martes, 13 de mayo de 2025

Historia de Mayta


                        
 Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

         
                                                                                                                                In memoriam Pepe Mujica

Historia de Mayta, novela del escritor peruano Mario Vargas Llosa —Premio Nobel de Literatura 2010—, apareció por primera vez en Barcelona, en octubre de 1984, editada en la serie Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral; y su primera reimpresión mexicana (de diez mil ejemplares) se tiró en enero de 1985. Se trata de una obra crítica, revulsiva, polémica, polifónica, a veces bufa, magistral, repleta de suspense, en la que el propio autor actúa corporificado en un alter ego que al unísono es él y no es él, lo cual marca la tónica de la urdimbre novelística cuyo modus operandi en un pasaje explica así: “Porque soy realista, en mis novelas trato de mentir con conocimiento de causa [...] Es mi método de trabajo. Y, creo, la única manera de escribir historias a partir de la historia con mayúsculas.”
Editorial Seix Barral/Biblioteca Breve
México, enero de 1985

El alter ego de Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936-abril 13 de 2025), un célebre narrador que tiene su casa en Barranco (al igual que el de carne y hueso), una privilegiada zona de Lima desde donde se otea el mar (y ciertos pestíferos basurales), durante 1983 realiza una serie de andanzas, viajes e investigaciones con el fin de escribir una novela en torno a una serie de hechos ocurridos 25 años antes, en 1958, en Lima y en los pueblitos de Jauja y Quero y en el entorno de la andina quebrada de Huayjaco, donde un grupo de insurrectos (cuatro adultos y siete adolescentes) intentaron iniciar (y por ende desencadenar) nada menos que la histórica primera revolución comunista en el Perú y en América Latina. 
En este sentido, Historia de Mayta oscila, principalmente, entre dos ámbitos temporales (en un mismo párrafo suele ir y venir entre uno y otro). Uno: 1958, desde la militancia izquierdista de Mayta, ya cuarentón, quien no obstante su soterrada homosexualidad y sus pies planos, fue un activo miembro del POR(T), el rimbombante, machista, marginal y clandestino Partido Obrero Revolucionario Trotskista (con sólo siete elementos), escindido del POR (que nunca rebasó los veinte militantes), hasta su persecución y detención policíaca (en la que descuella el cabo Lituma, por ser un personaje recurrente en la obra de Vargas Llosa) y su encarcelamiento. El otro: 1983, en un hipotético, miserable, conflictivo y violento Perú donde mal gobierna una Junta de generales dizque de “Restauración Nacional”, quienes, dados los múltiples problemas y las débiles condiciones de las fuerzas armadas del país, se ven impelidos a imponer el toque de queda y a solicitar y recibir del “gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica el envío de tropas de apoyo y material logístico para repeler la invasión comunista ruso-cubano-boliviana”. Así, en medio de la pobreza extrema, del desorden social, de los latrocinios, de la inseguridad, de los bombazos, de los crímenes y asesinatos, ya de la guerrilla, de los terroristas (ídem Sendero Luminoso) , de los escuadrones de la libertad, del fuero común, de los policías, de los marines gringos y de la internacionalizada guerra, el alter ego de Mario Vargas Llosa entrevista a una serie de personas que conocieron a Mayta y a testigos que estuvieron involucrados en el incipiente levantamiento; incluso logra entrevistar al propio Mayta, ex preso en varias cárceles y ahora empleado en una heladería del barrio de Miraflores.
Con su cáustico, documentado, detallista y analítico ojo omnisciente y ubicuo, no exento de humor negro, el autor, al novelizar el subterráneo entramado de la atomizada izquierda clandestina y sobre una patética intentona de guerrilla que en el Perú de los años 50 aspira a crear una sociedad comunista (a imagen y semejanza de los movimientos guerrilleros que en Latinoamérica históricamente se vieron inspirados e influidos por el proceso y triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959, que Vargas Llosa apoyó hasta el “5 de abril de 1971”, día de su renuncia al Comité de la revista cubana Casa de las Américas) y sobre los crímenes, las contradicciones internas y la cruenta beligerancia e inestabilidad social que conlleva la clandestina lucha civil con las armas a principios de los años 80 del siglo XX (que aún era la época de la Guerra Fría y del apoyo de la Unión Soviética a Cuba, a los partidos comunistas del mundo y a varias guerrillas diseminadas en el orbe), articula una crítica y su descrédito de que la violencia armada, no sólo la supuestamente revolucionaria, sea un medio para edificar una sociedad nueva donde impere la justicia, la libertad, la democracia y paulatinamente se borren las iniquidades económicas, sociales y culturales.
Mario Vargas Llosa
(1936-2025)
En su novelística estratagema de decir mentiras para decir verdades, Mario Vargas Llosa utilizó numerosos hechos, datos y nombres extirpados de la historia y de la geografía del Perú y de la vida real, como son los casos del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana, partido fundado en 1924 por su apóstol Raúl Haya de la Torre) y de los periodos presidenciales de Manuel Pardo y Ugarteche (1956-1962) y Manuel Arturo Odría (1948-1956) —general que arribó al poder con un golpe militar que derrocó al presidente Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), tío de Mario Vargas Llosa. En este sentido, llama la atención que en el virulento e hipotético 1983 de la novela no gobierne Fernando Belaunde Terry, quien en la vida real estaba en medio de su segundo mandato presidencial (1980-1985) —el primero se sucedió entre 1963 y 1968—, sino los militares de la susodicha Junta de Restauración Nacional, nombre que parafrasea el nombre del Gobierno de Reconstrucción Nacional adoptado por los guerrilleros del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) después de que el 17 de julio de 1979 el dictador Anastasio Somoza Debayle abandonó Nicaragua. Como se sabe, Belaunde sería aliado de Vargas Llosa cuando éste, entre octubre de 1987 y junio de 1990, fue candidato a la presidencia del Perú por el Frente Democrático, que para tal fin, principalmente, alió al Movimiento Libertad (creado ex profeso por el escritor y un grupo de amigos) a Acción Popular —partido fundado por Belaunde el 7 de julio de 1956 y dirigido por él—, y al Partido Popular Cristiano, liderado por Luis Bedoya Reyes. 
        ¿Pero por qué en Historia de Mayta no figura en la presidencia Fernando Belaunde Terry, si, por ejemplo, Zenón Gonzales, uno de los cuatro adultos conjurados en la insurrección iniciada en la cárcel de Jauja, en 1958, quien entonces estaba preso allí, en 1983 “dirige todavía la Cooperativa de Uchubamba, propietaria de la Hacienda Aína desde la Reforma Agraria de 1971, y pertenece al Partido Acción Popular del que ha sido dirigente en toda la zona”? Sin omitir que en 1982 el “Congreso de la República del Perú le había otorgado la ‘Medalla de Honor del Congreso’ por el conjunto de su obra”, y que Belaunde había apelado a su autoridad moral al nombrarlo, “el 2 de febrero de 1983”, presidente de la Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay (el asesinato de ocho periodistas, más el guía y un comunero uchuraccaíno, ocurrido el 23 de enero de 1983 en tal comunidad), la respuesta parece entreverse en un artículo laudatorio que el narrador escribió y publicó después de la muerte de Belaunde sucedida el 4 de junio de 2002, el cual está compilado en su Diccionario del amante de América Latina (Barcelona, Paidós, 2006); pero sobre todo en su libro de memorias El pez en el agua (Barcelona, Seix Barral, 1993), no sólo porque declara: “Yo había votado por Belaunde todas las veces que fue candidato”; sino más que nada porque, según dice, “a mediados de su segundo gobierno, una noche de un modo intempestivo, Belaunde me hizo llamar a Palacio”. El meollo: las elecciones de 1985 estaban cerca y ante los visos de que el APRA y Alan García las podían ganar (cosa que ocurrió), esto podía evitarse si el escritor aceptaba ser el candidato de AP y del PPC. “Aquel proyecto de Belaunde no prosperó [apunta el memorioso], en parte por mi propio desinterés, pero también porque no encontró eco alguno en Acción Popular ni en el Partido Popular Cristiano, que querían presentarse a las elecciones de 1985 con candidatos propios.” 

