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Índice del número 143 de la revista Sur (septiembre de 1946) |
Por otro lado, Silvia Renée Arias, coautora, motor
y redactora de Los Bioy (Buenos
Aires, Tusquets, 2002), obtuvo y aporta alguna información anecdótica y
relevante, pues sobre Los que aman,
odian apunta en su Bioygrafía. Vida
y obra de Adolfo Bioy Casares (México, Tusquets, 2016):
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(México, Tusquets, 2016) |
“Al año siguiente
[1946], en Mar del Plata, Bioy y Silvina decidieron quedarse hasta mayo.
Animados por el especial entorno que sugería el desolado paisaje otoñal,
imaginaron una historia a propósito de una anécdota que recordaban muy bien.
Una vez, su amigo Ernesto Pissavini les había contado que fue a veranear a un
pequeño balneario entre Mar del Plata y la boca del Salado. Se hospedó en un
hotel de tres pisos, y al volver, cuatro años después, se encontró con que el
mismo constaba de uno solo: los otros dos habían quedado enterrados en la
arena. Este hecho lo había impresionado mucho, y el efecto se trasladó a Bioy y
a Silvina. Así es que ese verano, hablando de eso en la desierta Mar del Plata,
de pronto Bioy mencionó un recuerdo que tenía de su infancia: cuanto tenía
alrededor de diez años, fue a la estancia Rincón de López, en la boca del
Salado, propiedad de su bella tía Juana Sáenz Valiente de Casares, y allí vio
unos cangrejales enormes. Sus sorprendidos ojos de niño vieron cómo las vacas y
los caballos seguían unos estrechos caminitos y no se equivocaban nunca, porque
de lo contrario se habrían hundido, con jinete y todo, en el fango de los
cangrejales.
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El niño Adolfito en Rincón Viejo (Pardo, Provincia de Buenos Aires, c. 1922) |
“Asociando todo esto,
Bioy y Silvina comenzaron a escribir una novela policial que introducía estos
elementos: ‘Y se abrió ante nosotros la horrenda y la más desesperada visión:
una playa estremecida de cangrejos, negra, viscosa, interminable’. El personaje
que cuenta la historia va en busca de la soledad para encontrarse a sí mismo.
El libro les demandó menos de un mes porque, en palabras de Bioy, ‘cuando dos
personas escriben juntas, las dificultades que pueden demorar a alguno de los
dos están salvadas por el otro; si yo no encuentro la palabra justa, se le
ocurre al otro y a la inversa’, y lo terminaron cuando volvieron a Buenos
Aires. El título era Los que aman, odian,
y a Bioy le gustaba recordarlo como un ejercicio del pensamiento, el fruto de
la creación y de su vida en común. A partir de ese momento, Silvina le
mostraría sus originales antes de mandarlos a la editorial (muchas veces se
enojaba porque él no leía los suyos y sí los de ilustres desconocidos), y él
haría lo mismo con sus textos.”
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Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (Mar del Plata, c. 1950) |
Vale observar, no
obstante, que el génesis de la escritura en la solitaria e íntima isla (el aislado
“cuarto” en el frío Mar del Plata del que habla Bioy —tácitamente Villa Silvina,
la mansión de los Bioy—, prolongado en el porteño departamento de Santa Fe 2606)
y el instante (o los instantes) de la creación, son un enigma perdido en la
noche de los tiempos (y en el laberinto de las hipótesis y de las difusas y
vaporosas chismografías locales) y que ese misterio (entre los misterios) evoca,
por ósmosis (algo como la sangre late y
circula en ella), un arquetípico pasaje de El miedo a perder a Eurídice (México, Joaquín Mortiz, 1979), esa fascinante
novela de la escritora cubana Julieta Campos que al unísono es un largo poema
en prosa signado (y recamado) por fragmentos y aforismos de autores angulares:
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(México, Joaquín Mortiz, 1979) |
“La historia podría
comenzar en cualquier momento. Acaso así:
“La isla surgió al
mismo tiempo en la fantasía de ambos, que irreflexivamente, decidieron en ese
instante convertirla en el espacio de su amor. Fue desde entonces el lugar del
encuentro soñado y el lugar soñado del encuentro.
“O bien:
“Fue entonces cuando la
isla empezó a brotar dulcemente del mar como una Venus con los pies mojados por
las ondas. Engendrada en una noche tormentosa, nació predestinada. Sería
ingenuo evocar una aurora: la creación es un misterio y el paisaje de los
misterios es familiar de las tinieblas.”
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Villa Silvina, Mar del Plata |
Si el instante (o los instantes) de la creación (y
del más allá) son un misterio (entre los misterios), también lo es el hecho de
que de que Bioy y Silvina no hubieran gestado, concebido y procurado otra obra
en tándem (quizá lo proyectaron y tal vez lo intentaron). Y que pese a las
consecutivas infidelidades de Bioy (y a los sáficos y legendarios viajes a la solitaria
isla de Lesbos que, se dice, hizo Silvina) hayan permanecido juntos hasta el
final.
