Arañas en el fondo de una botella
El narrador sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Provincia del Cabo Occidental, enero 9 de 1940), Premio Nobel de Literatura 2003, obtuvo en Francia el Premio Fémina a la mejor novela extranjera y en 1983 su primer Booker (“el premio más prestigioso de la literatura inglesa”) con Vida y época de Michael K, “el libro que le valió fama internacional”. Y con Desgracia (1999) recibió su segundo Premio Booker.
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J.M. Coetzee |
Traducida del inglés al español por Miguel Martínez-Lage, la novela Desgracia se divide en 20 capítulos sin rótulos. Nacido en 1945, David Lurie, el protagonista, es un hombre blanco de 52 años que, al inicio de la obra, además de tres borrosos libros: “el primero, sobre la ópera (Boito y la leyenda de Fausto: la génesis de Mefistófeles), el segundo sobre la visión como erotismo (La visión de Richard de Saint Victor), el tercero sobre Wordsworth y la historia (Wordsworth y el peso del pasado)”, lleva ya 25 años dando clases en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo. Tras la última reforma educativa imparte varios cursos en la Facultad de Comunicación; pero el más importante para él es la “asignatura especializada”, que ese año destina a los poetas románticos. Desde hace varios años ha intentado escribir un libro crítico sobre Byron; pero tras varios fracasos aspira escribir algo musical: “Byron en Italia, una meditación sobre el amor entre los dos sexos en forma de ópera de cámara”, que en la casi postrera latitud de la novela y de los últimos aciagos sucesos, por sesiones y momentos va cobrando forma auxiliado con un “pequeño banjo de siete cuerdas”, un instrumento de juguete que de pequeña utilizó su hija Lucy.
Tras dos matrimonios truncos, David Lurie ha regulado su vida sexual con rameras y con las jóvenes alumnas que desea y logra seducir, cuyo donjuanesco intríngulis en un pasaje le resume a su hija con el fuste de un aforismo de William Blake: “Prefiero matar a un recién nacido en su cuna antes que albergar deseos no realizados”. Y es precisamente el subrepticio y repetido affaire con Melanie Isaacs, una alumna “treinta años más joven que él”, lo que lo arrastra al fango de un linchamiento moral y ante una especie de juicio académico cuyas exigencias y prerrogativas no acepta ni comparte y por ende opta por la renuncia. Según le dice a su hija, el proceso y sus requerimientos le recordaron “a la China maoísta. Retracción, autocrítica, pedir disculpas en público. Soy un hombre chapado a la antigua, prefiero que en tal caso me pongan contra la pared y me fusilen. Así habría terminado todo.”
Esto no es una desgracia para el gris y erudito profesor David Lurie (no tiene preocupaciones pecuniarias), sino un cambio, el preludio de la tercera edad, que empieza a corporificarse cuando en su auto, con los libros para su libreto sobre Byron, se dirige a la granja de su hija Lucy, ubicada a las afueras de “la ciudad de Salem, en la carretera de Grahamstown a Kenton, en la Provincia del Cabo Oriental”.
Lucy radica allí desde hace seis años. Al principio la casa fue una comuna hippie; pero luego David le ayudó a comprársela y hasta hace unos meses ella la compartió con su amiga Helen, quien se fue a Johannesburgo. Lucy vive del cultivo de hortalizas y flores que los sábados vende en un puesto en el mercado de Grahamstown y tiene unas perreras, unas jaulas donde cuida canes de particulares. Puesto que David no logra engancharse en la escritura de su obra sobre Byron y le sobra tiempo, no obstante que ayuda en algunas labores, Lucy le propone, y él acepta, hacer trabajo voluntario en Liga para el bienestar de los animales, una astrosa y miserable “clínica” que regenta Bev Shaw, quien no es veterinaria (el veterinario va sólo los jueves), sino una aficionada que brinda cierta curaciones; pero sobre todo el semanal sacrificio de la proliferación de perros que nadie quiere ni reclama.
