Llevaba un infierno en mis entrañas
IX de XII
Aquí vale subrayar que la fantástica, polifónica y decimonónica
novela de Mary W. Shelley, estructurada en cartas y misivas en forma de diario,
y con tildes y pinceladas de terror gótico, abunda en detalles, digresiones y
episodios característicos de un melodramático y truculento culebrón romántico.
Por ejemplo, el relato del origen humilde, bondadoso y abnegado de Caroline
Beaufort, la madre de Victor Frankenstein, fallecida por un contagio de escarlatina,
súbitamente adquirido cuando procuraba la convalecencia de su querida sobrina
Elizabeth Lavenza, precisamente cuando Victor, a sus 17 años, se disponía a
partir a la Universidad de Ingolstadt; el relato de la pobrísima orfandad de su
prima hermana Elizabeth Lavenza, hija única de la única hermana del padre de
Victor, fallecida en Italia; el relato de las vicisitudes familiares de la
sirvienta Justine Mortiz y de su injusta condena a muerte; el relato del drama
que en París condenó a la familia De Lacey al despojo de sus bienes, al exilio
y a la miseria; y el relato de los vaivenes de Safie, disidente del islam y de
la autoridad machista de su padre, un turco y ricachón mercader, musulmán,
tramposo, manipulador y traidor.
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
Colección Feminismos núm. 18 Ediciones Cátedra/Universidad de Valencia/Instituto de la Mujer Madrid, 1996 |
Un cuchillo
sin hoja al que le falta el mango (diría Lichtenberg[x]),
que ilustra y resume esa idiosincrasia del machismo imperante en el contexto de
los procesos sociales, económicos y políticos suscitados por la Ilustración, la
Revolución Francesa y la progresiva Revolución Industrial, se transluce en un
epigrama de lord Byron (quizá involuntario), que es un fragmento transcrito de
una carta que éste le enviara a C. Honhouse el 17 de noviembre de 1814, según
cita Burdiel: “De todas las perras vivas, una mujer escritora es la más
canina.”
X de XII
La llegada de Safie a la cabaña de la familia De Lacey, además
de incidir o coincidir con una mejora en las condiciones domésticas y
pecuniarias del sentimental y afectivo núcleo familiar, apresura y amplia el
vertiginoso aprendizaje del monstruo. Félix empieza a enseñarle (y le enseña)
el francés a Safie y al unísono el monstruo aprende a hablar, a leer y a
escribir tal idioma (el único que domina). Y obtiene un esbozo de la historia y
del contradictorio comportamiento del hombre y de la sociedad a través de
varias lecciones orales que Félix le da a Safie (arquetipo de la mujer culta y
liberal) y de la lectura que le hace de Las
Ruinas o Meditación sobre la Revolución de los Imperios, libro de Volney,
en donde el monstruo aprende, oyendo, “del descubrimiento del hemisferio
americano” y llora “con Safie la desdichada suerte de sus indígenas”. La
capacidad de pensar, y de interrogarse sobre sí mismo, y los conocimientos del
engendro se tornan superlativos con la lectura de tres libros que halla en el
bosque dentro de una bolsa de cuero[xi]:
El Paraíso perdido, de Milton (una
especie de canónica Biblia en su particular ideario, que lee “como si fuera una
historia real”); Las vidas paralelas,
de Plutarco, que le brinda una vaga y limitada idea de la historia y de la
geografía; y Las desventuras del joven
Werther, de Goethe, que lo hacen llorar en episodios álgidos. Pero la nota
siniestra, aviesa y latente de esa presunta humanización intelectual y cognoscitiva
es la revulsiva lectura del diario del filósofo naturalista Victor
Frankenstein, hallado en un bolsillo del gabán con que huyó del laboratorio,
donde lee, dice, “todo lo referente a mi maldito origen”, “los cuatro meses que
precedieron a mi creación”. Cuyo ineludible preludio fue el descubrimiento y
observación de su monstruosa y repulsiva fealdad proyectada en el agua de un
estanque aledaño a la cabaña de sus supuestos protectores. Según cuenta: “¡Cómo
me horroricé al verme reflejado en el estanque transparente! En un principio
salté hacia atrás aterrado, incapaz de creer que era mi propia imagen la que
aquel espejo me devolvía. Cuando logré convencerme de que realmente era el
monstruo que soy, me embargó la más profunda amargura y mortificación.”
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
lustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
Sobre el plañidero y
patético relato del monstruo, y su coercitiva y chantajista solicitud,
paradójicamente dice el propio Victor Frankenstein: “Me convenció. Sentía
escalofríos al pensar en las posibles consecuencias que se derivarían si
accedía a su petición, pero pensaba que su argumento no estaba del todo falto
de justicia. Su narración, y los sentimientos que ahora expresaba, demostraban
que era un criatura de sentimientos elevados [sic], y ¿no le debía yo, como su creador, toda la felicidad que
pudiera proporcionarle?”
XI de XII
El Volumen III del Frankenstein
de 1818 comprende siete capítulos. Tras su regreso de la excursión al valle de
Chamonix (realizada con su familia “a mediados de agosto, casi dos meses
después de la muerte de Justine” Moritz), Victor Frankenstein, en su casa
familiar en Ginebra, consume el tiempo, indolente y deprimido (a veces abandonado en un bote en el lago), postergando la
creación de la compañera exigida por el engendro.
