martes, 5 de marzo de 2019

Mary Wollstonecraft / Mary Shelley

Todo cabe en un jarrito

I de XII
En 2015 a la norteamericana Charlotte Gordon (Saint Luis, Missouri, 1962) se le otorgó en su país el Premio del Círculo Nacional de Críticos del Libro, en el área de biografía, por su volumen: Romantic Outlaws: The Extraordinary Lives of Mary Wollstonecraft and Mary Shelley, editado ese año en Nueva York por Penguin Random House. Y traducido al español por Jofre Homedes Beutnagel en mayo de 2018 fue publicado en Barcelona, por Circe Ediciones, con el título: Mary Wollstonecraft. Mary Shelley. Proscritas románticas.
Circe Ediciones, 2ª edición
(Barcelona, junio de 2018)
 
       Como el rótulo en inglés lo indica, se trata de las biografías de las celebérrimas escritoras británicas Mary Wollstonecraft (1759-1797) y Mary Shelley (1797-1851), que fueron madre e hija, pero prácticamente no convivieron, puesto que la progenitora murió de sepsis puerperal diez días después del parto. Para desglosar ambas vertientes de un modo cronológico y en 40 capítulos, Charlotte Gordon no expone dos bloques biográficos consecutivos, sino que después de su “Introducción” general desarrolla ambas biografías de manera alterna y paralela; es decir, se trata de dos biografías en un mismo libro, puesto que en el primer capítulo empieza a bosquejar la vida de Mary Shelley y en el segundo capítulo la vida de Mary Wollstonecraft, y así sucesivamente hasta el fin de la vida de ambas protagonistas; o sea: hasta el término de cada vertiente. (No obstante, el último capítulo, el 40, es una especie de epílogo.) 

     
Flora Tristán
(1803-1844)
         Recurso narrativo que evoca la novela El Paraíso en la otra esquina (Alfaguara, 2003), obra del escritor peruano Mario Vargas Llosa, donde de un modo alterno y paralelo noveliza, en veintidós capítulos y sin estricta sujeción cronológica, la biografía del pintor francés Paul Gauguin (1848-1903) y la biografía de Flora Tristán (1803-1844) —hija de padre peruano y madre francesa—, escritora, feminista y luchadora social, y por ende: defensora de los derechos de la mujer, de los niños trabajadores y de los obreros; abuela materna del pintor, a quien obviamente no conoció. Es decir, se trata de dos novelas biográficas en una misma novela. 

Tanto los corpus biográficos, como las “Notas” y la “Bibliografía seleccionada”, dan sobrados indicios de la amplia investigación bibliográfica y documental que Charlotte Gordon hizo para pergeñar su erudito, persuasivo y ameno libro. No obstante, esto no quiere decir que no esté exento de errores y de lapsus, y que el lector quede del todo satisfecho o conforme con el total de sus criterios argumentales, críticos e interpretativos. Y esto sobre todo se advierte en lo que corresponde a la biografía de Mary Shelley, pues si bien a estas alturas del tiempo en el ámbito del español se pueden localizar esbozos biográficos y alguna biografía de la vida y obra de Mary Wollstonecraft (la de Claire Tomalin, por ejemplo), así como traducciones y ediciones de su libro central: Vindicación de los derechos de la mujer (1792), la bicentenaria popularidad (influjo y latencia en el inconsciente colectivo) de Frankenstein (en todas las latitudes y rincones de la recalentada, expoliada y virulenta aldea global) se refleja en que el lector promedio tenga muchísimo más presentes anécdotas y menudencias de la vida de Mary Shelley, y sobre todo de su fantástica novela y de su legendaria génesis (inoculada en Villa Diodati a mediados de junio de 1816), ya sea la versión anónima de 1818 —en la que participó el poeta y ensayista Percy Bysshe Shelley (1792-1822)— y/o la versión de 1831, revisada, modificada e introducida en solitario por la autora; la cual, según dice la biógrafa en la página 206 de su libro: es “la versión que leen hoy en día la mayoría de los estudiantes”. (Curioso y limitado criterio profesoral, puesto que la novela no sólo es leída por tales estratos y grupos de heterogéneos millennials.)
    Desde hace décadas en el disperso orbe del idioma inglés (ese archipiélago de soledades) se cultivan y fermentan, por mímesis y tradición, las libres (y disparatadas) lecturas más o menos psicoanalíticas (y psicoanalistoides) de la novela Frankenstein en relación con los avatares privados, íntimos, circunstanciales y psíquicos de Mary Shelley, y Charlotte Gordon también, arbitrariamente, incurre en ello. De modo que el lector puede compartir, o no, sus lecturas e interpretaciones de esa índole. No obstante, vale decirlo, esas lecturas y especulaciones no son privativas del idioma inglés. Por ejemplo, la talentosa escritora puertorriqueña Rosario Ferré (1938-2016) compiló en su feminista libro Sitio a Eros (Joaquín Mortiz, 1980) un ensayo (repleto de yerros y lagunas en torno a la biografía de Mary Shelley y su novela) titulado: “Frankenstein: una versión política del mito de la maternidad”, en su cuya tesis central ve la creación del monstruo que hace Victor Frankenstein “como una representación simbólica de la tiranía de la maternidad de la mujer”. Y por ello apunta entre las páginas 36-37 de su libro: 
     
Rosario Ferré
(1938-2016)
         “[...] Mary logra tomar dos de los temas más profundos del feminismo: en primer lugar, considera que, usurpado por el hombre el poder de dar vida, éste se verá irremediablemente condenado al fracaso. Por eso Víctor olvida que la maternidad es un proceso misterioso, que exige la humildad de parte del creador, y que implica la esclavitud ante lo creado. En segundo lugar, se refiere al rechazo inicial implícito en toda maternidad, tema que hace de ella una adelantada del estudio de la sicología femenina. No ha sido hasta hoy que los sentimientos de rechazo de la maternidad han sido reconocidos como normales y comprensibles, dadas las consecuencias que conlleva el tener hijos en la vida de toda mujer. Y si los sentimientos de culpabilidad y rechazo conviven en una maternidad normal con sentimientos de felicidad y satisfacción, es necesario recordar que las maternidades de Mary distaron mucho de ser normales. De manera simbólica, la fuga de Víctor perseguido por Frankenstein a través de las estepas del polo expresa la rebelión de Mary ante la esclavitud de la maternidad. [En realidad es al revés: Victor persigue al monstruo (a toda costa) porque éste estrangula a su esposa la noche de bodas (el clímax de sus crímenes, que además suscita el fallecimiento de Alphonse Frankenstein, el padre de Victor) y porque con tal asesinato el monstruo, que podría matarlo de un manotazo, hace que lo persiga rumbo al Polo Norte, durante varios meses, dejándole pistas y mensajes burlones e irónicos.]
(Joaquín Mortiz, 1980)
Contraportada
        “Pero Mary establece un paralelo entre la situación del monstruo y la situación de la mujer en más de una ocasión. Como Frankenstein [se refiere al monstruo y no a Victor], la mujer del siglo XIX nacía condenada a la ignorancia; no poesía bienes materiales; le era imposible beneficiarse de los privilegios del rango; y las estructuras de poder (económico y político) permanecían siempre más allá de su alcance. Su ignorancia y su destitución la condenaban a la soledad y a la comunicación imperfecta con los hombres y aún con el propio marido (como puede verse, por ejemplo, en las cartas y en el diario de Mary).

“Mary especifica que la situación en la que se encuentra el monstruo, como la de la mujer, no era el resultado de su naturaleza intrínseca: el monstruo estaba dotado de una inteligencia prodigiosa, y era capaz de sentimientos nobles y generosos. La monstruosidad de Frankenstein, como la de la mujer, es, en la opinión de Mary, consecuencia de cómo el hombre ha estructurado el mundo en las bases de la esclavitud. En ningún momento es éste una máscara tan transparente de la mujer como cuando se dirige al cadáver de Víctor al final de la novela. En sus palabras resuenan indudables ecos de la culpabilidad y de la desesperación que debió experimentar la autora ante la muerte de sus hijos, así como ante la magnitud de las injusticias a las que se veía sometida por haber nacido mujer: [...]”
William Shelley
(1816-1819)

Retrato de Amelia Curran
      Vale precisar, no sólo con el auxilio del libro de Charlotte Gordon, que la autora de Frankenstein tuvo cuatro hijos con Percy Bysshe Shelley (los únicos de su vida), más un aborto ocurrido el 16 de junio de 1822; año fatal, pues además de que Mary estuvo a punto de morir desangrada por ese aborto, el 20 de abril muere de tifus Allegra (la niña de cinco años que Claire Clairmont tuvo con lord Byron) y el 8 de julio Percy se ahoga en el golfo de La Spezia, casi un mes antes de cumplir 30 años de edad. El primer hijo de Mary y Percy fue una niña que vino al mundo el 22 de febrero de 1815, muerta trece días después (secuela del parto prematuro). El segundo fue William, nacido el 24 de enero de 1816 (cinco meses antes de que brotara la simiente de Frankenstein), muerto de malaria el 7 de junio de 1819. El tercero fue Claire, nacida el 2 de septiembre de 1817 (seis o cuatro meses después de concluido el manuscrito de la novela); muerta de fiebre el 24 de septiembre de 1818 (ocho meses después de la edición príncipe de la obra). Y el cuarto (y último) fue Percy Florence, nacido el 12 de noviembre de 1819; y fue el único que sobrevivió a sus padres, pues falleció el 5 de diciembre de 1889, convertido en 1844 (tras morir su abuelo paterno y recibir la codiciada y caudalosa herencia) en el Tercer Baronet de Castle Goring y sin haber engendrado ningún hijo con Jane Gibson St. John, la joven viuda con quien se casó el 22 de junio de 1848.


II de XII
Pero quizá lo que más asombra en el premiado y exitoso libro de Charlotte Gordon son los descuidos y olvidos en que incurre. Por ejemplo, en la citada página 206 la biógrafa apunta: “Mary permitió que Shelley insertase observaciones filosóficas y políticas en algunos capítulos claves. En el capítulo 8 (volumen 1) el poeta intercaló un breve pasaje donde explicaba que la tradición democrática suiza era superior a los gobiernos de Francia e Inglaterra, y en el capítulo 4 (volumen 1) escribió un párrafo sobre la influencia de Agrippa y Paracelso en la ciencia moderna.”
    Obviamente Charlotte Gordon se está refiriendo a la edición de 1818, en cuyo manuscrito colaboró Percy Bysshe Shelley, pues además tal edición se hizo en tres volúmenes, mientras que la edición de 1831 se hizo en un solo tomo y en él ya no participó el difunto poeta. De modo que se puede cotejar que en el “Volumen I” no hay “capítulo 8”. Y que en el “Capítulo 5” del “Volumen I” es donde se halla lo que con yerros alude, pues allí no se habla de “la tradición democrática suiza”, sino de Ginebra, que es una amurallada ciudad-país independiente de Suiza, lugar donde reside la familia de Victor Frankenstein y donde éste nació y por ende su supuesta lengua natural es el francés. Así que Elizabeth Lavenza, la prima hermana y prometida de Victor, en la carta que desde Ginebra le envía a la Universidad de Ingolstadt, en Alemania, ella le dice: “Las instituciones republicanas de nuestro país han permitido costumbres más sencillas y felices que las que suelen imperar en las grandes monarquías que lo circundan. Por ende hay menos diferencias entre las distintas clases sociales de sus habitantes, y los miembros de las más humildes, al no ser ni tan pobres ni estar tan despreciados, tienen modales más refinados y morales. Un criado en Ginebra no es igual que un criado en Francia o Inglaterra. Así pues, en nuestra familia Justine [Moritz] aprendió las obligaciones de una sirvienta, condición que en nuestro afortunado país no conlleva la ignorancia ni el sacrificar la dignidad del ser humano.”
   
