domingo, 25 de noviembre de 2012

El hombre que miraba pasar los trenes



               De cómo lo imposible salta de repente
                   los diques de la vida cotidiana

Los habitantes de Groninga (un pequeño puerto de Holanda) viven sujetos a rancias y apolilladas costumbres y atavismos conservadores, decimonónicos, católicos y moralistas. Allí opera la empresa naviera de Julius de Coster el Joven, que en Zoon es la principal, tanto en Groninga, como en toda la Frisia neerlandesa. El primer empleado y encargado es Kees Popinga, el protagonista de El hombre que miraba pasar los trenes, novela del legendario Georges Simenon (1903-1989), cuya primera edición en francés data de 1938.

Georges Simenon
(1903-1989)
     Kees Popinga, de 40 años, ostenta su flamante titulito de capitán de la Marina Mercante, pese a que nunca ha navegado como tal. Habla el holandés, el inglés, el francés y el alemán. Durante 16 años (siempre como lo dictan las buenas costumbres, la moral y las leyes) ha pretendido ser un buen esposo, un buen padre y un excelente trabajador. Bajo tales preceptos y prerrogativas siempre ha buscado elegir las cosas de mejor calidad: la mejor esposa, la mejor casa, el mejor barrio, la mejor estufa, la mejor bicicleta, los mejores hijos, los mejores puros, el mejor club de ajedrez. 
Pero el subrepticio y secreto meollo de toda esa carátula y maquillaje es que oculto en el rincón de una permanente abulia e incapaz de amar y comunicarse con nadie, siempre está tratando de convencerse a sí mismo de la excelencia de sus principios, de su buena conducta y de las cosas que obtiene con el sudor de su frente. 
Un día de diciembre, en medio de la atmósfera navideña, al ir al Wilhelmine Canal para verificar el cumplimiento de los suministros del Océano III, se encuentra con que ciertas provisiones no han sido entregadas. Con vergüenza y alarma ante lo que ocurre, busca a Julius de Coster. No lo halla en su casa, pero sí lo reconoce en el Petit Saint Georges, el más vergüning entre los vergünings, es decir, el cafetín de más baja estofa, al que ni el mismo Kees Popinga se atrevería a entrar. 
Julius de Coster el Joven se rasuró la barba (la más glacial de Groninga), viste otras ropas y en un atado esconde su clásica indumentaria negra, tan flemática y célebre, como sus andares y su sombrero negro, entre hongo y chistera. Ingiere ginebra e invita a Kees Popinga a que beba con él, mientras le confiesa que al día siguiente la empresa será declarada en quiebra fraudulenta y que a él lo buscará la policía, pero que antes de fugarse simulará un suicidio al lanzar su recurrente y reconocible atavío al Wilhelmine Canal. 
Julius de Coster el Joven le hace ver a Kees Popinga que siempre fue un empleado fiel, pero imbécil, al no percatarse de lo negro y sucio del negocio, cuya pestilencia y miasmas ya eran añejas. Más aún, le dice que el viejo de 83 años, su padre, el fundador de la empresa, hizo su rutilante fortuna traficando municiones estropeadas para la guerra de Transvaal, las cuales adquiría a bajo precio en Bélgica y Alemania. Julius le da a Kees 500 florines para que afronte el derrumbe (no podrá seguir pagando la casa ni el coste de su vida) y se despide al abordar, con boleto de tercera, uno de esos trenes nocturnos, sórdidos y silenciosos que tanto atraen y seducen a Kees Popinga.
     La inesperada revelación de Julius de Coster destapa la cloaca: ese establishment no es más que el disfraz y el maquillaje que camuflan el nauseabundo trasfondo de la “moral” burguesa que impera allí. “Tendré un nombre honorable, un estado civil indiscutible y formaré parte de esa categoría de personas que pueden permitírselo todo porque poseen dinero y cinismo”, apunta Kees Popinga en una carta, pensando en Julius de Coster el Joven, su arquetipo, el que siempre hizo lo que él siempre tuvo ganas de hacer: una empresa con rostro respetable y doble moral, al que si bien (es parte del síndrome) su esposa lo engañaba con uno de los dizque inmaculados miembros del club de ajedrez (precisamente desde una sacrosanta y honorable Nochebuena), Julius, en contra partida, acudía a una casa de citas y sostenía, en Groninga, a una bella bailarina de vestidos llamativos: la Pamela, a quien luego instaló en el Carlton, en Ámsterdam, donde además de ésta se daba el lujo de ver (al mismo tiempo) a otras “amigas”.
      La confesión de Julius de Coster el Joven y las circunstancias personales y psíquicas de Kees Popinga hacen mella. Opta por lo que siempre deseó: entre la mujer de Julius y la Pamela, se decide por ésta. Toma entonces un tren, que para él —que siempre se aburría de noche y en medio de la rutina y de la simulación doméstica de cada tarde—, al oírlos alejarse, le transmitían e impregnaban un dejo de angustia y nostalgia que le hacían pensar cosas viciosas y promiscuas en los oscuros compartimientos, pero también en los viajeros que se van para siempre y nunca regresan a lo insulso y vacuo de su gris y chata cotidianidad. 
Así, se dirige a Ámsterdam con la intención de ver y seducir a la Pamela; pero ésta se ríe de él y Kees la asesina, quizá sin proponérselo. Toma un tren nocturno y se marcha a París.