No obstante, ha pensado en
obtener el permiso de su padre para ir a Inglaterra con el objetivo de ampliar
sus conocimientos científicos, los cuales requiere, dice, para el desarrollo de
su clandestina labor, pese a que no los necesitó para elaborar al gigantesco monstruo
durante casi dos años. Para no verlo tan melancólico y alicaído, su padre, el
juez Alphonse Frankenstein, le sugiere —si no guarda algún secreto que lo
impida— que se case con su prima hermana Elizabeth Lavenza[xv];
matrimonio (bendecido por la madre de Victor) que se idealiza, y espera en el
núcleo familiar, desde la compartida niñez de los primos hermanos. Victor le
promete a su padre que se casará con Elizabeth (ambos se quieren y lo desean);
pero antes, le dice, visitará Inglaterra, por sus estudios, y otros lugares de
Europa; viaje que durará dos años[xvi].
Así que “a finales de agosto”[xvii],
con su instrumental químico empaquetado, se dirige a Estrasburgo (en Francia),
donde se reúne con Henry Clerval[xviii]
—quien se había quedado en la Universidad de Ingolstadt, en Alemania— para
iniciar esos “dos años de exilio”.
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
Según evoca Victor: “Habíamos decidido bajar
en barco por el Rin desde Estrasburgo hasta Rotterdam, donde embarcaríamos para
Londres.”[xix]
Pero en tal coloquial aserto —que implica la altura de la tierra en relación al
mar— al parecer se observa una de las incongruencias narrativas del Frankenstein de 1818, pues en rigor
deberían “subir” en barco y no “bajar”, puesto que se dirigen al norte y no al
sur. Así que no sorprende que más adelante diga: “Dejamos Colonia [en Alemania]
y descendimos a las llanuras de Holanda, donde decidimos continuar por tierra
el resto del viaje, pues el viento era desfavorable y la corriente del río
demasiado lenta para ayudarnos.”
Y la llegada a Londres (en esa turística ruta)
la refiere al concluir el primer capítulo del Volumen III: “Era una límpida
mañana, de finales de diciembre, cuando vi por primera vez los blancos
acantilados de Gran Bretaña. Las orillas del Támesis ofrecían un nuevo paisaje
[...]” Pero luego, en el quinto párrafo del segundo capítulo, dice: “Habíamos
llegado a Inglaterra a principios de octubre y ya estábamos en febrero”[xx].
Así que en la nota correspondiente a “octubre”, Isabel Burdiel apunta sobre un notorio
bemol que se observa no sólo en el Volumen III: “Una de las inconsistencias
cronológicas de la novela, ya que en el capítulo anterior se nos ha dicho que ‘los
blancos acantilados de Gran Bretaña’ fueron divisados por los viajeros, por
primera vez, ‘una límpida mañana de finales de diciembre’.” Descuido e incongruencia
narrativa que no se limita a la cronología, sino que se observa en dispersos detalles
contradictorios. Por ejemplo, el hecho de Victor sube solo y a pie hasta la
cima del Montanvert y atraviesa el Mar de
Hielo, pese a la aguda aflicción y supuesta debilidad física que padece,
antes y después de ir allí. Intríngulis que Mary y Percy Shelley pasaron por
alto en sus mutuas revisiones para la edición de 1818; incluso ella sola en la
edición de 1831. Por ejemplo, en el “Capítulo I” de ésta (la edición “definitiva),
Victor Frankenstein le dice a Robert Walton: “Soy ginebrino de nacimiento”;
pero líneas adelante le afirma: “nací en Nápoles”.
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
Ya en Perth, y
huéspedes del amigo que los recibe, Victor declara no sentirse “con fuerzas
para conversar y reír con extraños”; de modo que le informa a “Clerval que visitaría
solo el resto de Escocia” y que estará “ausente un mes o dos”. Quizá vale
recordar que en torno a ese lugar de Escocia, Mary Shelley apunta en su
“Introducción” de 1831: “De niña viví sobre todo en el campo y pasé un tiempo
considerable en Escocia. Visité ocasionalmente sus lugares más pintorescos,
pero mi residencia habitual estaba en las desoladas y sombrías orillas del Tay,
cerca de Dundee.” Donde en su adolescencia, entre 1812 y 1814, Mary vivió “con
la familia de William Baxter, amigo de su padre”, quien tenía dos hijos:
“Isabel y Christy”. Es decir, no muy lejos de Perth, que, al igual que Dundee, es
atravesado por el río Tay.
Mary W. Shelley (Miniatura de Reginald Easton) |
El doctor Frankenstein, la “novia” y el doctor Pretorius (Colin Clive, Elsa Lanchester y Ernst Thesiger) Fotograma de La novia de Frankenstein (1935) |
La “Eva” y el monstruo (Elsa Lanchester y Boris Karloff) Fotograma de La novia de Frankenstein (1935) |
En el meditabundo atardecer
del día siguiente frente al mar, Victor recibe, dice, “cartas de Ginebra y una
de Clerval en la que me rogaba me reuniera con él. Decía que hacía casi un año
que habíamos abandonado Suiza, y no habíamos visitado Francia.” Si bien el plan
original incluía el regreso de ambos por Francia, aquí se observa otra leve incongruencia:
ambos se reunieron en Estrasburgo para iniciar el viaje de dos años (lo cual
implica una escueta visita a Francia, pues la fronteriza Estrasburgo se halla
en territorio galo); Victor salió de Ginebra (y tuvo que cruzar linderos y
comarcas de Francia) y Clerval de Ingolstadt, y no de Suiza, pues residía en
Ingolstadt desde que llegó para estudiar lenguas en la universidad, lo cual
coincidió con el primer día de la vida del monstruo y al unísono con la “fiebre
nerviosa” que atacó al filósofo naturalista y lo envió a la cama durante varios
meses (entre ese lluvioso día de noviembre y la entrante primavera). El caso es
que en esa carta Henry Clerval, dice Victor, “Me insistía, por tanto, en que
abandonara mi isla solitaria y me reuniera con él en Perth, al cabo de una
semana, y juntos hiciéramos planes para continuar nuestro viaje.”
