento de control del paludismo, estudió con el microscopio insectos parasitarios portadores de enfermedades y realizó dibujos para uso de los estudiantes.” Apunta Janet A. Kaplan en Viajes inesperados. El arte y la vida de Remedios Varo (FBE/Era, Madrid, 1988), ilustrada biografía traducida del inglés al español por Amalia Martín-Gamero. Pero el caso es que Remedios también hizo “un viaje con Nicolle a los Llanos del Río Orinoco, una región aislada al sur de la zona central de Venezuela, donde él trabajaba con un equipo de científicos organizado por el Instituto Francés de México, en un estudio sobre el potencial agrícola de la región.” Y según resume Walter Gruen, su viudo, en la cronología biográfica de Remedios Varo que se lee en el Catálogo razonado (Era, 3ra. ed. corregida y aumentada, México, 2002), en Venezuela “hace estudios microscópicos de los mosquitos y realiza grandes dibujos de estos insectos para una campaña de salubridad antipalúdica [era una extraordinaria miniaturista]. También realiza muchos cuadros publicitarios para la casa Bayer y los manda a México. La calidad de estos trabajos llama la atención de los periódicos sobre estas obras, que firma con el nombre materno de ‘Uranga’ [el Catálogo razonado reproduce varios a color y en blanco y negro]. Pero su corazón ha quedado en México, adonde quiere regresar. Un intento de buscar oro en el río Orinoco, para pagarse el billete de regreso, no la acerca para nada a ese país soñado. Finalmente consigue el dinero necesario” y en 1949 “Regresa a México donde nuevamente realiza trabajos comerciales.” Postrero y decantado fruto de esa expedición (que evoca la legendaria búsqueda del mítico Dorado navegando en las aguas y en el cenagoso entorno del río Orinoco) es su fantástico y mítico óleo sobre tela: Exploración de las fuentes del río Orinoco (1959), donde la exploradora, a bordo de un fabuloso artilugio de navegación, ha llegado al pie de un bidimensional tronco de un árbol en cuyo interior se observa un largo y secreto pasillo, precedido por una solitaria y redonda mesilla de tres patas con un largo palo de soporte, donde descansa la fuente de la que brotan las aguas: una solitaria copa de vidrio que evoca el místico y arcano Grial, imagen que ilustra la portada de Viajes inesperados. El arte y la vida de Remedios Varo

(FBE/Era, Madrid, 1988)
     Para concluir la azarosa nota, vale leer el juguetón texto de Daniel Monedero sobre “El monociclo”:

 
El monociclo
Ilustración de Aitana Carrasco
“Los Monociclos viven en manada en las selvas de la Amazonia. Se asentaron allí hace cientos de años, cuando el carromato de circo en el que viajaba el primer Monociclo que existió tuvo un accidente y éste rodó hacia el interior de la jungla, donde vivió y se reprodujo. Hoy estos equilibristas de las ramas se cuentan por varios centenares, aunque comienzan a correr un serio peligro. Los cazadores furtivos capturan a muchos de ellos, porque la llanta de su rueda es muy apreciada por los fabricantes de neumáticos de coches de carreras.

      “Es habitual que en el ritual en el que los machos se disputan a una misma hembra se organicen carreras de Monociclos en las copas de los árboles. Evidentemente, el que antes llega es el elegido. Pero son tan olvidadizos, es tanta su falta de memoria, que a veces no recuerdan dónde está la meta y ruedan sin parar hasta que dan una vuelta completa a la tierra, lo que les cuesta exactamente una semana, superando con creces la marca de Phileas Fogg.
       “Existe algún caso excepcional de Monociclos gemelos, y se les conoce por el nombre de Biciclos o Simios. Pero hasta el momento no han conseguido ser fotografiados ni capturados... ¡que yo sepa, claro!”


Daniela Iride Murgia, Max Ernst, el hombre pájaro. Ilustraciones a color. Colección Los especiales de A la orilla del viento, FCE. México, 2013. S/n de p.


lunes, 26 de marzo de 2018

El bosque de la serpiente



Nostalgia de la unidad primordial

El polígrafo Andrés de Luna (Tampico, 1955) era el marisabidillo del erotismo que en el extinto suplemento sábado (bajo la dirección de Huberto Batis) firmaba su columna Eros con el translúcido pseudónimo de Andreas der Mond. 

Andreas der Mond hojeando un sábado,
extinto suplemento del periódico mexicano unomásuno.
Foto de Huberto Batis, autor de Estética de lo obsceno

(y otras exploraciones pornotópicas) (UAEM, 1983)
        En 1992 la Editorial Grijalbo le publicó Erótica, la otra orilla del deseo, misceláneo libro de ensayos signado por tal erudición y lascivia, profusamente ilustrado en blanco y negro, que incluye Lapsus linguae, poema suyo donde celebra a ese “amado delirio” que es el ojo del trasero de una fémina con un tentador cuerpo de pecado. 


Andrés de Luna hojeando su libro Erótica, la otra orilla del deseo (1992)
Foto: Norma Patiño
  Para El bosque de la serpiente (Tusquets, 1998) optó por el cuento breve, cuyo conjunto, de 43 ejemplares, “fue finalista en el XIX Premio Internacional de Literatura Erótica La sonrisa vertical en 1996”.

El principal tufillo y afrodisiaco leitmotiv que permea buena parte de las variantes de este festín de Eros que oscila (con diversos matices e intensidades) entre lo sacro y lo perverso, es el hecho de que el hereje hace actuar en sus fantasías eróticas a una serie de sonoros nombres de rutilantes personajes de la literatura, el cine, las artes plásticas, la filosofía, la farándula, la música, el poder y la historia; por ejemplo, Adán y Eva, Gertrude Stein, Anaïs Nin, Greta Garbo, Miguel Ángel, William Blake, Gala y Salvador Dalí, la esposa de Paul Bowles y Henry Miller, José Rubén Romero, María Cristina de Nápoles, Catalina II de Rusia y Denis Diderot, Ava Gardner y Robert Graves, Vicent Van Gogh, Henri de Toulouse-Lautrec, Paul Gauguin, Johann Wolfgang Goethe, Adolf Hitler, Aldous Huxley, Joris-Karl Huysmans, James Joyce, Clark Gable, Bona y André Pieyre de Mandiargues, Pier Paolo Pasolini, Elvis Presley, Nastassja Kinski y Roman Polanski, Pierre Klossowski y Balthus, Tamara de Lempicka, Carlos VII de Francia, Peter O’Toole, Richard Wagner, el Marqués de Sade, Anthony Burgess, y otros más.