Ernesto Cardenal regañado por el Papa Juan Pablo II
Aeropuerto Augusto César Sandio
Managua, marzo 4 de 1983
     Mas cuando se trata de argüir en contra de un contrincante político e ideológico, Mario Vargas Llosa, paladín de la libertad, a veces, no tiene pelos en la lengua ni se anda por las ramas: suelta el golpe y tunde con virulencia como todo un gallito del colegio militar Leoncio Prado. Por ejemplo, en El pez en el agua al crítico y académico peruano Julio Ortega lo cuestiona y exhibe (páginas 307 y 308). Y en Historia de Mayta, a través de su alter ego, critica y ridiculiza al poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, quien, en la vida real, como Ministro de Cultura de la Nicaragua Sandinista, era figura emblemática de la teología de la liberación (desde que en los años 60 creó una comunidad cristiana en las islas de Solentiname, en el Lago de Nicaragua) y del socialismo que por entonces vertientes de la izquierda latinoamericana aún creían que se podía lograr y construir mediante la insurrección armada. El 4 de marzo de 1983 fue el día en que Su Santidad el Papa Juan Pablo II, en el aeropuerto Augusto César Sandino de Managua y ante las cámaras de la prensa y de la televisión de la aldea global, no dejó que el arrodillado Ernesto Cardenal le besara el anillo y lo regañó con furia blandiendo sobre él su dedo flamígero. Pero en el 1983 de la novela, en medio de la plática con dos monjas (Juanita y María) que auxilian y socorren en el Sector de Bajo el Puente (una zona peligrosa y paupérrima de Lima), narra el alter ego (entre las páginas 91 y 92): “intento volver a Mayta pero tampoco puedo, porque, una y otra vez, interfiere con su imagen la del poeta Ernesto Cardenal, tal como era aquella vez que vino a Lima —¿hace quince años?— e impresionó tanto a María. No les he dicho que yo también fui a oírlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga y que a mí también me causó una impresión muy viva. Ni que siempre lamentaré haberlo oído, pues, desde entonces, no puedo leer su poesía, que, antes, me gustaba. ¿No es injusto? ¿Tiene acaso algo que ver lo uno con lo otro? Debe de tener, de una manera que no puedo explicar. Pero la relación existe, pues la experimento. Apareció disfrazado de Che Guevara y respondió, en el coloquio, a la demagogia de unos provocadores del auditorio con más demagogia todavía de la que ellos querían oír. Hizo y dijo todo lo que hacía falta para merecer la aprobación y el aplauso de los más recalcitrantes: no había ninguna diferencia entre el Reino de Dios y la sociedad comunista; la Iglesia se había hecho una puta, pero gracias a la revolución volvería a ser pura, como lo estaba volviendo a ser en Cuba ahora; el Vaticano, cueva de capitalistas que siempre había defendido a los poderosos, era ahora sirviente del Pentágono; el partido único, en Cuba y la URSS, significaba que la élite servía de fermento a la masa, exactamente como quería Cristo que hiciera la Iglesia con el pueblo; era inmoral hablar contra los campos de trabajos forzados de la URSS ¿Por qué acaso se podría creer la propaganda capitalista? Y el golpe de teatro final, flameando las manos: desde esa tribuna denunciaba al mundo que el reciente ciclón en el Lago de Nicaragua era el resultado de unos experimentos balísticos norteamericanos... Aún conservo viva la impresión de insinceridad e histrionismo que me dio. Desde entonces, evito conocer a los escritores que me gustan para que no me pase con ellos lo que con el poeta Cardenal, al que, cada vez que intento leer, del texto mismo se levanta, como un ácido que lo degrada, el recuerdo del hombre que lo escribió.”



Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta. Biblioteca Breve, Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, enero de 1985. 352 pp.


lunes, 5 de mayo de 2025

La fiesta del Chivo

Eres un témpano de hielo

Editada por Alfaguara, en febrero del año 2000 apareció en México la primera edición mexicana de La fiesta del Chivo, treceava novela del escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936-Lima, abril 13 de 2025), cuya homónima y sintética adaptación cinematográfica en inglés, estrenada en 2006 bajo la batuta de su primo Luis Llosa Urquidi, resultó aburrida, gris y somnífera, pese a la magnética presencia de la actriz italiana Isabella Rosellini, quien caracteriza a Urania Cabral. Y entre el 22 de noviembre de 2019 y el 15 de marzo de 2020, se exhibió, en el madrileño Teatro Infanta Isabel, un homónimo y minimalista montaje teatral basado en la novela de Mario Vargas Llosa, con la adaptación y el libreto de Natalio Grueso, la dirección escénica del cineasta Carlos Saura y el actor español Juan Echánove en el protagonista papel del dictador dominicano Leónidas Trujillo, alias el Chivo. 
Mario Vargas Llosa y La fiesta del Chivo (2000)
      A estas alturas del globalizado siglo XXI ya han corrido ríos de tinta (e innumerables páginas web) sobre esta novela del Premio Nobel de Literatura 2010. En este sentido, aún antes de tocarla y hojearla el lector vargaslloseano ya sabe que el tema nodal es el asesinato del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, el legendario y abyecto dictador de República Dominicana desde el 24 de mayo de 1930 hasta el día de su muerte, ocurrida 31 años después, precisamente el martes 30 de mayo de 1961. 

(New York, Macmillan Company, 1966)
       La fiesta del Chivo no compila ninguna postrera bibliografía y sólo en la página 76 desliza una críptica alusión en la voz de Urania Cabral, cuyo doloroso y traumático estigma (sucedido a mediados de mayo de 1961 cuando ella tenía 14 años y el Chivo 70) la convirtió, en Estados Unidos, en una obsesiva estudiosa y coleccionista de libros sobre la “Era Trujillo”, y por ende le apostilla a su padre (el otrora senador Agustín Cabral, colaborador y cómplice de los crímenes y trapacerías del déspota): “Lo contaba el propio Crassweller, el más conocido biógrafo de Trujillo”. Pues el periodista norteamericano Robert D. Crassweller es autor de un olvidado best seller que Bruguera publicó en Barcelona, en 1968, con un sonoro título: Trujillo. La trágica aventura del poder personal, traducido al español por Mario H. Calicchio. (La edición príncipe en inglés: Trujillo: The Life and Times of a Caribbean Dictator, Macmillan Company la publicó en Nueva York en 1966.) Viene a cuento esto porque en la minuciosa y maniática urdimbre del espléndido libro de Mario Vargas Llosa, pese a que no es una novela histórica, abundan y proliferan en ella los hechos, los datos, las idiosincrasias, los vocablos, los personajes y los episodios históricos (y los sitios y lugares extirpados de la realidad y de la historia), y por ello se entrevé que, para apuntalar y construir la verdad de las mentiras, es decir, la apretada y detallista filigrana y los innumerables pedúnculos umbelíferos de su obra, hizo una exhaustiva investigación bibliográfica, hemerográfica, documental e in situ

