Una pulguita negra como yo
I de IX
Sin duda El pájaro pintado (2019), largometraje
de 169 minutos, rodado en 35 milímetros y en blanco negro, del guionista,
productor y director checo Václav Marhoul, revitalizó, a nivel global y en
diversos idiomas, la novela homónima del escritor polaco Jerzy Kosinski. No
obstante, con su espléndida fotografía y sugestivas localizaciones (y un notable
reparto en el que figuran estrellas de Hollywood), y hablada en checo, ruso,
intereslavo y alemán, es sólo una resumida adaptación, con aleaciones y variantes,
de la riqueza anecdótica y de los innumerables matices e intríngulis que se leen
en la trama del libro que Kosinski, asentado en Nueva York desde 1957, escribió
en inglés.
Houghton Mifflin Boston, diciembre 15 de 1965 |
De 1965 data la edición príncipe de The Painted Bird, impresa en Boston por
la editorial Houghton Mifflin. Y de 1976 data la edición revisada y aumentada
por el propio Kosinski. De ahí que en la traducción al español de Eduardo
Goligorsky, editada en la Península Ibérica por Pomaire (con pastas duras,
guardas y sobrecubierta), cuyo tiraje se terminó de imprimir en Badalona “el
día 26 de octubre de 1977”, se lea una nota que reza: “Esta nueva edición de El pájaro pintado incorpora algunos
materiales que no aparecieron en la primera.” Y que esté precedida por un
prefacio que el narrador fechó en “Ciudad de Nueva York, 1976”.
Editorial Pomaire Badalona, octubre 26 de 1977 |
Vale apuntar que por entonces la extinta Editorial Pomaire tenía distribución en Argentina, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, España, Estados Unidos, México, Uruguay y Venezuela. Y que la traducción de Eduardo Goligorsky resulta tan lograda, envolvente y persuasiva que se tornó canónica. De ahí que Debolsillo, sello editorial del consorcio transnacional Penguin Random House, la haya reeditado, en 2011, en formato físico e iBook.
II de IX
El pájaro pintado (Pomaire, 1977) 3a de forros |
En su prefacio, Jerzy Kosinski, de manera mínima y somera, pero muy ilustrativa, esboza la censura y proscripción de El pájaro pintado en su país natal y en los países del bloque “socialista” dominado por la bota militar y totalitaria de la URSS. “Nunca se publicó en mi patria”, dice, “ni se permitió su introducción”. Pero eso sí: “algunos diarios y revistas de Europa oriental emprendieron una campaña contra la obra”. Por ejemplo, afirma: “Indignados artículos de fondo de publicaciones controladas por el Estado denunciaban que las autoridades norteamericanas me habían ordenado escribir El pájaro pintado con fines políticos ocultos.” E incluso esa campaña le pisó los talones en su departamento de Manhattan, pues, dice, un día “Dos hombres robustos, vestidos con gruesas gabardinas”, se presentaron con “el artículo del New York Times sobre los ataques contra El pájaro pintado” y con un par “de tubos de acero envueltos en periódicos”. Los hombretones nunca lo habían visto y por ello no pudieron correlacionar la reproducción borrosa de una vieja foto suya que acompañaba el artículo, con la persona que tenían enfrente, quien se hizo pasar por un primo de Kosinski y los instó a esperarlo. Ese par de matones estaban allí, le dijeron, para “castigar a Kosinski por El pájaro pintado, un libro que injuriaba a su país y ridiculizaba a sus habitantes”. Maldecían al escritor y hablaban entre sí utilizando el dialecto rural que él entendía. Según dice: “Permanecí callado, estudiando sus anchos rostros campesinos, sus cuerpos rechonchos, sus gabardinas demasiado holgadas. Aunque separados por una generación de las chozas con techo de paja, de la fétida vegetación de las ciénegas y de los arados tirados por bueyes, continuaban siendo los campesinos que había conocido. Parecían haber salido de las páginas de El pájaro pintado.” Así que con unos tragos de vodka, un revólver oculto en el librero, varios disparos de la cámara fotográfica, y una buena dosis de astucia y teatralización, Kosinski logró que se largaran sin tocarle un pelo.
Jerzy Kosinski |
Según reporta el novelista: “La campaña contra el libro, que había sido generada en la capital del país [polaco], no tardó en difundirse por toda la nación. En el curso de pocas semanas, aparecieron varios centenares de artículos y un alud de chismes. La red de televisión controlada por el Estado presentó una serie, ‘Sobre los pasos de El pájaro pintado’, con entrevistas a personas que supuestamente habían estado en contacto conmigo o con mi familia durante los años de la guerra. El director del programa leía un pasaje de la novela, y luego presentaba al individuo que, según él decía, había inspirado al personaje ficticio. Estos testigos ofuscados, a menudo analfabetos, estaban despavoridos por lo que hipotéticamente habían hecho, y a medida que desfilaban se les oía despotricar coléricamente contra el libro y su autor.”
Y por lo que relata, esa campaña mediática también
proliferó en el mundillo intelectualoide prohijado y apapachado por el establishment
polaco, pues, según narra, por instancias del PEN Club, en la Gran Manzana le
sirvió de traductor y cicerón a una joven poeta que había llegado de Polonia
para una cirugía cardíaca. Ya de regreso en su país, dice, “me envió una carta,
por intermedio de otra persona, en la que me advertía que la unión nacional de
escritores había descubierto nuestra amistad y le exigía que escribiera un
cuento corto basado sobre su encuentro en Nueva York con el autor de El pájaro pintado. En la historia yo
aparecía como un hombre desprovisto de moral, un pervertido que había jurado
denigrar todo lo que su madre patria representaba. Al principio se había negado
a escribirla, explicando que como no sabía inglés no había leído la novela, y
que nunca había hablado de política conmigo. Pero sus colegas siguieron
recordándole que la unión de escritores había sufragado la operación y le
pagaba toda la atención médica postoperatoria. Insistieron en que, como era una
poetisa descollante y ejercía considerable influencia sobre los jóvenes, tenía
el deber de cumplir con su obligación patriótica y atacar, por escrito, al
hombre que había traicionado a su país.
“Unos amigos me enviaron la revista
literaria semanal donde publicó el relato difamatorio solicitado. Yo intenté
comunicarme con ella por intermedio de nuestros amigos comunes para hacerle
saber que comprendía que la habían colocado en un compromiso ineludible, pero
nunca contestó. Pocos meses más tarde me enteré de que había sufrido una crisis
cardíaca que había producido su muerte.”