(Tusquets, México, 1998)
Ilustración de la portada: detalle de
La batalla del amor (c. 1880), lienzo de Paul Cézanne 
    Para sumergirse en tales páginas, hay que tener una visión muy distante de la mirada estrábica de un rancio y mocho señorito de la Liga de la Decencia; es decir, hay que poseer una mente libre y libertina para disfrutar (o por lo menos para leer) y corporificar en cuarta dimensión las lúbricas escenas que Andrés de Luna imagina en sus secuencias (no siempre narradas con óptima seducción), incluso aquellas que se ubican en el extremo de lo transgresor, repugnante, revulsivo y depravado, como es el caso de Hitler, cuyo vicio estriba en aspirar la fetidez de la mierda y en que la prostituta de turno defeque en su pecho (el clímax para él); o el caso del cineasta Pasolini, pasando vista, nariz y mano por una caterva de sucios, analfabetas y apestosos muchachitos árabes y luego dándose vida al succionar tres falos en una sesión; o el caso del príncipe Stefan de Serbia, abandonándose a un casual y frenético encuentro con otros dos mariquitas en una letrina de los baños del Sanborns del Ángel; o el del faraón Ferón, buscando, a través de mil y una mujeres que suelen hacer pipí sobre sus ojos ciegos, la esposa fiel cuya orina (“miel sagrada”, “espuma celestial”) le devuelva la perdida vista; o el de varios ayuntamientos lésbicos (más un macho cabrío), sodomías, bestialismos y orgías grupales.

Una ondulante Sherezada y Borges

Foto en Borges-Bioy. Confesiones, confesiones (Sudamericana, 2ª ed., Buenos Aires, 1998),
crónicas, relatos, entrevistas e iconografía de Rodolfo Braceli. Su pie de foto reza:
Comienzo de la década del 80, Jorge Luis Borges, odalisca mediante, 
en una noche para agregar a las Mil y Una...


       “Todos los hombres son el mismo hombre”, dijo Borges, quien en 1978, según consigna Emir Rodríguez Monegal en la cronología de Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos (FCE, México, 1985) —con “Edición, introducción, prólogos y notas” del crítico y biógrafo uruguayo, ganó “un segundo premio de un concurso de cuentos organizado por la revista Playboy: 500 dólares y una conejita de mascota”. Y tal ancestral prerrogativa parece cumplirse al pie de la letra cuando el hereje traza diversos enlazamientos profanos y frívolos. Pero también (o quizá sobre todo) al comparar el placer de los sentidos con la ambrosía o con la panacea universal; o la comunión sexual con el Paraíso o con una prueba de éste y por ende de la inapelable existencia de Dios. 
Así, el carácter sacro y ritual de la vivencia erótica puede implicar una revelación o constatación del Espíritu. 
William Blake, desnudo con su pareja en “el pequeño edén del patio” donde lee El Paraíso perdido de John Milton, piensa que los deleites de la carne son una bendición de Dios (“Lo demás es misterio y eso es parte de la sabiduría del Creador”). 
Algo semejante concibe y repite el alcohólico príncipe Christian VII ante el sexo de Lise, “la hetaira de alabastro”, “uno de los dones que Dios había concedido a Dinamarca”. “Beber de su entrepierna formaba parte de los hechos que transportaban al paraíso terrenal”, dice la voz narrativa. “¿Cómo puede alguien tildar de locura al que ha emprendido el viaje a las regiones donde Dios nos hace partícipes de sus bondades, de su extrema bienaventuranza y, por qué no decirlo, de su entrañable amor por nosotros?” 
Y pese a que el retorcido James Joyce suele rendir culto a los vapores de la mierda y del ano de una mujer con magros cuidados higiénicos, el momento de hundir y mover la lengua en tal hoyuelo le brinda un goce con una plenitud parecida: “hoy besa con fruición este orificio y se abren las puertas del jardín del edén”. 

Emmanuelle Seigner
  Estadio no muy distinto del que vive la maquillista y rubia Paulette al chupar el maná de la vagina de Emmanuelle Seigner, la actriz de Luna amarga (1992), filme de Roman Polanski: “Todavía contraída y con el orgasmo a cuestas, Paulette se arrodilla y asume la adoración a la diosa, se interna en esta humedad cubierta de pelo castaño. Nunca había probado nada semejante, éste es el bálsamo de la vida; las mieles íntimas que curarían a los enfermos y darían vida a los moribundos: ambrosía pura.”

Así las cosas, el matiz sagrado y ceremonial de la comunión erótica entre un hombre y una mujer (una epifanía condenada a repetirse y a multiplicarse por los siglos de los siglos), está dicho y cantado en esa especie de heterodoxa rogativa, de oración-celebración (algo tiene de poema en prosa) que es “De su propia imagen dividida”, el cuento que preludia El bosque de la serpiente, que inicia puntualizando: “Nuestro es el jardín del paraíso, nuestra es la bienaventuranza ante aquello que nos inquieta. Señor, permítenos ser Adán y Eva, dulces habitantes que rehacen los caminos, observan el paso de la serpiente y la ignoran.” 
Homenaje a Balthus
Foto de Norma Patiño en Erótica, la otra orilla del deseo (1992)
  Encarnando tales arquetipos primigenios y pletóricos de inocencia, pureza y sabiduría, no es difícil que una terrestre y efímera pareja sienta suyos algunos destellos, pese a que los convidados de piedra sean un dúo de feos, mortales, solitarios, enfermos, desahuciados, ateos y curtidos agnósticos: “Penetro en Eva y ella monta en mí para recibir los dones de mi virilidad que busca sus profundidades. La escucho gemir y ese sonido forma parte de la aurora que llega con el rubio sol estival. Arquea su cuerpo y siento una humedad que la moja y me perturba, anticipa nuestros goces comunes, me hace cerrar los ojos y vislumbrar este jardín que nos contiene y en el cual somos felices.” 