(Tusquets, México, 1993)
      A partir de su partida de Groninga y del súbito asesinato, Kees Popinga, que registra su itinerario en un cuadernillo, se convierte en un prófugo de la maleable y sobornable justicia, al que los periódicos amarillistas llaman el sátiro de Ámsterdam, loco y paranoico; pero también se convierte en un solitario que huye del Kees Popinga, “conservador” y “responsable” que, en el fondo, nunca quiso ser. 
Así, la novela de Georges Simenon tiene un matiz psicológico y psicótico. El lector asiste a las andanzas en París de Kees Popinga: restaurantes, brasseries, bistrots, boîtes, hoteles, prostitutas, calles, avenidas, sitios célebres como Montmartre y el río Sena; al instante en que conoce a Jeanne Rozier y al momento en que atenta contra ella; cuando conoce a Louis, el gigoló de ésta y jefe de la “banda Juvisy”, una pandilla de robacoches con la que Kees actúa; al taller de autos de Goin y su hermana Rose; a la partida de ajedrez contra dos estudiantes en la que Kees Popinga se dice a sí mismo que es un estratega y un campeón sin igual; a las cartas que le escribe al comisario Lucas y a otras que destina a los periódicos y en las que, según él, cuenta episodios de su vida y desmiente lo que se le atribuye. Pero sobre todo el lector asiste a su naufragio interior, a sus delirios megalómanos, a sus manías, fobias y antagonismos. 
En Groninga, su megalomanía se limitaba a proveerse del mejor aburguesamiento, según sus prejuicios y alcances. En París, en cambio, su delirio se exacerba y desborda. En sus notas del cuadernillo, en lo que escribe para los periódicos, en sus cavilaciones y contradicciones, afirma y da por hecho, que nadie es más fuerte e inteligente que él. Y ante el rastreo que encabeza el comisario Lucas, Kees Popinga supone que contra éste y contra el mundo, juega una especie de ajedrez, del que él, sin duda, es el mejor estratega y el mejor jugador. 
Sin embargo, sus propios actos empiezan a revelar que no pasa de ser un simple aficionado, un tipo perseguido y acosado por sus fobias y fantasías más íntimas, por sus propias trampas paranoides. Así, casi al final, luego de que un carterista famoso en toda Europa lo deja sin un franco, no se atreve a robar el dinero que necesita para sobrevivir y ni siquiera a sustraer la ropa de un clochard tirado en la calle, cosas que le hubieran servido para ocultarse por un tiempo; sin embargo, pese a sus delirantes vaivenes, en los que ya se aterra, ya se da ánimos, siempre supone que no pierde la partida. Y esto sigue suponiendo a pesar de que termina atrapado por la policía y luego en un manicomio parisino en el que lo manosean e interrogan y en el que más tarde lo exhiben ante un grupo de especialistas, mientras un siquiatra, que lo mueve y señala, dicta una conferencia como si se tratara de un estrambótico bicho, un conejillo de Indias o un monstruo de circo o de feria, quizá a imagen y semejanza del legendario y patético hombre elefante. 
Ya en Holanda, en otro manicomio, continúa sin decir una palabra sobre su caso, su dizque triunfo silencioso (cuasi síndrome de Bartleby el escribiente), que no es otra cosa que la mórbida obstinación, el rechazo y la fobia con que se niega a volver a ser el Kees Popinga, gris y conservador que siempre fue. 
Allí recibe las visitas de su mujer. Y dizque en un cuaderno se ha propuesto escribir “La verdad sobre el caso de Kees Popinga”, sus memorias, pero fuera del título no escribe nada (“preferiría no hacerlo”, podría decir). 
Tiempo después el siquiatra que lo atiende, al ver las páginas en blanco, parece preguntarle la razón de ello y Kees contesta: “No existe la verdad, ¿no le parece?” Respuesta que no riñe con los dobleces y equívocos de las distintas versiones de un mismo suceso o crimen, pues todo parece indicar que la verdad de un caso se escurre y esfuma entre las diferentes perspectivas y coartadas, todas convincentes o más o menos persuasivas, al parecer, precisamente como se plantea en Rashomon (1950), el célebre filme de Akira Kurosawa basado en dos narraciones de Ryunosuke Akutagawa: “En un bosque” y “El pórtico de Rashomon”.
Además de que la traducción al español de Emma Calatayud es verdaderamente amena, rítmica y envolvente y salpimentada de palabras en francés, cada uno de los doce capítulos de El hombre que miraba pasar los trenes, la novela de Georges Simenon, está precedido, en cursivas, por un cantarín, irónico y espléndido preludio de resonancias quijotescas; por ejemplo: “De cómo Julius de Coster se emborracha en el Petit Saint Georges y de cómo lo imposible salta de repente los diques de la vida cotidiana”; “De cómo Kees Popinga, pese a haber dormido del lado malo, se despertó de buen humor, y de cómo vaciló en escoger entre Eléonore o Pamela”; “De por qué no es lo mismo meter un alfil negro dentro de una taza de té que dentro de una jarra de cerveza”; y “De cómo Kees Popinga supo que un traje de vagabundo cuesta unos sesenta francos y de cómo prefirió quedarse desnudo”. 