(Editions Flammarion, París, 1966) Prix du Meilleur Livre Étranger 1966 |
No menos patético y sintomático sobre la carencia de libertades, el control ideológico, la intolerancia, la manipulación, la coerción y la represión impuesta en ese sistema autoritario y antidemocrático, es el caso del notable escritor que elogió la novela y luego se vio obligado a desdecirse. Jerzy Kosinski, sin precisar, alude la versión francesa, traducida por Maurice Pons, editada en París, en 1966, por Flammarion, con el título L’oiseau bariolé, que ese año mereció el Prix du Meilleur Livre Étranger (Premio al mejor libro extranjero): “Uno de los mejores y más respetados autores de Europa oriental leyó la versión francesa de El pájaro pintado y elogió la novela en su reseña bibliográfica. Pronto la presión gubernamental lo obligó a retractarse. Publicó su opinión revisada y luego la completó con una ‘Carta abierta a Jerzy Kosinski’ que apareció en la revista que él mismo dirigía. En ella, me advertía que yo, como otro novelista premiado que había traicionado su lengua nativa para adoptar un idioma extranjero y alabar al decadente Occidente, terminaría mis días suicidándome en un sórdido hotel de la Riviera.” (Vale contrastar que Kosinski sí terminó suicidándose, pero por otros motivos. Lo hizo a los 58 años el 3 de mayo de 1991. Según se lee en Wikipedia, tomó “una dosis mortal de barbitúricos, su habitual ron con Coca Cola y asegurándose del resultado introduciendo su cabeza en una bolsa de plástico”. Y de irónico colofón “Dejó una nota” que se publicó el siguiente 13 de mayo en el Newsweek: “Me he ido a dormir por un rato mayor de lo habitual. Llamad Eternidad a ese rato.”)
Pero el acoso a su madre, en Lodz —la
ciudad polaca donde el escritor nació el 14 de junio de 1933— sin duda lo
trastocó sobremanera. Según narra en su prefacio:
“Cuando se publicó El pájaro pintado, mi madre, que era mi único familiar consanguíneo sobreviviente, ya frisaba los sesenta y había sido operada dos veces de cáncer. Al descubrir que aún vivía en la ciudad donde yo había nacido, el principal diario local publicó artículos injuriosos en los que la acusaban de ser la madre de un renegado, al mismo tiempo que instigaba a los fanáticos y a las multitudes de vecinos enardecidos a arremeter contra su casa. La policía se presentó a la llamada de la enfermera de mi madre, pero se limitó a permanecer de brazos cruzados, simulando controlar a quienes se autoerigían en defensores de la justicia.
Jerzy Kosinski en 1973 (Foto: Rob Mierment) |
“Cuando un viejo condiscípulo me telefoneó a Nueva York para comunicarme, furtivamente, lo que sucedía, movilicé todo el apoyo que pude obtener de organizaciones internacionales, pero durante meses mis esfuerzos parecieron vanos, porque los vecinos coléricos, ninguno de los cuales había leído realmente mi libro, continuaron sus ataques. Por fin, los funcionarios gubernamentales, fastidiados por las presiones que ejercían las organizaciones extranjeras interesadas en el problema, ordenaron a las autoridades municipales que trasladaran a mi madre a otra ciudad. Permaneció allí durante algunas semanas, hasta que amainaron las agresiones, y después se trasladó a la capital, dejando todo atrás. Con la ayuda de algunos amigos pude mantenerme al tanto de su paradero y enviarle dinero regularmente.
“Aunque la mayor parte de su familia había
sido exterminada en el país que ahora la perseguía, mi madre se negaba a
emigrar, e insistía en que deseaba morir y ser sepultada junto a mi padre, en
la tierra donde había nacido y donde todos los suyos habían sucumbido. Cuando
falleció, su muerte se utilizó como medio para abochornar e intimidar a sus
amigos. Las autoridades no permitieron publicar ningún anuncio del funeral y la
simple noticia de su fallecimiento sólo apareció varios días después del
entierro.”
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
En su prefacio, Jerzy Kosinski refiere “una costumbre campesina que había observado durante mi infancia. El entretenimiento favorito de uno de los aldeanos consistía en atrapar aves, pintarles las plumas, y soltarlas luego para que se reunieran en bandadas. Cuando dichos pájaros refulgentes de colores buscaban la protección de sus semejantes, éstos los veían como intrusos amenazadores, atacaban a los descastados hasta matarlos. Resolví enmarcar yo también mi obra en un territorio mítico, en el presente ficticio intemporal, libre de las ataduras de la geografía y la historia. Mi novela se titularía El pájaro pintado.” Vale objetar, no obstante, que si bien la obra se sucede en un territorio mítico e imaginario: el de la novela contada por la omnisciente, minuciosa e ingenua voz de un niño, su presente ficticio no resulta intemporal, ni libre de las ataduras de la geografía y la historia. Esto se advierte desde el primer párrafo del primer capítulo, pues la obra inicia los veinte capítulos que la integran con un breve proemio en cursiva, que es la única parte en la que narra una impersonal voz narrativa que sitúa al lector en el tiempo y en el espacio: Durante las primeras semanas de la Segunda Guerra Mundial, en el otoño de 1939, los padres de un niño de seis años de una gran ciudad de la Europa oriental, lo enviaron, como a miles de otras criaturas, al abrigo de una lejana aldea. Lo cual se complementa con el hecho contundente de que la novela (con sus mil y un sucesos y minucias) concluye seis años después, en 1945, cuando el protagonista ya tiene doce años y los nazis han sido expulsados y derrotados por el ejército soviético, quien ahora controla ese territorio de la Europa oriental e impone la ideológica comunista y atea, deificando la emblemática figura de Stalin; y lo que se observa en el entorno donde ahora se mueve y narra el niño son los desastres de la postguerra; o sea, para decirlo con Andrezj Wajda: el paisaje después de la batalla.
Jerzy Kosinski con el actor polaco Daniel Olbryschki, protagonista de Paisaje después de la batalla (1970), película dirigida por el cineasta polaco Andrzej Wajda. |
Y en lo que corresponde a la transposición novelada de esa costumbre campesina de pintar un pájaro y soltarlo para que en el aire lo ataquen y maten sus congéneres, esto ocurre en el capítulo cinco, cuando el niño protagonista convive con el pajarero Lej. Lej, que imita el silbido de los pájaros y los atrapa con trampas para intercambiarlos por víveres y utensilios, sostiene un vínculo sexual con la Estúpida Ludmila; una mujer semidesnuda, alta y esbelta, de grandes pechos y fuertes pantorrillas, ninfómana y deficiente mental, que sobrevive escondida en el bosque aledaño a la aldea, acompañada por un enorme perro. Ludmila desparece un tiempo; y Lej, para atraerla hacia él, pinta un pájaro con pestilentes colores que él elabora y lo suelta al vuelo para que sus congéneres lo maten a picotazos en el aire. Esto lo repite varias veces y varios días sin que Ludmila se haga presente; mientras Lej, ansioso y deprimido, se pierde en el bosque para aturdirse con el vodka casero. Cuando reaparece Ludmila, a la fuerza y con algún cintarazo, intenta que el niño de siete años la fornique. Esto lo observan varios campesinos que dejan sus labores para desfogarse con ella. Un grupo de mujeres (quizá madres, esposas, hermanas o novias de esos aldeanos) se acercan a la fornicación armadas con rastrillos, palas y palos. Los hombres se alejan a la carrera y observan a la distancia. Las mujeres matan al perro con golpes salvajes de pala y someten y golpean a Ludmila:
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
“La Estúpida Ludmila sangraba profusamente. Sobre su cuerpo atormentado aparecieron hematomas azules. Gemía con voz potente, arqueaba la espalda y temblaba, esforzándose en vano por liberarse. Entonces se acercó una de las mujeres, empuñando una botella tapada y llena de estiércol negruzco. En medio de las risas roncas y los gritos de estímulo de sus compañeras, se arrodilló entre las piernas de Ludmila e insertó la botella dentro de la vagina maltratada y ultrajada, mientras ella chillaba como una bestia. De pronto, una de ellas pateó con todas sus fuerzas el fondo de la botella que asomaba por el bajo vientre de la Estúpida Ludmila. Se oyó el ruido apagado de vidrios que se hacían añicos dentro de ella. Luego todas las mujeres asestaron puntapiés y la sangre saltó a borbotones alrededor de sus botas y sus pantorrillas. Cuando acabaron con ese ejercicio, Ludmila estaba muerta.”