Primera edición mexicana
(Alfaguara, febrero de 2000)

En la portada: Alegoría del mal gobierno, detalle del mural
realizado por Ambrogio Lorenzetti, entre 1337 y 1340, en el
Palacio Público de Siena, Italia.
      Con veinticuatro capítulos numerados con romanos, la poliédrica y polifónica novela La fiesta del Chivo discurre en tres vertientes principales entreveradas entre sí, cada una con numerosos e intestinos flashbacks, aunados a distintos y convergentes puntos de vista. La primera vertiente narrativa se sucede en 1996 y la protagoniza la dominicana Urania Cabral, una exitosa y políglota abogada egresada de Harvard, de 49 años y residente en Nueva York, quien después de 35 años de exilio y de no ver ni hablar con su odiado padre, intempestivamente ha hecho un vuelo a Santo Domingo para pasar allí tres días; pero sólo el último día visita a su octogenario progenitor, quien en silla de ruedas desde hace una década y sin habla por un derrame cerebral, aún subsiste (atendido por una enfermera) en la ahora vetusta y deteriorada casa donde ella vivió su infancia y el inicio de su adolescencia; lo cual da pie a que también visite a su septuagenaria tía Adelina Cabral, empobrecida y con la cadera rota, y a sus dos primas, no menos empobrecidas: Manolita y Lucindita (ésta de su misma edad) y a su sobrina Marianita, a quien nunca había visto. Encuentro, cena y charla no premeditada, cuyos tensos giros suscitan que durante esa larga sobremesa les revele y pormenorice la embarazosa y secreta razón por la cual a mediados de mayo de 1961, cuando tenía 14 años, las monjas norteamericanas del Colegio Santo Domingo la resguardaron, protegieron y auxiliaron para que de inmediato pudiera salir del país becada en Adrian, Michigan, precisamente en la “Siena Heights University que tenían allí las Dominican Nuns”, donde pasó cuatro años. Infausto secreto que al unísono explica por qué detesta a su padre desde lo más recóndito e íntimo de su ser y de su pensamiento (“yo no lo he perdonado ni lo perdonaré”), por qué nunca contestó sus cartas ni sus llamadas telefónicas; por qué optó por mantenerse ajena, callada y distante de su tía y de sus primas; por qué ha permanecido soltera; por qué siente asco y rechaza y no tolera a los hombres que intentan seducirla, poseerla y conquistarla; como ese Steve, un galán pelirrojo y canadiense que quiso casarse con ella cuando era “su compañero en el Banco Mundial” (“¿1985 o 1986?”), quien la radiografió con una sentencia que cala y no olvida: “Eres un témpano de hielo. Tú sí que no pareces dominicana. Yo lo parezco más que tú.”

   
Urania Cabral (Isabella Rosellini)
Fotograma de La fiesta del chivo (2006)
       
  Y por qué en el epicentro de la áspera y resentida diatriba contra su padre y contra la “Era Trujillo” (que monologa y rememora ante él) descuella su incomprensión de por qué a sus cercanos colaboradores y cómplices “Trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban”, de tal modo que sin escrúpulos y sin reparos morales le entregaban su voluntad y sus esposas o sus hijas para que sexualmente hicieran lo que el Chivo quería y como quería en la Casa de Caoba, su lujosa leonera en San Cristóbal, ciudad donde nació y se celebró el ritual fúnebre que precedió a su entierro. “Esta noche, en la Casa de Caoba, haré chillar a una hembrita como hace veinte años”, se dijo a sí mismo el autócrata fantaseando en el inminente festín sexual que lo esperaba (pese a sus penurias con la próstata y con la improbable erección), precisamente la noche del martes que murió, acribillado por las balas de los conspiradores, en la carretera de Ciudad Trujillo a San Cristóbal. 
 
Trujillo (Juan Echánove), Vargas Llosa y Carlos Saura
          
      En este sentido, Urania se dice a sí misma ante el mudo vejestorio que es su padre, el otrora dizque inteligentísimo Cerebrito Cabral, cuya precariedad y paulatino consumo en la pobreza ella subsidia a fuego lento y a cuentagotas desde Nueva York (“Prefiero que viva así, muerto en vida, sufriendo”): “No lo entiendes Urania. Hay muchas cosas de la Era que has llegado a entender, al principio, te parecían inextricables, pero, a fuerza de leer, escuchar, cotejar y pensar, has llegado a comprender que tantos millones de personas, machacadas por la propaganda, por la falta de información, embrutecidas por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojadas de albedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. No sólo a temerlo, sino a quererlo, como llegan a querer los hijos a los padres autoritarios, a convencerse de que azotes y castigos son por su bien. Lo que nunca has llegado a entender es que los dominicanos más preparados, las cabezas del país, abogados, médicos, ingenieros, salidos a veces de muy buenas universidades de Estados Unidos o de Europa, sensibles, cultos, con experiencia, lecturas, ideas, presumiblemente un desarrollado sentido del ridículo, sentimientos, pruritos, aceptaran ser vejados de manera tan salvaje (o lo fueron todos alguna vez) como esa noche, en Barahona, don Froilán Arala.” Pues esa noche en Barahona, el Chivo, alharaquiento y vociferante epicentro de un concurrido grupúsculo de serviles machotes embriagados y fanfarrones, se jactó, en la cara de Froilán Arala, de fornicarse a su mujer: “la mejor, de todas las hembras que me tiré”. Esa fémina era muy bella y elegante y era amiga de la fallecida madre de Urania; y de niña le hacía cariños, le decía piropos y le daba regalos, pues vivía con su esposo frente a su casa y el Chivo solía visitarla para fornicársela, mientras Froilán Arala cumplía ex profeso misiones en el extranjero. 
     
Pedro Henríquez Ureña y familia
        
   No fue el caso del célebre e ilustre don Pedro Henríquez Ureña, secretario de Educación, al inicio del gobierno del Chivo, evoca Urania, pues ante una visita e intento semejante, prefirió renunciar e irse del país. Y aunque recuerda que Trujillo visitó a su madre y ésta no quiso recibirlo sin la presencia de su honorable y distinguido consorte, no está segura de si el Chivo lo hizo con su mamá o no, pues sí fue el caso su propio padre, el otrora secretario de Estado, ministro y presidente del senado Agustín Cabral, quien a sus 14 añitos, cuando su cama aún lucía un infantil “cubrecamas azul y los animalitos de Walt Disney”, se la entregó al Jefe acicalada ex profeso para el gran festín sexual del Chivo cabrío: un “vestido de organdí rosado” y “zapatos de tacón de aguja que le aumentaban la edad”, y en el colmo del cinismo: “el collarcito de plata con una esmeralda y los aretes bañados en oro, que habían sido de mamá y que, excepcionalmente, papá le permitió ponerse para la fiesta de Trujillo”, sólo para ella y él, muy juntitos y desnudos en la secreta intimidad y penumbra de la Casa de Caoba. Donde se sucedió el previsible, sádico y dramático estupro más allá de su ingenuidad e impúber comprensión, y donde lo oyó vociferar indelebles y sonoras procacidades e insolencias, entre ellas: “Romper el coñito de una virgen excita a los hombres. A Petán, a la bestia de Petán [su criminal hermano José Arismendy], lo excita más todavía con el dedo.”
   