Georges Simenon, El hombre que miraba pasar los trenes. Traducción del francés al español de Emma Calatayud. Colección Andanzas (200), Tusquets Editores. México, 1993. 232 pp.



miércoles, 14 de noviembre de 2012

El nombre de la rosa



Cada cosa/ Es infinitas cosas

El nombre de la rosa, la primera y voluminosa novela del celebérrimo semiótico Umberto Eco (Alessandria, Italia, enero 5 de 1932), apareció en italiano, en 1980, editado por Casa Editrice Vanlentino Bompiani & C.S.p.A. En este sentido, a estas alturas del siglo XXI y de su trascendencia global, resulta difícil no leer (o releer) la traducción al español (de Ricardo Pochtar) bajo la impronta de las poderosas imágenes cinematográficas del homónimo filme dirigido por Jean-Jacques Annaud (data de 1986), rodado a partir de la adaptación hecha por Gerard Brach, Umberto Eco, Andrew Birkin, Howard Franklin y Alain Godard. 
Fray Guillermo de Baskerville (Sean Connery) y Adso de Melk (Christian Slater)
El nombre de la rosa (1986)
Director: Jean-Jacques Annaud
Fray Guillermo de Baskerville (Sean Connery) y Adso de Melk (Christian Slater)
El nombre de la rosa (1986)
Director: Jean-Jacques Annaud
Es decir, difícil es adentrarse en las páginas de la novela sin evocar la atmósfera visual y la caracterización de Christian Slater en el papel del adolescente y novicio Adso de Melk y la de Sean Connery en el papel de fray Guillermo de Baskerville, el franciscano y ex inquisidor que arriba a la escarpada abadía benedictina del norte de Italia como consejero y teólogo del emperador Ludovico para participar en una “doble querella que oponía de una parte al emperador y al Papa, y de la otra al Papa y a los franciscanos”; quien durante esos siete días de finales de noviembre de 1327 se ve impelido a investigar una serie de crímenes y asesinatos de monjes, pesquisa que desemboca en la búsqueda y localización de un libro envenenado y en el descubrimiento de los entresijos y prejuicios de la mentalidad diabólica, atávica, obtusa, egocéntrica y maldita del anciano benedictino Jorge de Burgos, el ex bibliotecario ciego (que sigue siendo el mero bibliotecario), conocedor de los abismales secretos de la proscrita biblioteca, la más rica de la cristiandad de la época (que termina consumida por el fuego), cuya construcción es un laberinto poblado de espejos y de mortales trampas, que hacen pensar en las pesadillescas y laberínticas prisiones grabadas al aguafuerte por Giovanni Battista Piranesi (1720-1778), y por antonomasia (y por la aliteración) en Jorge Luis Borges (1899-1986), arquetipo de bibliotecario ciego, entre cuyos temas recurrentes descuellan el espejo y el laberinto, uno de los cuales es la biblioteca infinita de “La biblioteca de Babel” (entre cuyas galerías hexagonales abundan los espejos, las escaleras en espiral y las mortales trampas), cuento incluido en El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, 1941) y luego en Ficciones (Sur, 1944).   
De la serie de aguafuertes Carceri d'Invenzione (c. 1745-1761)
Autor: Giovanni Battista Piranesi (1720-1778)
De la serie de aguafuertes Carceri d'Invenzione (c. 1745-1761)
Autor: Giovanni Battista Piranesi (1720-1778)
Pero en ese deambular por “las galerías y los palacios de la memoria [los libros de la biblioteca], como San Agustín escribió”, Borges también sintió (más de una vez) la gravitación de la rosa, según lo implica el título de su poemario La rosa profunda (Emecé, 1975) y el sentido del poema que lo cierra: “The unending rose” (“La eterna rosa”). “La rosa”, poema de su primer poemario: Fervor de Buenos Aires (Edición de autor, 1923), cuyos versos: “la rosa que resurge de la tenue/ ceniza por el arte de la alquimia”, prefiguran “La rosa de Paracelso”, cuento compilado póstumamente en La memoria de Shakespeare, libro del tomo II de sus Obras completas (Emecé, 1989). “Una rosa amarilla”, poema en prosa de El hacedor (Emecé, 1960). “Una rosa y Milton”, soneto de El otro, el mismo, poemario incluido en el volumen Obra poética 1923-1964 (Emecé, 1964). Y un espléndido y enigmático fragmento que se lee en el prefacio a su Biblioteca personal: 
“Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo [‘que otros llaman la Biblioteca’], hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. La rosa es sin por qué, dijo Ángelus Silesius; siglos después, Whistler declararía El arte sucede.” 
