sábado, 2 de noviembre de 2024

El gato negro y otros relatos de terror

Con la lengua de fuera y los ojos al revés

 

No pocos lectores (de la recalentada y envirulada aldea global) recordarán la infantil cantaleta de ese cuento de nunca acabar que se repite y repite hasta la consumación de todos los tiempos: “Éste era un gato con su colita de trapo y sus ojos al revés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? Éste era un gato con su colita de trapo...” Y así ad infinitum. Esto evoca los mil y un libros de nunca acabar dedicados a contar y a volver contar —o sea: a explotar y a difundir en español— aspectos o vertientes de la inmortal obra del norteamericano Edgar Allan Poe, quien, fallecido a los cuarenta años el 7 de octubre de 1849 en Baltimore (precisamente en una desolada, fría y oscura celda del Washington College Hospital), parece estar más vivo que nunca con su controvertida y vaporosa leyenda negra.

       

Libros del Zorro Rojo
(China, febrero de 2021)

           Uno de esos insaciables y numerosos títulos de nunca acabar es El gato negro y otros relatos de terror. Se trata de una preciosista antología impresa en China en “febrero de 2021”, editada con mucho mimo por Libros del Zorro Rojo (presente en Barcelona, Buenos Aires y Ciudad de México), “Con la colaboración del Institut Català de les Empreses Culturals” y espléndidas ilustraciones en blanco y negro del artista gráfico Luis Scafati (Mendoza, 1947), quien también ilustró la celebérrima Narración de Arthur Gordon Pym (Libros del Zorro Rojo, 2015), con prólogo y traducción de Julio Cortázar. De 2005 data la primera edición en formato más o menos bolsillo con pastas blandas y solapas; pero la presente (quizá una especie de libro objeto no sólo para bibliófilos y fetichistas) es más grande: mide 21.01 x 24.01 centímetros. Y además de que fue encuadernada en cartoné con tela negra en el lomo y de que las ilustraciones se aprecian mucho mejor (debido a la amplitud del libro y pese a que a varias las fracturan las líneas divisorias de las páginas), luce unas viñetas y dibujos de gatos en las guardas rojas, más otras en el interior y en la página aleñada a la destinada a los retratos y a los créditos del escritor y del artista gráfico.

Viñetas de Scafati

         Quizá por privilegiado antojo, el anónimo antólogo de la presente antojolía optó por reunir sólo tres de los 67 cuentos de Edgar Allan Poe: “El gato negro”, “El pozo y el péndulo” y “El entierro prematuro”, traducidos del inglés por Elvio E. Gandolfo. Y dado que en el libro únicamente se lee una brevísima ficha anónima sobre la vida y obra del autor de “El cuervo” (y otra sobre Luis Scafati), el nocturno e insomne bibliófago, aterrorizado y con los pelos de punta a la punketa de huitlacoche, se ve inducido a buscar algunos datos biográficos y bibliográficos. Muy útil, para ese desvelo con un candelabro de siete brazos, puede ser el volumen de Edgar Allan Poe editado por Cátedra en la Bibliotheca AVREA: Narrativa completa (Madrid, 2011), que comprende las celebérrimas traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos y de La narración de Arthur Gordon Pym; más Julius Rodman, traducido por Margarita Rigal Aragón, quien además es la erudita autora del muy documentado y extenso aparato crítico: “Edición, introducción y notas”, etc.

   

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, octubre 7 de 2011)

         Con el título “The Black Cat” —apunta Margarita—, “El gato negro” se publicó el “19 de agosto de 1843” en United States Saturday Post. Y según reporta: “Algunos críticos han apuntado la presencia de elementos autobiográficos en este magistral cuento de Poe, pues de niño mató a palos un cervatillo, propiedad de Mrs. Allan”; quizá un desquite o neurótica y transpuesta descarga, pues ese míster era su autoritario, opulento, desamorado, intolerante y odioso padrastro durante su infancia, adolescencia y primera juventud.

    Con el título “The Pit and the Pendulum”, “El pozo y el péndulo”, —anota Margarita—, se publicó en “Octubre de 1842” en The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1843. Pero además tradujo el epígrafe en latín que lo preludia; fragmento que normalmente los traductores pasan por alto (incluidos Gandolfo y Cortázar), pues suelen limitarse a la apostilla de Poe que lo prosigue; mismo que Elvio E. Gandolfo colocó al pie de página y que a la letra reza: “Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debía alzarse sobre el emplazamiento del Club Jacobino de París.” Mientras que Cortázar lo colocó a la cabeza: después de las líneas en latín y entre paréntesis: “(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que había de ser erigido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.)” En este sentido, Margarita Rigal Aragón traduce y apunta: “‘Aquí la malvada muchedumbre, insaciable, desde hacía mucho tiempo anhelaba el derramamiento de sangre inocente. Ahora que la patria ha sido salvada y la gruta de la muerte destruida, allí donde reinaba la nefasta muerte, florecen ahora la salud y la vida’. (Según Baudelaire, el mercado al que alude Poe es el de St. Honoré, pero no tuvo puertas y tal inscripción.)”

Baudelaire

       Dejando de lado al decimonónico introductor de la obra de Poe en el imaginario y habla francófona (nada menos que el demiurgo de Las flores del mal y de los poetas malditos), vale añadir y contrastar que Félix Martín, en la antología crítica de trece Relatos de Poe (traducidos por Doris Rolfe y Julio Gómez de la Serna) que hizo para Cátedra (Letras Universales, 1988; Mil Letras, 2009), también se lee una traducción de ese “(Cuarteto compuesto para las puertas del mercado que había de ser construido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos de París.)” Pero no de él, sino del “traductor” y con arbitrarias perpendiculares: “Aquí la turba impía de verdugos/ alimentó con sangre de inocentes/ su gran furor y no quedó nada./ Salvada ya la patria, quebrantado/ el antro de la muerte,/ donde reinaba el crimen monstruoso/ la vida y la salud ahora florecen.” Y entre sus eruditas notas destaca la novena y última de ese relato, pues si bien se trata de un cuento fantástico en el que se narran y descuellan los pavorosos tormentos del condenado en Toledo por la sádica e inhumana Inquisición y al unísono (o quizá sobre todo) el subterráneo, pesadillesco e inaudito artilugio de paulatina tortura y muerte, brinda contexto histórico a los sucesos sólo al puntualizar una alusión que puede pasar desapercibida. Apunta telegráficamente el crítico: “El general Antonine Lasalle (1775-1809), conde de Lasalle, entró en Toledo durante la campaña de Napoleón en España, en 1808.” 

   

Mil Letras, Ediciones Cátedra
(Madrid, 2009)

              Es decir, cuando casi al final todo parece perdido y el réprobo (quien es la angustiada y atormentada voz narrativa) está punto de morir quemado y despanzurrado por las ardientes paredes metálicas que de cuadradas poco a poco se han ido cerrando en un rombo, reporta repleto de aleluyas y exultación:

   “¡Y escuché un zumbido discordante de voces humanas! ¡Resonó un fuerte toque de muchas trompetas! ¡Oí un áspero chirriar como de mil truenos! ¡Las ardientes paredes retrocedieron! Una mano extendida cogió la mía, cuando, desvanecido, caía al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acaba de entrar en Toledo. La Inquisición había caído en manos de sus enemigos.”

   

Ilustración de Luis Scafati

            Y a propósito de los incesantes cuentos de nunca acabar, Borges, en el prólogo que preludia su antología de relatos de Poe publicada en 1985, en Madrid, con el número 18 de La Biblioteca de Babel de Ediciones Siruela, sigue diciendo sobre “El pozo y el péndulo”:

 

Borges palpando la lápida de Poe
(Baltimore, 1983)

       “Hace casi setenta años, sentado en el último peldaño de una escalera que ya no existe, leí ‘The Pit and the Pendulum’; he olvidado cuántas veces lo he releído o me lo he hecho leer; sé que no he llegado a la última y que regresaré a la cárcel cuadrangular que se estrecha y al abismo del fondo.”

 

Ilustración de Luis Scafati

       
Ilustración de Scafati

                Cabe mencionar, por otro lado, que en lo que corresponde a “El gato”, Félix Martín, entre sus notas, aporta una que brinda un significativo y singular matiz que trasmina los oscuros y sobrenaturales acontecimientos del relato. El reo que narra el cuento (preso por el asesinato de su esposa y enfático para que no lo tomen por loco) dice haber sido familiarmente aficionado a los animales y mascotas desde la infancia; noble, tierna y conmovedora inclinación que pudo enriquecer y afectivamente compartir y cultivar con la mujer que se casó con él, quien, dice, “hacía alusiones frecuentes a la antigua idea popular, según la cual todos los gatos negros eran brujas disfrazadas”. Quizá el enorme gato negro, la mascota preferida del narrador, no sea una bruja transmutada en gato (¿o tal vez sí?). Y quizá de ninguna manera ese gato negro, vuelto tuerto por el sadismo y la locura de su dueño y luego ahorcado por éste, tampoco sea una reencarnación o corporificada transmutación en el cuerpo del segundo gato negro —tuerto, enorme y con una gran mancha blanca en el pecho que semeja una acusatoria horca— que inesperada e inexplicablemente aparece sobre el cráneo del emparedado cadáver de su asesinada esposa, y cuyos terroríficos y delatores maullidos ante la policía que rastrea a su desaparecida mujer, suscitan el descubrimiento del crimen y su caída en la cárcel. El amante de los animales y del par de enormes gatos negros, si bien se dice inclinado al trago y a los nocturnos tugurios y bares de baja estofa (igual que Poe, quien además iba a los fumaderos de opio de los bajos fondos) y proclive al demonio de la perversidad, cosa que puede interpretarse como cierta psicosis que lo induce a la incontenible crueldad y al asesinato, también, quizá (¿por qué no?) puede ser víctima e instrumento de poderosas e inescrutables fuerzas infernales. Y esto se advierte (o se sospecha) no sólo porque el día que el beodo ahorcó (con remordimientos y sentimientos encontrados) al primer gato negro, su casa, donde cohabitaba con su mujer y sus mascotas, fue devorada por el fuego durante la noche; y en el único muro que quedó en pie, donde otrora se ubicaba el respaldo de su cama, apareció una inculpatoria y terrorífica imagen (o sea: la rúbrica o el ideográfico mensaje de la maligna vendetta desde el más allá). Según narra el asesino: “Me acerqué y vi, como si estuviera gravada en bajorrelieve sobre la superficie blanca, la figura de un gigantesco gato. La impresión era transmitida con una precisión maravillosa. Una cuerda rodeaba el cuello del animal.” De ahí que el signo definitorio de esas fuerzas oscuras, insondables, malignas y malévolas, esté cifrado en el nombre con que el ebrio bautiza a su querido primer gato negro: Pluto; pues sobre tal apunta Félix Martín en su tercera nota al pie de página: “Nombre referido al rey de los infiernos o Hades en la antigüedad clásica.”

 

Viñeta de Scafatti

         No obstante, ese implícito, subterráneo y casi inadvertido matiz quizá se pierde en las traducciones de Cortázar y Gandolfo, pues ambos tradujeron Plutón por Pluto.  