Jorge Luis Borges en 1968
Foto: Eduardo Comesaña
Ante tal visión y exultación se puede recordar la que Borges escribió en un pasaje de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, cuyo énfasis y sentido puede implicar cierta desnudez y el haber accedido a los misterios, al aroma y ambrosía de ciertas puertas celestiales: “En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua de los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí.”

      No obstante, entre las certidumbres que se refieren en el cuento de Andrés de Luna, no faltan los viejos y ancestrales interrogantes: “Nunca sabremos qué misterios están presentes en esta cópula de hoy, en este acto que repetimos con infinito agrado porque nos hace uno y nos duplica nuestro saber. Siento cómo nos observas en las alturas, o entre las rocas que rodean este jardín del paraíso. Nada debe cambiar, tú eres nuestro guía, el enamorado del mundo y el erudito que palpa la Creación para comunicárnosla. La siento como parte de mí y la comparto con Eva. Huelo sus deyecciones y nada sucio encuentro en esos restos; ella hace lo mismo conmigo, incluso desea que mi orina la bañe, que haga espuma sobre su ombligo y sobre sus pechos de pezones levantados.”
Pero como en distintos cuentos o variaciones los representantes del inconsciente colectivo evocan o remiten al Jardín del Paraíso y al placer edénico, se puede concluir la nota con un puñado de fragmentos de una entrevista de Braulio Peralta al Nobel mexicano —El poeta en su tierra: diálogos con Octavio Paz (Grijalbo, 1996)—, donde éste habla del mito del jardín: 

Octavio Paz y Marie-José

En Octavio Paz (Júcar, Barcelona, 1975), con ensayo,
antología e iconografía de Jorge Rodríguez Padrón.
“Sí, hay muchos y todos ellos son el mismo jardín: es el espacio de la revelación. El jardín es naturaleza, pero naturaleza transfigurada. El jardín es uno de los mitos más antiguos y aparece en todas las civilizaciones. Piense en el Jardín del Señor, en el Edén, en el Paraíso Terrenal. Es el reino perdido: la inocencia del primer día. El jardín simboliza la unidad primordial, fundada en el pacto entre todos los seres vivos. En el paraíso el agua habla y conversa con el árbol, con el viento, con los insectos. Todo se comunica, todo es transparente. El hombre es parte del todo. La ruptura del pacto, la expulsión del jardín, es el comienzo de la inmensa soledad cósmica: las cosas, desde los átomos a los astros, caen en sí mismas, en su realidad solitaria; los hombres caen en el abismo transparente de su conciencia sin fin... El jardín restaura, así sea parcial, provisionalmente, el pacto del principio, la unidad original de la pareja, la reconciliación con la totalidad cósmica.” 

“El jardín es el teatro de los juegos de la infancia y de los juegos pasionales del amor.” 
“La existencia de jardines en todas las civilizaciones y sociedades se explica, quizá, por la universalidad del deseo que satisface esa singular creación. Nostalgia de la unidad primordial entre el mundo humano y el mundo natural. Restaurar esa unidad, así sea precariamente, es entrever nuestra condición original.”



Andrés de Luna, El bosque de la serpiente. Colección La sonrisa vertical, Tusquets Editores. México, 1998. 180 pp.

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Respuesta a Patricia Damiano (ver comentario).  Lo injuriante es aderezo tuyo. Tienes un punto de vista mojigato y nada lúdico, característico de una censora de la Vela Perpetua y de Liga de la Decencia. Supongo que, semejante al ciego bibliotecario Jorge de Burgos, catalogas la risa como prohibida, obscena y pecaminosa (no se diga el sexo y el erotismo) y que prefieres regocijarte con una foto de Borges al ser condecorado con la Gran Cruz de la Orden Bernardo O’Higgins, otorgada por Pinochet y los militares golpistas y genocidas, o en Buenos Aires dándole la mano al general Videla y luego diciendo: “He saludado a esa Junta de caballeros”.