Borges recibiendo una rosa de oro (peso: medio kilo)
("homenaje a la sabiduría")
Universidad de Palermo, Sicilia (1984)
Y en “El golem”, poema de El otro, el mismo, en cuya cuarteta inicial se lee: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ El nombre es arquetipo de la cosa,/ En las letras de rosa está la rosa,/ Y todo el Nilo en la palabra Nilo.” No deja de estar parafraseada y cifrada la novela de Umberto Eco, no obstante la puntualización hecha por éste en sus Apostillas a “El nombre de la rosa” (Lumen, 1986): “Desde que escribí El nombre de la rosa recibo muchas cartas de lectores que preguntan cuál es el significado del hexámetro latino final, y por qué el título inspirado en él. Contesto que se trata de un verso extraído del De contemptu mundi de Bernardo Morliacense, un benedictino del siglo XII que compuso variaciones sobre el tema del ubi sunt (del que derivaría el mais où sont les neiges d’antan de Villon), salvo que al topos habitual (los grandes de antaño, las ciudades famosas, las bellas princesas, todo lo traga la nada) Bernardo añade la idea de que de todo eso que desaparece sólo nos quedan meros nombres. Recuerdo que Abelardo se servía del enunciado nulla rosa est para mostrar que el lenguaje puede hablar tanto de las cosas desparecidas como de las inexistentes. Y ahora que el lector extraiga sus propias conclusiones.”  
Como se recordará, el anciano Adso (en el frío monasterio de Melk, octogenario y con las lentes que otrora fueron de fray Guillermo de Baskerville), termina así el manuscrito de los sucesos que durante esos siete días de finales de noviembre de 1327 le ocurrieron de jovencito en la siniestra abadía: “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.” Verso latino del que Tomás de la Ascensión Recio García aventura y comenta en la nota correspondiente de su “Traducción y breve comentario de los textos latinos que aparecen en El nombre de la rosa de Umberto Eco”: 
   “Ultima frase del libro: ‘permanece la primitiva rosa de nombre, conservamos nombres desnudos’, o ‘de la primitiva rosa sólo nos queda el nombre, conservamos nombres desnudos [o sin realidad]’, o ‘la rosa primigenia existe en cuanto al nombre, sólo poseemos simples nombres’.
“Respecto al último texto latino que aparece en El nombre de la rosa, del que ofrecemos varias y parecidas traducciones, podíamos remitirnos a la interpretación que el mismo autor hace del hexámetro latino en su Apostillas a ‘El nombre de la rosa’.
“Allí nos asegura que es un verso (por cierto holodactílico o compuesto todo él por pies dáctilos, como todos los del larguísimo poema, extraído de la obra De contemptu mundi (‘Del desprecio del mundo’), del monje benedictino del siglo XII, Bernardo Morliacense, o de Cluny.
“Añade Eco que el citado monje compuso variaciones sobre el tema del Ubi sunt? (‘En dónde están?’). Debe entenderse: la gloria, la belleza, la juventud, etc., salvo al topos [o lugar o tema], habitual, Bernardo añade la idea de que de todo eso que desaparece, sólo nos quedan meros nombres, es decir:
“DE LA ROSA NOS QUEDA UNICAMENTE EL NOMBRE”. 
(Editorial Lumen. 2ª reimpresión de la 3ª edición mexicana, 2001)
Si en 1982, cuando Editorial Lumen publicó la traducción al español de El nombre de la rosa que hizo Ricardo Pochtar (número 148 de la serie Palabra en el tiempo) el lector no contaba con la traducción de las palabras y textos latinos, ahora las últimas reediciones, después del texto de la novela, incluyen las susodichas traducciones y comentarios de las palabras y textos latinos que para la misma realizó Tomás de la Ascensión Recio García, más el ensayo de Umberto Eco: Apostillas a ‘El nombre de la rosa’, que había sido coeditado en forma de libro por Lumen y Ediciones de la Flor.  
Umberto Eco
No es fácil ser un políglota y un medievalista, un erudito conocedor de la historia, de la cultura y de los textos del Medioevo. Es decir, para los simples mortales del idioma español no es nada sencillo desentrañar todo el intricado bagaje de novela histórica que también posee El nombre de la rosa. Sin embargo, es una obra amena, a la que no es difícil hincarle el diente y disfrutar así los vericuetos de la indagación detectivesca, el suspense, las mil y una digresiones, y la corrosiva crítica a la atomizada, conflictiva, beligerante y sanguinaria corrupción y decadencia de la Iglesia católica de entonces. 