   

Viñeta de Scafati

             Por otra parte, con el rótulo “The Premature Burial”, “El entierro prematuro” —dice Margarita Rigal Aragón—, se publicó el “31 de julio de 1844” en Dollar Neswpaper. Y anota: “Puede que una muestra (que tuvo lugar durante la feria anual del ‘American Institute’ de Nueva York en 1843) sirviese a Poe como fuente de inspiración de esta historia; se mostraba allí un ataúd, diseñado por Christian Henry Eisenbrandt, que estaba preparado para que la persona enterrada pudiese liberarse, en caso de seguir viva, con un simple movimiento de su cabeza.”

     La crítica y editora formula esa hipótesis porque en “El entierro prematuro”, cuento narrado por la voz de un paranoico que padece una extrema y delirante fobia debido a la posibilidad de sumergirse en un estado cataléptico (cosa que ya le ha ocurrido) y que ninguna persona de su entorno (fortuito o no) lo perciba; es decir, sería enterrado vivo porque lo creerían muerto; y luego se despertaría, para morir de asfixia (pataleando, arañando y gritando) dentro del oscuro, estrecho, horrorosísimo y claustrofóbico ataúd. Y para eludir esa terrorífica experiencia que preludiaría su horrorosísima e irremediable muerte, se hace construir un féretro con comodidades, mecanismos y vías de escape, por si acaso.

 

Ilustración de Luis Scafatti

          Y si Margarita Rigal Aragón desliza la legendaria posibilidad de que Poe, para escribir “El gato negro”, se “inspiró” en la masacre a palos del cervatillo de su odioso y maltratador padrastro, si se piensa en la legendaria y novelesca imagen del adolescente Poe enamorado de Jane Stanard, la madre de un condiscípulo escolar en Richmond, quien murió pronto y cuya tumba visitaba a diario, esa supuesta aventura romántica nocturna quizá subyace en el germen de la imagen (no menos romántica, nocturna, novelesca, poeniana y cuasi necrófila) del pobre litterateur, joven y desdichado que, en Francia, va a medianoche (sin duda vestido de negro) al sepulcro de su amada (que lo menospreció, desdeñó y se casó con un ruco con poder y dinero) y descubre que aún está viva dentro del ataúd. Tal anécdota es uno de los cuatro casos de catalepsia que el narrador de “El entierro prematuro” evoca antes de contar el aleluya de su curativa pero terrorífica y onírica vivencia cataléptica:

 

Ilustración de Luis Scafati

            “En el año 1810 ocurrió un caso de inhumación en vida en Francia, acompañado de circunstancias que confirman en gran medida que lo verdadero es, por cierto, más extraño que la ficción. La heroína de la historia fue una tal Mademoiselle Victorine Lafourcade, una joven muchacha de familia ilustre, rica y de gran belleza personal. Entre sus numerosos pretendientes estaba Julien Bossuet, un pobre litterateur [‘Literato. En francés en el original.’], o periodista, de París. Sus talentos y amabilidad general habían llamado la atención de la heredera, por quien parece haber sido realmente amado; pero su orgullo de cuna parece haberla decidido finalmente a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur Rénelle, banquero y diplomático de cierta nota. Después del casamiento, sin embargo, este caballero la descuidó y, tal vez, incluso llegó a maltratarla. Después de pasar con él algunos años desdichados, la muchacha murió: al menos su condición se asemejaba con tanta cercanía a la muerte como para engañar a todos lo que la vieron. La enterraron, no en un panteón sino en una tumba común en la aldea donde había nacido. Lleno de desesperación, y aún inflamado por el recuerdo de un apego profundo, el amante viaja a la remota provincia donde está la aldea, con el propósito romántico de desenterrar el cadáver y hacerse dueño de sus trenzas espléndidas. Llega a la tumba. A medianoche desentierra el ataúd, lo abre, y está ocupado en la tarea de cortar el cabello, cuando lo detienen los ojos de ella al abrirse. En concreto, la dama había sido enterrada viva. La vitalidad no había partido por completo; y las caricias de su amante la despertaron del letargo que habían confundido con la muerte. El muchacho la llevó frenético a sus habitaciones en la aldea. Empleó ciertos restaurativos sugeridos por sus considerables conocimientos médicos. Por fin, ella revivió. La mujer reconoció a su protector. Se quedó con él hasta que, poco a poco, recobró la salud original. Su corazón femenino no se mantuvo inflexible, y aquella última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo otorgó a Bossuet. No regresó con su marido, sino que ocultó su resurrección y huyó con el amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama que sus amigos serían incapaces de reconocerla. Se equivocaron, sin embargo, porque en el primer encuentro, Monsieur Rénelle reconoció y reclamó a su esposa. Ella rechazó el reclamo; y un tribunal judicial la apoyó, decidiendo que las circunstancias peculiares, más el largo período transcurrido, habían extinguido no solo de modo natural sino también legal la autoridad del esposo.”

   

Ilustración de Luis Scafatti

   Y aquí vale comentar que a un lado de ese trasnochado y romántico episodio (casi de folletín) figura, ex profeso, una ilustración de Luis Scafati en la que el pobre literato está sacando a su amada del ataúd. Y esto es así porque el artista gráfico hizo, precisamente, ilustraciones relativas a lo que se narra en el cuento; pero al unísono bosqueja interpretaciones, dialoga con el texto.  

Ilustración de Luis Scafati

           Valdría citar la estampa donde tres rostros observan el rostro de un cadáver: uno de ellos es la inequívoca figura de la esquelética calaca con su guadaña, cabeza de calavera y capucha de monje loco y envilecido. 
O sea: Scafati va más allá de lo que se narra. 

Ilustración de Luis Scafati
(detalle)

         Por ejemplo, obsérvese la imagen del muerto con bombín quien, agarrándose dentro de su ataúd e incorporando la cabeza, observa la kilométrica fila de un fantasmagórico y larguísimo cortejo fúnebre signado al final por el réquiem de una trompeta, que es, al unísono, un artístico memento mori, una reminiscencia de la ancestral danza macabra de la antigua tradición europea.


Edgar Allan Poe, El gato negro y otros relatos de terror. Traducción del inglés de Elvio E. Gandolfo. Ilustraciones y viñetas de Luis Scafati. Libros del Zorro Rojo. China, febrero de 2021. 64 pp.

Cárcel de los sueños

 La muerte siempre presente

 

Con elitista y privilegiado “apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes” de México, y a través de Casa de las Imágenes, el Centro de la Imagen y la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA (el extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), “el 2 de noviembre de 1997” se terminó de imprimir Cárcel de los sueños, un libro con formato de cuaderno escolar (17 x 24 cm), con sobrecubierta y pastas duras con tela café y el título repujado, que reúne un conjunto de imágenes en blanco y negro de la fotógrafa mexicana Vida Yovanovich. Prologado por la narradora y periodista Elena Poniatowska, la tipografía se debe a Claudia Rodríguez Borja, y el diseño y la puesta en página al fotógrafo y editor Pablo Ortiz Monasterio.

        

Casa de las Imágenes/Centro de la Imagen/ DGP del CONACULTA
México, noviembre 2 de 1997

         Hace un buen rato que Vida Yovanovich palpita en el ajo de la foto que se factura en México (al parecer desde principios de los años 80 del siglo XX, tras acercarse al Consejo Mexicano de Fotografía, entonces encabezado por el fotógrafo Pedro Meyer); esto lo saben los curadores, críticos e historiadores de la fotografía, las sucesivas generaciones de fotógrafos, y los que ven imágenes en galerías, museos, libros, diarios, revistas y en la web. Por ejemplo, en 1989, en el Museo de San Carlos, estuvo entre quienes conformaron la muestra Mujer x Mujer/22 fotógrafas, organizada por el CONACULTA y el INBA como parte de la conmemoración y celebración de los 150 años de la fotografía. Pero sobre todo tienen celebridad sus autorretratos construidos y la serie de imágenes de ancianas abandonadas en un mísero asilo ubicado en algún rincón de la Ciudad de México. Verbigracia, varios autorretratos reunidos en Cárcel de los sueños fueron parte de la serie Interior/Autorretrato (1986-1992) con que en 1994 obtuvo una de las seis menciones honoríficas de la VI Bienal de Fotografía; y seis fotos de la serie Autorretrato interior (1993) con que en 1996 participó en la Muestra de Fotografía Latinoamericana se ven en el presente título. Y según se lee en la página 122 del número 13 de la revista fotográfica Luna Córnea (CI/CNCA, sep-dic de 1997)
dedicado a la “Identidad y Memoria”, la serie Cárcel de los sueños (homónima del libro), “integrada por 46 fotografías”, se vio en la Galería de Artes y Ciencias de la Universidad de Sonora: “del 4 al 30 de septiembre de 1997”.

        Por aquel entonces, en el Centro de la Imagen y con el mismo tema de las ancianas en la antesala de la muerte, Vida Yovanovich exhibió una instalación: una especie de memento mori o círculo concéntrico signado por una música de antaño que emergía del entorno y por el espejo de un tocador-altar que reflejaba el cadavérico rostro del efímero visitante.

      

Vida Yovanovich:
Autorretrato (detalle)

           Sin embargo, quizá buena parte de los dispersos lectores (de la aldea mexicana) que agotaron los dos mil ejemplares de Cárcel de los sueños (cuya edición cuidó la fotógrafa) desconocen su origen (sus padres eran yugoslavos y nació La Habana, en 1949), aprendizaje, ideas, actividades e itinerario, entre ello lo que concierne a las fotos del libro. De ahí que sea una descortesía para el lector que adquirió el libro (muchos años antes del boom de la web y de las chismosas y amarillistas redes sociales) que no se haya incorporado una ficha informativa sobre Vida Yovanovich y su trabajo fotográfico. Oquedad e interrogantes que ahora pueden sustanciarse con la entrevista que cierra el libro de Claudi Carreras: Conversaciones con fotógrafos mexicanos (Barcelona, FotoGGrafía, Editorial Gustavo Gili, 2007), donde las respuestas están complementadas con fotos de los 22 fotógrafos entrevistados por él (9 mujeres y 13 hombres), con retratos que a éstos les hizo Ernesto Peñaloza, y con las postreras y enciclopédicas “Notas biográficas de los fotógrafos”, resultado de la investigación y redacción de Estela Treviño. En la nota que le corresponde a Vida Yovanovich se lee:

     

(Gustavo Gili, 2007)

         
“Originaria de La Habana, reside en México desde la infancia. Su trabajo ha abordado la situación de la mujer, prestando especial interés al paso del tiempo, la soledad y el abandono. Su ensayo fotográfico Cárcel de los sueños es una referencia clave para acercarse al trabajo de esta autora. Este trabajo fue objeto de una exposición itinerante en la República Mexicana y se editó en un libro prologado por Elena Poniatowska. También realizó la muestra itinerante Fragmentos completos a finales de los años noventa en España, Holanda, Austria, Eslovenia, República Checa y Dinamarca.

       “Como fotógrafa, ha expuesto individualmente en Cuaba, Austria, Yugoslavia, Estados Unidos, España y México. Desde 1983 ha participado en más de noventa exposiciones colectivas de todo el mundo, y ha recibido diversas becas y distinciones, como el reconocimiento de la Fundación Guggenheim a su trayectoria en el año 2000. Su obra figura en las colecciones del Museo de Bellas Artes de Houston (EE UU), en la Caja de Ahorros de Asturias (España) y en el Salón Fotografije Belgrado (Yugoslavia), entre otras.”

