martes, 30 de abril de 2013

Uno soñaba que era rey



Quinientos pasteles nomás para él

En México, generaciones y generaciones de niños y ex niños no ignoran y canturrean de memoria los versos de la celebérrima canción “Cochinitos dormilones” del intérprete y compositor infantil Francisco Gabilondo Soler Cri-Cri (1907-1990), esa que inicia cantando: 


          Los cochinitos ya están en la cama
          ¡muchos besitos les dio su mamá
          y calientitos todos en pijama
         dentro de un rato los tres roncarán! 

          ¡Uno soñaba que era rey

          y de momento quiso un pastel
          su gran ministro hizo traer
          quinientos pasteles nomás para él!

          ¡Otro soñaba que en el mar
           En una lancha iba a remar
           mas de repente, al embarcar,
           se cayó de la cama y se puso a llorar!

           Los cochinitos ya están en la cama
           !muchos bestias les dio su mamá...

            ¡El más pequeño de los tres
            un cochinito lindo y cortés
            ése soñaba con trabajar
            para ayudar a su pobre mamá!

           ¡Y así, soñando, sin despertar,
           los cochinitos pueden jugar;
           ronca que ronca y vuelve a roncar
           al País de los Sueños se van a pasear!
             



Francisco Gabilondo Soler y Cri-Cri, El grillito cantor
           
Ilustración de Fabricio Vanden Broeck ex profesa para el cancionero
¿Yquién es ese señor?
Antología ilustrada de un grillito fabulista y cantador
 (2000)
   
¿Y quién es ese señor?
Antología ilustrada de un grillito fabulista y cantador
 (CONACULTA/IVEC, 2010)
70 canciones de Cri-Cri. Ilustraciones a color de 33 artistas.
Prólogos de Susana Ríos Szalay, Esther Hernández Palacios y Emilio Carballido.
Textos y selección de canciones de Elisa Ramírez.
Semblanza biográfica de El grillito cantor de Tiburcio Gabilondo Gallegos.


       Pues bien, el prolífico articulista y narrador Enrique Serna (México, enero 11 de 1959) hizo suyo uno de tales versos y tituló Uno soñaba que era rey a una de sus novelas, cuya primera edición apareció, en 1989, en la Colección Platino de Plaza y Valdés Editores, la cual escribiera después de El ocaso de una dama, libro con el que obtuvo, en 1986, el Premio de Novela de Ciudad del Carmen, Campeche.


(Plaza y Valdés, México, 1989)
          Radio Familiar, una típica estación populachera y comercial del cuadrante radiofónico defeño, lanza el mercantilista Día del Niño (abril 30 de 1984) una convocatoria para premiar el sacrosanto y rimbombante acto heroico de un escuincle, al cual se le otorgará, durante la tradicional y patriotera conmemoración de los Niños Héroes de Chapultepec, un millón de pesotes, una beca para realizar estudios (incluso de postgrado) y un viaje para recibir la bendición del Papa, allá en Roma, en la mera Basílica de San Pedro.
       Tal colorido y vulgar concurso (que en realidad es un parapeto fraudulento pertrechado para publicitar y catapultar el narcisismo del jurado y los intereses mercantiles y mafiosos de la empresa con la recurrente máscara y maquillaje de “benefactores cristianos”) es el núcleo medular de Uno soñaba que era rey, cáustica novela donde Enrique Serna engarza y hace coincidir una serie de anécdotas que dan cuenta de la fétida moral burguesa con que comulga cierta élite del país mexicano; del collage y el pastiche de la herencia histórica expresada en creencias, usos, costumbres, tradiciones y roles cotidianos; de las paradojas y contradicciones del supuesto “liberalismo” y de la supuesta “democracia” en que por entonces descansan las instituciones económicas y políticas y la estructura del poder encabezado por el todopoderoso PRI (Partido Revolucionario Institucional); de la pseudocultura y la estandarización del gusto y la mentalidad que imponen los populacheros mass media; del bestial consumo masivo de productos chatarra; del subdesarrollo y atraso socioeconómico; del creciente agringamiento de la idiosincrasia del mexicano; y del folclor abigarrado que entonces vive y padece la corrompida y violenta Ciudad de México, ya en el ocaso del siglo XX.





Enrique Serna
          En Uno soñaba que era rey, Enrique Serna escribe con habilidad sobre un contexto urbano consabido e hipertrillado. Posee un amplio poder de registros sociológicos y psicológicos que le permiten recrear paradigmas sociales y estereotipos individuales, reconocibles en los miasmas y síndromes de la mega metrópoli. 
          Sin embargo, no es un simple camarógrafo, ni un sencillo transcriptor y analista de la psique individual y colectiva. Al desarrollar la historia clínica, íntima y consanguínea del que deviene la inmoralidad compleja y antagónica de sus personajes, escancia y urde su particular perspectiva a través de un montaje y de un tono humorístico y socarrón que denotan e implican al crítico y al escéptico. Curiosamente uno de sus libros (antología de artículos y ensayos publicados entre 1987 y 1996) se titula Las caricaturas me hacen llorar (Joaquín Mortiz, 1996).



(Joaquín Mortiz, México, 1996)
         De tal modo, es decir, burlándose y cuestionando todo el tiempo, ensambla la auscultación escatológica y dramática que configuran la pluralidad de sucesos y voces que conforman Uno soñaba que era rey.
       En su urdimbre y polifonía, cuya catarsis excrementicia son dos asesinatos perpetrados por manos infantiles antagónicas (un pirrurris de familia adinerada e influyente y un expósito de la calle y la alcantarilla), tienen cabida transcripciones de anuncios radiofónicos, peroratas de locutores, monólogos, páginas de diario personal, sueños, fantaseos, delirios, transas, pasones, vulgarismos y modismos prosódicos y coloquiales, diálogos, parodias de rodaje y de guión cinematográfico y televisivo, columnas paralelas que indican la forma en que ocurren dos circunstancias simultáneas y distantes, e incluso onomatopeyas extirpadas del cómic, todo ello a imagen y semejanza de un artificio que refleja distintos modos de hablar y parlotear, y por ende comprime y contrasta diferentes niveles y estratos culturales, sociales y morales de una ciudad decadente, esquizofrénica y podrida, que en medio del empantanamiento de su drama pela los dientes y se ríe y burla de sí misma.