Umberto Eco, El nombre de la rosa. Traducción del italiano al español de Ricardo Pochtar. “Traducción y breve comentario de los textos latinos que aparecen en El nombre de la rosa de Umberto Eco”, de Tomás de la Ascensión Recio García. Apostillas a ‘El nombre de la rosa’, de Umberto Eco. Serie Palabra Seis/Narrativa (2), Editorial Lumen. 2ª reimpresión de la 3ª edición en México. México, 2001. 672 pp. 


     Enlace a un fragmento del filme El nombre de la rosa (1986)
http://www.youtube.com/watch?v=CU-bTRWt5QU


martes, 13 de noviembre de 2012

El pasajero clandestino



Los hombres se detestan en todas partes

El 20 de abril de 1947, en Coral Sands, Bradenton Beach, Florida, Georges Simenon (1903-1989) terminó de escribir en francés El pasajero clandestino, una novela de intriga y suspense, cuyo título alude al polizón que a bordo del Aramis viaja de Panamá a Tahití. 

Georges Simenon
(1903-1989)
En esta novela de Georges Simenon se observan dos grandes jornadas: lo que ocurre durante los 18 días que dura la travesía de Panamá a Tahití y lo que sucede en la isla durante un poco más de 22 días, que es el lapso en que el Aramis, después de arribar a las Nuevas Hébridas, vuelve a detenerse en Papeete, la capital de Tahití.
  No extraña que el mallorquín Agustí Villaronga haya dirigido un filme basado en El pasajero clandestino (data de 1995). Escrita con notables virtudes para pergeñar la trama, la tensión, el giro sorpresivo y los trasfondos psicológicos de los personajes, la novela de Georges Simenon, en sí, parece una película en cámara lenta, es decir, abunda en descripciones, planos, gags e intríngulis cinematográficos. El narrador así lo dispuso. De ahí que al inicio, a manera de guiño, se lea que el alumbrado del puerto panameño “desde lejos daba la impresión de un plató de cine”; que a lo largo de las páginas los nativos de la isla (e incluso los extranjeros anegados allí), llevando y trayendo chismes, miren (divertidos, maliciosos) lo que ocurre entre los europeos y los gringos como si vieran una película de nunca acabar, cuyos incidentes varían y se renuevan con los especímenes que cíclicamente desembarcan en Papeete. A esto se agrega, además, el relevante hecho de que el padre de uno de los personajes haya sido el magnate más poderoso de la industria cinematográfica de Inglaterra.
       Entre la fauna que viaja en el Aramis destaca el mayor Owen, el protagonista, un inglés sesentón, de finos y seductores modales, cuyo medio natural no es ese barco repleto de burócratas y comerciantes, sino los grandes transatlánticos y las exclusivas salas de juego de Europa y Panamá. Otro es Alfred Mougins, un vulgar francés con pose de gángster de los duros, de matón de cine negro, el cual, con irónicas miradas, inicia una querella con el mayor Owen. Y desde luego el misterioso polizón, quien más tarde, ya en la isla, resulta ser una bailarina de nightclubs y ex amante de René Maréchal, el bastardo heredero de la fortuna del susodicho magnate de la industria cinematográfica, quien al momento de arribar el Aramis se halla a bordo del Astrolabe haciendo un recorrido por los archipiélagos circundantes; así, no regresará a Tahití hasta dentro de 15 o 30 días. Es decir, el mayor Owen, Alfred Mougins y la bailarina —por separado— leyeron un anuncio en un diario inglés donde se dice que se requiere que el hijo bastardo se presente en una notaría de Londres para reclamar la fortuna que le heredó su padre. En este sentido, la bailarina y Alfred Mougins se asocian y le disputan al mayor Owen el probable beneficio de tal capital.
      Uno de los cáusticos ingredientes de esta novela de Georges Simenon es la misantropía que oscila y repta entre ciertos personajes. Mac Lean, ex jockey, dueño y oficiante del English Bar —quien es, no sólo para el mayor Owen, una especie de jefe de su propia agencia de espionaje e información sobre todo lo que ocurre y ocurrirá entre los habitantes de la isla— al chismorrearle de sus parroquianos (europeos caídos en ese gris y fétido marasmo de rutinas y habladurías), le dice que “todos se detestan” (pero se ven y conviven cotidianamente). Así, si “los hombres se detestan en todas partes”, tal ubicuo e inequívoco síndrome también define y caracteriza a los europeos que viven tierra adentro en “verdaderos cottages ingleses”, islas o pedazos de soledad para apartarse del orbe, no verse nunca (pese a la proximidad y a su escaso número), ni pisar Papeete por más de seis meses.
       Otro corrosivo rasgo, chorreando de perversidad y malicia, también lo encarnan los blancos venidos de Europa, cuya “mayor distracción, la de todos los días, la de todas las noches”, es beber, manosear y fornicar la carne morena de las hetairas maoríes, muchas de ellas sifilíticas. 
(Tusquets, Barcelona, 1995)
El Moana y el La Fayette, los prostíbulos cercanos (que hacen de Tahití un exótico burdel), se llenan con los principales de Papeete, entre ellos el gobernador, el jefe del gabinete de éste, el administrador de las colonias y el flemático inspector de éstas, enviado desde Francia para dizque “descubrir los abusos de sus administradores”, pero que sin embargo libertinamente se deja “ensuciar por ellos en medio de carcajadas”.
      Así, en esa mórbida y pestilente atmósfera en la que no es difícil empantanarse y extraviar la cordura, no sorprende que desfilen sórdidos gusarapos con porcina doble identidad (prototipos de pasajeros clandestinos entre los clandestinos de toda laya): imagen de persona honrada y un pestilente pillo por dentro. Tales son los casos de los funcionarios europeos o el de Georges Masson, un francés repleto de billetes al que no mucho después de su llegada a Papeete nombran secretario del juzgado; pero luego de dos años de tejemanejes se descubre que el tribunal del Sena lo había condenado “a tres años de prisión por estafa, falsificación y uso de documentos falsos”. O el caso del mayor Owen, un hábil tahúr sin dinero, con facha de dandy, “digno” y “majestuoso”, y con cuyos hipócritas modales, imagen y conducta hace creer a todo el mundo que es un ricachón que vive de sus rentas; el cual, pese a sus frustradas intenciones de capitalizar su feliz retiro con la herencia del bastardo René Maréchal, resulta un santurrón, un buenazo envejecido y alcohólico que decide hundirse allí y de una vez por todas, siempre y cuando sus dos testigos y cómplices (el ex jockey y el doctor Bénédic) le permitan “ganarse” la vida entre los torpes miembros del Yacht Club.
       Alfred Mougins, por su parte, quien no oculta lo vil y sus andanzas en los bajos fondos, da visos de pestes no menos miserables, cuando se dice duro, mafioso, asesino e impune, es decir, protegido por el hecho de que “en Panamá, como en otros lugares, hay asuntos en los que la policía sabe muy bien que no tiene que meter las narices”. Es por esto, luego de ciertos devaneos, que el mayor Owen, en su disputa por la fortuna de René Maréchal, colige que quizá Moungis mate a Maréchal con el fin de hacerse pasar por éste y reclamar la herencia.   
       Mas en contraste con las sórdidas villanías que tipifican al depredador ser humano que infesta la aldea global, la novela de Georges Simenon implica un sesgo idealista y romántico representado por Robert Louis Stevenson, el novelesco autor de La isla del tesoro y legendario tusitala, quien quiso y defendió a los nativos de la ínsula, amén de quedarse a vivir allí, y de quien se conserva, como reliquia, una copa de plata en la que bebió y rubricó el afecto que tuvo por los maoríes. 
En este sentido, descuella la visión onírica, glorificante, ante cuyos atisbos y efluvios el mayor Owen se siente impuro y asocia el remoto recuerdo de una evanescente abadía, un sitio donde “hubiese querido no moverse más, quedarse allí para siempre”. 
Es decir, además de tal aura que rodea la presencia, los actos, los objetos y las litúrgicas palabras de cierto pastor metodista, resulta que el bastardo René Maréchal, el heredero de una de las fortunas más grandes de Europa, se ha integrado a una comunidad indígena, pesca con arpón con la habilidad de un rupestre nativo, y sus muebles y su casa de madera (incluso con chimenea), cuyo barnizado interior hacía pensar “en el camarote de un antiguo barco”, se deben al trabajo de sus propias manos, y recién se ha casado con una Venus maorí, hermosa y sana: la hija del pastor metodista, religión que ahora es la suya. 
Así, cuando recibe la noticia de la inmensa herencia, no le es difícil desdeñar esa rutilante fortuna, darle la espalda a Europa, y quedarse para siempre en ese exótico Paraíso signado por el amor, la armonía, el trabajo manual y la fe religiosa; un ideal paraje casi de la Edad de Oro, edénico, donde los nativos ríen como inocentes salvajes, donde andan semidesnudos o se desnudan y chapotean y revolotean a imagen y semejanza de alados angelitos mofletudos por siempre jamás.