jueves, 22 de marzo de 2018

Memorial del convento



La ilusión viaja en globo
(Alfaguara, Madrid, 1998)
De 1982 data la primera edición en lengua portuguesa de Memorial del convento, novela del portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998, nacido en Azinhaga, Santarém, Portugal, el 16 de noviembre de 1922 [muerto en Tías, isla de Lanzarote, España, el 18 de junio de 2010]. Y de 1998 data la traducción del portugués al español de Basilio Losada, autor de las ilustrativas notas al pie de página, tales como las fichas biográficas del padre Bartolomeu Lourenço de Gusmão (1685-1724) y la del dramaturgo Antonio José da Silva (1705-1739), aunque tal vez debió incluir otras, por ejemplo, la del compositor y clavecinista Domenico Scarlatti (1675-1757), pues también juega cierto papel protagónico. 
      Memorial del convento es una novela voluminosa, muy descriptiva, sin profundidad psicológica en el carácter y en el comportamiento de los personajes, con la mayoría de las páginas repletas de cabo a rabo, por lo que no es fácil reseñar en un puñado de cuartillas todas las menudencias que se narran allí, incluidas algunas arbitrariedades o descuidos en el transcurso de varios de los tiempos que maneja. 
El estilo narrativo de José Saramago es caudaloso, denso y apretado, proclive a los excesos, a las frecuentes y largas enumeraciones, a la palabrería, al bagazo, a los ripios, a la infalible digresión, a los comentarios humorísticos o cáusticos de la voz narrativa (alter ego del autor) desde su particular perspectiva de europeo del siglo XX y Memorial del convento no es la excepción, pero con la salvedad o con la notable y trascendente característica de que en esta obra la narración fulgura, de un modo extraordinario, por su riqueza y sabiduría barroca. Esto es así porque los acontecimientos centrales, que se desarrollan de un modo lineal y alterno, se ubican entre 1711 y 1739 en territorio portugués, bajo la monarquía imperial de Don Juan V y de la atávica y prejuiciosa férula de la Iglesia católica y de los terroríficos, inhumanos y carnavalescos autos de fe que promueve el Santo Oficio en sus mazmorras y en las plazas públicas.
      De modo que el lector del siglo XXI, si quiere comprender al pie de la letra el sentido o el intríngulis de lo que significan, narran y pintan un sinnúmero de palabras, una y otra vez tiene que consultar el Diccionario de la Real Academia Española o algún otro de buen calibre.  
José Saramago
(1922-2010)
Los sucesos que se relatan en Memorial del convento giran, sobre todo, en torno a dos epicentros paralelos que a veces se entrecruzan, tal laberíntico jardín de senderos que se bifurcan. 
Uno lo protagoniza la conducta (muchas veces libertina) del rey de Portugal y de su parentela y todo el fasto y la superabundancia y exageración de los ritos y protocolos de la corte y de los cortesanos y de la Iglesia católica, vertiente que además implica la cimentación del convento que alude el título de la novela. Al principio de la misma, el joven rey Don Juan V, en 1711, aún no cumple los 22 años de edad y está empeñado en embarazar a la reina: Doña María Ana Josefa, importada de Austria, muy devota, con la que lleva casado más de dos años. 
     Bajo la conjura del obispo inquisidor: Don Nuno da Cunha, de los frailes de la Arrábida y de la reina María Ana Josefa, un fraile franciscano que se supone milagroso: Antonio de San José, le dice al joven rey Don Juan V que si promete construir y construye el convento franciscano en la villa de Mafra que desde 1624 busca ser edificado, engendrará heredero al trono. 
      Don Juan V dicta su promesa. A la reina poco a poco le crece la feliz barriga y a su debido tiempo nace la infanta Doña María Javiera Francisca Leonor Bárbara, primera de los seis hijos que el real matrimonio tendrá.
  Comienza la construcción del convento en la villa de Mafra y simbólicamente la primera piedra, después de la bendición de rigor por un prelado de primer orden, es colocada por el rey el 17 de noviembre de 1717 en medio de una rimbombante ceremonia religiosa. La edificación es una obra ardua y ciclópea que llega a emplear a más de veinte mil hombres y hacia 1730 ya suman más de cuarenta mil. El rey Don Juan V, caprichoso e ignorante, ante la imposibilidad de construir en territorio portugués una réplica de la basílica de San Pedro de Roma (“consumió ciento veinte años de trabajos y riquezas”, le dice el arquitecto del convento de Mafra), en 1728 decide que el convento de Mafra ya no será sólo para 80 frailes, según se acordó, sino para 300. Y frente al miedo y al presentimiento de morir y no ver su obra terminada, decide que dentro de dos años, el domingo 22 de octubre de 1730, día que cumplirá sus 51 años de edad, tendrá que celebrarse la consagración del convento, cosa que ocurre casi al término de la novela, pese a que aún está inconcluso y a los mil y un problemas y desventuras que el agrandamiento y la prisa provocaron entre los estrategas de la construcción y entre los hombres (la mayoría pobrísimos, harapientos y analfabetas) que de todos los rincones del reino de Portugal fueron cazados y extirpados de sus familias y de sus oficios y llevados a la fuerza (no pocos sujetos por una cuerda) a laborar en las obras y a subsistir en los barracones (cuasi campo de concentración nazi) por un vil y mísero mendrugo. 
Sobre el monumental, monstruoso y lento alzamiento del convento franciscano en la villa de Mafra, abundan los detalles y los episodios, mismos que dada su cantidad y colorido puede descubrir el lector por su cuenta; por ejemplo, las peripecias y muertes que suscita, durante ocho días de julio de 1725, el transporte de una piedrota de mármol de 31 toneladas cuyo destino es el “balcón que quedará sobre el pórtico de la iglesia” (“Es la madre de la piedra”, dijo uno de los boyeros), misma que es llevada de la cantera de Pêro Pinheiro al futuro convento de Mafra en un gran carro (“especie de nave de India con ruedas”) arrastrado por 400 bueyes y más de 20 carros con los pertrechos para la conducción. O las 18 monumentales estatuas de santos desembarcadas de Italia en San Antonio do Tojal, llevadas de allí al convento de Mafra sobre 18 carros jalados por bueyes que se cruzan en el “camino que viene de Cheleiros con el que viene de Alcaínça Pequena” con un grupo de “novicios del convento de San José de Ribamar, cercano a Algés y Carnaxide”, cuyos infortunios se narran con pintorescos pelos y señales, pues fueron enviados a pata pelada por caminos agrestes para participar en la consagración del convento de Mafra, el cual habitarán en aposentos donde les esperan otras desdichas. 