        En Cárcel de los sueños las imágenes no tienen título y no acreditan las técnicas empleadas por la fotógrafa, ni el lugar ni la fecha, ni el nombre ni la edad de las ancianas. El único rótulo es el nombre del libro. Y los únicos comentarios sobre Vida Yovanovich y sus fotos son los que vierte Elena Poniatowska en su prólogo; entre ello algunas palabras de la fotógrafa, al parecer recogidas en una entrevista, como ese fragmento que da ligeros visos del tiempo que duró su pesquisa fotográfica “en el único asilo en el que le permitieron trabajar”:

       

Cárcel de los sueños

        
“A través de los años me volví transparente. Me volví una de ellas, me volví parte del lugar. Era impresionante quedarse allí durante la noche. En la oscuridad, las mujeres que durante el día habían sido mis amigas, se convertían en mis enemigas y me gritaban que me fuera. Pasaron tres años antes de que yo fotografiara un cuerpo desnudo. Tomar a una anciana desnuda fue una maravilla, fue mi liberación, porque como mujer, ver el de otra destruido por el tiempo es muy impactante. Fue para mí un verdadero examen de conciencia. Me acostumbré a la decrepitud y dejó de aterrarme.”

       

Cárcel de los sueños

          
En Cárcel de los sueños las fotos se dividen en dos series. La primera, entre el ensayo y el testimonio fotográfico, la integran las imágenes de las anónimas ancianas. Así, el hecho de no acreditar el asilo, ni el nombre ni la edad de las abuelas, ni el tiempo en que realizó su trabajo, implica
—inextricable al trastoque visual de varias de sus tomas— que, más que documentales, son subjetivas, dramáticas, atemporales y arquetípicas; lo cual parece responder a esa premisa que le confesó a Claudi Carreras: “He redescubierto que la fotografía sí es pintar con luz.” Se observa, además, que pocas veces son imágenes esteticistas. En este sentido, cobra notable relevancia el caso de la foto que ilustra la portada, donde una anciana de espaldas, sentada ante su plato de comer, recibe la visita (¿o la anunciación?) de dos palomas que posan en el quicio de la entreabierta ventana. O sea: parece o resulta una terrenal, instantánea, volátil y poética epifanía. En torno a esa foto, Vida Yovanovich le dice a Claudi Carreras:

           

Cárcel de los sueños

          “[...] en Cárcel de los sueños la muerte está muy presente. Las palomas no solamente son la libertad de forma simbólica sino que, de alguna manera, son la representación de esa muerte, la muerte siempre presente. La primera vez que llegué al asilo estaba lleno de palomas. Sólo me dejaban estar durante una hora, cuando las mujeres tomaban el sol en el jardín. La vejez es tan lenta que las palomas iban y venían, se detenían en los brazos de las sillas o, sin mayor susto en los regazos de las mujeres mismas. La fotografía de la portada del libro fue un regalo que me dio la vida. Llevaba yo ya tiempo de visitar el asilo. La mujer comía en el mismo sitio todos los días, las palomas por la ventana se acercaban y comían de su plato, o a veces ella les daba un poco de tortilla. Un día llegué como siempre y con mi tripié me paré justo detrás, las palomas se espantaron... Estuve inmóvil mucho tiempo, por fin las palomas empezaron a entrar y, con emoción, suavemente, empecé a tomar una y otra fotografía, 36 del mismo rollo y, como siempre pasa, la última fue la mejor. Justo al tomarla sentí cómo el rollo se atoraba. ‘¡No puede ser!’, me dije... Salí corriendo a casa para revelar el rollo y asegurarme de que sí la tenía. El rollo definitivamente se había terminado, pero la imagen alcanzó a entrar en el cuadro con la pequeña parte nebulosa al final de la película. Funcionó muy bien para la portada, lo nebuloso remitiendo a los sueños del título.”

        

Cárcel de los sueños

         La muerte toma siempre la forma de la alcoba/ que nos contiene, reza Xavier Villaurrutia al inicio del “Nocturno de la alcoba”, uno de sus poemas de Nostalgia de la muerte (1938). Y tal fragmento podría ser el epígrafe del libro, dado que la mayoría de las ancianas se halla en la recámara-antesala-de-la-muerte, con los cuerpos decrépitos, enfermos, seniles, lastimosos, desahuciados; e incluso, entre las yacentes en la cama, no faltan las que reproducen posturas mortuorias y rasgos y rictus cadavéricos; por lo que posiblemente sea una negra y macabra ironía (como pelarle los dientes a la pelona
—un humor muy mexicano—) que el libro se haya terminado “de imprimir el 2 de noviembre de 1997”.

            Se ven tan patéticas, tan dolorosas, tan abandonadas, tan solitarias, tan restos de naufragios, que difícilmente ante ellas se puede pensar en un arte de bien morir y mucho menos suponer que sus estertores preludian la eterna e infinita comunión amorosa que se idealiza, se sueña y se canta en los dos últimos endecasílabos de “Amor más allá de la muerte”, soneto de Góngora: serán ceniza, mas tendrán sentido;/ polvo serán, más polvo enamorado.

          

Cárcel de los sueños

          
Cada una, prisionera en el laberinto de sus rasgados sueños, parece susurrar con palabras de Villaurrutia: estoy muerta de sueño/ en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto (de “Nocturno de la estatua” y “Nocturno amor”). Así, o si acaso es así, cifran su propia nostalgia de la muerte, no sólo con su penosa vejez, a veces terrible y obscena (como un escupitajo al rostro del voyeur o del fortuito intruso que observa sin pudor por el ojo de la cerradura... o de la cámara), sino también con un fragmento que se lee en la contraportada y que representa (quizá) la voz de todas ancianas habidas y por haber: “Yo ya me quiero morir... pero Dios no me quiere llevar, es porque estoy pagando mis culpas pero, ¿sabes qué?... Ya ni me acuerdo cuáles son.”

         

Cárcel de los sueños (1997)
Contraportada

         
Rosario Castellanos (1962)
Foto: Kati Horna

           ¿Qué se hace a la hora de morir?, se sigue interrogando Rosario Castellanos desde la ventana del más allá. ¿Cuál es el rito de esta ceremonia?/ ¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?/ ¿Quién aparta el espejo sin empañar?/ /Porque a esta hora no hay madre y deudos./ /Ya no hay sollozo. Nada más que un silencio atroz.

            Y lo mismo (al parecer) se pregunta y afirma Vida Yovanovich al espejearse en las ancianas de sus retratos, de quien dice Elena Poniatowska: “Ella quiso verse a sí misma vieja antes de tiempo. Quiso mirarse en el espejo, quiso volverse una anciana en un asilo dejado de la mano de Dios. Quiso retratarse al retratar a otras.”

            Pero también se lo formula y poetiza en los construidos y teatralizados autorretratos que conforman la segunda serie de Cárcel de los sueños, más sugestiva y magnética que la primera. Está allí, por ejemplo, el fragmento de su rostro que prefigura el rictus de su futuro cadáver; su rostro cubierto con la mortaja de un trozo de gasa-máscara; su evanescente fantasma difuminado en la pared del baño; su onírica silueta que deambula sonámbula en medio de una escarapelada recámara; el ensayo de un crimen que es su imaginario y simbólico suicidio al pseudocolgarse del techo de la alcoba; su cabeza enterrada en una pared derruida; llegando incorpórea por la ventana (como proyección de linterna mágica) a una pieza donde una cadavérica anciana, acostada en el camastro, conjura los últimos suspiros al pie de dos dramáticos tanques de oxígeno; con un espejo en la mano, cuyo reflejo, que no se ve, contrasta su rostro y las arrugas de la borrosa anciana que la acompaña; su evanescente faz, en medio de un fondo negro, con un grito congelado, desgarrado y silencioso, de claustrofóbica pesadilla, que implica la angustia, el dolor y el miedo ante la existencia y el deceso, y cuya circundante negrura supone y prefigura lo oscuro e insondable de la vida y de la muerte, esas formas de la inasible y abstrusa eternidad, que ha estado allí cifrando un enigma, desde siempre.

           

Autorretrato de Vida Yovanovich

         En fin, siempre la muerte sin fin; la muerte no siempre catrina (de hecho, en un autorretrato el cabello de Vida Yovanovich y su cortado rostro sin ojos parafrasean a la Calavera Catrina, el celebérrimo y popular grabado de Posada), la misma muerte que se refleja en la gastada inscripción escrita en el cráneo de un esqueleto, según se lee en “Inscripciones en una calavera”, poema de José Emilio Pacheco: Este cráneo se vio como hoy nos ve/ Como hoy lo vemos/ nos veremos un día.

         

Cárcel de los sueños

        Tiene razón Elena Poniatowska cuando dice que “Vida Yovanovich nos regala una visión desencantada de la etapa final de la vida. La muerte prematura suele considerarse trágica. Vida lo contradice y nos hace cuestionarnos acerca del drama que significa vivir solo, pachucho y abandonado en un asilo donde la muerte es tan atroz como la que les toca a los que mueren de hambre. Aquí los ancianos mueren de sí mismos, de necesidad, de desamor. Solos se matan y solos se van muriendo. Ya no se hacen falta y se dejan ir. No pueden más que abandonarse a la muerte. Sus cuerpos, esa materia fofa, blanda, extinguida, son una envoltura de desecho, feos, listos para la basura. En el asilo, los ancianos ya no entienden nada y han perdido la habilidad de decirle sí a la vida. Acorralados, es imposible levantarse de la cama, de la silla, del banco bajo la regadera. La muerte es un gran escándalo. Aúlla. La vida también es cruel, pero menos que la cámara que revela las arrugas, ensancha los poros de la piel, las manchas cafés que son señal inequívoca de agotamiento. La misión de la cámara no es estética ni moralista. Vida nos muestra el camino, enseña con toda crudeza lo que nos espera.”

     

Elena Poniatowska (1962)
Foto: Kati Horna

           
Pero lo que resulta improbable es que las ancianas de las fotos, tan ruinosas y hasta en silla de ruedas, sin una pierna o condenadas a cama perpetua, se tiren una azarosa canita al aire bailando mambo, danzón y chachachá (“algunos se mueven como si fuera cumbia y quebradita”, dice la Poni), durante el bailongo (¿otra forma de la subyacente, ineluctable y medievalesca danza de la muerte?) que año con año organizaba el entonces Instituto Nacional de la Senectud con el jocoso y freudiano rótulo: “Una cana al aire”.

            Pero sí: para algunas es justo y necesario mover el esqueleto al bailar “de vez en cuando un pasito tun-tun en el Salón Colonia o en el California Dancing Club” o en otro sitio donde no las tomen por locas de atar. No obstante, en caso de hacerlo, las decrépitas y enclenques viejecitas no cometerían un delito y tal vez ni siquiera un deleite (que sería lo de menos y lo más apropiado para la última carcajada de la cumbancha), sino un suicidio por bailar el chachachá.