Georges Simenon, El pasajero clandestino. Traducción del francés al español de Carlos Pujol. Colección Andanzas (248), Tusquets Editores. Barcelona, 1995. 200 pp.


miércoles, 7 de noviembre de 2012

Una avanzada de progreso



Donde duermen las hormigas burras

Una avanzada del progreso denota el indeleble espíritu aventurero, entomólogo y explorador de Joseph Conrad (1857-1924), granjeado en 20 años de vida marítima (entre 1874 y 1894). Se dice que en 1890, Conrad “mandó un vapor fluvial en el Congo”. Tal vez esa empresa incidió en Una avanzada del progreso; sin embargo, en su ideario e imaginación no se pueden excluir sus otros viajes, puesto que la crítica al mito de la superioridad de la civilización europea, implica los atavismos y los prejuicios morales y racistas de todos los países coloniales expoliando sin escrúpulos un mundo salvaje y menos desarrollado.
(Alianza/CONACULTA, México, 1993)
      El relato se remite al centro y corazón de África. Allí, en un lugar perdido en lo profundo de la selva, la Gran Compañía Civilizadora (de un país europeo cuyo nombre no se menciona, dado que puede de ser Francia, Inglaterra o cualquier otro) ha erigido una factoría, una barraca de cañas frente a un río, un diminuto punto entre muchos. 
Los responsables son dos insectos blancos recién desembarcados: Kayerts y Carlier, más un negro: Makola, el tercero de a bordo, y diez ejemplares de una tribu guerrera, tan ineptos para cortar hierba, construir cercas o un embarcadero, sembrar una huerta o talar árboles, como son el par de blancos. El director de la Compañía Civilizadora, mientras se aleja en el vapor, luego de otorgarles sus ridículos nombramientos (Kayerts: “jefe” y Carlier: “ayudante”), con su incisivo ojo clínico piensa que semejantes especímenes no harán nada, que en ese río la factoría es inútil, “¡y esos dos encajan perfectamente en ella!”
Kayerts dejó su empleo en la Administración de Telégrafos, a la que sirvió durante 17 años, con el ingenuo fin de conseguir una dote para su hija Melie. Carlier es un desertor de un ejército mercenario, un pillo que “se vio obligado a aceptar aquel medio de vida tan pronto como quedó claro que nada más podía sacar a sus parientes”. Ambos creen que se trata de una especie de picnic, de sentarse, rascarse las pelotas y apilar el marfil que les lleven los fétidos salvajes. 
Puntilloso y humorístico, Joseph Conrad dibuja, reflexiona y expone el drama del par de supuestos “civilizados”: su incapacidad para trabajar, explorar y conocer no sólo la exuberante naturaleza, sino también las lenguas, las costumbres, los ritos y el pensamiento mítico y mágico de las tribus que los rodean. Ciegos ante el entorno, no hacen nada. Castran sin misericordia al dios Cronos. 
Entre los restos dejados por el predecesor, hallan algunos libros rotos, unos desechos de novelas que nunca habían leído. Así, intiman con Richelieu y D’Artagnan, Ojo de Halcón y Papá Goriot. Hay también algunos diarios de la metrópoli. En uno figura el artículo “Nuestra expansión colonial”. Allí leen sobre “los derechos y deberes de la civilización”, sobre “los méritos de los hombres que iban por el mundo llevando la luz, la fe y el comercio hasta los más oscuros rincones de la tierra”. Y los muy fodongos, viéndose y olisqueándose el ombligo, se imaginan en el papel de los fundadores de la futura civilización, quizá sus nombres grabados en oro en la entrada de la urbe y leídos por las bobaliconas multitudes: Carlier y Kayerts: “los primeros hombres civilizados que vivieron en este lugar”. 
Y si por antonomasia las tribus del África negra adoran fetiches, tótems y otros diabólicos menjurjes a veces chorreantes de antropofagia, en la parodia e ironía del relato de Conrad, los blancos llaman fetiche al almacén de cada factoría, “tal vez porque en él residía el espíritu de la civilización”, corporificado en el marfil que allí acumulan, la valiosa razón de cada factoría, que se traduce en dinero contante y sonante, el fetiche que adoran y buscan los “civilizados”, dispuestos a ser más salvajes y caníbales que los propios salvajes y caníbales, si es que algo se interpone en su predador camino; pero también lo nombran fetiche como una burla frente al fetichismo e ingenuidad de los nativos, puesto que allí los blancos guardan los cachivaches y los trapos con que cierran los ventajosos “negocios” con los no siempre buenos e inocentes salvajes.
Joseph Conrad
       Sólo bastan un poco más de seis meses para que los blancos “civilizados” y egocéntricos, por ignorantes, sucumban. Sometidos a una dieta infame: arroz hervido sin sal y café sin azúcar, Joseph Conrad narra el clímax de su derrumbe con excelente comicidad escénica. Carlier, con fiebre y desesperado (allí las fiebres son mortales), agita y exacerba a su salvaje interior, una caricatura de los traficantes de esclavos que infestan esos lares. Exige que su café sea endulzado con uno de los 15 terrones de azúcar que Kayerts guarda junto con media botella de coñac, dizque para los enfermos. Se desencadena la risible, ridícula y dramática persecución: Carlier corretea a Kayerts, quien también sufre con sus piernas hinchadas. Dan varias vueltas a “la casa de Makola, la tienda, el río, el barranco y el monte bajo”. Un hilarante gag que el cine mudo, con Charles Chaplin a la cabeza, no ignoró y que ha sido repetido y explotado hasta el hartazgo por todo tipo de dibujos animados y comedias fílmicas. 
  De pronto, chocan violentamente uno contra el otro y se oye un disparo. Kayerts cree que Carlier lo mató, pero éste fue el que recibió el imprudente balazo. Kayerts, profundamente deprimido, sentado en un sillón pasa la noche en vela junto al cuerpo de Carlier. Hace un balance de su mísera vida y de los últimos misérrimos hechos. Y por un momento, como ocurre en el célebre “Sueño de la mariposa” de Chuang-Tzu (“Chuang-Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”), se imagina que él es el muerto y Carlier el vivo, “de tal forma que en pocos instantes ya no supo quién estaba muerto y quién estaba vivo”, y tuvo que hacer un esfuerzo mental para no perderse y recuperase a sí mismo. 
Sin embargo, cuando al amanecer Kayerts oye el silbato del vapor de la Compañía Civilizadora, el llamado del progreso, de la “civilización” europea que lo invoca para que “volviera a aquel montón de basura que había dejado atrás, para que se hiciera justicia”, en vez de ir, se cuelga de la cruz, otro indiscutible signo y fetiche (no siempre espiritual e innumerables veces sanguinolento, represor, terrorista y genocida) de la avanzada “civilizadora”.
       El negro Makola tiene lo suyo: chapurrea el inglés y el francés y algunos dialectos y lenguas nativas; no es analfabeta, sabe algo de contabilidad y sostiene un tendajón. Es el tipo ideal para encargarse de la factoría, pero es negro y esto impide su nombramiento. 
  No obstante, así como mantuvo la factoría al morir el fundador, él es quien resuelve los problemas. Discute con las tribus el precio del marfil. Ante lo incierto y sin decir nada a los blancos, acuerda, con un grupo de traficantes y negreros negros, el intercambio de los diez inútiles guerreros, por varios flamantes colmillos. Y al ser evidente que Kayerts mató a Carlier, para salvar al viejo barrigudo de la ignominia y quizá del castigo carcelario, había dictaminado: “Murió de fiebre”, “Lo enterraremos mañana”.


Joseph Conrad, Una avanzada del progreso. Traducción del inglés al español de Javier Alfaya y Bárbara MacShane. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, 1993. 64.