Colección Letras Universales núm. 230,
 Ediciones Cátedra, 4ª edición
(Madrid, 2003)
           La traducción al español de tal fragmento es de María Engracia Pujals y se lee en la página 177 de la edición crítica y anotada del Frankenstein de 1818 que Isabel Buriel hizo para Ediciones Cátedra, cuya primera edición apareció en Madrid, en 1996, con el número 230 de la serie Letras Universales. De modo que en su correspondiente nota apunta Burdiel: “Todo el párrafo, desde ‘las instituciones republicanas...’ en adelante lo introduce Percy B. Shelley en el manuscrito original. Abinger Collection. Dep. c. 477/1. Chap. 7.” Esto es así porque uno de los principales cometidos de tal edición crítica y anotada es indicarle al lector (del idioma español) los sitios de la versión de 1818 donde se localizan las colaboraciones de Percy Bysshe Shelley. En este sentido, en la página 41 de su erudita “Introducción”, Burdiel afirma (y lo apuntala con una nota al pie): “Para la preparación de esta edición he consultado los fondos propiedad de Lord Abinger depositados en la Bodleian Library de [la Universidad de] Oxford que contienen, en dos secciones, largos fragmentos de los manuscritos preparatorios de la obra con correcciones, tanto de Mary, como de Percy Shelley.”  
     
Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford
        Pero regresando a lo aseverado por Charlotte Gordon: no es en el “capítulo 4”, sino en el “Capítulo 2” del “Volumen I” donde se lee el “párrafo sobre la influencia de Agrippa y Paracelso en la ciencia moderna”. Allí, Victor Frankenstein le refiere a Robert Walton que, recién llegado a la Universidad de Ingolstadt (a sus 17 años), en contraposición a la burla e inicial “desdén del señor Krempe”, el señor Waldman, especialista en “química moderna” y a la postre su mentor, expresó todo lo contrario sobre “Cornelio Agrippa y Paracelso [que Victor descubriera y estudiara a sus 13 años]. Dijo ‘que a la entrega infatigable de estos hombres debían los filósofos modernos los cimientos de su sabiduría. Nos habían legado, como tarea más fácil, el dar nuevos nombres y clasificar adecuadamente los datos que en gran medida ellos habían sacado a la luz. El trabajo de los genios, por muy desorientados que estén, siempre suele revertir a la larga en sólidas ventajas para la humanidad’.” (Op. cit., p. 160, en cuya correspondiente nota al pie señala Burdiel: “Todo el entrecomillado fue añadido por Percy Shelley al manuscrito original. Abinger Collection. Dep. c. 477/1. Chap. 4.”)
Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford



III de XII
        Y luego, entre las páginas 206-207 de su libro, comenta Charlotte Gordon con una perspectiva psicoanalítica: “Los sufrimientos de la criatura [se refiere al monstruo creado por Victor Frankenstein] estaban pensados para reflejar la situación de la autora, no la del poeta [Percy Bysshe Shelley]. Las madres solteras y los hijos ilegítimos eran odiados por la sociedad, igual que la criatura de Frankenstein.” Vale objetar que, pese a los legendarios ingredientes autobiográficos y psíquicos que Mary Shelley insertó en la urdimbre de su novela (algunos sutiles, otros muy obvios), parece poco probable que ella se haya propuesto, ex profeso, pensar los sufrimientos del monstruo para reflejar los suyos. Si subyace una impronta de sus íntimos sufrimientos personales, esto debió de transponerlo y verterlo de manera inconsciente e intuitiva. Y si bien los hijos ilegítimos eran repudiados y discriminados por la mojigata e intolerante sociedad británica de la vida real (de ahí que el 29 de marzo de 1797 Mary Wollstonecraft se casara con William Godwin para legitimar y proteger al inminente vástago que resultó ser la futura Mary Shelley), la “criatura de Frankenstein” no es repudiada y rechazada por ilegítima, sino por su monstruosidad. 
   
Ilustración de Lynd Ward
         No sólo su enorme estatura es monstruosa y provoca horror (mide “unos ocho pies” o sea “unos dos metros y medio”), sino que al unísono adolece de una terrible, cadavérica y repulsiva fealdad (o deformidad) que hace intolerable mirarlo (“su diabólica fealdad hacían imposible mirarlo”, constata Victor en la solitaria cima del Montanvert cuando el monstruo se le ha acercado saltando y avanzando hacía él con una “velocidad sobrehumana”). De ahí la fobia y la virulencia de los aldeanos del entorno del bosque cercano a Ingolstadt que se aterrorizan, lo rechazan y agreden tan solo al verlo. 
Y algo parecido ocurre con el violento y fóbico rechazo de la amorosa y culta familia De Lacey; intríngulis muy doloroso y traumático para el sensible y sentimental monstruo, pues se había enamorado de sus idealizados y supuestos “protectores” (de quienes en secreto aprendió a hablar y a leer en francés) y su mayor anhelo existencial era ser aceptado, escuchado, comprendido, querido, apapachado y amado por ellos. Recuérdese, además, que Victor Frankenstein huye del engendro no porque sea su hijo ilegítimo, sino precisamente por esa horrorosísima, monstruosa y nauseabunda fealdad (cosa que debió advertir durante la obsesiva, posesa, insomne y neurótica elaboración que duró “casi dos años” y no nueve meses de gestación), primero al verlo abrir por primera vez “sus ojos amarillentos y apagados”, y luego, unas horas después, al descubrirlo observándolo y haciendo muecas al pie de su cama (iluminado por la amarillenta luz de la luna) tras una agitada pesadilla (cuyas visiones eróticas, necrófilas e incestuosas incitan a la especulación freudiana). Cuyo corolario es la fiebre nerviosa que padece durante varios meses y que lo mantiene postrado, amnésico y débil en la cama de su departamento en la Universidad de Ingolstadt, asistido por su entrañable amigo Henry Clerval, a quien nunca le revela nada de su descubrimiento ni de su investigación y creación científica. 
 
Ilustración de Lynd Ward
        Y cuando el monstruo le narra a Victor las venturas y desventuras de su patética y proscrita infravida (después de que con sus enormes manazas ha estrangulado al niño William Frankenstein y encausado el encarcelamiento y la condena a la horca de la inocente criada Justine Moritz), no lo hace para que lo quiera y le brinde achuchones, aceptación, reconocimiento y legitimidad, sino para que, como su creador y supuesto “padre”, asuma responsabilidades supuestamente cosmogónicas y paternas. Y por ende, con verborrea culterana y criminales amenazas, lo persuade e impele a que haga, en el laboratorio, una hembra tan monstruosa y horrenda como él, para convivir, sentirse amado y paliar la extrema soledad que lo signa y condena. Y tampoco se lo exige e impone para legitimarse y ser aceptado por la sociedad que lo rechaza y agrede por horrible y monstruoso, sino para alejarse de ella, para siempre, en latitudes lejanas e inaccesibles para el común de los humanos.





IV de XII
Dado el criterio interpretativo de la biógrafa, quizá el lector no se sorprenda al tropezarse, continuamente, con párrafos y frases que incitan el desacuerdo y al debate. Por ejemplo, dice categórica en la página 302 en torno a una consabida y tópica interpretación: “La novela de Mary pone en guardia contra las consecuencias de una ambición descontrolada.” Pues esto implica reducir la fantástica obra (precursora de la ciencia ficción) a una oscurantista fábula, conservadora y con supuesta moraleja, cuyo fin es fustigar, reprimir y contraponerse tanto a la investigación y creación científica, como a la exploración marítima, geográfica y técnica habida y por haber. 
   
Ilustración de Lynd Ward
        Y más aún: en la misma página afirma Charlotte Gordon: “En la novela de Mary, Prometeo (Frankenstein) destruye a todos sus seres queridos.” Lo cual es totalmente falso, pues si bien Victor Frankenstein (El moderno Prometeo) resulta irresponsable y falto de ética al desentenderse y abandonar a su suerte al monstruoso ser que recién ha creado (en secreto y de manera clandestina) con trozos de cadáveres humanos y de animales y con procedimientos imaginariamente científicos (que se agencia de un modo egocéntrico, egoísta y megalómano, y no para el cognoscitivo beneficio de la humanidad y su devenir), a él no se le puede achacar la naturaleza violenta y destructiva del monstruo, ni los alevosos asesinatos que comete a mansalva (con conocimiento de causa) para dañar, acosar y conminar a su creador. 
   
Ilustración de Lynd Ward
          En ese errada perspectiva en la página 325 asegura la biógrafa tergiversando el sentido (o dándole vuelta a la tortilla o una imaginaria vuelta de tuerca en el cogote), pues el monstruo padece, reclama y maldice el abandono y la ausencia de su supuesto padre, y no la ausencia y el abandono de la madre que nunca tuvo (y que nunca añora): “En Frankenstein, a falta de amor materno, la criatura cae en la violencia, y a la ambición de [Victor] Frankenstein se le permite crecer sin control [...] ya que para Mary todos los problemas nacían de la supresión del influjo materno.” Quizá Mary no pensara tal reduccionista planteamiento. Y pese a que creció sin madre y malquerida por su madrastra, vale objetar, y subrayar, que “la falta de amor materno” no es la causa que incita y desencadena la intrínseca y cruenta violencia del monstruo; y tampoco es la causa de que “la ambición [científica] de Frankenstein” (trunca a la postre) supuestamente haya crecido “sin control”.  
    Pero además de múltiples tergiversaciones parecidas, en el libro de Charlotte Gordon no faltan los minúsculos fallos informativos. Por ejemplo, luego de regresar a Londres, en septiembre de 1814, del primer viaje a Europa que hicieron Percy Shelley, Mary Godwin y Jane Clairmont (dizque muy “radicales” y “liberados” de la tiranía paterna y del fastuoso patrimonialismo familiar y sus inextricables convenciones y preceptos conservadores), en la página 123 la biógrafa dice que “Tras pasar la noche en una pensión de Oxford Street”, Percy “encontró una casa sencilla en Margaret Street, cerca de Chapel Street”. Y que allí “recibieron una incómoda visita: Mary-Jane y Fanny, que llamaron al timbre de Margaret Street, pero no quisieron entrar”. 
Joseph Henry
(1797-1878)
   En ese pasaje la polémica minucia radica en que por entonces no había timbres en las casas (ni luz eléctrica en los interiores ni en los exteriores), pues el físico norteamericano Joseph Henry (1797-1878) inventó el timbre hasta 1831. Algo parecido apunta la biógrafa en la página 156, cuando narra que Percy Shelley, un día de febrero de 1816, fue a la casa de William Godwin en Skinner Street, pero éste no lo quiso recibir: “Godwin dio orden a los criados de que no le dejaran entrar, pero Shelley se negó a marcharse y siguió llamando al timbre.” Tales lapsus evocan un pasaje de la página 435 cuando la biógrafa bosqueja el Londres que Mary Shelley (viuda, sin un clavo en el bolsillo, sin empleo y con un hijo pequeño) halla en 1823 tras cinco años fuera de Inglaterra: “[...] habían surgido fábricas que vomitaban humo en el aire londinense, tan contaminado ya. En todas las esquinas brotaban farolas que convertían el Londres nocturno, hasta entonces un oscuro y polvoriento laberinto, en una colmena intensamente iluminada [...]”