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(Mondadori, México, 2004) |
Con sus estiras y aflojas y ciertas asperezas propias de personalidades distintas, el día a día se torna rutinario hasta que se sucede la desgracia, cuyos trasfondos implican racismo y ancestral odio, tremendas diferencias idiosincrásicas entre occidentales y africanos con arraigados y anacrónicos atavismos, soterradas ambiciones por parte de Petrus, el vecino (de raza negra) que acrecienta sus tierras y que por un sueldo labora para Lucy; y lo que es peor e inescrutable para David Lurie: las oscuras y abstrusas decisiones que toma su hija y que él respeta y ante las que se mantiene alerta y a la expectativa.
Un trío de hombres negros irrumpen en la casa: dos adultos y un menor. Lucy es violada por los tres y David, además de un ojo cerrado, por el alcohol que le echan encima y encienden con una cerilla, sufre heridas en el cuero cabelludo y en una oreja. Matan a balazos a seis perros que había en las jaulas (sólo queda Katy, una perra bulldog). Y además de los destrozos que causan, se roban la escopeta, electrodomésticos y otras cosas del hogar, y todo el botín se lo llevan en el auto de David.
Lucy acepta que ante la policía denuncien los daños materiales y el robo, pero no la violación de la que fue víctima. Esto desconcierta a su padre y no le gusta, pero respeta tal postura.
David se extraña de la ausencia de Petrus durante el ataque, de la indiferencia y la conducta taimada que muestra a su regreso (con su mujer) y colige, además del probable vínculo con los asaltantes, que “A Petrus le gustaría adueñarse de las tierras que posee Lucy”.
La crisis que torna ríspida la relación entre el padre y su hija se agudiza cuando durante la fiesta con que Petrus celebra la expansión de su terreno —en la que David y Lucy son los únicos blancos— aparece, como si nada hubiera ocurrido, el chico que participó en el robo y en la violación. Lucy entra en pánico y busca irse ipso facto. Y David, al increpar al chico, ve que Petrus lo defiende de inmediato, dice no conocerlo y se opone a dar parte a la policía, lo cual le indica que es cómplice de los asaltantes. Y más aún: ya en casa, Lucy expresa su postura de no denunciarlo con la policía. A esto se aúna el absurdo y grotesco hecho de que Bev Shaw desestima la preocupación de David por su hija; dice que Petrus la protegerá y que se puede confiar en él.
Luego, tras una ida a New Brighton en donde descubren que el auto hallado por la policía no era el sustraído, ella, que no le había dicho nada de la violación, le revela detalles del racismo y del odio implícito en el ataque (lo cual prueba que no ve más allá de su nariz): “Lo hicieron con tanto odio, de una manera tan personal... Eso fue lo que más me asombró. Lo demás... Lo demás casi era de esperar. ¿Por qué me odiaban tanto? Yo ni siquiera los había visto en toda la vida?”.
Buscando que se aleje de ese infausto lugar y se recupere, David le propone que cierre la casa y se vaya a Holanda (él pagará) —allí vivió, tiene a su madre y familia—. Pero ella se niega y vuelve a hacerlo después decirle que tal vez los violadores le estén cobrando un tributo sexual que tiene que pagar por dejarla vivir allí: “Creo que estoy en su territorio. Me han marcado. Vendrán por mí.”
“Ellos pretenden que seas su esclava”, le subraya David.
“—No, no es cuestión de esclavitud. Es cuestión de sumisión, de sometimiento, de estar sojuzgada.
“Él niega con la cabeza.
“—Esto es demasiado Lucy. Vende la propiedad. Véndele la granja a Petrus y márchate de aquí.
“—No.”
Menos de tres meses después de su salida, David regresa a Ciudad del Cabo. Por asombroso que sea, en el trayecto pasa por George, la ciudad donde viven los progenitores de Melanie Isaacs; visita al padre en su despacho, quien lo invita a cenar en la casa familiar y esto favorece que les pida disculpas por el lapsus cometido con su hija (aunque en su fuero interno no se arrepiente y experimenta un erótico cosquilleo ante el atractivo de la hermana menor, una adolescente).