En el suceder de la novela, esto es sólo un
botón de muestra de la crudeza, crueldad, deshumanización e impunidad que
pulula entre los romos habitantes de las aldeas (supersticiosas, xenofóbicas, rezagadas,
incultas y analfabetas) entre las que se desplaza y subsiste el menor.
IV de IX
Jerzy Kosinski |
A parecer, Jerzy Kosinski, quien era un niño durante la Segunda Guerra Mundial, también fue alejado de sus padres y escondido en una aldea para protegerlo de los nazis. Pero esto no significa que El pájaro pintado sea una novela autobiográfica, testimonial y realista en sentido estricto; suponerlo, a priori, además de entrar en un debate desenfocado, anacrónico y caduco, implica plantear una perogrullada, un inútil bizantinismo. No obstante, desde la imaginación y el cruento y cruel drama imaginario y literario, sí es una exploración de las zonas más oscuras y controvertidas que signan el comportamiento y la psique humana desde la noche de los tiempos. Y para lograrlo y condensarlo, se transluce que Kosinski se documentó en mil y una minucias relativas a la flora y fauna y a la geografía de la Europa oriental, a las creencias, cuentos populares, supersticiones y supercherías de los aldeanos fanáticos, xenofóbicos y de pocas luces; y no sólo en anécdotas, testimonios y documentos históricos concernientes a lo ocurrido en la zona durante la ocupación nazi, como son los campos de concentración y los crematorios distribuidos en el territorio; las casamatas militares abandonadas por los alemanes y los puestos artillados de éstos en los puentes de los ríos y en las estaciones del ferrocarril; más los trenes de carga, atestados de gitanos y judíos, que cruzaban los campos y las inmediaciones de las chozas de piso de tierra y sin luz eléctrica; y la satanización y persecución de gitanos y judíos ocultos en algún sitio de las aldeas.
Sobre este último abrevadero, por ejemplo, en su prefacio transcribe el testimonio de “una sobreviviente de diecinueve años que describió el castigo aplicado a una aldea de Europa oriental que había concedido asilo a un enemigo del Reich: ‘Vi cómo los alemanes llegaban junto con los calmucos para pacificar la aldea —escribió la joven—. Fue una escena pavorosa, que perdurará en mi memoria hasta que muera. Después de rodear la aldea, empezaron a violar a las mujeres, y luego dieron la orden de quemarla junto con todos sus habitantes. Fuera de sí, aquellos salvajes acercaron teas a las casas, y quienes huían eran acribillados a tiros o arrojados nuevamente a las llamas. Les arrebatan los hijos a las madres y los lanzaban al fuego. Y cuando las mujeres desconsoladas corrían para salvar a sus niños, les pegaban un tiro primero en una pierna y luego en la otra. Sólo las mataban cuando consideraban que ya habían sufrido bastante. Esa orgía duró todo el día. Al anochecer, cuando los alemanes se fueron, los aldeanos regresaron lentamente para rescatar los despojos. Lo que vimos fue horrible: los maderos humeantes y los restos de los incinerados en las proximidades de las cabañas. Detrás de la aldea, los campos estaban cubiertos de cadáveres; aquí, una madre con su hijo en brazos y con la cara salpicada por los sesos de la criatura; más allá, un niño de diez años con su libro de lectura en la mano.’ Todas las aldeas de Europa oriental conocieron episodios de esa naturaleza, y centenares de comunidades corrieron una suerte parecida.” Comenta Jerzy Kosinski, quien en su prefacio dice: “Tal vez la mejor prueba de que no exageré la brutalidad y la crueldad que caracterizaron a los años de guerra en Europa oriental, la constituye el hecho de que algunos de mis antiguos compañeros de escuela, que consiguieron ejemplares clandestinos de El pájaro pintado, escribieron luego que la novela era un relato bucólico cuando se la comparaba con las experiencias que tantos de ellos y sus familias padecieron durante la conflagración.” Y en el capítulo quince narra, a través de los ojos del niño y de un modo muy visual, descarnado e impresionante, el brutal y feroz ataque a una aldea.
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
En la película de Václav Marhoul lo hace una horda de cosacos a caballo. Pero en la novela de Kosinski se trata de una caterva de jinetes, llamados calmucos por sus rasgos mongoles, quienes arriban a galope tendido después de la huida de los nazis ante el avance y la inminente llegada del ejército soviético. Esos calmucos, armados de rifles y sables, portan “uniformes alemanes verdes con botones brillantes y quepis calados hasta los ojos”. Y según narra la cronista voz del niño: “Los campesinos decían que cuando el hasta entonces invencible ejército alemán había ocupado un vasto territorio soviético, se le habían sumado muchos calmucos, la mayoría de ellos voluntarios, y desertores del ejército ruso. Como odiaban a los soviéticos se aliaron a los alemanes, que les permitían saquear y violar según lo estipulado por sus costumbres guerreras y sus tradiciones varoniles. Por eso enviaban a los calmucos a las aldeas y ciudades a las que querían castigar por alguna transgresión, y sobre todo a aquellas que se levantaban en los lugares por donde debía pasar en su avance el ejército rojo.” Y de hecho, los asesinatos, torturas, destrozos, incendios de las chozas, y las frenéticas y delirantes violaciones de las mujeres (incluida una niña de unos cinco años) son interrumpidas por la llegada del ejército soviético. Los calmucos tratan de huir y esconderse. Y quienes no son ejecutados al rendirse, son colgados de los árboles. Según narra el niño:
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
“A los calmucos se les veía desde lejos: colgaban de los árboles como piñas gigantescas, desprovistas de savia. Cada uno ocupaba un árbol distinto, suspendido por los tobillos, con las manos atadas detrás de la espalda. Los soldados soviéticos, de rostros cordiales y sonrientes, se paseaban liando cigarrillos con trozos de periódico. Aunque los soldados no permitían que los campesinos se acercaran, algunas mujeres, que reconocieron a sus martirizadores, empezaron a maldecirlos y a arrojar pedazos de madera y puñados de tierra contra los cuerpos que pendían fláccidamente.
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
“Las hormigas y las moscas se paseaban sobre los calmucos colgados. Se metían en sus bocas abiertas, en sus fosas nasales y en sus ojos. Anidaban en sus orejas y pululaban sobre su pelo. Llegaban por millares y se disputaban el lugar más apetecible.