V de XII
Y entre otras menudencias descuella lo que concierne al mítico “año sin verano”: 1816, cuando en el entorno del lago de Ginebra germinó la onírica, pesadillesca y larvada simiente de lo que luego sería el horrorosísimo Frankenstein de 1818 —y la simiente del vampírico “Augustus Darvell”, fragmento de un relato inconcluso de lord Byron (1788-1824), “publicado al final de su poema Mazzepa” (1819), simiente de “El vampiro” (1819), cuento de John William Polidori (1795-1821), médico particular de Byron, a quien inicialmente se atribuyó—. Pues en la página 157 apunta la biógrafa:


Los cuatro magníficos
    “Mary, Shelley, Claire y el pequeño William [el bebé de Percy y Mary, nacido el pasado 24 de enero] llegaron a Francia a principios de mayo [de 1816]. Como esta vez Shelley tenía dinero para un coche privado, preveían un viaje agradable a través de las montañas, pero la expedición resultó mucho más ardua de lo que esperaban. Llamado ‘el año sin verano’, 1816 es una anomalía famosa en la historia climática. En abril entró en erupción un volcán en Indonesia. Esta explosión, la mayor del mundo en más de quinientos años, lanzó una espesa capa de cenizas a la atmósfera y trastocó las pautas climáticas normales en Europa, Aisa e incluso Norteamérica. Se desbordó el Yangtsé, cayó nieve roja en Italia, cundió el hambre desde Moscú hasta Nueva York, se congeló el maíz, se marchitó el trigo, subieron vertiginosamente los precios de los alimentos, y se duplicaron los índices de mortalidad.”
 
(Edhasa, 2012)
        Pese al colorido y espeluznante esbozo de Charlotte Gordon, casi de literatura fantástica (ídem el súbito e instantáneo hechizo de una malvada bruja de un cuento de hadas hollywoodense o no), el yerro radica en que esa erupción volcánica no ocurrió en abril de 1816, sino en abril de 1815. Entre los comentaristas que bosquejan esto figura Ángela Pérez, quien en el libro antológico La noche de los monstruos (Edhasa, 2012) apunta en el primer párrafo de su ensayo preliminar titulado: “El extraño verano de 1816: veladas en Villa Diodati”: 
     “El año de 1816 ha pasado a la historia como ‘el año sin verano’ en el hemisferio Norte, por las bajas temperaturas registradas en Europa y en la región nororiental de América, con brumas, nieblas, heladas, tormentas, ventiscas y lluvias torrenciales. Se perdieron muchas cosechas, hubo hambruna y problemas sociales. Tan extrañas alteraciones climáticas se han identificado a posteriori como efecto de la prolongada erupción del monte Tambora (en la isla Sumbawa del archipiélago de la Sonda, Indonesia) el año anterior, cuyas explosiones se oyeron a dos mil kilómetros de distancia, y que causó directa e indirectamente más de cien mil muertos en la región. La enorme cantidad de polvo y gases volcánicos que había lanzado a la estratósfera llevaban meses desplazándose sobre el planeta.”  

VI de XII
Y para completar el cuadro de piedrecillas, nubarrones y cenizas en el camino, en el libro de Charlotte Gordon tampoco faltan las vistosas y fulgurantes erratas (quizá descuido del traductor o de los subterráneos, sudorosos, malpagados, insomnes y somnolientos galeotes de Circe Ediciones). Por ejemplo, en la página 32 se lee: “Considerado antaño como el adalid intelectual del movimiento reformista, gracias a la publicación, en 1791, de Justicia política, Godwin defendía la necesidad de abolir cualquier tipo de gobierno [...]”. Pues Justicia política, el libro más célebre del narrador y filósofo radical William Godwin (1756-1836), que además Mary Shelley menciona en la anónima dedicatoria del anónimo Frankenstein de 1818, no data de “1791”, sino de 1793.
   
William Godwin
(1756-1836)
     
Percy Bysshe Shelley
(1792-1822)

Retrato de Amelia Curran
          Y, entre otros ejemplos, en la nota 17 que figura en la página 522 se lee: “Véase la exposición por Seymour de la complicada relación entre Seymour, Hogg y Mary en MS, pp. 125-130.” Obsérvese que en el lugar del segundo “Seymour” debería leerse “Shelley”, pues además de que en la página correspondiente (la 130) la biógrafa retoma y prosigue el bosquejo de la liberalidad de Percy al pretender crear “una comunidad basada en el amor libre” (incluso su aún esposa Harriet Westbrook fue convocada por él en una carta escrita en Europa el “13 de agosto de 1814”), y por ende su compinche Thomas Hogg (1792-1862) —su ex condiscípulo en Oxford que participó en la escritura y edición del legendario panfleto La necesidad del ateísmo (1811)— fue invitado a convivir con el “radical” triángulo: Percy-Mary-Jane/Claire; es decir, para que Hogg tuviera relaciones sexuales con Mary (pese a la gravidez de su primer embarazo), mientras Percy, obviamente (se infiere), se refocilaba en secreto con Jane/Claire Clairmont (1798-1879) durante sus frecuentes salidas con ella, pese a los celos y al desasosiego de Mary. En este sentido, apunta la biógrafa en la página 130: “A instancias de Shelley, Hogg redobló sus esfuerzos y estableció su campamento en el domicilio de su amigo, donde pasaba la noche con frecuencia. En enero [de 1815], finalmente, Mary cedió y les prometió (a él y a Shelley) que se plantearía mantener relaciones sexuales tras el nacimiento del bebé, previsto para abril. El aplazamiento no hizo sino enardecer más a Hogg. La situación, no obstante, adquirió tintes de tragedia. El 22 de febrero Mary tuvo un parto prematuro. La niña, nacida con ocho semanas de adelanto, solo sobrevivió trece días.” 
  Vale añadir que el tal “Seymour” es Miranda Seymour, autora de la biografía Mary Shelley (New York, Grove Atlantic, 2000), libro citado con frecuencia por Charlotte Gordon.  

VII de XII
Pero lo que tiene mayor notoriedad, peso y relevancia son las conjeturas, interpretaciones, ensamblajes y suturas de supuesta auscultación y examen psicoanalítico que hace la biógrafa Charlotte Gordon para armar y hacer andar su enorme y descomunal libro, pues con malabares y virtud de prestidigitadora de circo manipula, ajusta, omite, acomoda, restringe o tergiversa los datos para que sus argumentos parezcan y resulten lógicos, veraces y persuasivos. O sea, como reza el popular dicho: todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar cómodo. Por ejemplo, en la página 186 apunta sobre Mary Shelley y la génesis de su novela:
 
Mary Shelley
(1797-1851)

Retrato de Richard Rothwell
         “[...] Mary tenía sentimientos encontrados sobre la idea de que el hombre crease vida. Ella había dado a luz a un niño a quien quería mucho, pero también había perdido un bebé, y a su propia madre de parto. Esas tragedias no las habría sufrido si los hombres pudieran controlar la vida (y la muerte). Por otra parte, se preguntaba en qué quedaría el papel especial de las mujeres si era posible crear vida a través de métodos artificiales. También le preocupaba lo que le pasara a Dios, o a la idea de Dios, el poder misterioso y hasta místico detrás de la Naturaleza. Obsesionada por estas preocupaciones, dejó de escribir desde el punto de vista del creador y trasladó su perspectiva al creado, haciendo que el ser fabricado por el doctor Frankenstein partiera en busca de su padre. Pero cuando la criatura da con Frankenstein, no hay feliz reencuentro, sino rechazo por parte del joven científico, como rechazó Godwin a Mary. Rabiosa y dolida, la criatura asesina a todos los seres queridos de Frankenstein, desde su mejor amigo hasta su prometida. A partir de una historia sobrenatural, la narración de Mary evolucionó hasta desembocar en un complejo estudio psicológico con múltiples perspectivas. Había pasado de indagar en el poder creador de la humanidad —uno de los temas favoritos de Shelley y Byron— a sondear las profundidades de la condición humana.” 
   
Mary Wollstonecraft
(1759-1797)

Retrato de John Opie
         Vale puntualizar que Mary Wollstonecraft, pese a los atavismos y a la ignorancia de la época, no murió “de parto” (ni por el parto), sino por la infección bacteriana causada por la falta de pericia obstétrica de una comadrona y por la ausencia de higiene con que fue asistida por un médico después del alumbramiento (“aún tenía que expulsar la placenta”). Es decir, porque no hubo yerba, bebedizo o pócima médica que la salvara, ni previa agua curativa semejante al agua milagrosa de los terapéuticos manantiales de Bagni di Luca que, según apunta la biógrafa en la página 255, “tenían fama de curarlo prácticamente todo: cálculos biliares, esguinces, tumores, sordera, dolores de cabeza, problemas dentales, acné, depresión y fealdad.” 
   
Ilustración de John Coulthart
       Hay que destacar, no obstante, que la propia Charlotte Gordon, entre las páginas 426-430 bosqueja el nacimiento de Mary Shelley “poco antes de la medianoche del 30 de agosto de 1797” y el drama postparto que Mary Wollstonecraft comenzó a padecer al dar a luz y que finalmente la hizo morir “poco antes de las ocho de la mañana del 10 de septiembre”. Según la biógrafa, un tal doctor Poignand “sacó la placenta desgarrándola sin anestesia”; placenta que no pudo extraer la comadrona, luego de más de nueve horas de parto. “[...] Finalmente, después de muchas horas, el doctor Poignand les aseguró que lo había extraído todo [pero ‘En el interior de Mary quedaban fragmentos que empezaban a descomponerse’]. Mary, aliviada, se durmió, pero el daño ya era irreparable. El doctor Poignand había introducido la enfermedad que mataría a su paciente, aunque no llegara a saber nunca que sus esfuerzos por salvar a Mary serían la causa de su muerte. En 1797 aún no existía la teoría de los gérmenes, y habría parecido absurda la idea de que un médico que no se hubiera lavado las manos pudiera propagar una infección.”
   
Cartel del filme Frankenstein (1931)
         El popular “doctor Frankenstein” (un clisé que suelen repetir no sólo los analfabetas funcionales que no han leído la novela) es el personaje de las películas dirigidas por James Whale: Frankenstein (1931) y La novia de Frankenstein (1935), mientras que Victor, el personaje novelístico (tanto en el edición de 1818 como en la de 1831), no es ningún “doctor”, sino un joven que estudió filosofía natural (especialidad equivalente a las ciencias naturales de nuestra época, nos dice la doctora Burdiel) y el área que más lo atrajo (y estudió) no fue la medicina ni la cirugía sino la química, incluso perfeccionó aparatos químicos, lo que lo hizo sobresalir entre los rebuznos de la fauna universitaria (maestros y alumnos). 
   