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Silvina Ocampo y Marta Casares, madre de Bioy (Mar del Plata, 1953) |
Una
posible respuesta medular y angular (quizá el non plus ultra de la quintaescencia) se logra entrever en un pasaje
compilado en las citadas Memorias de
Bioy:
“En el Rincón Viejo, un
día le anuncié a mi querido amigo Oscar Pardo [empleado y consejero suyo en esa
estancia paterna en la que Bioy fue un pésimo administrador]:
“—Prepárate. Nos vamos a casar.
“Corrió a su cuarto y volvió con una
escopeta en mano. Entendió que íbamos a cazar. El casamiento fue en Las Flores
[se habían conocido en 1933 o en 1934] y los testigos, además del mencionado
Oscar Pardo, Drago Mitre [amigo de Bioy desde su infancia] y Borges. Ese día,
en el estudio fotográfico Vetere, de aquella ciudad, nos fotografiamos. A veces
me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con
Silvina, porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que
la quería mucho, exclamó:
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Boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares Testigos: Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo. (Las Flores, enero 15 de 1940) |
“—Lo sé. Has tenido una infinidad de
mujeres, pero has vuelto siempre a mí. Creo que eso es una prueba de amor.”
Y otra prueba de amor, por
correspondencia biunívoca y recíproca, es el hecho de que Marta, la única hija
de ambos (fallecida a los 39 años, el 4 de enero de 1994, en un accidente
automovilístico) era, en realidad, la hija que Adolfo Bioy Casares tuvo con
María Teresa von der Lahr.
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Borges, María Esther Vázquez, Silvina Ocampo, la niña Marta y Adolfo Bioy Casares. (Playa San Jorge, Mar del Plata, 1964) |
III de V
Alguna vez el tecleador de marras pudo reseñar en el ciberespacio (o sea:
aquí en el blog) algo de Los que aman, odian en la edición que
Tusquets editó en septiembre de 1989, en Barcelona, con el número 101 de la
Colección Andanzas; en cuya primera solapa se observa una fotografía en blanco
y negro de Mariano Roca, donde, ya viejitos, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
parecen dialogar en torno a una hoja mecanografiada o manuscrita (quizá por
ambos).
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Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (Foto: Mariano Roca) |
Entre las diversas ediciones que ha tenido Los que aman, odian se halla la que
ahora ocupa al reseñista, que, lamentablemente, no incluye el prólogo que
Mariana Enríquez alude en La hermana
menor. Se trata de una sobria edición impresa en Barcelona, en febrero de
2002, por Emecé, dentro de la serie Cruz del Sur, en cuyo cintillo se lee un
tóxico y adictivo slogan que promete
un crimen (o quizá la muerte del lector tras o durante la lectura): “Ocampo y
Bioy/ Una pareja letal”.
En el interior, al desplegar la solapa de la segunda
de forros se descubre un retrato en blanco y negro de la joven, atractiva y
seductora Silvina Ocampo, que Bioy tal vez le tomó en la estancia de Rincón
Viejo, donde ya vivían juntos años antes de casarse y donde había unos sillones
de mimbre; celebérrima fotografía que también ilustra la carátula del tomo I de
los Cuentos completos de Silvina,
editado por Emecé en “junio de 2006”, y la portada del volumen único de éstos
editado en “julio de 2017” por la misma editorial (con un prólogo de Laura Ramos), y el frontis del susodicho libro de
Mariana Enríquez: La hermana menor.
Y al desplegar la tercera de forros aparece un retrato en blanco y negro del sonriente
y cautivador héroe de las mujeres:
Adolfo Bioy Casares. Cada uno signado por la insondable e infinita noche (el
negro) y el enigma que implica la sugerencia de la Constelación de la Cruz del
Sur (el azul con estrellas blancas).

