jueves, 22 de marzo de 2018

Memorial del convento



La ilusión viaja en globo
(Alfaguara, Madrid, 1998)
De 1982 data la primera edición en lengua portuguesa de Memorial del convento, novela del portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998, nacido en Azinhaga, Santarém, Portugal, el 16 de noviembre de 1922 [muerto en Tías, isla de Lanzarote, España, el 18 de junio de 2010]. Y de 1998 data la traducción del portugués al español de Basilio Losada, autor de las ilustrativas notas al pie de página, tales como las fichas biográficas del padre Bartolomeu Lourenço de Gusmão (1685-1724) y la del dramaturgo Antonio José da Silva (1705-1739), aunque tal vez debió incluir otras, por ejemplo, la del compositor y clavecinista Domenico Scarlatti (1675-1757), pues también juega cierto papel protagónico. 
      Memorial del convento es una novela voluminosa, muy descriptiva, sin profundidad psicológica en el carácter y en el comportamiento de los personajes, con la mayoría de las páginas repletas de cabo a rabo, por lo que no es fácil reseñar en un puñado de cuartillas todas las menudencias que se narran allí, incluidas algunas arbitrariedades o descuidos en el transcurso de varios de los tiempos que maneja. 
El estilo narrativo de José Saramago es caudaloso, denso y apretado, proclive a los excesos, a las frecuentes y largas enumeraciones, a la palabrería, al bagazo, a los ripios, a la infalible digresión, a los comentarios humorísticos o cáusticos de la voz narrativa (alter ego del autor) desde su particular perspectiva de europeo del siglo XX y Memorial del convento no es la excepción, pero con la salvedad o con la notable y trascendente característica de que en esta obra la narración fulgura, de un modo extraordinario, por su riqueza y sabiduría barroca. Esto es así porque los acontecimientos centrales, que se desarrollan de un modo lineal y alterno, se ubican entre 1711 y 1739 en territorio portugués, bajo la monarquía imperial de Don Juan V y de la atávica y prejuiciosa férula de la Iglesia católica y de los terroríficos, inhumanos y carnavalescos autos de fe que promueve el Santo Oficio en sus mazmorras y en las plazas públicas.
      De modo que el lector del siglo XXI, si quiere comprender al pie de la letra el sentido o el intríngulis de lo que significan, narran y pintan un sinnúmero de palabras, una y otra vez tiene que consultar el Diccionario de la Real Academia Española o algún otro de buen calibre.  
José Saramago
(1922-2010)
Los sucesos que se relatan en Memorial del convento giran, sobre todo, en torno a dos epicentros paralelos que a veces se entrecruzan, tal laberíntico jardín de senderos que se bifurcan. 
Uno lo protagoniza la conducta (muchas veces libertina) del rey de Portugal y de su parentela y todo el fasto y la superabundancia y exageración de los ritos y protocolos de la corte y de los cortesanos y de la Iglesia católica, vertiente que además implica la cimentación del convento que alude el título de la novela. Al principio de la misma, el joven rey Don Juan V, en 1711, aún no cumple los 22 años de edad y está empeñado en embarazar a la reina: Doña María Ana Josefa, importada de Austria, muy devota, con la que lleva casado más de dos años. 
     Bajo la conjura del obispo inquisidor: Don Nuno da Cunha, de los frailes de la Arrábida y de la reina María Ana Josefa, un fraile franciscano que se supone milagroso: Antonio de San José, le dice al joven rey Don Juan V que si promete construir y construye el convento franciscano en la villa de Mafra que desde 1624 busca ser edificado, engendrará heredero al trono. 
      Don Juan V dicta su promesa. A la reina poco a poco le crece la feliz barriga y a su debido tiempo nace la infanta Doña María Javiera Francisca Leonor Bárbara, primera de los seis hijos que el real matrimonio tendrá.
  Comienza la construcción del convento en la villa de Mafra y simbólicamente la primera piedra, después de la bendición de rigor por un prelado de primer orden, es colocada por el rey el 17 de noviembre de 1717 en medio de una rimbombante ceremonia religiosa. La edificación es una obra ardua y ciclópea que llega a emplear a más de veinte mil hombres y hacia 1730 ya suman más de cuarenta mil. El rey Don Juan V, caprichoso e ignorante, ante la imposibilidad de construir en territorio portugués una réplica de la basílica de San Pedro de Roma (“consumió ciento veinte años de trabajos y riquezas”, le dice el arquitecto del convento de Mafra), en 1728 decide que el convento de Mafra ya no será sólo para 80 frailes, según se acordó, sino para 300. Y frente al miedo y al presentimiento de morir y no ver su obra terminada, decide que dentro de dos años, el domingo 22 de octubre de 1730, día que cumplirá sus 51 años de edad, tendrá que celebrarse la consagración del convento, cosa que ocurre casi al término de la novela, pese a que aún está inconcluso y a los mil y un problemas y desventuras que el agrandamiento y la prisa provocaron entre los estrategas de la construcción y entre los hombres (la mayoría pobrísimos, harapientos y analfabetas) que de todos los rincones del reino de Portugal fueron cazados y extirpados de sus familias y de sus oficios y llevados a la fuerza (no pocos sujetos por una cuerda) a laborar en las obras y a subsistir en los barracones (cuasi campo de concentración nazi) por un vil y mísero mendrugo. 
Sobre el monumental, monstruoso y lento alzamiento del convento franciscano en la villa de Mafra, abundan los detalles y los episodios, mismos que dada su cantidad y colorido puede descubrir el lector por su cuenta; por ejemplo, las peripecias y muertes que suscita, durante ocho días de julio de 1725, el transporte de una piedrota de mármol de 31 toneladas cuyo destino es el “balcón que quedará sobre el pórtico de la iglesia” (“Es la madre de la piedra”, dijo uno de los boyeros), misma que es llevada de la cantera de Pêro Pinheiro al futuro convento de Mafra en un gran carro (“especie de nave de India con ruedas”) arrastrado por 400 bueyes y más de 20 carros con los pertrechos para la conducción. O las 18 monumentales estatuas de santos desembarcadas de Italia en San Antonio do Tojal, llevadas de allí al convento de Mafra sobre 18 carros jalados por bueyes que se cruzan en el “camino que viene de Cheleiros con el que viene de Alcaínça Pequena” con un grupo de “novicios del convento de San José de Ribamar, cercano a Algés y Carnaxide”, cuyos infortunios se narran con pintorescos pelos y señales, pues fueron enviados a pata pelada por caminos agrestes para participar en la consagración del convento de Mafra, el cual habitarán en aposentos donde les esperan otras desdichas. 