Enrique Serna, Uno soñaba que era rey. Colección Platino, Plaza y Valdés. México, noviembre de 1989. 318 pp.



Enlace a Cochinitos dormilones, canción infantil de Francisco Gabilondo Soler Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=Hv4MQcbHx4k

Enlace a Chon Ki Fu, canción infantil de Francisco Gabilondo Soler Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=YSqRyeHZ32A

Enlace a El chivo ciclista, canción de Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=F4J-6o4b3og

Enlace a La jota de la jota, canción de Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=q2jugaikEu4

Enlace a Che Araña, canción de Cri-Cri bailda por Al Pacino: http://www.youtube.com/watch?v=lMJuLq9MhYI

Enlace a Negrito Sandía, canción de Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=_TW-wU485oA

Enlace a Negrita Cucurumbé, canción de Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=4Ng9iSkMl3s

Enlace a Cochinitos dormilones, con animación de Walt Disney: http://www.youtube.com/watch?v=MhxoDonN5Jk

lunes, 29 de abril de 2013

Los dos ruiseñores



Piripi pipiripando

En 1878 el cubano José Martí (1853-1895) tuvo un hijo: José Francisco, nada menos que el muso inspirador de su poemario Ismaelillo (1882). En el fragmento inicial de la dedicatoria a su vástago, José Martí expresa su aversión ante las injusticias sociales e históricas, pero también el gran sentido ético, idealista y humanitario que lo distinguió: “Hijo: Espantado de todo, me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti.” 
José Martí con su esposa Carmen Zayas Bazán y su hijo José Francisco
  José Martí publicó Ismaelillo en Nueva York, su base de operaciones durante buena parte de los últimos catorce años de su vida; allí mismo fundó La Edad de Oro, revista “de recreo e instrucción dedicada a los niños de América”, que la pensó mensual, pero que sólo logró cuatro números correspondientes a los meses de julio a octubre de 1889. En esas páginas José Martí publicó diversos textos escritos o adaptados por él; por ejemplo, los poemas “Los dos príncipes” y “Los zapatitos de rosa”, y los cuentos “Bebé y el señor don Pomposo”, “Nené traviesa” y “La muñeca negra”. 
(FCE, México, 1992)
  Los cuatro números de la revista La Edad de Oro se publicaron por primera vez en forma de libro en 1905, en Italia, a través de la Casa Editrice Nazionale, de Roma-Turín. Desde entonces han aparecido diversas reediciones en distintos países. Incluso hay una que data de 1942, impresa en México por la SEP. Para tener una idea de lo que fue la revista La Edad de Oro, el curioso lector de ahora (niño, adulto o anciano) puede recurrir, si quiere, a la “Edición crítica, anotada y prologada por Roberto Fernández Rematar”, que el Fondo de Cultura Económica publicó, en 1992, en la colección Tierra Firme.



Una niña y Hans Christian Andersen
       “Los dos ruiseñores”, “(Versión libre de un cuento de Andersen)”, es uno de los cuentos que se leen en la parte correspondiente al número cuatro de La Edad de Oro. “Los dos ruiseñores” parece la transcripción de un cuento popular, fantástico, retomado de alguna vertiente oral, europea o latinoamericana, pero como lo indica el citado subtítulo de José Martí y la nota de Fernández Retamar: “Se trata de ‘El ruiseñor’, del danés Hans Christian Andersen (1805-1875)”; no obstante, a todas luces retocado por José Martí. La anécdota de “Los dos ruiseñores” se remonta a la legendaria y milenaria China, esa que desde Las mil y una noches habita, de mil y un modos, más de mil y una tradiciones habidas y por haber. Uno de los personajes es el emperador, rodeado, como suele ocurrir, por la maquiavélica cohorte de demiurgos menores, en este caso: los mandarines, que a los chinos del pueblo les dicen: “¡Puh!” o “¡Pih!””, mirándolos de arriba abajo; pero ante el emperador ninguno dice ni hace nada de esto, sino que más rápidos que un rayo láser se postran de hinojos o gritan: “¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé!”, y dan vueltas alrededor de él danzando con los brazos abiertos como si el emperador fuera un tótem vivo, con ojos de almendra, corona y espada.

 


José Martí
       José Martí, humanista y educador, no dejó de imprimir sus convicciones independentistas. Al hablar de la monarquía que impera en China, dice transmutado en voz narrativa: “y no se gobiernan por sí, como hacen los pueblos de hombres”. Sin embargo, los chinos viven contentos con su monarca porque es un chino como ellos y no un violento conquistador que devore su comida, dicen, los trate como perros y los mande al otro mundo sólo porque quieren alimentarse y pensar por sí mismos. El emperador chino, además, es un filántropo. A imagen y semejanza de Harún al-Rashid, ciertas noches se disfraza y entre los chinos pobres reparte sacos de arroz y pescado seco; habla con los viejos y con los niños; les lee cosas de Confucio, como aquello de que los flojos son “peor que el veneno de las culebras”. Hace fiestas gratis en las que se oyen “las historias de las batallas y los cuentos hermosos de los poetas”. E incluso “abrió escuelas de pintura y bordados, y de tallar la madera”. 