Trujillo y Manuel de Moya Alonzo,
modelo del personaje Manuel Alonso, quien
en la vida real fue el alcahuete del Chivo, además
de elegirle 
los trajes, las camisas, las corbatas, los
zapatos, los perfumes y las cremas especiales para
blanquear la piel
”, dice Mario Vargas Llosa en
Conversación en Princeton (Alfaguara, 2017).
       
    La segunda vertiente narrativa de La fiesta del Chivo discurre por el último día de la abominable y nauseabunda vida del dictador Leónidas Trujillo, desde que despierta en su cama preocupado por el bochornoso descontrol prostático que lo acosa en cualquier momento y que lo obliga a cambiarse de ropa, hasta su muerte en la carretera hecho una sangrienta y pestilente coladera por la lluvia de balas. (Antes de que los caliés del SIM hallen su chorreante cadáver en la cajuela de un auto abandonado, en el lugar del asesinato encontraron botada su apestosa prótesis dental.) Y en tal vertiente narrativa, además de su patético estado de salud (se orina en los pantalones y lo agobia la disfunción eréctil), de la semblanza de su ideario, de sus prejuicios e idiosincrasia, del impuesto culto a su persona y a su madre, y de su autoritaria y criminal inmoralidad, egolatría y megalomanía para mandar, insultar, reprimir, violar, robar, despojar, corromper, sobornar, acumular dinero, sumar propiedades, torturar, aterrorizar, asesinar y manipular el poder y a sus serviles y rastreros subordinados, se ciernen datos, hechos, asesinatos, matanzas, genocidios (por ejemplo, el exterminio de los inmigrantes haitianos, denominada Masacre del Perejil, sucedida entre el 2 y el 8 de octubre de 1937) y numerosos episodios de la sórdida historia de República Dominicana en el siglo XX, de los horrendos y corruptos miembros de la estirpe del Chivo, de sus principales colaboradores y de su biografía. 
Trujillo, el Papa Pío XII y Jonny Abbes
García, jefe del SIM.
(Por ejemplo, a mediados de 1954, en Ciudad del Vaticano, el Papa Pío XII lo condecoró “con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio”.) Pero también se ilustra y bosqueja la situación política, social y económica que atravesaba el país en el año 1961, cuestionado por la Iglesia católica a partir de “la Carta Pastoral del Episcopado” (leída en todas las misas dominicanas “el domingo 25 de enero de 1960”) y asfixiado por las sanciones políticas y económicas impuestas por Estados Unidos y la OEA, agudizadas después del infructuoso atentado contra Rómulo Betancourt, presidente de Venezuela, ocurrido en Caracas, con un explosivo coche bomba, el 24 de junio de 1960; y local y socialmente por la tortura y el asesinado de las hermanas Mirabal el 25 de noviembre de 1960.
   
Las hermanas Mirabal
      
   La tercera vertiente narrativa de La fiesta del Chivo le corresponde a los conspiradores apostados en la carretera para emboscar y matar a balazos al dictador. Y además de los motivos personales, familiares, sentimentales, vengativos, ideológicos y políticos que los han convocado en esa dispersa y variopinta conjura clandestina (de la que sin conocer todos los detalles está enterado el presidente fantoche Joaquín Balaguer, a quien el pueblo dominicano le canturrea al verlo pasar: “Balaguer, muñequito de papel”), también se dan visos del contexto represivo, criminal, sanguinario, histórico, social, pseudocultural, político y económico que oprimía y sangraba a los habitantes de República Dominicana (y por ende se amplía el funesto y ominoso panorama de la “Era Trujillo”), y de algunos frustrados intentos para derrocar al régimen, como fue la intentona de la Legión del Caribe en el verano de 1947; y el trascendente caso del Movimiento Revolucionario del 14 de Junio, apoyado e inspirado por el reciente triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959. 
     Y si bien el Chivo fue asesinado y esto resultó piedra angular para empezar a urdir una incipiente transición a la democracia, hábilmente manipulada por el entonces presidente Joaquín Balaguer (con la venia de la Iglesia católica y del nuevo cónsul norteamericano), la conspiración para matar al Chivo (con subterráneo, contrabandista y magro apoyo de la CIA) y dar con ello un golpe de Estado, no fue una estrategia milimétricamente planificada y realizada a imagen y semejanza de un infalible artilugio de relojería suiza. El grupo de vanguardia cometió garrafales errores de principiantes (pese a que había entre ellos curtidos militares y expertos tiradores) y no tenía plan B de escape, ni lugar prefijado ni alternativo para esconderse como escurridizos zorros o huir sin dejar rastros si algo fallaba, ni equipo médico ni oculta clínica médica para socorrer a los lesionados (superficialmente o de gravedad), ni las suficientes agallas para ejecutar al probable herido y evitar así la tortura y la delación que desvelara la identidad y el objetivo de los conspiradores. 
 
Ramfis y Joaquín Balaguer
     Y el general Pupo Román, el flamante jefe de las Fuerzas Armadas que iba a encabezar el golpe de Estado y la transitoria “Junta cívico-militar”, por miedo a que los trujillistas lo mataran por traidor, los traicionó a los primeros indicios y por ende los conspiradores se tornaron en el objetivo del propio general Pupo Román y más aún del coronel Johnny Abbes García, el sangriento y sádico jefe del SIM (Servicio de Inteligencia Militar), y de la cruenta y torturadora venganza de Ramfis, el hijo predilecto del Chivo, a quien tras bambalinas el presidente y acomodadizo Balaguer le hizo creer que era el todopoderoso poder tras el cómodo de la presidencia y por ende aprobó su cometido de rastrear, torturar y eliminar a los asesinos de papi. Y para ello, a través del “nuevo líder parlamentario” (el acomodadizo y arribista senador Henry Chirinos”, apodado “la Inmundicia Viviente” por el inmundo Chivo), hizo que el Congreso aprobara una “moción dando al general Ramfis Trujillo los poderes supremos de la jerarquía castrense y autoridad máxima en todas las cuestiones militares y policiales de la República”.
   
Joaquín Balaguer
      
     Sin desvelar las minucias y vericuetos del desenlace de tal vertiente narrativa: cómo se encumbra el astuto, camaleónico y maquiavélico presidente Joaquín Balaguer “para capear el temporal y conducir la nave dominicana hacia el puerto de la democracia” (en contubernio con la clase política, la Iglesia católica y el gobierno de los Estados Unidos), vale apuntar que, para afianzarse ante el promisorio y democrático porvenir, premia a dos sobrevivientes conspiradores: Antonio Imbert y Luis Amiama (escondidos durante seis meses, el primero en el departamento de unos diplomáticos italianos y el segundo en un clóset), a quienes recibe en el Palacio Nacional con bombo y platillo, luego de que el Congreso, con la Inmundicia Viviente en la cabeza (también apodado el Constitucionalista Beodo), ha promulgado una ley que los nombra “generales de tres estrellas del Ejército Dominicano, por los servicios extraordinarios prestados a la Nación”.
   