En su “Prólogo”, Borges
calificó de “perfecta” a La invención de
Morel (cuya trama Bioy vislumbró sentado en uno de los sillones de mimbre
de Rincón Viejo) y de ejemplo de “imaginación razonada”. Los que aman, odian quizá no sea “perfecta”, pero lo parece, y sin
duda es un modelo de “imaginación razonada”. Por todo lo que se dice parece que
en 1946 fue escrita con prontitud y editada con rapidez. Quizá sea así. Lo
cierto es que se advierte que fue redactada, revisada y pulida con mimo y esmero;
y en la urdimbre, pese al crimen, se transluce una intrínseca pulsión lúdica y
libresca, con engaños al lector, bromas, ironías y juguetones giros
sorpresivos; por lo que no es errado calificarla de feliz divertimento y por ende quizá no yerre suponer que Bioy y Silvina
se divirtieron imaginándola y escribiéndola de principio a fin, y no sólo por
las mofas y bufonadas, algunas sutiles y librescas —como la fugaz alusión a Betteredge,
personaje de La piedra lunar (1868)—, y otras muy
obvias, como la que protagoniza la empleada del Hotel Central que el doctor
Humberto Huberman apoda “dactilógrafa” y “Muscarius, el dios que alejaba las
moscas de los altares”, pues, anciana y obesa, se dedica a perseguirlas por las
habitaciones blandiendo y azotando un matamoscas, dado que infestan el
asfixiante, claustrofóbico, caluroso y subterráneo hotel; quien llama a los
huéspedes al comedor haciendo sonar un gong y quien, ante los aullidos de los
perros del exterior y del ulular del viento que acompañan a la tormenta de
arena, vaticina sintiéndose pitonisa: “¡Esta noche va ocurrir algo! ¡Esta noche
va a ocurrir algo!” Y, efectivamente, ocurre.
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(Buenos Aires, Emecé, 2004) |
El doctor Humberto Huberman es la evocadora voz
narrativa que (supuestamente) redactó “la historia del asesinato de Bosque del
Mar” (que es la legendaria novela policial que el desocupado, intrigado e
insomne lector tiene en sus manos). Y, según informa casi al término, la
escribió por petición de varias amigas de su madre, (las únicas amigas que
tiene), interesadas (y al parecer impresionadas) por su hablantina, presunta y
presuntuosa labor detectivesca.
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(Barcelona, Emecé, 2002) |
Se entrevé que el
doctor Humberto Huberman (petulante, ridículo, solitario, maniático, citadino,
fetichista, hedonista, egocéntrico, engreído, dizque “erudito” y supuesto poseedor
de la “inteligencia dominante” en Bosque del Mar) es un consumado solterón, sin
ningún enredo amoroso que le pise los talones y le agrie la yerba mate, los
sueños o la fría tacita de cocoa (un día sí y otro también); quien en su “casa
de la Capital” cada mañana se despierta y comporta como todo un pachá
(repantigado en su otomana) atendido por sus añorados “enanos correntinos
trayendo la bandeja pajiza, el té aromático, las tostadas y los bizcochos, el
dulce y la miel”. Y, según revela con un dejo de intrínseca misantropía y quizá
androfobia: “En general, me entiendo mejor con las mujeres que con los hombres
[...] la sociedad que yo prefiero es la de mujeres maduras” (no la sociedad de
las mujeres jóvenes y por ende en la plenitud de su atractivo y belleza física).
No obstante, además de algún ancestral prejuicio misógino: menosprecia a las
pelirrojas, comparte ciertos atavismos machistas (con un tinte psiconalistoide):
“A las mujeres histéricas hay que dejarlas solas.” Admite y apunta: “Hay todo
un tratado por escribir sobre el llanto de las mujeres; lo que uno cree la
expresión de ternura es a veces una expresión de odio, y las más sinceras
lágrimas suelen ser derramadas por mujeres que sólo se conmueven ante sí
mismas.”
Según apunta en su
relato, es un boyante médico homeópata, adicto a los glóbulos de arsénico,
quien ha viajado en el tren nocturno, de la capital a la calurosa Salinas, con
destino al balneario Bosque del Mar, donde se halla el Hotel Central, propiedad
de un matrimonio sin hijos (Esteban y Andrea), que son primos suyos y
distantes, custodios de un sobrino de ella (el niño Miguel, de unos diez o doce
años), a los que alguna vez les hizo un préstamo; lo que implica una postergada
deuda que le permite no pagar el alojamiento y tratar a sus parientes con
ciertas exigencias y contenida altanería. Su plan no es coincidir con nadie en
ese hotel que a todas luces nunca había visitado ni visto, sino instalarse
durante por lo menos dos meses de vacaciones en la playa, durante las cuales
pretende escribir, en ese supuesto “paraíso del hombre de letras”, un sesudo
guion cinematográfico, pues, según apunta, “la Gaucho Film Inc.” le ha pedido
adaptar el “Satyricón, de Cayo
Petronio”, “a la época actual y a la escena argentina”. Nada menos.