En sus preparativos
para irse de la isla y reunirse con Henry Clerval en Perth, Victor recoge los esparcidos
restos de lo que iba a ser la mujer del monstruo y los mete en una cesta con numerosas
piedras. En la madrugada, a bordo de un bote, unas millas mar adentro, busca el
instante propicio para arrojarla al fondo de las aguas (procura que el cruce de
las nubes ataje la luminosidad lunar e impida que los circundantes pescadores vean
lo que hace). Arrojada la cesta, Victor, que había estado insomne y nervioso,
decide descansar en la barca y se duerme. Al despertarse, ya entrado el día, se
halla en otro sitio a la deriva y entrevé, con angustia y desasosiego, las
posibilidades de seguir perdido y perecer por falta de agua y alimentos. Horas
después, torturado por la sed, y pese a que no lleva brújula, ve “hacia el sur
una franja de tierras altas”. Llega, lacrimoso y exultante, a un puerto donde
los aldeanos hablan en inglés y donde lo tratan con desprecio y aspereza.
Meollo que empieza a clarificarse cuando le dicen que “es costumbre entre los
irlandeses odiar a los criminales” y cuando el señor Kirwin, el magistrado, que
habla y lee francés, le informa que tiene que “explicar la muerte de un hombre
que apareció estrangulado aquí anoche”.
En la posada del pueblo, donde han
tendido el cuerpo sin vida de “un joven bien parecido de unos veinticinco
años”, Victor descubre, con atroz sorpresa, que se trata del cadáver de Henry
Clerval y al instante deduce que el asesino es el monstruo. Según le informan,
Daniel Nugent, con su hijo y su cuñado, salieron a pescar la noche anterior. A
eso de las veintidós horas, un fuerte viento del norte los obligó a regresar y a
desembarcar, no en el puerto del pueblo, sino “en una rada a dos millas de
distancia”. Caminando en la oscuridad con sus aparejos de pesca tropezaron con
un “cuerpo que aún no estaba frío” y sin “señales de violencia salvo la negra
huella de unos dedos en la garganta”. Y aquí vale preguntarse, ¿cómo el
gigantesco y fortachón monstruo pudo realizar, vertiginosamente y sin que nadie
lo viera ni oyera (tal si fuera un velocísimo fantasma invisible), los
distantes desplazamientos por el mar que median entre Perth, las Islas Orcadas y
ese anónimo puerto irlandés no muy lejos de Dublín? Y lo no menos paradójico y
sorprendente: con instinto maquiavélico (ya demostrado al encausar la
incriminación de Justine Moritz) y pulsiones de monstruoso y nocturno arácnido,
el gigantesco engendro hizo coincidir el criminal e incriminativo embrollo en
el término de una noche.
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
Victor Frankenstein,
al ver el cadáver de Henry Clerval de nuevo es presa de un ataque de fiebre (de
“fiebre nerviosa”, se infiere). Enfermo y delirando, tres meses permanece en el
camastro de una celda bajo el cuidado de una vieja, fría y dura, contratada por
el magistrado Kirwin. Allí, para conjurar la fiebre y el sueño, se acostumbró
“a tomar cada noche una pequeña cantidad de láudano”, pues según dice: “sólo
con la ayuda de esta droga conseguía obtener el descanso necesario para
mantenerme con vida”. Esa vieja, además, le descerraja a quemarropa: “Lo
ahocarán cuando lleguen las próximas sesiones”[xxii].
Se salva del castigo penal (la horca) y obtiene la exculpación y la libertad
gracias a la índole humanitaria del magistrado Kirwin, quien intercedió y
maquinó a su favor porque en las ropas de Victor halló la citada carta
redactada por Henry Clerval; pero además le escribió al juez Alphonse Frankenstein
y lo hizo venir a Irlanda desde Ginebra (viajó allí pese a su avanzada edad). Y
en lugar de inculpar a priori e ipso facto al presunto asesino (el bote
en el que iba Victor fue visto cerca de la playa por el hijo de Daniel Nugent),
hizo que se demostrara que estaba en las Islas Orcadas cuando en las
inmediaciones de ese anónimo puerto irlandés apareció el cuerpo recién
estrangulado de su amigo Henry Clerval. O sea: qué ultrarrapidez del gigantesco
monstruo para ir y venir sin que nadie lo vea ni lo oiga. Un auténtico fantasma
(de un cuento de fantasmas) con siniestra y maquiavélica intuición y cerebro de
jugador de pool y ajedrez.
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
Victor Frankenstein y
su padre parten de Dublín a bordo de un barco[xxiii].
En su ruta a Ginebra llegan a “El Havre el 8 de mayo”; enseguida viajan a París
por “unas semanas”, donde su padre tiene que afrontar ciertos negocios y donde
Victor recibe una afectiva y amorosa carta de su prima hermana Elizabeth
Lavenza, firmada en “Ginebra, 18 de marzo de 17…”
Una semana después de esa
misiva, Victor y su padre ya están en su casa de Ginebra, donde los primos hermanos
se casan luego de diez días de haberlo acordado con el beneplácito del juez
Alphonse Frankenstein. Previamente, Victor le ha prometido a ella revelarle su
terrible e inconfesable secreto al día siguiente de celebrarse el matrimonio.
Se les “compró una casa no lejos de Colongy”[xxiv],
que, dice Victor, “por estar cerca de Ginebra, nos permitiría disfrutar del
campo y sin embargo visitar a mi padre cada día, pues él, con el fin de que
Ernst pudiera proseguir sus estudios en la universidad, seguiría viviendo en la
ciudad”. No obstante, la íntima y amorosa noche de bodas no se sucederá Colongy,
sino en Evian[xxv].