  Así, cuando los tártaros invadieron el territorio, el emperador montó su caballo y se lanzó a la batalla como un soldado más. Montado en el caballo comía, dormía y bebía su vino de arroz, y no se bajó del caballo “hasta que no echó al último tártaro de su tierra”, precisamente como lo estaba haciendo José Martí poco antes de marchar por siempre jamás al más allá, pues el propio Martí, reza la leyenda, dejó “notas presurosas escritas sobre la montura del caballo o en las noches de campamento”. Resulta lógico, entonces, que una vez exterminada la pestífera plaga de tártaros, el emperador enviara hacia todos los pueblos un conjunto de pregoneros con largas trompetas y unos clérigos que iban recitando con voz martiana: “¡Cuando no hay libertad en la tierra, todo el mundo debe salir a buscarla a caballo!”
     El emperador chino, pese a su bondad, tiene sus defectos, regla infalible que distingue a los hombres de carne y hueso, más aún cuando se trata de un monarca que habla para que todo lo que diga se cumpla de inmediato y sin chistar. Por ejemplo, manda a la cárcel a quien gasta mucho en sus vestiduras. Dado que le gusta la sopa de nidos de pájaros, muchas golondrinas se quedan sin ellos. A veces monologa con un frasco de vino de arroz, hasta que se queda tirado en el suelo y con las ropas manchadas. Pero esto lo hace sólo cuando entristece, que es cuando los hombres se desprecian y dicen mentiras.
      Hasta la China de entonces viajaban hombres que luego escribían libros de muchas páginas sobre las mil y una maravillas de por allá, como el palacio del emperador, en cuyos jardines había naranjos enanos, peces nunca vistos, y “unos rosales con rosas rojas y negras, que tenían cada una su campanilla de plata, y daban a la vez música y olor”. Pero la cosa más atractiva y maravillosa de todas, según los libros, era un ruiseñor cuyo canto hechizaba a quien lo oía. 
Cierta vez, el emperador, leyendo uno de estos libros, descubrió que él no conocía ni había oído al celebérrimo pájaro de los mil y un cantos. “¡Parece que en los libros se aprende algo!”, se dijo. Y ordenó a sus mandarines que buscaran y trajeran al ruiseñor: esa noche lo quería oír. Los muy ignorantes tampoco sabían del ave cantadora, pero tenían que encontrarla, si es que querían evitar que el emperador caminara sobre sus cabezas. Sólo una cocinerita del palacio sabía del pájaro. Lo había oído al cruzar el bosque cuando regresaba de ver a su mamá, a la que le llevaba las sobras de la mesa del emperador. El mandarín principal le pidió a la chinita cocinera que los llevara al árbol del ruiseñor, y de premio le concedería “el privilegio de ver comer al emperador”. 
La niña María Mantilla y José Martí
(Nueva York)
    El ruiseñor, que sabe hablar (tal y como lo saben hacer muchos de los animales que viven en las fábulas), acepta dar un concierto en palacio. La corte se viste con gran pompa. Y para el sencillo y diminuto ruiseñor, en el centro de la sala, le colocaron un paral de oro. Cuando cantó “a la cocinerita le dieron permiso para que se quedase en la puerta”. Todos los chinos y chinas se conmovieron hasta las lágrimas; y el emperador mismo quiso colocarle su chinela de oro, pero el ruiseñor, modesto, “metió el pico en la pluma del pecho” y con su cantó dijo: “No necesito la chinela de oro, ni el botón colorado, ni el birrete negro, porque ya tengo el premio más grande, que es hacer llorar a un emperador.” Maravilladas, las mujeres chinas hacían gárgaras y gorgoritos tratando de imitarlo. Y a los chinitos bebés que nacían los bautizaban “Ruiseñor”, “pero ninguno cantó nunca una nota”. 
      Un día, un Maquiavelo envió un ruiseñor de metal. Su caja era de oro y “por plumas tenía zafiros, diamantes y rubíes”. Un letrero decía: “¡El ruiseñor del emperador de China es un aprendiz, junto al del emperador del Japón!” Al pájaro de metal le daban cuerda y cantaba un vals. La corte dispuso que los dos pájaros cantaran (una especie de duelo para que ver quién era el más fufurufu). “El vivo cantaba como le nacía del corazón, sincero y libre, y el artificial cantaba a compás, y no salía del vals.” El pájaro mecánico cantó 33 veces seguidas; así, no advirtieron cuando el vivo se escapó. Inducidos por el maestro de música, los chinos decidieron que el artificial era mejor, porque con los cantos imprevistos del otro quezque no se podían enseñar al pueblo las reglas de la música, pero con el mecánico dizque sí. Y esto se hizo, mientras que el ruiseñor vivo, a imagen y semejanza de un bicho piojoso, fue desterrado del imperio por el mismo emperador.
        El ruiseñor mecánico recibió el título de “cantor de alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la manda mover”. 
Y llegaron los días, para beneplácito del maestro de música, en que todos los chinos, desde los muy niños hasta los muy viejos, se sabían de memoria el vals del pájaro mecánico: lo repetían en todos los instantes. Eran, precisamente, como los “lechones flacos, con la cola de tirabuzón y las orejas caídas”, que todo se “aprenden de memoria sin preguntar por qué”, y que según Confucio, decía el emperador, “van donde el porquero les dice que vayan, comiendo y gruñendo”. 
Sin embargo, un día en que el emperador escuchaba embelesado el canto de siempre del ruiseñor mecánico, que le salta un resorte y se terminó la música. El médico no pudo hacer nada; sólo el relojero, pero con la salvedad de que el ave de metal solamente podría cantar una vez al año. El maestro de música hizo un berrinche, insultó y lanzó rayos y centellas, pero no tuvo más remedio que resignarse a la suerte del pájaro.
       Pasaron cinco años y el emperador estaba por morir. Vino la Muerte y se sentó sobre él, ya con la corona del emperador sobre su cabeza y con la bandera y la espada de su mando entre las garras. El emperador veía que lo rondaban “cabezas raras, bellas unas y como con luz, otras feas y de color de fuego”. Eran sus buenas y malas acciones que venían a recordarle el peso de sus actos. El emperador, angustiado, para olvidarse de sus culpas, quería, por lo menos, que tocaran la tambora mandarina, ya que el pájaro mecánico estaba inservible junto a él. El emperador chino no tardaría en dar su último suspiro, pero en ese instante se empezó a oír el canto del ruiseñor vivo. Le habían dicho que el emperador estaba en las últimas, y él había venido volando “a cantarle de fe y esperanza”. Con su música disipó las sombras que lo rondaban. La Muerte, con sus ojos huecos y fríos, también lo oía. Por un canto le dio al emperador la corona de oro, por otro la espada de mando y la bandera por uno más. El ave cantó sobre “la hermosura del campo santo”, y la Muerte, fascinada con esas palabras-espejo, se marchó a sus dominios a mirar tales cosas.
En su libro La niña de Nueva York:
una revisión de la vida erótica de José Martí
 (FCE, México, 1989)
José Miguel Oviedo argumenta que María Mantilla era hija del apóstol cubano
   Así, el ruiseñor, un pájaro celeste, revivió a quien lo había desterrado, un notable emperador chino, bondadoso, que sin embargo ignora cosas y tiene sus defectos. El emperador será casi un vidente, un monarca con mejores cualidades para gobernar, pues el ruiseñor le promete que la cantará “de los malos y de los buenos, y de los que gozan y de los que sufren”. Y esto es un pacto secreto, pues el ave, pensando en la plaga de Maquiavelos, le pide: “¡No digas que tienes un pájaro amigo que te lo cuenta todo, porque le envenenarán el aire al pájaro!”.