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(Barcelona, Tusquets, 1989) |
El doctor Humberto
Huberman viaja en el cómodo camarote del tren nocturno (al parecer a imagen y
semejanza del cinematográfico y novelesco Orient
Express, pues, según dice: “no hay que olvidarlo: en los trenes el té es de
Ceylán”). Y tras su llegada a la solitaria estación del pueblerino Salinas
(7:02 am y ya hace un tremendo calor) y luego de encargar en la oficina de
correos que le remitan su correspondencia al Hotel Central del balneario Bosque
del Mar, como único pasajero y en compañía de su equipaje y de unas gallinas
enjauladas que llegaron con él en el tren, se desplaza encajado en un
peliculesco y anacrónico Rickenbacker conducido por un chofer que él llama chauffeur; indicio de su proclividad a
ciertos vocablos en franchute e inglés, (incluso alemán), a las frases en latín
y francés, a las evocaciones librescas y a los fantaseos detectivescos o
devaneos literarios (“he confundido la realidad con un libro”, llega a decir.) De
ahí que en su índole irrisoria y ridícula, como si se tratase de la arquetípica
y proustiana madeleine remojada en
té, el maloliente tufillo de las gallinas que lo acompaña en el Rickenbacker lo
remita a un grato e indeleble capítulo de su perdida niñez, pues según evoca:
esa “efímera sensación olfativa traía a mi memoria un feliz episodio de la
infancia, con mis padres, en los gallineros de mi tío, en Burzaco. ¿Confesaré
que durante algunos minutos logré refugiarme, en medio de los sacudones y del
calor, en la prístina visión de un huevo pasado por agua, en una taza de
porcelana blanca?” Así, durante ese viaje de largas y calurosas horas en las
que el Rickenbacker llega a cruzar, lentamente y sobre unos estrechos tablones,
unos arenales por los que el coche podría caer y hundirse (“Si una rueda se
desvía”), como ocurrió hace un año con “el caballo del farmacéutico”: “se metió
en el pajonal” y, ante los ojos de los circunstantes, “despareció en el barro”.
Pero el caso es que según dice el cantarín y “rapsoda” doctor Huberman trazando
su particular, instantánea y evanescente épica: “Yo buscaba el mar, como un
griego del Anabasis: ninguna pureza
en el aire parecía anunciarlo.” Pero el pedúnculo umbelífero (o minúsculo intríngulis)
de esa petulancia libresca es que la palabra anábasis refiere, por defecto y para el caso, una expedición de la
costa hacia el interior de un territorio. Y catábasis
es la palabra que alude el viaje desde el interior a la costa. Y cuando aún
“heroicamente” montado en el Rickenbacker creer ver el mar (se trata de un
espejismo de huitlacoche) exclama, exultante, a modo de homérico saludo: Thalassa!... Thalassa! (como si además
del impetuoso y agitado océano viera emerger a la mitológica diosa del mar). Y
cuando de nuevo cree verlo al divisar “una mancha violeta” dice, rumiando para
sí, su particular, críptico y joyceano Ulises: Epi oinopa ponton. Pero como se trata de “flor morada”, según le
aclara el rústico chofer, bien hubiera podido recitar al didáctico profesor Borges
aludiendo la Odisea: “Los dioses les
tejen adversidades a los hombres para que las futuras generaciones tengan algo
que cantar.”
Satisfecho consigo
mismo y con su pequeña imagen, el doctor Humberto Huberman, tras su arribo al
hotel, se autorretrata, envanecido y narcisista, para sus boquiabiertas lectoras
(algo caricaturesco y esperpéntico, dadas las titiriteras manos que lo trazan y
atildan):
“Me desperté en la
penumbra. No sabía dónde estaba ni siquiera qué hora era. Hice un esfuerzo,
como quien trata de orientarse. Recordé: estaba en mi cuarto, en el Hotel
Central. Entonces oí el mar.
“Encendí la luz. Vi en
mi cronógrafo —que yacía junto a los volúmenes de Chiron, de Kent, de Jahr, de
Allen y de Hering, sobre la mesita de pino— que eran las cinco de la tarde.
Pesadamente empecé a vestirme. ¡Qué descanso verme libre de la rigurosa
indumentaria que nos imponen los convencionalismos de la vida urbana! Como un
evadido de la ropa, me enfundé en mi camisa escocesa, en mi pantalón de
franela, en mi saco de brin crudo, en el plegadizo panamá, en los viejos
zapatones amarillos y en el bastón con empuñadura en cabeza de perro. Agaché la
cabeza, con no disimulada satisfacción examiné en el espejo mi abultada frente
de pensador, y otra vez convine con tanto observador imparcial: la similitud
entre mis facciones y las de Goethe es auténtica. Por lo demás, no soy un hombre
alto; para decirlo con un vocablo sugestivo, soy menudo —mis humores, mis
reacciones y mis pensamientos no se extenúan ni se embotan a lo largo de una
dilatada geografía—. Me precio de tener una cabellera agradable a la vista y al
tacto, de poseer unas manos pequeñas y hermosas, de ser breve en las muñecas,
en los tobillos, en la cintura. Mis pies, ‘frívolos viajeros’, ni cuando duermo
descansan. La piel es blanca y rosada; el apetito, perfecto.”
