Érase la infancia y
los mil y un dramas de nunca acabar
La traducción del inglés al castellano de España de El dios de las pequeñas cosas, novela de la escritora hindú Arundhati Roy (Shillong, noviembre 24 de 1961), llegó a México precedida por un alharaquiento boom internacional: el Premio Booker de 1997 concedido en el ámbito de la lengua inglesa (se publicó en Londres en 1997) y su vertiginosa traducción a 32 idiomas. Tal es la riqueza de la obra, amenidad, ludismo y humor, que su lectura es un placer, aún en español; y difícilmente (y no sólo por su volumen) podrá comprimirse y transmitirse esto en una reseña. Sin embargo, la traducción al castellano que hicieron Cecilia Ceriani y Txaro Santoro y que Anagrama editó en Barcelona en marzo de 1998, si bien comprende algunos pies de página, carece de un glosario que reuniera las numerosas palabras que se presentan en cursiva y cuyo significado queda oscuro o un tanto oscuro para el lector no familiarizado con las palabras del hindi y demás. Que esto pudo hacerse, puede ejemplificarlo el glosario que Miguel Sáenz incluyó al término de su traducción de Hijos de la medianoche, del escritor anglohindú Salman Rushdie (Bombay, junio 19 de 1947), publicada en Madrid por Alfaguara en 1984 (la primera edición en inglés data de 1980), voluminosa novela sobre la zaga familiar de Saleem Sinai y el nacimiento de la India como nación independiente del imperio británico, con la que El dios de las pequeñas cosas se emparienta por el “exquisito pulso narrativo” y el “realismo mágico” del que ambas gozan, se ha dicho, no sin razón, pese a que a la autora no le gusta. No obstante, tampoco se equivocan quienes han encontrado que las dos novelas poseen vasos comunicantes con la narrativa del colombiano Gabriel García Márquez, cuyo epicentro es Cien años de soledad (Sudamericana, 1967).
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Arundhati Roy en 1997 |
El dios de las pequeñas cosas, la novela de Arundhati Roy, tiene como epicentro el pueblo de Ayemenem, cercano al municipio de Kottayam, en la región de Kerala, al sur de la India. Y dos principales marcos temporales: de mayo a junio de 1994, y dos semanas de diciembre de 1969. En 1994, Rahel, con 31 años de edad, quien está trabajando por las noches en una gasolinera a las afueras de Washington, D.C., es llamada por su tía abuela Bebé Kochamma, de 83 años, con la noticia de que Estha, su hermano gemelo, quien está loco y mudo y al que no ve desde hace 23 años, ha sido regresado de Calcuta, por su padre, a la casa familiar de Ayemenem. Y es en tal lapso donde se advierte un curioso error de cálculo que prevalece en toda la obra. Los gemelos Rahel y Estha, hijos de Ammu, nacieron en noviembre de 1962, se narra en la página 57. Tenían 7 años durante las dos semanas de diciembre de 1969, los últimos días de su infancia que estuvieron juntos. Si al retornar ambos a la casa de Ayemenem tienen 31 años —la edad en que murió Ammu, su madre, se cuenta en la página 15—, entonces en noviembre de 1993 cumplieron 31, y en mayo y junio de 1994, cuando se vuelven a ver, han transcurrido 24 años sin verse y no 23, como se dice; y por ende cumplirán 32 años el próximo noviembre de 1994.
Pero ante tal minucia, hay que destacar que entre los dos principales tiempos en que oscila la novela (1994 y 1969), se urden un sinnúmero de historias y anécdotas que tienen que ver con la accidentada historia personal y con la retorcida personalidad de los principales personajes, casi todos miembros de la familia de la casa de Ayemenem o vinculados a ella. Y al unísono se dan visos y detalles de usos, costumbres y tradiciones hindúes (trastocadas por el histórico coloniaje británico y el neocoloniaje norteamericano, por los mass media y el turismo extranjero), de rancios prejuicios religiosos, de ancestrales y conservadores atavismos relativos a la discriminación y pugna entre las castas, de la exuberante naturaleza de la India y del irreversible deterioro de los ecosistemas, del entorno y sus vínculos con el extranjero, de rasgos sociales, económicos, políticos e históricos.
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(Anagrama, Barcelona, 1998) |
En la urdimbre de El dios de las pequeñas cosas descuella la comicidad y la recreación del mundo de la infancia a partir, principalmente, de los rasgos y de la conducta de Rahel y Estha (quien de niño hablaba y no estaba loco), de sus juegos, cantos, lecturas, perspectivas, de las películas gringas que veían y las canciones de moda que cantaban. Pero el humor de Arundhati Roy, que puede ser negro o blanco o escatológico, siempre es un agradable aderezo que atempera las terribles, nauseabundas y purulentas historias que la novela implica y entreteje. Entre las sombrías y amargas historias podrían entresacarse y contarse las que giran en torno a la machista e inveterada vejación de la mujer hindú; por ejemplo, la historia que concierne a la intrigante y maléfica Bebé Kochamma; a Kochu Maria, la criada de toda la vida; a Mammachi, la madre de Ammu; y a la propia Ammu, a quien le tocan las piedras, golpes y condenas más humillantes, dolorosas y cruentas.