Cartel de Frankenstein (1931) 
         Y cuando el monstruo parte en busca de su creador, no va en pos de un “feliz reencuentro”, ni empieza a asesinar a los seres queridos de Victor por no producirse tal filial y fraterna exultación. Vale recordar que antes de emprender la ruta a Ginebra en busca de su creador, el monstruo —que ha perdido la inocencia, la bondad y la fe en los humanos—, signado por el resentimiento, el odio, la venganza, la perfidia y la maldad, pese a su inteligencia y cultura, incendia la deshabitada cabaña de madera donde vivía exiliada la familia De Lacey. Y por la azarosa lectura del diario de Victor Frankenstein (descubierto en un bolsillo del gabán con que huyera de la Universidad de Ingolstadt) ya conoce las menudencias de su clandestina creación científica en el oculto laboratorio (con trozos de cadáveres humanos y de animales). 
   
Cartel de Frankenstein (1931) 
       

   
Ilustración de Lynd Ward
 Y tal no va en pos de un “feliz reencuentro”, que aún antes de presentarse ante Victor, al coincidir en el bosque de Plainpalais (que son las inmediaciones de la casa de la ricachona familia Frankenstein) con el pequeño William (quien iba solitario por allí y a quien el monstruo pensó robar para educarlo y mangonearlo a su manera) y al oír el sonoro e inequívoco apellido entre la alharaca, los insultos y el desprecio que contra él vocifera su aguda e infantil vocecilla, lo estrangula ipso facto con sus enormes y cadavéricas manazas, sin miramientos ni conmiseración; y poco después, en tal tenor, incrimina de ese cruel y repentino crimen a la noble e inocente sirvienta Justine Moritz deslizando, en uno de sus bolsillos, la miniatura que arrancó del cuello del chiquillo (era un retrato de la fallecida madre de Victor y William). Mientras que el posterior asesinato del mejor amigo de Victor: Henry Clerval, y el asesinato de su prometida: su prima hermana Elizabeth Lavenza, son parte de la encarnizada venganza, crueldad y sadismo del monstruo ante la inesperada destrucción de la monstruosa compañera de éste, que Victor estaba por concluir en el laboratorio montado, ex profeso, en una rupestre y solitaria cabaña en la más lejana de las Islas Orcadas. 
 
Fotograma de La novia de Frankenstein (1935)
      O sea: meollo nada equiparable con el “rechazo de Godwin a Mary”, que para el caso, según el esbozo de la biógrafa, es la reprobación y el rechazo de William Godwin ante la huida de Mary y Percy (proscritos de su hogar), pues el poeta aún estaba casado con la joven Harriet Westbrook, quien en el momento de la huida —la madrugada del 28 de junio de 1814— estaba embarazada de Percy (ese bebé, Charles, su segundo hijo, nacería el próximo 30 de noviembre), y con quien tenía una pequeña hija de un año: Eliza Ianthe; cuyo fin fue dramático y oscuro, pues el 10 de diciembre de 1816, a sus 21 años, apareció ahogada en el Lago Serpentine del londinense Hayde Park. Según apunta la biógrafa en la página 207: “se había lanzado desde un puente al Serpentine” y “Según la nota del periódico [The Times], se hallaba ‘en avanzado estado de gestación’.” Sorpresiva e inesperada muerte (tal vez suicidio o no) que abrió la posibilidad legal de que Percy y Mary se casaran veinte días después, por obvias conveniencias sociales y familiares (e intereses monetarios implícitos en la abultada herencia por la que él peleaba rabiosa y constantemente contra su padre sir Timothy Shelley, Segundo Baronet de Castle Goring), no obstante su compartida y radical oposición al matrimonio, según los parámetros ideológicos otrora expuestos por los filósofos radicales Mary Wollstonecraft y William Godwin.





VIII de XII
Además de las dispersas menudencias sobre la urdimbre de Frankenstein y de las presuntas, hipotéticas y conjeturales transposiciones vivenciales, existenciales y psicológicas de Mary Shelley que pueden discutirse y cuestionarse, también abunda en el libro toda una variedad de detalles que resultan discutibles o incompletos. Por ejemplo, Charlotte Gordon, en la página 208, refiere el matrimonio de Percy y Mary celebrado en la iglesia de Santa Mildred, en Londres, el 30 de diciembre de 1816, y apunta: “Shelley se quejó en una carta a Claire [Clairmont, embarazada de Byron] de que ‘los señores G. y G. [William Godwin y su segunda esposa Marie-Jane Clairmont, madre de Claire] estaban los dos presentes, y no era poca la satisfacción que daban muestras de sentir, y dio en el blanco, porque Godwin, orgulloso del enlace de Mary, presumía ante sus parientes de que su hija se había ‘casado bien’, con el primogénito de un baronet.” 
   
Charlotte Gordon
         Si durante el casorio esto fue así, la biógrafa no alude un soterrado matiz en la cuestionable, prejuiciosa y atávica mentalidad de William Godwin que sí refiere Isabel Burdiel, precisamente entre las páginas 30-32 de su “Introducción” (op. cit.), cuya médula es el fragmento de una carta que el filósofo le envió a su hermano Hull Godwin el “21 de febrero de 1817”, datada en su correspondiente pie: 
   “[...] el 30 de ese mismo mes [diciembre de 1816], Mary y Percy se casaron en Londres en una ceremonia privada. William Godwin escribió entonces una carta a su hermano, el más apropiado e hipócrita epitafio para sus años más deshonrosos: ‘La pequeña noticia que tengo que darte es que fui a la iglesia con esa chica grande que se ha casado hace muy poco. Su marido es el hijo mayor de Sir Timothy Shelley, de Field Place, en el condado de Sussex, Baronet. Por lo tanto, y de acuerdo con las vulgares ideas del mundo, se ha casado bien, y tengo grandes esperanzas de que el joven sea un buen marido. Te preguntarás, me imagino, cómo una joven sin fortuna puede haber conseguido un partido tan bueno. Pero ésas son las vueltas que da la vida. Por mi parte, me preocupo poco, comparativamente, de la riqueza y espero que su destino en la vida sea el de ser respetable, virtuosa y satisfecha.’”
       Vale contrastar que Charlotte Gordon bosqueja la supuesta alta estima y el aprecio que William Godwin tenía sobre la cultura y el potencial intelectual de su hija Mary —pese a su trato frío, distante y nada afectuoso (incrementado tras casarse el 13 de julio de 1801 con la supuesta viuda Mary-Jane Clairmont, madre de dos hijos ilegítimos de distintos padres: Charles y Jane), en detrimento de la subestimada, malquerida y depresiva Fanny (hija ilegítima de Mary Wollstonecraft y del aventurero y comerciante norteamericano Gilbert Imlay, que acabaría suicidándose con láudano a los 21 años, precisamente el 9 de octubre de 1816), y en detrimento de la locuaz, casquivana, ligera y competitiva Jane (hija natural de la susodicha Marie-Jane Clairmont), quien por su postura “radical” cambió su nombre por el de Claire—, y los modos (incluso subrepticios) en que el filósofo dizque “radical” conminaba y asediaba a Percy Shelley para que le brindara un jugoso “préstamo” que lo sacara de sus patéticos y perennes apremios pecuniarios. 
   
William Godwin
(1756-1836)
       Y sobre esto también hay alguna contradicción (entre otras dispersas por ahí), pues Charlotte Gordon, en la página 203, apunta: “Una semana más tarde llegó otra carta de Fanny [fechada el ‘3 de octubre de 1816’, seis días antes de su suicidio] con un colérico mensaje de Godwin: convenía que Mary presionara a Shelley para que le prestara ayuda económica. ¿Cómo iba a escribir libros, si para ganar dinero tenía que aceptar siempre encargos de poca monta?” Es decir, Godwin, por interpósita persona, está pidiéndole a Percy el jugoso dizque “préstamo”. Cosa que al parecer hizo varias veces, sin pudor, desde que el poeta huyó con Mary y Jane la madrugada del 28 de julio de 1814, no sin dejarle, “por fin”, se lee en la página 103, “el prometido préstamo, salvando al filósofo de la ruina económica”. Lo cual dio pie, se dice en la misma página, a que la dolida y resentida Harriet Westbrook hiciera correr, entre “sus amigos”, un lapidario chisme: “Godwin había vendido a sus dos hijas a Shelley por mil quinientas libras”. Pero luego, sobre esa constante petición de dinero, en la página 209 se lee en el contexto del inminente matrimonio de Mary y Percy: “También Mary había cambiado. Ya no era la adolescente rebelde a quien recordaba él, la del verano de 1814. Había sido madre, vivido aventuras que él no podía imaginar y recorrido países que él jamás había visto. Aun así, Godwin no se admiró de verla tan mayor, ni le preguntó por el pequeño William o por sus viajes. En ningún momento se disculpó por su silencio. Lo que hizo fue sacar a colación su situación económica. Ahora que su hija iba a casarse de verdad con Shelley exigió una transfusión de fondos por parte de su futuro yerno. En los últimos dos años no se había rebajado ni una sola vez a pedirle dinero al poeta, pero ahora quería una suma mayor, que los Shelley no podían permitirse. Mary procuró pasar por alto la conducta de su padre, era difícil no tomar nota de su hipocresía. El filósofo de la verdad y de la libertad, el mismo que había perorado en otros tiempos contra el matrimonio, se prestaba al fin a hablar con ella porque se casaba. Y por lo visto no quería nada más que dinero.”
    Habría que preguntarse sobre el monto de la sangría requerida por el sanguijuela y desvergonzado William Godwin como para que Charlotte Gordon anote que era una suma que “los Shelley no podían permitirse”, pues según apunta en la página 137, Percy era “un hombre enormemente rico, más o menos el equivalente de un millonario de nuestros días”; quien, por lo que más o menos ilustra la biógrafa, además de toda una variedad de dolencias y manías, y de su adición al láudano, era un pésimo administrador, un gastalón que solía endeudarse, huir y esconderse de sus acreedores, y un interesado filántropo; es decir, no daba paso sin huarache. Y según se lee en la página 133, “En junio [de 1815], con el dinero heredado de su abuelo paterno [sir Bysshe Shelley, Primer Baronet de Castle Goring], Shelley arrendó una mansión de dos plantas y extensos jardines, hecha de ladrillo rojo, en Bishopsgate, cerca de Eton, a menos de dos kilómetros de la localidad de Windsor, y a pocos pasos de la entrada este a Windsor Great Park.” Y luego, en la primavera de 1816, se lee en la página 137: “transcurrido un año desde la muerte de su abuelo seguía peleándose con los abogados de su padre por el estatus de su herencia, y tenía que ir a Londres demasiado a menudo para el gusto de Mary. Por suerte, este tira y afloja acabó bien para él. Sir Timothy [su padre] aceptó pagarle algunas de sus deudas, y mantener su partida de mil libras al año. De esos ingresos, Shelley reservó doscientas libras para Harriet: cicatera asignación para la madre de sus dos hijos [Ianthe y Charles], pero es que la tenía conceptuada como una traidora, y se decía que con un poco de contención podría mantenerse por sus propios medios.” 
   