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Goethe |
Cercano al mar, próximo
a pantanosos médanos y a los peligrosos cangrejales, y no lejos del Hotel Nuevo
Ostende, el Hotel Central ha sido víctima frecuente de las tormentas de viento
y arena; de ahí que, pese al asfixiante y claustrofóbico calor, las ventanas de
las recámaras hayan sido selladas; y que el piso que hace un par de años era la
recepción, ahora es el sótano; y que los huéspedes, en vez de subir a sus
alcobas bajen a ellas, incluso al comedor, donde hay una larga mesa en la que
los pensionistas coinciden para la cena, amenizados con la música de la radio y
luego con el piano que toca Emilia en medio de la intrínseca neurosis y agresiva
rivalidad que la confronta y antagoniza con su hermana Mary.
Cuando a la mañana siguiente se descubre la
sorpresiva muerte de la joven Mary, envenenada por estricnina, según el
diagnóstico a priori del doctor
Humberto Huberman (quien añade “que el deceso había ocurrido dentro de las
últimas dos horas”) y aún no se sabe si se trata de un asesinato o de un
suicidio, y puesto que en ese momento de la mañana (y desde la noche anterior)
el Hotel Central sufre el furioso ataque de una furiosa y ululante tormenta de
arena, todo indica, si acaso es un asesinato, que se trata de un crimen
ocurrido en el oscuro vientre de esa “casa enterrada en la arena”, lo que
equivale al crimen de cuarto cerrado —circunstancia
clásica en una narración detectivesca y policial, aleccionó Borges, desde que
Edgar Allan Poe, en 1841, publicó su cuento “Los crímenes de la calle Morgue”—,
enfatizada cuando el doctor Huberman apunta: “Estábamos en ese caserón cerrado
como en un barco en el fondo del mar, o, más exactamente, como en un submarino
que se ha ido a pique.” Y por ende (indica el cliché) todos los habitantes del hotel,
incluidos quienes viven y trabajan en él, son probables sospechosos. Para
despejar el misterio, en un momento en que afloja la impetuosa y ululante tormenta
de viento y arena, envían el Rickenbacker por la policía. Es así que unas horas
después llegan al Hotel Central: el comisario Raimundo Aubry, memorioso
diletante y citador de novelas del siglo XIX (sobre todo de Victor Hugo), y el
doctor Cecilio Montes, “médico de la policía”, quien es un borrachín incurable,
pringoso, misántropo e irascible; dos gendarmes y el hombre de la funeraria;
más el ataúd, que instalan en el sótano.
Pese a cierto reparo inicial, el doctor Montes
coincide con el ojo clínico del doctor Huberman: la víctima murió envenenada
con una dosis de estricnina, que, al parecer, tomó (o le dieron a tomar) antes
de acostarse, pues solía beber una taza de chocolate frío antes de dormir; taza
que, misteriosamente, no se halla en el lugar del crimen o suicidio; es decir,
alguien la desapareció y por alguna razón dejó, según parece, “el frasco de los
glóbulos que tomaba todas las mañanas” y el corcho en el suelo.
El comisario Raimundo Aubry, antes de interrogar a los
moradores del hotel, decide registrar sus habitaciones, empezando por la
recámara del doctor Humberto Huberman, quien se ofende al suponerse sospechoso
de algo o de esconder la estricnina; no obstante, en medio del escrutinio
policial logra escamotear su “tubo de arsénico” focalizando la ruda y enfática búsqueda
en los tubitos de su homeopático botiquín. El caso es que las pesquisas del
comisario lo llevan a inferir que Emilia, la hermana de Mary, es la asesina. Y
piensa detenerla y recluirla en la cárcel tan pronto amaine la tormenta de
arena. La razón: había un traicionero y subrepticio lío sexual entre Mary y Enrique
Atuel, el novio de Emilia. Esto lo refleja la pelea a gritos entre ambas, misma
que Huberman oyó por casualidad; y lo acentúa la tensión neurótica que esgrimen
entre sí durante la ríspida cena y durante el convivio entorno al piano,
preludio de la súbita salida de Emilia del hotel, pese a la oscuridad y al
peligro que implica la tormenta de viento y arena. Y más aún cuando el doctor Humberto
Huberman, también sin proponérselo, previo a la grupal búsqueda de Emilia en el
exterior, ve que Atuel y Mary se besan en lo oscurito; no obstante, puntualiza:
“Autel se resistía; Mary lo asediaba apasionadamente.” Ante tan desventurada y
lastimosa escena, comenta pomposo para sí: “‘¿Qué somos’, murmuré, ‘sino
osamentas besadas por los dioses’? Con el alma apesadumbrada, seguí mi camino.
Algo aulló en la penumbra. Era el niño. Yo había tropezado con él. Me miró un
instante —¿qué había en su expresión: desprecio, odio, terror?—; después huyó.”