 

Vida Yovanovich, Cárcel de los sueños. Fotografías y autorretratos en blanco y negro de Vida Yovanovich. Prólogo de Elena Poniatowska. Casa de las Imágenes/Centro de la Imagen/ Dirección General de Publicaciones del CONACULTA. México, noviembre 2 de 1997. 100 pp.

lunes, 7 de octubre de 2024

El pájaro pintado

Una pulguita negra como yo

 

I de IX

Sin duda El pájaro pintado (2019), largometraje de 169 minutos, rodado en 35 milímetros y en blanco negro, del guionista, productor y director checo Václav Marhoul, revitalizó, a nivel global y en diversos idiomas, la novela homónima del escritor polaco Jerzy Kosinski. No obstante, con su espléndida fotografía y sugestivas localizaciones (y un notable reparto en el que figuran estrellas de Hollywood), y hablada en checo, ruso, intereslavo y alemán, es sólo una resumida adaptación, con aleaciones y variantes, de la riqueza anecdótica y de los innumerables matices e intríngulis que se leen en la trama del libro que Kosinski, asentado en Nueva York desde 1957, escribió en inglés.

     

Houghton Mifflin
Boston, diciembre 15 de 1965

       De 1965 data la edición príncipe de The Painted Bird, impresa en Boston por la editorial Houghton Mifflin. Y de 1976 data la edición revisada y aumentada por el propio Kosinski. De ahí que en la traducción al español de Eduardo Goligorsky, editada en la Península Ibérica por Pomaire (con pastas duras, guardas y sobrecubierta), cuyo tiraje se terminó de imprimir en Badalona “el día 26 de octubre de 1977”, se lea una nota que reza: “Esta nueva edición de El pájaro pintado incorpora algunos materiales que no aparecieron en la primera.” Y que esté precedida por un prefacio que el narrador fechó en “Ciudad de Nueva York, 1976”.

     

Editorial Pomaire
Badalona, octubre 26 de 1977

        Vale apuntar que por entonces la extinta Editorial Pomaire tenía distribución en Argentina, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, España, Estados Unidos, México, Uruguay y Venezuela. Y que la traducción de Eduardo Goligorsky resulta tan lograda, envolvente y persuasiva que se tornó canónica. De ahí que Debolsillo, sello editorial del consorcio transnacional Penguin Random House, la haya reeditado, en 2011, en formato físico e iBook.

II de IX

El pájaro pintado
(Pomaire, 1977)
3a de forros

En su prefacio, Jerzy Kosinski, de manera mínima y somera, pero muy ilustrativa, esboza la censura y proscripción de El pájaro pintado en su país natal y en los países del bloque “socialista” dominado por la bota militar y totalitaria de la URSS. “Nunca se publicó en mi patria”, dice, “ni se permitió su introducción”. Pero eso sí: “algunos diarios y revistas de Europa oriental emprendieron una campaña contra la obra”. Por ejemplo, afirma: “Indignados artículos de fondo de publicaciones controladas por el Estado denunciaban que las autoridades norteamericanas me habían ordenado escribir El pájaro pintado con fines políticos ocultos.” E incluso esa campaña le pisó los talones en su departamento de Manhattan, pues, dice, un día “Dos hombres robustos, vestidos con gruesas gabardinas”, se presentaron con “el artículo del New York Times sobre los ataques contra El pájaro pintado” y con un par “de tubos de acero envueltos en periódicos”. Los hombretones nunca lo habían visto y por ello no pudieron correlacionar la reproducción borrosa de una vieja foto suya que acompañaba el artículo, con la persona que tenían enfrente, quien se hizo pasar por un primo de Kosinski y los instó a esperarlo. Ese par de matones estaban allí, le dijeron, para “castigar a Kosinski por El pájaro pintado, un libro que injuriaba a su país y ridiculizaba a sus habitantes”. Maldecían al escritor y hablaban entre sí utilizando el dialecto rural que él entendía. Según dice: “Permanecí callado, estudiando sus anchos rostros campesinos, sus cuerpos rechonchos, sus gabardinas demasiado holgadas. Aunque separados por una generación de las chozas con techo de paja, de la fétida vegetación de las ciénegas y de los arados tirados por bueyes, continuaban siendo los campesinos que había conocido. Parecían haber salido de las páginas de El pájaro pintado.” Así que con unos tragos de vodka, un revólver oculto en el librero, varios disparos de la cámara fotográfica, y una buena dosis de astucia y teatralización, Kosinski logró que se largaran sin tocarle un pelo.

     

Jerzy Kosinski

      Según reporta el novelista: “La campaña contra el libro, que había sido generada en la capital del país [polaco], no tardó en difundirse por toda la nación. En el curso de pocas semanas, aparecieron varios centenares de artículos y un alud de chismes. La red de televisión controlada por el Estado presentó una serie, ‘Sobre los pasos de El pájaro pintado’, con entrevistas a personas que supuestamente habían estado en contacto conmigo o con mi familia durante los años de la guerra. El director del programa leía un pasaje de la novela, y luego presentaba al individuo que, según él decía, había inspirado al personaje ficticio. Estos testigos ofuscados, a menudo analfabetos, estaban despavoridos por lo que hipotéticamente habían hecho, y a medida que desfilaban se les oía despotricar coléricamente contra el libro y su autor.”

       Y por lo que relata, esa campaña mediática también proliferó en el mundillo intelectualoide prohijado y apapachado por el establishment polaco, pues, según narra, por instancias del PEN Club, en la Gran Manzana le sirvió de traductor y cicerón a una joven poeta que había llegado de Polonia para una cirugía cardíaca. Ya de regreso en su país, dice, “me envió una carta, por intermedio de otra persona, en la que me advertía que la unión nacional de escritores había descubierto nuestra amistad y le exigía que escribiera un cuento corto basado sobre su encuentro en Nueva York con el autor de El pájaro pintado. En la historia yo aparecía como un hombre desprovisto de moral, un pervertido que había jurado denigrar todo lo que su madre patria representaba. Al principio se había negado a escribirla, explicando que como no sabía inglés no había leído la novela, y que nunca había hablado de política conmigo. Pero sus colegas siguieron recordándole que la unión de escritores había sufragado la operación y le pagaba toda la atención médica postoperatoria. Insistieron en que, como era una poetisa descollante y ejercía considerable influencia sobre los jóvenes, tenía el deber de cumplir con su obligación patriótica y atacar, por escrito, al hombre que había traicionado a su país.

       “Unos amigos me enviaron la revista literaria semanal donde publicó el relato difamatorio solicitado. Yo intenté comunicarme con ella por intermedio de nuestros amigos comunes para hacerle saber que comprendía que la habían colocado en un compromiso ineludible, pero nunca contestó. Pocos meses más tarde me enteré de que había sufrido una crisis cardíaca que había producido su muerte.”

     

(Editions Flammarion, París, 1966)
Prix du Meilleur Livre Étranger 1966

       No menos patético y sintomático sobre la carencia de libertades, el control ideológico, la intolerancia, la manipulación, la coerción y la represión impuesta en ese sistema autoritario y antidemocrático, es el caso del notable escritor que elogió la novela y luego se vio obligado a desdecirse. Jerzy Kosinski, sin precisar, alude la versión francesa, traducida por Maurice Pons, editada en París, en 1966, por Flammarion, con el título L’oiseau bariolé, que ese año mereció el Prix du Meilleur Livre Étranger (Premio al mejor libro extranjero): “Uno de los mejores y más respetados autores de Europa oriental leyó la versión francesa de El pájaro pintado y elogió la novela en su reseña bibliográfica. Pronto la presión gubernamental lo obligó a retractarse. Publicó su opinión revisada y luego la completó con una ‘Carta abierta a Jerzy Kosinski’ que apareció en la revista que él mismo dirigía. En ella, me advertía que yo, como otro novelista premiado que había traicionado su lengua nativa para adoptar un idioma extranjero y alabar al decadente Occidente, terminaría mis días suicidándome en un sórdido hotel de la Riviera.” (Vale contrastar que Kosinski sí terminó suicidándose, pero por otros motivos. Lo hizo a los 58 años el 3 de mayo de 1991. Según se lee en Wikipedia, tomó “una dosis mortal de barbitúricos, su habitual ron con Coca Cola y asegurándose del resultado introduciendo su cabeza en una bolsa de plástico”. Y de irónico colofón “Dejó una nota” que se publicó el siguiente 13 de mayo en el Newsweek: “Me he ido a dormir por un rato mayor de lo habitual. Llamad Eternidad a ese rato.”)

      Pero el acoso a su madre, en Lodz —la ciudad polaca donde el escritor nació el 14 de junio de 1933— sin duda lo trastocó sobremanera. Según narra en su prefacio:

      “Cuando se publicó El pájaro pintado, mi madre, que era mi único familiar consanguíneo sobreviviente, ya frisaba los sesenta y había sido operada dos veces de cáncer. Al descubrir que aún vivía en la ciudad donde yo había nacido, el principal diario local publicó artículos injuriosos en los que la acusaban de ser la madre de un renegado, al mismo tiempo que instigaba a los fanáticos y a las multitudes de vecinos enardecidos a arremeter contra su casa. La policía se presentó a la llamada de la enfermera de mi madre, pero se limitó a permanecer de brazos cruzados, simulando controlar a quienes se autoerigían en defensores de la justicia.  

     

Jerzy Kosinski en 1973
(Foto: Rob Mierment)

      “Cuando un viejo condiscípulo me telefoneó a Nueva York para comunicarme, furtivamente, lo que sucedía, movilicé todo el apoyo que pude obtener de organizaciones internacionales, pero durante meses mis esfuerzos parecieron vanos, porque los vecinos coléricos, ninguno de los cuales había leído realmente mi libro, continuaron sus ataques. Por fin, los funcionarios gubernamentales, fastidiados por las presiones que ejercían las organizaciones extranjeras interesadas en el problema, ordenaron a las autoridades municipales que trasladaran a mi madre a otra ciudad. Permaneció allí durante algunas semanas, hasta que amainaron las agresiones, y después se trasladó a la capital, dejando todo atrás. Con la ayuda de algunos amigos pude mantenerme al tanto de su paradero y enviarle dinero regularmente.

       “Aunque la mayor parte de su familia había sido exterminada en el país que ahora la perseguía, mi madre se negaba a emigrar, e insistía en que deseaba morir y ser sepultada junto a mi padre, en la tierra donde había nacido y donde todos los suyos habían sucumbido. Cuando falleció, su muerte se utilizó como medio para abochornar e intimidar a sus amigos. Las autoridades no permitieron publicar ningún anuncio del funeral y la simple noticia de su fallecimiento sólo apareció varios días después del entierro.”