El otro epicentro narrativo de Memorial del convento, que a la postre resulta el principal, lo conforma la historia de amor que a lo largo de las páginas protagonizan Baltasar Mateus, alias Sietesoles, y Blimunda, ambos pobres en extremo e iletrados. Casi al comienzo de la novela, Baltasar (alto, delgado, con 26 años de edad, nacido en Mafra el año de 1685) ha sido liberado del ejército de su majestad después de cuatro años de guerrear, tras perder la mano izquierda en una batalla ocurrida en Jerez de los Caballeros un día de octubre de 1710. En la primavera de 1711, Baltasar Mateus anda en Évora pidiendo limosna para reunir el pago al herrero quien le hace un gancho de hierro y un punzón, que alternativamente usará ligados al muñón con correas de cuero, ya como instrumento de trabajo, ya como puntiaguda y mortal arma, que en su camino a Lisboa, donde tal vez obtenga de las arcas del palacio real una pensión de guerra “por la sangre vertida”, pasando Pegões, le sirve para matar a uno de los bandidos que intentan asaltarlo y quizá liquidarlo. 
Ya en Lisboa, Baltasar Sietesoles vagabundea y se informa para comer de limosna en las hermandades católicas y conoce a João Elvas, un viejo ex soldado convertido en ladrón que se hace su amigo y lo lleva a dormir a su refugio de truhanes en un olivar a un lado del convento de la Esperanza. Pero lo más trascendente de ese año de 1711 es el hecho de que entre la multitud vociferante y blasfema conglomerada en el Rossío (incluso figura el rey) en torno a un vistoso, terrorista y ejemplar auto de fe convocado por el Santo Oficio, Baltasar conoce a la joven Blimunda, quien se halla acompañada por el padre Bartolomeu Lourenço de Gusmão. Son 104 los sentenciados por la Inquisición, unos a la hoguera, otros a recibir garrotazos o azotes, entre ellos Sebastiana María de Jesús, la madre de Blimunda, “condenada a ser azotada en público y a ocho años deportada en el reino de Angola”, cuya herejía consiste en oír voces del cielo, en tener visiones y revelaciones, y en creer que puede ser santa. Poderes que Blimunda, con 19 años de edad, sólo heredó en cierto aspecto, pues ella únicamente puede ver el interior material de los cuerpos, no los pensamientos, pero sí las voluntades de los humanos, que las llega a ver como “una nube cerrada sobre la boca del estómago” después de que el padre Bartolomeu Lourenço, en un pasaje y para determinada misión, la insta a observar con detenimiento; es decir, en ayunas, además de las voluntades de hombres y mujeres, Blimunda únicamente ve los huesos, el flujo sanguíneo, los pulmones, el corazón, las vísceras, el relleno de relleno, los minúsculos pedúnculos umbelíferos y demás etcéteras de todo humano o animal que se le ponga enfrente o lo que ocultan las extrañas de la tierra (puede descubrir, por ejemplo, un escondido y profundo ojo de agua que alivie la sequía de un territorio); y para evitar o interrumpir tales imágenes, cada mañana con los ojos cerrados come un trozo de pan. 
   Una especie de inducción telepática hace que ante al paso y la mirada de la madre entre los procesados por el Santo Oficio, Blimunda, sorpresivamente, le pregunte al desconocido que tiene al dado: “Cuál es tu gracia”; y allí mismo, con pocas palabras, largos silencios y sobreentendidos, empieza a tejerse la entrañable e ideal historia de amor entre Baltasar Sietesoles (el susodicho desconocido) y Blimunda, pues luego del auto de fe se van a la casucha de ella acompañados por el padre Bartolomeu Lourenço, cuya amistad los signa hasta los últimos días que tienen destinados sobre el planeta Tierra y en medio de la eterna e infinita soledad del cosmos.
   Nacido en Santos, Brasil, el padre Bartolomeu Lourenço, también tiene 26 años de edad y es conocido en Lisboa como el Volador porque otrora voló en un globo construido por él. Según la nota de Basilio Losada, el verdadero Bartolomeu Lourenço de Gusmão, creador del globo aerostático y precursor de la aeronáutica, “inventó un globo rudimentario que se alzó de tierra el 8 de agosto de 1709” y ese año “envió a Juan V una Memoria comunicándole haber inventado ‘un instrumento para andar por el aire del mismo modo que por la tierra y el mar’”. Pero además, apunta, “por Lisboa circuló un dibujo de un extraño artefacto en forma de ave —de ahí el nombre de passarola— que parece ser una mixtificación del propio Volador para desviar la atención de las gentes de la verdadera índole de sus experiencias”. 
  Dado que el padre Bartolomeu Lourenço goza de cierta cercanía y protección del rey Don Juan V, le consigue empleo a Baltasar Sietesoles en el matadero del Terreiro do Paço aledaño al castillo real, pero no el pago de su pensión de guerra. Antes lo lleva a conocer su máquina de volar que oculta en la especie de bodega de una finca en San Sebastián da Pedreira, no muy lejos de Lisboa, y le enseña el dibujo de un ave, nada menos que la passarola, con la que según él volará, y le propone a Baltasar que lo auxilie en su construcción. Baltasar acepta después de oír los argumentos algo heréticos del padre Bartolomeu Lourenço. Pero la passarola sólo podrá volar cuando el cura, les dice a Baltasar y a Blimunda en otro momento, conozca y domine el misterio del éter, que según él “es donde cuelgan las estrellas” y que únicamente se baja del espacio mediante la alquimia, arte que el cura Bartolomeu aprenderá en Holanda. 
   Para hacerse entender, el padre Bartolomeu les explica que el éter “es parte de la virtud general que atrae a los seres y a los cuerpos, y hasta a las cosas inanimadas y los libera del peso de la tierra, llevándolos al sol”. Y más aún: “para que la máquina se levante en el aire, es preciso que el sol atraiga el ámbar que ha de estar preso en los alambres del techo, que a su vez atraerá al éter que habremos introducido en las esferas, que a su vez atraerá a los imanes que estarán abajo, los cuales, a su vez, atraerán las laminillas de hierro de que se compone la osamenta de la barca, y, entonces, subiremos al aire con el viento, o con el soplo de los fuelles, si el viento falta, pero vuelvo a decir, faltando el éter nos falta todo”. 
Así, hacia 1713, el padre Bartolomeu Lourenço realiza su viaje de estudios a Holanda. Dejan bajo llave la passarola. Y Baltasar y Blimunda se van a Mafra, donde ella conoce a la parentela de Sietesoles y donde se suceden una serie episodios, algunos relativos a la construcción del monumental convento franciscano.
    En 1717 el cura Bartolomeu retorna de Holanda y los visita en Mafra, precisamente en el chamizo de los padres de Baltasar y en un paseo los pone al tanto de sus nuevos conocimientos (que resultan aún más etéreos y metafísicos): que el éter “no se puede alcanzar por las artes de la alquimia”, y que “antes de subir a los aires para ser aquello de donde las estrellas cuelgan y el aire que Dios respira, vive dentro de los hombres y mujeres”; “no se compone de las almas de los muertos, se compone, oídlo bien, de las voluntades de los vivos”. “Dentro de nosotros existen voluntad y alma, el alma se retira con la muerte, y va allá donde las almas esperan el juicio, nadie sabe, pero la voluntad, o se separó del hombre estando vivo, o se separa de él con la muerte, ella es el éter, es, pues, la voluntad del hombre lo que sostiene las estrellas, y es la voluntad del hombre lo que Dios respira”.