“Los hombres se mecían a merced del viento
y algunos de ellos giraban lentamente, como salchichas que se estuvieran
ahumando sobre el fuego. Otros se estremecían y emitían un chillido o un
susurro ronco. Varios parecían muertos. Colgaban con los ojos muy abiertos, sin
parpadear, y las venas del cuello se les habían hinchado monstruosamente. Los
campesinos encendieron una fogata cerca de allí, y familias íntegras miraban a
los calmucos suspendidos, recordando sus crueldades y regocijándose ante el fin
que habían encontrado.”
V de IX
En el citado proemio en
cursiva se lee sobre el itinerario inicial del niño, quien corporifica la voz
de un arquetipo infantil del que nunca se sabe su nombre:
Los
pueblos donde habría de pasar los cuatro años siguientes pertenecían a un grupo
étnico distinto de su región natal. Los campesinos locales, aislados y unidos
entre sí por lazos de consanguinidad, eran de tez blanca, rubios y de ojos
azules o grises. El niño tenía la piel cetrina, pelo oscuro y ojos negros.
Hablaba el lenguaje de la clase culta, apenas inteligible para los campesinos
del Este.
Pensaban
que era un gitano o un judío fugitivo, y los individuos y las comunidades que
daban asilo a gitanos o judíos, a quienes les estaban reservados los ghettos y
campos de exterminio, corrían el riesgo de ser implacablemente castigados por
los alemanes.
Vale apuntar que debido a las actividades antinazis que el padre había
protagonizado antes de la guerra, él y su mujer tuvieron que esconderse para evitar que los enviaran a un campo de
trabajos forzados en Alemania o que los encerraran en un campo de concentración.
Así que, para proteger al hijo se lo encomendaron, por una suma, a un hombre
que le encontró refugio con una mujer (Marta) que muere dos meses después (al
parecer de un infarto), dejando al chiquillo a la deriva tras el accidental
incendio de la cabaña que él mismo provoca. Pero hay que objetar que el niño
sobrevive más de cuatro años entre
las aldeas, los bosques y las marismas, pues en la última aldea donde estuvo
fue donde ocurrió el arribo de los calmucos, seguido del arribo de los
soviéticos, quienes a la vera del río, donde estuvo un puente y una guarnición
nazi, montan una posta de comunicaciones, dado que conforman un “regimiento de
comunicaciones”. En el hospital de ese regimiento el niño convalece unas
semanas, debido a la herida interior que le causó un calmuco con un culatazo en
el pecho y lo dan de alta cuando ya “corría el otoño de 1944”. Los militares soviéticos
lo protegen y son amistosos con él, sobre todo sus cercanos mentores: Gavrila,
un oficial político del regimiento; y Mitka el Cuclillo, un experto francotirador
e instructor de tiro que ostenta “el título de Héroe de la Unión Soviética”, y
secreto y camuflado oficiante de la ley
del talión. Gavrila es quien le enseña a leer el ruso, pese a su traumática
mudez, cuando “ya tenía más de once años”. Al momento de despedirse, porque el
regimiento se va y a él lo destinan a un orfanatorio ubicado en una “ciudad
industrial, la mayor del país”, “la misma donde había vivido antes de la
guerra” (quizá Lodz), le encarga ser un buen comunista y leer los libros rusos
que le regala y el periódico Pravda;
cosa que él hace con fidelidad, día a día —ataviado con su uniforme de soldado
soviético a la medida (incluida “una pequeña pistola de madera, con el retrato
de Stalin a un lado y el de Lenin al otro”)— para enterarse de las andanzas y
avances del ejército de la URSS, entreviendo la promesa y la ilusión de que
cuando termine la contienda, si nadie reclama su paternidad, Gavrila vaya por
él al orfanatorio y se lo lleve a vivir al “paraíso humanitario” de la Unión
Soviética. Según dice:
León Tolstói y Máximo Gorki |
“Mi primer libro lo leí con ayuda de Gravila. Se titulaba Mi infancia, y su protagonista, un niño como yo, perdía a su padre en la primera página. Leí el libro varias veces y me llenó de esperanza. Su protagonista tampoco había tenido una vida fácil. Después de la muerte de su madre quedó totalmente solo, pero, a pesar de las múltiples dificultades se convirtió, según dijo Gavrila, en un gran hombre. Se trataba de Máximo Gorki, uno de los mejores escritores soviéticos. Sus libros llenaban muchos estantes de la biblioteca del regimiento y eran conocidos en todo el mundo.”
Si bien el niño tiene aspecto de gitano, al parecer no lo es,
dado que no posee ni recuerda nada de la cultura y las tradiciones gitanas (ni
de las judías). No obstante, los virulentos, obtusos y supersticiosos aldeanos
lo tildan, fóbicos y con desprecio, de bastardo
gitano o expósito gitano, y temen
el supuesto poder maléfico y diabólico de sus ojos negros, y no dudarían en
entregarlo a los nazis para que lo encierren o exterminen. De hecho, hay un
episodio en el capítulo diez donde un par de aldeanos son comisionados, por un
grupo guerrillero que expolia esa aldea robando cerdos, gallinas y otros
víveres (ídem los nazis), para que lo
trasladen atado en un carromato, junto a un judío ex terrateniente que estuvo
oculto, y lo entreguen a un cuartel alemán. Allí el niño ve por primera vez a
un rutilante y rubio oficial de las SS vestido
con un uniforme negro como el hollín: “su rostro estaba iluminado por el
sol, y era de una belleza prístina y cautivadora. Su tez tenía el color de la
cera, y su pelo rubio era tan suave como el de un bebé. En otro tiempo, en una
iglesia, había visto un rostro igualmente delicado. Estaba pintado sobre un
muro, bañado en la música del órgano, y sólo lo acariciaba la luz de las
vidrieras.” Al judío lo ejecutan ipso
facto por gritarle “cerdo” al oficial de las SS; y el niño, por una extraña
misericordia de ese oficial nazi, es expulsado del cuartel y prácticamente cae
en los brazos del cura que minutos antes había defendido, al judío y al niño,
de los insultos, golpes, escupitajos, basuras y piedras lanzados por la
desarrapada e infame turba de nocturnas
aves de rapiña. Y en el capítulo siete, el niño ha estado escondiéndose en
la cabaña de un herrero para el que trabaja, cuando no hay moros con
tranchetes, por la comida y el techo de paja; quizá hubo un chivatazo, pues un
grupo guerrillero llega y hace un registro en la vivienda; golpean y torturan
al herrero, a su esposa, a su hijo y a los dos jornaleros; y al niño, tras
descubrirlo oculto en el desván, lo atan de pies y manos. Y en un carromato, por
orden de esos guerrilleros, dos campesinos lo llevan hasta la posta alemana
ubicada en la estación del tren. El joven oficial que lo observa, le ordena algo
a un viejo soldado nazi, quien lo desata del carromato y atado se lo lleva de
allí andando por las vías del tren, junto a una lata de gasolina que le
entregaron. El niño, dice, “estaba seguro de que el soldado tenía la orden de
pegarme un tiro, empapar mi cuerpo de gasolina y quemarlo”. Pero de eso se
salva porque, a la mera hora, el viejo soldado nazi lo insta a que huya hacia
el bosque y él lo hace corriendo a pata pelada (va descalzo). Y según dice:
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
“Mientras yacía escuchando los ruidos del bosque, oí dos detonaciones que provenían de la vía del ferrocarril. Al parecer, el soldado simulaba mi ejecución.