Placenteramente se desplazan en barco a Evian por el lago de Ginebra. Desembarcan
a las veinte horas y se dirigen a una recámara de la posada. Victor nunca
olvidó el retintín de la frase con que lo sentenciara el monstruo: “estaré a tu
lado en tu noche de bodas”; pero, curiosa y absurdamente, desde que se la dijo
(y cuando la recordaba) no pensó que la víctima sería ella, si no él, pese a
que está siendo blanco de una paulatina, sádica, dolorosa y cruel tortura, cuyo
translúcido y obvio objetivo es matar a sus seres queridos y no a Victor ipso facto. Así, mientras revisa la casa
en busca del gigantesco engendro (lleva siempre “un puñal y un par de
pistolas”), oye “un grito agudo y estremecedor” en la habitación. Según le dice
a Robert Walton: Elizabeth “Estaba tendida en el lecho, inánime, la cabeza
ladeada, las facciones pálidas y convulsas, semiocultas por el cabello. Donde
quiera que vaya veo la misma imagen: los brazos exangües y el cuerpo lacio,
tirado sobre el tálamo nupcial por su asesino [...] En un instante perdí el
conocimiento y caí al suelo.”
Al recobrarlo, ve que lo rodean los habitantes de
la posada y que en el cuello de ella se notan los indicios del
estrangulamiento. Luego, según dice, “Con inexpresable horror vi asomarse a una
de las ventanas el aborrecido y repugnante rostro del monstruo. Esbozó una
mueca burlona mientas señalaba con su inmundo dedo el cadáver de mi esposa. Me
abalancé hacia la ventana y, extrayendo del pecho una pistola, disparé; pero
esquivó la bala, y, huyendo del lugar a la velocidad del rayo, se zambullo en
las aguas del lago.” Victor regresa a Ginebra. Y al darle la mortífera noticia
a su padre, sufre “una hemorragia cerebral”, y, según dice, “murió en mis
brazos al cabo de unos días”[xxvi].
Victor vuelve a perder el sentido. Y luego cae en una especie de pesadillesco delirio;
lo creen loco y durante “muchos meses” lo resguardan “en una celda solitaria”[xxvii].
Al salir cuerdo y al recordar la causa de sus depresiones y desventuras,
Victor, con tal de vengarse y castigar al gigantesco monstruo, lo denuncia con
un magistrado de Ginebra revelándole su ilícita y clandestina labor y los crímenes
del engendro. Pero además de reflejar su incredulidad y la creencia de que el
denunciante aún delira[xxviii],
el magistrado le argumenta las dificultades para localizar, perseguir y detener
a ese extraordinario y gigantesco ser poseedor de una descomunal fuerza, increíble
velocidad y superlativa resistencia física en las bajas y extremas temperaturas
bajo cero, capaz de subsistir en cuevas y cavernas inhabitables, y por ende le
sugiere resignarse al fracaso. Ante esto, previsiblemente, Victor Frankenstein
le anuncia que él buscará al monstruo hasta destruirlo.
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
Ilustración de Lynd Ward en Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013) |
El círculo narrativo
empieza a cerrarse. Luego de reunir dinero y joyas que fueron de su madre,
Victor, que se olvida de la orfandad y vulnerabilidad de su adolescente hermano
Ernest, abandona Ginebra persiguiendo al engendro. Pero el solemne, teatral y
romántico preámbulo (con su tinte gótico) que encausa y catapulta la demencial y
pesadillesca persecución ocurre en el cementerio. Victor, ante los restos del
pequeño William, de su padre, y de su virginal esposa Elizabeth, se arrodilla
en la hierba, besa la tierra, y con “labios temblorosos” grita su retórico,
dramático y ampuloso juramento:
“Por la sagrada tierra
en la que estoy postrado, por los espíritus que me rodean, por el profundo y
eterno dolor que siento, por ti, oh Noche, y por los fantasmas que te pueblan,
juro perseguir a ese demonio, que ocasionó estas desgracias, hasta que uno de
los dos sucumba en un combate a muerte. A este fin preservaré mi vida; para
ejecutar esta cara venganza volveré a ver el sol y pisar la verde hierba, de
todo lo cual, de otro modo, prescindiría para siempre. Y yo os conjuro,
espíritus de los muertos, y a vosotros, errantes administradores de venganza, a
que me ayudéis y orientéis en mi tarea. ¡Que el maldito e infernal monstruo
beba la copa de la angustia y sienta la misma desesperación que ahora me
atormenta!”
Tras vociferar esto,
el gigantesco monstruo surge de las sombras y se deja ver. Situación semejante
a la escena ocurrida en el inhóspito Mar
de Hielo, cuando a gran velocidad el monstruo se acerca y se hace presente
ante Victor, luego de que éste invocara el favor y la voluntad de los
“Espíritus errantes”. Pero también es parecida a la noche, con tormenta en
derredor y en lontananza (obvia atmósfera gótica), en que Victor, en el
solitario sitio de Plainpalais donde se halló el cadáver del pequeño William,
el monstruo se dejó ver a lo lejos, luego de que Victor pronunciara la elegiaca
endecha en memoria de su hermano menor. Mas ahora el engendro no se distancia
con rapidez en medio de la tormenta y de la oscuridad de las sombras y de la
lejanía y sin decir nada, sino que se carcajea estruendosamente y se burla de
Victor y lo reta a que lo persiga. Persecución que —le dijo (y le dice) a
Robert Walton— es el único objetivo de su vida “desde hace varios meses”. No
obstante, ese presunto y largo seguimiento y rastreo resulta una delirante demencial
paradoja, pues el gigantesco monstruo se hace perseguir —haciendo padecer a su
supuesto perseguidor y guiándolo hacia una incierta meta en el Polo Norte, cuyo
vengativo y coercitivo objetivo parece ser la continua tortura de la víctima y la
inducida, paulatina y final muerte de ésta o su violento asesinato— y por ello
le deja pistas, sarcásticas inscripciones e incluso alimentos. En este sentido,
si la familia De Lacey, en la cabaña del bosque de Ingolstadt, creía que un
“espíritu bueno y maravilloso” los protegía y auxiliaba, Victor llega a creer
que lo auxilia el invisible “espíritu que había invocado” y que los espíritus
de sus muertos velan por él. En uno de los mensajes que el monstruo le deja,
lee: “Sígueme; voy hacia el norte en busca de las nieves eternas, donde
padecerás el tormento del frío y el hielo al que yo soy insensible. Si me sigues
de cerca, encontrarás no lejos de mí una liebre muerta; come y recupérate.