 III de IX

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

En su prefacio, Jerzy Kosinski refiere “una costumbre campesina que había observado durante mi infancia. El entretenimiento favorito de uno de los aldeanos consistía en atrapar aves, pintarles las plumas, y soltarlas luego para que se reunieran en bandadas. Cuando dichos pájaros refulgentes de colores buscaban la protección de sus semejantes, éstos los veían como intrusos amenazadores, atacaban a los descastados hasta matarlos. Resolví enmarcar yo también mi obra en un territorio mítico, en el presente ficticio intemporal, libre de las ataduras de la geografía y la historia. Mi novela se titularía El pájaro pintado.” Vale objetar, no obstante, que si bien la obra se sucede en un territorio mítico e imaginario: el de la novela contada por la omnisciente, minuciosa e ingenua voz de un niño, su presente ficticio no resulta intemporal, ni libre de las ataduras de la geografía y la historia. Esto se advierte desde el primer párrafo del primer capítulo, pues la obra inicia los veinte capítulos que la integran con un breve proemio en cursiva, que es la única parte en la que narra una impersonal voz narrativa que sitúa al lector en el tiempo y en el espacio: Durante las primeras semanas de la Segunda Guerra Mundial, en el otoño de 1939, los padres de un niño de seis años de una gran ciudad de la Europa oriental, lo enviaron, como a miles de otras criaturas, al abrigo de una lejana aldea. Lo cual se complementa con el hecho contundente de que la novela (con sus mil y un sucesos y minucias) concluye seis años después, en 1945, cuando el protagonista ya tiene doce años y los nazis han sido expulsados y derrotados por el ejército soviético, quien ahora controla ese territorio de la Europa oriental e impone la ideológica comunista y atea, deificando la emblemática figura de Stalin; y lo que se observa en el entorno donde ahora se mueve y narra el niño son los desastres de la postguerra; o sea, para decirlo con Andrezj Wajda: el paisaje después de la batalla.

     

Jerzy Kosinski con el actor polaco Daniel Olbryschki,
protagonista de Paisaje después de la batalla (1970),
película dirigida por el cineasta polaco Andrzej Wajda.

       Y en lo que corresponde a la transposición novelada de esa costumbre campesina de pintar un pájaro y soltarlo para que en el aire lo ataquen y maten sus congéneres, esto ocurre en el capítulo cinco, cuando el niño protagonista convive con el pajarero Lej. Lej, que imita el silbido de los pájaros y los atrapa con trampas para intercambiarlos por víveres y utensilios, sostiene un vínculo sexual con la Estúpida Ludmila; una mujer semidesnuda, alta y esbelta, de grandes pechos y fuertes pantorrillas, ninfómana y deficiente mental, que sobrevive escondida en el bosque aledaño a la aldea, acompañada por un enorme perro. Ludmila desparece un tiempo; y Lej, para atraerla hacia él, pinta un pájaro con pestilentes colores que él elabora y lo suelta al vuelo para que sus congéneres lo maten a picotazos en el aire. Esto lo repite varias veces y varios días sin que Ludmila se haga presente; mientras Lej, ansioso y deprimido, se pierde en el bosque para aturdirse con el vodka casero. Cuando reaparece Ludmila, a la fuerza y con algún cintarazo, intenta que el niño de siete años la fornique. Esto lo observan varios campesinos que dejan sus labores para desfogarse con ella. Un grupo de mujeres (quizá madres, esposas, hermanas o novias de esos aldeanos) se acercan a la fornicación armadas con rastrillos, palas y palos. Los hombres se alejan a la carrera y observan a la distancia. Las mujeres matan al perro con golpes salvajes de pala y someten y golpean a Ludmila:

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      “La Estúpida Ludmila sangraba profusamente. Sobre su cuerpo atormentado aparecieron hematomas azules. Gemía con voz potente, arqueaba la espalda y temblaba, esforzándose en vano por liberarse. Entonces se acercó una de las mujeres, empuñando una botella tapada y llena de estiércol negruzco. En medio de las risas roncas y los gritos de estímulo de sus compañeras, se arrodilló entre las piernas de Ludmila e insertó la botella dentro de la vagina maltratada y ultrajada, mientras ella chillaba como una bestia. De pronto, una de ellas pateó con todas sus fuerzas el fondo de la botella que asomaba por el bajo vientre de la Estúpida Ludmila. Se oyó el ruido apagado de vidrios que se hacían añicos dentro de ella. Luego todas las mujeres asestaron puntapiés y la sangre saltó a borbotones alrededor de sus botas y sus pantorrillas. Cuando acabaron con ese ejercicio, Ludmila estaba muerta.”

      En el suceder de la novela, esto es sólo un botón de muestra de la crudeza, crueldad, deshumanización e impunidad que pulula entre los romos habitantes de las aldeas (supersticiosas, xenofóbicas, rezagadas, incultas y analfabetas) entre las que se desplaza y subsiste el menor.

IV de IX

Jerzy Kosinski

A parecer, Jerzy Kosinski, quien era un niño durante la Segunda Guerra Mundial, también fue alejado de sus padres y escondido en una aldea para protegerlo de los nazis. Pero esto no significa que El pájaro pintado sea una novela autobiográfica, testimonial y realista en sentido estricto; suponerlo, a priori, además de entrar en un debate desenfocado, anacrónico y caduco, implica plantear una perogrullada, un inútil bizantinismo. No obstante, desde la imaginación y el cruento y cruel drama imaginario y literario, sí es una exploración de las zonas más oscuras y controvertidas que signan el comportamiento y la psique humana desde la noche de los tiempos. Y para lograrlo y condensarlo, se transluce que Kosinski se documentó en mil y una minucias relativas a la flora y fauna y a la geografía de la Europa oriental, a las creencias, cuentos populares, supersticiones y supercherías de los aldeanos fanáticos, xenofóbicos y de pocas luces; y no sólo en anécdotas, testimonios y documentos históricos concernientes a lo ocurrido en la zona durante la ocupación nazi, como son los campos de concentración y los crematorios distribuidos en el territorio; las casamatas militares abandonadas por los alemanes y los puestos artillados de éstos en los puentes de los ríos y en las estaciones del ferrocarril; más los trenes de carga, atestados de gitanos y judíos, que cruzaban los campos y las inmediaciones de las chozas de piso de tierra y sin luz eléctrica; y la satanización y persecución de gitanos y judíos ocultos en algún sitio de las aldeas.

       Sobre este último abrevadero, por ejemplo, en su prefacio transcribe el testimonio de “una sobreviviente de diecinueve años que describió el castigo aplicado a una aldea de Europa oriental que había concedido asilo a un enemigo del Reich: ‘Vi cómo los alemanes llegaban junto con los calmucos para pacificar la aldea —escribió la joven—. Fue una escena pavorosa, que perdurará en mi memoria hasta que muera. Después de rodear la aldea, empezaron a violar a las mujeres, y luego dieron la orden de quemarla junto con todos sus habitantes. Fuera de sí, aquellos salvajes acercaron teas a las casas, y quienes huían eran acribillados a tiros o arrojados nuevamente a las llamas. Les arrebatan los hijos a las madres y los lanzaban al fuego. Y cuando las mujeres desconsoladas corrían para salvar a sus niños, les pegaban un tiro primero en una pierna y luego en la otra. Sólo las mataban cuando consideraban que ya habían sufrido bastante. Esa orgía duró todo el día. Al anochecer, cuando los alemanes se fueron, los aldeanos regresaron lentamente para rescatar los despojos. Lo que vimos fue horrible: los maderos humeantes y los restos de los incinerados en las proximidades de las cabañas. Detrás de la aldea, los campos estaban cubiertos de cadáveres; aquí, una madre con su hijo en brazos y con la cara salpicada por los sesos de la criatura; más allá, un niño de diez años con su libro de lectura en la mano.’ Todas las aldeas de Europa oriental conocieron episodios de esa naturaleza, y centenares de comunidades corrieron una suerte parecida.” Comenta Jerzy Kosinski, quien en su prefacio dice: “Tal vez la mejor prueba de que no exageré la brutalidad y la crueldad que caracterizaron a los años de guerra en Europa oriental, la constituye el hecho de que algunos de mis antiguos compañeros de escuela, que consiguieron ejemplares clandestinos de El pájaro pintado, escribieron luego que la novela era un relato bucólico cuando se la comparaba con las experiencias que tantos de ellos y sus familias padecieron durante la conflagración.” Y en el capítulo quince narra, a través de los ojos del niño y de un modo muy visual, descarnado e impresionante, el brutal y feroz ataque a una aldea. 

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      En la película de Václav Marhoul lo hace una horda de cosacos a caballo. Pero en la novela de Kosinski se trata de una caterva de jinetes, llamados calmucos por sus rasgos mongoles, quienes arriban a galope tendido después de la huida de los nazis ante el avance y la inminente llegada del ejército soviético. Esos calmucos, armados de rifles y sables, portan “uniformes alemanes verdes con botones brillantes y quepis calados hasta los ojos”. Y según narra la cronista voz del niño: “Los campesinos decían que cuando el hasta entonces invencible ejército alemán había ocupado un vasto territorio soviético, se le habían sumado muchos calmucos, la mayoría de ellos voluntarios, y desertores del ejército ruso. Como odiaban a los soviéticos se aliaron a los alemanes, que les permitían saquear y violar según lo estipulado por sus costumbres guerreras y sus tradiciones varoniles. Por eso enviaban a los calmucos a las aldeas y ciudades a las que querían castigar por alguna transgresión, y sobre todo a aquellas que se levantaban en los lugares por donde debía pasar en su avance el ejército rojo.” Y de hecho, los asesinatos, torturas, destrozos, incendios de las chozas, y las frenéticas y delirantes violaciones de las mujeres (incluida una niña de unos cinco años) son interrumpidas por la llegada del ejército soviético. Los calmucos tratan de huir y esconderse. Y quienes no son ejecutados al rendirse, son colgados de los árboles. Según narra el niño:

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

        “A los calmucos se les veía desde lejos: colgaban de los árboles como piñas gigantescas, desprovistas de savia. Cada uno ocupaba un árbol distinto, suspendido por los tobillos, con las manos atadas detrás de la espalda. Los soldados soviéticos, de rostros cordiales y sonrientes, se paseaban liando cigarrillos con trozos de periódico. Aunque los soldados no permitían que los campesinos se acercaran, algunas mujeres, que reconocieron a sus martirizadores, empezaron a maldecirlos y a arrojar pedazos de madera y puñados de tierra contra los cuerpos que pendían fláccidamente.

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

        “Las hormigas y las moscas se paseaban sobre los calmucos colgados. Se metían en sus bocas abiertas, en sus fosas nasales y en sus ojos. Anidaban en sus orejas y pululaban sobre su pelo. Llegaban por millares y se disputaban el lugar más apetecible.

       “Los hombres se mecían a merced del viento y algunos de ellos giraban lentamente, como salchichas que se estuvieran ahumando sobre el fuego. Otros se estremecían y emitían un chillido o un susurro ronco. Varios parecían muertos. Colgaban con los ojos muy abiertos, sin parpadear, y las venas del cuello se les habían hinchado monstruosamente. Los campesinos encendieron una fogata cerca de allí, y familias íntegras miraban a los calmucos suspendidos, recordando sus crueldades y regocijándose ante el fin que habían encontrado.”

V de IX

En el citado proemio en cursiva se lee sobre el itinerario inicial del niño, quien corporifica la voz de un arquetipo infantil del que nunca se sabe su nombre:

       Los pueblos donde habría de pasar los cuatro años siguientes pertenecían a un grupo étnico distinto de su región natal. Los campesinos locales, aislados y unidos entre sí por lazos de consanguinidad, eran de tez blanca, rubios y de ojos azules o grises. El niño tenía la piel cetrina, pelo oscuro y ojos negros. Hablaba el lenguaje de la clase culta, apenas inteligible para los campesinos del Este.