lunes, 5 de noviembre de 2012

El hablador



El canto de Tasurinchi-Gregorio

Si en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977), en ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, 1986) y en La Chunga (Seix Barral, 1986) —a través del personaje Lituma—, el lector veía que la impronta de “los inconquistables” —gestados en La Casa Verde (Seix Barral, 1966)— insistía en no abandonar la imaginación de Mario Vargas Llosa, en El hablador (Seix Barral, 1987) no son los fantasmas de Piura los que lo asaltan, sino, en cierto modo, los chunchos semicalatos de la selva de la Amazonía, el otro polo geográfico de La Casa Verde.
       En el memorioso y autobiográfico strip-tease Historia secreta de una novela (Seix Barral, 1971), Mario Vargas Llosa cuenta las vicisitudes y las anécdotas que vivió en Piura, entre los 9 y los 10 años de edad, y las que le ocurrieron en el inesperado viaje por la Amazonía que hizo en 1958, poco antes de partir a Madrid para estudiar su doctorado, experiencias que le dieron pie para la elaboración del magistral e intrincado alarde técnico, experimental e imaginativo que es La Casa Verde, la sublimación, dice, de su frustrado anhelo de escribir una quijotesca novela de caballerías.
(Seix Barral, México, 1988)
       En El hablador, como en La tía Julia y el escribidor y en Historia de Mayta (Seix Barral, 1984), figura una voz narrativa con claras y lúdicas alusiones autobiográficas. En este sentido, el peruano vuelve a contar lo que narró en Historia secreta de una novela: que estudió en la Universidad de San Marcos, en Lima; que realizó el viaje por la Amazonía a través de la mediación de Rosita Corpancho y que fue compañero de viaje del antropólogo mexicano Juan Comas y del peruano Matos Mar. Pero aunque lo refiere, ya no se detiene ni se adentra en Santa María de Nieva, ni en Urakusa, ni en Jum, ni en Tushía (o Fushía), ni incursiona en las comunidades aguarunas, huambisas y shapras, ni en el curso y los recodos del Río Marañón, sino que se desplaza a un sitio del que no se ocupó en La Casa Verde: las selvas del Alto Urubamba y de Madre de Dios, donde se asientan los indígenas machiguengas.
       El hablador observa un procedimiento narrativo semejante al de La tía Julia y el escribidor. En ésta, los radioteatros que escribe Pedro Camacho se hallan intercalados entre los incidentes laborales, estudiantiles, amorosos, familiares y aventureros del joven Varguitas. En El hablador, los mitos y fábulas que narra el cuentero trashumante están intercalados entre los recuerdos y reflexiones del novelista ubicado en Firenze, Italia, en 1985.
      El hablador empieza cuando el peruano, en la mencionada ciudad italiana, dispuesto a “leer a Dante y Machiavelli y ver pintura renacentista durante un par de meses, en irreductible soledad”, entra a una galería y descubre un conjunto de fotos que reproducen a los machiguengas y, en especial, una imagen que muestra a un grupo sentado y absorto alrededor de un hombre gesticulante. A partir de esto, la obra se desarrolla en dos vertientes. 
      Una tiene que ver con el pensamiento crítico del autor; comprende tanto sus conjeturas, las reminiscencias en torno a su paso por la Universidad de San Marcos, las conversaciones y andanzas que sostuvo y compartió con su condiscípulo Raúl Zuratas, su viaje de 1958 por la Amazonía, así como su regreso, en 1981, a los lugares machiguengas, cuando trabajó para la televisión peruana durante seis meses en los que hizo el programa La Torre de Babel
Mario Vargas Llosa
       La otra son los cuentos y la manera de contar de un hablador errante. Se supone que lo que narra está basado en mitos, canciones y tradiciones machiguengas. Sin embargo, no se trata de una reconstrucción etnográfica al pie de la letra; considerarlo así sería un error. La mitología dualista, el génesis cosmogónico, el planteamiento mágico-religioso, translucen cierta ineludible occidentalización (paralelos y coincidencias con el judeocristianismo). Esto, no sólo porque se trata de una novela contemporánea, sino también porque se supone que se trasladan narraciones de carácter oral preservadas en machiguenga, fácilmente mistificadas en su antiguo y largo itinerario de boca en boca, como por su traducción al castellano hablado y escrito, consecuencia y sincretismo de los choques y mezclas culturales que han suscitado los distintos tiempos históricos en su transformación, declive y aniquilamiento.
      El ensamblaje de estas dos vertientes tiene su punto de partida (y término) en la conversión de Raúl Zuratas en un machiguenga e itinerante contador de historias. Y ante las extraordinaria belleza y poesía fantástica de los mitos y fábulas que cuenta, no se escamotea el meollo polémico, ineludible, real en la “civilización” occidental, particularmente en el Perú, sino que se aborda en las interacciones de los indígenas con los viracochas (los blancos), en las cavilaciones del novelista, y en las polémicas con Raúl Zuratas cuando era un etnógrafo recién formado que se contraponía al papel que juega un especialista de esta rama en el proceso de aculturación modernizadora que, por medio de él, también instrumentan, infiltran e inoculan los urbanos centros de poder. 
   En este sentido, hay un significativo contraste entre los machiguengas nómadas e inasibles de 1958, asediados por los lingüistas-misioneros del Instituto Lingüístico de Verano, y las primeras poblaciones machiguengas que se encuentra el novelista, en 1981, con silabario, traducción de la Biblia, cacique evangelista y comercio con dinero.
      Mario Vargas Llosa coloca el flamígero dedo en la supurante llaga: la destrucción paulatina de la cultura machiguenga es una parábola sobre el exterminio de los grupos indígenas que sobreviven y subsisten, pese al neocoloniaje, en ciertas históricas zonas de Latinoamérica. El lector lo observa apasionado por la sabiduría y relación hombre-naturaleza, pero crítico en sus carencias, lacras, rezago y salvajismo. Al mismo tiempo cuestiona tanto las fantasías de los antropólogos químicamente puritanoides que pugnan porque las culturas indígenas sean intocables por respeto y para corporifiquen y acuñen la reservación e invernadero que permita acuciosos estudios, como las posturas de los antropólogos integracionistas que, en su afán de “civilizar” para que así defiendan y preserven sus atributos étnicos y se engranen a la economía del país y del orbe, propician y alientan el sometimiento, la marginación, la pobreza, el atraso y la pérdida de su raza y cultura.
       Pero no menos trágicas que tal complejo meollo resultan las condiciones geopolíticas y socioeconómicas que vive el Perú en esas latitudes. El Alto Urubamba y Madre de Dios son regiones diezmadas por los incas desde antes de la Colonia; las sangrías del caucho, de las maderas y del oro, son vestigios de un pasado inmediato que se torna no tan ingenuo, tal y como se convierten las figuras escuálidas de los misioneros católicos, mientras la necedad de los gringos lingüistas es tan hostil y predadora como inequívocamente resultan los cruentos tejemanejes de los traficantes de coca, de los guerrilleros y del ejército (aunque estos últimos tres grupos al narrador le resultan más atroces que los propósitos neocoloniales de los misioneros-lingüistas, a los que ve con un pie en el avión dispuestos a irse a su país si siguen los balazos y los muertos). Y sobre estos asuntos pudiera acuñarse otra novela, pero Mario Vargas Llosa los deja en su clima controvertido, candente y beligerante, como es también la adulteración de ritos y ceremonias paganas en pantomimas para turistas.


Mario Vargas Llosa, El hablador. Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, enero de 1988. 240 pp.