Percy Bysshe Shelley (1919)

Retrato de Alfred Clint
          Lo cual transluce, contrario a las ideas libertarias, igualitarias y humanitarias que animan la retórica y la imaginería de su poema narrativo La revuelta del islam (1818), una hedionda y anquilosada pátina de machismo, misoginia, tacañería, malaleche y venganza, que se exacerba y se hace aún más patente en el pleito por ganarle a la familia Westbrook la custodia de sus hijos Ianthe y Charles, por quienes en vida de Harriet mostrara nulo interés. A esto se añada el infundio del supuesto adulterio de su esposa, pues al inicio de su galanteo con Mary (se lee en la página 84) le mentía “al insinuar que Harriet, su mujer, le había sido infiel, y al exponer sus dudas de que fuera suyo el bebé que esperaba”, y que resultó ser el susodicho Charles, por quien peleaba en el juzgado; virulento pleito en cuyo trasfondo late y subyace la codicia por la enorme fortuna de la herencia paterna. En este sentido, se lee en la página 227: “Como último y desesperado intento por quedárselos, Shelley pasó a la ofensiva. No era, dijo, el único pecador a quien se estaba juzgando. Aunque estuviera muerta, Harriet no estaba exenta de culpa: se había suicidado embarazada. Este dato desencadenó un feo debate sobre la paternidad del hijo nonato, del que sacó provecho Shelley. Si bien existe una remota posibilidad de que fuera él el padre —pocos meses antes de salir para Ginebra viajó a Londres sin Mary—, lo que parece más probable es la versión aceptada por la familia y los amigos de Harriet: se había hecho amante de un militar, y al ser abandonada por éste, e intentar volver a casa de su familia, se había visto rechazada por su padre. Unos seis meses antes de morir había desaparecido. Se rumoreó que había estado ganándose la vida como meretriz. Fue lo que expuso Shelley ante el tribunal, declarando que Harriet había ‘descendido por los escalones de la prostitución hasta vivir con un mozo de cuadra de nombre Smith, y al ser abandonada por él se quitó la vida’.” 
 
Byron con traje de albanés (1835),
réplica de Thomas Phillips
      Y más aún, entre diciembre de 1821 y enero de 1822, cuando los Shelley convivían en el suntuoso Palazzo Lanfranchi, en Pisa, rentado por el carnavalesco y estrafalario lord Byron para él y los supuestos libertinos y cofrades de “la Liga del Incesto y del Ateísmo”, la biógrafa, casi sin proponérselo, refrenda el machismo consubstancial e idiosincrásico del supuesto “radical” Percy Bysshe Shelley, pues según apunta en la página 379 —no obstante el inveterado, angular, magnético y seductor intelectualismo de la fría, reservada y distante Mary Shelley—, “la mujer ideal” del camaleónico poeta no era su querida esposa, sino un prototipo de fémina que “careciese de opiniones propias” (o sea: para que la supuesta zombi sólo escuchara, pensara y parloteara la perorata de Percy), cuya idolatrada y sensual imagen le insuflaba vitalidad, testosterona e inspiración para rendirle versos a la “musa” de turno. Meollo y papel que otrora jugó, para él y su ombligo, la supuesta “ignorancia de Harriet”; y que en ese episodio en el Palazzo Lanfranchi lo protagoniza la inculta joven de 22 años Jane Williams (“un poco tonta y un poco deferente”, pareja de Edward Williams, con quien tenía dos hijos ilegítimos, a quien incluso “le compró una guitarra con incrustaciones de nácar” para que le cantara en hindi); y que recién había encarnado la inculta joven de 18 años “Teresa Viviani, hija del gobernador de Pisa”, quien, según se lee en la página 353, era “alta, con cuello de cisne y aires trágicos”: “Era como una virgen del Renacimiento, con rizos de color negro azabache y una piel de alabastro, como la doncella imaginada por Shelley en The Revolt of Islam.” 
      En ese espléndido y visual catálogo de mujeres sin “opiniones propias” (cada una con un tentador cuerpo de pecado, se infiere) quizá habría que incluir a la casquivana y ligera Jane/Claire Clairmont, pese a que según bosqueja la biógrafa, ella se sentía la auténtica heredera del ideario radical de Mary Wollstonecraft y por ende, según dice en la página 126, coincidiendo con el aniversario del nacimiento de ésta, el 27 de abril de 1815 decidió extirparse el hombre de Jane (por la obvia impronta del sonoro nombre de su convencional y conservadora madre Marie-Jane) y autoetiquetarse con el nombre de Claire Clairmont. 
   
Claire Clairmont (1819)

Retrato de Amelia Curran
         Vale añadir que esa estrafalaria y estridente temporada en Pisa y alrededores, y en el corazón del Palazzo Lanfranchi, fue escenario, además, de las teatrales actuaciones del par de vanidosos egos alfa luciéndose y compitiendo entre sí: Percy Shelley versus lord Byron. En este sentido, según reporta la biógrafa en la página 377: “Cuando estaban juntos ignoraban a los demás y hablaban exclusivamente el uno con el otro, arrogancia que no solo no suscitaba protestas, sino que hacía que cesaran las conversaciones para escuchar a los dos maestros. Ambos poetas exageraban sus maneras de hablar para dar más relieve a sus diferencias: Byron se volvía más byroniano, y Shelley más shelleyesco.” Y según se lee en la siguiente página, en las cenas de los miércoles solo parloteaban entre sí los machines de “la liga”. (Byron, además, era un célebre y herético macho cabrío con amores, aventuras e inclinaciones homosexuales.) Y “Mary [Shelley] se sentía algo excluida de aquel club masculino.” Marginación de la que dejó irónica constancia en una carta fechada el 13 de marzo de 1822, según se lee en la página 378: “Nuestros bravos caballeros se buscan mutuamente [...], y como no les gusta salir a pasear con el absurdo género femenino, nos quedamos solas Jane [Williams] y yo, hablando de moralidad y cogiendo violetas.”
      Vale añadir que el consubstancial e intrínseco machismo de lord Byron se transluce no sólo en lo que concierne a la utilización sexual y al maltrato que le brindó a Claire Clairmont y a su hija Allegra, enclaustrada por él en un convento donde pescó el tifus que la hizo morir. 
   
Lápida de Allegra Byron
        Y por ello refulge comprimido en un aforístico cuchillo sin hoja al que le falta el mango transcrito por Burdiel de una carta fechada por Byron el 17 de noviembre de 1814 (op. cit., p. 24): “De todas las perras vivas o muertas, una mujer escritora es la más canina.” No obstante, la escritora Mary Wollstonecraft Shelley, por su ascendencia, cultura e inteligencia, le suscitaba cierto respeto como para morderse y refrenar la bífida y viperina lengüetilla de mazacuata prieta. De modo que oía sus ideas y opiniones, y eventualmente le brindaba honorarios para que ejerciera de copista de sus poemas; notoriamente tras la muerte de Percy, dado que su suegro interrumpió la mesada que le brindaba a su hijo el poeta maldito y Mary empezó a quedarse sin recursos. De modo que en Génova, hacia agosto-septiembre de 1822, según se lee entre las páginas 433-434, “Viendo que [Mary] se había quedado casi sin dinero, le pagó por copiar algunas obras nuevas, corrigió algunos pasajes de acuerdo a sus sugerencias, le pidió consejo sobre la publicación de sus memorias y le aseguró que el padre de Shelley le pagaría una pensión; no en vano era viuda, y tenía un hijo pequeño.” E incluso, ante el silencio, la indiferencia y el lapidario desdén de sir Timothy, lord Byron “escribió al padre de Shelley de parte de Mary para ponerle al corriente de las necesidades económicas de la viuda”. (Ibidem.) Pero además elogió el corrosivo e infecto Frankenstein de 1818 en una carta dirigida a su editor John Murray, fechada en “Venecia 15 de mayo de 1819”, parcialmente antologada en La noche de los monstruos (op. cit., p. 401): “La historia del acuerdo de escribir libros de fantasmas es cierta [...] Mary Godwin (ahora señora Shelley) escribió Frankenstein, que habéis reseñado creyendo que es de Shelley. Me parece un libro excelente para una joven de diecinueve años: bueno, ni siquiera los había cumplido entonces.”

La noche de los monstruos (Edhasa, 2012)
Cuarta de forros


IX de XII
El caso es que después del verano de 1816 en Villa Diodati, con la novela de Mary en ciernes, y ya en Inglaterra “a principios de septiembre” de ese año, los Shelley y su hijo William, y Claire embarazada de Byron, no pudieron reinstalarse en la mansión de Bishopsgate, dado que Percy no pagó el arrendamiento y sus adeudos, y se escondía de sus acreedores. Y para ocultar el embarazo de Claire, dice la biógrafa, rentaron “una casa en Bath”, donde el 12 de enero de 1817 nació su bebé: Clara Allegra Byron. Y más adelante, en la página 228, apunta: “La negativa del tribunal a entregarle sus hijos era para Shelley otra prueba del odio que le tenía Londres, por lo que en la primavera de 1817 instaló a Mary, a William, Claire y Allegra en una espléndida finca de Marlow, cerca de donde vivía su viejo amigo de la escuela Thomas Peacock [1785-1866]. Boyante gracias a la asignación que había empezado a recibir después de la muerte de su abuelo [murió el 6 de enero de 1815], arrendó por veintiún años Albion House, a unos cincuenta kilómetros al oeste de Londres, una residencia aún más elegante que Bishopsgate. Esta extensa mansión de cinco dormitorios, con establo y un enorme jardín cuyas flores y majestuosos árboles hacían las delicias de Mary, tenía como principal y mejor característica una vasta biblioteca. Al instalarse en la casa, encontraron dos estatuas en mal estado de Apolo y Venus desechadas por los anteriores inquilinos, y para Shelley y Mary fue como si el destino hubiera dejado su tarjeta de visita: nada menos que el dios y la diosa de la Poesía y el Amor, la Creación y el Deseo, los principales rectores de sus vidas. A Shelley le encantaba tener el Támesis a un corto paseo. Se compró una barca de remos y la dejó amarrada en el embarcadero, lista para sus expediciones.”
    Allí, en ese idílico, principesco, paradisiaco, mullido y romántico entorno de conservadores y pudientes lores del siglo XVIII, Mary concluyó, con la intrínseca e inextricable participación de Percy, el manuscrito de su legendaria y bicentenaria novela. Según apunta la biógrafa en la página 229: “Mary acabó una ‘copia en limpio’, en sus propias palabras, de Frankenstein. Había tardado nueve meses en terminar la última versión, de finales de junio de 1816 a marzo de 1817, más seis semanas para copiarla a un documento que pudieran usar los editores. En marzo, mientras redactaba los párrafos finales, le aquejaron pesadillas ‘de que estaban vivos los muertos’. Su bebé. Fanny. Su madre. Pero ninguno tan aterrador como Harriet, saliendo a flote en el Serpentine, dispersos los cabellos en el agua, para fijar la vista en la mujer que le había robado a su marido.” 
    Vale añadir que por el hecho de haber concluido el manuscrito en Albion Hause, el anónimo “Prefacio” del anónimo Frankenstein de 1818 fue datado en “MARLOW, 1817”. Fecha aumentada por Mary Shelley en el revisado y modificado Frankenstein de 1831 y por ende se lee así: “Marlow, septiembre de 1817”. Esa revisada edición en un solo tomo tuvo “una tirada de 3.500 ejemplares”, y fue impresa en la serie Standard Novels del sello editorial de Henry Colburn y Robert Bentley, del que “se hicieron varias reimpresiones en los años siguientes (1832, 1836, 1839 y 1849)”, apunta Ángela Pérez en “Los textos” (op. cit., p. 25). Y en cuya “Introducción”, datada por la viuda Mary Wollstonecraft Shelley en “Londres, 15 de octubre de 1831”, además de escamotear (entre otras cosas) la intrínseca presencia de Percy en la urdimbre de la obra, miente (con todos los largos y puntiagudos dientes) al restringir su colaboración sólo en la escritura del “Prefacio”: “Ciertamente no le debo una sola sugerencia o una mera línea de sentimiento a mi marido, y sin embargo, si no hubiese sido por su estímulo mi historia nunca hubiese tomado la forma en que fue presentada al mundo. De esta afirmación debo excluir el Prefacio. Hasta donde puedo recordar fue escrito íntegramente por él.” (Cátedra, op. cit., p. 352). 
    Obsérvese que Charlotte Gordon yerra al sostener que el anónimo “Prefacio” del Frankenstein de 1818 estaba firmado por Percy Bysshe Shelley, y que esto fue parte del prejuicioso, misógino y efervescente cotilleo que le achacaba a él la autoría de la anónima y fustigada novela, pese a que por entonces sólo era un escandaloso poeta en ciernes sin la fama y popularidad de lord Byron (a quien aún no conocía). Según dice en la página 236: “La repugnancia que produjo el libro entre los críticos no impidió que lo leyera la gente, ni que se especulase con la identidad del autor. La mayoría lo atribuyó a Shelley, no solo por el ateísmo de la obra, lo chocante de su argumento y su filosofía godwiniana, sino porque firmaba el prólogo, y el libro estaba dedicado a su suegro [pero de manera anónima]. Nadie se paró a pensar que el autor pudiera ser la hija de Godwin. Un libro tan atrevido no podría haber sido escrito en ningún caso por una mujer.”
 