José Martí, “Los dos ruiseñores”, en La Edad de Oro, edición crítica, anotada y prologada por Roberto Fernández Retamar. Colección Tierra Firme, FCE. México, 1992. 248 pp.






Enlace a Yo soy un hombre sincero, versos de José Martí; música y voz de Pablo Milanés: http://www.youtube.com/watch?v=WMG25yQa--o

Enlace a Vierte corazón tu pena, versos de José Martí; música y voz de Pablo Milanés: http://www.youtube.com/watch?v=9qtleWbAjB0

Enlace a Amor de ciudad grande, versos de José Martí; música y voz de Pablo Milanés: http://www.youtube.com/watch?v=LCt1sT04Yj4

La sombra de una noche



Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar

Coeditado en 1991 por el mexicano CONACULTA y la ibérica editorial Anaya en la extinta serie infantil Botella al Mar, quizá el libro La sombra de una noche le guste a un niño o a un adolescente (“a partir de 12 años”, se indica en la contraportada). Nunca falta un roto para un descocido. Lo cierto es que un chiquillo lector, cuando no lee por obligación, abandona —sin mayor preámbulo ni misericordia— un libro que no le agrada.
    
(CONACULTA/Anaya, México, 1991)
         Dispuesta en cinco capítulos con títulos y con viñetas e ilustraciones en blanco y negro de Julio Gutiérrez Mas (aguadas en las que predomina el gris), La sombra de una noche, relato largo o novela corta que la española Soledad Puértolas (Zaragoza, febrero 3 de 1947) publicó por primera vez en Madrid, el año de 1986, parece un boceto, una obra embrionaria que puede dormir al más y al menos perspicaz de los posibles lectores infantiles y adolescentes. Quizá el comienzo de la narración, pese a su dosis melodramática, le interese a un escuincle, puesto que refiere una consabida circunstancia prototípica: Jacobo Studer, el niño soñador, como suelen ser algunos niños lectores, tiene un papá ausente al que casi nunca ve y con el que nunca ha hablado de sus problemas existenciales y escolares. 

La razón: su padre degüella y consume sus tristes días chambeando de ínfimo y subterráneo contadorcito en una fábrica con tal de medio sostener a su numerosa y pobre familia. Cuando regresa al quezque “dulce hogar” está agotado; paladea un líquido ámbar como calmante (quizá una cerveza) y le molesta que le hablen de cosas desagradables. La mamá es sufrida, trabajadora y abnegada a imagen y semejanza de todas las mamás domésticas (habidas y por haber) que disfrutan y sufren haciéndose las víctimas. Por si fuera poco el previsible cuadro de radionovela de barrio pobre y trabajador, en sus ratos dizque libres teje ropa que luego vende en comercios, para así ayudar con los gastos de la pobretona casa.
En la escuela pública un típico e infalible profesor frustrado, exigiéndole respeto, le falta el respeto al niño Jacobo. Ante los chismes y diretes del maestrito, el director de la escuela, que a imagen y semejanza de todos los adultos (habidos y por haber) parece aguijoneado y corroído por sus propias tribulaciones, lo castiga acusándolo con el autor de sus tristes días para que éste hable seriamente con él y, de ser posible, lo corrija ipso facto
El triste papá cita a su triste chaval para discutir el triste asunto en la triste noche (más triste que La Noche Triste); tal vez sea el momento que Jacobo añora para hablar con él. Pero el padre no llega a la hora debida y, supuestamente, su inasistencia desencadena las aventuras detectivescas que el heroíno llega a compartir con su cuate del alma Ismael Munch.
   
Soledad Puértolas
       Sin embargo, las aventuras no son tales, dado que están narradas muy por encimita y a vuelapluma. Da la impresión de que Soledad Puértolas tenía prisa por terminar su historia light, tal vez para dizque no complicarle la vida al ingenuo lector del octavo día. Pero por muy redomados mongoles o mensos a raja tabla que sean los traviesos y endiablados escuincles de la estirpe lectora, es muy poco probable que se crean el rollo de que la “travesía” nocturna que el chiquillo Jacobo emprende para buscar a su papá es realmente una aventura de antología, digna de convertirlo en héroe. 

La búsqueda del padre es un esbozo superficial, sin suspense, en la cual no ocurre nada que sorprenda a la insaciable y descomunal imaginación infantil. En el mismo sentido, la complicidad detectivesca de Ismael Munch, mezcla de adivino y experto en lógica, resulta muy somera e insustancial, con poca anécdota, sin encanto, y casi sin aventuras. 
Quizá lo rescatable de esto sea que tal vez el “embrollo” narrativo induzca al pequeño lector a indagar (si es que ignora todo al respecto) sobre lo que es el espiritismo, con todo lo de superchería y mistificación que ello implica.
     Y así como el problema escolar nunca fue hablado entre padre e hijo, ni se supo qué pasó en la canija y mentada escuela, así también el meollo de las indagaciones detectivescas (el probable robo del salario paterno por parte de “los falcones”, al parecer los contrabandistas que operan en el embarcadero viejo) es sugerido en las conjeturas del genio raciocinador Ismael Munch y en el cotejo doméstico que hace el propio Jacobo. 
Ilustración: Julio Gutiérrez Mas
       Y de pronto, en un tris y con otro salto de tigre, el pequeño o adolescente lector ya está en la adultez de ambos personajes: uno convertido en una celebridad mundial de las matemáticas y el otro atrapado en el triste pellejo de un gris burócrata que escribe después de las tristes horas de la triste oficina. Con su postrero reencuentro en la adultez le rinden tributo a la vieja amistad, a la lejana melancolía paterna, a los finales felices, y a la embriaguez políticamente correcta, es decir, que no rebase los límites de la tolerancia y la decencia.