Mario Vargas Llosa y su primo Luis Llosa Urquidi
     
   Para concluir la breve y azarosa nota, hay que decir que en La fiesta del Chivo refulgen, como frijolillos saltarines en la espesa sopa de letras, algunos sorprendentes e indelebles lapsus del experimentado y diestro narrador que es Mario Vargas Llosa (proclive a los diminutivos y a las negras, lúdicas y socarronas ironías), presentes en los episodios del asesinato del dictador. Veamos. No se trata de Los siete magníficos ni mucho menos de Los siete samuráis, pero en la página 103 se lee que hay un “grupo de siete hombres apostados en la carretera a San Cristóbal, esperando a Trujillo. Porque, además de los cuatro que aguardaban en el Chevrolet [Antonio Imbert, Antonio de la Maza, Salvador Estrella Sadhalá y Amadito García Guerrero], dos kilómetros más adelante se hallaban, en un auto prestado por Estrella Sadhalá, Pedro Livio Cedeño y Huáscar Tejeda Pimentel, y, un kilómetro más adelante, solo en su propio carro, Roberto Pastoriza Neret. De este modo, le cerrarían el paso y lo acribillarían con un fuego cerrado por delante y por atrás, si dejarle escapatoria.” En este sentido, en la página 247 se lee que “El Chevrolet Biscanye de Antonio de la Maza [que es el estruendoso bólido de la cuarteta de vanguardia] volaba sobre la carretera, acortando la distancia del Chevrolet Bel Air azul claro que Amadito García Guerrero [ayudante militar del Chivo] les había descrito tantas veces.” Es decir, sin ningún convoy de escoltas, el solitario Chevrolet Bel Air azul claro es donde viaja Trujillo con su chofer, que además es su viejo guardaespaldas; y el Chevrolet Biscanye, propiedad de Antonio de la Maza, es un auto importado de Gringolandia “hacía tres meses” y reforzado ex profeso para el asesinato del dictador. No obstante, entre las páginas 248-249 se lee: 
    “En pocos segundos el Chevrolet Biscanye recuperó la distancia y continuó acercándose. ¿Y los otros? ¿Por qué Pedro Livio y Huáscar Tejeda no aparecían? Estaban apostados, en el Oldsmobile —también de Antonio de la Maza—, sólo a un par de kilómetros, ya debían de haber interceptado el auto de Trujillo. ¿Olvidó Imbert apagar y prender los faros tres veces seguidas? Tampoco aparecía Fifí Pastoriza en el viejo Mercury de Salvador, emboscado otros dos kilómetros más adelante del Oldsmobile. Ya tenían que haber hecho dos, tres, cuatro o más kilómetros. ¿Dónde estaban?” 
   Es decir, en la página 103 Pedro Livio Cedeño y Huáscar Tejeda Pimentel están en “un auto prestado por Estrella Sadhalá”; pero en la página 249 ese coche es “también de Antonio de la Maza”. Y el tal Fifí Pastoriza en la página 103 se halla “solo en su propio carro”; pero en la página 249 ese auto es el “viejo Mercury de Salvador”.  
   Curiosas contradicciones. Quizá Mario Vargas Llosa, aporreando las teclas a toda velocidad en su nuevo festín de Esopo, sintiéndose el mero Jaguar del Leoncio Prado disparando ráfagas de metralleta, estaba muy excitado, exultante y obnubilado matando al Chivo (tal vez catapultado por un potente trago de mezcal con gusano de maguey y pólvora), pues en la página 313, ya muertos el déspota y su chofer, y herido en el suelo Pedro Livio Cedeño, se lee: 
   
El Jaguar (Juan Manuel Ochoa)
Cadete del Colegio Militar Leoncio Prado
Fotograma de La ciudad y los perros (1985)
    
   “Las sombras de sus amigos se afanaban, sacando el carro del Chivo fuera de la autopista. Los sentía jadear. Fifí Pastoriza silbó: ‘Quedó hecho una coladera, coño’.
 
Mezcal con gusano de maguey
     
 “Cuando sus amigos lo cargaron para meterlo en el Chevrolet Bel Air, el dolor fue tan vivo que perdió el sentido. Pero, por pocos segundos, pues cuando recuperó la conciencia aún no partían. Estaba en el asiento de atrás, Salvador le había pasado el brazo sobre el hombro y lo apoyaba en su pecho como una almohada. Reconoció, en el volante, a Tony Imbert, y, a su lado, a Antonio de la Maza. ¿Cómo estás, Pedro Livio? Quiso decirles: ‘Con ese pájaro muerto, mejor’, pero emitió sólo un murmullo.”
   Como ya habrá advertido el paciente y desocupado lector, el lapsus radica en que a Pedro Livio no lo subieron al coche del Chivo, sino al Chevrolet Biscanye de Antonio de la Maza, pues en ese momento el carro del dictador ya está afuera de la carretera. Incluso esto se sabe unos párrafos antes, pues en la página 312 Pedro Livio Cedeño, herido y tirado en el asfalto, “Percibió las siluetas de sus amigos cargando un bulto y echándolo en el baúl del Chevrolet de Antonio. ¡Trujillo, coño! Lo habían conseguido. No sintió alegría; más bien, alivio.” Y esto se hace así porque desde la página 173 se sabe que el pactado objetivo de la red de conspiradores es llevar el cadáver del Chivo ante los ojos del general Pupo Román, para que éste encabece el golpe de Estado y la “Junta cívico-militar”. 
   Y pese a que en la página 382 se reitera que el coche del Chivo es “el Chevrolet Bel Air 1957, color azul claro, de cuatro puertas, en el que siempre iba a San Cristóbal”, en la página 405 cambia de color: “En el kilómetro siete, cuando, en los haces de luz de las linternas de Moreno y Pou, [el general Pupo Román] reconoció el Chevrolet negro perforado, sus vidrios pulverizados y manchas de sangre en el asfalto entre los añicos y cascotes, supo que el atentado había tenido éxito. Sólo podía estar muerto luego de semejante balacera.”
 
Mario Vargas Llosa y La fiesta del Chivo (2000)
      
   En fin, qué lío. “Songo le dio a Borondongo/ Borondongo le dio a Bernabé/ Bernabé le pegó a Muchilanga le echó burundanga/ les jinchan los pies, Monina”. De cualquier manera: “El pueblo celebra/ con gran entusiasmo/ la Fiesta del Chivo/ el treinta de mayo.” Se lee en los versos de Mataron al Chivo, popular “Merengue dominicano” (que sin cesar cantaba jubiloso en la radio dominicana el Negrito Macabí con la Orquesta de Antonio Morel), que a manera de epígrafe preludia esta magnífica novela de Mario Vargas Llosa. “Mabambelé practica el amor/ Defiende al humano/ Porque ese es tu hermano, se vive mejor”.



Mario Vargas Llosa, La fiesta del Chivo. Primera edición en Alfaguara México. México, febrero de 2000. 520 pp.


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"Burundanga", Celia Cruz y la Sonora Matancera.
"Mataron al Chivo", canta el Negrito Macabí con la Orquesta de Antonio Morel.
La fiesta del Chivo, documental de Univisión sobre la dictadura de Trujillo.
La fiesta del Chivo (2006), trailer de la película basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa.
La fiesta del Chivo (2019), fragmento de un ensayo de la versión teatral basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa.
Trailer de La ciudad de los perros (1985), filme de Francisco José Lombardi basado en la obra homónima de Mario Vargas Llosa.

jueves, 3 de abril de 2025

Los cachorros


Haciendo el paso de la muerte

I de II
De cuando en cuando, desde hace un buen número de años, suelen editarse en distintas editoriales y de manera conjunta: el libro de cuentos Los jefes (1959) y el relato Los cachorros (1967), el primero y el cuarto de los libros de ficción publicados —en España y en el globo terráqueo— por el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), signados, desde el inicio, por la buena estrella que siempre lo ha distinguido.
    