El Frankenstein de 1818
        Hay que tener en cuenta que el tiraje de la edición príncipe fue sólo de 500 copias y que en Londres no hubo otro tiraje hasta la edición en dos volúmenes que hizo William Godwin en 1823. Según apunta Ángela Pérez en su “Cronología” (op. cit., p. 439), la “Segunda edición de Frankenstein” apareció el 11 de agosto de 1823. Es decir, Godwin la retocó y editó cuando Mary, viuda y con su pequeño hijo Percy Florence, aún estaba en Italia, pues, según anota Charlotte Gordon en la página 435, ella y su hijo “Llegaron a Londres el 25 de agosto” de ese año. Y en “Los textos” (op. cit., p. 25) abunda Ángela Pérez: “En 1823, William Godwin aprovechó el inminente estreno de una versión teatral [de Frankenstein] para preparar y negociar (tras consultarlo con su hija, que seguía en Italia), una segunda edición (Whittaker) en dos volúmenes, con algunas correcciones, en la que figuraba el nombre de la autora: Mary W. Shelley.”
    Charlotte Gordon,  curiosamente, sobre esa histórica segunda edición de Frankenstein —la primera con el nombre de la autora—, no dice ni mu ni pío ni guau ni miau ni bu, pese a que debió ser notoria y relevante en el contexto del regreso de Mary Shelley a Londres después de cinco años fuera de su país. Tampoco dice nada de “la primera edición de Frankenstein en francés (París, Corréard, trad. de Jules Saladin)”, que según Ángela Pérez (op. cit., p. 438) apareció en julio de 1821. Pero eso sí, entre las páginas 435-436 esboza la constatación de la fama, hecha por la propia Mary, al asistir en 1823 a una legendaria representación teatral basada en su novela: “Pero aunque Mary ya no reconociese Londres, la ciudad no la había olvidado. Durante la primera semana de agosto [de 1823], el Lyceum Theatre había estrenado una obra titulada Presumption; or, The Fate of Frankenstein [Arrogancia, o el destino de Frankenstein]. Delante del teatro había manifestaciones con pancartas de condena a la ‘monstruosa obra basada en el indecoroso libro titulado Frankenstein’. A pesar de que Mary quedó consternada por la hostilidad que despertaba su novela, no dejó de ir a ver la obra con la que disfrutó. Percibió ‘una ansiosa expectación en el público’. También percibió el orgullo de Godwin: ‘Hete aquí que me he visto famosa’, le escribió a [Leigh] Hunt.” 
    En el segundo párrafo de su “Introducción” (op. cit., p. 9), Isabel Burdiel también alude ese legendario montaje escenográfico: “En 1823, [...] Mary Shelley asistió a la primera versión teatral de su novela (que estuvo en cartel hasta finales del siglo) y descubrió que se había vuelto súbitamente famosa. Desde entonces, las versiones teatrales no dejaron de sucederse y hoy en día pueden contarse en más de cien las películas que se han realizado a su costa.”
Portada de The Edison Kinetogram donde se anuncia el
 cortometraje Frankenstein (1910), el primer filme
basado en la novela de Mary Shelley.

X de XII
Una de las características más notables del ensayo introductorio de Isabel Burdiel es su crítico bosquejo del carácter revulsivo y espontáneo del Frankenstein de 1818 (no obstante las erratas en la edición príncipe y la ampulosa retórica aportada por Percy en varios pasajes donde, incluso, trastoca el ritmo), en contraste con el crítico esbozo de la moralina, el pesimismo y el interesado conservadurismo que Mary Shelley vertiera en las correcciones, mutilaciones, aumentos y cambios que figuran en el Frankenstein de 1831 y en su correspondiente prefacio, pergeñados de cara a su cicatero, tacaño, represivo y manipulador suegro sir Timothy Shelley (1753-1844), Segundo Baronet de Castle Goring, al aseguramiento de la enorme y sustanciosa herencia que podría no recibir su hijo Percy Florence, y del mojigato, conservador y represivo establishment. De modo que entre las páginas 46-48 apunta:  
     
Isabel Burdiel
      “James Rieger ha publicado, en su edición del texto de 1818 [Frankenstein; or, The Modern Prometheus (The 1818 Text), Chicago University Press, 1974 y 1982], una consistente relación de los cambios introducidos a lo largo de aquellos años y que Mary Shelley entregó a su amiga Mrs. Thomas en 1823 [notas manuscritas de la narradora en los históricos volúmenes de la edición de 1818 resguardados en la Biblioteca y Museo Morgan de Nueva York]. Aquellos cambios no vieron la luz y fueron, de nuevo, revisados para la tercera edición de 1831, de la que Mary Shelley es íntegramente responsable.
    
Ejemplar del Frankenstein de 1818 con correcciones manuscritas de
Mary Shelley

The Morgan Library & Museum de Nueva York
       “Para entonces, su situación vital y sus posiciones políticas y filosóficas habían sufrido cambios considerables. De hecho, lo que hizo con aquellas revisiones fue incorporar al texto (o subrayar) las lecturas más conservadoras del mismo (que ya habían comenzado a producirse) y que lo entendían como una crítica desilusionada a la fe en el progreso y a las grandes utopías radicales, de perfección social y personal, que habían defendido sus padres y su marido. Utopías que podían encarnar tanto Victor Frankenstein como su roussoniana criatura. El discurso radical de Elizabeth Lavenza [ver la carta a Victor, ‘Capítulo 5’ del ‘Volumen I’, op. cit., p. 177], por ejemplo, frente a las injusticias y los prejuicios sociales responsables del ajusticiamiento de la inocente criada Justine [Moritz], es eliminado y sustituido por unas palabras a favor de la resignación y de la necesidad de someterse a los designios del Cielo que subrayan todas las virtudes de sumisión y de autorrenuncia femenina. La responsabilidad personal de Frankenstein por su creación y por los crímenes de su criatura se suaviza aún más hasta convertirse en el juguete de un destino fatídico del que no puede escapar y por el cual debe ser más compadecido que condenado. La prometida de Victor, Elizabeth, que en el texto original es su prima hermana, deja de serlo para evitar cualquier resonancia incestuosa y se convierte en una huérfana recogida por su familia. Ella representa ya, sin paliativos, todas las virtudes del ángel doméstico, del ideal burgués de la feminidad y de la familia que se opone abiertamente a la ambición y a la arrogancia del ‘moderno Prometeo’ que encarna Victor Frankenstein. En suma, Mary Shelley incrementó en 1831 el tono alegórico de una obra concebida inicialmente, como ha argumentado G. Levine, en clave realista e hizo todo lo posible por convertirla en la fábula moral conservadora que algunos críticos han querido ver en ella y que las versiones teatrales de la época, y más tarde el cine, han ido avalando.” En este sentido, reitera en su nota “Esta edición” (op. cit., p. 96): “la ‘Introducción [de Mary Shelley] como las revisiones de 1831, tendieron a enfatizar los aspectos más conservadores y pesimistas de la misma y a limar algunos de sus supuestos más escandalosos.”
 
El Frankenstein de 1831
        Y esto contrasta, y se contrapone, con el hecho de que Charlotte Gordon no brinda un examen comparativo, minucioso y analítico entre ambas ediciones: 1818 y 1831; y porque ella se decanta (de manera breve, falaz, superficial, laudatoria y apoteósica) por las supuestas virtudes críticas de la versión de 1831 que supuestamente aventajan y se sobreponen a la versión de 1818. De modo que apunta en la página 466: “la serie Standard Novel de Bently le ofreció un hueco dentro de su lista para Frankenstein, a condición de que revisara la novela para que pudiera ser Bently el titular de los derechos.” Y añade (ibidem, p. 466-467): “Cuando dejó la pluma, Mary tenía en sus manos un nuevo Frankenstein, mucho más crítico con la sociedad que el primero. La edición de 1831 describe los perjuicios que provoca la ambición humana (masculina) y el afán de poder. Aunque los personajes femeninos sean incapaces de salvarse, o de salvar a los demás, su inocencia es total. Si sufren es tan solo por su relación con Frankenstein. Frente a los agoreros convencidos de que la autoría de la primera versión correspondía a Percy Shelley, y frente a quienes acusaban a Mary de tibieza y medias tintas, como [Edward] Trelawny y Clare [Clairmont], el Frankenstein de 1831 se erige en una obra de suprema originalidad, una visión distópica debida de principio a fin a su autora, Mary Shelley. Sin su marido, Mary no había tenido más remedio que ir haciéndose cada vez más independiente, y de ese modo fue capaz de escribir un libro más complejo y con más fuerza que a los diecinueve años, cuando aún vivía su amado Shelley.”



(Sexto Piso, 2013)



XI de XII
Para no hacer más largo el cuento de nunca acabar obsérvese, por lo menos, que Safie, la novia árabe de Félix De Lacey, para nada cabe en esa limitada categoría de “personajes femeninos [...] incapaces de salvarse, o de salvar a los demás”, cuya supuesta “inocencia es total”. Pues por su pensamiento, y conducta libertaria y liberal, a Safie se le podrían endilgar los versos de la dedicatoria a Mary Shelley que preludian La rebelión del islam (1818), poema de Percy Bysshe Shelley, los cuales se leen en la página 83 del libro de Charlotte Gordon: 

                           Qué bella, qué serena y libre fuiste
                           al quebrantar, con juvenil sapiencia,
                           de la costumbre la mortal cadena. 