¡Adelante, enemigo!; aún nos queda luchar por nuestra vida; pero hasta entonces
te esperan largas horas de sufrimiento.” Y en otro le advierte: “¡Prepárate!:
tus sufrimientos no han hecho más que empezar. Abrígate con pieles, y
aprovisiónate, pues pronto iniciaremos una etapa en la que tus desgracias
satisfarán mi odio eterno.”
Victor, esmirriado,
llevaba unas “tres semanas” persiguiéndolo a bordo del trineo tirado por perros
cuando “se abrió el hielo con un ruido atronador”. Según le dice a Walton, “En
pocos minutos, un agitado mar me separó de mi enemigo, y me hallé flotando
sobre un témpano de hielo, que menguaba por momentos y me preparaba una
horrenda muerte.” Tal es el fatídico preludio de las “horas terribles” (especie
de antesala de la muerte) que lo condujeron a advertir la presencia del detenido
barco de Robert Walton y por ende a hacerse unos rudimentarios remos con una
parte del trineo (al que le restaba un sólo perro) y a acercar al navío su
balsa de hielo para preguntar hacia dónde se dirigía, pues de no ir al norte,
Victor hubiera rechazado su rescate. Es entonces cuando inicia la breve amistad
entre Robert Walton y Victor Frankenstein, que se vuelve entrañable, sobre todo
para el patrón del barco (pues siempre añoró un amigo idóneo que hasta entonces
nunca tuvo) y que dura un poco más de un mes. Y luego de narrarle su larga,
polifónica y detallada historia, y dada su débil salud y posibilidad de
fallecer antes de cumplir su cometido, Victor le pide que le jure que no dejará
escapar al monstruo y que, si él fallece, llevará a cabo su venganza matándolo.
XII de XII
El séptimo capítulo del Volumen III del Frankenstein de 1818 cierra el círculo narrativo de la novela con
un retorno al relato que, a manera de cartas y de diario, Robert Walton le
dirige a Margaret Saville, su hermana residente en Londres. Son cinco entradas
cuyas fechas rezan: “26 de agosto de 17...”, “2 de septiembre”, “5 de
septiembre”, “7 de septiembre” y “12 de septiembre”. En la primera, Walton
asienta que Victor Frankenstein, quien parece un anciano muy viejo y muy débil,
le ha narrado su dramática historia en el transcurso de una semana (negándose a
revelarle el secreto “para infundir vida en la materia inerte”[xxix]),
cada vez más frágil y exánime, y con sueños y delirios en los que cree que en
realidad habla con los muertos tan queridos por él; quien además “corrigió y
aumentó en muchos puntos” lo transcrito por Walton de su voz, “sobre todo en
los diálogos con su enemigo, a los que dotó [dizque] de mayor autenticidad”[xxx].
En la segunda entrada, Walton alude el riesgo de no poder regresar a
Inglaterra, pues el barco está detenido y atorado entre los témpanos y montañas
de hielo, y los marineros, temerosos por su vida, quizá se amotinen[xxxi].
En la tercera, Walton apunta la posibilidad de que su hermana Margaret nunca
lea los papeles que le ha escrito, pues la tripulación se amotina y se niega a
continuar la exploratoria travesía. Victor, desde su fragilidad y postración,
cuestiona a los marineros y les arenga para que no sean unos cobardes que se desdicen
y se rajan. Walton les pide que recapaciten y les informa que él no seguirá
“avanzando hacia el norte en contra de su voluntad”. Aún ignora qué decisión
tomarán los marineros, pero él deja entrever lo que piensa: “preferiría la
muerte a regresar, cubierto de vergüenza, sin haber podido alcanzar mis
objetivos [...], temo que ése sea mi destino; sin el ánimo que les pudiera
infundir la idea de la gloria y el honor, mis hombres jamás se avendrán a
proseguir sus actuales penurias.” En la cuarta entrada, Walton le dice a su
hermana que vuelve “desilusionado e ignorante”, pues accedió al “regreso si los
hielos lo permiten”. Y en la quinta y última entrada le reporta que ya retorna
navegando rumbo a Inglaterra (pese a que fue en Arkángel, puerto ruso, donde
rentó el barco, pagó el seguro al dueño y contrató a la ahora diezmada y amotinada
tripulación). Pero también le narra la patética y lacrimosa muerte de Victor
Frankenstein sucedida el 9 de septiembre, pues en la nota que corresponde a la
frase: “El diecinueve de septiembre”, Isabel Burdiel puntualiza: “Errata en el
original por el 9 de septiembre.”[xxxii]
Pero la nocturna y pesadillesca cereza del pastel es la sorpresiva irrupción
del gigantesco monstruo, a la medianoche, en el camarote donde yace el cadáver
de su creador. Según dice Walton, tras oír ruidos y voces y dirigirse allí:
“Entré en el camarote donde yacían los restos de mi malhadado y admirable
amigo. Sobre él se inclinaba un ser para cuya descripción no tengo palabras;
era de estatura gigantesca[xxxiii],
pero de constitución deforme y tosca. Agachado sobre el ataúd, tenía el rostro
oculto por largos mechones de pelo enmarañado; tenía extendida una inmensa
mano, del color y la textura de una momia. Cuando me oyó entrar, dejó de
proferir exclamaciones de pena y horror, y saltó hacia la ventana. Jamás he
visto nada tan horrendo como su rostro, de una fealdad repugnante y terrible.