“Los pájaros se despertaron y empezaron a
agitarse entre el follaje. Una lagartija saltó de una raíz, junto a mí, y me
miró atentamente. Podría haberla
reventado de un manotazo, pero estaba demasiado cansado.”
Y sólo hasta el capítulo nueve, cuando ya
ha corrido mucha tinta, el niño menciona que su padre era rubio y de ojos azules y su madre
era morena. Es decir, es mestizo, si acaso no fue adoptado o quizá sólo es
hijo biológico de ella. Y se infiere que sus padres antinazis tenían una
posición acomodada, atea y culta, dada las características del apartamento
familiar donde vivían antes de la guerra, y por los relatos y poemas que le
leían y contaban su madre y alguna niñera. De ahí que en el capítulo ocho, pese
que en esa aldea lo maltratan y menosprecian por suponerlo un bastardo gitano, su “amo” a veces lo utiliza
de loro negro, o negro rapsoda, y por ello lo embriaga para que recite los
poemas y cuentos que se sabe de memoria. Según narra:
“Mi amo era muy respetado y le invitaban a
menudo a las bodas y festejos locales. A veces, cuando los niños estaban de
buen talante y ni su esposa ni su suegra se oponían, me llevaba también. En
esas recepciones me ordenaba que hablara a los huéspedes en mi jerga urbana, y
que recitara los poemas y las narraciones que mi madre y las niñeras me habían
enseñado antes de la guerra. Comparado con el dialecto local, suave y
arrastrado, mi lenguaje ciudadano, lleno de consonantes duras que tableteaban
como fuego de ametralladoras, sonaba como una parodia. Antes de la función, mi
granjero me obligaba a beber de un solo trago un vaso de vodka. Yo me
tambaleaba, enredándome en los pies, y a duras penas conseguía llegar al centro
de la estancia.
“Iniciaba el espectáculo inmediatamente,
esforzándome por no mirar los ojos o los
dientes de los invitados. [Creen que puede causarles algún mal y cada diente
contado dizque significa un año menos de vida.] Siempre que recitaba poesías a
toda velocidad, los campesinos abrían desmesuradamente los ojos, atónitos, y
pensaban que yo estaba loco y que mi discurso atropellado era el síntoma de una
dolencia.
“Las fábulas y las historias en verso de animales les hacían prorrumpir en carcajadas. Cuando escuchaban la historia de la cabra que recorría el mundo en busca de la capital de Chivolandia, o las del gato con botas de siete leguas, del toro Ferdinando, de Blanca Nieves y los Siete Enanitos, el ratón Mickey y de Pinocho, los invitados reían, se atragantaban con la comida y espurreaban vodka.”
VII de IX
En el primer capítulo,
cuando el niño convive con Marta —una supersticiosa, maloliente, harapienta e
insalubre anciana solitaria—, es la primera en la obra que le restriega en el
rostro el estigma de sus características físicas y el peligro que ello implica
ante los atavismos y crueldades de los aldeanos blancos, rubios y ojiazules que
infestan el entorno, por lo que debe procurar mantenerse alejado de ellos. Eso
se lo vocifera cuando le niño le sugiere, que para aliviarse del dolor agudo
que padece bajo las costillas (allí donde
el corazón palpita eternamente enjaulado), cambie de piel, igual que lo
hizo la serpiente que mantiene en una pequeña madriguera de piedra:
“Cuando se lo sugerí se encolerizó y me
maldijo por ser un asqueroso blasfemo gitano, pariente del Diablo. Dijo que la
enfermedad ataca al ser humano cuando éste menos lo espera. Puede estar sentada
detrás de ti en una carreta, o puede saltarte sobre los hombros cuando te
inclinas para recoger bayas en el bosque, o pude reptar fuera de las aguas
cuando atraviesas un río en un bote. La enfermedad se infiltra en el cuerpo
subrepticia y taimadamente, a través del aire, del agua, o del contacto con un
animal u otra persona, o incluso —al decir esto me miró con desconfianza— a
través de un par de ojos negros engarzados junto a una nariz ganchuda. Esos
ojos, conocidos por el nombre de ojos gitanos o de bruja, pueden producir la
invalidez, la peste o la muerte. Por ello me prohibió que mirara directamente
sus ojos y los de los animales domésticos. Me ordenó que si alguna vez miraba
accidentalmente sus ojos o los de un animal, escupiera en seguida tres veces y
me santiguara.”
Marta, dice: “A menudo se enfurecía cuando
la masa que sobaba para el pan se agriaba [dizque porque él la miró] y me
dejaba dos días sin pan para castigarme.” También dice que “nunca bebía
líquidos ni sonreía en mi presencia. Pensaba que si lo hacía, yo podría
contarle los dientes, y cada diente contado restaría un año de su vida.”
“Siempre dormía vestida”, dice. “Según ella, las ropas eran la mejor defensa
contra la amenaza de las múltiples enfermedades que el aire fresco podía
introducir en la habitación.” Y “Para proteger la salud, afirmaba, había que
bañarse solamente dos veces al año, en Navidad y Pascua, y aun entonces muy
superficialmente y sin desvestirse. Sólo utilizaba el agua caliente para
reducir los infinitos callos, juanetes y uñeros de sus pies nudosos. Ésa era la
única razón por la que los humedecía una o dos veces por semana.” Y al igual
que otras mujeres que pueblan las aldeas de la zona, actúa de curandera y por
ello, dizque para conjurar el dolor que periódicamente la aqueja bajo las
costillas, “cogía un trozo de carne cruda, lo reducía a un picadillo fino, y lo
colocaba en una vasija de barro. Luego vertía en su interior el agua extraída
de un pozo poco antes del amanecer. La vasija la enterraba a mucha profundidad
en un rincón de la choza. Gracias a este procedimiento, los dolores se
mitigaban durante algunos días, según afirmaba, hasta que se descomponía la
carne. Pero después, cuando reaparecían los dolores, repetía la trabajosa
operación.”