        
Ilustración de John Coulhart
           Es decir, Safie, de origen turco, sí es capaz de “salvarse” y de “salvar a los demás”. Se salva a sí misma al huir del represivo, misógino y polígamo orbe musulmán al que la tenía condenada su padre. Y “salva a los demás”, motu proprio, al viajar y sumarse a la familia De Lacey. Su presencia en ese hogar campirano no sólo atempera y alivia la tristeza y el depresivo desánimo de Félix, sino que, por lo que reporta el monstruo a Victor Frankenstein, la familia De Lacey (el anciano ciego y sus hijos Félix y Ágatha) se tornó alegre, relajada y feliz, e incluso mejoró su magra situación económica. Idílico e idealizado núcleo familiar que encandiló y enamoró al monstruo (entonces sentimental, inocentón y noble).
       Vale recapitular que Safie cuestiona —con su conducta, ideas y rebeldía— el papel de las mujeres en la sociedad, pero sobre todo en la sociedad musulmana —y por ello resulta crítica, revulsiva y opuesta a la idiosincrasia islámica y a la poligamia y menoscabo de la mujer en el ámbito islamista de Constantinopla—. Safie, una singular joven árabe-cristiana, en contra de lo maquinado y ordenado por su padre turco-mahometano, y sin hablar ni escribir francés ni alemán, huye de su reclusión en un convento de Leghorn (“Livorno [...], la ciudad portuaria más importante de la Toscana, en el mar de Liguria”) y viaja al bosque cercano a Ingolstadt (en cuya solitaria cabaña los De Lacey sobreviven exiliados de Francia y en la pobreza), con el añorante y feliz objetivo de ser mujer (y esposa) de su amado, soñado e idealizado Félix De Lacey.  
     
Ilustración de Lynd Ward
         Según le narra el monstruo a Victor (Frankenstein anotado, p. 171): “Safie contó que su madre era una árabe cristiana, capturada y esclavizada por los turcos. Destacada por su belleza, conquistó el corazón del padre de Safie, quien se casó con ella. La joven hablaba en términos muy elevados y entusiastas sobre su madre, que, nacida en libertad, rechazaba la sumisión a la que ahora se veía reducida. Instruyó a su hija en la doctrina de su religión y la enseñó a aspirar a un nivel intelectual elevado y a una independencia de espíritu prohibidos para las mujeres seguidoras de Mahoma. Esta mujer murió, pero sus lecciones se impregnaron profundamente en la mente de Safie, que enfermaba ante la perspectiva de regresar de nuevo a Asia y ser encerrada entre los muros de un harén con la única autorización de entregarse a divertimentos pueriles, poco acordes con la disposición de su espíritu, ahora acostumbrado [tras vivir en París y conocer a Félix y mutuamente enamorarse] a una mayor amplitud de pensamientos y a la noble emulación de la virtud. La posibilidad de casarse con un cristiano y permanecer en un país en el que las mujeres podían ocupar un lugar en la sociedad le resultaba cautivadora.” 
(Akal, 2018)
       Es decir, lo que reporta el monstruo a Victor Frankenstein, tras leer en francés las cartas de Safie a Félix (dictadas a un amanuense-traductor), y quizá por oír de ellos ciertas anécdotas, son las consabidas, atávicas y ancestrales circunstancias sociales (familiares y religiosas), de índole medieval, que limitan y constriñen a la mujer en una Constantinopla bajo el dominio de la machista y falocéntrica idiosincrasia musulmana (o sea: de los seguidores de Mahoma, cuyo libro sagrado y dogmático es el Corán). Ámbito donde la madre de Safie, nacida libre (no se narra en qué país), en contra de su voluntad subsistía robada y esclavizada por los turcos. (Cabe preguntarse: ¿de qué tipo de esclavitud se trató?, ¿sexual?) Y donde Safie, según dijo, sería “encerrada entre los muros de un harén con la única autorización de entregarse a divertimentos pueriles” (eufemismo que implica la tácita y consabida lujuria), perspectiva que rechaza y por ende la enferma. 

       
Ilustración de Lynd Ward
         Vale añadir que el padre de ella, un turco musulmán y enriquecido comerciante en París, de pocos escrúpulos y proclive a la traición y a la puñalada trapera (caído en desgracia en la capital francesa), muy probablemente compró la supuesta “libertad” de la madre de Safie, dado que, antes de desposarla, fue capturada y esclavizada por los turcos; crimen no muy distinto de la trata de blancas (mestizas y negras) en el orbe occidental. Es decir, por lo que narra Safie, se infiere que el matrimonio de su madre (árabe cristiana con un turco musulmán) no fue un vínculo amoroso, sino una transacción de compraventa que supuestamente la liberó de la esclavitud. Y para su hija Safie, al parecer, el turco musulmán urdía algo parecido, pues según se lee en la página 173 del
Frankenstein anotado (y en la página 242 de la edición de Cátedra y en la página 139 de la edición de Alma Clásicos Ilustrados), el padre de Safie, en París, pese a que permitía el galanteo y el amistoso trato con Félix (dialogaban en francés a través de un intérprete) y “alentaba las esperanzas de los jóvenes amantes”, “en su corazón ya había trazado otros planes muy distintos”, pues “Odiaba la idea de que su hija se uniera con un cristiano”. 


XII de XII
En fin, hay mucho por dónde cortar y recortar en el novelesco culebrón (con visos dieciochescos y decimonónicos) que repta por todos los sinuosos recovecos del magnético e interesantísimo libro de Charlotte Gordon. Así que el desocupado lector podría abandonarse a ello hasta la consumación de los tiempos, enclaustrado y culiatornillado, quizá, no en la posada de Chamonix donde se hospedaron Percy, Mary y Jane Clairmont en julio de 1816, en cuyo libro de huéspedes el iconoclasta, histriónico, provocador, infantiloide y diabólico loco Shelley (así lo apodaron de escuincle en Eton College) anotó “en griego que él era ‘demócrata, filántropo y ateo’, y como ‘Destino’ puso L’enfer” (¡el infierno!), sino en la solitaria cabaña en la cima del Montanvert, frente al Mont Blanc y el Mar de Hielo, donde dialogaron Victor Frankenstein y el horrorosísimo y gigantón monstruo creado por él, y donde aún hoy es posible percibir el rumor de sus voces. O quizás, como si te adentrases entre las inestables páginas de un cuento de los Hermanos Grimm, en algún habitáculo subterráneo y secreto del auténtico castillo de Frankenstein, del que según apunta Charlotte Gordon en la página 109 de su libro, Mary y Percy tuvieron noticia, no en el verano (sin verano) de 1816, sino en septiembre de 1814 durante su regreso a Londres navegando por el Rin, no en una calabaza encantada, sino en un pestilente barquichuelo repleto de viajeros ruidosos, bebedores, vulgares y léperos:
   “Un día de principios de septiembre [de 1814], durante una pausa de la barcaza en Gernsheim [Alemania], a pocos kilómetros de Mannheim, Mary y Shelley se zafaron de Jane [Clairmont] para dar un paseo entre las casitas a dos aguas y las calles adoquinadas, hasta salir al campo. Vieron a lo lejos, recortadas en el cielo, las torres de un pintoresco castillo cuyo nombre era Frankenstein.

Castillo de Frankenstein
(Alma Clásicos Ilustrados, 2018)
     “A este castillo estaba vinculada una inquietante leyenda. Un habitante del pueblo se la explicó a cambio de algunas monedas. En 1673 había nacido entre sus muros un alquimista de triste fama, llamado Konrad Dippel. Obsesionado con hallar una ‘cura’ para la muerte, hacía experimentos macabros para los que profanaba tumbas, robaba restos humanos y molía los huesos a fin de mezclar el polvo con la sangre y administrárselo a cadáveres, pretendiendo así devolverles la vida. Murió sin haberlo conseguido, y dejó sin respuesta la pregunta de si era posible resucitar a los muertos.”

Konrand Dippel
(1673-1734)
                    


Bibliografía

Ferré, Rosario, Sitio a Eros. Trece ensayos literarios. Joaquín Mortiz. México, julio 22 de 1980. 168 pp.
Gordon, Charlotte, Mary Wollstonecraft. Mary Shelley. Proscritas románticas. Traducción del inglés al español de Jofre Homedes Beutnagel. Iconografía en blanco y negro. Circe Ediciones. 2ª edición. Barcelona, junio de 2018. 
Pérez, Ángela, La noche de los monstruos. Incluye: Frankenstein o el moderno Prometeo (1831), de Mary W. Shelley (traducción del inglés de Mercedes Rosúa); “Augustus Darvell, fragmento” (1819), de Lord Byron (traducción de Ángela Pérez); y “El vampiro” (1819), de John William Polidori (traducción de Ángela Pérez). Edición, prólogo, notas biográficas, epistolario, cronología y bibliografía de Ángela Pérez. Edhasa. Barcelona, abril de 2012. 446 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Traducción del inglés al español de Alejandro Pareja Rodríguez. Ilustraciones en blanco y negro de John Coulthart. Alma Clásicos Ilustrados/Anders Producciones. Barcelona, 2018. 256 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Traducción del inglés al español de Francisco Torres Oliver. Introducción de James Rieger. Notas de Gabriel Casas y Cristina Garrigós. Iconografía en color y en blanco y negro de Fuencisla del Amo y Francisco Solé. Colección Aula de Literatura núm. 38, Ediciones Vicens Vives. Barcelona, 2006. 318 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein anotado. Traducción del inglés al español de Lucía Márquez de la Plata. Edición, prólogo y notas de Leslie S. Klinger. Investigación adicional de Janet Byrne. Introducción de Guillermo del Toro. Epílogo de Anne K. Mellor. Iconografía en color y en blanco y negro. Ediciones Akal. Madrid, 2018. 456 pp.
Vargas Llosa, Mario. El Paraíso en la otra esquina. Alfaguara. México, marzo de 2003. 488 pp.
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o El moderno Prometeo. Traducción del inglés al español de María Engracia Pujals. Edición, prólogo, notas y bibliografía de Isabel Burdiel. Iconografía en blanco y negro. Colección Letras Universales núm. 230, Ediciones Cátedra. 4ª edición. Madrid, 2003. 260 pp. 
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o el moderno Prometeo. Traducción del inglés de Rafael Torres. Epílogo de Joyce Carol Oates (traducción de Jesús Gómez Gutiérrez). Ilustraciones en blanco y negro de Lynd Ward. Editorial Sexto Piso. España, 2013. 264 pp. 


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domingo, 3 de febrero de 2019

La invención de Hugo Cabret



Donde se hacen los sueños

El dibujante y escritor norteamericano Brian Selznick (East Brunswick, New Jersey, junio 14 de 1966), con varios libros de literatura infantil, publicó en Nueva York, en 2007, a través de Scholastic, Inc., The Invention of Hugo Cabret, cuya traducción al español de Xohana Bastida, apareció en Madrid, también en 2007, publicada por Ediciones SM. Tal editorial la publicó en México, en 2010; y en 2012 ya iba en la cuarta reimpresión. En tal éxito sin duda contribuye la exitosa adaptación cinematográfica dirigida por Martin Scorsese, cuyo estreno data de 2011.
Brian Selznick
Martin Scorsese en el papel del fotófrago
Fotograma del largometraje Hugo (2011)

(Ediciones SM, 4ta. reimpresión mexicana, 2012)
Para no entrar en detalles relativos a las diferencias entre el filme y el libro, vale restringir la nota a esbozar una pizca del contenido de éste. La invención de Hugo Cabret, concebida para un lector infantil o adolescente, es, como reza el eslogan interior, “Una novela narrada con palabras e ilustraciones de Brian Selznick”. Es decir, no se trata de una historieta o de una novela gráfica tradicional (con recuadros y globitos), o de un relato donde las estampas son contrapuntos visuales de las páginas escritas, sino de una obra cuya narración se desarrolla intercalando fragmentos escritos y secuencias de dibujos sin palabras, —en páginas completas y en blanco y negro—, incluidos varios fotogramas de célebres películas silentes, y algunas recreaciones de dibujos de Georges Méliès (1861-1938), precursor del cine fantástico, surgido en los albores del cine mudo, precisamente cuando éste, con tomas realistas, era considerado una atracción de feria, una moda pasajera.
Georges Méliès (1861-1938)
       En este sentido, el libro de Brian Selznick es un tributo a la vida, a la leyenda y a la obra del cineasta francés Georges Méliès, en particular a su filme más recordado: El viaje a la luna (1902). Y al unísono es una celebración del cine entendido, no como una industria, sino como un ámbito artístico donde se fabrican y proyectan los sueños.
Fotograma de El viaje a la luna (1902)
Hugo Cabret, el protagonista, vive en París, en 1931; es un solitario niño de doce años, hijo de un relojero, cuyo trabajo realiza en su taller particular y en un museo donde da mantenimiento a los relojes, en cuyo desván encuentra abandonado un hombre mecánico, un autómata, que, pese a que no funciona, lo intriga porque “puede escribir” y por ende se propone componerlo y descubrir su mensaje escrito (quizá “un poema” o “una adivinanza”). En esa tarea se halla cuando un incendio consume el museo y lo mata. Hugo queda huérfano y su tío Claude, borrachín, ladrón y encargado del mantenimiento de los 27 relojes de una estación de trenes de vapor (nunca se precisa que es “la estación de Montparnasse”), se lo lleva a vivir con él en un astroso departamento ubicado en los altos de la estación, desde donde se otea la Torre Eiffel.