El otro epicentro narrativo de Memorial del convento, que a la postre resulta el principal, lo conforma la historia de amor que a lo largo de las páginas protagonizan Baltasar Mateus, alias Sietesoles, y Blimunda, ambos pobres en extremo e iletrados. Casi al comienzo de la novela, Baltasar (alto, delgado, con 26 años de edad, nacido en Mafra el año de 1685) ha sido liberado del ejército de su majestad después de cuatro años de guerrear, tras perder la mano izquierda en una batalla ocurrida en Jerez de los Caballeros un día de octubre de 1710. En la primavera de 1711, Baltasar Mateus anda en Évora pidiendo limosna para reunir el pago al herrero quien le hace un gancho de hierro y un punzón, que alternativamente usará ligados al muñón con correas de cuero, ya como instrumento de trabajo, ya como puntiaguda y mortal arma, que en su camino a Lisboa, donde tal vez obtenga de las arcas del palacio real una pensión de guerra “por la sangre vertida”, pasando Pegões, le sirve para matar a uno de los bandidos que intentan asaltarlo y quizá liquidarlo. 
Ya en Lisboa, Baltasar Sietesoles vagabundea y se informa para comer de limosna en las hermandades católicas y conoce a João Elvas, un viejo ex soldado convertido en ladrón que se hace su amigo y lo lleva a dormir a su refugio de truhanes en un olivar a un lado del convento de la Esperanza. Pero lo más trascendente de ese año de 1711 es el hecho de que entre la multitud vociferante y blasfema conglomerada en el Rossío (incluso figura el rey) en torno a un vistoso, terrorista y ejemplar auto de fe convocado por el Santo Oficio, Baltasar conoce a la joven Blimunda, quien se halla acompañada por el padre Bartolomeu Lourenço de Gusmão. Son 104 los sentenciados por la Inquisición, unos a la hoguera, otros a recibir garrotazos o azotes, entre ellos Sebastiana María de Jesús, la madre de Blimunda, “condenada a ser azotada en público y a ocho años deportada en el reino de Angola”, cuya herejía consiste en oír voces del cielo, en tener visiones y revelaciones, y en creer que puede ser santa. Poderes que Blimunda, con 19 años de edad, sólo heredó en cierto aspecto, pues ella únicamente puede ver el interior material de los cuerpos, no los pensamientos, pero sí las voluntades de los humanos, que las llega a ver como “una nube cerrada sobre la boca del estómago” después de que el padre Bartolomeu Lourenço, en un pasaje y para determinada misión, la insta a observar con detenimiento; es decir, en ayunas, además de las voluntades de hombres y mujeres, Blimunda únicamente ve los huesos, el flujo sanguíneo, los pulmones, el corazón, las vísceras, el relleno de relleno, los minúsculos pedúnculos umbelíferos y demás etcéteras de todo humano o animal que se le ponga enfrente o lo que ocultan las extrañas de la tierra (puede descubrir, por ejemplo, un escondido y profundo ojo de agua que alivie la sequía de un territorio); y para evitar o interrumpir tales imágenes, cada mañana con los ojos cerrados come un trozo de pan. 
   Una especie de inducción telepática hace que ante al paso y la mirada de la madre entre los procesados por el Santo Oficio, Blimunda, sorpresivamente, le pregunte al desconocido que tiene al dado: “Cuál es tu gracia”; y allí mismo, con pocas palabras, largos silencios y sobreentendidos, empieza a tejerse la entrañable e ideal historia de amor entre Baltasar Sietesoles (el susodicho desconocido) y Blimunda, pues luego del auto de fe se van a la casucha de ella acompañados por el padre Bartolomeu Lourenço, cuya amistad los signa hasta los últimos días que tienen destinados sobre el planeta Tierra y en medio de la eterna e infinita soledad del cosmos.
   Nacido en Santos, Brasil, el padre Bartolomeu Lourenço, también tiene 26 años de edad y es conocido en Lisboa como el Volador porque otrora voló en un globo construido por él. Según la nota de Basilio Losada, el verdadero Bartolomeu Lourenço de Gusmão, creador del globo aerostático y precursor de la aeronáutica, “inventó un globo rudimentario que se alzó de tierra el 8 de agosto de 1709” y ese año “envió a Juan V una Memoria comunicándole haber inventado ‘un instrumento para andar por el aire del mismo modo que por la tierra y el mar’”. Pero además, apunta, “por Lisboa circuló un dibujo de un extraño artefacto en forma de ave —de ahí el nombre de passarola— que parece ser una mixtificación del propio Volador para desviar la atención de las gentes de la verdadera índole de sus experiencias”. 
  Dado que el padre Bartolomeu Lourenço goza de cierta cercanía y protección del rey Don Juan V, le consigue empleo a Baltasar Sietesoles en el matadero del Terreiro do Paço aledaño al castillo real, pero no el pago de su pensión de guerra. Antes lo lleva a conocer su máquina de volar que oculta en la especie de bodega de una finca en San Sebastián da Pedreira, no muy lejos de Lisboa, y le enseña el dibujo de un ave, nada menos que la passarola, con la que según él volará, y le propone a Baltasar que lo auxilie en su construcción. Baltasar acepta después de oír los argumentos algo heréticos del padre Bartolomeu Lourenço. Pero la passarola sólo podrá volar cuando el cura, les dice a Baltasar y a Blimunda en otro momento, conozca y domine el misterio del éter, que según él “es donde cuelgan las estrellas” y que únicamente se baja del espacio mediante la alquimia, arte que el cura Bartolomeu aprenderá en Holanda. 
   Para hacerse entender, el padre Bartolomeu les explica que el éter “es parte de la virtud general que atrae a los seres y a los cuerpos, y hasta a las cosas inanimadas y los libera del peso de la tierra, llevándolos al sol”. Y más aún: “para que la máquina se levante en el aire, es preciso que el sol atraiga el ámbar que ha de estar preso en los alambres del techo, que a su vez atraerá al éter que habremos introducido en las esferas, que a su vez atraerá a los imanes que estarán abajo, los cuales, a su vez, atraerán las laminillas de hierro de que se compone la osamenta de la barca, y, entonces, subiremos al aire con el viento, o con el soplo de los fuelles, si el viento falta, pero vuelvo a decir, faltando el éter nos falta todo”. 
Así, hacia 1713, el padre Bartolomeu Lourenço realiza su viaje de estudios a Holanda. Dejan bajo llave la passarola. Y Baltasar y Blimunda se van a Mafra, donde ella conoce a la parentela de Sietesoles y donde se suceden una serie episodios, algunos relativos a la construcción del monumental convento franciscano.
    En 1717 el cura Bartolomeu retorna de Holanda y los visita en Mafra, precisamente en el chamizo de los padres de Baltasar y en un paseo los pone al tanto de sus nuevos conocimientos (que resultan aún más etéreos y metafísicos): que el éter “no se puede alcanzar por las artes de la alquimia”, y que “antes de subir a los aires para ser aquello de donde las estrellas cuelgan y el aire que Dios respira, vive dentro de los hombres y mujeres”; “no se compone de las almas de los muertos, se compone, oídlo bien, de las voluntades de los vivos”. “Dentro de nosotros existen voluntad y alma, el alma se retira con la muerte, y va allá donde las almas esperan el juicio, nadie sabe, pero la voluntad, o se separó del hombre estando vivo, o se separa de él con la muerte, ella es el éter, es, pues, la voluntad del hombre lo que sostiene las estrellas, y es la voluntad del hombre lo que Dios respira”.