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Mary (Luisana Lopilato) Foto alusiva al filme Los que aman, odian (2017) |
La muerta, la joven Mary, o sea: María Gutiérrez,
fue paciente del doctor Humberto Huberman dos o tres veces en su consultorio,
allá en la capital; y la recuerda por “el accrochecoerur
en la frente”, porque él le dijo “somos almas gemelas”, dada su compartida
adicción a los glóbulos de arsénico, y porque le recomendó, ese año, unas
“vacaciones en Bosque del Mar”. Todo indica que coincidieron, sin premeditarlo,
en el Hotel Central, pues las hermanas Gutiérrez, con la infancia en Tres
Arroyos, pudieron hospedarse en el vecino, y no muy distante, Hotel Nuevo
Ostende, donde está registrado y tiene su recámara (quizá sólo protocolaria)
Enrique Atuel, cuya facha, al doctor Huberman, no le gusta nada. Según dice: es
“joven, amulatado. A despecho de cierta vulgaridad en el hablar y de una
apariencia que recordaba los cartelones del ‘tango en París’ [remember al icónico y popular Gardel y
su ‘estilo del Alma que canta’] —pelo
negro, lacio, ojos vivos, nariz aguileña— me pareció que ejercía sobre sus
compañeros [Mary, Emilia y el doctor Cornejo] —nada brillantes, por lo demás—
alguna superioridad intelectual.” Y de ninguna manera el doctor Huberman galantea
ni pretende a Mary, ni tiene íntimas ensoñaciones con su cuerpo, “demasiado
atlético para mi gusto”, dice y observa en ella “una animalidad que atrae a
ciertos hombres sobre cuyas aficiones prefiero no opinar”. Mary, además de su
sensualidad y magnetismo corporal (“alta, rubia”, “muy hermosa, con una
impresionante blancura, con manchas rosadas”) era una traductora notoriamente
fetichista y maniática: trajo consigo todos los libros traducidos por ella (que
son narraciones policiales con tapas arlequinadas), “los manuscritos de las
traducciones y los borradores de los manuscritos” e incluso “las pruebas de
imprenta”; tambache al que se suman “las páginas escritas a mano” de la última
traducción que estaba haciendo: “una novela de Michael Innes”. (Pseudónimo, cabe la digresión, del escocés John Innes McKintosch Steward, antologado por Borges y Bioy en la citada Segunda serie de Los mejores cuentos policiales con el relato “La tragedia del pañuelo” y de quien ambos editaron, en la legendaria serie policíaca El Séptimo Círculo, cuatro obras traducidas al español con los títulos: Los otros y el rector, ¡Hamlet, venganza!, La torre y la muerte, y El peso de la prueba.)
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Silvina Ocampo (verano en Mar del Plata) |
Paralelo a la investigación policial del comisario
Aubry, el doctor Huberman hace su propia labor detectivesca que, de hecho,
empieza desde antes de la llegada de la policía y su comitiva. En tal
vertiente, cuando Emilia es la presunta asesina de su hermana, le sorprende y
alarma encontrar al doctor Manning y al galán Atuel muy despreocupados y
desentendidos leyendo: “Manning leía la novela inglesa que Atuel había robado
del cuarto de Mary [subrepticia y sospechosa sustracción que Huberman observó
oculto]. Atuel leía una de esas novelas de tapa arlequinesca, que Mary había
traducido. En una mesa interpuesta entre los lectores había papeles con
anotaciones y lápices.” Y más aún, según dice: “¡Redactaban apostillas y
notas a textos policiales!” El resultado de ese escrutinio lector, y de la
lectura de los papeles que dejó la muerta en su cuarto, es que el doctor
Manning le presenta al comisario Aubry la transcripción de una nota manuscrita,
originalmente redactada por Mary en una “hoja de block”, donde anuncia su suicido y, según afirma categórico, “la
frase no figura en ninguno de los libros” traducidos por Mary. Ese fragmento
manuscrito, transcrito por Manning, parece eximir a Emilia de ser la presunta
asesina. Aún así el comisario piensa llevarla presa a Salinas y hacerla hablar.