Mario Vargas Llosa el día de su boda con su prima Patricia Llosa.
A la izquierda: su suegro, el tío Lucho, y su suegra, la tía Olga.
A la derecha: Dora Llosa, la madre del escritor.
(Miraflores, mayo de 1965)
        
            Entre las anécdotas de 1952 que narra en “El tío Lucho”, el IX capítulo de su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), apunta que a sus 16 años vivió en Piura, en casa de sus tíos Lucho y Olga, entre abril y diciembre, lapso en que trabajó en el periódico La Industria y cursó “el quinto año de secundaria en el colegio San Miguel”, donde gracias al profesor de literatura y al director de la escuela pudo montar y dirigir nada menos que su primer libreto teatral: La huida del inca (aún inédito), que él escribió en Lima en 1951 y con el que obtuvo el segundo lugar del “Tercer Concurso de Teatro Escolar y Radioteatro Infantil organizado por el Ministerio de Educación Pública”, cuyo estreno ocurrió el 17 de julio de 1952 en el teatro Variedades de Piura. “El éxito de La huida del inca [apunta en la página 198] hizo que diéramos, la siguiente semana, dos funciones más, a una de la cuales pude meter a mis primas Wanda y Patricia de contrabando [la primea de nueve años y la segunda de siete, quien sería su segunda esposa y la madre de sus tres hijos], pues la censura había calificado la obra de ‘mayores de quince años’”.
Cartel del estreno de La huida del inca en el Teatro Variedades de Piura
Julio 17 de 1952
  Sobre tal libreto, urdido tras leer en La Crónica la convocatoria del concurso y cuando aún era alumno del Colegio Militar Leoncio Prado (lo fue entre 1950 y 1951), dice en la página 122, casi al término de “El cadete de la suerte”, el V capítulo de El pez en el agua

     
Joven anónimo y el adolescente Mario Vargas Llosa en 1952 tecleando
en una máquina Underwood, quien luego de dos años en el Colegio
Militar Leoncio Prado (entre 1950 y 1951) y tras su paso por La Crónica
[en Lima, unos tres meses], trabaja en el diario La Industria de Piura
a donde se muda 
[tras cumplir 16 años] para terminar la secundaria”. 
        
        “No sé cuántas veces escribí, rompí, reescribí, volví a romper y a reescribir La huida del inca. Como mi actividad de escriba de cartas amorosas y de novelitas eróticas me había ganado entre mis compañeros leonciopadradinos el derecho de ser escritor, no lo hacía ocultándome, sino en las horas de estudio, o después de las clases, o en ellas mismas y durante mis turnos de imaginaria. El abuelito Pedro tenía una vieja máquina de escribir Underwood, que lo acompañaba desde los tiempos de Bolivia, y los fines de semana me pasaba las horas mecanografiando en ella con dos dedos, el original y las copias para el concurso. Al terminarla, se la leí a los abuelos y a los tíos Juan y Laura. El abuelito se encargó de llevar La huida del inca al ministerio de Educación.
“Esa obrita fue, hasta donde yo recuerdo, el primer texto que escribí de la misma manera que escribiría después todas mis novelas: reescribiendo y corrigiendo, rehaciendo una y mil veces un muy confuso borrador, que, poco a poco, a fuerza de enmiendas, tomaría forma definitiva. Pasaron semanas y meses sin noticias de la suerte que había tenido en el concurso, y cuando terminé el cuarto de media, y, a fines de diciembre o comienzos de enero de 1952, entré a trabajar a La Crónica, ya no pensaba casi en mi obra —espantosamente subtitulada Drama incaico en tres actos, con prólogo y epílogo en la época actual— ni en el certamen al que la presenté.”
Mario Vargas Llosa con la tía Julia en 1958
  Ya en España —a donde el joven Mario llegó en 1958 casado con su primera esposa Julia Urquidi Illanes (1926-2010), hermana de su tía Olga, y con el apoyo de la beca Javier Prado para doctorarse en la Universidad Complutense de Madrid—, no tardó en ganar, en 1959, el Premio Leopoldo Alas “Clarín” con su libro de cuentos Los jefes, que fue impreso ese año, en Barcelona, por la Editorial Rocas. Y en “El sartrecillo valiente”, el XIII capítulo de El pez en el agua, evoca que con una primera versión del cuento que titula y abre tal librito (más otro relato sobre “la casa verde”, el inmortal burdel de su infancia y adolescencia en Piura, en 1946 y en 1952, luego hecho trizas) fracasó en “un concurso de cuentos convocado por la Facultad de Letras de San Marcos”, pero lo reescribió y lo propuso “al historiador César Pacheco Vélez, que dirigía Mercurio Peruano. Lo aceptó, lo publicó (en febrero de 1957) y me hizo cincuenta separatas que distribuí entre los amigos. Fue mi primer relato publicado y el que daría título a mi primer libro.” Y lo acota y matiza en la página 291: “Ese cuento prefigura mucho de lo que hice después como novelista: usar una experiencia personal como punto de partida para la fantasía; emplear una forma que finge el realismo mediante precisiones geográficas y urbanas; una objetividad lograda a través de diálogos y descripciones hechas desde un punto de vista impersonal, borrando las huellas de autor y, por último, una actitud crítica de cierta problemática que es el contexto u horizonte de la anécdota.”

César Vallejo y Georgette
        Pero además, en “El viaje a París”, el XIX capítulo de El pez en el agua, relata anécdotas y pormenores alrededor de “El desafío”, el segundo cuento de Los jefes, con el que hacia noviembre de 1957 ganó un concurso de La Revue Française “cuyo premio era un viaje de quince días a París”, que emprendió “una mañana de enero de 1958”, pero se quedó dos semanas más viviendo y disfrutando novelescas aventuras (gracias a un préstamo de mil dólares que le hizo su tío Lucho). Por si fuera poco, la traducción al francés de “El desafío” hecha por André Coyné (1891-1960), que se publicó en tal revista y se presentó en la capital francesa, la “revisó y pulió” Georgette (1908-1984), la viuda y albacea de la obra de César Vallejo (1892-1938), quien vivía en Lima y a la que el joven Mario, con Julia, frecuentó y luego se carteó desde Francia.

Con su segundo libro: La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963), obtuvo en 1962 el Premio Biblioteca Breve y en 1963 el Premio de la Crítica Española y el segundo lugar del Premio Formentor y con ella se convirtió, a los 26 años de edad, en un escritor de fama y renombre en el contexto del boom de la literatura latinoamericana en Europa y América Latina, lo cual se reafirmó con su tercer libro: La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), con la que en 1966 ganó el Premio de la Crítica Española y en 1967 el Premio Nacional de Novela del Perú y el Premio Internacional de Literatura “Rómulo Gallegos”, en Venezuela.
Portada de la primera edición de Los cachorros (1967)
  Los cachorros, su cuarto libro, no obtuvo ningún sonoro y rutilante galardón. Y normalmente se olvida u omite que fue publicado por primera vez en 1967, en Barcelona, por la editorial Lumen, junto con una serie de imágenes del fotógrafo barcelonés Xavier Miserachs (1937-1998), urdido ex profeso para la serie Palabra e Imagen, “creada a principios de los sesenta por Esther y Oscar Tusquets”.  

Fotografía de Xavier Miserachs que ilustra la portada de
Los cachorros

Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial
Madrid, 2010
  En 2010, meses antes de que a Mario Vargas Llosa la Academia Sueca le otorgara el Premio Nobel de Literatura, La Fábrica Editorial, en Madrid, con Esther Tusquets (1936-2012) en el papel de directora de la homónima colección y con un prólogo suyo, reeditó Los cachorros con las fotos de Xavier Miserachs. No se trata de una edición facsimilar, pero sí de una edición muy visual y cuidada. De pastas duras, cubiertas, cintillo, buen tamaño (22.05 x 21.07 cm), con un atractivo diseño, buenos papeles y buena combinación, y buena calidad en la impresión fotográfica y tipográfica. 