Hugo (Asa Butterfield)  y su padre (Jude Law)
Fotograma de Hugo (2011)
La invención de Hugo Cabret se divide en dos partes, cada una con capítulos con rótulos. Y está precedida por una “Breve introducción” de un tal Profesor H. Alcofrisbas, el narrador omnisciente y ubicuo, de quien también se lee una nota intermedia y un epílogo: “Cuerda para rato”, donde, además de reafirmar su lejano bautizo de mago y prestidigitador (realizado nada menos que por Georges Méliès), revela que inventó un autómata capaz de escribir y dibujar, letra por letra, dibujo y dibujo, el libro que el lector tiene en sus manos.
Hugo (Asa Butterfield) y su padre (Jude Law)
Fotograma de Hugo (2011)
Hugo (Asa Butterfield) reparando al autómata
Fotograma de Hugo (2011)
Cuando inicia la novela, Hugo Cabret ya lleva unos tres meses viviendo solo en el cuarto de su tío Claude (desaparecido por alguna razón que entonces ignora). Brinda el riguroso mantenimiento a los relojes (y verifica su exactitud con su reloj ferroviario de bolsillo), pero no sabe cómo cobrar los cheques del tío, así que se ha visto impelido a robar botellas de leche y cruasanes para sobrevivir entre los túneles de los muros. En un episodio en el que había decidido huir, llegó hasta los escombros del museo y rescató los trozos del autómata; los llevó a su cuartucho y, según colige, su íntima y secreta misión es componer el mecanismo del autómata y desvelar el mensaje que escribirá, porque, supone, es un mensaje que le dejó su padre, el cual le salvará la vida. 
Dibujo de Brian Selznick
Dibujo de Brian Selznick
Hugo Cabret, desde el interior y lo alto del muro de enfrente a la juguetería de la estación, a través de la rendija de uno de los números de un reloj, espía al viejo juguetero en espera de robarle algunos de sus juguetes, pues descubrió que las piezas de éstos le sirven para arreglar el mecanismo del autómata. Cuando ve que el viejo se queda dormido y pude hacerse de un ratoncillo azul de cuerda, intenta robárselo, pero el viejo lo atrapa in fraganti. Lo obliga a que saque lo que oculta en los bolsillos y entre ello va, además de piezas robadas, un gastado cuaderno, cuyos dibujos inquietan al viejo y por ende, irritado y perentorio, quiere saber quién es el autor.
Dibujo de Brian Selznick
Tales dibujos son los bocetos del autómata y de las piezas que hizo el padre de Hugo durante su pesquisa para arreglar su mecanismo y es por ello que para el chiquillo, además de tratarse de un objeto de su querido progenitor, los dibujos son una especie de organigrama que conllevan la clave de la compostura del hombre mecánico. 
Dibujo de Brian Selznick
En el empeño de que el viejo cascarrabias le devuelva el cuaderno de su padre, Hugo conoce a Isabelle, una niña, lectora y cinéfila (su cabello a la garzón emula el corte de Louise Brooks, estrella del cine mudo), que vive con el viejo juguetero y su mujer, a quienes ella llama Papá Georges y Mamá Jeanne. Pese a que Hugo trata de preservar en secreto lo concerniente al lugar donde vive, al cuaderno y al autómata, los chiquillos, no sin tensiones y estiras y aflojas, se vuelven más o menos amigos. En un momento en que ambos se empujan y forcejean, Hugo descubre que del cuello de Isabelle cuelga una llave cuya punta, con forma de corazón, sirve para activar el mecanismo del muñeco, que a tales alturas ya compuso él solo y sin la ayuda de los dibujos de su padre. Hugo le roba la llave. Pero cuando está en el cuarto dispuesto a darle cuerda al autómata, la niña irrumpe y no tardan ambos en descubrir dos cosas: que el autómata dibuja el rostro de una luna con un cohete encajado en un ojo, que es la imborrable escena de la película que de niño impresionó al padre de Hugo (“había sido como ver sus propios sueños en mitad del día”, dijo), y que además escribe su firma: “Georges Méliès”, nada menos que el nombre del padrino de Isabelle, dice ella. 
Dibujo de Brian Selznick
       En la segunda parte de la novela se suceden varios episodios que se encaminan a la apoteosis final. En la casa de los padrinos de Isabelle, precisamente en la caja resguardada en un oculto compartimiento de un armario, los escuincles descubren un montón de dibujos trazados por Georges Méliès. Éste —al sorprender la escena a causa del ruido causado por la rotura de una pata de la silla, por la caída de la niña y de la caja que da contra el suelo y hace volar los dibujos— se irrita sobremanera, hace trizas algunos y no tarda, persuadido y medio calmado por su mujer, en dormirse y enfermar. 
      Mamá Jeanne procura a los tres: al enfermo en la cama y venda la mano de Hugo con los dedos lastimados y el pie de Isabelle estropeado en la caída. El chiquillo, que debería pasar la noche allí, se escapa y emprende una investigación detectivesca. Tras una noche de pesadillas y frente a la amenaza de que el inspector de la estación lo descubra (la lesión en su mano le dificulta el mantenimiento de los relojes), va con el señor Labisse, el librero de la estación que le presta libros a Isabelle, y le pregunta por un libro sobre “las primeras películas que se hicieron”. Como no tiene ninguno, le indica “la biblioteca de la Academia de Artes Cinematográficas”, donde, gracias al encuentro con Etienne Pruchon, quien estudia allí para ser camarógrafo, localiza un libro de 1930 escrito por su maestro René Tabard: La invención de los sueños: Historia de las primeras películas, donde, entre lo que lee y observa se halla lo relativo a la conmoción causada ante La llegada de un tren a la estación de la Ciotat (1895), de los hermanos Lumièr (personas en la carpa creyeron “que el tren podía arrollarlas de verdad” y por ende se asustaron cuando vieron que iba contra ellos). Pero sobre todo ve fotogramas de los filmes de Méliès, entre ellos la imagen del rostro de la luna con el cohete clavado en un ojo; se entera que tal película se llama El viaje a la luna y lee información sobre el autor: “En sus comienzos, el cineasta Georges Méliès ejercía de mago y regenteaba un teatro dedicado a la magia en París. Esta relación con el mundo de la magia le permitió captar de inmediato las posibilidades del cine como nuevo medio de expresión. Méliès fue uno de los primeros cineastas en darse cuenta de que las películas no tenían por qué ser realistas; de hecho, fue pionero en el empeño de retratar el mundo de los sueños en el cine. Se atribuye a Méliès el perfeccionamiento del truco de sustitución, mediante el cual se podía hacer que los objetos aparecieran y desaparecieran de la pantalla como por arte de magia. Estas técnicas modificaron para siempre el aspecto visual del cine.”
Pero también lee unos datos lapidarios: “Por desgracia, Georges Méliès falleció tras la Gran Guerra, y la mayor parte de sus películas —por no decir todas— ha desaparecido.”
El caso es que Hugo Cabret, que sabe que Georges Méliès no murió y tiene una juguetería, se confabula con Etienne Pruchon y René Tabard (y luego con Isabelle) para presentarse en la casa y ver y hablar con el viejo cineasta. Mamá Jeanne, ante la neurastenia y la enfermedad de su marido, bloquea el encuentro. Pero Tabard le dice que de niño conoció a Méliès, pues su hermano fue un carpintero que trabajó en los sets de sus primeros filmes y alguna vez durante un rodaje el cineasta se arrodilló y le dijo unas palabras que marcaron su destino “obsesionado por la idea de fabricar sueños como él”: “Si alguna vez te has preguntado de dónde vienen los sueños que tienes por la noche, mira a tu alrededor y lo sabrás. Aquí es donde se hacen los sueños.” 
Dibujo de Brian Selznick
René Tabard, además, le informa que Etienne halló, en un rincón del archivo de la Academia, una de las películas de Méliès, que la han traído, junto con un proyector. Mamá Jeanne permite que la proyecten (se trata de El viaje a la luna, que Hugo nunca antes había visto) y el sonido del proyector hace que Méliès se presente; pero arisco y egocéntrico se encierra en su cuarto con el aparato. Cuando el corro logra abrir la puerta, gracias a la habilidad de Isabelle con el alfiler, el cineasta se ablanda y ante el evidente afecto y la admiración, les relata sus venturas y desventuras. 
Hugo Cabret es enviado a traer el autómata, que Georges Méliès creía desaparecido. Pero en tal interludio el niño es acosado y perseguido por el inspector de la estación (sin porte de huraño galán árabe, sin aparato ortopédico en una pata y sin ningún agresivo perro dóberman), por la fondera y el periodiquero (incluso está a punto de morir arrollado por un tren), de cuyas garras, junto a las de un par de policías, se salva gracias a que lo rescata el cineasta ataviado con su vieja capa de mago (tela negra estampada de lunas y estrellas). 
Hugo (Asa Butterfield) y el inspector de la estación (Sacha Baron Cohen)
Fotograma de Hugo (2011)
“Seis meses más tarde” se sucede la apoteosis final. En la Academia Francesa de Artes Cinematográficas, Georges Méliès es homenajeado y se anuncia la recuperación de “unas ochenta películas”, “una pequeña parte de las más de quinientas que produjo”, en cuyo acopio participaron Etienne Pruchon, Hugo Cabret e Isabelle. Las luces se apagan y se proyectan sus filmes. El broche de oro es El viaje a la luna
Hugo (Asa Butterfield) e Isabelle (Chloë Grace Moretz)
Fotograma de Hugo (2011)
Cuando las luces se encienden, a Georges Méliès le entregan “una corona de laurel dorado”. Y en la fiesta de celebración en un restaurante, en la que Hugo Cabret hace “trucos de magia”, el cineasta lo presenta y bautiza con el nombre de un personaje que aparece en no pocos de sus filmes: Profesor H. Alcofrisbas.
Hugo (Asa Butterfield) y el juguetero (Ben Kingsley)
Fotograma de Hugo (2011)


Brian Selznick, La invención de Hugo Cabret. Dibujos del autor en blanco y negro. Traducción del inglés al español de Xohana Bastida. Ediciones SM. 4ª reimpresión mexicana. México, 2012. 534 pp.