   Siendo las cosas así, mientras el padre Bartolomeu Lourenço se marcha rumbo a Coimbra en busca de su doctorado en Cánones, dispone que Baltasar y Blimunda regresen a Lisboa y se instalen en la finca en San Sebastián da Pedreira con dos objetivos: que Baltasar Sietesoles construya la máquina siguiendo el dibujo y las indicaciones del cura (cosa que hace con el auxilio de Blimunda), y que Blimunda, con el poder de su mirada en ayunas, se dedique a coleccionar voluntades donde haya gente (procesiones religiosas, autos de fe, durante los estragos de la peste, en las obras del convento). Es decir, puesto que la voluntad de un humano la ve como “una nube cerrada sobre la boca del estómago”, ella anda en ayunas por todos lados con un frasco de cristal en cuyo fondo hay una pastilla de ámbar amarillo, “llamado electro”, informó el cura, que atrae y atrapa a las voluntades en fuga, que no es otra cosa (ya se dijo) que el éter, el elemento (miles y miles de voluntades) que hará posible que la luz del sol haga volar a la passarola
Así, entre 1717 y 1724, Baltasar y Blimunda viven en la finca de San Sebastián da Pedreira realizando, sobre todo, las labores que les destina el cura. Llega el momento en que la passarola ya está en condiciones de volar, cosa que ocurre un día de septiembre de 1724 cuando el padre Bartolomeu Lourenço, en medio de la locura que lo atosiga, de sus devaneos religiosos y de la persecución del Santo Oficio, inesperadamente arriba a la finca de San Sebastián da Pedreira y los tres huyen volando en la máquina, pasan incluso sobre las obras del convento de Mafra, donde “hay quien los ve, gente que huye despavorida, gente que se arrodilla y alza las manos implorando misericordia, gente que tira piedras, se apodera la inquietud de miles de hombres, quien no ha llegado a verlo, duda, quien lo vio, jura y pide el testimonio del vecino, pero pruebas ya nadie puede presentar, porque la máquina se ha alejado en dirección al sol, se ha vuelto invisible contra el disco refulgente, tal vez no haya sido más que una alucinación, los escépticos triunfan sobre la perplejidad de los que creyeron”. Sin embargo, la passarola sigue su azaroso curso y aterriza al concluir la luz del día sin que a los tres ocupantes les pase nada. Durante la noche el padre Bartolomeu intenta incendiar la máquina. “Si he de arder en una hoguera, al menos que sea en ésta”, les dice. Y luego desaparece en la oscuridad sin que Baltasar y Blimunda lo adviertan. Al día siguiente, en el camino, las palabras de un pastor les hace ver que cayeron en Monte Junto, un sitio de la sierra del Barregudo, donde la passarola ha quedado chamuscada y escondida. 
    La pareja tarda dos días en retornar a la villa de Mafra, donde se encuentran en las calles con una procesión que celebra y da gracias a Dios por hacer volar a su Espíritu Santo “por encima de las obras de la basílica”. No vuelven a tener noticia del cura, hasta que el músico Domenico Scarlatti, quien había llevado un clavicordio a la finca de San Sebastián da Pedreira (instrumento que arrojó a las profundidades de un pozo para no ser inculpado por el Santo Oficio), les lleva la mala nueva de que el padre Bartolomeu Lourenço de Gusmão murió en Toledo, España, el 19 de diciembre de 1724. 
En la novela de José Saramago las cosas siguen su curso. Gracias a la recomendación de Alvaro Diego, el cuñado de Baltasar que trabaja en las obras del convento (quien de albañil pasa a cantero, y de cantero a cantero de obra fina, el cual morirá al caer de un muro de 30 metros de alto), en 1724, tras su retorno a Mafra, Sietesoles, con 39 años de edad, comienza a trabajar en las mismas obras llevando y trayendo una carretilla; y en 1725 se convierte en boyero, es decir, en conductor de una de las cientos de yuntas de bueyes. 
   Baltasar y Blimunda, que se aman hasta la saciedad, de vez en cuando van de Mafra hasta Monte Junto, en la sierra del Barregudo, a visitar a la passarola, que tiene forma de ave, y limpian y remozan las averías que presenta por el abandono y la vuelven a dejar oculta, quizá con una especie de esperanza de volar en ella.
Días antes del domingo 22 de octubre de 1730, fecha dictada por Don Juan V para la consagración del convento franciscano, en la villa de Mafra se vive la efervescencia de las inminentes fiestas y ceremonias religiosas. Han pasado seis meses desde la última vez que Baltasar estuvo donde la passarola. Al visitarla y arreglar los daños, un súbito accidente provoca que la luz del sol dé sobre la máquina y que el mecanismo se active. La passarola sale volando con Sietesoles colgado de ella. Esa noche y al día siguiente Blimunda espera el retorno de Baltasar. Va a buscarlo al sitio de Monte Junto y se encuentra con la desaparición de la máquina y de su hombre, además de que en la búsqueda se ve impelida a matar a un fraile dominico que intenta abusar de ella.
    El mismo domingo de las celebraciones, el primero de los ocho días de la consagración del convento, Blimunda, sin decirle nada a nadie, se marcha de la villa de Mafra con el fin de localizar a Sietesoles o sus restos.
     Entre 1730 y 1739, durante nueve años, Blimunda, casi siempre a pie y descalza, busca a Baltasar por todos los rincones de Portugal, incluso un poco más allá de la frontera de España. Se hace más vieja y más astrosa, y hay lugares donde le tiran piedras y se burlan de ella. La séptima vez que pasa por Lisboa, en 1739, se encuentra con una multitud en la plaza de Santo Domingo donde se efectúa un auto de fe. Son once los condenados por el Santo Oficio que arden en la hoguera, entre ellos “un hombre a quien falta la mano izquierda”.
Pilar del Río y José Saramago
   Vale subrayar, por último, que Memorial del convento, una de las extraordinarias novelas de José Saramago, también es una crítica a la histórica intolerancia de la Iglesia católica, pues, por ejemplo, es una herejía ser judío y por ende el judío, por serlo, puede ser condenado a la hoguera. Pero además es una crítica a la hipocresía y a la endeble ética de los feligreses y sacerdotes, pues, también por ejemplo, durante Cuaresma y durante Semana Santa casi todo es libertinaje y fornicación; además de que sobran las sabrosas y lúdicas anécdotas de los frailes disolutos; y del consabido y sobresaliente caso de que el propio monarca, Don Juan V, se da la gran vida con las monjas de los conventos del reino.