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
Pero es Olga la Sabia —una curandera comarcal que hablaba un dialecto extraño que el niño no comprende muy bien, cuya choza semeja el repleto cuchitril de una bruja salida de un cuento de hadas tradicional (o de un set de Hollywood o Disneylandia) y que lo compra a un campesino que lo fustigaba con ferocidad ante la diversión de otros—, quien le brinda mayores datos sobre el tenebroso entorno de supuestos seres invisibles, latentes y maléficos que los rodean, y sobre el supuesto poder de sus ojos negros. Según narra el niño: “Me llamaba el Negro. Ella fue la primera que me enseñó que yo estaba poseído por un espíritu maligno, y que se agazapaba dentro de mí como un topo en su madriguera profunda, y cuya presencia yo desconocía. A un moreno como yo, poseído por este espíritu maligno, se le identificaba por sus ojos negros embrujados que no parpadeaban cuando miraba otros ojos claros brillantes. Debido a ello, afirmaba Olga, yo podía mirar a los demás y hechizarlos inconscientemente.” Creencia que explica por qué los campesinos blancos, rubios y de ojos azules o grises, además de insultarlo, maldecirlo y atacarlo a voces o físicamente, escupen y se persignan al verlo. No obstante, Olga la Sabia, en misiones requeridas, utiliza el supuesto poder de sus ojos negros para “curar” algún padecimiento. Poder que parece nulo cuando una epidemia (que llaman peste) empieza a diezmar a la población de una aldea, que incluso, al parecer, contagia al niño, a quien ella supone un vampiro. Según cuenta el chaval:
“Una noche empezó a arderme la cara y me vi
sacudido por convulsiones incontrolables. Olga me miró fugazmente los ojos y
apoyó su mano fría sobre mi frente. Luego, me arrastró rápida y silenciosamente
hasta un campo apartado. Allí excavó un hoyo profundo, mi quitó las ropas y me
ordenó que saltara dentro.
“Una vez estuve dentro del hoyo, temblando
de fiebre y de frío, Olga volvió a llenarlo de tierra y me sepultó hasta el
cuello. A continuación pisoteó la tierra en derredor y la golpeó con la pala
hasta dejar la superficie perfectamente lisa. Después de asegurarse de que no
había hormigueros en las cercanías, encendió tres humeantes hogueras de turba.
“Así plantado en el suelo helado, mi cuerpo
se enfrió por completo en poco tiempo, como la raíz de una hierba marchita.
Perdí toda conciencia. Como una col abandonada, pasé a formar parte de la
tierra.”
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
Ese episodio de la novela casi concluye con el ataque a picotazos de una parvada de negros cuervos que aletea y brinca en torno a su cabeza; espeluznante escena que la homónima película de Václav Marhoul, con su particular narrativa y mediática publicidad, tornó icónica.
No menos sorprendente (o quizá más) resulta el procedimiento de otra curandera, ya mayor, para conjurar el bocio de un grupo de campesinos de otra aldea. Allí, durante la celebración de una boda en la que el niño hizo el citado papel de rapsoda, agazapado en un rincón cercano a la mesa de la cena para eludir la impertinencia de los briagos, ve que un par de amigos que se cuentan entre “los granjeros más prósperos de la aldea”, entran a mordisquear y compartir. Y “tal como lo estipulaba la costumbre, evitaron mirarse a los ojos y conversaron con talante serio”. Pero uno de ellos, mientras muerde un pedazo de salchicha, saca “un cuchillo de larga hoja puntiaguda” y se lo clava al otro en la espalda. El asesino “Abandonó la estancia sin mirar atrás, saboreando la salchicha con deleite.” Además de que el frío y traicionero asesino no fue desvelado (cabe suponer un complot para usar el cadáver), días después siguió entrando y saliendo y comiendo allí, tal si fuera Pedro en su bacinica. Y según cuenta el niño:
“El cadáver del hombre asesinado no fue
retirado de la casa inmediatamente después de la boda. Lo colocaron en uno de
los aposentos laterales, mientras la familia del difunto se congregaba en la
sala principal. Entre tanto, una de las mujeres más ancianas de la aldea
desnudó el brazo izquierdo del cadáver y lo lavó con un mejunje marrón. Los
hombres y las mujeres enfermos de bocio desfilaban por el aposento, de uno en
uno, con las repugnantes protuberancias de carne tumefacta colgando bajo el
mentón y extendiéndose sobre el cuello. La anciana los acercaba al cadáver,
ejecutaba unos pases complicados sobre la zona enferma, y luego levantaba la
mano sin vida para tocar siete veces la hinchazón. El paciente, pálido de
miedo, debía repetir con ella: ‘Haz que la enfermedad vaya a donde irá esta
mano’.
“Después del tratamiento, los pacientes le
pagaban a la familia del muerto por la cura. El cadáver permaneció en la
habitación. La mano izquierda descansaba sobre el pecho, y en la diestra rígida
le habían colocado un cirio sagrado. Al cabo de cuatro días, cuando en la
estancia empezó a flotar un olor más intenso, llamaron a un sacerdote e
iniciaron los preparativos para el entierro.”
VIII de IX
En el decurso de la
novela, el niño es testigo de brutales y crueles episodios; por ejemplo: ve cómo
un celoso molinero con una cuchara de hierro le saca los ojos a un muchacho que
era su empleado. Ve cómo un carpintero, en el oscuro fondo de una casamata
militar abandonada, es devorado por un
mar negro y efervescente de ratas (caída que el niño propicia con astucia para
librarse del maltrato, de los golpes y del inminente asesinato dentro de un
saco). Ve el violento acto sexual entre un aldeano y una judía (huida de un
tren) que iba a ser entregada a los nazis: extrañamente, el tipo no puede
librarse de la vagina y mandan a llamar a una comadrona bruja para que los separe; la judía es asesinada y
abandonan el cadáver en las vías del tren para que lo recoja la patrulla nazi.
Ve, con horror, el ayuntamiento de
una mujer desnuda que se mete debajo de un hediondo macho cabrío; orgiástico
bestialismo en el que participan, desnudos, el hermano de ella y el supuesto
padre de ambos. Por entonces, el jefe de esa aldea, tras ver que “no tenía
llagas ni úlceras en el cuerpo” y que “sabía hacer el signo de la cruz”, le
encontró acomodo (casi de esclavo) en la alejada granja de conejos del tal
Makar, quien vive con sus hijos: Anton, de 20 años, y Ewka, de 19. Según narra
el niño, a Makar no “le conocían muy bien en la aldea. Había llegado hacía
pocos años y le trataban como a un forastero. Pero circulaban rumores de que
evitaba a los demás porque pecaba tanto con el muchacho que pasaba por su hijo
como con la chica que pasaba por su hija.” A lo que se añade el bestialismo que
el pelirrojo Makar practica con la más grande y hermosa de sus conejas de ojos
rosados; pero esto, por ingenuo, no lo infiere el niño. Según dice: a Ewka el
“bocio empezaba a desfigurarle el cuello”; “Era alta, rubia y delgada, con
pechos semejantes a peras aún no maduras y caderas que le permitían deslizarse
fácilmente entre las estacas de una cerca.” Y antes de descubrir el secreto bestialismo
con el apestoso macho cabrío y de alejarse de allí con la convicción de que se
trata de un “pacto con el Diablo”, con Ewka, al margen de Anton y Makar, vive
sus primeras y placenteras experiencias sexuales; e incluso fantasea enamorado:
“No había nada que no estuviera dispuesto a hacer por Ewka. Olvidé mi destino
de gitano mudo condenado a la hoguera. Dejé de ser un duende hostigado por los
pastores, un duende que arrojaba maleficios sobre niños y animales. En sueños
me convertía en un hombre alto, apuesto, de tez blanca y ojos azules, con una
cabellera del color de las pálidas hojas otoñales. Me convertía en un oficial
alemán de uniforme negro, ceñido. O en un cazador de pájaros, familiarizado con
todos los senderos secreto de los bosques y las marismas.” Ve que un grupo de
chavales patinadores lo persiguen y le dan alcance; al desvelar de cerca sus
características físicas lo toman por “Un gitano”, por “Un bastardo gitano”; no
obstante, intentan violarlo: “Alguien me aprisionó las piernas y los otros
empezaron a arrancarme los pantalones. Sabía qué era lo que se proponían hacer.