Soledad Puértolas, La sombra de una noche. Ilustraciones en blanco y negro de Julio Gutiérrez Mas. Colección Botella al Mar, Anaya/CONACULTA. México, 1991. 96 pp.








jueves, 18 de abril de 2013

El contrabajo



Nacido para perder


Patrick Süskind

El contrabajo, la obra teatral de Patrick Süskind (Ambach, Baviera, marzo 26 de 1949), cuya primera edición en alemán data de 1984 y en español de 1986 (traducida por Pilar Giralt Gorina), es un libreto breve y menor si se compara con los matices y la riqueza de su novela más célebre: El perfume. Historia de un asesino (Seix Barral, Barcelona, 1985). Pero de ninguna manera es de baja calidad; todo lo contrario: es un libreto estupendo, muy bien logrado.
(Seix Barral, Barcelona, 1985)
  Si en El perfume el lector se introduce en un mundo imaginario donde pululan conocimientos históricos, perfumistas, herbolarios, odoríficos, etcétera, enclavados y engarzados en la Francia del siglo XVIII, cuyo protagonista: Jean-Batiste Grenouille es un monstruoso genio del olfato que logra elaborar la esencia aromática más exquisita y perfecta del orbe, en El contrabajo descuella también, aunque sintéticamente, la inclinación de Patrick Süskind por historiar con cierta técnica de palimpsesto, pero aquí lo hace en el terreno de la música; de modo que sus reminiscencias y alusiones detallistas en torno a ciertas obras, a anécdotas biográficas de consabidos músicos y a momentos determinados en la evolución del contrabajo, denotan a un melómano ilusionista y conocedor de la materia.

(Seix Barral, Barcelona, 1999)
    El libreto es un drama tragicómico que exige excelentes virtudes histriónicas y musicales tanto al actor como al director. Situada en la Alemania de antes de la caída del muro de Berlín, es un largo monólogo dirigido a un interlocutor que nunca habla, porque sólo existe en la desesperada, neurótica, esquizoide y solitaria imaginación del contrabajista, tercer atril de la Orquesta Sinfónica Nacional.

Carlo Maria Giulini
     Los sucesos ocurren unas horas antes de que inicie el festival de temporada con El oro del Rin y Carlo Maria Giulini como director invitado. Dado que se halla ligeramente briago (y seguirá bebiendo cerveza durante la totalidad del lapso) goza de una lucidez delirante que le brota a torrentes interrumpidos, obsesivos y caprichosos. 

El espacio escénico en que esto se desarrolla es el departamento del contrabajista, la atmósfera habitual de su ámbito interior que lo induce a desmenuzar los pormenores y trasfondos de su situación existencial.
     
      
         La manera en que Patrick Süskind entabla y bosqueja el vínculo entre el hombre y su instrumento es, al unísono, satírica y bufónica. Si se burla, parodia y ridiculiza la fatalidad orquestal del contrabajista, también construye una parábola óptica donde la relación entre el intérprete y su artefacto se ha diluido entre sí. El instrumento es él: su piedra de Sísifo, se ha posesionado de su identidad, enuncia su estrato social, invade su espacio íntimo y su intimidad sexual, restringe y limita su espectro creativo y musical, y lo hunde ante la competitividad humana (pragmática, jerarquizada, burocrática) en la que el mediocre, es decir, el simple mortal, ve pisoteada y hecha polvo su autoestima, su libertad y su honor.

     
       Si al principio de la obra el lector asiste y presencia la delectación ideal y sublime en torno al concepto del contrabajo y sus limitados registros tonales, pronto verá que esto sólo es un fantaseo tan ingenuo y solipsista como resulta su referencia peyorativa a Franz Schubert, lo que termina transpuesto en el anhelo, casi imposible, de interpretar el quinteto La trucha, como improbable es que con un grito quezque heroico conquiste a la Sara de sus sueños, derrumbando así, en un efecto dominó, todos los obstáculos que subrayan y aprisionan al cepo su pequeñez.
Franz Schubert
   La soledad, debilidad y falta de talento, no sólo son estigmatizados por el historial genealógico y de tipo psicoanalítico que desentraña y elucida al vertir y teatralizar su atadura amor-odio hacia el instrumento, sino que también el autodesprecio estoico, la envidia y los celos hacia los virtuosos que le deforman su apreciación y la idealización amorosa que sabe prohibitiva, lo obligan a resignarse y constreñirse en sus limitaciones inventivas, orquestales, sexuales, económicas y sociales.


    
      Todo el meollo está desglosado con una comicidad fina, de humor negro, que además de propiciar que el drama no sea cursi, sino lúdico y risiblemente doloroso, transluce la virtud narrativa de Patrick Süskind para trasladar y comprimir en un libreto teatral (en un acto) un fenómeno que representa y ejemplifica el fracaso del consabido solitario perennemente empantanado en el marasmo de la previsible burocracia y la mediocridad.



Patrick Süskind, El contrabajo. Traducción del alemán al español de Pilar Giralt Gorina. Biblioteca Formentor, Editorial Seix Barral. Barcelona, 1999. 64 pp.