   Siendo las cosas así, mientras el padre Bartolomeu Lourenço se marcha rumbo a Coimbra en busca de su doctorado en Cánones, dispone que Baltasar y Blimunda regresen a Lisboa y se instalen en la finca en San Sebastián da Pedreira con dos objetivos: que Baltasar Sietesoles construya la máquina siguiendo el dibujo y las indicaciones del cura (cosa que hace con el auxilio de Blimunda), y que Blimunda, con el poder de su mirada en ayunas, se dedique a coleccionar voluntades donde haya gente (procesiones religiosas, autos de fe, durante los estragos de la peste, en las obras del convento). Es decir, puesto que la voluntad de un humano la ve como “una nube cerrada sobre la boca del estómago”, ella anda en ayunas por todos lados con un frasco de cristal en cuyo fondo hay una pastilla de ámbar amarillo, “llamado electro”, informó el cura, que atrae y atrapa a las voluntades en fuga, que no es otra cosa (ya se dijo) que el éter, el elemento (miles y miles de voluntades) que hará posible que la luz del sol haga volar a la passarola
Así, entre 1717 y 1724, Baltasar y Blimunda viven en la finca de San Sebastián da Pedreira realizando, sobre todo, las labores que les destina el cura. Llega el momento en que la passarola ya está en condiciones de volar, cosa que ocurre un día de septiembre de 1724 cuando el padre Bartolomeu Lourenço, en medio de la locura que lo atosiga, de sus devaneos religiosos y de la persecución del Santo Oficio, inesperadamente arriba a la finca de San Sebastián da Pedreira y los tres huyen volando en la máquina, pasan incluso sobre las obras del convento de Mafra, donde “hay quien los ve, gente que huye despavorida, gente que se arrodilla y alza las manos implorando misericordia, gente que tira piedras, se apodera la inquietud de miles de hombres, quien no ha llegado a verlo, duda, quien lo vio, jura y pide el testimonio del vecino, pero pruebas ya nadie puede presentar, porque la máquina se ha alejado en dirección al sol, se ha vuelto invisible contra el disco refulgente, tal vez no haya sido más que una alucinación, los escépticos triunfan sobre la perplejidad de los que creyeron”. Sin embargo, la passarola sigue su azaroso curso y aterriza al concluir la luz del día sin que a los tres ocupantes les pase nada. Durante la noche el padre Bartolomeu intenta incendiar la máquina. “Si he de arder en una hoguera, al menos que sea en ésta”, les dice. Y luego desaparece en la oscuridad sin que Baltasar y Blimunda lo adviertan. Al día siguiente, en el camino, las palabras de un pastor les hace ver que cayeron en Monte Junto, un sitio de la sierra del Barregudo, donde la passarola ha quedado chamuscada y escondida. 
    La pareja tarda dos días en retornar a la villa de Mafra, donde se encuentran en las calles con una procesión que celebra y da gracias a Dios por hacer volar a su Espíritu Santo “por encima de las obras de la basílica”. No vuelven a tener noticia del cura, hasta que el músico Domenico Scarlatti, quien había llevado un clavicordio a la finca de San Sebastián da Pedreira (instrumento que arrojó a las profundidades de un pozo para no ser inculpado por el Santo Oficio), les lleva la mala nueva de que el padre Bartolomeu Lourenço de Gusmão murió en Toledo, España, el 19 de diciembre de 1724. 
En la novela de José Saramago las cosas siguen su curso. Gracias a la recomendación de Alvaro Diego, el cuñado de Baltasar que trabaja en las obras del convento (quien de albañil pasa a cantero, y de cantero a cantero de obra fina, el cual morirá al caer de un muro de 30 metros de alto), en 1724, tras su retorno a Mafra, Sietesoles, con 39 años de edad, comienza a trabajar en las mismas obras llevando y trayendo una carretilla; y en 1725 se convierte en boyero, es decir, en conductor de una de las cientos de yuntas de bueyes. 
   Baltasar y Blimunda, que se aman hasta la saciedad, de vez en cuando van de Mafra hasta Monte Junto, en la sierra del Barregudo, a visitar a la passarola, que tiene forma de ave, y limpian y remozan las averías que presenta por el abandono y la vuelven a dejar oculta, quizá con una especie de esperanza de volar en ella.
Días antes del domingo 22 de octubre de 1730, fecha dictada por Don Juan V para la consagración del convento franciscano, en la villa de Mafra se vive la efervescencia de las inminentes fiestas y ceremonias religiosas. Han pasado seis meses desde la última vez que Baltasar estuvo donde la passarola. Al visitarla y arreglar los daños, un súbito accidente provoca que la luz del sol dé sobre la máquina y que el mecanismo se active. La passarola sale volando con Sietesoles colgado de ella. Esa noche y al día siguiente Blimunda espera el retorno de Baltasar. Va a buscarlo al sitio de Monte Junto y se encuentra con la desaparición de la máquina y de su hombre, además de que en la búsqueda se ve impelida a matar a un fraile dominico que intenta abusar de ella.
    El mismo domingo de las celebraciones, el primero de los ocho días de la consagración del convento, Blimunda, sin decirle nada a nadie, se marcha de la villa de Mafra con el fin de localizar a Sietesoles o sus restos.
     Entre 1730 y 1739, durante nueve años, Blimunda, casi siempre a pie y descalza, busca a Baltasar por todos los rincones de Portugal, incluso un poco más allá de la frontera de España. Se hace más vieja y más astrosa, y hay lugares donde le tiran piedras y se burlan de ella. La séptima vez que pasa por Lisboa, en 1739, se encuentra con una multitud en la plaza de Santo Domingo donde se efectúa un auto de fe. Son once los condenados por el Santo Oficio que arden en la hoguera, entre ellos “un hombre a quien falta la mano izquierda”.
Pilar del Río y José Saramago
   Vale subrayar, por último, que Memorial del convento, una de las extraordinarias novelas de José Saramago, también es una crítica a la histórica intolerancia de la Iglesia católica, pues, por ejemplo, es una herejía ser judío y por ende el judío, por serlo, puede ser condenado a la hoguera. Pero además es una crítica a la hipocresía y a la endeble ética de los feligreses y sacerdotes, pues, también por ejemplo, durante Cuaresma y durante Semana Santa casi todo es libertinaje y fornicación; además de que sobran las sabrosas y lúdicas anécdotas de los frailes disolutos; y del consabido y sobresaliente caso de que el propio monarca, Don Juan V, se da la gran vida con las monjas de los conventos del reino.