Había visto cómo una pandilla de pastores violaba a un chico de otra aldea que se
había internado por azar en territorio ajeno. Comprendí que sólo un
acontecimiento imprevisto podría salvarme.” Así que espera con astucia el
instante del contraataque con los toscos patines que él se hizo y lleva puestos.
“Puse los músculos en tensión, encogí ligeramente una pierna, le asesté una
patada a uno de los muchachos que se inclinaban sobre mí. Algo crujió en su
cabeza. Al principio pensé que había sido el patín, pero cuando lo despegué de
su ojo estaba entero. Otro intentó asirme por las piernas, y le pequé con el
patín en el cuello. Los dos gallitos cayeron sobre el hielo, sangrando
profusamente. Sus compañeros se espantaron, y la mayoría de ellos empezaron a
remolcar a los dos heridos hacia la aldea, dejando un reguero de sangre sobre
el hielo. Cuatro de ellos se quedaron atrás.” Quienes son los que se orquestan,
lo balancean y arrojan a un hueco en el hielo para que, sumergido, se ahogue o
muera congelado.
Pero el suceso más traumático para él
ocurre cuando a los diez años de edad pierde la voz. Vale observar, primero,
que el niño es bastante permeable e influenciable ante a lo que va viviendo y
absorbiendo su idiosincrasia. (Casi lo último que aprende, previo a un sosegado
pensamiento nihilista y misántropo, es el ideario ateo y comunista de la URSS
de Stalin.) Por ejemplo, luego de que la vieja Marta le revela el supuesto
poder aojador de sus ojos negros, él, además de que lo cree a pie juntillas de
ahí en adelante, dice:
“Con el afán de complacer a Marta y no mirarla a los ojos, caminaba por la choza con los míos cerrados, tropezando con los muebles y volcando cubos, y afuera pisoteaba los macizos de flores, llevándome todo por delante como una polilla enceguecida por un resplandor súbito. Mientras tanto, Marta recogía plumones de oca y los dispersaba sobre las brasas. El humo que desprendían lo aventaba por toda la habitación, entonando sortilegios para exorcizar el maleficio.”
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
En este sentido, y en ese idiosincrásico contexto
de supersticiones medievalescas y mistificada religiosidad, en el capítulo
once, cuando subsiste en la cabaña de Garbos, un granjero racista, endemoniado
e irascible, que posee un enorme y agresivo perro de ojos inyectados llamado
Judas, además de que lo tilda de “bastardo gitano sin bautizar” al verlo por
primera vez, día a día lo tortura colgándolo y golpeándolo con un látigo,
mientras el niño, por las amenazas y el terror, no se atreve a revelarle al
cura el castigo y las humillaciones al que es sometido. Ese sacerdote es el que lo rescata tras el
indulto del rutilante y rubio oficial de las SS. Y de ahí lo traslada en su
carreta a otro caserío, dizque a protegerlo y a trabajar (de esclavo) en la
aledaña granja del “amo” Garbos. Y más tarde lo inicia de monaguillo en la
parroquia de la cercana aldea; donde, por su piel morena, pelo negro y ojos
negros, es víctima de los atavismos y de la fanática xenofobia desde el primer
día que el cura lo lleva en su carreta:
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
“Bajo la luz creciente del alba, una multitud de ancianas esperaban frente a la iglesia. Tenían los pies y el cuerpo envueltos en tiras de tela y extraños embozos, y susurraban plegarias incesantes mientras sus dedos entumecidos por el frío hacían correr las cuentas del rosario. Al ver aproximarse al cura se pusieron torpemente en pie, balanceándose sobre sus bastones nudosos, y marcharon rápidamente a su encuentro, arrastrando los pies, y disputándose el honor de ser las primeras en besar su manga pringosa. Me mantuve a un lado tratando de pasar inadvertido. Pero las que tenían mejor vista me miraron con asco, me insultaron llamándome vampiro o expósito gitano, y escupieron tres veces en dirección a mí.”
Durante ese duro y tormentoso período de
tortura y catequización, el niño se esmera, inocente y crédulo, por ganarse, post mortem y para toda la Eternidad,
los inescrutables favores de Dios. Pero todo se hace añicos cuando durante la
misa de Corpus Christi, pese a que lo
suponen un gitano sirviendo en el altar del Altísimo, le toca desplazar un pesado
misal sobre un pesado atril. De pronto pierde el equilibrio y “El misal y su
atril rebotaron por los escalones”. Según narra:
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
“Unas manos toscas me levantaron del suelo y me empujaron hacia la puerta. La muchedumbre abrió paso, estupefacta. Desde el coro, una voz masculina aulló ‘¡Vampiro gitano!’, y otras repitieron el estribillo. Las manos atenazaron mi cuerpo con feroz violencia, desgarrándome la carne. Ya en el exterior quise gritar e implorar misericordia, pero de mi garganta no brotó ningún sonido. Repetí el intento. Me había quedado sin voz.”
Según colige: “Estaban convencidos de que
yo era un vampiro y de que la interrupción de la Santa Misa sólo podría traer
desgracias a la aldea.” Así que con insultos y a la fuerza lo llevan a la única
fosa séptica de la comarca, atestada, pestilente, mefítica y aledaña a la
parroquia.
“Nos detuvimos junto al borde del pozo. Su
superficie marrón, ondulada, despedía una fetidez semejante a la que se
desprende de la horrible película que se forma sobre un cuenco de sopa de
alforfón caliente. Sobre aquella superficie bullía una miríada de gusanillos
blancos, que tenían más o menos la longitud de una uña. Por encima revoloteaban
nubes de moscas que zumbaban monótonamente, dotadas de bellos cuerpos azules y
violetas que refulgían bajo el sol, entrechocándose, precipitándose fugazmente
hacia el pozo, para luego volver a remontarse el aire.
“Tuve arcadas. Los campesinos me
columpiaron por las manos y los pies. Las nubes pálidas del cielo azul flotaron
ante mis ojos. Caí en el centro mismo de la inmundicia marrón, que se abrió
bajo de mi cuerpo para devorarme.
“La luz del día desapareció sobre mí y
empecé a ahogarme. Me debatí instintivamente en el espeso elemento, manoteando
y pataleando. Toqué el fondo y reboté tan rápidamente como pude. Una tromba
esponjosa me empujó hacia la superficie. Abrí la boca y aspiré una ráfaga de
aire. Me sentí nuevamente succionado y volví a tomar impulso en el fondo. La
boca del pozo medía poco más de un metro cuadrado. Reboté nuevamente, esta vez
hacia el borde. En el último momento, cuando la onda de rechazo estaba a punto
de tragarme, me aferré a un zarcillo de las fuertes y largas malezas que creían
alrededor del pozo. Luché contra la succión de las fauces devoradoras y salí a
duras penas, casi cegado por el légamo que me cubría los ojos.