Esther Tusquets con su cachorro
         En su prefacio titulado “Casi cincuenta años después”, Esther Tusquets habla del renacimiento de Lumen durante la dictadura del general Francisco Franco (“pues como empresa consagrada a los libros de religión y al apoyo de la causa franquista existía desde la Guerra Civil”) y del origen y acuñación de la serie Palabra e Imagen. Y del hecho de que los conjurados en la pequeña empresa de su padre (ella, su hermano Oscar y Lluís Clotet) decidieron invitar a un conjunto de escritores y fotógrafos cuyos trabajos confluyeran en una colección de libros. Dice que Mario Vargas Llosa ya era una figura de las letras y que para invitarlo pidió el visto bueno de Carlos Barral (1928-1989), su promotor y editor en Seix Barral, quien además de dárselo, escribió un prólogo ex profeso para Los cachorros del que cita pasajes. Dice que ella y su hermano Oscar conocieron “a Vargas Llosa en París. Nos citó en Les Deux Magots. Joven, guapo, educadísimo. Se decidió que escribiría para nosotros un cuento que entonces se llamaba ‘Pichula Cuéllar’; un título que fue imposible que pasara la censura. Nos contó la historia y nos aseguró que nos la enviaría muy pronto terminada. Pero le llevó mucho tiempo y ni siquiera la última versión le gustaba demasiado. Ya dice Carlos que este tipo de escritor es ‘un eterno insatisfecho de su obra, de la que las partes escritas no le parecen sino insuficientes ensayos’.”

Mario Vargas Llosa en 1967
  El caso es que Mario Vargas Llosa vivía en París y allí escribió su cuento ubicado en una Lima de los años 40, 50 e inicios de los 60 del siglo XX. Y Xavier Miserachs vivía en Barcelona y cada uno trabajó en su ámbito idiosincrásico. El fotógrafo no hizo una ilustración puntual del cuento (algo así como una fotonovela), sino un ensayo fotográfico (en blanco y negro) que dialoga, traslada y reinventa el sentido del relato en un entorno europeo de los años 60, cuyo look ahora resulta muy demodé, con una ineludible y magnética pátina que Hugo Hiriart denominaría “estética de la obsolescencia”. 

     
Xavier Miserachs (1937-1998)
Foto: Pilar Aymerich
        
             Quienes hayan leído o lean Los cachorros no extrañarán que en las fotos iniciales de Xavier Miserachs se vean a escolares de primaria educados por curas con sotana; que las segundas aludan los infantiles juegos de pelota, el futbolito y el fulbito; luego sus correrías callejeras, diversiones, fiestas y galanteos juveniles, incluso en la playa; más tarde los compromisos matrimoniales; y por último las locuras y la intemperancia en el veloz Porsche (un “pequeño bastardo” que evoca el minúsculo Porsche Spyder 550 de James Dean) y la obvia colisión. 
     
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
      
        La última espléndida y panorámica imagen en gran angular (distribuida en las postreras guardas y con un baño de color) podría titularse “La ciudad y los perros”, pues allí un difuso hombre, a un lado de la cinta asfáltica de la gran urbe, lleva y guía con sus correas a diez “Malpapeados” y peligrosos daneses (debieron ser nueve, el número de los círculos del infierno), algunos con bozal, y parece contrastar con el nombre del cuento y aludir el destino del tremendo y feroz Judas, que es un danés, cuyo cruento ataque inocula el apodo del emasculado Pichulita Cuéllar y hace de su vida una angustia permanente, una neurosis continua, un vacío, una fobia y un infierno in crescendo

     
Portada del DVD de Los cachorros, película de 1973 dirigida por Jorge Fons,
basada en el relato homónimo de Mario Vargas Llosa.
          
         El sobrio y sugestivo ensayo fotográfico del español Xavier Miserachs recuerda el infumable y homónimo churro “orgullosamente mexicano”: la libre adaptación y pésima reinvención fílmica del relato de Mario Vargas Llosa que el tuxpeño Jorge Fons —el estupendo director de Rojo amanecer (1989) y de El callejón de los milagros (1995)— estrenó, en México, en 1973 (aún circula en DVD y en YouTube), en cuyo elenco figuran José Alonso, Helena Rojo, Carmen Montejo, Augusto Benedico, Gabriel Retes, Arsenio Campos, Dunia Saldívar, Pedro Damián, Silvia Mariscal y Cecilia Pezet.



II de II   
                 
Sebastián Sañazar Bondy
(1924-1965)
           Mario Vargas Llosa dedicó Los cachorros “A la memoria de Sebastián Salazar Bondy” (1924-1965), poeta y polígrafo peruano a quien el joven Mario frecuentó en Lima durante sus años en la Universidad de San Marcos, quien fue miembro del jurado del susodicho concurso de La Revue Française que ganó en 1957 y por ende le “decía, envidioso: ‘Te pasa lo mejor que le puede pasar a nadie en el mundo: ¡Irse a París!’”. Y como Salazar Bondy recién había estado unos meses en Francia, le “preparó una lista de cosas imprescindibles para hacer y ver en la capital francesa”, entre ello la dirección de un hotelito del Barrio Latino a donde Mario, en enero de 1958, pensaba mudarse después de los 15 días del premio pasados en el hotel de lujo Napoleón, desde cuyo cuarto con balconcito veía el Arco del Triunfo; pero a la hora de despedirse el gerente le dijo que se “quedara allí [los otros 15 días] pagando lo que iba a pagar en el hotel de Seine”. 
Después de todo el despliegue de recursos técnicos que implica el puzzle y la magistral urdimbre de intrincadas y fragmentarias tramas de su novela La Casa Verde (1965), el relato Los cachorros (1967) parece un ejercicio de estilo, un divertimento sin un pelo de “literatura comprometida”, el canon sartreano que fue credo de Mario Vargas Llosa desde los años 50 hasta mediados de los 60 y por ende sus coterráneos en Lima: Luis Loayza (“el borgiano Petit Thouars”) y Abelardo Oquendo (“el Delfín”) lo apodaban “el sartrecillo valiente”.
Luis Loayza  (el borgiano Petit Thouars) y Abelardo Oquendo (el Delfín) ,
amigos de Mario Vargas Llosa, quienes lo llamaban 
el sartrecillo valiente.
(Lima, 1956)
  Los cachorros, dividido en seis capítulos y con cinco personajes principales (Choto, Mañuco, Chingolo, Lalo y Pichula, el protagonista), de relato tradicional sólo implica el hecho de que de manera progresiva en el tiempo tiene un inicio, un medio y un desenlace, de la infancia a la joven adultez de los protagonistas, decurso signado por el drama, la pesadumbre, los miedos, las inseguridades, la inmoderación y el desprecio por la vida y la muerte de Pichula Cuéllar y su trágico fallecimiento. Así, lo singular es la forma narrativa consubstancial e inextricable al sentido, la manera en que el autor acomete y desarrolla el cuento en una Lima de los años 40, 50 y principios de los 60, vista a través de la educación, las costumbres, los hábitos, los usos, los prejuicios y la idiosincrasia de un grupo de clase media y alta (niños, adolescentes, jóvenes, adultos) que inicia su aprendizaje existencial en el Colegio Champagnat, de sacerdotes maristas. 