Ya entrado en la nueva rutina en Ciudad del Cabo (descubre el saqueo sucedido en su casa, recoge libros y correspondencia en su antiguo cubículo, habla con su segunda ex esposa, va a la obra donde actúa Melanie y aguanta la agresión del amante de ella, se aventura con una joven furcia, etc.), destaca el hecho de que por fin empieza a componer el libreto sobre Byron. En eso anda cuando un telefonema con Bev Shaw (quien fue su adúltera amante en la clínica mataperros) le sugiere que algo no marcha bien en la cotidianeidad de su hija. Así que “toma un avión a Port Elizabeth y alquila un coche”; maneja hasta la granja y, además de observar los cambios en el terreno colindante (el de Petrus), Lucy le dice que está embarazada, que tendrá el hijo y no habrá otro aborto. Pero además le dice que el chico violador, uno de los probables padres, ahora vive con Petrus, que es su cuñado y se llama Pollux.
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J.M. Coetzee |
Desgracia, la novela de John Maxwell Coetzee, no narra el nacimiento (o no) del bebé, ni qué sucede con Lucy (si se casa o no y qué pasa con el terreno de la granja). Es una obra que se queda en suspenso, con los finales abiertos. Pero antes de que llegar a la última página, cuando ya David ha encontrado un cuarto en Grahamstown (para estar distante pero cerca de su hija) y pasa la mayor parte del tiempo en la clínica, ya componiendo su libreto sobre Byron en compañía de un perrucho cojo y con oído musical (disfruta el banjo y la voz de David al componer), ya ayudando a Bev Shaw en su sabatino y sórdido papel de matarife de perros, se suceden dos episodios que dan indicios de la oscura y retorcida psique y catadura de Petrus y de Lucy.
Al confrontar a Petrus sobre el hecho de que el chico violador ahora vive en su casa y que le mintió al decirle que no sabía quién era, Petrus le dice “Usted viene a cuidar a su hija. Yo también cuido de mi hijo [...] Es un hijo, un niño. Es de mi familia, de mi pueblo.” Es decir, el tal Pollux quizá sea su vástago y no su cuñado, pues Petrus tiene dos esposas: la que no está allí (con hijos) y la de que sí está (embarazada, cabizbaja, sumisa). Y además añade: “Se casará con Lucy, solo que todavía es demasiado joven, demasiado joven para casar. Todavía es un niño.” Pero ante las objeciones de David, añade como todo un pachá polígamo: “Yo casaré con Lucy”. Y le encomienda que se lo diga, que “así habrá terminado toda esa maldad”, pues dizque “es peligroso, demasiado peligroso” que una mujer viva allí sin estar casada.
David le lleva el mensaje, pero le reitera que puede enviarla a Holanda. Ella, no obstante, decide seguir en ese entorno racista, machista e hiperviolento (“Solo es cuestión de tiempo que a Ettinger [su solitario vecino alemán y blanco] lo encuentren con un balazo en la espalda”, le dice ella): “Di que acepto su protección. Di que puede contar por ahí todo lo que le dé la gana acerca de nuestra relación, que yo no lo contradeciré. Si quiere que a mí se me conozca en calidad de tercera esposa suya, así ha de ser. Si quiere que pase por ser su concubina, otro tanto da lo mismo. Pero acto seguido el niño pasa a ser también hijo suyo. El niño pasa a ser parte de su familia. En cuanto a la tierra, dile que estoy dispuesta a firmar un contrato de venta y cederle la tierra con tal que la casa sea de mi propiedad [no obstante dejó de dormir en la recámara donde fue violada]. Me convertiré en la arrendataria de una pequeña parte de su tierra [...] Pero la casa seguirá siendo mía, repito. Sin mi permiso nadie entra en la casa incluido él. Y me quedo con las perreras.”
J.M. Coetzee, Desgracia. Traducción del inglés al español de Miguel Martínez-Lage. Mondadori (138). 1ª reimpresión mexicana, 2004. 264 pp.