“Me arrastré fuera del cieno y casi
inmediatamente me acometieron los calambres del vómito. Me sacudieron durante
tanto tiempo que perdí todas mis fuerzas y me desplomé completamente exhausto
sobre los matorrales cáusticos y quemantes de cardo, helechos y ortigas.
“Oí la música lejana del órgano y los
cánticos humanos, y consideré que era probable que después de la misa los
feligreses, al salir de la iglesia volvieran a ahogarme en el pozo si me veían
vivo entre los arbustos. Debía huir y en consecuencia corrí hacia el bosque. El
sol endureció la costra marrón que me cubría, y me acosaban nubes de
moscardones y otros insectos.
“Apenas me encontré a la sombra de los
árboles comencé a rodar sobre el musgo fresco y húmedo, friccionándome con
hojas frías. Raspé con trozos de corteza los restos de inmundicia. Me froté el
pelo con arena y después me revolqué en la hierba y volvía a vomitar.
“De pronto comprendí que algo le había
sucedido a mi voz. Traté de gritar, pero la lengua aleteó infructuosamente en
mi boca abierta. No tenía voz. Estaba despavorido y, cubierto de sudor frío, me
negué a creer que esto fuera posible e intenté convencerme de que recuperaría
el habla. Esperé un momento y repetí el ensayo. No sucedió nada. Sólo el
zumbido de las moscas que me rondaban rompía el silencio del bosque.”
IX de IX
Sin aludir numerosos matices e intríngulis de la obra y otras anécdotas y episodios del chiquillo (como lo relativo a las linternas que llaman “cometas” y al catálogo de niñas y niños recluidos en el orfanatorio, con daños físicos y mutilaciones y trastornos psíquicos postraumáticos, entre quienes descuella su compinche delincuencial el Silencioso), vale resumir, para concluir la nota, que al final del capítulo veinte y de la novela, el chaval, que aún tiene doce años (quizá cercano a los trece) y ya está con sus padres y un hermano menor adoptado, de pronto, al intentar responder una llamada telefónica, recupera la voz y es algo que le place y disfruta oyéndose a sí mismo. Según dice:
“Abrí
la boca e hice un esfuerzo. Los sonidos treparon dificultosamente por mi
garganta. Tenso y concentrado empecé a ordenarlos en sílabas y palabras. Oí
claramente que brotaban de mí unos y otros, como gigantes de una vaina reventada.
Dejé el auricular a un lado, casi sin poder convencerme de que eso era cierto.
Empecé a recitar palabras y oraciones, fragmentos de las canciones de Mitka. La
voz perdida en la iglesia de una aldea remota había vuelto a encontrarme y
llenaba la estancia. Hablé en voz alta e incesantemente como los campesinos, y
después como la gente de la ciudad, fascinado por los sonidos que estaban
grávidos de significado como la nieve húmeda lo está de agua, convenciéndome
una y otra vez de que ya era dueño del habla y de que ésta no pretendía escapar
por la puerta del balcón.”
No
obstante, a esto se aúna la previa certidumbre de la soledad del individuo y de
la orfandad cosmogónica del ser humano, articulada cuando todavía es un
doceañero mudo y por acuerdo de sus padres que buscan que crezca y dejé atrás
su delgadez extrema, lo entrena un maestro con quien con vive en una cabaña
entre las altas montañas:
“Todas
las mañanas nos levantábamos muy temprano. El profesor se arrodillaba para
rezar mientras yo le miraba con indulgencia. Tenía ante mí a un hombre maduro,
educado en la ciudad, que se comportaba como un palurdo y no se resignaba a
aceptar que estaba solo en el mundo y que no podía esperar la ayuda de nadie.
Todos estábamos solos, y cuanto antes se diera cuenta de que todos los
Gavrilas, Mitkas y Silenciosos eran prescindibles, tanto mejor sería para él.
Poco importaba la mudez: de todas maneras los seres humanos no se entendían.
Chocaban con sus prójimos o los seducían, se abrazaban o se pisoteaban los unos
a los otros, pero cada uno sólo se conocía a sí mismo. Sus emociones, recuerdos
y sentidos los separaban de los demás tan nítidamente como el espeso juncal
separa la corriente del río de la ribera cenagosa. Nos mirábamos como los picos
montañosos que nos circundaban, separados por valles, demasiado altos para
pasar inadvertidos, demasiado bajos para tocar el cielo.”
Pero, páginas antes, cuando
en el capítulo diecinueve tiene doce años y sus progenitores lo localizan en el
orfanatorio (se infiere que estuvieron ocultos en la URSS, porque el niño oye
que su padre habla el ruso con fluidez) y se niega, pese a su mudez, a aprender
a leer y escribir el idioma de su país (se deduce que el polaco) y a quitarse,
o a que le quiten a la fuerza, el uniforme de soldado soviético, dice:
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
“Sabía que el reencuentro con mis padres implicaba el fin de todos mi sueños de convertirme en un gran inventor de espoletas para cambiar el color de la gente, de trabajar en el país de Gavrila y Mitka, donde el hoy ya era mañana.”
Es decir, además de
idealizar, entonces, el imperio totalitario de la Unión Soviética de Stalin y
la supuesta hermandad de los camaradas comunistas (casi semejante al culmen de
los alados y mofletudos coros proletarios de un Himno a la alegría idéntico al de Miguel Ríos), en su inocencia aún
alberga la quimera de convertirse en el gran
inventor de espoletas para cambiar el color de su piel, de su pelo y de sus
ojos, que acuñó, casi al final del capítulo ocho, previo a la agresión que un
domingo le propinan un grupo de niños rubios, blancos y ojizarcos, más altos
que él, que volvían de la iglesia andando en suecos de madera y de la que se
defiende, descalzo, con violencia y sagacidad; y que es el preludio de un
linchamiento multitudinario (con guadañas, rastrillos, palos y palas) que se
avecina en pos de él, del que se escabulle y salva metiéndose en el bosque y
alejándose a la carrera de esa infausta aldea, porque, oculto en el granero y
con astucia, hace estallar tres minas antipersona con una espoleta de acción
retardada. Por entonces narra:
Fotograma de El pájaro pintado (2019) |
“Me adormecí pensando en los inventos que me habría gustado realizar. Por ejemplo, una espoleta para el cuerpo humano que, una vez encendida, trocara la piel vieja por otra nueva y alterara el color de los ojos y el cabello. Una espoleta que, insertada entre materiales de construcción, pudiera edificar en un día una casa más bella que cualquiera de las de la aldea. Una espoleta que sirviera para proteger a todo el mundo del mal de ojo. De esa forma, nadie me temería y mi existencia sería más fácil y agradable.”
Jerzy Kosinski, El pájaro pintado. Prólogo del autor. Traducción del inglés al español de Eduardo Goligorsky. Editorial Pomaire. Badalona, octubre 26 de 1977. 332 pp.
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