      Pensaban que era un gitano o un judío fugitivo, y los individuos y las comunidades que daban asilo a gitanos o judíos, a quienes les estaban reservados los ghettos y campos de exterminio, corrían el riesgo de ser implacablemente castigados por los alemanes.

      Vale apuntar que debido a las actividades antinazis que el padre había protagonizado antes de la guerra, él y su mujer tuvieron que esconderse para evitar que los enviaran a un campo de trabajos forzados en Alemania o que los encerraran en un campo de concentración. Así que, para proteger al hijo se lo encomendaron, por una suma, a un hombre que le encontró refugio con una mujer (Marta) que muere dos meses después (al parecer de un infarto), dejando al chiquillo a la deriva tras el accidental incendio de la cabaña que él mismo provoca. Pero hay que objetar que el niño sobrevive más de cuatro años entre las aldeas, los bosques y las marismas, pues en la última aldea donde estuvo fue donde ocurrió el arribo de los calmucos, seguido del arribo de los soviéticos, quienes a la vera del río, donde estuvo un puente y una guarnición nazi, montan una posta de comunicaciones, dado que conforman un “regimiento de comunicaciones”. En el hospital de ese regimiento el niño convalece unas semanas, debido a la herida interior que le causó un calmuco con un culatazo en el pecho y lo dan de alta cuando ya “corría el otoño de 1944”. Los militares soviéticos lo protegen y son amistosos con él, sobre todo sus cercanos mentores: Gavrila, un oficial político del regimiento; y Mitka el Cuclillo, un experto francotirador e instructor de tiro que ostenta “el título de Héroe de la Unión Soviética”, y secreto y camuflado oficiante de la ley del talión. Gavrila es quien le enseña a leer el ruso, pese a su traumática mudez, cuando “ya tenía más de once años”. Al momento de despedirse, porque el regimiento se va y a él lo destinan a un orfanatorio ubicado en una “ciudad industrial, la mayor del país”, “la misma donde había vivido antes de la guerra” (quizá Lodz), le encarga ser un buen comunista y leer los libros rusos que le regala y el periódico Pravda; cosa que él hace con fidelidad, día a día —ataviado con su uniforme de soldado soviético a la medida (incluida “una pequeña pistola de madera, con el retrato de Stalin a un lado y el de Lenin al otro”)— para enterarse de las andanzas y avances del ejército de la URSS, entreviendo la promesa y la ilusión de que cuando termine la contienda, si nadie reclama su paternidad, Gavrila vaya por él al orfanatorio y se lo lleve a vivir al “paraíso humanitario” de la Unión Soviética. Según dice:

   

León Tolstói y Máximo Gorki

        “Mi primer libro lo leí con ayuda de Gravila. Se titulaba Mi infancia, y su protagonista, un niño como yo, perdía a su padre en la primera página. Leí el libro varias veces y me llenó de esperanza. Su protagonista tampoco había tenido una vida fácil. Después de la muerte de su madre quedó totalmente solo, pero, a pesar de las múltiples dificultades se convirtió, según dijo Gavrila, en un gran hombre. Se trataba de Máximo Gorki, uno de los mejores escritores soviéticos. Sus libros llenaban muchos estantes de la biblioteca del regimiento y eran conocidos en todo el mundo.”

 VI de IX

Si bien el niño tiene aspecto de gitano, al parecer no lo es, dado que no posee ni recuerda nada de la cultura y las tradiciones gitanas (ni de las judías). No obstante, los virulentos, obtusos y supersticiosos aldeanos lo tildan, fóbicos y con desprecio, de bastardo gitano o expósito gitano, y temen el supuesto poder maléfico y diabólico de sus ojos negros, y no dudarían en entregarlo a los nazis para que lo encierren o exterminen. De hecho, hay un episodio en el capítulo diez donde un par de aldeanos son comisionados, por un grupo guerrillero que expolia esa aldea robando cerdos, gallinas y otros víveres (ídem los nazis), para que lo trasladen atado en un carromato, junto a un judío ex terrateniente que estuvo oculto, y lo entreguen a un cuartel alemán. Allí el niño ve por primera vez a un rutilante y rubio oficial de las SS vestido con un uniforme negro como el hollín: “su rostro estaba iluminado por el sol, y era de una belleza prístina y cautivadora. Su tez tenía el color de la cera, y su pelo rubio era tan suave como el de un bebé. En otro tiempo, en una iglesia, había visto un rostro igualmente delicado. Estaba pintado sobre un muro, bañado en la música del órgano, y sólo lo acariciaba la luz de las vidrieras.” Al judío lo ejecutan ipso facto por gritarle “cerdo” al oficial de las SS; y el niño, por una extraña misericordia de ese oficial nazi, es expulsado del cuartel y prácticamente cae en los brazos del cura que minutos antes había defendido, al judío y al niño, de los insultos, golpes, escupitajos, basuras y piedras lanzados por la desarrapada e infame turba de nocturnas aves de rapiña. Y en el capítulo siete, el niño ha estado escondiéndose en la cabaña de un herrero para el que trabaja, cuando no hay moros con tranchetes, por la comida y el techo de paja; quizá hubo un chivatazo, pues un grupo guerrillero llega y hace un registro en la vivienda; golpean y torturan al herrero, a su esposa, a su hijo y a los dos jornaleros; y al niño, tras descubrirlo oculto en el desván, lo atan de pies y manos. Y en un carromato, por orden de esos guerrilleros, dos campesinos lo llevan hasta la posta alemana ubicada en la estación del tren. El joven oficial que lo observa, le ordena algo a un viejo soldado nazi, quien lo desata del carromato y atado se lo lleva de allí andando por las vías del tren, junto a una lata de gasolina que le entregaron. El niño, dice, “estaba seguro de que el soldado tenía la orden de pegarme un tiro, empapar mi cuerpo de gasolina y quemarlo”. Pero de eso se salva porque, a la mera hora, el viejo soldado nazi lo insta a que huya hacia el bosque y él lo hace corriendo a pata pelada (va descalzo). Y según dice:

       

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      “Mientras yacía escuchando los ruidos del bosque, oí dos detonaciones que provenían de la vía del ferrocarril. Al parecer, el soldado simulaba mi ejecución.

      “Los pájaros se despertaron y empezaron a agitarse entre el follaje. Una lagartija saltó de una raíz, junto a mí, y me miró atentamente.  Podría haberla reventado de un manotazo, pero estaba demasiado cansado.”

      Y sólo hasta el capítulo nueve, cuando ya ha corrido mucha tinta, el niño menciona que su padre era rubio y de ojos azules y su madre era morena. Es decir, es mestizo, si acaso no fue adoptado o quizá sólo es hijo biológico de ella. Y se infiere que sus padres antinazis tenían una posición acomodada, atea y culta, dada las características del apartamento familiar donde vivían antes de la guerra, y por los relatos y poemas que le leían y contaban su madre y alguna niñera. De ahí que en el capítulo ocho, pese que en esa aldea lo maltratan y menosprecian por suponerlo un bastardo gitano, su “amo” a veces lo utiliza de loro negro, o negro rapsoda, y por ello lo embriaga para que recite los poemas y cuentos que se sabe de memoria. Según narra:

      “Mi amo era muy respetado y le invitaban a menudo a las bodas y festejos locales. A veces, cuando los niños estaban de buen talante y ni su esposa ni su suegra se oponían, me llevaba también. En esas recepciones me ordenaba que hablara a los huéspedes en mi jerga urbana, y que recitara los poemas y las narraciones que mi madre y las niñeras me habían enseñado antes de la guerra. Comparado con el dialecto local, suave y arrastrado, mi lenguaje ciudadano, lleno de consonantes duras que tableteaban como fuego de ametralladoras, sonaba como una parodia. Antes de la función, mi granjero me obligaba a beber de un solo trago un vaso de vodka. Yo me tambaleaba, enredándome en los pies, y a duras penas conseguía llegar al centro de la estancia.

      “Iniciaba el espectáculo inmediatamente, esforzándome por no mirar  los ojos o los dientes de los invitados. [Creen que puede causarles algún mal y cada diente contado dizque significa un año menos de vida.] Siempre que recitaba poesías a toda velocidad, los campesinos abrían desmesuradamente los ojos, atónitos, y pensaban que yo estaba loco y que mi discurso atropellado era el síntoma de una dolencia.

   


       “Las fábulas y las historias en verso de animales les hacían prorrumpir en carcajadas. Cuando escuchaban la historia de la cabra que recorría el mundo en busca de la capital de Chivolandia, o las del gato con botas de siete leguas, del toro Ferdinando, de Blanca Nieves y los Siete Enanitos, el ratón Mickey y de Pinocho, los invitados reían, se atragantaban con la comida y espurreaban vodka.”

 

VII de IX

En el primer capítulo, cuando el niño convive con Marta —una supersticiosa, maloliente, harapienta e insalubre anciana solitaria—, es la primera en la obra que le restriega en el rostro el estigma de sus características físicas y el peligro que ello implica ante los atavismos y crueldades de los aldeanos blancos, rubios y ojiazules que infestan el entorno, por lo que debe procurar mantenerse alejado de ellos. Eso se lo vocifera cuando le niño le sugiere, que para aliviarse del dolor agudo que padece bajo las costillas (allí donde el corazón palpita eternamente enjaulado), cambie de piel, igual que lo hizo la serpiente que mantiene en una pequeña madriguera de piedra:

       “Cuando se lo sugerí se encolerizó y me maldijo por ser un asqueroso blasfemo gitano, pariente del Diablo. Dijo que la enfermedad ataca al ser humano cuando éste menos lo espera. Puede estar sentada detrás de ti en una carreta, o puede saltarte sobre los hombros cuando te inclinas para recoger bayas en el bosque, o pude reptar fuera de las aguas cuando atraviesas un río en un bote. La enfermedad se infiltra en el cuerpo subrepticia y taimadamente, a través del aire, del agua, o del contacto con un animal u otra persona, o incluso —al decir esto me miró con desconfianza— a través de un par de ojos negros engarzados junto a una nariz ganchuda. Esos ojos, conocidos por el nombre de ojos gitanos o de bruja, pueden producir la invalidez, la peste o la muerte. Por ello me prohibió que mirara directamente sus ojos y los de los animales domésticos. Me ordenó que si alguna vez miraba accidentalmente sus ojos o los de un animal, escupiera en seguida tres veces y me santiguara.”