lunes, 25 de marzo de 2013

El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha



El silencio de la zarza ardiendo

Como lo sugiere el sonoro rótulo: El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha (Vuelta, 1989), de poeta egipcio Edmond Jabès, cuya primera edición en francés data de 1982, no se trata de ninguna herejía, ni de ningún panfleto con ántrax o con sonoros explosivos que amenace con estallar y hacer polvo el statu quo y el establihsment de la solitaria y pequeña aldea global que ahora, en plena navegación del año 2003, los Estados Unidos de América se empeñan en dominar y saquear con la amenaza de las armas “inteligentes” y del ejército más poderoso del orbe y de la historia.
Edmond Jabès
Edmond Jabès (nacido en El Cairo, en 1912; fallecido en París, en 1991) es un autor que por su estigma de judío en 1957 tuvo que salir de Egipto, dados los virulentos conflictos internacionales entre éste e Israel y la intolerancia intestina de Gamal Abdel Nasser (1918-1970), quien había asumido el poder absoluto de la república de un solo partido (primer ministro en 1954, elegido presidente en 1956). Se exilió en Francia y en 1967 obtuvo la ciudadanía francesa. 
En este sentido, y prosiguiendo las directrices meditativas que definen la escritura de Edmond Jabès, es como surge El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha. Exilio por partida doble: exilio de Dios y exilio de las míticas y legendarias arenas que lo vieron nacer. El hombre, en el refugio y desierto de su interior (y como prolongación del desierto de su país) se interroga e interroga al silencio de Dios y su ausencia, cuyo secreto e inescrutable nombre se desconoce y se contiene a sí mismo ante el desasosiego que implican las contradicciones y la incesante beligerancia de la progenie humana (“Dios, es de Dios, el Silencio que calla”; “Dios no es para Dios más que Él mismo”). 
El judío errante medita y se torna poeta, cifra su introspección en la escritura a imagen y semejanza de refracciones y centellas del desierto (“El gesto de escribir es un gesto solitario”); intuye el resplandor, el fuego negro sobre el fuego blanco, siente la Presencia, pero no ve ni oye ni es escuchado. Sus palabras son entonces espejismos hechos preguntas, reclamos, hipótesis, incertidumbres, certezas, telegrafía verbal, juego y música del lenguaje, devaneo del pensamiento y oquedad del espíritu, infinitesimales fosforescencias evanescentes perdidas en lo inmenso e insondable del arenal universal.
“Adentrarse en sí mismo es descubrir la subversión”, anota Edmond Jabès; es decir, su escritura es un cuestionamiento íntimo, revulsivo, ineludible, personal y exotérico hacia los postulados y dogmas que se inscriben en la tradición teológica del judaísmo y que tiene como núcleo más popular a la Torá, el Libro entre los libros, dado que se supone que además de tratarse de las palabras dictadas por la inteligencia divina, está urdido con la cifra de su impronunciable, disgregado y arcano nombre. “Crees soñar el libro. Eres soñado por él.”
La voz poética: el-judío-el-hombre vive sumergido en una crisis religiosa permanente en la que subyace la nostalgia y el parafraseo de la fe perdida. Sus aforismos, axiomas, versículos, parábolas, prosas y alegorías imitan o translucen ecos de la escritura de los libros sagrados; de modo que no pocas veces se entreven en la página como si se tratara de la transcripción de lo dicho y revelado en forma oral por un rabino solitario que habla no en una sinagoga, sino entre los vientos y entre las turbulentas arenas del solitario desierto, rodeado apenas por uno o dos rumiantes discípulos. Sus palabras, no por ser críticas y escépticas, no dejan de minar esa ansiedad ancestral y atávica que quitó el sueño a milenarias generaciones de místicos cabalistas empeñados en dominar los secretos de las emanaciones divinas, es decir, los inefables nombres de Dios al barajar y combinar las letras de la Escritura Sagrada: el alfabeto hebreo, y obtener así el enigmático nombre que los llevara ante la presencia de su divino e inmortal poseedor, incluida la posibilidad insuflarle vida al Golem, ese ser amorfo, tosco, enorme y tontorrón elaborado con barro que a Jorge Luis Borges (1899-1986) le sugirió un poema recogido en El otro, el mismo (Emecé, 1969) y una nota en el Manual de zoología fantástica (FCE, 1957), y cuya primera noticia que quizá tuvo de él se remonta a su primera lectura de Der Golem (1915), onírica novela del austriaco Gustav Meyrink (1868-1932), el primer libro que descifró completo en alemán, quizá en Ginebra, quizá en Lugano. 
(Vuelta, México, 1989)
El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha es un conjunto de anotaciones concéntricas y reiterativas de un escritor judío que critica y deduce sobre los antagonismos y distancias entre lo asentado en los libros sagrados del judaísmo y el silencio de Dios y su inaccesibilidad, y sobre la soledad y el abandono en que vive y fenece el hombre generación tras generación, siempre propenso a la sangrienta guerra y a la corrupción más sórdida (“El pensamiento no tiene ataduras: vive de encuentros y muere de soledad”). 
Así, también puede ser un cambiante y movedizo libro de arena, un ecuménico y utópico espejo, en el que el desterrado, el incrédulo, el protestante, el católico, el cristiano, el musulmán, el judío, el solitario, el proscrito, y el que ha tratado de explicarse el universo y el enigma de la vida y de sí mismo a partir de la idea de Dios (o no), puede reconocerse y encontrar coincidencias y paralelismos ante esa incertidumbre metafísica, inasible y evanescente entre los misterios y designios de la creación, que dicho como lo dice Edmond Jabès quizá puede resultar subversiva pero reconfortante, pese a que la destructiva, cruenta y desoladora invasión militar de Irak esté bullendo allá: lejos del Paraíso y no muy de lejos de aquí: apenas en la otra esquina del globo terráqueo. 


Edmond Jabès, El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha. Traducción del francés al español de Saúl Yurkiévich. Prólogo de Esther Seligson. Colección La Imaginación, Editorial Vuelta. México, 1989. 99 pp.