martes, 30 de octubre de 2012

Piedras para Ibarra



Estoy fuera de ti y a un tiempo dentro

(Vuelta, 1988)
Como una especie de búsqueda inconsciente del Paraíso perdido que más o menos trastoca el consabido y legendario pragmatismo del gringo promedio y el tipificado modo de vida norteamericano, en Piedras para Ibarra —novela de Harriet Doerr (abril 8 de 1910-noviembre 24 de 2002) cuya primera edición en inglés data de 1984, traducida al español por Juan Almela (seudónimo del poeta Gerardo Deniz) para la extinta Editorial Vuelta—, un matrimonio estadounidense, recuperando el espíritu aventurero y colonizador de sus ancestros, llega y se instala en Ibarra, un caserío semidesértico, casi despoblado y abandonado en las montañas del territorio mexicano, donde otrora, cincuenta años antes, el abuelo de él y su familia gozaron la explotación y la bonanza de la mina La Malagueña, hasta que la inestabilidad y el sangriento peligro que suscitó la Revolución de 1910 puso término a la empresa, obligándolos a abandonar la propiedad.
Cuando Piedras para Ibarra da inicio, el lector se entera que ya todo concluyó; es decir, que la estancia de Sara y Richard, el matrimonio gringo, pertenece al pasado y por ende lo que leerá es precisamente lo que ocurrió allí durante tal período. En este sentido, se trata de una novela evocativa, de un puñado de recuerdos que la obra conjunta y acomoda. Esto implica el título y lo que se apunta en las páginas finales: después de fallecido su esposo, mientras Sara está recogiendo sus cosas y haciendo los preparativos para marcharse a su país, observa que cuando en un sitio ha ocurrido un accidente (tardó muchísimo en advertirlo), los lugareños, al pasar por allí, recuerdan a los muertos y colocan piedras formando montículos (no se mencionan cruces ni veladoras ni flores de cempasúchil). Las evocaciones (la novela en sí) son entonces los pedruscos que la memoria de Sara amolda y deja al caminar y pasar nuevamente por los espacios e instantes que habitó en Ibarra o de los cuales tuvo noticia. 
Piedras para Ibarra está contada por una voz narrativa omnisciente y ubicua emitida a través de una percepción y sensibilidad femenina. En primer lugar, al trazar los personajes y los hechos que se establecen entre ellos (creando así los rasgos que dibujan la cotidianidad del pueblo), hay un dejo implícito que denota y transluce a la mujer que los ve y piensa; en segundo lugar, la escritura está más inclinada hacia el mundo interior y exterior de Sara, que hacia el de Richard.
Harriet Doer (1910-2002)
Foto: Anacleto Rapping
La novela se desglosa en 18 capítulos que oscilan entre la vida casera del matrimonio (cuyo punto neurálgico es la leucemia de Richard que tratan de ocultar a los vecinos del pueblo), algunas alusiones (e incursiones) breves al orbe que se dejó en San Francisco, California, y, en mayor medida, el relato de diversos hechos acaecidos alrededor de varios personajes. Al cobrar estos cierta relevancia, conforman la visión superficial y fragmentaria de un extranjero, el anecdotario que registra la manera en que se observa la vida y los rasgos de un caserío confinado a su miseria y rezago social, político y económico, y a sus creencias y costumbres religiosas y paganas; y como complemento ineludible, dado el carácter subjetivo de lo que se aprecia y asienta, se anota y trasmina el modo en que el extraño, aun siendo aceptado, se mantiene ajeno y distante de la comarca que lo circunda.
La mirada del extranjero carece, en consecuencia, de una intuición y olfato antropológico o etnográfico, del que se compenetra y explora en la etnia para auscultar, entender e imprimir radiografías. Tiene el buen trato y el sentido común de cierto conquistador, del adinerado que busca modernizar e introducir su técnica y sus conocimientos a favor de su propio ideario y beneficio pecuniario. Su curiosidad es la del que llega en shorts y con la cámara fotográfica de las palabras para registrar la “estética de la pobreza”, las singularidades crueles y cruentas, el abandono, el aislamiento y las supersticiones. Observa con simpatía, retoca, pero sus retratos no son analíticos ni críticos, sino pintorescos y folcloristas. No hace una intromisión en el ser que lo recibe, en su otredad. No comprende ni se sumerge en su infierno ni en su dulzura ni en su cosmogonía ni en su esperanza ni en su resignación. Todo lo ve por fuera, a priori; e incluso a veces se burla o rechaza expresiones y comportamientos con el típico raciocinio, insensibilidad y escepticismo que hacen del individuo moderno un estereotipo común y corriente, un hombre masa (dizque globalizado) a merced de la manipulación industrial de las conciencias (diría Hans Magnus Enzensberger), aislado y maquillado con el solipsismo que caracteriza las contradicciones de su edad histórica y el basamento de su idiosincrasia occidental.
No obstante, Piedras para Ibarra tampoco incluye el panorama intrínseco de Sara (y mucho menos el de Richard). Existen contrapuntos que contrastan sus diferencias y antagonismos con los naturales del lugar, y que aluden hábitos, vivencias, comentarios, e interacciones entre ellos, y entre éstos y los pobladores y ciertos visitantes; pero nunca la narración se adentra, aunque lo mencione, en la angustia y la zozobra que significa para ambos, por ejemplo, el que Richard esté enfermo de leucemia y en consecuencia: con la villaurrutiana Muerte pisándole los talones, soplándole al oído o a la vuelta de la esquina y al unísono germinando en su interior (“Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:/ estoy tan cerca que no puedes verme,/ estoy fuera de ti y a un tiempo dentro”). Nunca el lector sabe lo que piensa y sufre él, ni lo que ocurre en el seno de la mina o en las relaciones laborales. Se tienen escuetos datos cuando se narran algunos fallecimientos o relatos de varios mineros o de la gente (el poblado en sí) que tiene que ver con La Malagueña y con la mejoría económica que proporciona su explotación; pero esto más bien son guiños, registros superficiales y anecdóticos que pretenden ser amables y gratos.
El atisbo de Ibarra, al ser un minúsculo pueblo perdido en el mapa del hipotético Estado de Concepción, se erige como una estereotipada provincia de tarjeta postal, bonita, impoluta, muy National Geographic o del Reader’s Digest o de la extinta Life. Un sitio remoto empeñado en vivir en el pasado y a la zaga del sincretismo urbano (por antonomasia: siempre tratando de ser “moderno”). Un Ibarra con su pequeña iglesia y su parquecito central, con su cura servil con los ricachones y dominando y manipulando a los pobres fieles que aún no se desprenden de atavismos precortesianos mistificados por el curso de la historia sepultando los residuos de la visión de los vencidos. Un Ibarra con sitios y personajes típicos y miserables que le dan color y que forjan un semblante de la fisonomía de un México rural; pero es, antes que todo, un México que evoca, mira y describe una turista gringa, que pese a vivir varios años allí, no se quitó su coraza norteamericana y nunca dejó que sus pensamientos y sentimientos personales dejaran de mirar con añoranza hacia los Estados Unidos.


Harriet Doerr, Piedras para Ibarra. Traducción del inglés al español de Juan Almela (Gerardo Deniz). Serie La imaginación, Editorial Vuelta. México, 1988. 244 pp.