Involuntariamente cerré los ojos e intenté recodar mis obligaciones acerca de
este destructivo ser. Le ordené que se quedara.”
El monstruo (Boris Karloff) |
Bibliografía de Frankenstein
Pérez, Ángela, La noche
de los monstruos. Incluye: Frankenstein
o el moderno Prometeo (1831), de Mary W. Shelley (traducción del inglés de
Mercedes Rosúa); “Augustus Darvell, fragmento” (1819), de Lord Byron
(traducción de Ángela Pérez); y “El vampiro” (1819), de John William Polidori
(traducción de Ángela Pérez). Edición, prólogo, notas biográficas, bibliografía
y cronología de Ángela Pérez. Edhasa. Barcelona, 2012. 446 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein.
Introducción de James Rieger. Traducción del inglés al español de Francisco
Torres Oliver. Notas de Gabriel Casas y Cristina Garrigós. Iconografía en color
y en blanco y negro de Fuencisla del Amo y Francisco Solé. Colección Aula de
Literatura núm. 38, Ediciones Vicens Vives. Barcelona, 2006. 318 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Traducción y notas de Alberto Vidaurri. Prólogo de Eduardo Monteverde. Curaduría y nota de Alejandro Sordo. Ilustraciones en blanco y negro de Acamonchi (Gerardo Yépiz). Arte y Letras, Editorial Mirlo. México, 2017. 280 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Traducción y notas de Alberto Vidaurri. Prólogo de Eduardo Monteverde. Curaduría y nota de Alejandro Sordo. Ilustraciones en blanco y negro de Acamonchi (Gerardo Yépiz). Arte y Letras, Editorial Mirlo. México, 2017. 280 pp.
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o El moderno Prometeo. Traducción del inglés al
español de María Engracia Pujals. Edición, prólogo, notas y bibliografía de
Isabel Burdiel. Iconografía en blanco y negro. Colección Letras Universales
núm. 230, Ediciones Cátedra. 4ª edición. Madrid, 2003. 260 pp.
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o el moderno Prometeo. Traducción del inglés de Rafael
Torres. Epílogo de Joyce Carol Oates (traducción de Jesús Gómez Gutiérrez).
Ilustraciones en blanco y negro de Lynd Ward. Editorial Sexto Piso. México,
2013. 264 pp.
Bibliografía complementaria
Bailey, Ruth, Shelley.
Traducción del inglés de Teba Bronstein. Grandes vidas núm. 3, Editorial Nova.
Buenos Aires, 1945. 168 pp.
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Wollstonecraft, Mary, Vindicación
de los derechos de la mujer. Traducción del inglés de Marta Lois González.
Introducción de Shelia Rowbotham (traducción de Alfredo Brotons Muñoz). Notas
de Nina Power. Revoluciones núm. 10, Ediciones Akal. Madrid, 2014. 320 pp.
[i] James Rieger (op.
cit.) lo bosqueja así: Mary
Wollstonecraft “falleció once días después de dar a luz a la niña que años más
tarde escribiría Frankenstein.
Durante el parto no pudo expulsar la placenta y, en una época en la que se
desconocía la importancia de la asepsia, la voluntariosa intervención del
médico no consiguió otra cosa que agudizar la infección de la que finalmente
falleció la madre de nuestra autora.”
[ii] Ver Vindicación
de los Derechos de la Mujer, el libro de Mary Wollstonecraft, coeditado en
Madrid, en 1996, por Ediciones Cátedra, la Universidad de Valencia y el
Instituto de la Mujer, traducido del inglés por Carmen Martínez Gimeno e “Introducción”
de Isabel Burdiel. Y/o el homónimo de Ediciones Akal, editado en Madrid, en
2014, traducido del inglés por Marta Lois González; con “Introducción” de Sheila Rowbotham (traducida
por Alfredo Brotons Muñoz) y “Notas” de Nina Power.
[iii] Ver Shelley,
Godwin y su círculo (FCE, 1942), libro del británico Henry Noel Brailsford
(1873-1958), cuya primera edición en inglés data de 1913; mientras que la
segunda y última edición del FCE data de 1986.
[iv] Relevantes y significativas líneas que,
curiosa y conservadoramente, fueron mutiladas por la autora en la edición de
1831.
[v] Su citada “hija ilegítima [tres años mayor
que Mary, nacida en El Havre, Francia, el 14 de mayo de 1794] producto del
breve, pero apasionado, romance que mantuvo con el americano Gilbert Imlay en
el París jacobino”; quien tras suicidarse con láudano (en Swansea) “nadie
reclama el cuerpo”, ni siquiera su padrastro William Godwin, quien nunca la
quiso. Según Isabel Burdiel el suicido de Fanny Imlay ocurrió en septiembre de
1816; y según Ángela Pérez fue el 9 de octubre de ese año.
[vi] Supuesto defensor del amor libre y dizque opuesto al
matrimonio, la decisión de casarse con Mary Wollstonecraft el 29 de marzo de
1797 iba en contra de los principios de ambos “y obedecía exclusivamente a
razones de conveniencia social”; es decir, para que su mutuo hijo fuera
legítimo (resultó ser la futura autora de Frankenstein)
y Mary Wollstonecraft pudiera sortear la moralina de fétidas recriminaciones y
las trabas sociales que implicaba ser madre soltera de una hija o hijo ilegítimo.