Aderezado con lúdicas onomatopeyas, con jerigonza y coloquiales peruanismos, apócopes y frases hechas, marcas de objetos y golosinas e iconos de la época, el relato es narrado de manera polifónica por un conjunto de voces (incluida la omnisciente voz narrativa) que sucesivamente cambian de enunciado en enunciado y en un mismo párrafo (de persona y de personaje) y que se urden entre sí alterando ciertas convenciones en el uso (y no uso) de los signos de puntuación, todo lo cual le da a la narración un ritmo y una eufonía vertiginosa y envolvente. 
De ahí que en el fragmento inicial se lea: “Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.”
       Y en el último: “Eran hombres hechos y derechos ya y teníamos todos mujer, carro, hijos que estudiaban en el Champagnat, la Inmaculada o el Santa María, y se estaban construyendo una casita para el verano en Ancón, Santa Rosa o las playas del sur, y comenzábamos a engordar y a tener canas, barriguitas, cuerpos blandos, a usar anteojos para leer, a sentir malestares después de comer y de beber y aparecían ya en su pieles algunas pequitas, ciertas arruguitas.”
      Es probable que esa Lima y los personajes del cuento y sus ámbitos geográficos y urbanos nunca hayan existido como tales, al pie de la letra. Pero no es difícil inferir que el autor utilizó su “experiencia personal como punto de partida para la fantasía”, como es, por ejemplo, la afición generacional por los mambos y su popular ídolo Dámaso Pérez Prado (el celebérrimo e inmortal Cara de foca), por las guarachas, los boleros y valses que los protagonistas cultivan en su adolescencia. 
   
Maritza Angulo y Mario Vargas Llosa bailando en una fiesta
(Miraflores, 1952)
      
          Se recordará, otro ejemplo, al Hermano Leoncio, el primer sacerdote marista que figura en el relato, quien con un manazo suele quitarse el mechón de pelo que se le viene al rostro y quien es uno de los curas que acuden —él vociferando palabrotas en español y francés— a auxiliar al niño Cuéllar cuando es atacado por el perro Judas mientras se bañaba desnudo tras un entrenamiento de fútbol, y a quien le toca perseguir, atrapar y enjaular a la virulenta mascota. Pues bien, en “Lima la horrible”, el III capítulo de su libro de memorias El pez en el agua (1993) y homónimo de un ensayo de Salazar Bondy, Mario Vargas Llosa evoca los tres años que estudió en el católico colegio La Salle, en la capital peruana, entre 1947 y 1950, donde alude, en la página 57, a un sacerdote que a todas luces es el modelo del sacerdote del cuento: “El Hermano Leoncio, nuestro profesor de sexto de primaria, un francés colorado y sesentón, bastante cascarrabias, de alborotados cabellos blancos, con un enorme rulo que estaba todo el tiempo cayéndose sobre la frente y que él se echaba atrás con equinos movimientos de cabeza, que nos hacía aprendernos de memoria poesías de fray Luis de León (‘Y dejas, pastor santo...’).” Personaje, quizá olvidable, que cobra relevancia por el conato pedófilo que evoca el ahora Premio Nobel de Literatura 2010 entre las páginas 75 y 76 de sus memorias, más aún a la luz de los sucesivos y multiplicados casos de pederastia que infestan a las legiones de sacerdotes católicos en toda la aldea global y que no ignoran, sin dolores de cabeza, ni el Papa Ratzinger ni el Papa Francisco: 
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
  “No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar ‘¡Suélteme, suélteme!’ con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como ‘pero por qué te asustas’. Salí corriendo hasta la calle.

“¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría también él, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara.
“A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios [...]”
Foto de Xavier Miserachs para Los cachorros (1967)
  Vale puntualizar que en Los cachorros no figura ningún cura pederasta, pero sí cierto atisbo de mariconería y pederastia en la perturbada y vertiginosa etapa terminal del protagonista: “Cuando Lalo se casó con Chabuca, el mismo año que Mañuco y Chingolo se recibían de Ingenieros” y “Cuéllar ya había tenido varios accidentes y su Volvo andaba siempre abollado, despintado, las lunas rajadas.” Periodo en que lleva una oscura vida noctámbula en tabernas y tugurios donde concurren mafiosos y homosexuales; “pero en el día vagabundeaba de un barrio de Miraflores a otro y se lo veía en las esquinas, vestido como James Dean (blue jeans ajustados, camisita de colores abierta desde el pescuezo hasta el ombligo, en el pecho una cadenita de oro bailando y enredándose entre los vellitos, mocasines blancos), jugando trompo con los cocacolas, pateando pelota en un garaje, tocando rondín. Su carro andaba siempre repleto de rocanroleros de trece, catorce, quince años y, los domingos, se aparecía en el Waikiki”, donde frecuentaba “pandillas de criaturas”, que “uno por uno los subía a su tabla hawaiana y se metía con ellos más allá de la reventazón [...]” 

James Dean y el pequeño bastardo
  El parangón con el actor James Dean (1931-1955), estrella del emblemático filme Rebelde sin causa (1953) no es gratuita, pues su impronta hollywoodense y la leyenda negra y los equívocos de su acelerada y arquetípica vida y muerte estaban muy presentes en el imaginario colectivo de la juventud de la época, y, a su modo, el argumento de Los cachorros y la personalidad de Pichula Cuéllar lo parafrasean y tributan. 

Hay que subrayar que el perfil psicológico de Pichula Cuéllar está muy bien trazado: resulta persuasivo y convincente, desde el sorpresivo ataque del perro Judas que de niño le destroza o le arranca el pene, pasando por miedos, inseguridades y pleitos infantiles, su cambio de alumno ejemplar a uno perezoso que consienten y procuran los sacerdotes, de un sometido a la voluntad paterna a un dictadorzuelo que obliga a sus progenitores a perdonarle sus travesuras y a cumplirle sus caprichos de niño bien; sus celos ante los galanteos y conquistas de sus compinches ya adolescentes, sus actitudes esquivas ante las féminas, sus locuras, sus majaderías, sus borracheras, su temeridad y su desprecio por la vida y la muerte corriendo con la tabla mortales olas y luego veloces autos con los que ejecuta carreras, suertes y competencias y con los que tiene varios accidentes, en el último de los cuales se mata.
James Dean en el pequeño bastardo
  Si la leyenda de James Dean reza que era bisexual, lo mismo podría decirse de Pichula Cuéllar. A los dos les gusta correr autos y competir en confrontaciones automovilísticas y ambos, aún jóvenes, mueren en un súbito choque. En ese sentido, si en Rebelde sin causa el jovenzuelo e inofensivo Jim Stark (James Dean) se ve obligado a enfrentarse a otro (con pose de matón) en una veloz carrera hasta un precipicio donde pierde el primero que salta del coche a toda máquina, en Los cachorros el jovenzuelo Pichula Cuéllar, por osadía y diversión, tiene “su primer accidente grave [ya había tenido otros] haciendo el paso de la muerte 
—las manos amarradas al volante, los ojos vendados— en la Avenida Angamos.”


Mario Vargas Llosa, Los cachorros. Prólogo de Esther Tusquets. Fotos en blanco y negro de Xavier Miserachs. Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial. Madrid, 2010. 114 pp.


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Enlace a Los cachorros (1973), película dirigida por Jorge Fons, basada en la narración homónima de Mario Vargas Llosa.
"James Dean", rolita de Eagles, incluida en su disco On the border (1974).