No obstante, los posteriores giros sorpresivos y las
rápidas vueltas de tuerca revelan que esa nota suicida en realidad sí es un
fragmento de una novela policíaca traducida por Mary, que resulta ser otro libro
sustraído por el sigiloso Atuel (al parecer se trata de una narración policial
de Eden Phillpotts, otrora mentor de la joven y futura Agatha Christie), escondido
por él en su recámara del Hotel Nuevo Ostende (¿por qué no la destruyó el muy boludo
y listillo?), y luego localizado allí por el pálpito, la reflexión y las
veladas dilucidaciones del doctor Manning, que en algún momento debió
descubrirse manipulado por Atuel. Las razones que impulsaron a Atuel a hacer
tal oscuro tejemaneje —incluso abandona al doctor Huberman en el violento y
nebuloso arenal, y éste, desorientado, se alucina perdido en angustiosas y
fóbicas pesadillas que coinciden con el desierto y la arquitectura del filme
silente dirigido por Jacques Feyder: L’Atlantide
(1921), y a expensas de los espeluznantes y horrorosísimos cangrejales— evidencian
que creía que Emilia era la asesina y con sus artimañas quería exculparla del
asesinato y de la condena carcelaria. Ante tales manipulaciones, vale
puntualizar que el galán Atuel reveló ser, sólo ante el comisario y Manning (y
no ante el ofendido Huberman), un famoso inspector de policía que vacaciona de
incognito, quien dice trabajar “en la Sección de Investigaciones”, allá en “la
Capital Federal”, y cuyo verdadero apellido es Atwell. Pero para que sus
subrepticios y ocultos propósitos no se estropeen, induce, además, el simulacro
de envenenamiento del doctor Cornejo con una dosis del tubo de veronal que
había robado del maletín del doctor Montes y señala al desparecido niño Miguel,
y al recién desaparecido doctor Manning, como al posible ladrón de las costosas
joyas de la muerta, recién hurtadas a Emilia. Las cuales, antes de marcharse de
Bosque del Mar de manera furtiva y sin despedirse de nadie y dado que se
descubrieron sus numerosos ardides, a través de La Bruna (“un hombre parecido a
Wagner”, según Huberman), quien es el dueño del vecino Hotel Nuevo Ostente,
devuelve, en el Hotel Central, las joyas robadas envueltas en un paquete.
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Wagner |
No obstante, pese a las detectivescas indagaciones,
especulaciones y deducciones del doctor Manning, del doctor Huberman, del comisario
Aubry y a las meteduras de pata del supuestamente fogueado y célebre inspector
de policía Atwell (¿no se tratará de una impostura?), los puntos sobre las íes
del enredo y del crimen sólo se aclaran, para el corro (y para los lectores),
con la carta de despedida que el niño Miguel Fernández le dejó a su apreciado
amigo y mentor el farmacéutico Paulino Rocha (se lee casi al término de la
novela). Misiva que, motu proprio, el
boticario lleva al Hotel Central para entregársela al comisario Aubry, una vez
que la tormenta de viento y arena pareció extinguirse por arte de birlibirloque.
Sólo entonces, ya desvelada la identidad del asesino y sus secretas y
peculiares razones, es cuando Emilia revela que ella desapareció la taza de
Mary, porque creyó que el asesino era Atwell y quiso protegerlo.
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H. Bustos Domecq Composiciones fotográficas de Silvina Ocampo, basadas en ideas de Francis Galton. |
IV de V
En el Hotel Central el niño Miguel era un marginado y un desdichado, y,
al parecer, una molestia, un estorbo, y una penosa y despreciable carga para
sus tíos, que no lo querían ni comprendían. Según le dijo Andrea a Huberman:
“Miguel ha tenido una infancia triste. Es anémico, está mal desarrollado. Es
muy chico para su edad. Cavila todo el tiempo. Mi hermano creía que el mar
podía fortalecerlo...” No obstante, no le asignaron una adecuada habitación,
propia para un chaval con los hábitos e inclinaciones de un probable o futuro naturalista,
explorador y científico, sino que lo arrinconaron en el astroso y subterráneo cuarto
de los baúles, donde además no hay luz eléctrica y por ende se iluminaba con
una vela. No extraña, entonces, que no quiera a sus tíos y los desprecie, y que
haya hecho su refugio y su “casita” en el Joseph
K, el barco encallado y abandonado en la playa, donde pasaba mucho tiempo
solo y donde, antes de partir durante la tormenta y la subida de la marea, ya
tenía “allí muchas botellas de agua, bizcochos y una bolsita de yerba”. No
obstante, el destino de su errático viaje (lo deja ver en su carta) no es una
isla desierta con un tesoro enterrado por un pirata o un mundo utópico o mejor, sino el fondo
del mar. Y por ello, en su posdata, le pide al boticario que envíe a sus padres
el albatros embalsamado por él que dejó, ex
profeso, en el cuarto de los baúles, donde, antes de que apareciera su
reveladora carta, fue encontrado por el comisario Aubry: “Atada al pescuezo del
pájaro con una cinta verde, colgaba una fotografía del niño, con la
inscripción. A mis queridos padres,
recuerdo de Miguel.” Lamentablemente no pudo llegar a tales manos, pues el
doctor Huberman, en una de sus equivocas conjeturas, supuso que Miguel era el
ladrón de las joyas de Mary y que las había escondido en el vientre del pájaro
y por ello las manos del comisario lo destrozan y despanzurran.