José Saramago, Memorial del convento. Notas y traducción del portugués al castellano de Basilio Losada. Alfaguara. Madrid, 1998. 472 pp.


La cruzada de los niños


En la historia universal de la infamia 
                     
En 1991, para la serie “Sepan Cuantos...”, de Editorial Porrúa, José Emilio Pacheco (Ciudad de México, junio 30 de 1939-enero 26 de 2014) prologó una edición conjunta de La cruzada de los niños (1895) y de Vidas imaginarias (1896), libros escritos en francés por el francés Marcel Schwob (Chavillle, Hauts-de-Heine, agosto 23 de 1867-París, febrero 26 de 1905). Once Vidas imaginarias fueron traducidas al español por JEP y las otras once por el legendario y casi olvidado Rafael Cabrera (Puebla, marzo 5 de 1884-Ciudad de México, febrero 21 de 1943), quien también tradujo La cruzada de los niños. La erudita información del prólogo de JEP es enriquecedora, tal y como son la mayoría de sus Inventarios y de sus Relojes de arena. Aún así, los fervientes borgeanos no dejarán de estimar ni de coleccionar las dos ediciones de Marcel Schwob que prologó Jorge Luis Borges (Buenos Aires, agosto 24 de 1899-Ginebra, junio 14 de 1986).


(Porrúa, México, 1991)




Marcel Schwob
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 36
(Hyspamérica, Buenos Aires, 1985)
    Un prólogo de Borges preludia Vidas imaginarias (Hyspamérica, Buenos Aires, 1985), título publicado con el número 36 de la colección de libros que Borges eligió para la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges de los cuales sólo logró prologar 64; no obstante, de los 75 libros que al final se editaron los 3 últimos se publicaron sin prólogo—, cuya traducción al español de Julio Pérez Millán había aparecido en 1944, en Buenos Aires, editada por Emecé. El otro prólogo, Borges lo escribió para La cruzada de los niños, traducida al castellano por Ricardo Baeza e impresa en 1949, en Buenos Aires, por Ediciones La Perdiz, con ilustraciones de su hermana Norah Borges (1901-1998). Tal prefacio, Borges lo incluyó en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975). 

Las niñas y Borges
Cuadernos marginales núm. 13, Tusquetes Editores, 2ª edición.
Barcelona, septiembre de 1984.
    Pero antes fue reimpreso en la edición de La cruzada de los niños que Tusquets Editores pergeñó, en Barcelona, en mayo de 1971, dentro de la serie Cuadernos Marginales dirigida por Sergio Pitol; mas la traducción no es la de Ricardo Baeza sino la de Rafael Cabrera, la que apareció en la Ciudad de México, en 1917, al igual que Mimos (1894), de Marcel Schwob, bajo el sello de Cvltvra, la célebre editorial de los hermanos Loera y Chávez que en 1922, al mismo Rafael Cabrera, le editó la traducción que hizo de once de las veintidós Vidas imaginarias. Esto explica que la susodicha edición de 1971 de La cruzada de los niños incluya la dedicatoria con que la signó Rafael Cabrera y que a la letra dice: “Ofrezco esta versión a Julio Torri, que me inició en el conocimiento de Marcel Schwob. Plegue a los dioses que desconozca la vejez, y que vea sus días colmados de dones amables y risueños.”
Julio Torri
José Emilio Pacheco en 1989
Foto: Rogelio Cuéllar
    En Puebla, Ciudad de los Ángeles, donde Rafael Cabrera nació el 5 de marzo de 1884, dirigió la revista Don Quijote (1908-1911) y publicó su único poemario: Presagios (1912), mismo que aumentó en “las sucesivas ediciones de 1933 y 1942”, apunta José Emilio Pacheco, quien también anota que el dominicano Pedro Henríquez Hureña (1884-1946) lo propuso como miembro del Ateneo de la Juventud y que en 1918 se inició en el servicio diplomático. Y si alguien de a pie quiere leer algunos datos sobre Rafael Cabrera y su amistad con Julio Torri (1889-1970), JEP remite a un discurso de Torri compilado en El ladrón de ataúdes (1987), libro editado por el FCE dentro de la serie Cuadernos de La Gaceta, con un prólogo de Jaime García Terrés (1924-1996), cuyo rescate y ensayo preliminar se deben al investigador Serge I. Zaïtzeff, quien le proporcionó a Pacheco, tomadas de las Œuvres complètes (1928) de Marcel Schwob, las fotocopias de las once Vidas imaginarias que Rafael Cabrera no tradujo. Cabe decir, además, que en la misma serie Cuadernos de La Gaceta se editaron dos libros de Marcel Schwob: Ensayos y perfiles (1987), traducido al español por Juan Damonte, cuya primera edición en francés data de 1896; y Mimos (1988), publicado en francés en 1894 (se apuntó arriba), y cuya traducción al español es la misma que a Rafael Cabrera le editaron en Cvltvra, en 1917, los hermanos Loera y Chávez.

(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1988)
    A Rafael Cabrera lo oyen y leen ciertos diocesillos bajunos de las catacumbas de la aldea global (“En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas”, dice Borges). Su traducción de La cruzada de los niños está joven y fresca a imagen y semejanza de una hoja de parra del Jardín del Edén. Y esto lo refrendan las coincidencias y causalidades infradivinas que dispusieron que sea precedida por La cruzada de los niños, ilustración de Gustave Doré (1832-1883) —cuya estampa otrora se pudo apreciar en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, en la Ciudad de México—, pues ilustra la portada de la segunda edición que Tusquets Editores concluyó en septiembre de 1984, en Barcelona, dentro la serie Cuadernos Marginales. 

La cruzada de los niños
Ilustración: Gustave Doré
Grabado: Jannard
     Los ocho monólogos que conforman La cruzada de los niños, de Marcel Schwob, remiten, como el título lo indica, a las ocho Cruzadas, ese cruento y espeluznante episodio histórico que duró dos siglos, de fines del siglo XI al término del siglo XIII, cuando los cristianos de Europa intentaron arrebatarle a los musulmanes los Santos Lugares, en Tierra Santa. Los ocho relatos (“del goliardo”, “del leproso”, “del Papa Inocencio III”, “de los tres pequeñuelos”, “de Francisco Longuejoue, clérigo”, “de Kalandar”, “de la pequeña Allys”, “del Papa Gregorio IX”), sin embargo, no aluden los trasfondos comerciales, políticos y militares que las impulsaron, sino ciertas paradojas y antagonismos concernientes a la fe. La principal paradoja y contradicción es la cruzada de los niños. Fueron dos columnas. Una partió de Alemania y otra de Francia, ambas en el siglo XIII (año 1212). “Dios permitió que la columna francesa fuera secuestrada por traficantes de esclavos y vendida en Egipto; la alemana se perdió y despareció, devorada por una bárbara geografía y (se conjetura) por pestilencias.” Anota Borges, sentencioso y con ironía y como si parafraseara “el tremendo título de la historia de la primera cruzada” que evoca: “Gesta Dei per Francos, que significa Hazañas de Dios ejecutadas por medio de los franceses”; pero en ello se advierte el trasfondo de la repulsiva locura y del terrible crimen: el extravío y la matanza de los inocentes.
       Los monólogos urdidos por Marcel Schwob son un pequeño mosaico de relatos con una pizca de prosa poética o de pequeños poemas en prosa. Dice Borges en su prólogo: “En ciertos libros del Indostán se lee que el universo no es otra cosa que un sueño de la inmóvil divinidad que está indivisa en cada hombre; a fines del siglo XIX, Marcel Schwob 
—creador, actor y espectador de este sueño— trata de volver a soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser los tres niños, ser el clérigo. Aplicó a la tarea el método analítico de Robert Browning, cuyo largo poema narrativo The Ring and the Book (1868) nos revela a través de doce monólogos la intrincada historia de un crimen, desde el punto de vista del asesino, de su víctima, de los testigos, del abogado defensor, del fiscal, del juez, del mismo Robert Browning […]”