      Marta, dice: “A menudo se enfurecía cuando la masa que sobaba para el pan se agriaba [dizque porque él la miró] y me dejaba dos días sin pan para castigarme.” También dice que “nunca bebía líquidos ni sonreía en mi presencia. Pensaba que si lo hacía, yo podría contarle los dientes, y cada diente contado restaría un año de su vida.” “Siempre dormía vestida”, dice. “Según ella, las ropas eran la mejor defensa contra la amenaza de las múltiples enfermedades que el aire fresco podía introducir en la habitación.” Y “Para proteger la salud, afirmaba, había que bañarse solamente dos veces al año, en Navidad y Pascua, y aun entonces muy superficialmente y sin desvestirse. Sólo utilizaba el agua caliente para reducir los infinitos callos, juanetes y uñeros de sus pies nudosos. Ésa era la única razón por la que los humedecía una o dos veces por semana.” Y al igual que otras mujeres que pueblan las aldeas de la zona, actúa de curandera y por ello, dizque para conjurar el dolor que periódicamente la aqueja bajo las costillas, “cogía un trozo de carne cruda, lo reducía a un picadillo fino, y lo colocaba en una vasija de barro. Luego vertía en su interior el agua extraída de un pozo poco antes del amanecer. La vasija la enterraba a mucha profundidad en un rincón de la choza. Gracias a este procedimiento, los dolores se mitigaban durante algunos días, según afirmaba, hasta que se descomponía la carne. Pero después, cuando reaparecían los dolores, repetía la trabajosa operación.”

   

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

        Pero es Olga la Sabia —una curandera comarcal que hablaba un dialecto extraño que el niño no comprende muy bien, cuya choza semeja el repleto cuchitril de una bruja salida de un cuento de hadas tradicional (o de un set de Hollywood o Disneylandia) y que lo compra a un campesino que lo fustigaba con ferocidad ante la diversión de otros—, quien le brinda mayores datos sobre el tenebroso entorno de supuestos seres invisibles, latentes y maléficos que los rodean, y sobre el supuesto poder de sus ojos negros. Según narra el niño: “Me llamaba el Negro. Ella fue la primera que me enseñó que yo estaba poseído por un espíritu maligno, y que se agazapaba dentro de mí como un topo en su madriguera profunda, y cuya presencia yo desconocía. A un moreno como yo, poseído por este espíritu maligno, se le identificaba por sus ojos negros embrujados que no parpadeaban cuando miraba otros ojos claros brillantes. Debido a ello, afirmaba Olga, yo podía mirar a los demás y hechizarlos inconscientemente.” Creencia que explica por qué los campesinos blancos, rubios y de ojos azules o grises, además de insultarlo, maldecirlo y atacarlo a voces o físicamente, escupen y se persignan al verlo. No obstante, Olga la Sabia, en misiones requeridas, utiliza el supuesto poder de sus ojos negros para “curar” algún padecimiento. Poder que parece nulo cuando una epidemia (que llaman peste) empieza a diezmar a la población de una aldea, que incluso, al parecer, contagia al niño, a quien ella supone un vampiro. Según cuenta el chaval:

      “Una noche empezó a arderme la cara y me vi sacudido por convulsiones incontrolables. Olga me miró fugazmente los ojos y apoyó su mano fría sobre mi frente. Luego, me arrastró rápida y silenciosamente hasta un campo apartado. Allí excavó un hoyo profundo, mi quitó las ropas y me ordenó que saltara dentro.

     “Una vez estuve dentro del hoyo, temblando de fiebre y de frío, Olga volvió a llenarlo de tierra y me sepultó hasta el cuello. A continuación pisoteó la tierra en derredor y la golpeó con la pala hasta dejar la superficie perfectamente lisa. Después de asegurarse de que no había hormigueros en las cercanías, encendió tres humeantes hogueras de turba.

    “Así plantado en el suelo helado, mi cuerpo se enfrió por completo en poco tiempo, como la raíz de una hierba marchita. Perdí toda conciencia. Como una col abandonada, pasé a formar parte de la tierra.”

 

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

       Ese episodio de la novela casi concluye con el ataque a picotazos de una parvada de negros cuervos que aletea y brinca en torno a su cabeza; espeluznante escena que la homónima película de Václav Marhoul, con su particular narrativa y mediática publicidad, tornó icónica.

   


      No menos sorprendente (o quizá más) resulta el procedimiento de otra curandera, ya mayor, para conjurar el bocio de un grupo de campesinos de otra aldea. Allí, durante la celebración de una boda en la que el niño hizo el citado papel de rapsoda, agazapado en un rincón cercano a la mesa de la cena para eludir la impertinencia de los briagos, ve que un par de amigos que se cuentan entre “los granjeros más prósperos de la aldea”, entran a mordisquear y compartir. Y “tal como lo estipulaba la costumbre, evitaron mirarse a los ojos y conversaron con talante serio”. Pero uno de ellos, mientras muerde un pedazo de salchicha, saca “un cuchillo de larga hoja puntiaguda” y se lo clava al otro en la espalda. El asesino “Abandonó la estancia sin mirar atrás, saboreando la salchicha con deleite.” Además de que el frío y traicionero asesino no fue desvelado (cabe suponer un complot para usar el cadáver), días después siguió entrando y saliendo y comiendo allí, tal si fuera Pedro en su bacinica. Y según cuenta el niño:

     “El cadáver del hombre asesinado no fue retirado de la casa inmediatamente después de la boda. Lo colocaron en uno de los aposentos laterales, mientras la familia del difunto se congregaba en la sala principal. Entre tanto, una de las mujeres más ancianas de la aldea desnudó el brazo izquierdo del cadáver y lo lavó con un mejunje marrón. Los hombres y las mujeres enfermos de bocio desfilaban por el aposento, de uno en uno, con las repugnantes protuberancias de carne tumefacta colgando bajo el mentón y extendiéndose sobre el cuello. La anciana los acercaba al cadáver, ejecutaba unos pases complicados sobre la zona enferma, y luego levantaba la mano sin vida para tocar siete veces la hinchazón. El paciente, pálido de miedo, debía repetir con ella: ‘Haz que la enfermedad vaya a donde irá esta mano’.

      “Después del tratamiento, los pacientes le pagaban a la familia del muerto por la cura. El cadáver permaneció en la habitación. La mano izquierda descansaba sobre el pecho, y en la diestra rígida le habían colocado un cirio sagrado. Al cabo de cuatro días, cuando en la estancia empezó a flotar un olor más intenso, llamaron a un sacerdote e iniciaron los preparativos para el entierro.”

VIII de IX

En el decurso de la novela, el niño es testigo de brutales y crueles episodios; por ejemplo: ve cómo un celoso molinero con una cuchara de hierro le saca los ojos a un muchacho que era su empleado. Ve cómo un carpintero, en el oscuro fondo de una casamata militar abandonada, es devorado por un mar negro y efervescente de ratas (caída que el niño propicia con astucia para librarse del maltrato, de los golpes y del inminente asesinato dentro de un saco). Ve el violento acto sexual entre un aldeano y una judía (huida de un tren) que iba a ser entregada a los nazis: extrañamente, el tipo no puede librarse de la vagina y mandan a llamar a una comadrona bruja para que los separe; la judía es asesinada y abandonan el cadáver en las vías del tren para que lo recoja la patrulla nazi. Ve, con horror, el ayuntamiento de una mujer desnuda que se mete debajo de un hediondo macho cabrío; orgiástico bestialismo en el que participan, desnudos, el hermano de ella y el supuesto padre de ambos. Por entonces, el jefe de esa aldea, tras ver que “no tenía llagas ni úlceras en el cuerpo” y que “sabía hacer el signo de la cruz”, le encontró acomodo (casi de esclavo) en la alejada granja de conejos del tal Makar, quien vive con sus hijos: Anton, de 20 años, y Ewka, de 19. Según narra el niño, a Makar no “le conocían muy bien en la aldea. Había llegado hacía pocos años y le trataban como a un forastero. Pero circulaban rumores de que evitaba a los demás porque pecaba tanto con el muchacho que pasaba por su hijo como con la chica que pasaba por su hija.” A lo que se añade el bestialismo que el pelirrojo Makar practica con la más grande y hermosa de sus conejas de ojos rosados; pero esto, por ingenuo, no lo infiere el niño. Según dice: a Ewka el “bocio empezaba a desfigurarle el cuello”; “Era alta, rubia y delgada, con pechos semejantes a peras aún no maduras y caderas que le permitían deslizarse fácilmente entre las estacas de una cerca.” Y antes de descubrir el secreto bestialismo con el apestoso macho cabrío y de alejarse de allí con la convicción de que se trata de un “pacto con el Diablo”, con Ewka, al margen de Anton y Makar, vive sus primeras y placenteras experiencias sexuales; e incluso fantasea enamorado: “No había nada que no estuviera dispuesto a hacer por Ewka. Olvidé mi destino de gitano mudo condenado a la hoguera. Dejé de ser un duende hostigado por los pastores, un duende que arrojaba maleficios sobre niños y animales. En sueños me convertía en un hombre alto, apuesto, de tez blanca y ojos azules, con una cabellera del color de las pálidas hojas otoñales. Me convertía en un oficial alemán de uniforme negro, ceñido. O en un cazador de pájaros, familiarizado con todos los senderos secreto de los bosques y las marismas.” Ve que un grupo de chavales patinadores lo persiguen y le dan alcance; al desvelar de cerca sus características físicas lo toman por “Un gitano”, por “Un bastardo gitano”; no obstante, intentan violarlo: “Alguien me aprisionó las piernas y los otros empezaron a arrancarme los pantalones. Sabía qué era lo que se proponían hacer. Había visto cómo una pandilla de pastores violaba a un chico de otra aldea que se había internado por azar en territorio ajeno. Comprendí que sólo un acontecimiento imprevisto podría salvarme.” Así que espera con astucia el instante del contraataque con los toscos patines que él se hizo y lleva puestos. “Puse los músculos en tensión, encogí ligeramente una pierna, le asesté una patada a uno de los muchachos que se inclinaban sobre mí. Algo crujió en su cabeza. Al principio pensé que había sido el patín, pero cuando lo despegué de su ojo estaba entero. Otro intentó asirme por las piernas, y le pequé con el patín en el cuello. Los dos gallitos cayeron sobre el hielo, sangrando profusamente. Sus compañeros se espantaron, y la mayoría de ellos empezaron a remolcar a los dos heridos hacia la aldea, dejando un reguero de sangre sobre el hielo. Cuatro de ellos se quedaron atrás.” Quienes son los que se orquestan, lo balancean y arrojan a un hueco en el hielo para que, sumergido, se ahogue o muera congelado.

     Pero el suceso más traumático para él ocurre cuando a los diez años de edad pierde la voz. Vale observar, primero, que el niño es bastante permeable e influenciable ante a lo que va viviendo y absorbiendo su idiosincrasia. (Casi lo último que aprende, previo a un sosegado pensamiento nihilista y misántropo, es el ideario ateo y comunista de la URSS de Stalin.) Por ejemplo, luego de que la vieja Marta le revela el supuesto poder aojador de sus ojos negros, él, además de que lo cree a pie juntillas de ahí en adelante, dice:

      “Con el afán de complacer a Marta y no mirarla a los ojos, caminaba por la choza con los míos cerrados, tropezando con los muebles y volcando cubos, y afuera pisoteaba los macizos de flores, llevándome todo por delante como una polilla enceguecida por un resplandor súbito. Mientras tanto, Marta recogía plumones de oca y los dispersaba sobre las brasas. El humo que desprendían lo aventaba por toda la habitación, entonando sortilegios para exorcizar el maleficio.”