Sufrible y difícil meollo que había padecido “en el París jacobino” con su hija
ilegítima Fanny Imlay; lo cual la había inducido, apunta Burdiel, “a poner fin
a las mismas por el expeditivo procedimiento de arrojarse a las aguas del
Támesis”. Infructuoso y novelesco intento (ocurrido “una tarde lluviosa de
octubre de 1795”) que Burdiel bosqueja al inicio de su prólogo a la Vindicación de los Derechos de la Mujer
(libro datado en la Bibliografía complementaria).
[vii] Hijo de la “supuesta viuda” Mary Jane Clairmont —la segunda esposa de William Godwin—, y medio hermano de Jane Clairmont, pues al parecer
eran hijos de diferentes padres. Según apunta Ángela Pérez en su “Cronología”,
cuando Mary Jane Clairmont se casó con Godwin el 21 de diciembre de 1801,
Charles tenía siete años y Jane (que luego se haría llamar Claire) tenía
cuatro.
[viii] El único hijo que William Godwin tuvo con la “supuesta
viuda” Mary Jane Clairmont, quien fallecería de cólera a los 29 años el 8 de
septiembre de 1832.
[x] Ver Aforismos
(FCE, 1989), de Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799); antología, traducción
del alemán y notas de Juan Villoro.
[xii] En la citada carta que Elizabeth Lavenza le envió a
Victor Frankenstein (la datada en “Ginebra, 18 de marzo de 17…”) lo describe como
un querubín: “También quiero contarte algo, querido primo, del pequeño William.
Me gustaría que lo vieras. Es muy alto para su edad; tiene los ojos azules,
dulces y sonrientes, las pestañas oscuras y el pelo rizado. Cuando se ríe, le
aparecen dos hoyuelos en las mejillas sonrosadas. Ya ha tenido una o dos
pequeñas novias, pero Louisa Biron es
su favorita, una bonita criatura de cinco años.” Vale observar que el apellido
“Biron” figuró así en la edición de 1818 y así lo preservó Mary Shelley en la
edición de 1831 (pese a que en la edición de La noche de los monstruos aparece como “Byron” y no así en la
edición de Vicens Vives ni en otras, entre ellas la de Sexto Piso y la de Mirlo). En la
novela, en su nota 56, Isabel Burdiel apunta que se trata de una información
añadida por Percy Shelley (y remite al preciso sitio de los manuscritos de la Abinger Collection). Y según ella, “En
el apellido de la niña puede haber una referencia a la futura hija de Byron y
Claire Clairmont que, sin embargo, acabó llamándose Allegra.” No obstante, esa
“futura hija” al parecer ya había nacido cuando Mary y/o Percy pusieron el
punto final al manuscrito del primer Frankenstein.
Es decir, Allegra nació el 5 de enero de 1817 (moriría a los 5 años el 19 de
abril de 1822) y Mary concluyó su manuscrito el 14 de mayo de 1817 y Percy
insertó en solitario los últimos agregados y modificaciones, incluido el
anónimo “Prólogo”, fechado en “Marlow, septiembre de 1817”. En este sentido,
vale volver a recordar que según dice James Rieger (op. cit.), “Tras algunos
intentos fallidos de encontrar editor, Frankenstein
fue vendida a una editorial de dudosa reputación, que la publicó anónimamente
el 11 de marzo de 1818.”
[xiv] En la edición de 1818 el monstruo la ve pasar
cerca de donde él anda en Plainpalais y “sigilosamente” (como si fuera un
fantasma invisible e inaudible) se le acerca e introduce “el retrato en uno de
los pliegues de su traje”; mientras que en la edición de 1831 hace eso mientras
ella duerme a pierna suelta, pues la ve en un granero dormida sobre la paja.
[xviii] En la edición de 1818 es Victor quien piensa
en Henry Clerval como compañero de viaje, pero en la edición de 1831 es
Elizabeth Lavenza quien lo entromete y encandila.
[xx] Errónea contradicción no corregida por Mary
Shelley en la edición de 1831, la cual, incluso, la observa la traductora
Mercedes Rosúa en una nota al pie de página: “Adviértase que en el capítulo
anterior se fecha la llegada a Inglaterra a finales de diciembre.”
[xxv] En la edición de 1831 la noche de bodas
también será en Evian, pero a los novios no se les regala una casa en Colongy
(cuyo modelo podría ser Villa Diodati o la Maison Chapuis), sino que viajarán a
Italia, a Villa Lavenza, con seguridad a su luna de miel y quizá a vivir allí
por un tiempo o para siempre, pues el padre de él gestionó para que el gobierno
austríaco le devolviera a Elizabeth “una parte de su herencia”, y por ende le
“pertenecía una pequeña posesión a orillas del lago Como”, lugar donde la novia
viviera de niña, ya huérfana, entre los chiquillos de una pobrísima pareja de
granjeros.
[xxvi] En la edición de 1831 se eliminó la
“hemorragia cerebral” y sólo dice que murió al no poder “vivir bajo los
horrores que a su alrededor se acumulaban”.
[xxvii] Aquí se observa un paralelismo y cierta
coincidencia entre las fiebres nerviosas y los delirios que padece Victor
Frankenstein, con la “fiebre agudísima, con frecuentes accesos delirantes” que
sufre Aubrey (joven y ricachón) —protagonista del cuento de Polidori— tras el
asesinato en Atenas de la bellísima y seductora Ianthe (de quien él se sentía
atraído y enamorado y hasta elucubró con el casorio), atacada sin misericordia
por el monstruoso vampiro, causa de la inmediata muerte de los padres de ésta,
“traspasados de dolor” (ídem el padre
de Victor Frankenstein); e incluso en la hipótesis de la supuesta locura, pues
en el episodio que precede al dramático final, quienes rodean a Aubrey en su
mansión en Londres —tutores, médico y servidumbre—, también lo creen loco y por
ende durante meses lo mantienen encerrado en una recámara.