Portada de la primera edición
(Tor, Col Megáfono, núm. 3, Buenos Aires, 1935)
Portada de la segunda edición
(Emecé, Buenos Aires, 1954)
      En este sentido, los monólogos de La cruzada de los niños semejan diminutas páginas arrancadas a la evanescente historia “de las personas que no menciona la historia” sobre las cuales Schwob borró y reescribió un puñado de vidas imaginarias, únicas e irrepetibles, y que bien podrían inscribirse en la Historia universal de la infamia, para decirlo con el retintín del sonoro título de Borges (quien anotó en su prólogo a Vidas imaginarias: “Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llamaba Historia universal de la infamia. Una de sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob”). Son un pequeño y fragmentario espejo que refleja el oscuro y mezquino afán del efímero e infinitesimal hombre por trascender en la tierra y más allá de la muerte, en este caso implícito en la ciega fe religiosa y en la guerra que confrontan el par de fanáticos contrincantes que reclaman para sí la verdad cosmogónica (única y exclusiva), la supremacía idiosincrásica y el poder militar, político, económico y territorial: la religión musulmana y la religión católica. Así, en tales relatos subyace y late una crítica a la cuestionable moral de ambos credos. 
    En ese anhelo de trascendencia divina que la imaginación popular (no sólo del Medioevo) suele retorcer con supercherías y mistificaciones, alguien (al parecer “un joven pastor, exaltado por las prédicas de San Bernardo”, que “recorrió el norte de Francia y Alemania diciéndose enviado de Dios y exhortando a los niños para que abandonaran sus casas y partieran a la reconquista del sepulcro de Cristo”), con un ciego fundamentalismo, supuso y pergeñó que la pureza y la inocencia de los niños podría provocar el milagro: la recuperación de los Santos Lugares (“Mas Jesús, llamándolos, dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de tales es el reino de Dios.” Lucas 18:16, citan Borges y Pacheco). Era un pesadillesco y terrible tiempo en que, a imagen y semejanza de la peste negra, brotaban ciertos forúnculos fétidos y alucinógenos cuasi milenaristas: sectas, peregrinos, autoflagelantes, ermitaños, predicadores, clérigos errantes, leprosos, mudas desnudas que corrían por las calles y señalaban al cielo, mentecatos que les sacaban los ojos a los niños, les cortaban las piernas y les ataban las manos con el objeto de exhibirlos y de implorar la caridad. Había chiquillos que oían voces, un llamado secreto que les decía que las estrellas de mar habían caído “vivas del cielo a fin de indicarles el camino del Señor”, que a su paso se abriría el océano para que ellos lo cruzaran (“Pásate de aquí allá, y se pasará”, se lee en Mateo 17:20 en torno al poder de la fe), que llegarían a Jerusalén y rescatarían el Santo Sepulcro, y así los escuincles mudos hablarían y los ciegos verían por siempre jamás.
       Alrededor de siete mil niños convertidos en cruzados, cifra dantesca que repiten los testigos. Era previsible el fracaso y la matanza de los inocentes. Ya lo advertían mentes menos ciegas, pero aún así enredadas en las trampas de la fe, en los renglones torcidos de Dios. El modesto goliardo, mendigo de los bosques, por ejemplo; e incluso un Papa: “Son ineptos y nos avergüenzan”, se dice Inocencio III en su retiro. “Son ignorantes de toda verdadera religión.” “Todos estos inocentes serán entregados al naufragio y a los adoradores de Mahoma.” “Debemos creer que el Maligno posee a estas pobres criaturas.” “En otro tiempo revistió el aspecto de un cazador de ratas para atraer con las notas de la música de su caramillo a los pequeñuelos de la ciudad de Hamelin.”
  Vale reiterar que los monólogos de los Papas, con sus líneas de poemas en prosa, son un modo de cuestionar los límites de la religión y del individuo (proclive al error y al pecado) que no dejan de ser.

Marcel Schwob
(Chaville, Hauts-de-Seine, agosto 23 de 1867-
París, febrero 26 de 1905)
      Para la religión católica, el blanco es signo de pureza; pero en este sangriento y beligerante caso también es indicio de racismo y pugna racial. Las voces de los católicos, afirman, se dicen, proclaman, esgrimen, que Jesús es blanco. Pensarlo y pronunciar su nombre tiene un remanente no menos divino y significativo que las cruces que llevan cosidas en el pecho y en la espalda y los bordones que empuñan. Así, cuando un pelirrojo niño cruzado (Johannes el Teutón) es sorprendido por un leproso que vaga en la selva de Loira, el chiquillo no se asusta ni teme el contagio, sólo porque el leproso es un hombre blanco. El niño va a Jerusalén a conquistar los Santos Lugares. Sin embargo ignora dónde se halla tal sitio. Cree que Jerusalén es Nuestro Señor y lo único que sabe de éste es que es blanco. Ante tales ingenuos conceptos el leproso lo limpia y lo deja ir; y conmovido a sí mismo se pregona: “Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor.”


Marcel Schwob, La cruzada de los niños. Traducción del francés al español de Rafael Cabrera. Prólogo de Jorge Luis Borges. Cuadernos Marginales núm. 13, Tusquets Editores. 2ª edición. Barcelona, septiembre de 1984. 48 pp.  