José Saramago, Memorial del convento. Notas y traducción del portugués al castellano de Basilio Losada. Alfaguara. Madrid, 1998. 472 pp.


La cruzada de los niños


En la historia universal de la infamia 
                     
En 1991, para la serie “Sepan Cuantos...”, de Editorial Porrúa, José Emilio Pacheco (Ciudad de México, junio 30 de 1939-enero 26 de 2014) prologó una edición conjunta de La cruzada de los niños (1895) y de Vidas imaginarias (1896), libros escritos en francés por el francés Marcel Schwob (Chavillle, Hauts-de-Heine, agosto 23 de 1867-París, febrero 26 de 1905). Once Vidas imaginarias fueron traducidas al español por JEP y las otras once por el legendario y casi olvidado Rafael Cabrera (Puebla, marzo 5 de 1884-Ciudad de México, febrero 21 de 1943), quien también tradujo La cruzada de los niños. La erudita información del prólogo de JEP es enriquecedora, tal y como son la mayoría de sus Inventarios y de sus Relojes de arena. Aún así, los fervientes borgeanos no dejarán de estimar ni de coleccionar las dos ediciones de Marcel Schwob que prologó Jorge Luis Borges (Buenos Aires, agosto 24 de 1899-Ginebra, junio 14 de 1986).


(Porrúa, México, 1991)




Marcel Schwob
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 36
(Hyspamérica, Buenos Aires, 1985)
    Un prólogo de Borges preludia Vidas imaginarias (Hyspamérica, Buenos Aires, 1985), título publicado con el número 36 de la colección de libros que Borges eligió para la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges de los cuales sólo logró prologar 64; no obstante, de los 75 libros que al final se editaron los 3 últimos se publicaron sin prólogo—, cuya traducción al español de Julio Pérez Millán había aparecido en 1944, en Buenos Aires, editada por Emecé. El otro prólogo, Borges lo escribió para La cruzada de los niños, traducida al castellano por Ricardo Baeza e impresa en 1949, en Buenos Aires, por Ediciones La Perdiz, con ilustraciones de su hermana Norah Borges (1901-1998). Tal prefacio, Borges lo incluyó en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975). 

Las niñas y Borges
Cuadernos marginales núm. 13, Tusquetes Editores, 2ª edición.
Barcelona, septiembre de 1984.
    Pero antes fue reimpreso en la edición de La cruzada de los niños que Tusquets Editores pergeñó, en Barcelona, en mayo de 1971, dentro de la serie Cuadernos Marginales dirigida por Sergio Pitol; mas la traducción no es la de Ricardo Baeza sino la de Rafael Cabrera, la que apareció en la Ciudad de México, en 1917, al igual que Mimos (1894), de Marcel Schwob, bajo el sello de Cvltvra, la célebre editorial de los hermanos Loera y Chávez que en 1922, al mismo Rafael Cabrera, le editó la traducción que hizo de once de las veintidós Vidas imaginarias. Esto explica que la susodicha edición de 1971 de La cruzada de los niños incluya la dedicatoria con que la signó Rafael Cabrera y que a la letra dice: “Ofrezco esta versión a Julio Torri, que me inició en el conocimiento de Marcel Schwob. Plegue a los dioses que desconozca la vejez, y que vea sus días colmados de dones amables y risueños.”
Julio Torri
José Emilio Pacheco en 1989
Foto: Rogelio Cuéllar
    En Puebla, Ciudad de los Ángeles, donde Rafael Cabrera nació el 5 de marzo de 1884, dirigió la revista Don Quijote (1908-1911) y publicó su único poemario: Presagios (1912), mismo que aumentó en “las sucesivas ediciones de 1933 y 1942”, apunta José Emilio Pacheco, quien también anota que el dominicano Pedro Henríquez Hureña (1884-1946) lo propuso como miembro del Ateneo de la Juventud y que en 1918 se inició en el servicio diplomático. Y si alguien de a pie quiere leer algunos datos sobre Rafael Cabrera y su amistad con Julio Torri (1889-1970), JEP remite a un discurso de Torri compilado en El ladrón de ataúdes (1987), libro editado por el FCE dentro de la serie Cuadernos de La Gaceta, con un prólogo de Jaime García Terrés (1924-1996), cuyo rescate y ensayo preliminar se deben al investigador Serge I. Zaïtzeff, quien le proporcionó a Pacheco, tomadas de las Œuvres complètes (1928) de Marcel Schwob, las fotocopias de las once Vidas imaginarias que Rafael Cabrera no tradujo. Cabe decir, además, que en la misma serie Cuadernos de La Gaceta se editaron dos libros de Marcel Schwob: Ensayos y perfiles (1987), traducido al español por Juan Damonte, cuya primera edición en francés data de 1896; y Mimos (1988), publicado en francés en 1894 (se apuntó arriba), y cuya traducción al español es la misma que a Rafael Cabrera le editaron en Cvltvra, en 1917, los hermanos Loera y Chávez.

(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1988)
    A Rafael Cabrera lo oyen y leen ciertos diocesillos bajunos de las catacumbas de la aldea global (“En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas”, dice Borges). Su traducción de La cruzada de los niños está joven y fresca a imagen y semejanza de una hoja de parra del Jardín del Edén. Y esto lo refrendan las coincidencias y causalidades infradivinas que dispusieron que sea precedida por La cruzada de los niños, ilustración de Gustave Doré (1832-1883) —cuya estampa otrora se pudo apreciar en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, en la Ciudad de México—, pues ilustra la portada de la segunda edición que Tusquets Editores concluyó en septiembre de 1984, en Barcelona, dentro la serie Cuadernos Marginales. 

La cruzada de los niños
Ilustración: Gustave Doré
Grabado: Jannard
     Los ocho monólogos que conforman La cruzada de los niños, de Marcel Schwob, remiten, como el título lo indica, a las ocho Cruzadas, ese cruento y espeluznante episodio histórico que duró dos siglos, de fines del siglo XI al término del siglo XIII, cuando los cristianos de Europa intentaron arrebatarle a los musulmanes los Santos Lugares, en Tierra Santa. Los ocho relatos (“del goliardo”, “del leproso”, “del Papa Inocencio III”, “de los tres pequeñuelos”, “de Francisco Longuejoue, clérigo”, “de Kalandar”, “de la pequeña Allys”, “del Papa Gregorio IX”), sin embargo, no aluden los trasfondos comerciales, políticos y militares que las impulsaron, sino ciertas paradojas y antagonismos concernientes a la fe. La principal paradoja y contradicción es la cruzada de los niños. Fueron dos columnas. Una partió de Alemania y otra de Francia, ambas en el siglo XIII (año 1212). “Dios permitió que la columna francesa fuera secuestrada por traficantes de esclavos y vendida en Egipto; la alemana se perdió y despareció, devorada por una bárbara geografía y (se conjetura) por pestilencias.” Anota Borges, sentencioso y con ironía y como si parafraseara “el tremendo título de la historia de la primera cruzada” que evoca: “Gesta Dei per Francos, que significa Hazañas de Dios ejecutadas por medio de los franceses”; pero en ello se advierte el trasfondo de la repulsiva locura y del terrible crimen: el extravío y la matanza de los inocentes.
       Los monólogos urdidos por Marcel Schwob son un pequeño mosaico de relatos con una pizca de prosa poética o de pequeños poemas en prosa. Dice Borges en su prólogo: “En ciertos libros del Indostán se lee que el universo no es otra cosa que un sueño de la inmóvil divinidad que está indivisa en cada hombre; a fines del siglo XIX, Marcel Schwob 
—creador, actor y espectador de este sueño— trata de volver a soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser los tres niños, ser el clérigo. Aplicó a la tarea el método analítico de Robert Browning, cuyo largo poema narrativo The Ring and the Book (1868) nos revela a través de doce monólogos la intrincada historia de un crimen, desde el punto de vista del asesino, de su víctima, de los testigos, del abogado defensor, del fiscal, del juez, del mismo Robert Browning […]”