[xxviii] Vale observar que los delirios, las fiebres
nerviosas y las pesadillas que padece Victor Frankenstein, ineludiblemente
evocan las crisis nerviosas y de ansiedad y las alucinaciones que sufrió Percy
Shelley en Villa Diodati en el aquel extraño verano de 1816. Percy, además,
desde los 20 años, y hasta su muerte, padecía ataques nerviosos y acostumbraba
ingerir “grandes dosis de láudano y opio”, y en períodos de mucho desasosiego y
angustia bebía “enormes cantidades alcohol”, incluso sufrió espasmos y lo
creían o lo creyeron propenso a la locura. En este sentido, según se lee en La noche de los monstruos, Polidori
apuntó en el fragmento de su diario correspondiente a la citada entrada del “18
de junio”: “Tengo la pierna mucho peor [el día 15 había anotado: ‘me resbalé al
saltar de un muro y me torcí el tobillo izquierdo’]. Shelley y compañía aquí.
La señora Shelley me llama hermanito. Empecé mi cuento de fantasmas después del
té. Doce en punto, empezó conversación realmente fantasmal. L[ord] B[yron]
recitó unos versos del Christabel de
Coleridge, los de los senos de la hechicera; en el silencio que siguió, Shelley
empezó a gritar de pronto, se llevó las manos a la cabeza y salió corriendo de
la habitación con una vela. Le eché agua en la cara y luego le di éter. Estaba
mirando a la señora Shelley y recordó a una mujer de la que le habían contado
que tenía ojos en lugar de pezones, lo cual se apoderó de su mente y se aterró
[…]” Sintomática anécdota que evoca un pasaje de la “Cronología” de No despertéis a la serpiente: en la
entrada “1822”, en lo que corresponde a “Junio”, se lee: “Mary sufre un aborto,
tiene copiosas pérdidas de sangre, pero gracias a la oportuna intervención del
poeta (aplicándole hielo) logra salvarse milagrosamente. Con semejante
conglomerado de desdichas sobre su espalda —y su conciencia— Shelley cae en una
amarga depresión. Tiene pesadillas y alucinaciones: en una de ellas, una niña
semejante a Allegra [la hija de Claire y Byron,
fallecida de tifus el pasado ‘19 de abril ‘en un convento de
Bagnacavallo’], emergiendo luminosa del océano, palmotea con angustia sus
manos; en otra se le aparece su sosias, su ‘Doppelgänger’ [su doble
fantasmagórico], y le pregunta: ¿Hasta cuándo pretendes seguir viviendo
satisfecho de ti?; por último, en una doble visión, entran los Williams a su
cuarto [Jane y Edward, con quienes él, Mary y Claire compartían vivienda en la
Casa Magni en la Bahía de Lerici], totalmente ensangrentado y derruido, para
advertirle de que la casa se está viniendo abajo, mas, cuando acude a socorrer
a Mary contempla cómo él mismo la está estrangulando. Su estado de ánimo ya
disuelto, fluctúa entre la alegría casi histérica y el más oscuro abatimiento.
Escribe a Trelawny [amigo de él y Byron, que estaría presente en la legendaria
cremación de los restos de Percy] pidiéndole una dosis letal de ácido prúsico,
‘no para utilizarlo de inmediato, sino porque deseo tener a mi alcance la llave
dorada que conduce a aposento del eterno descanso’.”
[xxix] Su oculta y transgresora gnosis de nuevo Prometeo:
el arte de crear un ser humano con procedimientos derivados de la ciencia y no
de la magia ni de la alquimia, que así se lo prohíbe y niega a las generaciones
futuras (que paulatinamente podrían perfeccionarlo), puesto que para Victor
Frankenstein significa e implica la
serpiente que lo muerde y castiga sus entrañas, atormentándolo en sí mismo,
y haciéndolo sufrir e ir con prisa y para siempre al más allá.
[xxx] Burdiel reporta que Percy Shelley trabajó y pulió con
Mary tales diálogos y quizá por ello resultan tan retóricos, ampulosos y
artificiales.
[xxxi] Además de lo apuntado por el reseñista sobre
el apelativo Mar de Hielo (aplicado
al “inmenso glaciar en constante movimiento” en las inmediaciones del
Montanvert) —ver el pie 57 de la entrega 1 de 2 de la presente reseña—, la
imagen que ilustra la portada del Frankenstein
de Ediciones Cátedra sobre todo remite al trágico destino que asusta y quiere
eludir la amotinada tripulación del barco de Robert Walton. En la novela, al
respecto, Isabel Burdiel dice en su nota 10: “La expedición de Robert Walton en
busca de la ‘Ruta del Norte’ formaría parte, en la ficción, de una empresa ya
antigua que habían iniciado otros ingleses como Sebastián Cabot (1533) o Arthur
Pet y Charles Jackman (1580). La expedición sueca del barón Nordenskiöld logró
finalmente llegar navegando al Pacífico Norte en 1878. En vida de Mary Shelley —y casi coincidiendo con la publicación de Frankenstein— causó sensación la
expedición de W.E. Parry al Polo Norte (1819-20) que fue objeto de inspiración
para varios pintores románticos. El Mar
Glacial de Caspar David Friedrich (1774-1840), reproducido en la cubierta,
es quizás la mejor y más famosa de aquellas obras.”
El Mar Glacial (1823-1824) Óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich |
[xxxiv] Tan repulsiva y repugnante que impedía y
“hacía imposible mirarlo”, dijo Victor Frankenstein.