viernes, 9 de marzo de 2018

Sin la misericordia de Cristo

Nunca salimos del infierno original

Escrita originalmente en francés y publicada en París el 12 de septiembre 1985 en la Collecttion Blanche de Éditions Gallimard, Sin la misericordia de Cristo es la quinta novela del argentino Héctor Bianciotti (Córdoba, marzo 18 de 1930-París, junio 12 de 2012) por la que en Francia mereció, ese año, el prestigioso Premio Fémina y el Gran Premio de Novela “Le Nouvel Observateur”. Y en noviembre de 1987, traducida al español por Ricardo Pochtar, apareció en Barcelona con el número 58 de la Colección Andanzas de Tusquets Editores.
       Tal novela: Sans la miséricorde du Christ, la primera que Héctor Bianciotti escribió en francés, mucho le debe a sus circunstancias de inmigrante latinoamericano en el Viejo Continente y a su intromisión y raigambre en la lengua gala; que a la postre, en 1993, lo haría merecedor del Premio Príncipe Pierre de Mónaco; en 1994 del Premio de la Lengua Francesa; y en 1996 de un sitial en la Academia Francesa de la Lengua. 
Héctor Bianciotti
(1930-2012)
  Héctor Bianciotti, en 1955, viaja de la Argentina a Europa; vive en Roma y en Madrid, y desde 1961 reside en París, donde en 1981 adquiere la nacionalidad francesa; en 1982 empieza a escribir en francés e ingresa “al Comité de Lectura de Gallimard”, donde permanece hasta 1989. En Sin la misericordia de Cristo el protagonista que evoca y narra la historia es un hombre más o menos cincuentón venido de la zona norte de “allá” (Argentina), instalado en el barrio del Faubourg Saint-Denis, en París. Asimismo, Adélaïde Marèse, su ex vecina recién fallecida en una de las naves del hospital Saint-Louis, luego de vivir 30 años en Europa, era una solterona de 57 años, solitaria y sin familia, cuya indeleble impronta lo incita a rememorar que también ella procedía del país del “poeta ciego” (de Buenos Aires). 
Héctor Bianciotti y Jorge Luis Borges
  Así, tal fémina es el patético leitmotiv con que el personaje de la voz narrativa dibuja un círculo arquetípico: Adélaïde Marèse había viajado a Cumiana, un pueblo piamontés, tierra de sus ancestros donde nació su padre, de campesinos pobres que soñaron con hacer la América, donde ella sintió que retornó a depositar cada una de las muertas que fue y que, finalmente, el protagonista cerrará cuando traslade hasta la Argentina el pequeño féretro que contiene sus cenizas.
      Resulta significativo que Héctor Bianciotti en 1977, en Francia, haya obtenido el Premio Médecis al mejor libro extranjero por la novela Le traité des saisons (La busca del jardín), traducida del español al francés por Françoise Rossette —año que en que la influyente Gallimard empieza “la publicación sistemática de toda su obra”; y en 1983 el Premio Point de Mire y el Premio al Mejor Libro Extranjero por la novela L’amour n’est pas aimé (El amor no es amado), traducida del español al francés por Françoise Rossette. Sin la misericordia de Cristo es la obra de un virtuoso. Héctor Bianciotti no se limitó a relatar una serie de historias. La morosidad y minuciosidad depositada en su narrador implica placer de la memoria, por el detalle y la sorpresa, por el sentido de la anécdota y la digresión; pero también regodeo del lenguaje; y una inclinación reflexiva y aforística que trasciende lo particular y circunstancial: la voz narra y en su decurso se detiene una y otra vez; medita; e incluso filosofa sobre ciertas miserias e incertidumbres que traza la vida terrenal del infinitesimal ser humano, su estupidez y sus contradicciones, y su orfandad metafísica y cósmica.
       
Colección Andanzas núm. 58, Tusquets Editores
Barcelona, noviembre de 1987
          Uno de los escenarios de la novela es el Mercury, un bar repleto de humores y pestilencias, de inmigrantes de distintas nacionalidades y colores, de prostitutas, ladrones y chulos. Por ahí ronda la pequeña Rosette de diez años, la hija del patrón. Ella es uno de los imanes de la novela, cuyo erotismo la editorial enfatizó al reproducir en los forros detalles de Les beaux jours (1944-1946), óleo sobre lienzo de Balthus (1908-2001), en cuyos cerrados encuadres se aprecia a una niña semiadolescente que, con embeleso narcisista y un collar en el cuello, observa su cara en un espejo de mano, mientras su actitud, su rostro, el escote de su vestido, su cuerpo, reposando lánguida y displicentemente en un sillón característico dentro de la iconografía balthusiana, induce a mirar sus nacientes pechos, sobre todo uno: el que está a punto de emerger y quedar totalmente descubierto; pero también incita a que se imagine o sueñe el meollo de su languidez y ligera sonrisa de Gioconda, de niña-mujer eternamente complacida. 
Les beaux jours (1944-1946)
Óleo sobre lienzo (148 x 200 cm) 

Obra de Balthus 
  No obstante, la urdiembre de la novela no se orienta a desglosar sus cualidades de nínfula, de Lolita al natural, sino a sugerirlas como una promesa de acceder a los matices de un fruto prohibido y pecaminoso; es decir, lo que abunda en la novela es el discurrir por una laberíntica serie de soledades y abandonos paralelos, distantes y coincidentes, no exentos de delirios y locuras, de episodios cruentos y pormenores grotescos.
      El narrador, solitario parroquiano del Mercury, es un misántropo crónico e incorregible, un escéptico, un desesperanzado que ha perdido el interés por las cosas terrenales que otrora le interesaran. Tan sólo conoció a Adélaïde por unos meses; pero ese tiempo bastó para establecer una confianza de náufragos, un diálogo de solitarios en la desierta llanura, donde ella habló sobre su vida y que él fielmente grabó en su milimétrica memoria de Funes el memorioso.
Adélaïde Marèse tiene el aspecto y la vestimenta de una rígida institutriz. Su infancia fue terrible: no jugó, no aprendió a llorar ni a emitir un grito. La desolación en la llanura de “allá” (la pampa: el ámbito innombrable y elíptico), signada por la miseria, el sadismo, el desamor, por los rasgos deformes de su parentela, por el elocuente suicidio de su abuela Malvina en medio de una porqueriza, por el incendio del sembradío que ocasionó su padre y el suicidio inmediato de éste, todo ello no es menos doloroso y dramático que la suerte que vivió en el convento de las Hijas de la Caridad, donde a través de un diálogo sobre la existencia del Paraíso y del Infierno, la madre Ildefonsa desencadena su psicosis, su fanatismo sobre una fe sin fe, sobre un amor que se predica y exige con ignorancia, golpes y amenazas. 
Ausencia de Dios, de la misericordia de Cristo; prolongado silencio del Todopoderoso supuestamente omnisciente y ubicuo; ausencia del amor celestial y del amor del terrestre. Sin embargo, pese a su edad, a imagen y semejanza de un gusanillo pernicioso, no deja de enredar la yerba de la esperanza en su traqueteado y débil corazón. 
Adélaïde Marèse decía que “Los caminos de la llanura sólo conducen a la llanura”; lo que el narrador, con una comprensión y empatía tácita e implícita, no deja de corroborar: “no hay senderos que nos conduzcan fuera de la infancia: nunca salimos del infierno original”. En este sentido, Adélaïde Marèse, quien a pesar de su larga estancia europea “en realidad seguía caminando hacia el horizonte de la llanura”, vive la angustia, la ansiedad, el deseo y la nostalgia amorosa como un evanescente e inasible fuego fatuo, como un fugaz espejismo que parece surgido de la llanura de “allá”. 
El amor, entonces, parece corporificarse en la figura angelical del viejo ex guarda Monsieur Tenant; pero luego, como para no reñir con la maldita, fétida e inescrutable cifra de su destino, descubre que también el anciano está encadenado a una locura familiar, tan grotesca, nauseabunda y vomitiva como delirante.
      Fuera de sus reflexiones, la voz narrativa casi no platica nada de sí mismo, de su vida individual. No obstante, la desolación de Adélaïde Marèse no le es ajena, porque también él, dentro de su soledad, suele recordar a una mujer que lo inquieta y que no hace mucho pareció conducirlo al frágil equívoco de las ataduras del amor.
     