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      En este sentido, y en ese idiosincrásico contexto de supersticiones medievalescas y mistificada religiosidad, en el capítulo once, cuando subsiste en la cabaña de Garbos, un granjero racista, endemoniado e irascible, que posee un enorme y agresivo perro de ojos inyectados llamado Judas, además de que lo tilda de “bastardo gitano sin bautizar” al verlo por primera vez, día a día lo tortura colgándolo y golpeándolo con un látigo, mientras el niño, por las amenazas y el terror, no se atreve a revelarle al cura el castigo y las humillaciones al que es sometido. Ese sacerdote es el que lo rescata tras el indulto del rutilante y rubio oficial de las SS. Y de ahí lo traslada en su carreta a otro caserío, dizque a protegerlo y a trabajar (de esclavo) en la aledaña granja del “amo” Garbos. Y más tarde lo inicia de monaguillo en la parroquia de la cercana aldea; donde, por su piel morena, pelo negro y ojos negros, es víctima de los atavismos y de la fanática xenofobia desde el primer día que el cura lo lleva en su carreta:

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

       “Bajo la luz creciente del alba, una multitud de ancianas esperaban frente a la iglesia. Tenían los pies y el cuerpo envueltos en tiras de tela y extraños embozos, y susurraban plegarias incesantes mientras sus dedos entumecidos por el frío hacían correr las cuentas del rosario. Al ver aproximarse al cura se pusieron torpemente en pie, balanceándose sobre sus bastones nudosos, y marcharon rápidamente a su encuentro, arrastrando los pies, y disputándose el honor de ser las primeras en besar su manga pringosa. Me mantuve a un lado tratando de pasar inadvertido. Pero las que tenían mejor vista me miraron con asco, me insultaron llamándome vampiro o expósito gitano, y escupieron tres veces en dirección a mí.”

     Durante ese duro y tormentoso período de tortura y catequización, el niño se esmera, inocente y crédulo, por ganarse, post mortem y para toda la Eternidad, los inescrutables favores de Dios. Pero todo se hace añicos cuando durante la misa de Corpus Christi, pese a que lo suponen un gitano sirviendo en el altar del Altísimo, le toca desplazar un pesado misal sobre un pesado atril. De pronto pierde el equilibrio y “El misal y su atril rebotaron por los escalones”. Según narra:

   

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

        “Unas manos toscas me levantaron del suelo y me empujaron hacia la puerta. La muchedumbre abrió paso, estupefacta. Desde el coro, una voz masculina aulló ‘¡Vampiro gitano!’, y otras repitieron el estribillo. Las manos atenazaron mi cuerpo con feroz violencia, desgarrándome la carne. Ya en el exterior quise gritar e implorar misericordia, pero de mi garganta no brotó ningún sonido. Repetí el intento. Me había quedado sin voz.”

     Según colige: “Estaban convencidos de que yo era un vampiro y de que la interrupción de la Santa Misa sólo podría traer desgracias a la aldea.” Así que con insultos y a la fuerza lo llevan a la única fosa séptica de la comarca, atestada, pestilente, mefítica y aledaña a la parroquia.

     “Nos detuvimos junto al borde del pozo. Su superficie marrón, ondulada, despedía una fetidez semejante a la que se desprende de la horrible película que se forma sobre un cuenco de sopa de alforfón caliente. Sobre aquella superficie bullía una miríada de gusanillos blancos, que tenían más o menos la longitud de una uña. Por encima revoloteaban nubes de moscas que zumbaban monótonamente, dotadas de bellos cuerpos azules y violetas que refulgían bajo el sol, entrechocándose, precipitándose fugazmente hacia el pozo, para luego volver a remontarse el aire.

     “Tuve arcadas. Los campesinos me columpiaron por las manos y los pies. Las nubes pálidas del cielo azul flotaron ante mis ojos. Caí en el centro mismo de la inmundicia marrón, que se abrió bajo de mi cuerpo para devorarme.

      “La luz del día desapareció sobre mí y empecé a ahogarme. Me debatí instintivamente en el espeso elemento, manoteando y pataleando. Toqué el fondo y reboté tan rápidamente como pude. Una tromba esponjosa me empujó hacia la superficie. Abrí la boca y aspiré una ráfaga de aire. Me sentí nuevamente succionado y volví a tomar impulso en el fondo. La boca del pozo medía poco más de un metro cuadrado. Reboté nuevamente, esta vez hacia el borde. En el último momento, cuando la onda de rechazo estaba a punto de tragarme, me aferré a un zarcillo de las fuertes y largas malezas que creían alrededor del pozo. Luché contra la succión de las fauces devoradoras y salí a duras penas, casi cegado por el légamo que me cubría los ojos.

      “Me arrastré fuera del cieno y casi inmediatamente me acometieron los calambres del vómito. Me sacudieron durante tanto tiempo que perdí todas mis fuerzas y me desplomé completamente exhausto sobre los matorrales cáusticos y quemantes de cardo, helechos y ortigas.

“Oí la música lejana del órgano y los cánticos humanos, y consideré que era probable que después de la misa los feligreses, al salir de la iglesia volvieran a ahogarme en el pozo si me veían vivo entre los arbustos. Debía huir y en consecuencia corrí hacia el bosque. El sol endureció la costra marrón que me cubría, y me acosaban nubes de moscardones y otros insectos.

     “Apenas me encontré a la sombra de los árboles comencé a rodar sobre el musgo fresco y húmedo, friccionándome con hojas frías. Raspé con trozos de corteza los restos de inmundicia. Me froté el pelo con arena y después me revolqué en la hierba y volvía a vomitar.

      “De pronto comprendí que algo le había sucedido a mi voz. Traté de gritar, pero la lengua aleteó infructuosamente en mi boca abierta. No tenía voz. Estaba despavorido y, cubierto de sudor frío, me negué a creer que esto fuera posible e intenté convencerme de que recuperaría el habla. Esperé un momento y repetí el ensayo. No sucedió nada. Sólo el zumbido de las moscas que me rondaban rompía el silencio del bosque.”

IX de IX

Sin aludir numerosos matices e intríngulis de la obra y otras anécdotas y episodios del chiquillo (como lo relativo a las linternas que llaman “cometas” y al catálogo de niñas y niños recluidos en el orfanatorio, con daños físicos y mutilaciones y trastornos psíquicos postraumáticos, entre quienes descuella su compinche delincuencial el Silencioso),  vale resumir, para concluir la nota, que al final del capítulo veinte y de la novela, el chaval, que aún tiene doce años (quizá cercano a los trece) y ya está con sus padres y un hermano menor adoptado, de pronto, al intentar responder una llamada telefónica, recupera la voz y es algo que le place y disfruta oyéndose a sí mismo. Según dice:

     “Abrí la boca e hice un esfuerzo. Los sonidos treparon dificultosamente por mi garganta. Tenso y concentrado empecé a ordenarlos en sílabas y palabras. Oí claramente que brotaban de mí unos y otros, como gigantes de una vaina reventada. Dejé el auricular a un lado, casi sin poder convencerme de que eso era cierto. Empecé a recitar palabras y oraciones, fragmentos de las canciones de Mitka. La voz perdida en la iglesia de una aldea remota había vuelto a encontrarme y llenaba la estancia. Hablé en voz alta e incesantemente como los campesinos, y después como la gente de la ciudad, fascinado por los sonidos que estaban grávidos de significado como la nieve húmeda lo está de agua, convenciéndome una y otra vez de que ya era dueño del habla y de que ésta no pretendía escapar por la puerta del balcón.”

      No obstante, a esto se aúna la previa certidumbre de la soledad del individuo y de la orfandad cosmogónica del ser humano, articulada cuando todavía es un doceañero mudo y por acuerdo de sus padres que buscan que crezca y dejé atrás su delgadez extrema, lo entrena un maestro con quien con vive en una cabaña entre las altas montañas:

      “Todas las mañanas nos levantábamos muy temprano. El profesor se arrodillaba para rezar mientras yo le miraba con indulgencia. Tenía ante mí a un hombre maduro, educado en la ciudad, que se comportaba como un palurdo y no se resignaba a aceptar que estaba solo en el mundo y que no podía esperar la ayuda de nadie. Todos estábamos solos, y cuanto antes se diera cuenta de que todos los Gavrilas, Mitkas y Silenciosos eran prescindibles, tanto mejor sería para él. Poco importaba la mudez: de todas maneras los seres humanos no se entendían. Chocaban con sus prójimos o los seducían, se abrazaban o se pisoteaban los unos a los otros, pero cada uno sólo se conocía a sí mismo. Sus emociones, recuerdos y sentidos los separaban de los demás tan nítidamente como el espeso juncal separa la corriente del río de la ribera cenagosa. Nos mirábamos como los picos montañosos que nos circundaban, separados por valles, demasiado altos para pasar inadvertidos, demasiado bajos para tocar el cielo.”

        Pero, páginas antes, cuando en el capítulo diecinueve tiene doce años y sus progenitores lo localizan en el orfanatorio (se infiere que estuvieron ocultos en la URSS, porque el niño oye que su padre habla el ruso con fluidez) y se niega, pese a su mudez, a aprender a leer y escribir el idioma de su país (se deduce que el polaco) y a quitarse, o a que le quiten a la fuerza, el uniforme de soldado soviético, dice:

      

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

     “Sabía que el reencuentro con mis padres implicaba el fin de todos mi sueños de convertirme en un gran inventor de espoletas para cambiar el color de la gente, de trabajar en el país de Gavrila y Mitka, donde el hoy ya era mañana.”

       Es decir, además de idealizar, entonces, el imperio totalitario de la Unión Soviética de Stalin y la supuesta hermandad de los camaradas comunistas (casi semejante al culmen de los alados y mofletudos coros proletarios de un Himno a la alegría idéntico al de Miguel Ríos), en su inocencia aún alberga la quimera de convertirse en el gran inventor de espoletas para cambiar el color de su piel, de su pelo y de sus ojos, que acuñó, casi al final del capítulo ocho, previo a la agresión que un domingo le propinan un grupo de niños rubios, blancos y ojizarcos, más altos que él, que volvían de la iglesia andando en suecos de madera y de la que se defiende, descalzo, con violencia y sagacidad; y que es el preludio de un linchamiento multitudinario (con guadañas, rastrillos, palos y palas) que se avecina en pos de él, del que se escabulle y salva metiéndose en el bosque y alejándose a la carrera de esa infausta aldea, porque, oculto en el granero y con astucia, hace estallar tres minas antipersona con una espoleta de acción retardada. Por entonces narra:

     

Fotograma de El pájaro pintado (2019)

      “Me adormecí pensando en los inventos que me habría gustado realizar. Por ejemplo, una espoleta para el cuerpo humano que, una vez encendida, trocara la piel vieja por otra nueva y alterara el color de los ojos y el cabello. Una espoleta que, insertada entre materiales de construcción, pudiera edificar en un día una casa más bella que cualquiera de las de la aldea. Una espoleta que sirviera para proteger a todo el mundo del mal de ojo. De esa forma, nadie me temería y mi existencia sería más fácil y agradable.”

 


Jerzy Kosinski, El pájaro pintado. Prólogo del autor. Traducción del inglés al español de Eduardo Goligorsky. Editorial Pomaire. Badalona, octubre 26 de 1977. 332 pp.

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Trailer de El pájaro pintado (2019), película dirigida por Václav Marhoul, basada en la novela homónima de Jerzy Kosinski.