El caso es que el niño Miguel, a escondidas de sus
tutores, aprendió del boticario el modo de conservar las algas marinas, pues la
caza y la taxidermia las había aprendido de su padre. En el Hotel Central sus
tíos le habían prohibido la “crueldad” con los animales. Quizá Miguel no haya
sido cruel a la hora de cazar nutrias (con su padre) o el albatros. Eso se
ignora, pues la caza es un milenario deporte (o ancestral oficio de sobrevivencia) y un ave o animal disecado puede ser un trofeo de caza y de habilidad y orgullo taxidermista. Pero el doctor Huberman, que lo ve con “cara de laucha” y que trató de
evocar a Conrad para hablar de barcos con él, se alarma ante la rareza de
encontrar bajo su catre, en el cuarto de los baúles, el albatros ensangrentado.
Imprevisto descubrimiento que el niño rubrica pegando un grito, dándole a
Huberman un zarpazo en el rostro y huyendo de allí. Indicio de una potencia anímica,
neurótica, pasional, agresiva y mental que no controla ni domina, pese a la
corrección y al sosiego con que redactó su carta de despedida, donde se lee que
no está arrepentido de lo que hizo, ni de su decisión de borrarse del mapa:
“Yo pensé: ‘Voy a hacer
una cosa terrible’. Ahora comprendo que hice lo que hubiera hecho cualquiera en
mi lugar.
“Bajé a mi cuarto,
busqué la estricnina, me fui al cuarto de Mary y eché la mitad del frasquito en
la taza de chocolate frío que ella tomaba antes de dormirse. Revolví la cuchara
para que el veneno se disolviera bien y cuando estaba secándola oí los pasos de
Mary. Al escaparme se me cayó el frasco. No tuve tiempo de recogerlo. Me fui
por el cuarto de Emilia.
“Al día siguiente volví
a buscar el frasco, pero no estaba. Yo quería tomar la estricnina, como la había
tomado Mary.”
Vale añadir, para no
desvelar todo el carozo de la mazorca, que el niño Miguel se enamoró de Mary
hasta el tuétano y la locura; que le resultaba doloroso e intolerable el
maltrato que le endilgaba cuando estaban a solas, que rechazara y le disgustaran
los besos que él le daba o intentaba darle, y para el colmo: su traicionero y
subrepticio amorío con Atwell y las burlonas infidencias que, sobre el niño, se
permitía con su casanova y polígamo. No obstante, antes de irse al más allá, el
niño Miguel bajó al sótano, abrió el ataúd y besó en los labios el cadáver de
Mary. Al inesperadamente descubrir ese cuadro mortuorio, el doctor Cornejo se
impresionó y escandalizó e impresionó y escandalizó a los otros moradores del
Hotel Central. No pudo, y no podía ver, que el niño enamorado, con ese amoroso,
elegíaco y último beso, se despedía para siempre de su amada. Y sólo vio algo
anómalo e inquietante, quizá con indicios de cierta necrofilia.
V de V
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Cartel de la película argentina Los que aman, odian (2017), basada en la novela homónima de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. |
Vale añadir, a modo de corolario, que la novela Los que aman, odian ha sido adaptada al cine, de manera parcial y
no muy afortunada (y sin una pizca de la erudición y del humor de la obra
literaria) en la homónima y patética película de 2017, dirigida por el cineasta argentino Alejandro
Maci —director del filme El impostor (1997), basado en el cuento
homónimo de Silvina Ocampo—, donde los lentes de sol que lucen las hermanas Fraga: Emilia y Mary, son
un implícito y tácito homenaje a los lentes oscuros, de grandes y pesados
armazones, que usaban las hermanas Ocampo: Victoria y Silvina. Entre los protagonistas
descuella la actriz Luisana Lopilato como Mary Fraga (ese obscuro objeto del deseo), notable, además, en la caracterización de Pipa (Manuela Pelari), policía de investigación criminal en dos thrillers argentinos dirigidos por Alejandro Montiel: Perdida (2018) y La corazonada (2020). Y, desde luego, Guillermo Francella en el papel del doctor Hubermann, muy recordado
por su brillante trabajo actoral en El
secreto de sus ojos (2009), filme dirigido por Juan José Campanella, basado
en La pregunta de sus ojos (Buenos
Aires, Galerna, 2005), novela del escritor argentino Eduardo Sacheri, quien, por razones
pecuniarias y de marketing, le cambió
el título por el nombre de la película.  |
Silvina y Victoria Ocampo con Borges |
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Los que aman, odian. Cruz del Sur, Emecé Editores. Barcelona,
febrero de 2002. 136 pp.
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Trailer de Los que aman, odian (2017), película dirigida por Alejandro Maci, basada en la novela homónima de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.