Héctor Bianciotti
     La niña Rosette, por su parte, desamparada por la incomprensión y la carencia de afecto entre sus propios padres, no únicamente juega a ser la chiquilla más procaz y maldita del Oeste, sino que también, ante los escarceos eróticos que tuvo con un mesero, se muestra deseosa y ansiosa por una especie de amor.

Héctor Bianciotti, Sin la misericordia de Cristo. Traducción del francés al español de Ricardo Pochtar. Colección Andanzas núm. 58, Tusquets Editores. Barcelona, 1987. 276 pp.

martes, 26 de diciembre de 2017

Herejes




Sólo la cuchara sabe lo que hay dentro de la olla


Firmada en “Mantilla, noviembre de 2009-marzo de 2013”, Herejes, la última novela del cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), empezó a circular, en España y México, en septiembre de 2013, con un cintillo donde Tusquets pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global: “ÉXITO INTERNACIONAL, DERECHOS DE TRADUCCIÓN VENDIDOS A 6 PAÍSES ANTES DE SU PUBLICACIÓN”. “Vuelve el autor de El hombre que amaba a los perros [2009] con una absorbente novela en torno a un cuadro de Rembrandt que, de Ámsterdam a La Habana, recorre varias épocas y vidas rebeldes.” No sorprende tal alarde publicitario: Herejes, con una profusa investigación imbricada en sus entresijos y virtudes literarias, está a la altura de su novela sobre el asesinato de León Trotsky (y su asesino) y sin duda es una de sus mejores obras.
Colección Andanzas núm. 813, Tusquets Editores
Primera edición en México: septiembre de 2013
  Tal si se tratase de libros sagrados o de evangelios apócrifos, Herejes se divide en cuatro partes de sonoros nombres: “Libro de Daniel”, “Libro de Elías”, “Libro de Judith” y “Génesis”. El tiempo presente transcurre principalmente en La Habana y se sucede en tres de sus cuatro partes: en la primera, en la tercera y en la cuarta, entre septiembre de 2007 y abril de 2009. El protagonista es Mario Conde, quien al principio tiene 54 años; dos décadas de haber dejado la policía (sirvió en ella diez años); y cuya azarosa ocupación (a veces muy magra e ingrata) es la compra y venta de libros viejos (algunos auténticas joyas bibliográficas que negocia y contrabandea con el auxilio táctico y logístico de Yoyi el Palomo, dueño de un rutilante descapotable Chevrolet Bel Air 1957). Vale decir, entonces, que Mario Conde es un personaje recurrente en la obra de Leonardo Padura y por ello en Herejes reaparece con sus camaradas de siempre, compinchados desde el Pre de La Víbora: el Flaco Carlos, el Conejo, Candito el Rojo y Andrés, quien vive en Miami hace casi 20 años y desde allí se hace presente con una carta dirigida al Conde y luego con un telefonema el día que el corro (y anexas) celebra el cumpleaños de las mellizas Aymara y Tamara y que es el día en que el Conde y ésta, después de 20 años de ejercer el amor libre, formalizan su noviazgo. Es decir, en Herejes se aluden o recrean consabidos clichés y episodios narrados en anteriores novelas de Leonardo Padura y por ende Tusquets lo subraya con asteriscos que remiten a varias de ellas: La neblina del ayer (2005), Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000), Máscaras (1997) y La cola de la serpiente (2011). Pero esto no es riguroso pues, por ejemplo, en la página 415, en el tendejón que el Conde llama “Bar de los Desesperados”, al comprarse un trago de ron casero, un pestilente y astroso teporocho le mendiga uno, quien al apostrofarlo por su antigua labor (“Tú tienes cara de ser tremendo singao”, “Porque fuiste policía”), lo reconoce como al otrora teniente Fabricio, con quien tuvo roces y una broca callejera que preludia su salida de la policía, y que son anécdotas que se narran en Vientos de Cuaresma (2001).


     
Leonardo Padura
        Pero el caso es que en septiembre de 2007, Mario Conde es visitado por un tal Elías Kaminsky, un judío gringo de 44 años, quien le trae una carta del médico Andrés (fechada en “Miami, 2 de septiembre de 2007”) donde le pide que, por 100 dólares diarios, lo auxilie. Elías Kaminsky quiere dar con el sitio de Cuba donde estuvo oculto un Rembrandt de 1647, un lienzo que es un estudio preparatorio de Los peregrinos de Emaús (1648). Tal perdido Rembrandt, le dice Elías al Conde, recién se intentó subastar en Londres “con un precio de salida de un millón doscientos mil dólares”, pero él detuvo el remate con una antigua foto que demuestra (sic) que pertenece a su familia asesinada por los nazis y ahora quiere recuperarlo para donarlo a un museo (quizá al Museo del Holocausto). Tal reliquia, le dice, estuvo en manos de su familia paterna desde 1648, cuando un rabino sefardí que huía, atacado por la peste, se lo entregó en Cracovia al médico Moshé Kaminsky. A fines de mayo de 1939, su abuelo el médico Isaías Kaminsky, quien desde Hamburgo venía en un trasatlántico entre 937 judíos que huían de los nazis, se lo confió a alguien de inmigración que facilitaría el desembarco en La Habana de él y su esposa Esther Kellerstein y su pequeña hija Judith. Pero no desembarcaron; Isaías y Esther murieron en Auschwitz y de Judith nunca se supo nada. El 2 de junio de 1939, Daniel, su padre, quien entonces tenía 9 años, junto con su tío Joseph Kaminsky, vieron desde el muelle cómo ese buque, el Saint Louis, se alejaba para siempre con su melancólica y trágica carga. 