sábado, 16 de marzo de 2013

Los Bioy




Me iría detrás de ese palo de escoba

Urdido entre la española Jovita Iglesias y la argentina Silvia Renée Arias, el libro Los Bioy resultó finalista en el XIV Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias. En junio de 2002 vio la luz por primera vez en Buenos Aires editado por Tusquets en la Colección Andanzas y en enero de 2003 apareció en Barcelona en la serie Fábula. 
En la foto: Adolfo Bioy Casares, Marta Bioy Ocampo y Silvina Ocampo
(Tusquets, Buenos Aires, 2002)
Nacida el 13 de septiembre de 1925 en Pacios de Toubes de Villa Rubín, Orense, Jovita Iglesias narra en Los Bioy que, a sus 24 años, el 22 de noviembre de 1949 llegó de España a Buenos Aires y, a través de una tía, el siguiente 23 de diciembre conoció a Silvina Ocampo en el edificio, propiedad de ésta, ubicado en “Santa Fe 2606, esquina Ecuador”, donde ella y Adolfo Bioy Casares vivían. Y dado que los Bioy emprenderían “un largo viaje a Francia en febrero”, unos días después se trasladó a vivir allí e inició su larga labor en ese núcleo familiar, la cual concluyó “casi dos años después de la muerte” de Adolfito, sucedida el 8 de marzo de 1999. Es por ello que fecha sus palabras en “Buenos Aires, marzo de 2001” y que al final de su último testimonio declara: 
Adolfo Bioy Casares y Jovita Iglesias en Posada 1650
“Apenas unos días antes de marcharnos de Posadas [1650], se colocó una placa en la puerta que recuerda que ése era el edificio de los Ocampo y que allí vivieron Silvina y Adolfito. Vinieron muchos amigos. Para Pepe y para mí, no podía haber una despedida mejor.
“He contado parte de sus vidas. Vidas que de alguna manera han sido la mía y la de Pepe [su esposo y chofer de los Bioy]. Siempre estaré agradecida a los dos por haberme dado su cariño y su confianza.
“Y nunca dejaré de darle las gracias a Dios por el enorme privilegio que me dio de haberlos conocido y compartido sus vidas. Hoy, todo eso representa para mí un maravilloso e inolvidable recuerdo.
“Pepe y yo fuimos los últimos en dejar el [quinto] piso de Posadas.
“Apagué la luz. Y cerré la puerta.”
Si bien la voz cantante es la de Jovita Iglesias, Los Bioy no hubiera sido posible sin la investigación, el acopio de fechas y datos, y el trabajo literario de la periodista y narradora Silvia Renée Arias (Tres Arroyos, Provincia de Buenos Aires, 1963). Ella es quien armó y le dio forma al libro y por ende dice, casi como una declaración de fe, al cierre de su “Prólogo” fechado en “Abril de 2001”: 
Marc Surer y Silvia Renée Arias
“Georges Belmont, de Editorial Laffont, a quien Bioy nombra como amigo en sus Memorias [Tusquets, Barcelona, 1994] y a quien decía deberle ‘la lectura de los libros de Buzzati’, tuvo a su cargo recoger los recuerdos de Céleste Albaret, ama de llaves de Marcel Proust, en el libro Monsieur Proust [‘Robert Laffont, Opera Mundi, París, 1973’]. En el prólogo, Belmont escribió que no habría llevado a cabo su tarea de no haber estado convencido de la exactitud absoluta de las palabras y de la franqueza de la señora Albaret.
“Puedo afirmar lo mismo con respecto a Jovita.”
Además del “Prólogo” y de una iconografía en blanco y negro, Los Bioy comprende una página de “Agradecimientos”, 20 capítulos con títulos y epígrafes, un “Epílogo” y 71 “Notas” que, además de los contrapuntos y datos que enriquecen la información, implican el soporte testimonial, bibliográfico y hemerográfico utilizado por Renée Arias, en el que destaca su polifónico libro Bioy en privado (Guías de Estudio Ediciones, Buenos Aires, 1998), de poca circulación fuera de la Argentina. 
En la imagen: Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
(Tusquets, Barcelona, 2003)
Los Bioy es un compendio testimonial en el que predominan las evocaciones y la perspectiva de Jovita Iglesias, tal es así que algunas de sus anécdotas son muy de ella y de su autobiografía (es el caso de su noviazgo con un estudiante de medicina al que le decían el mexicano y luego su casamiento, “el 17 de mayo de 1954”, con José Montes Blanco, alias Pepe). Y en lo que concierne a los episodios de la vida doméstica, íntima y familiar de Silvina Ocampo (1903-1993) y de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), los célebres escritores de los que fue fiel y abnegada servidora (por más de 50 años) y a quienes procuró y ayudó en sus períodos terminales y a bien morir (teniendo por respaldo moral y apoyo afectivo a su esposo Pepe), si bien refiere claroscuros, antagonismos y momentos y rasgos críticos y neurasténicos en ciertas conductas y rencillas y en peculiaridades de la personalidad de cada uno, lo que descuella es el gran aprecio por sus patrones y por su hija Marta Bioy Ocampo (1954-1994) y los tres hijos que ésta tuvo: Florencio (1973), Victoria (1975) y Lucila (1980), e incluso por Genca, Silvia Angélica García Victorica (1919-1986), la sobrina de Silvina que vivía en el cuarto piso de Posadas 1650, otrora amante de Adolfito, famoso por su donjuanismo, “defecto” y “debilidad”, que alguna vez, se lee en el capítulo “15”: “Bioy, el héroe de las mujeres”, se lo cifró así: “Me gustan tanto las mujeres, que si a un palo de escoba lo disfrazan de mujer, me iría detrás de ese palo de escoba.”
Adolfo Bioy Casares y Elena Garro
Uno de los legendarios amoríos de Bioy fue el que vivió con Elena Garro (1916-1998) cuando era esposa de Octavio Paz (1914-1998). Jovita cuenta algunas anécdotas sobre tal vínculo (signado por las cartas que él le escribía, ahora en posesión de la Universidad de Princeton); por ejemplo, la suerte y el borroso destino de los ocho gatos de Angora que Elena le envió a Buenos Aires desde Europa. Pero además de que Silvia Renée Arias olvidó datar Testimonios sobre Mariana (Grijalbo, 1981), novela de Elena Garro de la que enlaza pasajes, en la nota 44 se leen algunos elementales yerros en los datos de la controvertida narradora y dramaturga poblana. Por ejemplo, fecha su nacimiento en 1920, error que la propia Elena cimentó y propagó. Y de “Un hogar sólido”, libreto teatral incluido en su libro homónimo editado en Xalapa, en 1958, por la Universidad Veracruzana, dice que es un “cuento incluido en la Antología de la literatura fantástica preparada por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares en 1940”; pero si bien la primera edición de la Antología (editada por Sudamericana) data del 24 de diciembre de 1940, el texto de Elena no apareció en la primera sino hasta la segunda edición, impresa en 1965, además de que no es un cuento sino un libreto teatral en un acto, cuyo estreno se sucedió, junto con “Andarse por las ramas” y “Los pilares de doña Blanca”, “el 19 de julio de 1957” en el Teatro Moderno de la Ciudad de México, dentro del cuatro programa de Poesía en Voz Alta.
Elena Garro, Adolfo Bioy Casares, Octavio Paz y Helena Paz Garro
(Nueva York, 1956)
Los testimonios de Jovita Iglesias, los recuerdos de las vacaciones en Rincón Viejo o en Villa Silvina (en Mar del Plata), algunas de las fotos, los viajes a Europa, y la información compilada por Silvia Renée Arias y en las citadas Memorias de Adolfito, dejan entrever el orbe de bonanza, riqueza y privilegios de los que en su plenitud gozaron Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Alicia Martínez Pardies, en un texto publicado el 15 de diciembre de 1996 en el suplemento del diario Página/12, dice del ámbito que solía visitar Jorge Luis Borges (1899-1986): “El piso de los Bioy en la calle Posadas es uno de los lugares más sobrios y elegantes de Buenos Aires, acaso uno de los pocos que restan como símbolo de la aristocracia porteña. Bibliotecas con miles de volúmenes en el living, los corredores y hasta su dormitorio; arañas con caireles de cristal en cada ambiente; buenas pinturas; un piano de cola en la recepción...” Y Oscar Hermes Villordo, en Genio y figura de Adolfo Bioy Casares (EUDEBA, 1983), dice del íntimo reducto del narrador, donde leía y escribía, incluso con Borges: “La habitación donde está el escritorio tiene ventanas que le dan luz durante el día y muestran, desde ese quinto piso, el paisaje de la plaza próxima [la San Martín de Tours en la Recoleta]. Está cubierta de libros, como otras partes de la casa: estantes (donde su dueño coloca fotografías interrumpiendo la monótona sucesión de una suerte de informalidad que sigue el mismo movimiento de otros objetos y recuerdos colocados allí: adornos dispuestos más por el tiempo que por la voluntad), mesas y mesitas. El aparente desorden, sin embargo, deja sitio para todo: los sillones de estar, los otros muebles. Sobre la chimenea de uno de los extremos se ve un reloj [...] Hay mucha paz, tranquilidad [...]” 
Silvina Ocampo