Aunado a su virtud lúdica y humorística y a su envolvente y magnética manera de narrar y urdir las historias y las anécdotas, Arundhati Roy, desde el inicio de El dios de las pequeñas cosas comienza a suscitar interrogantes, a articular el suspense alrededor de varios hechos terribles que tuvieron lugar durante aquellas dos semanas de diciembre de 1969. Es decir, casi al principio, en torno a la lejana y obligada separación de los gemelos de 7 años, del sepelio de Sophie Mol, la prima inglesa de casi 9 años que murió ahogada un día de los 15 días de diciembre de 1969, y de la visita después del entierro (donde estuvieron marginados) a la cárcel de Kottayam por parte de Ammu (con 27 años) y sus pequeños gemelos, para ver y declarar a favor de un tal Velutha, cosa que impide el jefe de la policía, quien además de insultarla, toquetearle los senos y llamarla puta y madre de hijos ilegítimos, comienzan a entreverse un puñado de historias atroces y terribles, cuyos meollos sólo se conocerán al término con todas sus minucias, pelos y señales.
Baste decir, para no desvelar el intríngulis, que Velutha, quien en diciembre de 1969 tenía 24 años, es un joven paraván, muy humilde; es decir, de una casta inferior que lo presenta ante la sociedad hindú como un intocable, un vil apestado. Pero que sin embargo, dada su habilidad manual, fue educado de niño por la propia Mammachi en una escuela de intocables (fundada por su suegro, un legendario patriarca de la Iglesia Ortodoxa Siria) donde aprendió la carpintería. Pero como además de la carpintería domina muchos oficios, es quien mantiene en funcionamiento la casa de Ayemenem y la maquinaria de la contigua fábrica de Conservas y Encurtidos Paraíso, fundada por Mammachi. La furtiva y clandestina relación erótica con que el intocable Velutha y Ammu se enredaron durante esos 15 días de diciembre de 1969, transgrede los tabúes más anquilosados, rancios y obtusos y por ende desencadena el odio y la violencia y los atavismos más siniestros y cruentos entre las respetables cabezas de la casa de Ayemenem (Bebé Kochamma, Mammachi y Chacko, hijo de ésta, graduado en Oxford), manchando, incluso, las manos de los pequeños gemelos Rahel y Estha. El padre de Velutha, un paraván supersticioso e imbuido por los atavismos que lo signan, se ofrece matar a hachazos nada menos que a su propio hijo. Pero es Bebé Kochamma, con sus intrigas e infundios, quien incita el encierro de Ammu en su recámara y la búsqueda de Velutha por parte de la policía de Kottayam, la cual, con su propia corrupción y odio a los intocables y con la difamatoria denuncia de por medio, asesina a Velutha a golpes y patadas, pero supuestamente con las manos limpias ante el statu quo.
Por si fuera poco, paralela a esa dramática y sangrienta historia de infausto amor, los pequeños gemelos viven su propio drama que conjugan con su inocencia y sus juegos e imaginación aventurera. Estha, después de la vomitiva experiencia al que lo sometió un pedófilo en el Cine Abhilash, en Cochín, cuando al inicio de esos fatídicos días de diciembre de 1969 fueron allá para recibir en el aeropuerto a Sophie Mol, hija de Chacko y de Margaret Kochamma, su ex mujer inglesa que vive en Londres, concluye, dentro de su fobia e ingenuidad, que “a cualquiera le puede pasar cualquier cosa” y que “es mejor estar preparado”. En este sentido, Estha se había propuesto cruzar el cercano río Meenachal y fundar una casa-refugio en la ruinosa casona que los gemelos imaginan que es la Casa de la Historia. Así, con Rahel de cómplice, quien siente que Ammu la quiere menos y tras recibir ambos una ráfaga de insultos de su madre y con Sophie Mol que se les une al juego del escape con el rollo de que con la ausencia de todos los niños serían más los remordimientos de los mayores, intentan, en la oscuridad de la noche, cruzar el río Meenachal con la pequeña barca que les arregló Velutha, su querido amigo, el intocable; pero la creciente de las aguas y su impericia ante el vuelco de la barquita, propicia que Sophie Mol se ahogue.
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Arundhati Roy |
La psicosis y el eterno silencio de Estha, el gemelo de 31 años, es uno de los interrogantes suscitados desde el inicio que nunca se desvela en los veintiún capítulos de El dios de las pequeñas cosas. Luego de los fatales sucesos de fines de 1969, Estha fue enviado a Calcuta, con su padre, un pillo alcohólico, quien por salvar su puesto en una plantación de té, intentó prostituir a Ammu con el administrador inglés de la empresa, cuando los gemelos eran muy pequeños y vivían en Assam. En Calcuta, Estha comenzó paulatinamente a desconectarse del entorno, a hundirse en el silencio y a obsesionarse por el orden y la limpieza. Se tiene noticia de las largas caminatas a las que se volvió aficionado; pero nunca se conoce, con precisión y detalles, el trasfondo que propició su mudez y demencia.
Y tampoco nunca se sabe qué ocurre después del vínculo incestuoso que une más a los gemelos de 31 años, mientras la tía abuela Bebé Kochamma, transformada, con Kochu Maria, en una ruinosa, sucia y patética teleadicta, los espía y espera el momento en que Rahel se lleve a Estha de su casa de Ayemenem, ahora un vejestorio mugriento y desvencijado, que para tal cosa la hizo venir a la India desde su nocturno, lejano y oscuro empleo en una gasolinera a las afueras de Washington, D.C.
Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas. Traducción del inglés al español de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro. Serie Panorama de narrativas núm. 392, Editorial Anagrama. Barcelona, 1998. 384 pp.