         Daniel, el padre del gringo Elías Kaminsky, quien había llegado de Cracovia a Cuba en 1938, vivió en la isla hasta abril de 1958, cuando, intempestivamente, salió de La Habana a Miami junto con su esposa Marta Arnáez. En este sentido, el gringo, un gigantón con coleta, de oficio pintor, quiere saber si su padre “le cortó el cuello a un hombre”. 
        Mario Conde, haciendo una especie de indagación detectivesca y de cicerone, se gana 600 dolarotes y la amistad y la estima de Elías Kaminsky. Los padres del gringo recién murieron en Miami, precisamente en la residencia geriátrica de Coral Gables donde labora Andrés; su padre murió en abril de 2006 y su madre en 2007, “hace unos meses”. Pero sin duda, sobre todo su padre, le narraron un sin número de pormenores de su vida en Cuba, pues Elías posee una memoria prodigiosa para narrárselos al Conde, quien a su vez se los narra a sus compinches.
Acompañado de Elías, Mario Conde se entera que un tal Román Mejías era el funcionario de inmigración que en mayo de 1939 se quedó con el Rembrandt de 1647, quien fue brutalmente asesinado en abril de 1958, precisamente el día que Daniel Kaminsky se disponía a matarlo tras descubrir que en su casa se exhibía tal reliquia y que él se había propuesto recuperar. En la plática con Roberto Fariñas, otrora entrañable amigo de Daniel, y luego con el médico Ricardo Kaminsky, hijo adoptivo del tío Joseph Kaminsky (Cracovia, 1898-La Habana, 1965), y por ende primo político del mastodonte gringo, éste y el Conde descubren la sorpresiva identidad del asesino de Román Mejías, pero ningún rastro del sitio donde estuvo escondido el Rembrandt ni la identidad de quien desde el anonimato lo puso en subasta en Londres.
Rembrandt Harmenszoon van Rijn
Autorretrato de 1669
(Óleo sobre lienzo, 86 x 70.05 cm)
Londres, The National Gallery
  El “Libro de Elías”, la segunda parte de Herejes, sucede en Ámsterdam, entre 1643 y principios de 1648, y centralmente narra lo que concierne a Elías Ambrosius Montalbo de Ávila, un joven sefardí que en contra de los atavismos y prohibiciones del judaísmo, clandestinamente logra, entre sus 17 y 21 años, hacerse sirviente y alumno (y luego colega) del afamado, controvertido y gruñón Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Sin aludir la impresionante riqueza narrativa y reflexiva que tal vertiente implica, vale destacar que ese joven judío, cuya talento pictórico él concibe como un don de Dios, fue el modelo para el Cristo que figura en ese pequeño estudio pintado por Rembrandt en 1647 (y por ende para el Cristo que se observa en Los peregrinos de Emaús) y que éste le regalara y con el cual abandonó Ámsterdam tras descubrirse su supuesta herejía, previa a su inminente proceso, excomunión y muerte en vida.

Los peregrinos de Emaús (1648)
Óleo sobre madera (68 x 65 cm) de Rembrandt
Musée du Louvre
  El “Libro de Judith”, la tercera parte de Herejes, ocurre básicamente en La Habana, entre junio y agosto de 2008. Previsiblemente, Mario Conde prosigue inmiscuido en sus devaneos íntimos y domésticos y en sus tareas de comprador-vendedor de libros viejos y particularmente abrumado por la idea de pedirle matrimonio a Tamara, precisamente el día que el grupo (y anexas) celebrará el aniversario 52 de las jimaguas. La nota inesperada empieza a entretejerse cuando Yadine, de 17 años, nieta del médico Ricardo Kaminsky, con su pinta de chava gótica, acude a él para que, en su papel de presunto detective privado, busque a Judy, su amiga del preuniversitario, desaparecida hace diez días.

Inextricable a la indagación bibliográfica e in situ que implica y transluce la trama de Herejes, descuellan los rasgos del poder narrativo y persuasivo de Leonardo Padura (un verdadero artista) para recrear minucias de la vida, la pintura y la personalidad mundana de Rembrandt y el ámbito histórico, religioso y social de los judíos avecinados en la Ámsterdam del siglo XVII (toda una veta densa y copiosa). Pero también —junto a su destreza para la intriga, el suspense, los engaños al lector y los giros sorpresivos— su infalible ironía, ligereza y humor negro al deambular por diversas etapas de la Cuba supuestamente socialista y por ciertos meandros habaneros que trazan una amalgama social que implica, críticamente, el desencanto de su generación, el nihilismo de las nuevas generaciones y el asfixiante fracaso económico y político de la Revolución, con sus innumerables visos de carencias, atraso, pobreza, demagogia, corrupción burocrática, y con las libertades acotadas y restringidas, aún en el siglo XXI.
Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
  Para resolver el intríngulis de la desaparición de Judy, una joven de 18 años, lectora y pitonisa de la tribu emo a la que pertenece, Mario Conde acude, después de dos décadas de no pisarla, a la Central de Investigaciones Criminales donde fue teniente investigador, entonces asistido por el sargento Manuel Palacios, quien ahora es mayor, y por ende, con estiras y aflojas, le muestra el expediente policial de la joven emo e incluso lo acompaña en momentos claves de la pesquisa. 

Al margen de los pormenores del caso, de las premoniciones del Conde y de las tribus urbanas que infestan la calle G, lo trascendente en el contexto de la novela y como si se tratase de una conjunción cósmica, es el hecho de que en la casa de Alcides Torres, el padre de Judy, quien fue “uno de los jefes de la cooperación cubana en Venezuela”, el Conde observa que en las paredes de la sala, donde el epicentro es “una gigantesca foto del Máximo Líder, sonriente, calzada por la consigna DONDE SEA, COMO SEA, PARA LO QUE SEA, COMANDANTE EN JEFE, ¡ORDENE!”, figuran un conjunto de copias (de buena factura) de cuadros de pintores holandeses del siglo XVII, coleccionados por Coralia, la madre de Alcides, fallecida en 2004, quien vivió en silla de ruedas hasta los 96 años. La cosa hubiera quedado allí, pero una llamada telefónica que le hace Elías Kaminsky donde le informa que sus abogados, quienes en Nueva York pelean la recuperación del Rembrandt de 1647, descubrieron que el lienzo no salió de Los Ángeles, como se suponía, sino de Miami, y que a Estados Unidos lo llevó una joven cubana que en 2004 llegó en balsa. Al oírlo, el Conde ata cabos y le pregunta si se llama María José y el mastodonte se lo confirma. Es decir, se trata de la hermana de Judy, quien vagamente había dicho que su padre andaba en un negocio que “le daría mucho dinero” (“algo que sacó de Cuba”). Dicho de otro modo, Coralia, ya por entonces en silla de ruedas, era la hermana de Román Mejías a quien Daniel Kaminsky también vio en abril de 1958.   
Cristo en Emaús (1648)
Detalle
  “Génesis”, la última parte de Herejes, ocurre en La Habana, en abril de 2009, cuando el Conde recibe de Ámsterdam una larga carta de Elías Kaminsky, donde, le dice, en un mercadillo de pulgas recién se halló una serie de apuntes gráficos de un estudiante de pintura del siglo XVII, en cuya “portadilla de cuero del cuaderno, muy maltratadas por el tiempo, aparecían grabadas las letras E.A.” Y, entre varias obras, el pedazo final de una carta que “E.A.” (Elías Ambrosius) le dirigió a Rembrandt, donde además de las matanzas de judíos, le habla de un rabino, sobreviviente en Zamosc, al que le pidió que le llevara a Rembrandt, residente en Ámsterdam, el lienzo donde éste lo retrató encarnando la figura de Cristo. “He construido un estuche de cuero para mejor preservarlas. Confío en que este hombre santo y sabio salve su vida, y con ella, los tesoros que le he entregado.” Él, por su parte, de Zamosc proseguirá rumbo a Palestina para unirse a las huestes de un tal Sabbatai Zeví, quien se dice “el verdadero Mesías capaz de redimirlos”, y por ende indicio del fin del mundo y del Juicio Final.

Contraportada


Leonardo Padura, Herejes. Colección Andanzas (813), Tusquets Editores. México, septiembre de 2013. 520 pp.