Foto de la boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Testigos: Jorge Luis Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo
Las Flores, enero 15 de 1940
Silvina Ocampo en Posadas 1650
Foto: Adolfo Bioy Casares
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Sin embargo, lo infausto no dejó de entrometerse y minar la vida, como fue el paulatino deterioro mental de Silvina a partir de 1987 o cuando “el sábado 24 de octubre de 1992”, en su casa, Bioy sufrió una caída que hizo que el fémur se le metiera en la pelvis. “Su accidente fue muy grave en todos los sentidos [le dijo Vadly Kociancich a Silvia Renée Airas]. Fue como si se embarcara en una serie de infortunios. Para mí, hasta ahí, había tenido una vida verdaderamente feliz, con algunas preocupaciones pero sin problemas mayores. Pero a partir de ese momento comenzó a sufrir golpe tras golpe. En el hospital, lo vi tristísimo.” O la súbita e inesperada muerte por el atropellamiento de un auto que, el 4 de enero de 1994, truncó la existencia de Marta Bioy Ocampo cuando sólo tenía 39 años y cuando aún no se cumplía un mes del deceso de Silvina (había muerto el 14 de diciembre de 1993). 
"Bioy, su hija Marta y Rodolfo, hijo de Flora, cocinera de la casa de Posadas"
(Rincón Viejo, 1965)
Marta, el Dr. Adolfo Bioy y Adolfito
(Rincón Viejo, Pardo, c. 1961)
Marta Bioy Ocampo en el parque de Villa Silvina
(Mar del Plata, 1967)
En ese doloroso y dramático contexto desconciertan las ambiciones de Alberto Frank, el segundo marido de Marta Bioy Ocampo y padre de Lucila (Florencio y Victoria son hijos de Eduardo Basavilbaso), del que ya se había divorciado, quien emprendió un juicio contra Bioy reclamando cierta herencia, por lo que se entrevía la posibilidad de que Adolfito tuviera que vender el piso de Posadas y dejar de vivir allí. Al respecto, Silvia Renée Arias cita un artículo periodístico de María Esther Vázquez, publicado en La Nación “el 3 de marzo de 1996”, donde dio “a conocer la situación por la que atravesaba” el narrador:
Georgie y Adolfito
“A los 81 años, y luego de cuarenta y dos de vivir en su piso de la calle Posadas, Bioy Casares teme que lo obliguen a dejarlo. En esa casa escribió lo mejor de su obra, compartió miles de horas felices a lo largo de cuatro décadas con su mujer, Silvina Ocampo. Ente esas paredes, forradas de libros y de fotografías, floreció la bella amistad que lo unió a Borges, creció su hija Marta, nacieron sus tres nietos, murió su padre. Al amparo de esas paredes lloró las muertes de su mujer y de su hija hace apenas dos años. Ahora, el segundo marido de Marta le cuestiona cierta herencia que Bioy recibió de su madre, y para hacer frente a sus pretensiones —si la Justicia fallara en su contra—, Adolfito tendría que vender el piso. El hecho conmueve a sus amigos. Es deplorable que esta pena, esta angustia, hayan caído sobre una persona tan bondadosa, quebrada e indefensa como Bioy, quien, además, y nada menos, es uno de nuestros mejores escritores.”
Visto desde lejos e ignorando el meollo, parece poco probable que el ex yerno reclamara algo de la susodicha herencia, pues Marta Casares, la madre de Bioy, cuya familia era dueña de La Martona, una de las empresas lecheras más grande de Argentina, murió a los 62 años “el 26 de agosto de 1952” y por ende no conoció a su nieta Marta, nacida “el 8 de julio de 1954”. No obstante, parece que hubo un acuerdo o negocio, pues Bioy pudo concluir sus días en ese quinto piso de Posadas 1650.
Jovita evoca varias anécdotas en torno a Fabián, el hijo natural que Adolfito tuvo con Sara J. Demaría, con quien comenzó a verse en 1994, en París, y a quien gracias a esa postrera amistad le otorgó su flamante y raro apellido Bioy (para que no se extinguiera), él, que en sus Memorias dice ser “el último Bioy”. No obstante, el aciago destinó planteó una póstuma jugada, pues Fabián murió a los 40 años el sábado 11 de febrero de 2006.

Adolfo Bioy Casares en Posadas 1650

Jovita Iglesias y Silvia Renée Arias, Los Bioy. Iconografía en blanco y negro. Fábula (203), Tusquets Editores. Barcelona, 2003. 192 pp.