Portada de la primera edición
(Tor, Col Megáfono, núm. 3, Buenos Aires, 1935)
Portada de la segunda edición
(Emecé, Buenos Aires, 1954)
      En este sentido, los monólogos de La cruzada de los niños semejan diminutas páginas arrancadas a la evanescente historia “de las personas que no menciona la historia” sobre las cuales Schwob borró y reescribió un puñado de vidas imaginarias, únicas e irrepetibles, y que bien podrían inscribirse en la Historia universal de la infamia, para decirlo con el retintín del sonoro título de Borges (quien anotó en su prólogo a Vidas imaginarias: “Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llamaba Historia universal de la infamia. Una de sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob”). Son un pequeño y fragmentario espejo que refleja el oscuro y mezquino afán del efímero e infinitesimal hombre por trascender en la tierra y más allá de la muerte, en este caso implícito en la ciega fe religiosa y en la guerra que confrontan el par de fanáticos contrincantes que reclaman para sí la verdad cosmogónica (única y exclusiva), la supremacía idiosincrásica y el poder militar, político, económico y territorial: la religión musulmana y la religión católica. Así, en tales relatos subyace y late una crítica a la cuestionable moral de ambos credos. 
    En ese anhelo de trascendencia divina que la imaginación popular (no sólo del Medioevo) suele retorcer con supercherías y mistificaciones, alguien (al parecer “un joven pastor, exaltado por las prédicas de San Bernardo”, que “recorrió el norte de Francia y Alemania diciéndose enviado de Dios y exhortando a los niños para que abandonaran sus casas y partieran a la reconquista del sepulcro de Cristo”), con un ciego fundamentalismo, supuso y pergeñó que la pureza y la inocencia de los niños podría provocar el milagro: la recuperación de los Santos Lugares (“Mas Jesús, llamándolos, dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de tales es el reino de Dios.” Lucas 18:16, citan Borges y Pacheco). Era un pesadillesco y terrible tiempo en que, a imagen y semejanza de la peste negra, brotaban ciertos forúnculos fétidos y alucinógenos cuasi milenaristas: sectas, peregrinos, autoflagelantes, ermitaños, predicadores, clérigos errantes, leprosos, mudas desnudas que corrían por las calles y señalaban al cielo, mentecatos que les sacaban los ojos a los niños, les cortaban las piernas y les ataban las manos con el objeto de exhibirlos y de implorar la caridad. Había chiquillos que oían voces, un llamado secreto que les decía que las estrellas de mar habían caído “vivas del cielo a fin de indicarles el camino del Señor”, que a su paso se abriría el océano para que ellos lo cruzaran (“Pásate de aquí allá, y se pasará”, se lee en Mateo 17:20 en torno al poder de la fe), que llegarían a Jerusalén y rescatarían el Santo Sepulcro, y así los escuincles mudos hablarían y los ciegos verían por siempre jamás.
       Alrededor de siete mil niños convertidos en cruzados, cifra dantesca que repiten los testigos. Era previsible el fracaso y la matanza de los inocentes. Ya lo advertían mentes menos ciegas, pero aún así enredadas en las trampas de la fe, en los renglones torcidos de Dios. El modesto goliardo, mendigo de los bosques, por ejemplo; e incluso un Papa: “Son ineptos y nos avergüenzan”, se dice Inocencio III en su retiro. “Son ignorantes de toda verdadera religión.” “Todos estos inocentes serán entregados al naufragio y a los adoradores de Mahoma.” “Debemos creer que el Maligno posee a estas pobres criaturas.” “En otro tiempo revistió el aspecto de un cazador de ratas para atraer con las notas de la música de su caramillo a los pequeñuelos de la ciudad de Hamelin.”
  Vale reiterar que los monólogos de los Papas, con sus líneas de poemas en prosa, son un modo de cuestionar los límites de la religión y del individuo (proclive al error y al pecado) que no dejan de ser.

Marcel Schwob
(Chaville, Hauts-de-Seine, agosto 23 de 1867-
París, febrero 26 de 1905)
      Para la religión católica, el blanco es signo de pureza; pero en este sangriento y beligerante caso también es indicio de racismo y pugna racial. Las voces de los católicos, afirman, se dicen, proclaman, esgrimen, que Jesús es blanco. Pensarlo y pronunciar su nombre tiene un remanente no menos divino y significativo que las cruces que llevan cosidas en el pecho y en la espalda y los bordones que empuñan. Así, cuando un pelirrojo niño cruzado (Johannes el Teutón) es sorprendido por un leproso que vaga en la selva de Loira, el chiquillo no se asusta ni teme el contagio, sólo porque el leproso es un hombre blanco. El niño va a Jerusalén a conquistar los Santos Lugares. Sin embargo ignora dónde se halla tal sitio. Cree que Jerusalén es Nuestro Señor y lo único que sabe de éste es que es blanco. Ante tales ingenuos conceptos el leproso lo limpia y lo deja ir; y conmovido a sí mismo se pregona: “Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor.”


Marcel Schwob, La cruzada de los niños. Traducción del francés al español de Rafael Cabrera. Prólogo de Jorge Luis Borges. Cuadernos Marginales núm. 13, Tusquets Editores. 2ª edición. Barcelona, septiembre de 1984. 48 pp.